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jueves, 25 de agosto de 2016
"El Reino" de Emmanuel Carrère (I)
El libro del autor francés investiga alrededor del origen del cristianismo. Un intento literario de reconstrucción histórica de un agnóstico que alguna vez creyó. Analiza los evangelios y las obras de los cronistas de la época. Sobre todo se centra en el evangelio de san Lucas y en las palabras de san Pablo.
Fragmento de Nietzsche en El Reino de Emmanuel Carrère:
"Cuando en una mañana de domingo oímos repicar las viejas campanas, nos preguntamos: ¿es posible? Esto se hace por un judío crucificado hace dos mil años, que decía que era Hijo de Dios, sin que se haya podido comprobar semejante afirmación. Un dios que engendra hijos con una mujer mortal; un sabio que recomienda que no se trabaje, que no se administre justicia, sino que nos preocupemos por los signos del inminente fin del mundo; una justicia que toma al inocente como víctima propiciatoria; un maestro que invita a sus discípulos a beber su sangre; oraciones e intervenciones milagrosas; pecados cometidos contra un dios y expiados por ese mismo dios; el miedo al más allá cuyo portón es la muerte; la figura de la cruz como símbolo de una época que ya no conoce su significado infamante... ¡Qué escalofrío nos produce todo esto, como si saliera de la tumba de un remoto pasado! ¿Quién iba a pensar que se seguiría creyendo en algo así?"
miércoles, 24 de agosto de 2016
"Juan de Mairena, maestro apócrifo" por Rafael Narbona
Juan de Mairena nos aconseja huir del dogmatismo. La adhesión a un
credo es un yugo que oscurece el juicio. “Tomar partido –señala Mairena, con la
sabiduría de los sofistas- es no sólo renunciar a las razones de vuestros
adversarios, sino también a las vuestras; abolir el diálogo, renunciar, en
suma, a la razón humana”. Se ha dicho que Antonio Machado quizás habría actuado
como su hermano Manuel, si la rebelión militar lo hubiera sorprendido en la
zona donde triunfó el pronunciamiento, pero no parece probable. Los valores
laicos y republicanos impregnan toda su obra, revelando que Antonio Machado
siempre tomó partido por el proyecto de una España democrática y popular. Lejos
de cualquier forma de fanatismo, su adhesión a la Segunda República obedece a
un imperativo de la razón. El diálogo, la tolerancia y la duda sólo son
posibles en el marco de la libertad, nunca en una plaza dominada por tribunos,
terratenientes y curas aficionados a sentarse en la mesa del rico, ignorando la
parábola bíblica del pobre Lázaro y el avariento Epulón. Manuel Machado se
mostró servil con Franco, el dictador que aniquiló brutalmente a sus
adversarios, invocando una idea de España opuesta a la voluntad de
clarificación del racionalismo ilustrado. El jacobino Antonio Machado prefirió
ejercer la resistencia hasta que los bárbaros lanzaron su última ofensiva sobre
Madrid. El valiente rompeolas no pudo soportar la rabia de la España negra y
tridentina, que acabó con la Edad de Plata de nuestra cultura.
Juan de Mairena describió el infierno como “la espeluznante
mansión del tiempo, en cuyo círculo más hondo está Satanás dando cuerda a un
reloj gigantesco”. El reloj de arena que acompaña a la guadaña nunca deja de
girar. El ser humano contempla con angustia ese movimiento, pues sabe que la
clepsidra que escancia la arena lo aproxima a la muerte. La eternidad es un
misterio, tal vez una simple ensoñación de una mente hostigada por el imparable
devenir. Sólo el instante parece real y quizás la única forma de permanencia
que podamos imaginar. El instante no es una vivencia, sino un don de la
palabra. La poesía no es un simple tributo a la belleza. La poesía es la forma
más alta de trascendencia. Admirador de Henri Bergson, Antonio Machado asimiló
gran parte de sus enseñanzas. Al igual que el filósofo francés, pensaba que el
tiempo es duración, una vivencia que retiene el pasado y anticipa el futuro. Si
el instante se reduce a un punto en el espacio, el tiempo se fractura en una
sucesión de compartimentos estancos. Es la visión de la mecánica, que
interpreta el universo como materia inerte y divisible. Por el contrario,
Bergson describe el cosmos como el hilo de un ovillo, que se ondula y comunica
en todos sus momentos. El tiempo es algo vivo, que fluye en todos los sentidos.
