Cuando Ramón María del Valle-Inclán añadió a Tirano Banderas el subtítulo de “Novela de Tierra Caliente”, quiso subrayar la atmósfera sensual, violenta y primitiva de su obra, ambientada en la imaginaria República de Santa Fe de Tierra Firme. Publicada en 1926, el escritor gallego había superado por entonces la perspectiva romántica de la Sonata de estío (1903), impregnada del espíritu de los segundones, bastardos y aventureros que colonizaron América del Sur. Ya no se consideraba un hidalgo en las provincias de ultramar, obligado a defender la causa de la Monarquía Hispánica, católica e imperial, sino un rebelde que simpatizaba con las masas oprimidas, ya fueran indígenas o proletarias. Había perdido un brazo y llevaba dos años aireando su oposición a la Dictadura de Primo de Rivera. En la ampliación de Luces de bohemia publicada en 1924 había añadido dos escenas que exaltaban la lucha obrera contra la España de Alfonso XIII, pidiendo la guillotina para los verdugos del pueblo. Aunque no había elaborado su posición política, experimentaba cierta afinidad con el anarquismo, donde apreciaba esa resistencia al mundo moderno que también bullía en el carlismo. Su odio a la sociedad industrial obedecía a una obstinada inadaptación a los cambios. No hay que olvidar que había perdido el brazo en una pelea con Manuel Bueno, discutiendo sobre un duelo en el que uno de los contendientes era menor de edad. No se había reconciliado con los nuevos tiempos, alejados de los viejos códigos de honor, pero había abrazado la ira de los humillados y ofendidos.
Valle-Inclán no inventa la “novela del dictador” –algunos críticos señalan que el inicio del género corresponde a Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas, de Domingo Faustino Sarmiento, publicada en 1845, y otros retroceden incluso hasta Bernal Díaz del Castillo y su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, aparecida en 1632-, pero sí crea una nueva fórmula estética para abordar la figura de los sátrapas que ejercen despóticamente el poder. Ya no se trata de recrear fielmente sus abusos, sino de escarbar en las patologías colectivas que propician el surgimiento de caudillos providenciales. Esa tarea exige el conocimiento del contexto histórico y cultural, y un estilo audaz que combine la metáfora, la intuición y la hipérbole, deformando sistemáticamente a los personajes. No es posible llevar adelante este planteamiento sin adoptar la mirada de los dioses que contemplan a sus criaturas desde lo alto, desplegando una visión despiadada de sus miserias y pecados. Es la famosa estética del esperpento, donde no hay piedad ni simpatía hacia las debilidades humanas. En Tirano Banderas, no hay ningún héroe, ni ninguna conducta ejemplar. Zacarías el Cruzado, un antiguo bandolero, venga la muerte de su hijo, devorado por los cerdos, ahorcando al usurero que denunció a su madre. No lo cuelga de un árbol o una cornisa, sino que lo arrastra con un caballo, después de echarle el lazo al cuello. No obra por sentido de la justicia, sino por una comprensible rabia. El Coronelito Gándara y el criollo Filomeno Cuevas no se sublevan contra el General Santos Banderas para restablecer la libertad de la República, sino por despecho y turbios intereses. Don Roque Cepeda, un liberal con la mente animada por ideas ilustradas, cristianas y teosóficas, es un hombre honesto, pero terriblemente ingenuo y algo ridículo: un cordero de la misma pasta que Francisco Madero. Valle-Inclán, que ya había flirteado con el paganismo en las Sonatas, desdeña la piedad evangélica, componiendo un fresco de las bajezas e imperfecciones humanas que no transige en ningún momento con la esperanza. Santos Banderas muere acribillado, pero los que cortan su cabeza y descuartizan su cuerpo, arrojando los restos “de frontera a frontera, de mar a mar”, actuarán con el mismo despotismo. La historia está condenada a repetir una y otra vez sus errores, víctima de una fatalidad irreversible.
