lunes, 22 de agosto de 2016

"La muerte de un signo ortográfico" por Carlos Mayoral


Como Aureliano frente al pelotón de fusilamiento, siempre habré de recordar el día en que mi profesora de Lengua, una anciana de nombre antediluviano y estricta preceptiva ortográfica, me llevó a conocer el signo de apertura de interrogación (Teodosia, no te olvidaré). ¿Qué hemos hecho con esa elegante manera de abrirle nuestra duda al texto? No culparé a nadie, a menudo hay en estos soportes que ahora utilizamos ciertas restricciones que amenazan con exterminar esta noble raza tipográfica. Ciento cuarenta caracteres por aquí, deja espacio para un vídeo por allá. Mientras, mi querida profesora burgalesa, que nos azotaba con historias sobre cómo el Cid había jurado en Santa Gadea gracias al primer castellano, se revuelve allí donde esté viendo cómo el símbolo de apertura de interrogación ya no le importa a nadie.
Probablemente algún lector esté preguntándose quién es este tipo que cuestiona mi pulcra utilización de las comas y mi generosa conducta con los puntos. Si pertenecéis a este grupo, el texto también va con vosotros. ¿No os dais cuenta de que ahí afuera se está acabando, por ejemplo, con ese modo de expresar a la vez una pregunta y una exclamación mezclando, como en esta interminable frase, ambos signos!
Estamos exterminando los signos ortográficos. Y hay algo todavía peor: somos reincidentes. No es la primera vez que nuestra inercia destructiva acaba con estos tesoros. En el desierto de imagen, vídeo, GIFstreaming y quién sabe cuántas demoníacas plataformas más, este pequeño oasis gráfico amenaza con secarse. Pronto contaremos con un emoticono para cada emoción. Incluso contaremos con un emoticono para bailar sobre la tumba en la que enterramos las comillas, otro para ciscarnos en los corchetes. Nosotros, los de entonces, no sé si seremos los mismos, pero sí sé que recordaremos a nuestras profesoras de nombre antediluviano explicando la diferencia entre el punto final y el punto y seguido.
Apocalíptico, dirán algunos. Líneas atrás comentaba que no es la primera vez que ocurre. Que varios signos ortográficos cayeron para dar paso a estos que ahora desfallecen. A continuación enumeraremos unos cuantos que sucumbieron a la moda tipológica del momento. Como el Aureliano de principios del texto, estamos condenados a perder todas las guerras.

Los siete puntos
La primera ortografía, allá por 1741, recoge el uso de esta especie de puntos suspensivos con la intención de omitir una expresión o término. Antes de la aparición de esta norma, solían utilizarse tantos puntos como longitud se considerase que ocupaba el conjunto omitido. Finalmente, la Academia fijó en siete el número de puntos que habrían de utilizarse para este tipo de marcas. Varios siglos después, nuestra natural inclinación por la pereza nos ha privado de esta maravilla ortográfica.
Ejemplo: «No me seas ……….» (cosecha propia).

Apóstrofos garcilasistas
Este signo, aunque todavía figura en la RAE, corre tanto peligro de extinción que ni siquiera el influjo del omnipresente inglés podrá salvarlo. En castellano fue utilizado con frecuencia en los siglos XVI y XVII. De aquella hermosa manera de omitir apenas nos quedan algunos topónimos de lenguas cooficiales y algún que otro valiente de cuyas licencias narrativas es mejor no acordarse. Su uso se extendió con fuerza a través de la poesía renacentista (Garcilaso, Boscán, etc.).
Ejemplo: «Tierras d’Alcañiz negras las va parando» (Cantar de Mio Cid).

Licor suäve
Todo el que haya leído el célebre soneto de Lope se habrá extrañado al ver cómo el autor le coloca una diéresis sobre la letra «a». Este signo se utilizaba como recurso métrico para separar los diptongos en dos sílabas. Como tantas otras preceptivas poéticas en este siglo XXI, la diéresis métrica huyó el rostro al claro desengaño. La diéresis resiste de manera numantina sobre la letra «u». Quién sabe, si todo sigue así, cuánto tardará en desfallecer.
Ejemplo: «Convertido en vïola, / llora su desventura» (Garcilaso de la Vega).

Alçad los braços
Otro de los símbolos extinguidos o en vías de extinción es la cedilla. Desapareció de nuestra ortografía en el siglo XVIII. Hasta entonces se utilizaba para darle a la «c» el mismo uso ante «a», «o» y «u» que ante «e», «i». Lo curioso en este caso es, además, su origen, mucho más hermoso que su desaparición. La cedilla nació como un adorno visigótico, una floritura caligráfica llamada «copete». No solo en este siglo se cuida la imagen.
Ejemplo: «Porque ves allí, amigo Sancho Pança, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes» (El Quijote, primera parte).

Virgulilla abreviadora
La célebre virgulilla, que aún hoy sirve como sombrero para la españolísima letra «ñ», tuvo en los albores del castellano un uso heredado del latín que poco a poco hemos ido perdiendo: abreviaba una palabra cuando esta no entraba en el renglón. De esta manera, era muy común ver cómo palabras repetitivas e intuitivamente reconocibles se difuminaban. Parece q esta moda d abreviar n es nueva.
Ejemplo: «que» sustituido por «q [con virgulilla]».