Los instantes se penetran mutuamente, manteniendo una comunicación permanente
entre lo vivido y el porvenir. No hay dos instantes idénticos. El tiempo es
irreversible porque cada momento es diferente y nunca deja de transformarse. El
pasado que se reescribe incesantemente. La memoria es la fuerza creativa que
imprime al tiempo una estructura abierta y narrativa. El ser se dice. No es
algo fijo y permanente. La palabra es la flecha que vivifica el tiempo. Mairena
apunta que la palabra poética sólo manifiesta su poder transformador en la voz
de “los niños de las escuelas populares”, cuya dicción siempre es más precisa y
auténtica que la declamación huera de los recitadores. Sólo la inocencia puede
captar el latido de la palabra, recreando el mundo y recogiendo la cosecha de
los días pretéritos.
La poesía no es una cifra que mide los versos o un espejo situado
en la orilla del tiempo, sino un acto creador que ensancha lo real: “Todo amor
es fantasía/ […] No prueba nada / contra el amor que la amada / no haya
existido jamás…”. La comprensión de la poesía no depende de la intuición, sino
del pensamiento. “No es lo mismo pensar –advierte Mairena- que haber leído”.
Pensar no es urdir filigranas, sino actualizar la sabiduría popular, que nunca
ha tolerado un formalismo vacuo y preciosista: “Huid del preciosismo literario,
que es el mayor enemigo de la originalidad. Pensad que escribís en una lengua
madura, repleta de folklore, de saber popular, y que ése fue el barro santo de
donde sacó Cervantes la creación literaria más original de todos los tiempos”.
El saber popular reconoce a los maestros como Abel Martín, cuya modestia se
parece a la de Platón, dispuesto a atribuir sus reflexiones a Sócrates, su
mentor. El saber popular entiende que el folklore es “cultura viva y creadora
de un pueblo”. El folklore es el alma de las naciones. El pueblo griego no
habría existido sin Homero, que sintetizó los relatos recitados por poetas
ambulantes o aedos en las distintas polis. El genio de Atenas llamea en los
hexámetros de la Ilíada, alumbrando retrospectivamente una unidad cultural
que sólo se hizo realidad en el terreno de la poesía, pues la rivalidad entre
las diferentes ciudades impidió la unidad política.
La conciencia republicana de Machado se refleja en un patriotismo
autocrítico: “Yo siempre os aconsejaré que procuréis ser mejores de lo que
sois: de ningún modo que dejéis de ser españoles. Porque nadie más amante que
yo ni más convencido de las virtudes de nuestra raza. Entre ellas debemos
contar la de ser muy severos para juzgarnos a nosotros mismos”. Un buen español
lidia con nuestras imperfecciones, sin ocultarlas o minimizarlas: “La posición
es honrada, sincera y profundamente humana. Yo os invito a perseverar en ella
hasta la muerte”. Antonio Machado continúa la estela de Cervantes, mostrando
que el amor a España sólo puede concebirse desde el inconformismo. No podría
ser de otro modo en un maestro del optimismo trágico. Utópico, Mairena pide lo
imposible: “Que nuestro propósito sea más o menos irrealizable, en nada amengua
la dignidad de nuestro propósito”. Alonso Quijano fracasa una y otra vez, pero
su idealismo es la única brújula que puede orientarnos. Los españoles son
aficionados a denigrarse, sin dedicar demasiado tiempo a conocerse: “Una
pérdida total de simpatía hacia lo nuestro va construyendo poco a poco en
nuestras almas un espíritu crítico que necesariamente ha de funcionar en falso
y que algún día tendremos que arrumbar en el desván de los trastos inútiles”.
