jueves, 24 de agosto de 2017

"Sobre el estilo elevado" por Javier Gomá Lanzón



¿Qué es el estilo elevado en la prosa? El sujeto a las reglas del arte. Pero ¿qué arte? El retórico. Como el verso se ajusta a los preceptos del arte poético, así la prosa —hablada o escrita— se acomoda también a los del arte retórico. La retórica es, pues, el arte que establece las reglas de una prosa elocuente.

Nacieron las lenguas vulgares en la Edad Media como corrupción del latín para satisfacer las nuevas urgencias vitales de un pueblo que desconocía el idioma oficial de cancillerías, universidades y conventos. En el siglo XVI, las modernas lenguas romances, al principio excluidas de las reglas del arte, consiguieron elevarse después a una perfección semejante a las antiguas mediante el estudio y la imitación de sus modelos y se constituyeron en las nuevas lenguas nacionales en sustitución del latín.

En torno a 1300, Dante había señalado la dirección a este proceso en su tratado latino De vulgari eloquentia. Se trataba de la creación colectiva de un volgare illustre, una lengua vulgar… ilustre. Vulgar porque el pueblo la produce como fruto espontáneo de su naturaleza; la aprendemos, señala Dante, “sin regla alguna, imitando a nuestra nodriza”. Pero, además de vulgar, también ilustre, porque aspira a participar de la dignidad de las lenguas clásicas.

La ocasión histórica que encontraron las lenguas romances para constituirse en lenguas nacionales de estilo elevado fue la traducción de la Biblia instada por la Reforma protestante. Esa traducción obedecía a hondas motivaciones teológicas y políticas, porque, al permitir la lectura de la Biblia por un pueblo no versado en el latín y llevarla por primera vez a la escuela y el hogar, se democratizaba la palabra de Dios esquivando la secular mediación del magisterio romano. Lutero tradujo la Biblia al alemán en 1522; la primera traducción inglesa, la Biblia de Ginebra, se publicó en 1560, y la segunda, la célebre King James Version, en 1611.


Un proceso semejante tuvo lugar en algunos de los países católicos fieles a Roma, pero en España fue abortado por el Concilio de Trento y la Contrarreforma en esa modalidad rigorista impuesta por Felipe II a sus reinos. Aquí el inquisidor general, Fernando de Valdés, aprobó en 1559 un Índice que prohibía leer la sagrada escritura en lengua castellana, con gravísimas consecuencias para la religión popular —tutelada por la autoridad política y eclesiástica— y para la maduración de la lengua nacional. Destinada a la edificación de la comunidad creyente, la traslación debía servirse de una lengua romance de sabor popular que cualquier sencillo devoto sin muchas letras pudiera comprender. Pero, por otro lado, la seriedad del asunto narrado en la Biblia —la revelación de Dios y la historia de la salvación de la humanidad— exigía una elevación del estilo que sólo la imitación de los clásicos estaba en condiciones de proveer. Y de este modo se conformaron el alemán y el inglés modernos, lenguas al mismo tiempo populares y cultas, que congregan al pueblo llano en oración tanto como inspiran, años después, el estilo de los escritores más excelsos de la gran literatura de uno y otro país.

Sólo un poco después de aprobarse el Índice, en 1561, un fray Luis de León de 34 años, quién sabe si por juvenil insumisión o por descuido, inicia su tardía carrera literaria componiendo una Traducción literal y declaración del Libro de los Cantares de Salomón, obra deslumbrante donde las haya, “adorable, prodigioso cántico”, en palabras de Jorge Guillén; “uno de los libros eróticos más bellos del mundo”, según dictamen del profesor Valbuena Prat. No lo publicó pero circularon copias y, andando el tiempo, debido al atrevimiento de haber traducido el Cantar de los Cantares bíblico desde su original hebreo al romance y de salirse de la letra de la Vulgata de san Jerónimo, traducción oficial de la Biblia al latín, fray Luis, desposeído de la cátedra, sufrió prisión casi cinco años en la cárcel de la Inquisición en Valladolid. En cautiverio inició la redacción de Los nombres de Cristo, que terminó fuera del presidio y, por mandato del superior de su orden agustina, publicó en 1583.

En la dedicatoria se lamenta de que, “por la triste condición de nuestros siglos”, haya venido ahora a ser ponzoña lo que siempre había sido medicina para el devoto cristiano (la lectura directa de la Biblia en su lengua materna). Comoquiera que el vulgo ha sido apartado del conocimiento directo de las escrituras sagradas, suele ahora apetecer de otras lecturas vanas pero gustosas por su estilo, por lo que se le impone a fray Luis, con miras pastorales, la urgencia de escribir sobre asuntos bíblicos con una elegancia que se atreva a rivalizar con la de esos libros perniciosos y por ahí atraer al mayor número a la consideración de las verdades de la religión católica.