Antilambda o diplé
La antilambda o diplé (>) es el símbolo que hoy utilizamos para, por ejemplo, reflejar en matemáticas una comparación en la que uno de los dos términos es mayor que el otro: 9 > 8. En este caso, el origen del símbolo define perfectamente la naturaleza de la Edad Media en la península. Se utilizaba, en el momento en el que la línea que separaba el latín y la lengua romance castellana se iba perfilando y acentuando cada vez más, para introducir citas literales de la Biblia. Como curiosidad: es el origen de las actuales comillas latinas o españolas.

Asterismo ilustrado
El asterismo es un carácter tipográfico representado mediante tres asteriscos que forman un triángulo equilátero (). Además del hermoso origen etimológico del término (conjunto de estrellas) también es curioso el uso que al símbolo se le da, pues era utilizado para marcar el final de un capítulo dentro de una obra. Hoy podrá encontrárselo el lector en forma de pléyade alargada, en lugar del clásico triángulo medieval.

Párrafos calderonianos
El calderón (¶) es un símbolo que fue utilizado durante muchos siglos para establecer el comienzo de un párrafo. Normalmente se trazaba en un color diferente al resto del texto, por lo que a menudo se dejaba el espacio en blanco para, con otra tinta, insertarlo. Este es el comienzo de lo que hoy, pereza mediante, es el sangrado habitual antes de cada nuevo párrafo.

Arroba, el origen
Este símbolo, bandera de una generación a un ciberespacio enganchada, sello de todas las direcciones que hoy utilizamos, origen de canciones que habrán de pasar a la historia, fue ya utilizado en la Edad Media para expresar una medida de peso. El historiador Jorge Romance encontró en un documento de 1448 el famoso signo (@) para dar cuenta de un registro de trigo en la aduana entre Castilla y Aragón. Es el testimonio más antiguo que conocemos del célebre símbolo.
Ejemplo: «Una @ de vino, que es 1/13 de un barril, vale 70 u 80 ducados» (Carta de Francesco Lapiun, 1536).

La falsa cruz
El óbelo (†) es un signo prácticamente en desuso, del que la tipografía tira en muy contadas ocasiones como, por ejemplo, para especificar una fecha de defunción. Sin embargo, también en esa franja en la que el latín comenzaba a oscurecer en favor de sus resplandecientes dialectos se utilizaba para hacer referencia a falsedades o dudas.
Ejemplo: «El símbolo arroba aparece por primera vez en Aragón †».


Desaparecieron o están a punto de hacerlo estos y otros signos, como desaparecerán los que nos enseñó Teo. Quedarán reflejados en nuestra lengua como las cicatrices de una cultura que empezó a ser tal, precisamente, cuando pudo dar testimonio escrito de lo ocurrido. Detrás vendrán otros. Quién sabe cómo influirá en nuestro acervo la retahíla de caras sonrientes, interrogaciones irónicas o hashtags locos que fluye por nuestro día a día cada vez más asimilada. Otros nos recordarán como nosotros recordamos a los que en cierta ocasión nos mostraron la apertura de la interrogación. Y las cicatrices, como dijo Machado, seguirán iluminando.

domingo, 21 de agosto de 2016

"A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas" por Juan José Millás


A veces me llaman profesores de enseñanza media para que acuda a sus centros de trabajo e intente convencer a sus alumnos de que lean.
-¿De que lean qué? -pregunto.
-Cualquier cosa -dicen-. Novelas, por ejemplo.