La grandeza de España no está en sus hazañas de ultramar, sino en las clases
populares: “En España lo mejor es el pueblo –escribe Antonio Machado en las
últimas semanas de la guerra-. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid,
que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha
sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invaden la patria y la
venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre”. Juan de
Mairena no es un señorito, sino un maestro que dialoga y cuestiona sus
enseñanzas. Su sentido crítico no implica menosprecio o escasa autoestima. Su
palabra es tiempo que discurre como un río caudaloso, sembrando plenitudes y
claridades. Su poesía es duración, memoria que preserva y revive lo anterior,
sin dejar de apuntar a un futuro que se hace con barro, ilusión y alguna brizna
de desengaño. Aún es pronto para despedirse de él.
martes, 23 de agosto de 2016
"La casa" poema en prosa de Luis Cernuda
Desde siempre tuviste el deseo de la casa, tu casa, envolviéndote
para el ocio y la tarea en una atmósfera amiga. Mas primero no supiste (porque
eso lo aprenderías luego, a fuerza de vivir entre extraños) que tras de tu
deseo, mezclado con él, estaba otro: el de un refugio con la amistad de las
cosas. Afuera aguardaría lo demás, pero adentro estarías tú y lo tuyo.
Un día, cuando ya habías comenzado a rodar por el mundo, soñando
tu casa, pero sin ella, un acontecer inesperado te deparó al fin la ocasión de
tenerla. Y la fuiste levantando en torno de ti, sencilla, clara, propicia: la
mesa, el diván, los libros, la lámpara –atmósfera que llenaban con su olor
algunas flores de la temporada.
Pero era demasiado ligera, y tu vida demasiado azarosa, para durar
mucho. Un día, otro día, desapareció tan inesperada como vino. Y seguiste
rodando por tantas tierras, alguna que ni hubieras querido conocer. Cuántos
proyectos de casa has tenido después, casi realizados en otra ocasión para de
nuevo perderlos más tarde.
Sólo cuatro paredes, espacio reducido como la cabina de un barco,
pero tuyo y con lo tuyo, aun a sabiendas de que su abrigo pudiera resultar
transitorio; ligera, silenciosa, sola, sin la presencia y el ruido ofensivos de
esos extraños con los que tantas veces ha sido tu castigo compartir la vivienda
y la vida; alta, con sus ventanas abiertas al cielo y a las nubes, sobre las
copas de unos árboles.
Pero es un sueño al que ya por imposible renuncias, aunque sea
realidad de todos a la que no puedes aspirar. Tu existir es demasiado pobre y
cambiante –te dices, escribiendo estas líneas de pie, porque ni una mesa
tienes; tus libros (los que has salvado) por cualquier rincón, igual que tus
papeles. Después de todo, el tiempo que te queda es poco, y quién sabe si no
vale más vivir así, desnudo de toda posesión, dispuesto siempre para la
partida.
lunes, 22 de agosto de 2016
"La muerte de un signo ortográfico" por Carlos Mayoral
Como Aureliano frente al pelotón de fusilamiento, siempre habré de
recordar el día en que mi profesora de Lengua, una anciana de nombre
antediluviano y estricta preceptiva ortográfica, me llevó a conocer el signo de
apertura de interrogación (Teodosia, no te olvidaré). ¿Qué hemos hecho con esa
elegante manera de abrirle nuestra duda al texto? No culparé a nadie, a menudo
hay en estos soportes que ahora utilizamos ciertas restricciones que amenazan
con exterminar esta noble raza tipográfica. Ciento cuarenta caracteres por
aquí, deja espacio para un vídeo por allá. Mientras, mi querida profesora
burgalesa, que nos azotaba con historias sobre cómo el Cid había
jurado en Santa Gadea gracias al primer castellano, se revuelve allí donde esté
viendo cómo el símbolo de apertura de interrogación ya no le importa a nadie.