Los nombres de Cristo constituyó un resonante éxito editorial y ya en 1586 salió una segunda edición, en cuya dedicatoria el autor aprovecha para contestar dos clases de reparos que entretanto se le han dirigido, ambos relacionados con el uso de la lengua vulgar.


Quien se mostró tan comedido en la presentación de sus poesías calificándolas simplemente de “obrecillas” que se le cayeron de sus manos casi sin querer durante la mocedad no se retrae ahora de afirmar con marcado énfasis que él, con este libro, ha abierto para la prosa castellana un camino “nuevo y no usado por los que escriben en esta lengua”, “levantándola del decaimiento ordinario”. Y para este levantamiento estilístico de la lengua nacional, a la que querría ver alzada a la misma dignidad que las lenguas clásicas, fray Luis de León, el primero que en España trabaja la prosa con la ambición de una obra de arte, recurre por descontado a las reglas del arte de la prosa, componiendo la suya a imitación de los modelos latinos de elocuencia, singularmente de Cicerón. Todavía en el siglo XVI se concedía al romance el campo menor de la novela y los amores, mientras que las materias graves, como la teología o la filosofía, seguían reservándose al latín. El mismo fray Luis de Granada, en el llamado prólogo Galeato de 1583, defiende el uso de la lengua común para enseñar a vivir conforme a la religión, como él hizo en sus libros doctrinales, pero la excluye para “cosas altas y oscuras” y “cuestiones de teología”. Para fray Luis de León, en cambio, esta exclusión es un engaño que “ha nacido de lo mal que usamos de nuestra lengua, no empleándola sino en cosas sin ser”. Así, Los nombres de Cristo diserta ampliamente sobre negocios de la mayor sustancia —la persona del Hijo de Dios— y lo hace en romance castellano, demostrando que esta lengua popular, entendible por todos, es apta para tan alto cometido. La elevación del contenido reclama una pareja elevación formal del estilo, en suma, la transformación del castellano de la calle en una lengua igualmente vulgar pero ilustre, estilo desconocido y nuevo en aquel momento, circunstancia que explicaría la sorpresa de algunos objetores que, escribe fray Luis, “hallan novedad en mi estilo” y dicen “que no hablo romance porque no hablo desatadamente y sin orden”.

El tratado ciceroniano que sigue fray Luis más explícitamente es El orador. Allí aconseja Cicerón a quien desee no sólo recte dicere, sino bene dicere, que procure combinar los tres estilos existentes —sencillo, medio y grande— conforme a un sentido del tacto que entre los romanos recibía el nombre de decorum.

El estilo sencillo de la prosa es aquel que, como la lengua coloquial, fluye suelto y natural, sin sujeción a medida, y del que apenas hay que esperar más que respeto a la gramática. Lo prefiere fray Luis cuando se ocupa de exponer didácticamente las escrituras y también en las escasas partes dialogadas del texto. La mayor parte del libro, sin embargo, discurre en ese estilo templado, de dilatados y simétricos periodos, que asociamos al clasicismo renacentista. La prosa entonces corre serena pero exacta, como si se recreara en la limpia armonía del mundo, y transmite ondas de apacible belleza al lector. Este estilo medio persigue persuadir al oyente y deleitarlo con elegancia, mientras que la finalidad del grande o sublime es conmoverlo con violencia de pasiones. El orador sublime, arrebatado por la embriaguez del momento, incurre en desór­denes estilísticos, incluso en inelegancias, pero a cambio logra suscitar una impresión de grandeza por medio de la gravedad de sentencias y de una vehemencia de palabras que arrastran los ánimos del oyente. Y, en efecto, hay algunos momentos en el libro —sobre la belleza de la naturaleza, los juegos y fuegos del amor humano y divino, la figura extática de Cristo— en los que la retórica se inflama por un súbito ardor vivencial y se despliega con una majestuosidad literariamente memorable.


