sábado, 16 de noviembre de 2013

"Poesía, lenguaje, poetas y no poetas" de Natalia Carbajosa

Hoy quiero hablar de poetas que me parecen más poetas todavía cuando reflexionan
sobre la poesía y la vida en sus contadas incursiones en la prosa; de novelistas cuyos
párrafos más felices suenan a poesía; y de poetas-novelistas que hacen de su prosa,
a mi entender, parte de su mejor obra poética. No puedo garantizar que no 
salgamos de este embrollo con las ideas más confusas que ahora mismo, en el inicio. 
Pero eso sí, el que avisa no es traidor.
Lo que singulariza a estos autores, según mi criterio de lectora, es su capacidad para
 hacer del lenguaje, en primer lugar, lenguaje, y no otra cosa; para hacernos caer en
 la cuenta de que las palabras tienen peso, volumen, sonido. Y solo cuando esa 
delicada operación se ha realizado con éxito, esto es, cuando en lugar de invitarnos 
a pasar fugazmente por las palabras como si fueran transparentes, nos obligan a 
detenernos un rato largo sobre ellas, solo entonces detona el pensamiento que 
contienen con un vigor inesperado que se nos antoja nuevo y antiguo a la vez. 
Sostenemos entonces las palabras en el cuenco de las manos como quien 
acabara de descubrir un tesoro y lo mantiene así, tembloroso y precario, 
en medio de la nada.
De entre el primer grupo (poetas que también escriben poesía cuando escriben 
prosa, aun sin pretenderlo), existen ejemplos célebres y solemnemente tipificados, 
como el «la poesía es el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo» del Juan 
de Mairena de Machado. Pero hay en ese texto mucha más miga que apunta ya no 
solo a la poesía, sino a la propia expresión del pensamiento no evidente de la que 
es objeto la poesía: «Por debajo de lo que se piensa está lo que se cree, como si 
dijéramos en una copa más honda de nuestro espíritu».
Y ya que hablamos de recipientes, pues las imágenes de los mundos abstractos 
(o sutiles, siguiendo con Machado) necesitan concretarse en objetos cotidianos 
reconocibles, recordemos a Sophia de Mello, poeta portuguesa del siglo XX, 
amiga del mundo clásico y de las revoluciones sociales, que acompaña sus 
poemas con disquisiciones del tipo:
Miro al ánfora: cuando la llene de agua me dará de beber. Pero 
ahora ya me da de beber. Paz y alegría, deslumbramiento de estar en el 
mundo, reunión.
Sophia de Mello Breyner (1919-2004)
Sophia de Mello no escribe largos tratados de teoría literaria, sino breves 
introducciones en prosa a sus libros de poemas (véase su obra completa, 
publicada por Galaxia/Gutemberg) que son ejemplos de concentración de 
pensamiento y estallido de imágenes. Igual que en un poema.
Algo parecido sucede en el caso del precoz poeta austríaco de finales del 
siglo XIX Hugo von Hofmannstahl, del que tan admirablemente 
habla en sus memorias (El mundo de ayer) su compatriota Stefan 
Zweig. Al igual que autores tan diversos como RimbaudRilkePessoa 
Thoreau, Hofmannstahl habla de la expresión poética desde la negación 
e incluso la renuncia (Carta de Lord Chandos, 1902), esto es, como aquello 
que no es posible materializar. Su discurso enlaza por una parte con esa 
«copa más honda de nuestro espíritu» de Machado, y por otra con la 
atención a los objetos de de Mello; objetos que contienen, más allá de su 
utilidad, aquello que no se puede expresar:
No me es fácil explicaros en qué consisten esos buenos instantes; las 
palabras me abandonan nuevamente. Porque es algo completamente 
indefinido e incluso indecible lo que se me declara en tales momentos, 
colmando cualquier suceso de mi círculo cotidiano con un desbordante 
raudal de vida superior, como una copa. No puedo esperar que me entendáis 
sin ejemplos, y debo pediros indulgencia por su banalidad. Una regadera, 
un rastrillo olvidado en el suelo, un perro al sol, un pobre cementerio, 
un lisiado, una pequeña casa de campesinos, todos ellos pueden convertirse 
en cuenco de revelación.
¡Vaya con los poetas-poetas! parecen tener fijación con los cuencos, las copas, 
las ánforas. Esos «buenos instantes» de Hofmannstahl, como las epifanías 
de Joyce o comoquiera que llamemos a los momentos de extrema y fervorosa 
lucidez que toda persona, poeta o no, experimenta alguna vez en su vida, necesitan 
de un continente, un receptáculo que los almacene. De ahí al uso lúdico de los 
objetos comunes por parte de las vanguardias pictóricas y poéticas de principios 
del siglo XX, hay un mínimo paso.
Crucemos a continuación el puente hacia los poetas-novelistas que, escriban 
en el formato en que escriban, siempre hacen poesía. Es el caso de un gigante 
del lenguaje del siglo XX como Álvaro Cunqueiro. Solo por obras como 
Herba aquí ou acolá, podría pasar a la historia de la literatura como un 
gran juglar. Pero donde su poesía se decanta, en ocasiones, del lado de la 
melancolía, la prosa refulge con el único ánimo de elevarse sobre cualquier 
pensamiento a ras de suelo, antes que nada en la propia declaración de intenciones 
del autor:
Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que 
llaman la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero 
ayudar, en lo que me sea posible y aún bastante más, al hombre de estos 
días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los 
profesionales de la angustia, y busco en la gran peripecia humana, tantas 
veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, 
la razón de continuar.
Álvaro Cunqueiro (1911-1981)
Y es que, detrás del creador de textos inolvidables como Merlín y familia, 
Crónicas del Sochantre Las mocedades de Ulises, hay un funámbulo 
del lenguaje tan refinado como su ilustre paisano, Valle-Inclán. Mencionados 
estos dos nombres, es mi ocasión para proponer aquí una infundada tesis a la que he 
llegado por el único método investigador, de dudosa fiabilidad científica, de la lectura: 
a saber, que los gallegos son, entre los castellanohablantes, igual que los irlandeses 
entre los angloparlantes, los de mayor talento para sacar brillo al puro lenguaje que 
reluce detrás de las palabras. Debe de ser que el toque celta convierte a sus criaturas 
en poetas, a pesar de cómo maltratan a su bardo los rudos habitantes de la aldea 
de Astérix.
Clarice Lispector (CC)
Clarice Lispector (CC)
