miércoles, 25 de octubre de 2017

Indigestión burguesa


Gibraltar no quiere ser español, quiere continuar como colonia inglesa. Ceuta y Melilla desean seguir perteneciendo a España y no a Marruecos. El rincón de Ademuz nunca ha pedido su anexión a Cuenca, están muy satisfechos de formar parte de una comunidad más rica. A alguien del barrio de Salamanca le costaría mucho vivir en San Cristóbal de los Ángeles. En cambio, a cualquier vecino del sur de Villaverde le gustaría disfrutar de las comodidades del barrio de Salamanca. Al restaurante de lujo de mi pueblo le cuesta admitir a la gente que llega con malas pintas; en cambio, en el antro donde se juntan los desahuciados y quinquis, se desviven por servir a los encorbatados que entran de vez en cuando. Nos apartamos cuando nos cruzamos con un marroquí o con un rumano, mientras montamos en la costa levantina negocios exclusivos para ingleses y alemanes. No queremos que nuestros hijos sean agricultores ni pastores, ni albañiles, ni camareros. Deseamos para ellos la comodidad de un banco, la poltrona de una gran empresa, un equipo de primera división o la bata de un buen hospital. No porque se asegure la felicidad en estos últimos oficios, sino por otra cosa, por algo que llevamos bien agarrado a las tripas.
Nos estorban los vecinos pobres, los jóvenes con rastas, los colegios públicos, el borracho desharrapado, el drogadicto enfermo, el obrero, los gitanos, los barrios de la periferia, los camareros latinoamericanos, las putas de la rotonda… Pero nos privan los señores banqueros, las escuelas de fútbol, el constructor adinerado, los jeques árabes, las cenas de empresa, las comuniones, los desfiles de moda, el tenista famoso, los colegios religiosos, las putas de lujo…

No sé por qué nos extrañamos de que los catalanes no deseen ser españoles. Es algo que (ellos todavía más, porque son más ricos) llevan bien agarrado a las tripas. No es cuestión de exaltación de los sentimientos, como se viene insistiendo; sino de indigestión burguesa.          

martes, 24 de octubre de 2017

"Canta, oh, musa..." Popes y jotas deconstruidas. Viaje a Grecia.


"Canta, oh, musa, el sublime turquesa del mar que observa a Eos y a sus rosáceos dedos con terciopelo y ojos encendidos..." A las siete de la mañana, la marina está solitaria y silenciosa, como un animal moribundo de pupilas brillantes que se estremece en un último estertor, ahogado de belleza y sosiego. Xilocastro, cerca de Corinto, nos acoge con naturalidad de matrona experimentada. En la orilla, un pescador de caña espera la llegada de Odiseo con el ánimo refrescado por la brisa del amanecer. Nosotros lo observamos con un café y lácteos venenosos entre los labios.
Llegamos al instituto, desangelado y monótono, para escuchar el responso de la directora y los rezos sorprendentes en un centro público frente a 250 alumnos (rumor de tiempos pasados). La hospitalidad oriental de nuevo, mezclada con labores de burocracia y protocolo. Ya no cantes, oh musa, dejemos la épica y la lírica para otro momento. Higos, café, agua y naranjada en la sala de profesores. El trajín de la mañana en un centro educativo es igual en todos lados. El inglés, el griego, el portugués, el italiano y el español se confunden en la sala. Los "pigs" necesitamos la lengua del imperio para comunicarnos. Algunos mostramos nuestra invalidez. 
Visitamos la ciudad costera. Lejos de la marina pierde atractivo. En la iglesia ortodoxa, las tupidas y rizadas barbas homéricas del pope ocultan la pechera de una sotana que más bien parece un guardapolvo de tendero. En el interior iconos, exvotos, velas, reliquias y ranuras para donaciones (lo habitual). Nada nuevo bajo el sol, salvo esas barbas y ese guardapolvo que me recuerdan el bacalao y las sardinas de bota. El pope habla en griego y la coordinadora traduce sus palabras en inglés. Inés y yo bostezamos bajo las cúpulas policromadas y el pantócrator también de barba tupida. 
La recepción del alcalde en un local azotado por la crisis nos vuelve a descubrir al griego como lengua que dispara la imaginación del hablante español. Con palabras como "chorizo", "parakaló", "átalo" y "chúpatesa" y un poco de habilidad se puede inventar una interpretación del discurso mucho más divertida que la original. 
Volvemos a la marina. Paseamos por un pinar de ensueño que llega hasta el mar. Un mar cada vez más azul conforme se adentra la mañana. Entre estos árboles, el mismo Heracles reposaba su furia después de acabar uno de sus doce trabajos y el poeta del siglo XX, Angelos Sikelianos bordaba sus composiciones en su villa clásica. No cuesta nada atrapar la belleza en este entorno.
La viveza del azul egeo nos obsequia con pescaditos, pulpo, calamares, gambas y unos chupitos de ouzo. Nosotros se lo agradecemos con posados a pie de playa y la estupefacción de la gente de interior ante el espectáculo del mar.
Por la tarde, la función de turno en estos viajes de intercambio. Balalikas, sirtakis, discursos en griego e inglés, coros, más sirtakis, más balalaikas, tarantelas y, por fin, la actuación estelar de nuestros chicos y de los dos profesores más intrépidos del proyecto Erasmus +. Bailan una jota impagable. Aplausos, aullidos de emoción, cámaras de fotos derrengadas de exhaustiva grabación. La espontaneidad y la desenvoltura han vuelto a triunfar. Como en Rumanía, la deconstrucción de la jota a la manera de Ferrán Adriá triunfa entre la muchachada. Joaquina y Edu, como estrellas de éxito, recogen a la salida los parabienes y la admiración de un capitán de barco que habla de la facilidad hispánica para transmitir emoción. Tronchados de risa, devoramos la exquisita comida griega casera elaborada por las madres de los alumnos: musaka, souvlaki, costrada, tocino de cielo con canela y vino, no en cráteras como el que bebía el divino Odiseo, sino en depósitos de cartón con grifería de plástico.        
El mar vuelve a engullirnos en la oscuridad de la noche, calmo y rumoroso. El Ponto vinoso de Ulises. El pescador de la mañana sigue oteando el horizonte estrellado con la esperanza eterna del que navega en la belleza sin temor al tiempo. Odiseo se acerca, lo ha anunciado Hermes. 

sábado, 21 de octubre de 2017

"Canta, oh, musa...", en Xilocastro (Grecia). La llegada.