Probablemente algún lector esté preguntándose quién es este tipo
que cuestiona mi pulcra utilización de las comas y mi generosa conducta con los
puntos. Si pertenecéis a este grupo, el texto también va con vosotros. ¿No os
dais cuenta de que ahí afuera se está acabando, por ejemplo, con ese modo de
expresar a la vez una pregunta y una exclamación mezclando, como en esta
interminable frase, ambos signos!
Estamos exterminando los signos ortográficos. Y hay algo todavía
peor: somos reincidentes. No es la primera vez que nuestra inercia destructiva
acaba con estos tesoros. En el desierto de imagen, vídeo, GIF, streaming y
quién sabe cuántas demoníacas plataformas más, este pequeño oasis gráfico
amenaza con secarse. Pronto contaremos con un emoticono para cada emoción.
Incluso contaremos con un emoticono para bailar sobre la tumba en la que
enterramos las comillas, otro para ciscarnos en los corchetes. Nosotros, los de
entonces, no sé si seremos los mismos, pero sí sé que recordaremos a nuestras
profesoras de nombre antediluviano explicando la diferencia entre el punto
final y el punto y seguido.
Apocalíptico, dirán algunos. Líneas atrás comentaba que no es la
primera vez que ocurre. Que varios signos ortográficos cayeron para dar paso a
estos que ahora desfallecen. A continuación enumeraremos unos cuantos que
sucumbieron a la moda tipológica del momento. Como el Aureliano de principios
del texto, estamos condenados a perder todas las guerras.
Los siete puntos
La primera ortografía, allá por 1741, recoge el uso de esta
especie de puntos suspensivos con la intención de omitir una expresión o
término. Antes de la aparición de esta norma, solían utilizarse tantos puntos
como longitud se considerase que ocupaba el conjunto omitido. Finalmente, la
Academia fijó en siete el número de puntos que habrían de utilizarse para este
tipo de marcas. Varios siglos después, nuestra natural inclinación por la
pereza nos ha privado de esta maravilla ortográfica.
Ejemplo: «No me seas ……….» (cosecha propia).
Apóstrofos garcilasistas
Este signo, aunque todavía figura en la RAE, corre tanto peligro
de extinción que ni siquiera el influjo del omnipresente inglés podrá salvarlo.
En castellano fue utilizado con frecuencia en los siglos XVI y XVII. De aquella
hermosa manera de omitir apenas nos quedan algunos topónimos de lenguas
cooficiales y algún que otro valiente de cuyas licencias narrativas es mejor no
acordarse. Su uso se extendió con fuerza a través de la poesía renacentista (Garcilaso, Boscán,
etc.).
Ejemplo: «Tierras d’Alcañiz negras las va parando» (Cantar de Mio
Cid).
Licor suäve
Todo el que haya leído el célebre soneto de Lope se
habrá extrañado al ver cómo el autor le coloca una diéresis sobre la letra «a».
Este signo se utilizaba como recurso métrico para separar los diptongos en dos
sílabas. Como tantas otras preceptivas poéticas en este siglo XXI, la diéresis
métrica huyó el rostro al claro desengaño. La diéresis resiste de manera
numantina sobre la letra «u». Quién sabe, si todo sigue así, cuánto tardará en
desfallecer.
Ejemplo: «Convertido en vïola, / llora su desventura» (Garcilaso
de la Vega).
Alçad los braços
Otro de los símbolos extinguidos o en vías de extinción es la
cedilla. Desapareció de nuestra ortografía en el siglo XVIII. Hasta entonces se
utilizaba para darle a la «c» el mismo uso ante «a», «o» y «u» que ante «e»,
«i». Lo curioso en este caso es, además, su origen, mucho más hermoso que su
desaparición. La cedilla nació como un adorno visigótico, una floritura
caligráfica llamada «copete». No solo en este siglo se cuida la imagen.