De la mano de Cunqueiro y Valle-Inclán nos asomamos a los novelistas-novelistas, esto es, los que no son poetas. He escogido a dos autoras en cuya disparidad encuentro una complementariedad perfecta. Natalia Ginzburg, judeo-italiana, cronista de la vida familiar durante la Segunda Guerra Mundial, es una autora eminentemente narrativa, y escribe con desacostumbrada claridad, como si nos contara cosas de abuelas en torno a la mesa camilla de la cocina.Clarice Lispector, brasileña de origen ucraniano y también judía, sofisticada, adscrita a los compases finales del modernismo brasileño, tiene una escritura oscura, que apenas cuenta nada, pero que hipnotiza a quien a ella se entrega. A pesar de lo cual, ambas suenan extrañamente inocentes, escribiendo —así, como quien no quiere la cosa— en una prosa que, sin ninguna pretensión poética, a mis oídos lo es, y más que mucha poesía:
No tenían en absoluto la pinta de dos que están a punto de casarse, dijo él. No tenían ningún aire jactancioso o triunfal. Parecían dos que hubieran tropezado por casualidad uno contra otra en un barco que se estaba hundiendo. Para ellos no había música de charanga, dijo él. Y eso era lo más bonito, porque cuando el destino se anunciaba con sonora música de charanga siempre había que ponerse un poco en guardia. La música de charanga por lo general no anunciaba más que cosas pequeñas 
y sin fuste, era una manera que tenía el destino que burlarse 
de la gente. Pero las cosas serias de la vida pillaban de sorpresa, 
brotaban de repente como el agua.
(Natalia Ginzburg, Nuestros ayeres, 1952).
Estoy engañándome, tengo que regresar. No veo locura en el deseo de 
morder estrellas, pero todavía existe la tierra. Porque la primera verdad 
está en la tierra y en el cuerpo. Si el brillo de las estrellas duele en mí, 
si es posible esta comunicación distante, es porque alguna cosa semejante 
a una estrella se estremece dentro de mí. Estoy de vuelta al cuerpo. Volver 
a mi cuerpo. Cuando me sorprendo en el fondo del espejo me asusto.
(Clarice Lispector, Cerca del corazón salvaje, 1944).
Y emprendemos el viaje de vuelta hacia los poetas-prosistas, esto es, los que 
indistintamente cultivan uno u otro género. La única autora viva de esta selección, 
Ana Blandiana, es una singular cronista fantástica de la dictadura de Ceaucescu 
en su Rumanía natal, un poco a la manera de Kundera en Checoslovaquia. Blandiana 
es una excelente poeta y, sin embargo, son sus relatos los que a mí, particularmente, 
me hacen volver una y otra vez sobre una frase, una imagen, una palabra, para 
desentrañar aquel elemento foráneo que —¡zas!— se ha colado en la lógica de un 
discurso que en el fondo no es tal:
Se preguntaba incluso, arrullándose a sí mismo, qué sueño iba a tener y, solo 
después, se hundía en él. Pero antes de esto, como cada noche, después de 
desabrocharse el último botón y de dejar caer toda la ropa, hizo su habitual 
gimnasia: sentado estratégicamente en aquella zona de la habitación más 
libre de muebles, estiraba al máximo, abría y cerraba sus alas anquilosadas 
por el desuso. Varias veces repitió concienzudamente este movimiento. 
Y, solo después, se durmió.
(Proyectos de pasado, 1982).
Ana Blandiana. Foto: Ady Sarbus (CC).
Ana Blandiana. Foto: Ady Sarbus (CC).
La prosa/poesía de Ana Blandiana 
es una especie de actualización de los 
bestiarios medievales: las criaturas 
fantásticas se pasean por sus páginas 
con la naturalidad propia de los 
cuentos de hadas o las pesadillas. Es 
quizá esta manera indirecta de decir 
la única apropiada para aquello 
que, como apuntaba Hofmannstahl, no 
se puede expresar.
El último de mis elegidos, 
compañero de generación de Ginzburg 
y el más destacado entre ellos, Cesare 
Pavese, constituye otro ejemplo de 
poeta-novelista. Más allá del tantas veces 
repetido verso «vendrá la muerte y tendrá 
tus ojos», de sus desalentadoras memorias 
El oficio de vivir y sus novelas y libros 
de relatos, Pavese escribió un texto 
extraño, imposible de adscribir a ningún 
género, cercano en su actualización del mundo 
clásico a los de Cunqueiro, llamado Diálogos con Leucó. Quien lo haya leído, convendrá conmigo en que 
es una verdadera cumbre de la poesía no escrita para ser poesía. Con él cerramos el círculo de la expresión 
del pensamiento poético que reclama en su ayuda la presencia de los objetos cotidianos. En palabras
 de Mnemósine a Hesíodo:
¿No te has preguntado por qué un instante, similar a tantos del pasado, deba de golpe hacerte feliz,
 feliz como un dios? Tú mirabas el olivo, el olivo en la senda que recorriste todos los días durante
 años, y llega un día en que el hastío te deja, y tú acaricias el viejo tronco con la vista, 
como si fuese un amigo recobrado y te dijera la palabra justa que tu corazón esperaba. Otras 
veces es la ojeada de un transeúnte cualquiera. Otras la lluvia que insiste hace días. O el grito 
estrepitoso de un pájaro. O una nube que jurarías haber visto ya. Por un instante el tiempo se 
para, y esa cosa trivial la sientes en el corazón cual si el antes y el después ya no existieran.
Cesare Pavese (1908-1950)
La conclusión de este diálogo es la exhortación de Mnemósine a Hesíodo: «Intenta decir a los 
mortales estas cosas que sabes». Todos los escritores aquí citados recogen el guante lanzado por 
la diosa, que va más allá de la voluntad de escribir. Se trata de escribir sobre lo que no se 
puede expresar, lo que no se anuncia con charanga, lo que imprime sus huellas —que siempre 
vienen del cielo— en el cuerpo y convierte a las palabras en cuencos, cuencos que reflejan el brillo 
de ese líquido extraño que han llegado a contener. «Buscar el secreto profundo de la vida es el grande, 
nobilísimo ocio», sería otra manera de decirlo, en palabras del juglar de Mondoñedo. Cualquiera que 
sea el procedimiento, las palabras a su servicio se convierten, lo quieran sus autores o no, en poesía.
Y para no acabar con la amargura del recuerdo de Pavese, poeta-suicida de alargada sombra, concluiré 
con el gesto verbal, siempre ascendente, de Cunqueiro, llevando en su compañía a otro ilustre 
corredor de relevos de la poesía: «El Gibelino y yo vamos, al borde de la tiniebla, creyendo que 
toda hora es alba». Que así sea.