Iba a empezar la crónica del primer día en Grecia en estilo épico, más o menos así: "Canta, oh, musa, las peripecias del grupo Erasmus + por las tierras de Odiseo...", pero me ha picado un mosquito en el empeine nada más llegar al mar y, además, me he acordado de que las musas fueron raptadas hace tiempo por la arpía, vieja y materialista Europa y nadie se ha atrevido a liberarlas, con lo que no estarán para muchos cantos. Es necesario bajar el tono. 
El primer obstáculo con el que Poseidón ha interrumpido nuestro viaje lo hemos encontrado en el control policial del aeropuerto. Por primera vez (y espero que no sea la última), me han sometido a un examen de sustancias explosivas (experiencia casi religiosa y trepidante). Una de las vigilantes, Circe experimentada y sagaz, le dice a su compañera, tras revisar el escáner: "Abre esa mochila (la mía). Lleva algo dentro de la caja de los tampones." Una ninfa, vestida con un mono azul para disimular su feminidad, ha procedido al examen. No ha encontrado la caja de tampones y yo tampoco la he visto. Por suerte aún soy mocita. Circe queda frustrada en su taburete de metacrilato viendo cómo escapamos de sus garras de hechicera vigilante. Aún así, me tenía preparada una última trampa en la cinta andadora. Un pequeño despiste por hablar con un compañero ha podido dar con mis dientes en la chapa que engulle a la cinta sinfín. Evito la caída con mucha suerte y poca dignidad. 
Eolo nos lleva por fin. Contemplamos desde el aire el país de los aqueos, las costas mordidas por las ratas y la piel abrasada por un verano interminable (como el nuestro). "Canta, oh, musa (no me resigno) el viaje de los españoles y portugueses que cruzan la Argólida en tren para llegar a Kiato." Un pope griego, con barba de hípster descuidado y sotana estucada con migas de pan, nos habla en dos idiomas y nos avisa (Tiresias adormilado) que atravesamos el canal de Corinto. Nos señala la colina donde se encuentra la acrópolis de la ciudad que crio a Edipo. Se cruza la memoria del rey de Tebas con un poeta del siglo XX mencionado por el pope: Angelous Sikelianus. Joaquina, sin querer, deja caer el peso de la ley (su bolso está cargado con las tablas de Moisés) sobre los pies del pope amodorrado. Sus zapatos son resistentes (de ferroviario) y aguanta el golpe sin inmutarse. 
Xilocastro es una ciudad costera próxima a Corinto. Los profesores, padres y alumnos griegos nos reciben con efusiva hospitalidad oriental. Es extraño, pero todo me resulta familiar: el clima, el paisaje, las fisonomías... Me da la impresión de haber llegado a una ciudad costera de la España de hace treinta años. El tono y la fonética de su habla tampoco me resultan extraños. Un castellano pronunciado al revés. El mar mece, oscuro y tranquilo, una costa sin edificios mastodónticos y un paseo marítimo sencillo que exhibe en el horizonte las impresionantes montañas de la Argólida. Dos o tres parejas de griegos sin prisa respiran un aire limpio de turistas.
La cena es abundante, de tonos orientales: hojas de parra, brochetas, albóndigas, alioli de yogur... Sabores nuevos, pero no demasiado. Julius Eclesiastoús y Davidis Bustamantis suenan de fondo acompañados por balalaikas. Los aedos duermen más allá del negro ponto, sujetados por los cabellos de Cronos y por la inexorable mueca de Hefesto. Los chicos españoles, griegos, italianos y portugueses pasean por la orilla del mar para apaciguar la furia de Poseidón, calmo y acechante. Su entusiasmo es un antídoto contra las Furias y el cansancio del viaje.      

sábado, 14 de octubre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": sexto día (26-IX-2017); Praga, catorce adolescentes y Javi.


Recibimos a la mañana soleada en las calles de Praga. Atestada la plaza Wenceslao y aledañas, buscamos refugio en los callejones empedrados aún desperezándose del tumulto nocturno. El paseo con los chicos es sosegado y limpio, no siempre es así. Visitamos la ópera y acabamos cruzando el puente Carlos. Una noria de agua muy antigua y una pareja de japoneses colgados en una mesa sobre el río Moldava son buena imagen de los contrastes de esta ciudad: el turismo y la tradición compartiendo con mucha dificultad los espacios. 
Llegamos al muro de Lennon. Una pared pintada con colores estridentes (sinestesia) que atrae al turismo moderno, sobre todo al juvenil. Los chicos disfrutan dejando su impronta y fotografiándose con el grafitti. De fondo, un muchacho con sombrero interpreta canciones de John Lennon. Nos enteramos de que el beatle nunca tocó aquí, pero cualquier ocurrencia es bienvenida para la explotación escénica. Al fin y al cabo, en este muro solo se celebra la paz y la hermandad, podría haber sido peor. 
Nos dirigimos al barrio judío. También allí hacen negocio con sus singogas, incluso con sus cementerios, no podría ser de otra manera. En Occidente todo está a la venta y si por la calle deambulan miles y miles de turistas deseosos de comprar, ya sea un imán o un paseo entre tumbas, no hay que desaprovechar la ocasión. En la puerta de la sinagoga española, una estatua en honor al hombre desconcertado que presenta Kafka en sus ficciones nos hace pensar en el absurdo de la existencia. Tampoco el tiempo de la reflexión es muy largo: enfrente de la sinagoga, hay una taberna con cerveza de fabricación propia que sirve, y de qué manera, para aliviar el nihilismo. 
Comemos aún mejor que el día anterior. No me extraña que se haya convertido esta ciudad en peregrinaje de gastrónomos, más que de angustiados por la convención social. 
Por la tarde damos el último paseo del viaje: el teatro donde estrenó Mozart Don Giovanni; el mercado de las flores; el café Slavia, cargado de nostalgia y absenta; la ribera del río... Y como última parada la cervecería "U Fleku". Según reza en la entrada, abierta desde 1499, el año de publicación de La Celestina. Una típica cervecería centroeuropea con mesas largas, llena de centroeuropeos. Solo sirven un tipo de cerveza que compartimos con una pareja eslovaca que nos ha tocado en suerte. El camarero controla en un trozo de papel las cervezas que va tomando cada uno. A la pareja le marcan la décima raya. Se nota. Un acordeonista vestido de tirolés y con aire paquirrinesco toca canciones que muchos de los presentes cantan a coro. Disfrutamos del jolgorio checo, pero, no sé por qué (supongo que por empacho de cine bélico) me traslado al Berlín de los años 30. Ni estamos en Alemania, ni se celebra un acto político, pero la imaginación tiene estas malas pasadas. Nos despedimos de los eslovacos para cenar con los chicos. 
La despedida será en los sótanos de una pizzería. A veces te crispan, a veces te enfadan, a veces te sacan de quicio, pero siempre me quedo con el brillo de su mirada adolescente. Están expuestos al mundo y lo reciben con una pasión chispeante, desbordada, que todavía no saben encauzar (nosotros tampoco). La postal del museo de Kafka firmada por todos ellos con una frase de agradecimiento hace olvidar cualquier contratiempo, también ayuda el Becherovka. El regalo de la camiseta de Joseph K., el protagonista de El proceso, nos relaciona en el tiempo. Yo, a su edad, leía a Kafka con vicio. Los dieciocho años nos unen, aunque sea en la ficción del expresionismo. Los dieciocho y un salto el 20 de junio de 2017 en la sede de El País, que ojalá y hubiera servido para cambiar algunas de las tendencias ideológicas que están hundiendo el periódico. Javi, como siempre, el compañero generoso y de amplia bonhomía, me acompaña en estos gozos que, sin él, no tendrían tanto sentido.
Por cierto, voy a hacer la maleta porque mañana viajamos a Grecia con más chicos (por si alguien ha creído que no nos han quedado ganas).        