Ejemplo: «Porque ves allí, amigo Sancho Pança, donde se descubren
treinta o poco más desaforados gigantes» (El Quijote, primera parte).
Virgulilla abreviadora
La célebre virgulilla, que aún hoy sirve como sombrero para la
españolísima letra «ñ», tuvo en los albores del castellano un uso heredado
del latín que poco a poco hemos ido perdiendo: abreviaba una palabra cuando
esta no entraba en el renglón. De esta manera, era muy común ver cómo palabras
repetitivas e intuitivamente reconocibles se difuminaban. Parece q esta moda d
abreviar n es nueva.
Ejemplo: «que» sustituido por «q [con virgulilla]».
Antilambda o diplé
La antilambda o diplé (>) es el símbolo que hoy utilizamos
para, por ejemplo, reflejar en matemáticas una comparación en la que uno de los
dos términos es mayor que el otro: 9 > 8. En este caso, el origen del
símbolo define perfectamente la naturaleza de la Edad Media en la península. Se
utilizaba, en el momento en el que la línea que separaba el latín y la lengua
romance castellana se iba perfilando y acentuando cada vez más, para introducir
citas literales de la Biblia. Como curiosidad: es el origen de las
actuales comillas latinas o españolas.
Asterismo ilustrado
El asterismo es un carácter tipográfico representado mediante tres
asteriscos que forman un triángulo equilátero (⁂). Además del hermoso origen etimológico del término (conjunto de
estrellas) también es curioso el uso que al símbolo se le da, pues era
utilizado para marcar el final de un capítulo dentro de una obra. Hoy podrá
encontrárselo el lector en forma de pléyade alargada, en lugar del clásico
triángulo medieval.
⁂
Párrafos calderonianos
El calderón (¶) es un símbolo que fue utilizado durante muchos
siglos para establecer el comienzo de un párrafo. Normalmente se trazaba en un
color diferente al resto del texto, por lo que a menudo se dejaba el espacio en
blanco para, con otra tinta, insertarlo. Este es el comienzo de lo que hoy,
pereza mediante, es el sangrado habitual antes de cada nuevo párrafo.
Arroba, el origen
Este símbolo, bandera de una generación a un ciberespacio
enganchada, sello de todas las direcciones que hoy utilizamos, origen de
canciones que habrán de pasar a la historia, fue ya utilizado en la Edad Media
para expresar una medida de peso. El historiador Jorge Romance encontró
en un documento de 1448 el famoso signo (@) para dar cuenta de un registro de
trigo en la aduana entre Castilla y Aragón. Es el testimonio más antiguo que
conocemos del célebre símbolo.
Ejemplo: «Una @ de vino, que es 1/13 de un barril, vale 70 u 80
ducados» (Carta de Francesco Lapiun, 1536).
La falsa cruz
El óbelo (†) es un signo prácticamente en desuso, del que la
tipografía tira en muy contadas ocasiones como, por ejemplo, para especificar
una fecha de defunción. Sin embargo, también en esa franja en la que el latín
comenzaba a oscurecer en favor de sus resplandecientes dialectos se utilizaba
para hacer referencia a falsedades o dudas.
Ejemplo: «El símbolo arroba aparece por primera vez en Aragón †».
Desaparecieron o están a punto de hacerlo estos y otros signos,
como desaparecerán los que nos enseñó Teo. Quedarán reflejados en nuestra
lengua como las cicatrices de una cultura que empezó a ser tal, precisamente,
cuando pudo dar testimonio escrito de lo ocurrido. Detrás vendrán otros. Quién
sabe cómo influirá en nuestro acervo la retahíla de caras sonrientes,
interrogaciones irónicas o hashtags locos
que fluye por nuestro día a día cada vez más asimilada. Otros nos recordarán
como nosotros recordamos a los que en cierta ocasión nos mostraron la apertura
de la interrogación. Y las cicatrices, como dijo Machado, seguirán
iluminando.
domingo, 21 de agosto de 2016
"A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas" por Juan José Millás
A veces me llaman profesores de enseñanza media para que acuda a
sus centros de trabajo e intente convencer a sus alumnos de que lean.