La trama de Tirano Banderas sólo dura tres días, y avanza de forma fragmentaria y discontinua, creando un clima onírico y asfixiante. No hay sucesos fantásticos, pero los hechos parecen alucinaciones o escenas demoníacas extraídas de una tabla de Brueghel o el Bosco, con sus criaturas martirizadas o impotentes ante la inexorable marcha de la Muerte. Mientras el tirano observa la calle desde el balcón de su palacio, el pueblo celebra el Día de Muertos o Día de Todos los Santos. No parece casual que el nombre del déspota coincida con la famosa festividad católica, que en México se funde con las tradiciones aztecas, desatando un frenesí colectivo. Santos Banderas podría ser Mictlantecuhtli, el dios de los muertos y el inframundo, que sólo se aplaca con la ofrenda de pieles de seres humanos ritualmente desollados. Mictlantecuhtli es representado como un esqueleto con una calavera con muchos dientes y se le asocia con el murciélago, la araña y el búho, un pájaro de mal agüero. En México, aún hoy se considera fatal escuchar su canto nocturno. Valle-Inclán destaca la calva de Santos Banderas, comparando su rostro con una máscara y, en reiteradas ocasiones, asimila su mirada y sus facciones con las de un búho o una lechuza. El escritor procede de Galicia, donde las viejas leyendas perviven en apacible promiscuidad con el cristianismo. Tal vez por eso no le cuesta comprender el latido del alma mexicana, convulsa, apasionada y creativa. A diferencia del Día de Todos los Santos, el Día de Muertos no expresa la comunión de los vivos con los difuntos, sino el reinado inexpugnable de la Muerte. Su corona tiene un precio terrible: la soledad. Santos Banderas sólo cuenta con una hija loca. Su aislamiento es total, pues nadie le ama. Sólo le adulan. Inspira miedo, pero no afecto. Su caída sólo provocará regocijo, no duelo. El sonido de los fusilamientos que se producen cada día incrementa su sensación de poder, pero también acentúa su incomunicación.
La imaginaria República de Santa Fe aún vive bajo la influencia católica, pero el racionalismo europeo ya ha echado raíces. Santos Banderas no es un déspota oriental, sino un dictador que finge respetar la democracia parlamentaria. Se podría afirmar que el Generalito Banderas es una síntesis de Lope de Aguirre, Porfirio Díaz y Miguel Primo de Rivera. Cuando sus adversarios avanzan hacia San Martín de los Mostenses, antiguo convento y palacio presidencial, apuñala a su hija hasta la muerte, poseído por la misma locura que el conquistador español. Con sangre india como Porfirio Díaz, cree en el progreso y la modernización, pero bajo el dominio de la oligarquía. Como Primo de Rivera, es paternalista, presumido y sentimental. Afirma que ha escalado hasta la cima del poder por sentido de la responsabilidad y afán de servicio, pero que apenas arregle los asuntos de la República se retirará a su predio, imitando al dictador Lucio Quincio Cincinato, elogiado por Catón el Viejo y otros notables romanos como ejemplo de integridad, honradez y rectitud. Entre sus sagradas obligaciones, se encuentra la ingrata tarea de firmar sentencias de muerte. Aunque su corazón supuestamente se desgarra cada vez que envía a un hombre al paredón, su mano no le tiembla, pues un prócer no puede permitirse flaquezas ni sentimentalismos. Piensa que el pueblo tiende a la molicie, la sedición y el latrocinio, por lo cual es necesario mantenerlo bajo un permanente régimen de terror.