"Al niño le han quedado cuatro" por Pablo Poó Gallardo


A estas alturas todos sabemos que cada español lleva dentro, de manera innata, un entrenador de fútbol, un economista y un docente. Con tanto profesional de la educación de incógnito por ahí, analizar el sistema educativo se convierte en una tarea de alto riesgo. Intentaremos, no obstante, aportar la visión de alguien que se pasa las mañanas de lunes a viernes delante de treinta angelitos adolescentes ávidos de conocimiento.

Antes de comenzar habría que tener en cuenta unas sencillas premisas que, por algún motivo que desconozco, a gran parte del personal no le entran en la sesera:
No es lo mismo Primaria que Secundaria: niveles educativos distintos implican estrategias metodológicas distintas, alumnado diferente y profesionales diferenciados.
Las estrategias metodológicas no son estándares universales: una estrategia aplicada en 3.º A no tiene por qué funcionar en 3.º B, porque partimos de una base humana distinta, cada una con sus propias peculiaridades, que necesita un enfoque diferente. Si eso ya pasa en un mismo centro, imaginen en distintos institutos o en diferentes comunidades autónomas. Y eso que aún no he mencionado a Finlandia…
En educación las cosas no son blancas o negras, a pesar de que se empeñen en dividirnos a los docentes en dos bandos: uno más cool, más moderno y más del siglo XXI, que potencia el método por encima del conocimiento, y otro más ilustrado, reaccionario y anticuado, para el que prima el saber por encima de la metodología.

El sistema educativo es la Hidra de Lerna: si queremos entender el estado por el que pasa en la actualidad tendremos que detenernos en cada una de sus cabezas.

El sistema de acceso

Deberíamos contar con un sistema de acceso justo que permitiera la selección de los mejor preparados, ¿no? Pues no. Las oposiciones no son un método de acceso justo.

El número de plazas es independiente según el tribunal. Eso provoca que, en el tribunal 1, alguien con un 5,45 obtenga plaza y que en el de justo al lado, el 2, el que haya sacado un 7,56 se quede fuera. Esto sucede por dos motivos fundamentales: los exámenes son distintos para cada tribunal, por lo que los temas que hay que defender son diferentes. Los tribunales, también: uno puede ser más exhaustivo corrigiendo y el otro más benévolo.

Tampoco fomentan la selección de los mejor preparados: el temario de las oposiciones de acceso a los cuerpos docentes de Secundaria por la especialidad de Lengua castellana y Literatura consta de setenta y cinco temas que abarcan todo lo relativo a la gramática, las teorías lingüísticas y la literatura patria desde las glosas silenses. En el examen solo se podrá contestar uno. El resto de tu formación se la trae al pairo.

Los tribunales también son la guinda. Me pondré yo de ejemplo para no herir sensibilidades. A pesar de que a la Administración no le importe lo más mínimo, pues no gozo de ningún tipo de prebenda por serlo, ni económica ni de reducción horaria ni de perrito que me ladre, soy doctor en Filología Hispánica por la especialidad de Literatura. Para las oposiciones, entenderán, me preparaba con más esmero la parte del temario correspondiente a nuestras letras, habiendo incluso temas de gramática (T. 20: Expresión de la aserción, la objeción, la opinión, el deseo y la exhortación) que ni miraba.

Como funcionario docente entro en el bombo de los «tribunables» para cada oposición. Imaginen que me toca para las próximas. Obviamente, como filólogo, conozco las reglas que, en español, rigen la aserción, la objeción, la opinión y la santa madona que las parió, pero no a un nivel suficiente para aprobar unas oposiciones, pues carezco, en ese ámbito, de conocimientos actualizados, de bibliografía académica y de un trabajo con la materia tal que me permitiera codearme con quienes llevan preparando el tema los últimos meses o, incluso, años de su vida.

Bien, como me toque tribunal y salga ese tema, me vería obligado a corregirlo. A toda prisa, pediría el tema a cualquiera de las amables academias que los sirven de modelo (con mucha querencia por el copia y pega: basta bucear en el Alborg o en el Curtius, que ya hay que estar trasnochado, para darse cuenta) y me empaparía en un par de días de todos los conocimientos que estas personas han adquirido durante meses. ¿Quién soy yo para evaluar un examen del que no soy especialista en el que los examinandos se están jugando algo tan importante?