-¿De que lean qué? -pregunto.
-Cualquier cosa -dicen-. Novelas, por ejemplo.
A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas. Las leía debajo
de las sábanas, sujetando con los dientes la linterna con la que mi padre nos
miraba la garganta cuando teníamos anginas. Mi padre no era médico: nos veía la
garganta por vicio. Tampoco yo era un lector profesional. Me asomaba a la boca
de los libros por una inclinación morbosa. Jamás pensé que esa actividad
formara parte de mi educación, aunque más tarde comprendería que se empieza a
leer por las mismas razones por las que se empieza a escribir: para comprender
el mundo.
Iremos por partes, pero permítanme de entrada la afirmación de que
el lector, como el escritor, nace del conflicto. Sin conflicto no hay escritura
ni lectura. Leemos y escribimos porque algo no funciona entre el mundo y
nosotros. El conflicto no desaparece al leer o al escribir, pero se atenúa de
manera notable.
Decía Blanchot que la página del libro (del libro literario,
quiero decir, de la novela, del poema, del buen ensayo) tiene dos caras; en una
se mira el escritor y en la otra el lector, aunque los dos buscan lo mismo: un
espejo que les devuelva de sí y de la realidad una imagen menos fragmentada que
aquella que sufren a diario. Tanto el uno como el otro, tanto el escritor como
el lector, son bichos raros, personas difíciles que sufren desacuerdos graves
con lo que les rodea. Y esos dos bichos raros se encuentran ahí, en el libro,
que es también un lugar oscuro, un callejón, diríamos, allí es donde se
encuentran.
El libro ha tenido siempre algo de callejón frecuentado por
personas huidizas con tendencia, como decíamos, a la clandestinidad. Por eso,
uno de los factores que más daño ha hecho a la lectura es el consenso respecto
a sus virtudes. Cuando yo era pequeño, cuando yo era joven, la lectura no
estaba muy bien vista. Los niños y los adolescentes lectores dábamos un poco de
miedo a nuestros padres, a nuestros profesores. Ese miedo de los otros nos
confirmaba que estábamos en el buen camino. Por haber, había incluso una lista,
una bendita lista de libros prohibidos por el Vaticano, que eran, lógicamente,
los que con más ansia buscábamos. Hoy, en cambio, todo el mundo asegura que
leer es bueno. Lo dicen los padres, lo predican los profesores y lo
corroboraría, si tuviéramos la oportunidad de preguntarle, el ministro del
Interior. Con franqueza, si yo fuera adolescente, ni me acercaría a una
actividad ensalzada por mis padres, por mis profesores y por el ministro del
Interior. Me entregaría a los videojuegos, que producen aún mucha inquietud en
las personas de orden.
Pero decía que me llaman a veces de los institutos de enseñanza
media y yo acudo, no siempre con el mismo ánimo, para explicar a los jóvenes
que la lectura es ya una de las pocas actividades transgresoras en una sociedad
en la que prácticamente todo está permitido. O, peor aún, en una sociedad que
es muy permisiva con lo que se debería prohibir y muy prohibitiva con lo que
debería permitir. Les explico que los lunes por la mañana, cuando salgo a
pasear por el parque cercano a mi domicilio, veo indefectiblemente rotos los
cristales de una o dos marquesinas de autobús y tres o cuatro papeleras
arrancadas de sus soportes. Son destrozos llevados a cabo durante el fin de semana
por jóvenes que no son capaces de expresar su malestar de otro modo. Odian el
sistema y apedrean por tanto los símbolos externos de ese sistema practicando
un modo de delincuencia atenuada que les compensa momentáneamente del dolor de
vivir en un mundo sin salida, sin horizonte moral o laboral, en un mundo loco.