jueves, 31 de octubre de 2013

"La fritura y la pereza" (del poemario "Los placeres y otros fluidos")


Me rebozo de pereza.
Cierro los ojos y oigo de fondo
al locutor de radio,
pero no lo escucho.
Doy una vuelta más
para empaparme
con la harina de la dejadez
y se aleja la voz del transistor.
Entreabro los ojos,
unas hebras de luz
entran por la ventana.
Una vuelta más
para sentir la molicie espesa
de la modorra
y freírme en el placer 
del abandono.
¡No duermas!
Este espacio intermedio
entre la luz y la muerte
es una delicia
para los paladares mediocres
que gustan de los sencillos sabores
de la cocina tradicional 
y de la cama de media mañana.

miércoles, 30 de octubre de 2013

"Registro en el aeropuerto" (del poemario "Los placeres y otros fluidos")


Se abrió el vestido 
para que viéramos su piel de maleta.
Se pellizcó los cierres 
y también los pezones.
Se desplegó, sospechosa, su carne de cuero
y mostró sus huesos de lencería
y sus nervios de seda.
Bajó la mano hasta la falda
y desabrochó las gomas de la funda,
aparecieron dos muslos de plástico
amoratados por los golpes del aeropuerto.
Me enamoré de los candados de sus bragas
y fingí un registro minucioso
en la cocaína de su sexo.
La interrogué con vehemencia 
hasta que quedó desnuda,
con las valvas abiertas de par en par.
La detuve por una corazonada 
y la llevé a las celdas del aeropuerto
para que me arrancara el disfraz de policía corrupto.

viernes, 25 de octubre de 2013

"Metaliteratura de las lombrices"


En los barros literarios encuentro el placer de las lombrices. Como cieno y veo poco, me muevo con dificultad impedido por el lodo pegajoso que me envuelve y, sin embargo, gozo de esta nueva condición. Ya no hay estímulos que afecten a mis sentidos. Lo único que importa es tragar limo hasta hartarme, no escuchar, aislado del mundo en el fondo de los charcos, y de vez en vez salir a la superficie para notar la suavidad del agua y enfangarme de nuevo en los lodos del suelo. Si no soy una lombriz, ¿por qué disfruto de este placer de los invertebrados?, ¿por qué me parezco cada vez más a una piedra?, ¿por qué me recreo en la soledad de las profundidades? Nada me es más grato que el silencio y la oscuridad, nada me reconforta tanto como el hueco que consigo hacerme con el esfuerzo pausado de mi cuerpo empujando poco a poco, anillo a anillo a cada porción de barro que se interpone en mi camino. Y queda un rastro vano a mi paso, pegajoso y estrecho por el que podrá arrastrarse con menor dificultad otro cuerpo cilíndrico y torpe como el mío. Somos muchos los que intentamos atravesar el barro, muchos los que horadamos la carne de la tierra sin conseguir otra cosa que unas pequeñas burbujas que revientan en aire a nuestro paso. Y eso es suficiente: esas pompas de podredumbre que se desvanecen en cuanto nacen, esos efímeros globos de aire corrompido que apenas resisten el soplido del ave que nos devora atravesándonos el cuerpo con la punta del pico.