Pero no pasa nada, la Administración, que tanto vela por nosotros, ya se encarga de dotar a los tribunales de unas secretísimas plantillas (oposiciones públicas, recuerden) con las que facilitar la corrección. Y si no estás de acuerdo con tu nota, ajo y agua: no tienes derecho a ver tu examen corregido.

La falta de formación previa

Ahora, con los grados, las cosas han cambiado algo: al menos hay unas prácticas tuteladas y un trabajo de fin de grado. Sin embargo, si repasan la oferta académica del grado en Filología Hispánica, quizá les extrañe la falta de asignaturas dedicadas a enseñar a impartir Lengua y Literatura. Un grado con una orientación profesional tan significativa como la docencia debería contar, no ya con una suerte de «itinerario docente» dentro de la misma, sino con, al menos, una asignatura de «Pedagogía de la Lengua castellana y Literatura». Al menos en la Universidad de Sevilla, que fue donde estudié, no se imparte.

Es decir, que este que les escribe, cuando aprobó sus primeras oposiciones y se plantó delante de una clase de tercero de ESO con ocho repetidores, se había leído Los amores de Clareo y Florisea y los trabajos de la sin ventura Isea, sabía que lo más seguro es que el Lazarillo no fuese anónimo, que la «e paragógica» le daba al Mío Cid un regusto arcaico muy molón en la época (siempre ha estado de moda lo vintage) o que la terminología de Alarcos no tiene nada que ver con lo que enseñamos en Secundaria; pero no tenía ni idea de qué hacer cuando el del fondo te manda a la mierda, cuando vas a corregir unos ejercicios y no los ha hecho ni la niña que sonríe en el póster de vocabulario inglés de Oxford o cuando, con dieciséis años, el primer libro que se van a leer es ese del que tú les estás convenciendo.

La falta de formación continua

Sin embargo, si hay algo que no se le puede achacar a nuestro sistema educativo es falta de coherencia: si nuestra formación inicial no es la más adecuada, la formación continua no iba a ser menos.

Hablo de esos cursos y programas que se, digamos, desarrollan en los centros, y sirven para completar las sesenta horas necesarias para el cobro del próximo sexenio.

Cursos de escaso interés, con algunos ponentes que te dejan un arqueamiento de cejas más propio de una parálisis facial, de dudosa aplicación en el aula, que deben ser realizados en los centros de formación del profesorado (esos que, con suerte, te pillan a menos de cincuenta kilómetros de tu centro) y a los que has de asistir por las tardes porque no disponemos de horas específicas de formación (pero qué más da, ¡si los profesores no trabajamos por las tardes!).

Mención aparte merece el tema de la competencia digital. Este que les escribe no es que sea un as de la informática, pero tiene dos cosas claras: que el ordenador no hace nada que tú, consciente o inconscientemente, no le digas que haga y que probando, equivocándote y ensayando se aprende mucho. Yo he tenido compañeros (y compañeras, claro, pero para esto de las generalizaciones negativas da un poco más igual) que no sabían conectar el proyector con el ordenador en caso de que ambos funcionaran o que no sabían imprimir a doble cara o cancelar una impresión.

No se pide montar un servidor o programar en C, pero, joder, quítame el pen con seguridad.

Las leyes educativas

Imagine un trabajo cuyos legisladores, en el mejor de los casos, haga años que no ejercen de aquello que están regulando. Habrá otros que, incluso, no hayan trabajado en ese ámbito en su vida. Esto es lo que sucede en el mundo educativo: no se cuenta con profesores en activo para la redacción de las leyes que nos rigen.

Es increíble la cantidad de barbaridades que se llegan a acumular en una sola ley educativa. Barbaridades fácilmente subsanables habiendo, al menos, pisado un centro educativo.

Un ejemplo: en la anterior legislación existía el Programa de Diversificación Curricular (PDC). En él se incluía a alumnos con dificultades de aprendizaje para que en 3.º y 4.º de la ESO tuvieran una serie de asignaturas agrupadas en ámbitos: Lengua castellana y Literatura junto con Historia conformaban el Ámbito Sociolingüístico. Matemáticas y Ciencias Naturales, el Ámbito Científico Técnico. El PDC (o la «Diver», de lo bien que nos lo pasábamos en clase) se podía entender como una especie de premio al esfuerzo de determinados alumnos que, por una casuística bastante amplia, desde alguna dificultad diagnosticada de aprendizaje a problemas familiares, ingresaban en este programa como medida para, si no garantizar, facilitarles un itinerario adaptado a sus necesidades que concluyera con la consecución del título de Secundaria.

Mentira. Se metía a los alumnos más problemáticos para que los demás pudieran dar clase y, de paso, ayudar a estos que, con más problemas de vagancia que de aprendizaje, se iban a quedar sin titular.

La Díver, mejor o peor empleada según el centro, no estaba mal planteada del todo: se cogía la parte final del itinerario educativo obligatorio con una clara orientación finalista y se podía repetir curso, que era algo así como decirles que, aunque con más facilidades, no se les iba a regalar el aprobado.

A todo esto, llegan las cabezas pensantes de la LOMCE y topan con la Díver. Quizá alguno, incluso, la hubiera cursado. Entonces deciden remodelarla, darle su toque personal a lo J. J. Abrams y crean el PMAR (Programa de la Mejora del Aprendizaje y el Rendimiento).

El PMAR parte de la misma base: agrupaciones menores de alumnos con alguna dificultad de aprendizaje y asignaturas compendiadas en ámbitos; pero, como habían también cambiado los ciclos de la ESO (el segundo ciclo pasaba de ser 3.º y 4.º a solo 4.º), el PMAR podía durar hasta 3.º, con lo que lo adelantan un año y fijan su inicio en 2.º. Además, le añaden una guinda: no se puede repetir entre 2.º y 3.º, es un programa de dos años, y punto.

Pónganse ustedes delante de unos angelitos que saben que, aunque suspendan todas las asignaturas, no van a repetir el primer año. ¡Ahora van y los motivan!