A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas. Las leía debajo de las sábanas, sujetando con los dientes la linterna con la que mi padre nos miraba la garganta cuando teníamos anginas. Mi padre no era médico: nos veía la garganta por vicio. Tampoco yo era un lector profesional. Me asomaba a la boca de los libros por una inclinación morbosa. Jamás pensé que esa actividad formara parte de mi educación, aunque más tarde comprendería que se empieza a leer por las mismas razones por las que se empieza a escribir: para comprender el mundo.
Iremos por partes, pero permítanme de entrada la afirmación de que el lector, como el escritor, nace del conflicto. Sin conflicto no hay escritura ni lectura. Leemos y escribimos porque algo no funciona entre el mundo y nosotros. El conflicto no desaparece al leer o al escribir, pero se atenúa de manera notable.
Decía Blanchot que la página del libro (del libro literario, quiero decir, de la novela, del poema, del buen ensayo) tiene dos caras; en una se mira el escritor y en la otra el lector, aunque los dos buscan lo mismo: un espejo que les devuelva de sí y de la realidad una imagen menos fragmentada que aquella que sufren a diario. Tanto el uno como el otro, tanto el escritor como el lector, son bichos raros, personas difíciles que sufren desacuerdos graves con lo que les rodea. Y esos dos bichos raros se encuentran ahí, en el libro, que es también un lugar oscuro, un callejón, diríamos, allí es donde se encuentran.
El libro ha tenido siempre algo de callejón frecuentado por personas huidizas con tendencia, como decíamos, a la clandestinidad. Por eso, uno de los factores que más daño ha hecho a la lectura es el consenso respecto a sus virtudes. Cuando yo era pequeño, cuando yo era joven, la lectura no estaba muy bien vista. Los niños y los adolescentes lectores dábamos un poco de miedo a nuestros padres, a nuestros profesores. Ese miedo de los otros nos confirmaba que estábamos en el buen camino. Por haber, había incluso una lista, una bendita lista de libros prohibidos por el Vaticano, que eran, lógicamente, los que con más ansia buscábamos. Hoy, en cambio, todo el mundo asegura que leer es bueno. Lo dicen los padres, lo predican los profesores y lo corroboraría, si tuviéramos la oportunidad de preguntarle, el ministro del Interior. Con franqueza, si yo fuera adolescente, ni me acercaría a una actividad ensalzada por mis padres, por mis profesores y por el ministro del Interior. Me entregaría a los videojuegos, que producen aún mucha inquietud en las personas de orden.
Pero decía que me llaman a veces de los institutos de enseñanza media y yo acudo, no siempre con el mismo ánimo, para explicar a los jóvenes que la lectura es ya una de las pocas actividades transgresoras en una sociedad en la que prácticamente todo está permitido. O, peor aún, en una sociedad que es muy permisiva con lo que se debería prohibir y muy prohibitiva con lo que debería permitir. Les explico que los lunes por la mañana, cuando salgo a pasear por el parque cercano a mi domicilio, veo indefectiblemente rotos los cristales de una o dos marquesinas de autobús y tres o cuatro papeleras arrancadas de sus soportes. Son destrozos llevados a cabo durante el fin de semana por jóvenes que no son capaces de expresar su malestar de otro modo. Odian el sistema y apedrean por tanto los símbolos externos de ese sistema practicando un modo de delincuencia atenuada que les compensa momentáneamente del dolor de vivir en un mundo sin salida, sin horizonte moral o laboral, en un mundo loco. Intento explicarles que lo que ellos toman como un acto de rebelión fortalece al sistema hasta extremos que no podrían ni imaginar. La sociedad, les explico, puede prescindir de otras personas, pero no de los delincuentes. "El delincuente -decía Octavio Paz en un ensayo de juventud -confirma la ley en el momento mismo de transgredirla". Les explico que cuando beben cuatro cervezas y arrancan de raíz ese semáforo con el que yo tropiezo el lunes por la mañana, están haciendo gratis algo por lo que les deberían pagar. Estoy convencido, les digo, de que si un día, de la noche a la mañana, desaparecieran los delincuentes, el Ministerio del Interior no tardaría ni 48 horas en convocar oposiciones para cubrir urgentemente todas esas vacantes. El joven, pues, que el sábado por la noche se emborracha y que al amanecer, antes de regresar a casa, llena de silicona la ranura de un cajero automático para no irse a dormir sin haber contribuido a la liquidación del sistema, no sabe hasta qué punto está contribuyendo a reproducir lo que detesta. Ese chico no es peligroso; en realidad, es un funcionario que trabaja gratis para el sistema. Destroza el mobiliario urbano con el mismo gesto de rutina con el que el funcionario de Hacienda nos dice que volvamos mañana. Cuando digo esto en institutos difíciles, aunque también en los de clase media, los chicos se quedan lógicamente sorprendidos. Les explico a continuación, porque así lo creo, que el joven verdaderamente peligroso es aquel que un viernes o un sábado por la noche se queda en casa leyendo Madame Bovary. Por lo general, no saben quién es madame Bovary, pero he comprobado les suena bien, por lo que no suelo cambiar de título. Ese individuo que se queda a leer Madame Bovary, les aseguro, es una bomba. ¿Por qué?, noto que me preguntan con la mirada. Porque la realidad, les explico, está hecha de palabras, de modo que quien domina las palabras domina la realidad. Ellos dudan, claro, porque miran a su alrededor y no acaban de ver la relación entre la realidad y las palabras. Entonces les recuerdo el cuento aquel de Andersen, El rey desnudo, o El traje nuevo del emperador, según la traducción. Todos ustedes lo conocen. No me digan que no les resulta sorprendente el éxito de ese relato si consideramos que se narra en él la historia de un pueblo que ve vestido a un señor que va desnudo. Parece una historia inviable por inverosímil, pero lleva años cautivando a niños y a mayores de todas las nacionalidades. ¿Por qué?, me pregunto en voz alta delante de los alumnos a los que intento convencer de las bondades de la lectura. Pues porque lo que ocurre en ese cuento, respondo tras unos segundos de tensión teatral, es lo que nos ocurre cada día desde la noche a la mañana a todos y cada uno de nosotros: que salimos a la calle y vemos lo que nos dicen que veamos. Si la orden de ese día es ver al Rey vestido, lo veremos vestido, aunque vaya en pelotas. En otras palabras, vemos lo que esperamos ver. Y esto es así de simple y así de espectacular. Las palabras son generadoras de realidad. Y la ausencia de palabras también. Por eso invito siempre a los alumnos a preguntarse hasta qué punto es real la realidad. 