Intento explicarles que lo que ellos toman como un acto de rebelión fortalece
al sistema hasta extremos que no podrían ni imaginar. La sociedad, les explico,
puede prescindir de otras personas, pero no de los delincuentes. "El
delincuente -decía Octavio Paz en un ensayo de juventud -confirma la ley en el
momento mismo de transgredirla". Les explico que cuando beben cuatro
cervezas y arrancan de raíz ese semáforo con el que yo tropiezo el lunes por la
mañana, están haciendo gratis algo por lo que les deberían pagar. Estoy
convencido, les digo, de que si un día, de la noche a la mañana, desaparecieran
los delincuentes, el Ministerio del Interior no tardaría ni 48 horas en
convocar oposiciones para cubrir urgentemente todas esas vacantes. El joven,
pues, que el sábado por la noche se emborracha y que al amanecer, antes de
regresar a casa, llena de silicona la ranura de un cajero automático para no
irse a dormir sin haber contribuido a la liquidación del sistema, no sabe hasta
qué punto está contribuyendo a reproducir lo que detesta. Ese chico no es
peligroso; en realidad, es un funcionario que trabaja gratis para el sistema.
Destroza el mobiliario urbano con el mismo gesto de rutina con el que el
funcionario de Hacienda nos dice que volvamos mañana. Cuando digo esto en institutos
difíciles, aunque también en los de clase media, los chicos se quedan
lógicamente sorprendidos. Les explico a continuación, porque así lo creo, que
el joven verdaderamente peligroso es aquel que un viernes o un sábado por la
noche se queda en casa leyendo Madame
Bovary. Por lo general, no saben quién es madame Bovary, pero he comprobado
les suena bien, por lo que no suelo cambiar de título. Ese individuo que se
queda a leer Madame Bovary, les
aseguro, es una bomba. ¿Por qué?, noto que me preguntan con la mirada. Porque
la realidad, les explico, está hecha de palabras, de modo que quien domina las
palabras domina la realidad. Ellos dudan, claro, porque miran a su alrededor y
no acaban de ver la relación entre la realidad y las palabras. Entonces les
recuerdo el cuento aquel de Andersen, El
rey desnudo, o El traje nuevo del
emperador, según la traducción. Todos ustedes lo conocen. No me digan que
no les resulta sorprendente el éxito de ese relato si consideramos que se narra
en él la historia de un pueblo que ve vestido a un señor que va desnudo. Parece
una historia inviable por inverosímil, pero lleva años cautivando a niños y a
mayores de todas las nacionalidades. ¿Por qué?, me pregunto en voz alta delante
de los alumnos a los que intento convencer de las bondades de la lectura. Pues
porque lo que ocurre en ese cuento, respondo tras unos segundos de tensión
teatral, es lo que nos ocurre cada día desde la noche a la mañana a todos y
cada uno de nosotros: que salimos a la calle y vemos lo que nos dicen que
veamos. Si la orden de ese día es ver al Rey vestido, lo veremos vestido,
aunque vaya en pelotas. En otras palabras, vemos lo que esperamos ver. Y esto
es así de simple y así de espectacular. Las palabras son generadoras de
realidad. Y la ausencia de palabras también. Por eso invito siempre a los
alumnos a preguntarse hasta qué punto es real la realidad.
miércoles, 17 de agosto de 2016
Cualquier idiota tiene un perro
Cualquier idiota tiene un perro,
yo mismo podría tenerlo.
Cualquiera compra un collar, una correa
y pone una ración más de paella
para dar las sobras al animal.
Aún mejor, cualquiera va al supermercado
y compra un saco de pienso
con la cara de un pastor alemán,
la lengua fuera, agradecido
al capitalismo y a la industria alimentaria.
Cualquier idiota, cualquiera,
se siente acompañado, útil, poderoso,
querido, lamido, reclamado.