¿Y cuando terminan el PMAR en 3.º? Pasan a un cuarto estándar. Han tenido dos años para ponerse al día, ¿no?

Finlandia y las competencias básicas

Pero ahí no acaba la cosa. El sistema educativo se replanteó hace ya unos cuantos años con la implantación de las Competencias Básicas de la Educación. Ahora se llaman Competencias Clave: ya saben que los cambios de nombre quedan muy bien de cara a la galería.

¿Se acuerdan de aquella tríada clásica de conceptos (lo que sabes), procedimientos (lo que haces) y actitudes (cómo te comportas)? Pues ya no existe. Sí, a menos que se tengan hijos en edad escolar, el resto de la sociedad española desconoce casi por completo cómo funciona el sistema educativo.

Simplificando mucho, resulta que a nuestros expertos educativos les fascinan los sistemas escolares escandinavos. Entonces piensan: «Coño, si esto funciona en Finlandia, ¿por qué no en España?». Como si la transculturación fuese algo tan sencillo como construir una Maestranza en Copenhague y llevar a Padilla.

El sistema educativo finlandés funciona en Finlandia por una razón muy sencilla: hay finlandeses. Aquí tenemos españoles.

Pero es que, además, la adaptación fue de lo más chapucero. Recuerdo el curso en el que comenzamos a evaluar por competencias: nadie sabía qué era aquello. Llamamos, entonces, a nuestros superiores, a las Consejerías de Educación: nadie sabía qué era aquello. Entonces empezamos a montar grupos de trabajo y nos asignaron expertos: nadie sabía qué era aquello.

Cada profesor tuvo que buscarse la vida a su manera. Básicamente te quedaban dos opciones: o no evaluabas por competencias o te inventabas tu propio método. Lo primero era lo más fácil; el problema es que viniera un inspector educativo a pedirte el cuaderno de notas. Él tampoco sabía evaluar por competencias, pero tú tenías que hacerlo. Lo segundo era frustrante: ahí estaban esos arrojados campeadores educativos con sus hojas de Excel kilométricas, enlazadas, coloreadas… y cuando llegaba la hora de introducir las notas en el programa de gestión educativa resulta que solo tenías que poner una calificación de 0 a 10, como toda la vida.

Pero bueno, todavía no he explicado qué son las competencias: son una serie de saberes básicos interdisciplinares que abarcan todos los ámbitos de saber del futuro ciudadano adulto que será nuestro alumno. Sí, es genial.

Ahora, en los centros educativos, evaluamos la competencia lingüística (cómo se expresan), la matemática (cómo suman), la conciencia y expresiones culturales (cómo… valoran la cultura), la social y ciudadana (cómo tratan a sus compañeros y al centro), el sentido de la iniciativa y emprendimiento personal (si te entregan las actividades voluntarias), la competencia digital, aunque no se pueda llevar el móvil a clase y los ordenadores no funcionen, y la competencia para aprender a aprender, que viene a ser algo así como lo que su propio nombre indica.

¿Y qué hacemos con todo esto? ¡Muy sencillo! Como no hay un método oficial, ¡hagan lo que les dé la gana! Yo les propongo uno: dividan cada evaluación en tareas evaluables: un examen, una lectura, unas actividades… A cada tarea evaluable, asígnenle un peso específico dentro de la evaluación expresado en porcentaje (examen: 30%, lectura: 10%…). En cada tarea con cada porcentaje, decidan qué competencias se van a trabajar (en un examen, por ejemplo, la competencia lingüística porque es de Lengua y se tienen que expresar; competencia para aprender a aprender porque al instituto, aunque no lo parezca, se viene a aprender; competencia en conciencia y expresiones culturales porque les voy a poner un fragmento de La colmena; y sentido de la iniciativa porque comprobaré si ha estado practicando ortografía y ha mejorado el número de faltas del último examen). A cada competencia, asígnenle un porcentaje de peso dentro del porcentaje de la tarea que ya establecieron previamente. Et voilà! Ya solo les queda ponerle al examen una nota distinta por cada competencia que dijeron que iban a trabajar.

Así, cuando les pregunten a sus hijos qué han sacado en el último examen de Lengua, les dirán: «Pues mira, he sacado un 7 en CCL que vale un 50%; un 5 en CPAA que vale un 20%, un 4 en CEC, pero no te preocupes, que vale solo un 10% y en SIEP, que no sé lo que es, me han puesto un 8. Ah, vale un 20%. Pero el examen cuenta como 30%».

—Entonces, ¿qué nota has sacado?

—Yo qué sé, ¡haz la cuenta!

Y ni he mencionado los estándares de aprendizaje.

La inspección educativa

Son mis jefes y no voy a hablar mal de ellos, que bastante me ha costado conseguir la plaza. Son supersimpáticos y competentes y te ayudan en todo lo que necesites. No, en serio, algunos son muy buena gente.

El problema es que, al igual que pasa con los que redactan las leyes educativas, un inspector educativo puede llevar décadas sin impartir clase o, directamente, haber sido maestro en Primaria y estar asignado a Secundaria.

La inspección educativa peca de exceso de burocracia. Cada vez que se designa a un centro educativo como de atención preferente, una tribu del Amazonas pierde el que ha sido su hogar durante siglos. Y el problema es que el papeleo no sirve para nada, porque no lo lee quien lo tiene que leer. Y, si lo lee, peor, porque hace caso omiso a las propuestas que sugerimos cada año.

La inspección educativa debería ser un órgano más numeroso de lo que es y debería tener un mayor enfoque de asesoría pedagógica. Pero la impresión que se tiene en los centros educativos es más cercana a la del tribunal de la Inquisición.

Recuerdo también una reunión de departamento bastante tensa donde una inspectora, diplomada en Magisterio por la especialidad de Matemáticas, nos decía que debíamos dejar de impartir gramática en nuestras clases de Lengua y Literatura de Secundaria porque «eso ya no se llevaba».

Además, es inversamente proporcional el número de informes que hay que rellenar cuando suspende un alumno y cuando aprueba. Que, a ver, no digo que sea una medida de presión encubierta; está claro que los que aprueban no necesitan nada más. ¿O sí?