miércoles, 17 de agosto de 2016

Cualquier idiota tiene un perro


Cualquier idiota tiene un perro,
yo mismo podría tenerlo.
Cualquiera compra un collar, una correa
y pone una ración más de paella
para dar las sobras al animal.
Aún mejor, cualquiera va al supermercado
y compra un saco de pienso
con la cara de un pastor alemán,
la lengua fuera, agradecido
al capitalismo y a la industria alimentaria.
Cualquier idiota, cualquiera,
se siente acompañado, útil, poderoso,
querido, lamido, reclamado.
Cualquiera sale un rato de madrugada
y acompaña la meada en el árbol
y la defecación en la acera.
Cualquiera tiene un perro
o un niño o una paloma o un coche de lujo
o un puesto en el gobierno o una ballesta.
Cualquiera es devoto de la Virgen
y reza para que mueran las garrapatas
y su animal dure tanto como las iglesias.
Cualquier idiota tiene un perro,
pero no una abuela, cualquiera.
Por suerte, yo no soy idiota.
Quienes leen estos versos, tampoco.

domingo, 14 de agosto de 2016

"Se quedó el agua desnuda" por Clara Janés


Creo que pocos poetas de mi generación y de generaciones inmediatas podrían negar la presencia de Lorca como el paisaje preponderante que acompañó sus orígenes. Algunos lo han confesado, otros no, pero lo cierto es que para los que nos lanzamos a partir de los 60 del siglo pasado, sus poemas fueron una de las primeras cartillas. Inolvidables para mí son las reuniones en cafés con mis compañeros de la Universidad de Barcelona, donde se trataba ante todo de leer a Lorca en voz alta. Yo llegué a más: escribí en mis zapatos blancos de verano unos versos de Federico, en uno "¡Ay que trabajo me cuesta quererte como te quiero!"; en el otro, "¡Por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero!".
También fui protagonista de un proyecto del entonces estudiante, hoy reconocido pintor, Julián Grau Santos, que consistía en una exposición entera sobre el Romancero gitano. Hizo el boceto completo, con guache, página a página, en mi libro -un tesoro por su belleza-, y en él yo soy Soledad Montoya y la Virgen que acompaña al romance de San Gabriel...
Años más tarde, esta presencia viva de Lorca se produjo a través de dos de sus amigos, que fueron grandes amigos míos: Rafael Martínez Nadal y Marcelle Auclair. Conocí a la segunda cuando buscaba datos para su Enfances et mort de Federico Garcia Lorca, que empieza con una Introduction a la mort donde habla del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y da muchas claves: detalles de aquella corrida última, sucesos posteriores, recuerdos de Ignacio de sus primeras tentativas, cuando, contando 16 años, se iba a torear vaquillas sin testigos, pero con el aplauso de los olivos agitados por el viento que le hacía levantar la mano y saludar, lo que explica el último verso del poema: "y recuerdo una brisa triste por los olivos".
A cada pregunta concreta que hacía yo a Marcelle sobre Lorca, me contestaba: "Llama a Rafael". Así fue como un día, sin más, marqué el número de Rafael Martínez Nadal de Londres. Desde aquel momento, cuando venía a Madrid, cenar en el Olivar de Castillejo con él y su mujer, Jacinta, y muchas veces los hermanos de ésta, David y Leonardo, Rosa Chacel, Jeannine Mestre, José Luis Gómez o el escultor Juan Haro se hizo habitual. Rafael recitaba a Federico, y sus imágenes volaban por encima de las jaras y las retamas... Todo tenía un sentido secreto. Era un poeta tan universal y fuerte que en cualquier lengua caía de pie... Bien comprobé yo esto cuando me lo recitó en farsi el gran Ahmad Shamlu, que, a través de Lorca, llevó a cabo la modernidad de la lírica en su país.
Aún los veo a todos, atentos a la palabra. Y la sonrisa destella en cada hoja tocada por la noche luminosa mientras la llama de una vela oscila sobre la mesa junto a la fruta y una ráfaga de viento mece las sombras del ramaje. Y es la felicidad esa armonía, siempre bajo el ala del poema, mientras Rafael recita:

Eran tres
(vino el día con sus hachas.)
Eran dos
(alas rastreras de plata.)
Era uno.
Era ninguno
(se quedó desnuda el agua).