domingo, 20 de octubre de 2013

"Los mitos" por Carlos García Gual




Es difícil dar una definición del Mito, como término unívoco y digno de letra mayúscula. Me parece que situar el “pensamiento mítico” como una forma simbólica singular y oponer el Mito a la Razón como incompatibles simplifica demasiado el enfoque. “No hay ninguna definición del mito. No hay ninguna forma platónica del mito que se ajuste a todos los casos reales”, escribió G. S. Kirk, helenista experto en el tema. Evitemos enredarnos en la retórica y la metafísica. Es más claro enfocar “lo mítico” como una vasta región de lo imaginario y tratar de “los mitos” como resonantes relatos que configuran lo que llamamos la mitología. Partamos de un trazo claro: los mitos no son dominio de ningún individuo, sino una herencia colectiva, narrativa y tradicional, que se transmite desde lejos (a veces unida a la religión, en los ritos o en la literatura).

Toda cultura alberga una tradición mítica. Según Georges Dumézil: “Un país sin leyendas se moriría de frío. Un pueblo sin mitos está muerto”. Desde siempre, “los mitos viven en el país de la memoria” (Marcel Detienne). Es decir, pertenecen a la memoria comunitaria y, como señaló el antropólogo Malinowski, ofrecen a la sociedad que los alberga, venera y difunde “una carta de fundación” utilitaria. Son, en sus orígenes, las fundamentales “historias de la tribu”; ofrecen a sus creyentes una interpretación del sentido del mundo.

Partiendo de esa consideración de la mitología, podemos proponer una definición sencilla y funcional. Con la venia del escéptico Kirk, tomemos, modestamente, esta: “Un mito es un relato memorable y tradicional que cuenta la actuación paradigmática de seres extraordinarios (dioses y héroes) en un tiempo prestigioso y lejano”. El insistir en lo narrativo y no en las vacilantes creencias que los individuos pueden tener al respecto nos permite aceptar como “mitos” no solo a los mitos religiosos, sino también a los “literarios”. Ese aspecto narrativo es el rasgo esencial del mito ya en la palabra griega mythos, que los sofistas y Platón opusieron al vocablo logos (palabra, razón, razonamiento), en el sentido de “narración tradicional, relato antiguo”. (Antes, en Homero, mythos y logos eran sinónimos). Una frase famosa define el progreso filosófico en Grecia como avance “del mito al logos”; pero ese avance —en términos absolutos— está hoy muy cuestionado. La contraposición sirve para señalar el claro progreso histórico de la razón en la Grecia antigua, en la filosofía, la historia y las ciencias, ideas y no creencias, que explican el mundo, marginando las creencias míticas. Sin embargo, ya el mythos era una búsqueda de verdad, ya el mito ofrecía, en su estilo, una ilustración (Hans Blumenberg). Hay “mito en el logos y logos en el mito”, dice Lluís Duch, que apunta la conveniencia de una ágil combinación “logomítica” para la comprensión cabal del mundo y la condición humana.

Nuestra mitología clásica viene de la antigua Grecia, aunque solo persiste como brumosa herencia cultural, desde hace siglos desvinculada de su fundamento religioso. (Cómo el cristianismo la sustituyó y desterró a sus dioses es una historia bien conocida y que podemos dejar de lado ahora). Pero cualquier religión tiene su propia mitología, es decir, su oferta narrativa, que puede adquirir pretensiones dogmáticas, reforzada por los rituales y la espiritualidad personal. La cristiana se recoge en la Biblia. Con todo, la mitología griega (y su versión romana) se nos ha transmitido en la literatura europea con una belleza poética que le ha permitido una pervivencia fantasmal a través de los siglos. Recordemos que la gran poesía griega (la épica, la tragedia y gran parte de la lírica) se fundaba en la evocación de los mitos: las acciones de los famosos héroes y los dioses, y su celebración y reinterpretación constante en los poemas y los teatros. Esos mitos, que suelen designarse con el nombre de sus protagonistas, perduran así como ejemplos y enigmas (como los de Prometeo, Odiseo, Edipo, Medea, Orfeo, Casandra y otros). Y los poetas, transmisores por excelencia de los mitos, fueron, en Grecia, populares “maestros de verdad” antes de ser desplazados en esa tarea educativa por los filósofos. Pero, sin embargo, no lo olvidemos, Platón es un gran narrador de mitos, metidos en sus Diálogos. Lo que no deja de ser una admirable paradoja: el gran filósofo, tan crítico con las opiniones ajenas, tan duro con los poetas, resulta luego un fabuloso mitólogo.