—Pongo en las palabras concierto, y las escojo y les doy su lugar; porque piensan que hablar romance es hablar como se habla en el vulgo; y no conocen que el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio, así en lo que se dice como en la manera como se dice. Y negocio que de las palabras que todos hablan elige las que convienen, y mira el sonido de ellas, y aun cuenta a veces las letras, y las pesa, y las mide y las compone, para que no solamente digan con claridad lo que se pretende decir, sino también con armonía y dulzura. A continuación, Cicerón se ocupa de los elementos fundamentales del ornatus, adorno en el discurso, causante del deleite que produce en el oyente. Primero, el orador ha de producir su discurso practicando una cuidadosa selección de palabras entre aquellas que son de uso corriente en su lengua. En el castellano, Garcilaso había ya realizado, y de modo magistral, ese ideal ciceroniano de naturalidad y selección en la poesía. En la generación siguiente, fray Luis lo extendió a la prosa:

Esta alusión final al “componer” de las palabras sugiere que el ornato del discurso no se agota en la elección de palabras apropiadas, sino que comprende también, en segundo lugar, la artística combinación de ellas conforme a las reglas del arte: de un lado, el recurso a las figuras de dicción y de pensamiento más pertinentes, y de otro, la composición de periodos y oraciones de bellos sonidos y armoniosa estructura (en latín, concinnitas).

Un elemento portador de gran elegancia dentro de la composición es el numerus, término latino que se traduce por ritmo. Designa esa musicalidad emanada por la cuidadosa sucesión de sílabas largas y cortas organizadas en pies. Aunque este efecto melódico es propio del verso, algunos retóricos griegos, como Isócrates, lo aplicaron también al discurso creando así la llamada prosa rítmica, a medio camino entre el verso y la prosa ordinaria, una novedad que Cicerón importó al latín y fray Luis al castellano (cambiando el ritmo cuantitativo por el intensivo o acentual), de lo cual presume abiertamente en la dedicatoria. Ha sido destacado por la crítica el distintivo “metricismo difuso” de nuestro autor, “esa extraña musicalidad acariciadora que brilla en las principales páginas de la prosa del agustino, una fluidez fónica que deriva de una consciente y continua atención a los valores formales del lenguaje” (C. Cuevas).

En la construcción de una prosa romance artística, vulgar ilustre, empresa común a los escritores del siglo XVI, aventaja fray Luis de León a todos sus contemporáneos —incluido el gran precursor, fray Luis de Granada— en la particularidad de que él es, además, un excelso poeta, grave y elevado, provisto de un sentido único para la suavidad de las palabras, sus cadencias melódicas y la concentración simbólica de significado, y esa ventaja comparativa le confiere una posición aparte en la historia de la prosa española. Si fray Luis fue el Horacio de la poesía castellana, como se suele repetir, con igual fundamento puede afirmarse que fue también el Cicerón de su prosa.

Como hombre de religión, su tema de meditación fue siempre la Biblia. Como humanista y clasicista, dominó el arte de la prosa imitando los modelos retóricos latinos. Como poeta, ennobleció la prosa castellana con una elocuencia desconocida hasta entonces. Su obra representa para la historia de la literatura de España lo que la traducción luterana de la Biblia para Alemania o la King James para Inglaterra: la fundación del estilo elevado en lengua castellana.

“Tengo la sensación de que en la actualidad nuestra producción espiritual padece de cierta mediocridad, anemia y pequeñez”. Esta confidencia pertenece al libro En defensa del fervor, del poeta polaco Adam Zagajewski, último premio Princesa de Asturias, quien añade: “Me parece que uno de los principales síntomas de debilidad es la atrofia del estilo elevado y el predominio apabullante del estilo bajo, coloquial, tibio e irónico”.

En su ensayo La inspiración y el estilo, Juan Benet apuntó algunas singularidades de la idiosincrasia española en este proceso general de decadencia estilística. En determinado momento entre el Renacimiento y el Barroco, el literato español perdió el apetito de grandeza, salió del olimpo y cruzó el umbral de la taberna, donde permanece hasta ahora. En el ambiente tabernario, aquel primer estilo elevado, que merece sólo el menosprecio de los buscavidas, pícaros y golfillos que por allí pululan, es reemplazado por el casticismo y el costumbrismo, convertidos en estilo patrio. Al entrar en la taberna, el literato no pretendió otra cosa, según Benet, “que la embriaguez y la delectación en el rebajamiento”.

La modernidad europea, edificada sobre el principio de la autenticidad, despierta una insólita voluptuosidad por una vulgaridad tentadora transformada en objeto de fascinación. Porque, en los siglos anteriores, la cultura había propuesto al pueblo paradigmas de comportamiento virtuoso, dignos de imitación y generalización social, mientras que ahora una autenticidad exagerada alienta al yo a manifestarse públicamente, no conforme al antiguo paradigma de virtud, sino como uno realmente es, en su individualidad verdadera, con lo bueno pero también con lo malo. Y comoquiera que lo bueno ya había sido reiterado por una tradición literaria moralista, la nueva literatura acaba propiciando una transgresora apropiación de las delicias de lo vulgar en nombre de la sinceridad. La nueva religión moderna pone el ser sincero por encima de todo, incluso de ser virtuoso.