miércoles, 10 de agosto de 2016

"Lo que Lorca leía" por Jesús Ruiz Mantilla


El alimento del poeta, la vitamina, el hidrato, la proteína, es la lectura. Muchos han intentado explicarnos el misterio del autor telúrico que era Federico García Lorca como a un genio iluminado por la gracia divina. Sostenían que el hecho de que fuera mal estudiante, un pupilo corriente y moliente sin grandes notas en sus devaneos universitarios, demostraba su falta de formación. Pero más allá de la atención a los expedientes académicos de sus días entre tratados de Derecho o manuales de Filosofía y Letras, fue formándose un lector anárquico, impulsivo y voraz. Con muy buen gusto. Que hurgaba sin parar en la biblioteca familiar y acudía a los ultramarinos de las librerías, donde su padre había abierto cuentas familiares. Así fue como, según Luis García Montero, poeta granadino también, catedrático de Literatura en la universidad de la ciudad que les alumbró a ambos, ha ido demostrando cómo sus lecturas fueron determinantes en la infancia, adolescencia y a lo largo de toda su vida. “Pudo parecer para algunos que estuvo mal preparado desde joven, pero no hizo otra cosa, con todo lo que leyó, que saber utilizarlo en su provecho como autor e ir así negociando su propia identidad, gracias a los libros que elegía”.
En Un lector llamado Federico García Lorca, García Montero traza el retrato de un aspirante a creador deslumbrado por Victor Hugo, tocado por Metamorfosis de Ovidio, seducido por El sueño de una noche de verano, de Shakespeare… Un genio que deglutía páginas a su conveniencia e iba encontrando en muchos otros los caminos de la sombría ambigüedad necesaria para expresar sus fantasmas íntimos gracias a una poderosa semilla de sugerencia. Hay una frase del poeta que Luis García Montero utiliza para la portada de su libro Un lector llamado Federico García Lorca: “Si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan: pediría medio pan y un libro”. Esa era la clave de su dieta. Si tan solo, según él, se conservan alrededor de 500 ejemplares de su biblioteca, más allá de extravíos en mitad del exilio de su familia, García Montero contempla el hecho de que al autor de Poeta en Nueva York le apasionara regalar libros por encima de acumularlos. Además, para él, la lectura iba unida al poder del aire volatilizado en palabras, como la misma música. “Se formó escuchando a doña Vicenta, su madre, leer en alto a los campesinos de la Vega de Granada. Eso, unido a las conversaciones que escuchaba sin cesar en su casa, conforman la raíz de su literatura, descendiente, en gran parte, de la pura oralidad”. Se alió para ello con los simbolistas. Selló pactos con la tradición para conducirla hacia una modernidad sin vuelta atrás y disfrazó sus tabúes hasta convertirlos en arte gracias a Platón, Maeterlinck y a Oscar Wilde, pero también a Machado, Unamuno, Juan Ramón Jiménez... “Cuando abres los ejemplares que se conservan de su biblioteca en la Fundación García Lorca, ves que son libros habitados, subrayados, llenos de anotaciones muy reveladoras, como una que aparece en El tesoro de los humildes de Maeterlinck a un lado donde escribe: “Hablar plata y callar oro”. En tiempos donde la homosexualidad no podía exhibirse bajo pena de cárcel o cosas peores, debió impactarle hasta lo más hondo De profundis, el testimonio abiertamente identitario de Oscar Wilde, que le costó pena de prisión. Si comulgaba con la búsqueda espiritual de Unamuno, había algo innegociable que a la vez le separaba de él: “Su abierta enemistad con todo rastro de lo sensual”, asegura García Montero. “Comulgaba con una traslación de la intrahistoria a Andalucía, pero necesitaba construir dentro del universo propio una sensualidad para su tierra”. El romanticismo fue uno de sus troncos principales. “Lo defendía como culto, no hallaba mejor ataque al sistema, ni manera de solidarizarse con los oprimidos”. Pero también los clásicos de Grecia y Roma, que lo acercaban a la mitología. “Desde El banquete de Platón, a la Teogonía de Hesíodo o Metamorfosis de Ovidio —un libro en el que según le dijo a una amiga íntima, lo encontraría todo—, Lorca exprimió a los oráculos del Mediterráneo. En ellos hallaba amores y fusiones extrañas tanto como transformaciones radicales, fuera de norma, que lo consolaban en su miedo al rechazo”. Hurgaba sin parar en la biblioteca familiar y acudía a las librerías De ahí, nada le impedía viajar a la modernidad que además le servían Rubén Darío o Ibsen y a los referentes de robustez poética que encontraba en Machado y Juan Ramón Jiménez. “Este le acogió desde el principio, aunque si algún defecto —corregible— veía en él, era que escribía poemas demasiado largos para su gusto”. Todos ellos le permitieron a menudo rescatar lo que Lorca llamaba la mariposa ahogada en el tintero. Pero también las lecturas de T. S. Eliot o Walt Whitman, de Bécquer, Zorrilla, Baudelaire o Ramón Gómez de la Serna, “pese al daño que le debían producir sus prejuicios contra los homosexuales”, anota García Montero. Daba igual, en cada texto intuía pistas, mordía yugulares para extraer transfusiones de sangre útil a su propia voz. “Era un vampiro, si te acercabas a él, te absorbía”. 

lunes, 8 de agosto de 2016

"Léxico familiar" de Natalia Ginzburg

Fragmento extraído de la novela autobiográfica, Léxico familiar, de la autora italiana Natalia Ginzburg. Lo que narra ocurre en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial:

"Mi madre le contó lo que le había sucedido al hijo de una amiga suya hacía muchos años, antes de la guerra y de la persecución racial. Este niño era judío y su familia lo llevó a la escuela pública, pero pidieron a la maestra que lo eximieran de las clases de religión. Un día su maestra no fue a clase, y en su lugar fue una suplente que no había sido advertida, y cuando llegó la hora de religión se sorprendió de ver que aquel niño cogía la cartera y se disponía a marcharse. "¿Tú por qué te vas?", le preguntó. "Me voy -contestó el niño- porque durante la hora de religión siempre me voy a casa." "¿Y por qué?", preguntó la suplente. "Porque yo -respondió aquel niño- no quiero a la Virgen." "¡No quiere a la Virgen!" "¡No quieres a la Virgen!¡No quieres a la Virgen!", comenzó a gritar toda la clase. Los padres del niño se vieron obligados a sacarlo de aquella escuela.