Valle-Inclán se muestra implacable con sus personajes. Su descripción de la colonia española, que levantó ampollas, es demoledora: “El abarrotero, el empeñista, el chulo de braguetazo, el patriota jactancioso, el doctor sin reválida, el periodista hampón, el rico mal afamado”. Todos se inclinan ante el dictador, al que el escritor retrata como una “momia taciturna con la verde salivilla en el canto de los labios”. Don Celestino Galindo, “orondo, redondo, pedante” encarna el oportunismo de esa colonia, que sólo piensa en consolidar y extender sus privilegios. Su “búdico vientre” y “el cebollón de su calva” se conciertan con la afectación “cuáquera” y la facha de “pájaro nocharniego” del Generalito Banderas para mantener a raya al criollo, el indio y el negro, las “tres cabezas” de Santa Fe. El Barón de Benicarlés, Ministro Plenipotenciario de su Majestad Católica, adicto a la morfina y “con la voz de cotorra y el pisar del bailarín”, no quiere prestar un apoyo incondicional a Santos Banderas, pues sabe que la facción revolucionaria que conspira contra él, podría hacerse con el poder y no quiere perder la oportunidad de congraciarse con ella. “Las revoluciones, cuando triunfan, se hacen muy prudentes”, advierte a Don Celes. Con “manos de odalisca”, “sonrisa de oros ondontálgicos”, “boca belfona, untada de fatiga viciosa” y figura “elefantona, atildada, britanizante”, fracasará en sus intrigas por su homosexualidad encubierta. Aficionado a disfrazarse de mujer y a participar en orgías grotescas, donde un hombre simula un parto y otros le asisten como comadronas, Santos Banderas le chantajeará con cartas comprometedoras. Las dictaduras sobreviven, explotando las debilidades humanas. La hipocresía y la corrupción siempre juegan a su favor. Mientras los revolucionarios son pasados por las armas cada tarde, el Generalito Banderas hace política con el juego de la rana, recordando a sus aduladores que no tendrá compasión con traidores y desleales. El juego de la rana evidencia el carácter grotesco de las dictaduras, donde gobiernan el azar, la intriga y el capricho. Cuando no hay libertades ni derechos, todos los ciudadanos se pasean por la cuerda floja, expuestos a una caída fatal en cualquier momento. Su suerte se decide con un gesto.
El mitin de Don Roque Cepeda en el Circo Harris incita a poner fin a la dictadura con argumentos utópicos. No es suficiente derrocar al tirano. Hay que liberar al conjunto de la Humanidad: “Queremos convertir el peñasco del mundo en ara sidérea donde se celebre el culto de todas las cosas ordenadas por el amor: El culto de la eterna armonía, que sólo puede alcanzarse por la igualdad entre los hombres”. Cuando es confinado en el Fuerte de Santa Mónica, Don Roque habla con un compañero de encierro, explicándole que “el revolucionario es un vidente” inspirado por la “intuición de eternidad”. Evocando a Bartolomé de las Casas, sostiene que la piedra angular del ideario revolucionario en la República de Santa Fe es la redención del indio, “un sentimiento fundamentalmente cristiano”. El pensamiento político de Don Roque no se alimenta exclusivamente de cristianismo. Ha asimilado las máximas indostánicas, la cábala, el ocultismo, la filosofía alejandrina y las doctrinas teosóficas. Desde su punto de vista, “los hombres eran ángeles desterrados: Reos de un crimen celeste, indultaban su culpa teologal por los caminos del tiempo, que son los caminos del mundo”. De unos cincuenta años, “la frente ancha” y “pulida calva de santo románico”, su cuerpo posee “la fortaleza dramática del olivo y de la vid. Su predicación revolucionaria tenía una luz de sendero manantial y sagrado”. A pesar de sus extravagancias, Don Roque de Cepeda está muy cerca de Valle-Inclán, que desde joven se interesó por las doctrinas esotéricas y siempre simpatizó con la causa de los desheredados y marginados. Santos Banderas, cínico, pragmático y escéptico, reprocha a Don Roque su fervor utópico: “Usted, criollo de la mejor prosapia, reniega del criollismo. Yo, en cambio, indio por las cuatro ramas, descreo de las virtudes y las capacidades de mi raza”. El dictador prefiere la retórica hueca, latinizante, que no compromete a nada. Sus aduladores le comparan con Quevedo y Juvenal, pero él contesta: “Ni Quevedo ni Juvenal: Santos Banderas. Una figura en el continente del sur”.