En el aspecto literario, nuestro héroe de la sinceridad ya no se preocupa tanto de escribir bien como de escribir verazmente, sin escamotear a la mirada pública nada, ni lo corrompido y abyecto de uno mismo, más bien al contrario, reclamándolo como territorio de exploración, lucha y autorrealización personal, dando pie a una literatura que presume de exhibir los aspectos más degradantes de la condición humana. Y en cuanto al estilo, las viejas reglas de la retórica, que sujetaban artísticamente la prosa a medida, estorban ahora el enérgico desen­volvimiento de un yo libertario, que desea sacudirse viejas servidumbres y busca una forma más suelta de expresión. La prosa se derrama por el papel como un chorro, obediente sólo a la espontaneidad de su autor. El ­anhelo de elevación, constantemente ridiculizado como afectación de pedantes y de “preciosas ridículas”, representa en la literatura contemporánea el papel de la impostura inverosímil, en suma, de la hipocresía. El entusiasmo por lo excelente se resfría y deja paso a nuestro actual escepticismo irónico y descreído. La vulgaridad triunfa y acaba constituyéndose, como se observa por todas partes, en el estado general de la democracia de masas.

Cualquier intento de elevar hoy el estilo requiere un programa completo de reforma de la vulgaridad triunfante. Se dice reforma de la vulgaridad y no su negación, porque, ahora lo mismo que en tiempos de fray Luis de León, cuando humanistas como él fundaron ese vulgar ilustre de las literaturas nacionales, la elevación presupone siempre selección pero también, no se olvide, naturalidad, y el criterio selectivo se ha de aplicar sobre el caudal vivo de la lengua popular y de uso común, si no quiere perderse el contacto con su fuente de vitalidad y producir una prosa de laboratorio, artificiosa. El escritor que se proponga recuperar el estilo elevado en este siglo habrá de arreglárselas para que ese lenguaje selecto, por mantenerse siempre dentro de los límites de la naturalidad, suene creíble y convincente a un oído como el nuestro, estragado por un mal gusto dominante que el auge de lo audiovisual ha convertido en normativo.

¿Cómo reformar la vulgaridad democrática para peraltarla a una posición más elevada? Un empeño de esa naturaleza tendrá que ver con una recuperación de los grandes temas de siempre últimamente olvidados —la metafísica, el ideal moral, la estética sublime—, pero tratados a nuestro modo, evitando buscarlos en las espectaculares figuras del mito o la historia de antaño y privilegiando, en cambio, una grandiosidad sorprendida en la vida cotidiana del ciudadano vulgar y corriente de las sociedades masificadas, llevados por la convicción de que no existe asunto más elevado que la historia de la mortalidad humana, que concierne por igual a todos sin diferencia de clases; ni hay tampoco narración más sublime que la de las aventuras del aprendizaje por cada hombre de su condición mortal. ¿Habrá cantado la literatura universal alguna vez cosa mayor que el drama de nuestra mortalidad doliente, con su dignidad de origen y su indignidad de destino? No: es el asunto elevado por excelencia, superior a todas las tragedias y epopeyas que se hayan escrito jamás.

El actual estadio democrático de la cultura, que segrega una prosa envilecida y torpe, se halla a la espera de algún maestro del arte retórico que, cual León del siglo XXI, contribuya a refundarla devolviéndole la dignidad de gran estilo que un día tuvo y luego perdió.