sábado, 6 de agosto de 2016

"Ítaca" de Constantino Cavafis


Cuando salgas hacia Ítaca
ruega por que el camino sea largo,
lleno de peripecias y descubrimientos.
A lestrigones y a cíclopes,
o al iracundo Poseidón no temas.
No los encontrarás en tu camino
si alto es tu pensamiento, y refinada
la emoción que toque tu espíritu y tu cuerpo.
A lestrigones y a cíclopes
o al fiero Poseidón no habrás de hallarlos
a no ser que los lleves en tu corazón,
mientras tu corazón no los ponga frente a ti.
Ruega por que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
cuando arribes –¡con qué placer y alegría!–
a puertos nunca vistos.
Detente en los mercados de Fenicia
y compra allí lindos artículos,
madreperla y coral, ámbar y ébano,
y toda clase de perfumes sensuales,
tantos perfumes sensuales como puedas;
acude a muchas ciudades egipcias
para aprender y aprender de los sabios.
Ten siempre a Ítaca en la mente.
Llegar allí es tu destino.
Pero en ningún modo apresures el viaje.
Mejor dejar que dure muchos años,
para que llegues, viejo ya, a la isla,
rico con todo lo que has ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te dé riquezas.
Ítaca te dio un hermoso viaje,
si no es por ella no habrías emprendido el camino,
pero no te dará más.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no se ha burlado.
Así de sabio como te volviste, con tanta experiencia,
entenderás entonces qué querían decir las Ítacas.

(1911)

"¿En qué novela vives?" por Félix de Azúa


Toda ciudad es una novela (lo contrario no es cierto) siempre que el novelista tenga talento espacial y sepa distribuir cada volumen edificado y sus habitantes particulares como un bloque verosímil. Luego están las Ciudades invisibles, título de un famoso libro de Calvino en el que aparecen posibles ciudades según la catalogación que Borges atribuyó a un entomólogo chino: insectos que molestan al emperador, insectos que suenan como el cristal, etcétera. De la misma manera: ciudades que destruyen la memoria del viajero, ciudades que por la noche se pueblan con difuntos antiguos, etcétera. Pero si olvidamos las ciudades invisibles y en cambio nos interesamos por las ciudades imaginadas, no cabe duda de que el gran inventor de las mismas fue Charles Dickens.
Cuando imaginamos Londres, incluso si hemos vivido allí o somos turistas habituados a sus calles y monumentos, lo hacemos con los materiales de Dickens aunque no lo hayamos leído, porque la pintura, la fotografía y el cine han copiado minuciosamente la técnica narrativa de Dickens para distribuir espacios urbanos y distinguir a sus distintos ciudadanos. Dicho de un modo algo violento: Londres será eternamente victoriano mientras no aparezca otro escritor capaz de construir una nueva imagen.
Por supuesto todo lector de Dickens sabe que en el joven escritor solo había dos Londres, el bueno y el malo, el de los ricos y el de los pobres, el de los barrios aristocráticos y el de los barrios proletarios. Los protagonistas solían sufrir un avatar prodigioso que les llevaba de un Londres al otro, sea para caer en la abyección de los mugrientos laberintos próximos al Támesis, sea para salvarse en una reluciente mansión próxima a Regent’s Park. Si usted es un lector de Dickens un poco más experimentado o pasional, sabe también que en el último Dickens, en cambio, hay tres Londres diferenciados porque aparece un tercer espacio entre la ciudad del bien y la ciudad del mal. Ese tercer espacio es el de la clase media que va a tomar posesión de los barrios funcionariales y de negocios a lo largo de la vida de Dickens.
La tercera fuerza evitará el maniqueísmo de la etapa juvenil, dará mayor riqueza a la aventura narrativa y permitirá a Dickens alguna de las más portentosas descripciones del hogar burgués, tan distinto del palacio y de la miserable vivienda de los Jerry Buildings. De hecho, la tercera zona urbana será el refugio privilegiado de quienes ya comienzan a mirar con sospecha a la aristocracia y no dejan de tener un principio de conmiseración por los miserables, sentimiento entonces poco frecuente. El tercer espacio es el de la conciencia y el de la inteligencia.
Si comparamos concienzudamente la construcción literaria del Londres victoriano de Dickens, en su perfección artística, con el París de Proust, la sorpresa es considerable. Ambos escritores se llevan unos sesenta años, de manera que Proust puede muy bien ser el nieto de Dickens. Sin embargo, el proceso es prácticamente el mismo. También en Proust hay dos ciudades al principio que finalmente serán tres, aunque las tres estén en el mismo libro. Recordará el lector que en las seis mil páginas de La Recherche se analiza minuciosamente la vida parisina a lo largo de cuarenta años con frecuentes saltos a la etapa anterior, la de la guerra franco-prusiana.
En la extensísima narración de la vida de Marcel y de sus padres, Proust anota con sagacidad que su primera vivienda, en el centro noble de la ciudad, está sin embargo habitada por numerosos proletarios y artesanos. Las clases sociales ocupaban los mismos edificios en jerarquía vertical. En el principal, los más ricos, en las últimas alturas (las chambres de bonne) los más pobres, en la entrada talleres artesanos. Pero cuando llegamos al final de la novela las clases se han separado y los proletarios han sido expulsados a los bulevares exteriores.
En realidad esta separación se produjo con la reforma del barón Haussmann que comenzó con Napoleón III, pero se prolongó hasta la terminación del bulevar Raspail ya en pleno Art Nouveau. Haussmann abrió en canal la ciudad, reventó el suelo, derribó miles de casas, abrió enormes avenidas, todo con el fin de levantar la ciudad más moderna de Europa y (de paso) arrasar los núcleos obreros que habían resultado peligrosísimos en las dos revoluciones comuneras. De un París interclasista se pasó a dos ciudades separadas, como el primer Londres de Dickens.
Curiosamente el tercer espacio «ciudadano» de Proust no está en la ciudad sino en el campo colindante con la gran capital, en los pueblecitos de veraneo de la burguesía, los cuales constituían una prolongación natural de la vida social capitalina, algo que en Inglaterra no sucedió jamás. Y también será en los pueblecitos de los alrededores de París en donde el protagonista, Marcel, descubrirá todo lo que determina su vida artística y sentimental, como la princesa de Guermantes, el gran Swann o la ambigua Gilberte. El tercer espacio era, de nuevo, el lugar del espíritu.
Ciudad dickensiana para la eternidad es el Londres victoriano. Ciudad proustiana para la eternidad es el París de la gran burguesía. Sin embargo, seguramente la mayoría de nosotros vivimos en la ciudad kafkiana, el laberinto impenetrable de nuestra interioridad. 