El alumnado

El ambiente en las clases ha cambiado mucho desde que ustedes obtuvieron su título correspondiente. La tónica general que solemos encontrar los profesores, aunque depende enormemente del contexto sociocultural del centro y de la manera en que la directiva lleve su organización y funcionamiento, es que se ha perdido el respeto a la figura del docente y el sentido de utilidad de tener una buena formación. No solo entre los alumnos, la educación que vienen ofreciendo los padres nacidos alrededor de los setenta en adelante tiene mucho que ver.

El respeto al profesorado no se gana a base de temor, como quizá ocurría en la educación que recibieron muchos de ustedes. Los profesores no vamos por ahí. El respeto de tu clase se gana preocupándote por ellos, sabiendo dejar la materia a un lado cuando sus problemas van por otro, buscando la manera de engancharlos a tu asignatura y haciéndoles ver la utilidad de tener una formación.

Pero la carambola a tres bandas es brutal: hay profesores que deberían, mejor, dedicarse a otra cosa; hay familias que, más que educar, destruyen lo poquito que avanzamos cada mañana; y hay niños que traen la mala leche de serie.

Yo he pasado por quince institutos diferentes, la mayoría de un contexto sociocultural bajo, aunque he tenido de todo. Y pienso que cada vez más nuestros jóvenes no solo es que sepan menos, sino que tampoco les preocupa en exceso.

El sistema educativo, sobre todo en su parte obligatoria, está planteado para evitar el fracaso escolar de la manera más burda posible: bajemos el nivel para que aprueben todos. Cualquiera de mis alumnos puede titularse en 4.º de ESO habiéndose rascado significativamente los genitales. Tema distinto es la base que lleve a estudios posteriores, pero titularse, se titula (obsérvese que hablo de «mis» alumnos: insisto en que, en el tema educativo, el contexto es fundamental).

Este curso solo he suspendido, en junio, a cuatro alumnos. Como tengo ya muchos tiros dados, pues el nivel lector de algunos adultos es limítrofe con el de mis pupilos, dejaré claras dos ideas antes de seguir:
La calidad de un profesor no se mide por su número de suspensos.
He puesto más dieces que suspensos.

Lo que ocurre es que detrás de ese casi 100% de aprobados, en la mayoría de los casos, no hay un nivel acorde con la nota. Este curso, casi la totalidad de mi antiguo tercero de ESO ha pasado a cuarto con un nivel competencial, con suerte, de primero de ESO. ¿Qué hay, hoy día, detrás de un título de Educación Secundaria? En muchos casos, casi nada.

Y no me estoy refiriendo a conocimientos vinculados a asignaturas, ya sé que para ser alguien en la vida no hace falta haber leído el Quijote ni analizar una subordinada sustantiva de complemento directo (perdóname, Alarcos), sino a su nivel competencial: su capacidad de reflexión, de analizar ideas, de tenerlas propias, de valorar la cultura, de respetar a los demás.

El timbre está a punto de tocar

En el sistema educativo, como buen reflejo del planeta, también hay varios mundos. Se dan, incluso, dentro de un mismo centro. Hay profesores que prácticamente solo hemos trabajado en el tercer mundo educativo: ese donde el nivel de conocimientos es paupérrimo, donde prefieres dedicar las horas a hablarles de lo jodida que es la vida estando en paro, de que las drogas no son el camino (ni consumirlas, ni venderlas), de que no tienes que cometer los mismos errores de tus padres ahora que, por suerte, sabes cuáles fueron. Clases donde demasiados alumnos se irán del instituto antes de titularse. Centros en los que el equipamiento TIC no es que date de los principios del 2000 sino que, directamente, es inservible.

Pero hay otras realidades, como la que mostró Évole cuando quiso hacer un retrato de la educación en España y se quedó en lo que más vende: esos alumnos con inquietudes, interés, capacidad y mucha verborrea que, por suerte, también habitan las aulas de nuestro país.

Nadie miente y nadie dice la verdad: cada uno habla de lo que ha vivido. Por eso es inútil tirarse los trastos a la cabeza. Aunque una cosa sí está clara: si nunca has dado una clase, al menos, no estorbes.

viernes, 13 de octubre de 2017

"Del diario de un ayudante de contable" de Antón Chéjov


1863, 11 de mayo.
Nuestro sexagenario contable, Glotkin, ha tomado leche con coñá porque tenía tos y ha enfermado de delirium tremens. Los doctores, con la seguridad acostumbrada, afirman que mañana morirá. ¡Al fin seré contable! Me prometieron el puesto hace mucho tiempo.
El secretario Kleschov será llevado ante los tribunales por haber pegado a un solicitante que le llamó burócrata. Por lo visto, el asunto está ya decidido.
He tomado un medicamento contra la gastritis.

1865, 3 de agosto.
El contable Glotkin ha enfermado otra vez del pecho. Ha empezado a toser y a tomar leche con coñá. Si muere, su puesto será para mí. Alimento ciertas esperanzas, aunque débiles, pues, por lo visto, el delirium tremens no siempre es mortal.
Kleschov le ha quitado una letra de cambio a un armenio y la ha hecho pedazos. O mucho me equivoco o el asunto llegará a los tribunales.
Una viejecita (Gurevna) me dijo ayer que no tengo gastritis, sino hemorroides internas. ¡Es muy posible!

1867, 30 de junio.
Según la prensa, en Arabia se ha declarado el cólera. No se excluye que la epidemia se extienda por Rusia; si sucede, quedarán muchas plazas vacantes. Es muy fácil que el viejo Glotkin muera; entonces yo obtendré el pueblo de contable. ¡Qué vitalidad la de este hombre! A mi parecer, vivir tantos años es hasta censurable.
¿Qué podría tomar contra la gastritis? ¿Y si tomara santonina?

1870, 2 de enero.
En el patio de Glotkin, un perro se ha pasado la noche aullando. Mi cocinera Pelagueia dice que la señal es infalible, y hemos estado, ella y yo, hasta las dos de la madrugada hablando de la pelliza de pieles de castor y del batín que me compraré cuando sea contable. Quizá me case. No voy a casarme con una joven soltera, por supuesto. No sería propio de mi edad. Me casaré con una viuda.
Ayer a Kleschov lo echaron del club por contar en voz alta una anécdota indecente y por burlarse del patriotismo de Poniujov, miembro de la diputación comercial. Según ha llegado a mis oídos, Poniujov irá a los tribunales. 
Quiero que me visite el doctor Botkin para curarme la gastritis. Dicen que cura bien...