miércoles, 23 de agosto de 2017

"Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy" de Laurence Sterne


Un libro genial y disparatado del autor irlandés del siglo XVIII, Laurence Sterne. Me pareció más acertada la traducción de José Antonio López de Letona que la de Javier Marías. Situada en su época (1759-1767), esta narración es desconcertante por su modernidad y desparpajo a la hora de saltarse prejuicios de género y de estilo. Como bien dice el narrador varias veces, hay que mezclar el disparate y la progresión narrativa para que todo funcione (él es el primero en no cumplirlo para ser fiel a su retórica estrambótica). Tristram Shandy comienza a contarnos su vida desde el vientre de su madre. Después todo cabe, desde detalles insignificantes sobre la indumentaria de la época o los utensilios de un ginecólogo, hasta sermones sobre la necesidad del bautismo prematuro. Sus referentes, Cervantes y Rabelais, a los que idolatra y sigue con fervor. Ejemplos del disparate en el que nos envuelve la narración:
PARTE I
CAPÍTULO IV. Nos explica cómo va a construir su narración: Horacio alabó a Homero por empezar ab ovo. Shandy no hará caso a Horacio y por tanto propone al lector (señora mía) que se salte parte del capítulo ("cierren la puerta").
CAPÍTULOS VIII Y IX: Su dedicatoria no se va a construir a uso y costumbres. Será una dedicatoria "virgen", que no ha sido ofrecida a nadie. La pone a subasta para quien quiera pujar por ella. 
X: Más guiños humorísticos metaliterarios. Uno de los personajes, Yorick, pastor protestante, se llama como el bufón de Hamlet. Se compara su jamelgo con Rocinante y se hace referencia al capítulo del Quijote de los yangüeses para aludir a su rijosidad e  incontinencia. Se elogia por primera vez al Quijote de Cervantes.
XI: Yorick, pariente lejano del bufón, es contrario a la seriedad, ingenuo e ingenioso. Un autorretrato del propio Sterne.
XII: Las humoradas de Yorick le pasarán factura, le avisa su amigo Eugenius, sobre todo entre necios y bribones. Yorick se ríe de su propia muerte, abrumado por los enemigos de su humor. "¡Ay, pobre Yorick!", como diría Hamlet.
XIV: A Shandy le resulta imposible contar las cosas según un plan previo, por eso se embarca en una narración plagada de digresiones, saltos temporales, páginas en blanco, etc.
XVIII: Mientras la partera y el médico disputan sobre cómo sacar a Shandy del vientre de su madre, su padre da un discurso político sobre cómo atajar la enfermedad social. Desarrolla una sátira sobre el absolutismo. El padre se sitúa del lado del médico (modernidad); la madre, a favor de la partera (tradición popular). Se apela al lector (señora mía) para aclarar que el autor no está casado.
XIX: Teoría extravagante del padre de Shandy sobre la incidencia que tiene en el niño ponerle un nombre u otro. A pesar de su ignorancia, el padre de Tristram es hábil en cuanto a la retórica se refiere. Siente aversión hacia el nombre "Tristram".
XX: Algunos fragmentos que podrían encabezar el tímpano de iglesias y universidades: "Es preciso acostumbrar a la mente a hacer sus reflexiones y a extraer curiosas conclusiones según avanza en la lectura". Reflexión extraída a propósito del bautismo por inyección. "Espero que esto sirva de lección para que las buenas gentes -hombres o mujeres- aprendan a pensar al tiempo que a leer". El padre de Tristram propone el bautismo de todos los "homunculi" (espermatozoides) de golpe para evitar la inyección bautismal de la parturienta. 
XXI: Disección de los tipos de argumentos, aunque muchos de ellos sean inventados.
XXII: El autor se echa flores por el carácter digresivo y progresivo de su obra, comparable a los movimientos de rotación y traslación de la Tierra.
XXIII: El tema del capítulo se elige al tuntún, como el dibujo de los caracteres.
XXIV: Se analiza el carácter de un personaje fundamental, su tío Toby. Determinado por su "hobby-horse" y por la pedrada que sufrió en la ingle durante el sitio de Namur. 
SEGUNDA PARTE
I: Su tío Tobby no consigue explicar el sitio de Namur y recurre a un mapa. El inicio de su "hobby-horse" para librarse de los dolores de su ingle.
II: El discurso de su tío no se entiende por la propia naturaleza ininteligible de las palabras que usamos y de cualquier discurso. Metafísica para locos.
III: La locura de su tío Tobby cuando explica la batalla de Namur es similar a la de don Quijote. 
V. Deciden construir maquetas para escenificar las batallas. Sofisticación del "hobby-horse" de tío Tobby.
VI: Fin de la digresión. Se vuelve a la disputa entre llamar al ginecólogo o a la matrona. La madre de Tristram no dejará acercarse a un hombre a su trasero.
VII: Explicación inconclusa del padre de Tristram.
VIII: Reflexión absurda acerca del espacio y el tiempo en la narración.
IX: Descripciones cervantinas del ginecólogo Slop y de su caída del caballo en el barro. 
XIII: Sermón de Yorick, leído por Trip, criado de Tobby.
XIV: Reflexiones de Walter Shandy sobre dónde reside el alma. Para él es fundamental el nombre que se pone al nacer, el momento de la fecundación y no dañar el tejido sensible del cerebro en la operación del parto. Por eso hay tantos tejidos intelectuales defectuosos por el mundo, porque han sido sometidos a una presión horrorosa en el parto. Elogia la cesárea (así nacieron Julio César, Trimegisto y Escipión el Africano). Se lo propone a su esposa, pero a ella le parece horroroso someterse a una cesárea.
TERCERA PARTE
I: ¿El niño nacerá con cabeza o sin ella?
IV: "El cuerpo y la inteligencia del hombre son como la ropilla y el forro: si se arruga el uno, se arruga también el otro".
Varios capítulos sobre el ruido que hace la bolsa del obstreta.
X: El doctor Slop perdió sus dientes al intentar extraer los fórceps de manera errónea. Manual de imprecaciones recomendado al doctor Slop (cómo blasfemar a gusto para desahogarse) porque acaba de cortarse en un dedo.
CUARTA PARTE
XXV: "Escribir un libro es para todo el mundo algo así como tararear una canción, no hay que perder el tono -señora mía- independientemente de lo alto o bajo que se haga".
QUINTA PARTE
XLII: "Una de las mayores calamidades de la república de las letras es que aquellos a los que se ha confiado la educación de nuestros hijos y cuya tarea consiste en abrir sus mentes para llenarlas pronto de nuevas ideas, al objeto de dejar libre entre ellas a la imaginación, hagan tan mínimo uso en esa tarea de los verbos auxiliares". Parece que se va a dar una sentencia muy sesuda sobre la labor de la enseñanza, pero no.
SEXTA PARTE
XVII: "Los godos mantenían la saludable costumbre de debatir todos sus asuntos de Estado dos veces: una borrachos y otra serenos. Borrachos, para que sus consejos no carecieran de vigor; serenos, para que no les faltara discreción".
    