Cualquiera sale un rato de madrugada
y acompaña la meada en el árbol
y la defecación en la acera.
Cualquiera tiene un perro
o un niño o una paloma o un coche de lujo
o un puesto en el gobierno o una ballesta.
Cualquiera es devoto de la Virgen
y reza para que mueran las garrapatas
y su animal dure tanto como las iglesias.
Cualquier idiota tiene un perro,
pero no una abuela, cualquiera.
Por suerte, yo no soy idiota.
Quienes leen estos versos, tampoco.
domingo, 14 de agosto de 2016
"Se quedó el agua desnuda" por Clara Janés
Creo
que pocos poetas de mi generación y de generaciones inmediatas podrían negar la
presencia de Lorca como el paisaje preponderante que acompañó sus orígenes.
Algunos lo han confesado, otros no, pero lo cierto es que para los que nos
lanzamos a partir de los 60 del siglo pasado, sus poemas fueron una de las
primeras cartillas. Inolvidables para mí son las reuniones en cafés con mis
compañeros de la Universidad de Barcelona, donde se trataba ante todo de
leer a Lorca en voz alta. Yo llegué a más: escribí en mis zapatos blancos
de verano unos versos de Federico, en uno "¡Ay que trabajo me cuesta
quererte como te quiero!"; en el otro, "¡Por tu amor me duele el
aire, el corazón y el sombrero!".
También
fui protagonista de un proyecto del entonces estudiante, hoy reconocido pintor,
Julián Grau Santos, que consistía en una exposición entera sobre el Romancero gitano. Hizo el boceto
completo, con guache, página a página, en mi libro -un tesoro por su belleza-,
y en él yo soy Soledad Montoya y la Virgen que acompaña al romance de San
Gabriel...
Años
más tarde, esta presencia viva de Lorca se produjo a través de dos de sus
amigos, que fueron grandes amigos míos: Rafael Martínez Nadal y Marcelle
Auclair. Conocí a la segunda cuando buscaba datos para su Enfances et mort de Federico Garcia
Lorca, que empieza con una Introduction
a la mort donde habla del Llanto
por Ignacio Sánchez Mejías y da muchas claves: detalles de aquella
corrida última, sucesos posteriores, recuerdos de Ignacio de sus primeras
tentativas, cuando, contando 16 años, se iba a torear vaquillas sin testigos,
pero con el aplauso de los olivos agitados por el viento que le hacía levantar
la mano y saludar, lo que explica el último verso del poema: "y recuerdo
una brisa triste por los olivos".
A
cada pregunta concreta que hacía yo a Marcelle sobre Lorca, me contestaba:
"Llama a Rafael". Así fue como un día, sin más, marqué el número de
Rafael Martínez Nadal de Londres. Desde aquel momento, cuando venía a Madrid,
cenar en el Olivar de Castillejo con él y su mujer, Jacinta, y muchas veces los
hermanos de ésta, David y Leonardo, Rosa Chacel, Jeannine Mestre, José Luis
Gómez o el escultor Juan Haro se hizo habitual. Rafael recitaba a Federico,
y sus imágenes volaban por encima de las jaras y las retamas... Todo tenía un
sentido secreto. Era un poeta tan universal y fuerte que en cualquier lengua
caía de pie... Bien comprobé yo esto cuando me lo recitó en farsi el gran Ahmad
Shamlu, que, a través de Lorca, llevó a cabo la modernidad de la lírica en su
país.
Aún
los veo a todos, atentos a la palabra. Y la sonrisa destella en cada hoja
tocada por la noche luminosa mientras la llama de una vela oscila sobre la mesa
junto a la fruta y una ráfaga de viento mece las sombras del ramaje. Y es
la felicidad esa armonía, siempre bajo el ala del poema, mientras Rafael
recita:
Eran tres
(vino el día con sus hachas.)
Eran dos
(alas rastreras de plata.)
Era uno.
Era ninguno
(se quedó desnuda el agua).
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