Pero no solo los griegos; toda cultura tiene sus mitos, como ya sabemos. Y su, más o menos fantástica, brillante tradición mitológica. Que se caracteriza, por doquier, por ese carácter memorable, en gran medida educativo. Pues un mito no se inventa, sino que se cuenta como un saber acreditado. Ya estaba antes; como una creencia, como un enigma, como lección de sabiduría, una reliquia de las “historias de la tribu”. Podemos preguntarnos qué lo hace duradero y ubicuo, ¿cómo persiste así, arcaico, y, tal vez, reactualizado? Sin duda es su temática. Los mitos hablan de los grandes temas de la existencia. Y dan respuesta. De por qué existimos, de quién hizo el mundo, cuál es nuestro destino, qué hay tras la muerte, qué significa vivir en un tiempo breve, y en una condición de dudosa justicia. Los filósofos —desde los sofistas griegos— han ofrecido respuestas varias: según unos, fueron el espanto y el agradecimiento ingenuo ante los prodigios naturales los que les crearon los dioses; según otros ilustrados, fue la codicia y astucia de los sacerdotes. Me parece más convincente la tesis de Hans Blumenberg: los mitos animan y dan sentido profundo a lo real. Frente al “absolutismo de la naturaleza”, los seres humanos ansían vivir en un albergue benévolo, un mundo humanizado y con sentido trascendente, donde, más allá de la inevitable muerte, quede algo perdurable, respondiendo al anhelo humano de pervivir y no ser un absurdo accidente disuelto en la nada. Según Blumenberg, el ser humano anhela esperanza y consuelo. El mito lo da. En otras versiones, como en la de Jung, los temas de los mitos están en la propia alma de forma innata, y tienen, como arquetipos, honda relación con el mundo de los sueños.

El caso es que los mitos están ahí, desde muy antiguo y en todas partes. Aunque, desde luego, hay épocas y culturas que los cuidan más y los tienen de mejor calidad. Y, por otra parte, parece que conviene distinguir entre los grandes y fundamentales (como los de la creación, del mundo divino, de las almas y sus viajes de ultratumba) y mitos menores, por ejemplo, los de tipo político o nacionalista más o menos manipulados. En fin, los mitos se insertan en la cultura y suelen recurrir a símbolos propios y expresarse de modo vivaz en imágenes impactantes. El código simbólico que usan con frecuencia los relatos míticos viene requerido por su propia temática, fabulosa y trascendente. El símbolo remite a algo ausente, difícil de representar por los signos de la comunicación habitual; sugiere más que dice e invita a ir más allá de lo real aparente y objetivo. Sobre todo en los símbolos religiosos. Las imágenes mitológicas actúan en el mismo sentido. Invitan a la imaginación de ese universo fabuloso de dioses, monstruos y seres extraños y prodigiosos con más fuerza que las palabras. Cada cultura, luego, elabora imágenes y símbolos propios, aunque la mitología comparada puede revelar entre mitos, imágenes y símbolos de lugares muy lejanos coincidencias sorprendentes. (Acaso porque la imaginación humana tiene sus límites). El repertorio de símbolos e imágenes resulta, en la mirada comparatista, fascinante.

He apuntado ya que hay mitos de primera instancia y mitos de segunda fila. En el mundo griego, los relatos de los dioses contados por Hesíodo evocan los orígenes del cosmos, los mitos de la épica heroica nos hablan de un mundo más cercano. Y también hay, en esa mitología y en otras, frente a los mitos religiosos y cósmicos (los de los orígenes, de los que tanto escribió Mircea Eliade), mitos literarios, esto es, productos míticos de prestigio más limitado y pedigree más moderno, ya que se inscriben en una tradición libresca. A esos mitos literarios (como el de Don Juan o el de Fausto) se les puede encontrar un primer autor —lo que va en contra de lo que hemos dicho antes—. Pero el personaje literario deviene mítico tan solo cuando pasa a la memoria colectiva y no es necesario recordar quién los inventó. En ese sentido, creo, la mayoría de la gente que los conoce no sabe quién fabricó a Frankenstein o a Carmen, o a Robinsón, no menos que quién, antes de Homero, relató las aventuras del griego Ulises; los héroes se han mitificado al perdurar en el imaginario colectivo, sin que la gente necesite el texto original. Y también hay —descendiendo de nivel— héroes del cómic que pueden revestir un tono mítico (son la calderilla del fondo, para el consumo popular y más mediático). Son “superhéroes” de papel; pero conservan algunas chispas del fulgor de los clásicos, ya desconocidos para el público juvenil. (Grant Morrison subraya bien, en Supergods, su impacto social, y apunta sagazmente que “Supermán es un héroe apolíneo y Batman un héroe dionisiaco”).

Es usual calificar de “míticos” o “mitos” a las grandes estrellas del espectáculo, a futbolistas y atletas, y ahora también a algunos cocineros. “Mito” es así un sinónimo de “ídolo adorado por las masas”; “ídolo” es, en cambio, vocablo pasado de moda. Para sus fans son seres mitológicos, tan de fábula como los superhéroes, glorificados por los focos de la actualidad.

Si bien entró bastante tarde en nuestra lengua —último tercio del XIX—, la palabra “mito” tuvo un éxito enorme: hoy, “el mito se dice de muchas maneras”. En el sentido de “lo fabuloso”, el término “mito” apunta a lo irreal, y se confunde con “lo falso”, y con esa fuerte connotación negativa se usa para descalificar exageraciones, bulos, y creencias ajenas. En ese sentido, los “mitos” son vanas “ilusiones” de los otros. A las “creencias” se contraponen “ideas”, como dijo Ortega, y antes los sofistas griegos. Pero los mitos perviven, se prestan a relecturas y a manipulaciones, a veces perversas.

sábado, 19 de octubre de 2013

La Odisea según Ítalo Calvino y poema de Kavafis




Poema de Konstantin Kavafis sobre Ítaca:

ÍTACA.

Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Poseidón.

Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Posidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.

Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.

Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ellas, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.



La Odisea según Ítalo Calvino:

¿Cuántas Odiseas contiene la Odisea? En el comienzo del poema, la Telemaquia es la búsqueda de un relato que no es el relato que será la Odisea. En el Palacio Real de Ítaca, el cantor Femio ya conoce los nostoi de los otros héroes; solo le falta uno, el de su rey; por eso Penélope no quiere volver a escucharlo. Y Telémaco sale a buscar ese relato entre los veteranos de la guerra de Troya: si lo encuentra, termine bien o mal, Ítaca saldrá de la situación informe, sin tiempo y sin ley, en que se encuentra desde hace muchos años.
Como todos los veteranos, también Néstor y Menelao tienen mucho que contar, pero no la historia que Telémaco busca. Hasta que Menelao aparece con una fantástica aventura: disfrazado de foca, ha capturado al «viejo del mar», es decir a Proteo, el de las infinitas metamorfosis, y le ha obligado a contarle el pasado y el futuro. Naturalmente Proteo conocía ya toda la Odisea con pelos y señales: empieza a contar las vicisitudes de Ulises a partir del punto mismo en que comienza Homero, cuando el héroe está en la isla de Calipso; después se interrumpe. En ese punto Homero puede sustituirlo y seguir el relato.
Habiendo llegado a la corte de los feacios, Ulises escucha a un aedo ciego como Homero que canta las vicisitudes de Ulises; el héroe rompe a llorar; después se decide a contar él mismo. En su relato, llega hasta el Hades para interrogar a Tiresias, y Tiresias le narra a continuación su historia. Después Ulises encuentra a las sirenas que cantan; ¿qué cantan? La Odisea una vez más, quizás igual a la que estamos leyendo, quizá muy diferente.
Este retorno-relato es algo que existe antes de estar terminado: preexiste a la situación misma. En la Telemaquia ya encontramos las expresiones «pensar en el regreso», «decir el regreso». Zeus «no pensaba en el regreso» de los atridas; Menelao pide a la hija de Proteo que le «diga el regreso», y ella le explica cómo hacer para obligar al padre a decirlo, con lo cual el Atrida puede capturar a Proteo y pedirle: «Dime el regreso, cómo iré por el mar abundante en peces».
El regreso es individualizado, pensado y recordado: el peligro es que caiga en el olvido antes de haber sucedido. En realidad, una de las primeras etapas del viaje contado por Ulises, la de los lotófagos, implica el riesgo de perder la memoria por haber comido el dulce fruto del loto. Que la prueba del olvido se presente en el comienzo del itinerario de Ulises, y no al final, puede parecer extraño. Si después de haber superado tantas pruebas, soportado tantos reveses, aprendido tantas lecciones, Ulises se hubiera olvidado de todo, su pérdida habría sido mucho más grave: no extraer ninguna experiencia de todo lo que ha sufrido, ningún sentido de lo que ha vivido.
Pero, mirándolo bien, esta amenaza de desmemoria vuelve a enunciarse varias veces en los cantos IX-XII: primero con las invitaciones de los lotófagos, después con las pociones de Circe, y después con el canto de las sirenas. En cada caso Ulises debe abstenerse si no quiere olvidar al instante... ¿Olvidar qué? ¿La guerra de Troya? ¿El sitio? ¿El caballo? No: la casa, la ruta de la navegación, el objetivo del viaje. La expresión que Homero emplea en estos casos es «olvidar el regreso».
Ulises no debe olvidar el camino que ha de recorrer, la forma de su destino: en una palabra, no debe olvidar la Odisea. Pero tampoco el aedo que compone improvisando o el rapsoda que repite de memoria fragmentos de poemas ya cantados deben olvidar si quieren «decir el regreso»; para quien canta versos sin el apoyo de un texto escrito, «olvidar» es el verbo más negativo que existe: y para ellos «olvidar el regreso» quiere decir olvidar los poemas llamados nostoi, caballo de batalla de sus repertorios.
Sobre el tema «olvidar el futuro» hay algunas consideraciones: «Lo que Ulises salva del loto, de las drogas de Circe, del canto de las sirenas no es solo el pasado o el futuro. La memoria solo cuenta verdaderamente —para individuos, las colectividades, las civilizaciones— si reúne la impronta del pasado y el proyecto del futuro, si permite hacer sin olvidar lo que se quería hacer, devenir sin dejar de ser, ser sin dejar de devenir». Edoardo Sanguineti objeta: «Porque no hay que olvidar que el viaje de Ulises no es un viaje de ida, sino un viaje de vuelta.Y entonces cabe preguntarse un instante, justamente, qué clase de futuro le espera: porque el futuro que Ulises va buscando es entonces, en realidad, su pasado. Ulises vence los halagos de la Regresión porque él tiende hacia una Restauración.
»Se comprende que un día, por despecho, el verdadero Ulises, el gran Ulises, haya llegado a ser el del Último Viaje, para quien el futuro no es en modo alguno un pasado, sino la Realización de una Profecía, es decir de una verdadera Utopía. Mientras que el Ulises homérico arriba a la recuperación de su pasado como un presente: su sabiduría es la Repetición, y se lo puede reconocer por la Cicatriz que lleva y que lo marca para siempre».