1878, 4 de junio.
En Vetlianka, según he leído, hay epidemia de peste. La gente muere como moscas, escriben. Glotkin bebe, por si acaso, vodka de pimienta. A un viejo como él, es difícil que el vodka le sirva de algo. Si la peste llega aquí, no hay duda de que seré contable.

1883, 4 de junio.
Glotkin se está muriendo. He ido a verle y le he pedido perdón, con lágrimas en los ojos, por haber esperado con impaciencia su muerte. Me ha perdonado con magnaminidad, con lágrimas en los ojos. Me ha aconsejado tomar café de bellotas para combatir la gastritis.
En cuanto a Kleschov, ha estado de nuevo en un tris de ser llevado a los tribunales: ha empeñado a un judío un piano alquilado. Y a pesar de todo, tiene ya la orden de Stanislav y el grado de asesor colegiado. ¡Es sorprendente lo que pasa en este mundo!
Jengibre, dos onzas; galanga, una onza y media; vodka fuerte, una onza; sangre de siete hermanos, cinco onzas; mezclarlo, macerarlo en una botella de vodka, y tomarlo en ayunas. Una copita cada día, contra la gastritis.

El mismo año, 7 de junio.
Ayer enterraron a Glotkin. ¡Ay! ¡Y no me ha sido favorable la muerte de este anciano! Lo veo en sueños por las noches. Lleva una clámide blanca y me hace señas con el dedo. Y, ¡oh desgracia, desgracia para mí, que estoy maldito! No soy contable, lo es Chálikov. Quien ha recibido el puesto no he sido yo, sino un joven que goza de la protección de una generala. ¡Adiós mis esperanzas!

1886, 10 de junio.
A Chálikov le ha abandonado la mujer. El pobre está desconsolado. Es posible que, abrumado por la pena, vuelva la mano contra sí mismo. Si lo hace así, seré contable. Ya se habla de ello. No están perdidas, pues, todas las esperanzas. Se puede vivir y quizás no estoy tan lejos como creía del abrigo de castor. En cuanto al matrimonio, nada tengo en contra. ¿Por qué no casarse si se presenta una buena ocasión? Pero es necesario que alguien te aconseje. Es un paso muy serio.
Kleschov ha cambiado sus chanclos con los del consejero privado Liermans. ¡Es un escándalo!
EL ujier Paisi me ha aconsejado que emplee sublimado corrosivo contra la gastritis. lo probaré.

"Noche triste de octubre" de Jaime Gil de Biedma (1959)


Definitivamente 
parece confirmarse que este invierno
 que viene, será duro.
 Adelantaron
las lluvias, y el Gobierno,
reunido en consejo de ministros,
no se sabe si estudia a estas horas
el subsidio de paro
o el derecho al despido,
o si sencillamente, aislado en un océano,
se limita a esperar que la tormenta pase
y llegue el día, el día en que, por fin,
las cosas dejen de venir mal dadas.

En la noche de octubre,
mientras leo entre líneas el periódico,
me he parado a escuchar el latido
del silencio en mi cuarto, las conversaciones
de los vecinos acostándose,
todos esos rumores
que recobran de pronto una vida
y un significado propio, misterioso.


Y he pensado en los miles de seres humanos,
hombres y mujeres que en este mismo instante,
con el primer escalofrío,
han vuelto a preguntarse por sus preocupaciones,
por su fatiga anticipada,
por su ansiedad para este invierno.

Mientras que afuera llueve.
Por todo el litoral de Cataluña llueve
con verdadera crueldad, con humo y nubes bajas,
ennegreciendo muros,
goteando fábricas, filtrándose
en los talleres mal iluminados.
Y el agua arrastra hacia la mar semillas
incipientes, mezcladas en el barro,
árboles, zapatos cojos, utensilios
abandonados y revuelto todo
con las primeras Letras protestadas.

jueves, 12 de octubre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": quinto día (25-IX-2017); Praga, ciudad de vacaciones.