Los embajadores de Francia, Reino Unido, Alemania, Estados Unidos y otras potencias no son menos petulantes y cínicos. Los fusilamientos de revolucionarios les parecen excesivos e inhumanos, pero se limitan a presentar una nota de protesta, pidiendo el cierre de los expendios de bebidas y una protección reforzada de las embajadas y los bancos extranjeros. Los momentos de mayor patetismo se producen en el Fuerte de Santa Mónica y en el hogar del mismísimo dictador, cuya hija no logra salir de la locura que ha convertido su rostro en “máscara de ídolo”. Los presos del Fuerte contemplan desde lo alto de la muralla “una fúnebre ringla [de cadáveres] balanceándose en las verdosas espuma de la resaca”. El espectáculo es sobrecogedor: “Vientres inflados, livideces tumefactas”. No ignoran que es su destino. No es menos trágico el final de la hija de Tirano Banderas, quince veces apuñalada por su padre para no permitir que sus enemigos puedan deshonrarla.
La “visión estelar” del esperpento cristaliza en una compleja estructura que parece un ardid de nigromante. Tirano Banderas es una “sinfonía del trópico” que combina el tres y el siete, dos números mágicos, para plasmar un conjunto de simetrías. Como ha señalado Alonso Zamora Vicente, la arquitectura de la novela no es casual: “Hay siete partes. La central consta de siete libros, y las otras de tres. El número total es de veintisiete, es decir, tres por tres por tres”. El Valle-Inclán ocultista y teósofo imprime a su novela una dimensión pitagórica, como si el universo fuera producto de números que se multiplican y dividen. Hay un orden invisible que no deja nada en manos del azar, salvo las pasiones humanas, turbias e imprevisibles. Se ha comentado muchas veces que Valle-Inclán se inspiró en el cuadro de El Greco El entierro del Conde de Orgaz para concentrar en un espacio exiguo un alto número de personajes. Esta concepción sería inviable sin un dominio de los distintos espacios de la novela (el palacio presidencial, la prisión, la ciudad, las legaciones diplomáticas) que permite circular a los personajes por un mosaico de enorme vitalidad y fisicidad. Cuando se marcha de Santa Fe, el Barón de Benicarlés comenta: “Es posible que me acompañe ya siempre la nostalgia de estos climas tropicales. ¡Hay una palpitación del desnudo!”. El soberbio estilo de Valle-Inclán se despliega con todo su esplendor, conjugando todos los elementos en un concierto con armonías modernistas y disonancias esperpénticas. A veces, las audacias estilísticas se convierten en licencias (“¡Son pidazos del corazón”, exclama Zacarías, refiriéndose a los restos de su hijo, que le acompañan en un saco) y desafíos a las normas del idioma: “Tuvo lugar, es un galicismo”, observa el director de un periódico a uno de sus plumillas. “Tuvo verificativo”, rectifica el autor. “No lo admite la Academia”, concluye el director, mostrando el carácter restrictivo –y empobrecedor- de las normas y reglas. Valle-Inclán utiliza todos los registros del español de América, añadiendo algunas palabras inventadas, que enriquecen el texto con una connotación hermética. Como deslumbrante espadachín del idioma, se considera investido con poderes de demiurgo.
Tirano Banderas es un clásico que muestra con crudeza la violencia de las dictaduras, donde la ambición de poder anula cualquier reparo moral. Su estilo perfila con extraordinaria vivacidad la psicología de los personajes, sacando a luz su depravación moral o su ingenuidad franciscana. Aunque su marco de referencia es Hispanoamérica, su reflexión sobre el poder puede trasladarse a otras latitudes, pues todos los déspotas son hijos de la locura de Aquiles y el delirio del superhombre. Gómez de la Serna escribió que Valle-Inclán fue “el ogro de la España literaria y amena, el literato de figura caballeresca”. Quizás por eso comprendió tan bien a Santos Banderas, ogro de Tierra Caliente, y a Don Roque Cepeda, figura caballeresca de una América que aún sueña con utopías y bienaventuranzas. Déspotas y libertadores escriben la historia, y los poetas nos cuentan sus andanzas, evidenciando que en nuestro interior habitan –y luchan– ángeles y demonios.