Pero en el lenguaje de los mitos, como en el de los cuentos y la novela popular, toda empresa que aporta justicia, que repara errores, que rescata de una condición miserable, es representada corrientemente como la restauración de un orden ideal anterior: lo deseable de un futuro que se ha de conquistar es garantizado por la memoria de un pasado perdido.
Si examinamos los cuentos populares, vemos que presentan dos tipos de transformaciones sociales, que siempre terminan bien: primero de arriba abajo y después de nuevo arriba: o bien simplemente de abajo arriba. En el primer caso un príncipe, por cualquier circunstancia desafortunada, queda reducido a cuidador de cerdos u otra mísera condición, para reconquistar después su condición principesca; en el segundo un joven pobre por su nacimiento, pastor o campesino, y tal vez pobre también de espíritu, por virtud propia o ayudado por seres mágicos, logra casarse con la princesa y llega a ser rey.
Los mismos esquemas valen para los cuentos populares con protagonista femenino: en el primer caso la doncella de condición real o acaudalada, por la rivalidad de una madrastra (como Blancanieves) o de las hermanastras (como la Cenicienta) se encuentra desvalida hasta que un príncipe se enamora de ella y la conduce a la cúspide de la escala social; en el segundo, se trata de una verdadera pastorcita o joven campesina que supera todas las desventajas de su humilde nacimiento y llega a celebrar bodas principescas.
Se podría pensar que los cuentos populares del segundo tipo son los que expresan más directamente el deseo popular de invertir los papeles sociales y los destinos individuales, mientras que los del primero dejan traslucir ese deseo de manera más atenuada, como restauración de un hipotético orden precedente.
Pero pensándolo bien, la extraordinaria fortuna del pastorcito o la pastorcita representan solo una ilusión milagrera y consoladora, que después será ampliamente continuada por la novela popular y sentimental. Mientras que, en cambio, las desventuras del príncipe o de la reina desgraciada unen la imagen de la pobreza con la idea de un derecho pisoteado, de una injusticia que se ha de reivindicar, es decir, fijan (en el plano de la fantasía, donde las ideas pueden echar raíces en forma de figuras elementales) un punto que será fundamental para toda la toma de conciencia social de la época moderna, desde la Revolución francesa en adelante.
En el inconsciente colectivo el príncipe disfrazado de pobre es la prueba de que todo pobre es en realidad un príncipe, víctima de una usurpación, que debe reconquistar su reino. Ulises o Guerin Meschino o Robin Hood, reyes o hijos de reyes o nobles caballeros caídos en desgracia, cuando triunfen sobre sus enemigos restaurarán una sociedad de justos en la que se reconocerá su verdadera identidad.
¿Pero sigue siendo la misma identidad de antes? El Ulises que llega a Ítaca como un viejo mendigo, irreconocible para todos, tal vez no sea ya la misma persona que el Ulises que partió rumbo a Troya. No por nada había salvado su vida cambiando su nombre por el de Nadie. El único reconocimiento inmediato y espontáneo es el del perro Argos, como si la continuidad del individuo se manifestase solamente a través de señales perceptibles para un ojo animal.
Las pruebas de su identidad son para la nodriza la huella de una dentellada de jabalí, para su mujer el secreto de la fabricación del lecho nupcial con una raíz de olivo, para el padre una lista de árboles frutales: señales todas que nada tienen de realeza, y que equiparan a un héroe con un cazador furtivo, con un carpintero, con un hortelano. A estas señales se añaden la fuerza física, una combatividad despiadada contra los enemigos, y sobre todo el favor evidente de los dioses, que es lo que convence también a Telémaco, pero sólo por un acto de fe.
A su vez Ulises, irreconocible, al despertar en Itaca no reconoce su patria. Tendrá que intervenir Atenea para garantizarle que Itaca es realmente Itaca. En la segunda mitad de la Odisea, la crisis de identidad es general. Solo el relato garantiza que los personajes y los lugares son los mismos personajes y los mismos lugares. Pero también el relato cambia. El relato que el irreconocible Ulises narra al pastor Eumeo, después al rival Antinoo y a la misma Penélope, es otra Odisea, totalmente diferente: las peregrinaciones que han llevado desde Creta hasta allí al personaje ficticio que él dice ser, un relato de naufragios y piratas mucho más verosímil que el relato que él mismo había contado al rey de los feacios. ¿Quién nos dice que no sea esta la «verdadera» Odisea? Pero esta nueva Odisea remite a otra Odisea más: en sus viajes el cretense había encontrado a Ulises: así es como Ulises cuenta de un Ulises que viaja por países por donde la Odisea que se da por «verdadera» no lo hizo pasar.
Que Ulises es un mistificador ya se sabe antes de la Odisea. ¿No fue él quien ideó la gran superchería del caballo de Troya? Y en el comienzo de la Odisea, las primeras evocaciones de su personaje son dos flash-back de la guerra de Troya contados sucesivamente por Elena y por Menelao: dos historias de simulación. En la primera penetra bajo engañosos harapos en la ciudad sitiada llevando la mortandad; en la segunda está encerrado dentro del caballo con sus compañeros y consigue impedir que Elena, incitándolos a hablar, los desenmascare.