Praga se ha convertido en un parque temático. No me lo esperaba. De buena mañana, Itka, nuestra guía checa, nos acompañará a visitar el castillo. La saludamos en el vestíbulo del hotel. Su marido le regala vuelos en paracaídas y parapente. Quiere deshacerse de ella, nos dice, y sonríe abiertamente, con una simpatía atractiva. Su altura y sus rasgos duros, de valquiria eslava, no concuerdan con su carácter mediterráneo, abierto y dicharachero. Tenemos suerte. Es lunes y todavía podemos ver el salón de los Pasos Perdidos y la catedral de san Vito sin abrirnos paso a codazos y empujones. A pesar de que las piaras de orientales y escolares (entre ellos, nosotros) somos muy abundantes, nos advierte Itka que el domingo era imposible dar una zancada sin mantener una disputa por la posición en el área o en el crucero de la catedral. Desde el interior, la altura de las bóvedas impresiona. Estos monumentos góticos están hechos para que uno se sienta el ser más insignificante del mundo. Los vitrales solo son comparables a los de la catedral de León y la negrura de su fachada nos recuerda el paso de los años y el descuido de los gobernantes. Itka se queja una y otra vez de su indecente presidente de gobierno (no sé a qué me recuerda todo esto). 
En el Callejón del Oro es más difícil abrirse paso, pero conseguimos ver las casitas de colores. La de Kafka, un kiosko, también en el interior de algunas de ellas, museos etnológicos que admiten fotos y nostalgia. Los jardines del castillo sollozan de melancolía. Entre estanques lánguidos, laberintos y palacios románticos, Bécquer podría haberse inspirado para componer sus rimas si no fuera porque en vez de golondrinas sobrevuelan el espacio búhos reales. 
El barrio de Malastrana sigue, por suerte y porque es un lunes de finales de septiembre, a salvo de la masificación del barrio viejo. La cerveza sigue siendo, como en Budapest, recia y bien servida, en tabernas antiguas con el sabor centroeuropeo de los refugios cálidos para caminantes. Mientras, los chicos, se esparcen en Starbucks. Las malditas sirenas del capitalismo están por todos lados y encantan a todo tipo de muchachos: rebeldes, menos rebeldes, pasmados, nada pasmados, abiertos al mundo y nada abiertos al mundo. Todos se estrellan en los acantilados de los cafés servidos en vasos de cartón. A ver quién es el guapo que compite con las sirenas del capitalismo. Ni siquiera los mandatarios madrileños de Podemos se resisten a sus encantos. Un pequeño altercado en ese acantilado, nos lleva a la embajada española. Tres mujeres nos atienden en un salón oscuro con ganas de cerrar pronto. Sí, es la embajada española. 
La visita al museo de Kafka es tempestuosa y escandalosa. Los chicos conocen al autor, saben de él, pero no participan de su siniestra visión del mundo. Tienen 18 años, algunos menos. Quizás Franz con esa edad no pensaba como en El Proceso, o quizás sí. Estas nieblas constantes del centro de Europa dan para muchas murrias. Una taberna frente al museo celebra las hazañas del bravo soldado Svejk, el personaje de Jaroslav Hasek, que conocí antes que en el libro en una serie de televisión que me ha sido imposible volver a ver. El personaje pasa por tonto y salva el pellejo a pesar de estar en los más peligrosos escenarios de la Primera Guerra Mundial. Su idiotez es un salvoconducto para la supervivencia y para la risa. 
Por la noche y a pesar del agobio turístico, conseguimos abrevar en lugares con mucho encanto y música de jazz en directo que solaza a cualquiera. Siempre, claro, atravesando el escenario multitudinario del puente Carlos: pintores, grupos de música y puestos de abalorios rodean a los turistas que son muchos y comentan el negro hollín que reviste las famosas esculturas del famoso puente. En las calles más populosas ofrecen teatro negro (la misma obra que hace once años, una Alicia en un país no muy inocente), tortura, sexo y música clásica interpretada y bien cobrada en las numerosas iglesias que jalonan el trayecto hasta la Plaza del Reloj. Nosotros preferimos los callejones con serpentín. Cenamos en "U Parlamentu", un restaurante sencillo con fotos de intelectuales que, no sé si por suerte o por márketing, están detrás de nosotros, vivitos y abrevando. Parecen sacados de una tertulia de la bohemia española de los treinta: chalinas, melenas y melopeas. También fuman con desparpajo, al margen de las normativas legales (esto también me suena a una parte de España, pesar de la lejanía).    

miércoles, 11 de octubre de 2017

Los 80 y sus expresiones: segunda parte, El Molino y el destino.


Cualquier parecido con la realidad es pura (absoluta) coincidencia.

...Uno de esos sábados, en El Molino, el Rubio bailaba las lentas muy apretado con una tía que le molaba un huevo. Le regó la espalda con pasta de barrachás y tropezones de huevos duros. Le vomitó esa especie de ensaladilla rusa sobre un pulóver amarillo con hombreras. ¡Qué fuerte! El tío se quedó pasmado y ella lo puso a caldo en mitad de la pista de baile. Al Rubio le dio un bajonazo de los chungos. Hasta el pinchadiscos cambió a Spandau Ballet en cuanto guipó la escena. El Rubio ya no fue el mismo desde entonces. Ahora regenta una franquicia de tintorerías en la provincia de Valencia y, según él, ha olvidado el episodio.
Nos cortaba el rollo ver a la Espátula en los reservados de la discoteca con el maromo de turno. La tía era enorme y se lo montaba fatal. Subida a horcajadas sobre su hombre, fornicaba como una loca bajo la penumbra encarnada. Se le veía de medio cuerpo para arriba subiendo y bajando como si la moviera la ola de la feria. Su moño deshecho zarandeaba unas bombillas muy molonas instaladas en una rueda de carro. La luz roja oscilaba al son, no de la música, sino de las embestidas del Guapo, su chorbo más auténtico. Ahora, la Espátula se lo hace de guía de cruceros en la costa de Alicante. 
En nuestra basca venían varias tías; pero había una fetén, catalana. Nos la regaló Barcelona para limar nuestra cazurrería. Se prendó pronto de uno de los colegas y nos alegraba las tardes porque era total, auténtica: espontánea, simpática, daba cuartel anímico a quien lo necesitaba. Solo se lo hacía mal conduciendo. Cuando subías en su Dyane 6, era lo suyo que firmaras testamento y besaras el suelo si llegabas al destino. Hoy es profesora de la mejor autoescuela de Barcelona.  

domingo, 8 de octubre de 2017

Los 80 y sus expresiones: primera parte, Casa Eulogio.


Historias de los años 80 para refrescar expresiones de la época (algunas aún se utilizan en la actualidad; otras, no tanto).
  
Los sábados por la tarde salíamos de Casa Eulogio después de hacerle la pirula a un viejo que andaba siempre por la barra mascando su caliqueño. ¡Qué figura el tío! Le cargábamos barrachás y cubalibres a su cuenta sin que se coscara. A los 20 años todavía no nos había germinado el corazón, ni las entrañas, ni el hígado, ni casi nada. Nos molaba ir a ese bar para reírnos del loco charlatán. Entre otras cosas, decía que en Alicante habían sustituido la arena de la playa por cojines. También nos molaba hacerle la pirula al viejo que bebía Pipermint y aseguraba que aún se le empinaba con 93 años. Por desgracia, ya no. También frecuentaba el lugar un jubilado tuerto y trajeado (eso sí, siempre el mismo traje) que se gastaba la paga en las máquinas tragaperras y el poco hígado que le quedaba en orujo de quemar. Cuando le caía el alcohol en el pantalón o en la chaqueta, resbalaba como el agua en la piel de las focas. Lo enterraron con ese terno impermeable. Ya no existen la tragaperras ni el bar. El hijo del dueño se dedica hoy al tráfico de hongos legales.

Nos flipaba salir del antro aquel con la panza a rebosar de huevos duros, cazalla y mistela. Nos poníamos bien y ligábamos un punto que nos servía para entrar en la discoteca como Travolta en Saturday Night Fever. A veces alguno cogía un buen cuelgue y echaba las papas. CONTINUARÁ.