sábado, 19 de agosto de 2017

"Informe misántropo sobre Twitter" por Íñigo Domínguez



(Nota previa: Por su interés, comparto con los lectores este documento de un amigo escritor, de cierta fama, con el permiso de su autor y bajo la promesa de anonimato. Aduce que no quiere líos, que criticar hoy Twitter te crea problemas y la gente se ofende).

Estimados señores:

Me siento muy halagado por la invitación de su compañía a abrir una cuenta en Twitter. No obstante, me veo obligado a rechazarla. Por los siguientes motivos, que después de pensarlo mucho se pueden resumir, en esencia, en uno:

—Por el qué dirán.

Este es el principal, pero me da pie a las siguientes reflexiones. Se las pongo en forma de tuit, que les será más fácil comprenderlo:

—Me gusta estar tranquilo. Esto te quita tiempo de no hacer nada.

—No me gusta vigilar, ni que me vigilen.

—Andas todo el rato con el teléfono. Estamos todos ya muy ocupados, alguien tiene que quedarse a mirar.

—Luego esas fotos de la gente. Las poses.

—Es incómodo saber algo privado de un desconocido. Incluso dónde está, o lo que come. Y más aún la cara que tiene.

—Se ha debilitado mucho la capacidad de guardar un secreto. «Reservarse opiniones es asunto de infinito alcance» (El gran Gatsby).

—Te obligan a pensar algo que decir. Y si no lo tienes, te lo inventas.

—Discutes.

—Si no tienes Twitter la gente no sabe dónde insultarte, y enseguida se le olvida y pasa a otra cosa.

—¿Por qué decir algo en ciento cuarenta caracteres cuando puedes decirlo en más? Solo para alimentar la prisa.

—Te enteras de más cosas de las que puedes enterarte sin llegar a sentirte confuso.

—Aunque digan que es muy útil para estar informado, lo cierto es que ya te enteras de todo, aunque no quieras. Ni sabes cómo sabes las cosas. Estoy empezando a creer que flotan en el aire y las adquieres por ósmosis.

—Hace tiempo que no sé si algunos recuerdos son de cosas que he vivido, que he leído, he imaginado, o soñado, o las vi en una película. Y con las noticias ya me pasa lo mismo. Vivimos en una sopa de datos.

—Algunos amigos me cuentan cosas realmente interesantes que han descubierto en Twitter. Es obvio: el mundo está lleno de cosas interesantes. El problema es descubrirlas todas a la vez cada cinco minutos mientras haces otra cosa y acostarte sin recordar ninguna.

—Las tonterías que digo, por suerte, se pierden en la nada y las escuchan mis conocidos. No quiero ni pensar lo que sucedería si las escribiera. Y algunas ya las escribo.

—Ya me como el coco por las noches pensando lo que hice mal o no debería haber dicho.

—Sí, supongo que en Twitter nada tiene importancia, se olvida rápido. Entonces, ¿por qué hacerlo?

—No es normal toda esta apoteosis de elogios y críticas, pero son casi peores los elogios. Te acostumbras a ellos por cualquier cosa y luego, es muy curioso, ya interpretas el silencio como una crítica.

—Prefiero el ritmo natural: un elogio cada muchísimo tiempo y críticas de las que raramente te llegas a enterar, porque las dicen a tus espaldas.

—Solo me interesan las críticas de los amigos, que te aguantan más porque te quieren y las miden mucho, solo cuando están muy seguros.

—Propicia el peloteo, ¿hay algo peor?

—Es muy interesado, y yo estoy en una cruzada por lo desinteresado, que es más interesante.

—Es autopromoción y, por lo tanto, publicidad engañosa.