En ambos episodios Ulises se encuentra frente a Elena: en el primero como una aliada, cómplice de la simulación: en el segundo como adversaria que finge las voces de las mujeres de los aqueos para inducirlos a traicionarse. El papel de Elena resulta contradictorio pero es siempre la contramarca de la simulación. De la misma manera, también Penélope se presenta como una simuladora con la estratagema de la tela: la tela de Penélope es una estratagema simétrica de la del caballo de Troya, y es a la par un producto de la habilidad manual y de la falsificación: las dos principales cualidades de Ulises son también las de Penélope.
Si Ulises es un simulador, todo el relato que hace al rey de los feacios podría ser falso. De hecho sus aventuras marineras, concentradas en cuatro libros centrales de la Odisea, rápida sucesión de encuentros con seres fantásticos (que aparecen en los cuentos del folclore de todos los tiempos y países: el ogro Polifemo, los veinte encerrados en el odre, los encantamientos de Circe, sirenas y monstruos marinos), contrastan con el resto del poema, en el que dominan los tonos graves, la tensión psicológica, el crescendo dramático que gravita hacia un final: la reconquista del reino y de la esposa asediados por los proceos.
Aquí también se encuentran motivos comunes a los de los cuentos populares, como la tela de Penélope y la prueba del tiro al arco, pero estamos en un terreno más cercano a los criterios modernos de realismo y verosimilitud: las intervenciones sobrenaturales tienen que ver solamente con las apariciones de los dioses del Olimpo, habitualmente ocultos bajo apariencia humana.
Es preciso sin embargo recordar que idénticas aventuras (sobre todo la de Polifemo) son evocadas también en otros lugares del poema; por lo tanto el propio Homero las confirma, y no solo eso, sino que los mismos dioses discuten de ello en el Olimpo. Y que también Menelao, en la Telemaquia, cuenta una aventura del mismo tipo (las del cuento popular) que la de Ulises: el encuentro con el viejo del mar. No nos queda sino atribuir la diferencia de estilo fantástico a ese montaje de tradiciones de distinto origen, transmitidas por los aedos y que confluyeron después en la Odisea homérica, que en el relato de Ulises en primera persona revelaría su estrato más arcaico.
¿Más arcaico? Según Alfred Heubeck, las cosas hubieran podido tomar un rumbo absolutamente opuesto. Antes de la Odisea (incluida la Ilíada), Ulises siempre había sido un héroe épico, y los héroes épicos, como Aquiles y Héctor en la Ilíada, no tienen aventuras del tipo de las de los cuentos populares, a base de monstruos y encantamientos. Pero el autor de la Odisea tiene que mantener a Ulises alejado de la casa durante diez años, desaparecido, inhallable para los familiares y los ex compañeros de armas. Para ello debe hacerle salir del mundo conocido, pasar a otra geografía, a un mundo extrahumano, a un más allá (no por nada sus viajes culminan en la visita a los Infiernos). Para este destierro fuera de los territorios de la épica, el autor de la Odisea recurre a tradiciones (estas sí, más arcaicas) como las empresas de Jasón y los Argonautas.
Por tanto la novedad de la Odisea es haber enfrentado a un héroe épico como Ulises «con hechiceras y gigantes, con monstruos y devoradores de hombres», es decir, en situaciones de un tipo de saga más arcaica, cuyas raíces han de buscarse «en el mundo de la antigua fábula y directamente de primitivas concepciones mágicas y xamánicas».
Aquí es donde el autor de la Odisea muestra, según Heubeck, su verdadera modernidad, la que nos lo vuelve cercano y actual: si tradicionalmente el héroe épico era un paradigma de virtudes aristocráticas y militares, Ulises es todo esto, pero además es el hombre que soporta las experiencias más duras, los esfuerzos y el dolor y la soledad. «Es cierto que también él arrastra a su público a un mítico mundo de sueños, pero ese mundo de sueños se convierte en la imagen especular del mundo en que vivimos, donde dominan necesidad y angustia, terror y dolor, y donde el hombre está inmerso sin posibilidad de escape.»
Stephanie West, aunque parte de premisas diferentes de las de Heubeck, formula una hipótesis que convalidaría su razonamiento: la hipótesis de que haya existido una Odisea alternativa, otro itinerario del regreso, anterior a Homero. Homero (o quien haya sido el autor de la Odisea), encontrando este relato de viajes demasiado pobre y poco significativo, lo habría sustituido por las aventuras fabulosas, pero conservando las huellas de los viajes del seudocretense. En realidad en el proemio hay un verso que debería presentarse como la síntesis de toda la Odisea: «De muchos hombres vi las ciudades y conocí los pensamientos». ¿Qué ciudades? ¿Qué pensamientos? Esta hipótesis se adaptaría mejor al relato de los viajes del seudocretense...
Pero apenas Penélope lo ha reconocido en el tálamo reconquistado, Ulises vuelve a narrar el relato de los cíclopes, de las sirenas... ¿No es quizá la Odisea el mito de todo viaje? Tal vez para Ulises-Homero la distinción mentira-verdad no existía, él contaba la misma experiencia ya en el lenguaje de lo vivido, ya en el lenguaje del mito, así como para nosotros también todo viaje nuestro, pequeño o grande, es siempre Odisea.