viernes, 5 de agosto de 2016

"El orgasmo femenino explicado por una monja medieval" por Virginia Mendoza


Hildegard von Bingen fue pintora, poeta, compositora, científica, doctora, monja, filósofa, mística, naturalista, profeta y, quizá, la primera sexóloga de la historia. También está considerada precursora de la ópera, de la ecología e inventó un idioma que podría ser la primera lengua artificial de la historia.

Cuando la Primera Cruzada estaba a punto de llegar a Jerusalén, una niña lloró por primera vez en Bermersheim (Alemania). Hildegard von Bingen nació en 1098 y se convirtió en un diezmo. Como décima hija que fue, sus padres la entregaron a la Iglesia. La dejaron en el monasterio de monjes de Disivodemberg, que albergaba una celda para mujeres dirigida por Jutta von Spannheim, quien se convertiría en madre e instructora de la pequeña Hidegard. Tenía ocho años y había comenzado a tener visiones a los tres, pero no fue hasta pasados los cuarenta cuando empezó a escuchar una voz que le decía que escribiera y dibujara todo aquello que alcanzaran sus ojos y oídos.

Se convirtió en abadesa tras la muerte de Jutta. Atemorizada por sus visiones y predicciones convenció al papa para que le consintiese escribirlas, y fue así como empezó a registrar tanto sus visiones, como libros de medicina (que hoy consideraríamos superstición), remedios naturales, cosmogonía y teología. Desde entonces empezó a relacionarse con las autoridades eclesiásticas y políticas de su época y se convirtió en su consejera, algo impensable tratándose de una mujer.
Hildegard von Bingen y su legado son inabarcables. Tanto que, a pesar de su recuperación a raíz de la esperada canonización (que no tuvo lugar hasta 2012), su lado más peculiar ha sido eclipsado por sus predicciones. De todo lo que hizo Hildegard a lo largo de su vida, lo más desconcertante, surrealista y contradictorio, quizá sean sus consideraciones sobre el orgasmo femenino que bien le podrían valer el título de primera sexóloga de la historia.

Hildegard hablaba de sexo sin miedo: de una forma tan clara como apasionada. Fue la primera en atreverse a asegurar que el placer era cosa de dos y que la mujer también lo sentía. La primera descripción del orgasmo femenino desde el punto de vista de una mujer fue la suya. Tenía una idea muy peculiar de la sexualidad, teniendo en cuenta que era monja y que vivía en el siglo XII. Para ella, el acto sexual era algo bello, sublime y ardiente. En sus libros de medicina abordó la sexualididad y, especialmente, en Causa et curae, donde dio más detalles:
Cuando la mujer se une al varón, el calor del cerebro de ésta, que tiene en sí el placer, le hace saborear a aquél el placer en la unión y eyacular su semen. Y cuando el semen ha caído en su lugar, este fortísimo calor del cerebro lo atrae y lo retiene consigo, e inmediatamente se contrae la riñonada de la mujer, y se cierran todos los miembros que durante la menstruación están listos para abrirse, del mismo modo que un hombre fuerte sostiene una cosa dentro de la mano.