—Creo que solo tiene sentido como herramienta empresarial. Así sí, y lo comprendo. De hecho, es así como se lo toma la mayoría de la gente que conozco. Como expectativa de negocio.

—Mucho es miedo a no parecer moderno.

—Creo que la gente debe aparecer y desaparecer, no estar siempre ahí.

—Tanto mundo paralelo es muy cansado. Ya me dan ataques de ansia viendo la tele, pensando que hay decenas de canales que quizá tengan algo mejor en ese momento.

—Me gusta estar a lo que estoy. Ya me distraigo mucho.

—Me recuerda a cuando te pasabas papelitos en clase y no te enterabas de la lección. Vivimos en una atmósfera infantil.

—No me interpreten mal: a mí también me gusta pasar un rato de vez en cuando viendo chorraditas, pero de ahí a tomárselo en serio…

—Cada vez es todo más compulsivo.

—Me imagino a Proust si tuviera Twitter: «Empezando mi novela. Ganas de terminarla». Y una foto del manuscrito.

—O a Van Gogh, en una de las cartas a su hermano: «Querido Theo, no soporto la idea de tener solo dos seguidores, tú y mi portera. A este paso me cortaré la oreja con tal de ser trending topic».

—Quizá no hubiéramos visto el careto de ese tipo diciendo aquello, sino un lacónico tuit: «Españoles, Franco ha muerto». Seguido luego en las redes sociales de un millón de «me gusta» y otro millón de «no me gusta», y hubiera sido peor.

—Tampoco tendríamos maratón, y ¿qué harían hoy todos esos adictos al running? Habría tuiteado un soldado ateniense tras la batalla: «Hemos ganado, volvemos mañana, o pasado».

—Moisés, colgando una foto: «El mar Rojo abriéndose AHORA MISMO».

—Lo podría decir Oscar Wilde: «Un tuit es como uno de esos rostros británicos que, una vez vistos, se olvidan siempre».

—Un conocido, un tipo bastante famoso, se metió hace poco en Twitter y topó con un individuo que lo machacaba. Miró quién era: un señor desconocido con veintiséis seguidores. Pasó toda la tarde preocupado. ¿Por qué le odiaba ese señor? Y, sobre todo, que no era nadie.

—No quiero saber lo que piensa la gente, te deprimes y te confundes. Me basta con las cenas.

—Cuando no sabías lo que pensaba la gente tenías mejor concepto de ella, tendías a creer que el nivel medio era aceptable. Ahora que sabes su forma de razonar y lo que piensan, y no callan, te das cuenta de que estás rodeado de cretinos. Pierdes la fe en la humanidad.

—Es más bonito el misterio sobre lo que nos rodea. Lo explícito nos está devorando.

—Me da miedo tener pocos seguidores. Y me da miedo tener muchos.

—Es un mundo de predicadores locos y cotilleo digital en masa.

—Empezaría a hacer cosas solo por sus consecuencias.

—Estaría todo el día viendo lo que la gente dice de mí. Supongo que hasta el día que me diera igual. Pero entonces no sabré para qué demonios tengo Twitter.

—Y díganme: ¿por qué a menudo es visto como un lujo no tener Twitter? Comenté una vez que estaba pensando meterme y me decían los que ya estaban dentro: «¡No lo hagas!». Da pena tanta gente que opina obligada.

—Mi amigo Íñigo dice que todo esto es mentira, soy un esnob y lo hago solo por llevar la contraria. Quizá ya es al revés que los escritores: uno no tuitea para que le quieran más.

—Como lo de la fiesta de la película de Nanni Moretti: «¿Se me nota más si voy o si no voy?».

—Y el argumento final: ¿Sabe la gente que ustedes, y otros, proponen a algunas personas pagarles por tuitear, como han hecho conmigo? Pues eso: ¿por qué hacerlo gratis si a algunos les pagan? Este es el secreto: la mayoría de las opiniones no valen un pimiento, pero eso hoy no se puede decir, y menos ustedes, ni Twitter, que ganan dinero con ello. Yo, ni aunque me paguen.

Suyo afectísimo. Grcs.

domingo, 6 de agosto de 2017

"Nos gusta hacernos daño (con la gran novela americana)" por Paula Corroto



Podrían abrirnos el corazón con un cuchillo y casi disfrutaríamos viendo salir la sangre a borbotones. Podrían decirnos que nuestro padre es un asesino o un violador y quizá encontraríamos un sentido a la vida. Podrían comentarnos que nuestra madre nunca nos ha querido, que nos soltó en el paritorio y nos rechazó y así todo cuadraría. Por fin encajarían nuestros pensamientos de pérdida y abandono, el despido laboral, aquel novio o novia que nos dejó, y esa mirada a los veinte metros cuadrados en los que vivimos. Con suerte.