Como protofeminista, Hildegard tenía una imagen muy propia de Eva y del pecado original. Para ella, el único culpable fue Satán, envidioso de la capacidad de generar vida de la mujer.
Ana Martos Rubio escribe en ‘Historia medieval del sexo y del erotismo’: «Así como para Agustín de Hipona la concupiscencia es el castigo de Dios, para Hildegarde, que no se atrevió a llevarle la contraria y admitió la idea de que el pecado original fue de lujuria, la culpa fue de Satán que sopló veneno sobre la manzana antes de entregarla a Eva, envidiosa de su maternidad. Ese veneno fue, precisamente, el placer y, su sabor, el deseo sexual». Y continua: «El deseo sexual es el sabor de la manzana De Gustu Pomi, el título de la obra de Hildegarde von Bingen en que describe el sabor de la condición humana, el delicioso sabor que da paso a la ponzoña del vicio, el placentero y embriagador sabor del pecado», escribe Ana Martos.

En ‘La medicina sexual en la historia. Avances y controversias (Parte I)’, José Jara Rascón y Enrique Lledó García escriben que Hildegard «expone en su obra Liber compositionae medicinae (Libro de Medicina Compleja) la idea de que «en su potencia generativa el varón posee 3 capacidades: el deseo sexual, la potencia sexual (fortitudo) y el acto sexual (stadium)». Por si no ha quedado claro a los lectores, esta santa abadesa, explica con mucho realismo: «Primero la libido enciende la potencia, de manera que el acto sexual de la pareja se produce por un íntimo deseo mutuo»

Sus poemas también parecen estar cargados de cierto erotismo. En ‘O tu dulcissime amator’, un poema dedicado a las vírgenes, incluido en Symphonia, dice:

Hemos nacido en el polvo,
¡ay!, ¡ay!, y en el pecado de Adán.
Es muy duro resistir
lo que tiene el sabor de la manzana.
Elévanos, Cristo salvador

Compartió todos sus conocimientos medicinales inspirada por su propia salud maltrecha. En Causa et curae, además hace un alegato a favor de la cerveza: «Por su parte, la cerveza engorda las carnes y proporciona al hombre un color saludable de rostro, gracias a la fuerza y buena savia de su cereal. En cambio el agua debilita al hombre y, si está enfermo, a veces le produce livores alrededor de los pulmones, ya que el agua es débil y no tiene vigor ni fuerza alguna. Pero un hombre sano, si bebe a veces agua, no le será perjudicial». Tenía un remedio para la resaca: mojar una perra en agua y, con esa agua, mojar la frente de la persona afectada. Nadie puede ser espectacularmente intachable.

La salud de la abadesa era tan débil que en varias ocasiones recibió la extrema unción. Solo una de las veces que la dieron por muerta no despertó. Y lo hizo a una edad impensable en una época en la que la muerte llegaba en torno a los cuarenta: con 82 años murió rodeada de sus monjas.
Oliver Sacks habló de migraña para explicar sus visiones y, la película Visión, refleja esas muertes como si de catalepsia se tratase. Como si ella misma hubiese hecho su propia película mil años después, los diálogos están basados en frases textuales extraídas de sus tratados y cartas y la banda sonora fue compuesta por ella misma.
El suicidio de una monja embarazada se convirtió en el detonante para solicitar la escisión del monasterio masculino en el que sus monjas se encontraban. Hildegard propuso fundar uno solo para mujeres inspirada por una de sus visiones y lo consiguió. Se enfrentó al rechazo y las amenazas de los más cercanos, pero entre los más poderosos nadie le negaba nada. Así que consiguió fundar el monasterio que quería, Rupertsberg, más cerca del Rhin. Hasta allí fue con una veintena de monjas, algunas de las cuales se opusieron a su decisión. Pero no solo consiguió fundar un monasterio: Eibingen fue el segundo, que visitaba un par de veces por semana.

A Hildegard poco le importó pertenecer a una orden de clausura. No solo se trasladó al monasterio y viajaba para reunirse con políticos y clérigos, sino que con más de sesenta años salió a predicar en las plazas.
Se ha convertido en un mito entre el colectivo LGTBI por su supuesta homosexualidad y también en un icono popular e inspirador para diversos artistas. A Hildegard se le han atribuido disciplinas que ni siquiera existían en el siglo XII, como la antropología.
Hablar de Hildegard von Bingen es hablar de escalofriantes visiones apocalípticas, de remedios naturales para absolutamente todo (actualmente un tipo de medicina alternativa alemana parte de sus escritos) y de la primera mujer que consiguió acceder a los pecados ajenos a través de la confesión. Inventó un idioma, la Lingua Ignota, con alfabeto propio, que está considerada la primera lengua artificial y posible precursora del esperanto. Está considerada la pionera de la ópera y hay hasta quien, yendo demasiado lejos, se ha atrevido a considerarla la primera estrella de rock de la historia.
Se codeó con reyes y papas, denunció los devaneos de los clérigos y su voz fue tan valiosa como la del resto de los hombres cuando las mujeres vivían en silencio, en la casa o en el convento. Decir que se adelantó a su tiempo es, más que caer un lugar común, no hacer justicia al personaje. Ella fue mucho más lejos de lo imaginable en el siglo XII.