Esta brumosa oscuridad mental, esta bajada a los infiernos que a veces proponen las neuronas se halla en muchas de las novelas que en los últimos años han gozado del éxito de lectores y crítica. Sus escritores son los nuevos reyes de la gran novela (americana): la que dicta el pensamiento mundial. Son los David Vann y Cormac McCarthy, que beben de otros autores disfrutadores de la tragedia como Raymond Carver, Herman Melville o William Faulkner, revivido ahora por la celebración del cincuenta aniversario de su muerte. La tragedia y la brutalidad. El lobo es un lobo para el hombre. La naturaleza depredadora. Una oda al filósofo Thomas Hobbes, que debe estar retozando en su tumba mientras el vitalismo de los Nietzsche y compañía se ha ido dando vueltecitas por el sumidero.

«No hay ninguna razón para pensar que las cosas van a mejorar. Corren tiempos muy peligrosos para el mundo y no me refiero solo al tema económico, no sabemos lo que va a pasar. Soy pesimisita, pero no infeliz», señaló McCarthy recientemente en una entrevista. El autor de La carretera o la famosa trilogía de La frontera, en la que despliega todo su arsenal de los peores instintos que puede poseer el ser humano, apenas ofrece un atisbo de lo que podemos entender por bondad o solidaridad. Al contrario: lo oscuro está en el alma humana, y debemos vivir con ello.

Algo muy parecido a lo que ha expuesto Vann cuando se le ha preguntado por la crudeza de sus novelas, todas ellas plagadas de la tensión emocional entre los hombres, como si no supiéramos relacionarnos entre nosotros y, mucho menos, con los que tenemos más cerca. Acérquense a Caribou Island, Tierra o Goat Mountain. Hijos y padres siempre en conflicto, parejas que no son capaces de encontrar el vínculo común. «En EE. UU. tenemos la idea de que un libro tiene que tener personajes entrañables y dejarnos con buen sabor de boca cuando lo terminamos», afirmó una vez. «Esa nueva y estúpida idea echa por tierra dos mil quinientos años de cultura literaria. La tragedia consiste en exponer la maldad humana, dejándola al desnudo. Los europeos son mucho más receptivos a ese tipo de cosas», añadió.

Los europeos sí sabemos mucho de guerras y holocaustos. Y ahora sabemos dónde tenemos que acercarnos para que nos digan en toda la cara cómo nos están matando económicamente. Si esto fuera un análisis freudiano casi podríamos decir que en la infancia nos desvirgaron de una forma sádica, y el resultado es leer a estos autores vorazmente.

O regresar al condado de Yoknapatawpha de William Faulkner. Hacer una inmersión en ese mundo agostil, asfixiante, claustrofóbico y violento de El ruido y la furia, Mientras agonizo, Luz de agosto o Absalon, Absalon. Familias que se rompen después de siglos de tradición. Miserias escondidas que muestran tiempo después que aquel padre no era tan bueno como parecía. Que lo normal es que te retuerzan el estómago hasta que sangres o escupas bilis. Y si esto no lo han comprobado en su obra de ficción, ahí tienen los ensayos y discursos recientemente publicados en español donde, en una carta al editor del Memphis Commercial Appel enviada el 15 de febrero de 1931, al hablar sobre la segregación racial, destaca: «Hay cierta clase de gente de color que comercia con la humildad exactamente igual que hay cierta clase de gente de color que comercia con otras debilidades y vicios del hombre; únicamente sucede que el hombre negro está más en forma para comerciar con la humildad, como el irlandés lo está para la política». Nadie es bueno simplemente por su color. ¿Tea Party o un chorro de agua fría realista? ¿Una mirada hacia la pasta de la que, sin remilgos almibarados, realmente está hecho el hombre?

Faulkner escribió su mejor obra a partir de 1929, cuando publicó El ruido y la furia. Aquel fue el año del crack del 29 en el que EE. UU. se adentró en su nebulosa después de una década de dólares que se esparcían sobre la cama tejiendo la manta de la felicidad. Aunque fuera ficticia. El escritor sureño fue un agudo intérprete de la nueva realidad, como también haría John Steinbeck con Las uvas de la ira, en 1939, si bien esta novela posee una mayor comprensión sobre las posibilidades de salir adelante de los hombres. La voluntad de poder, que diría Nietzsche. El arrojo, que sostendría Ernest Hemingway. Faulkner, como un cowboy, les retó a duelo, disparó y ochenta años después, sale vencedor. Casi como el hoy también recuperado e idolatrado Shakespeare, en el que Faulkner se inspiró para El ruido y la furia. De hecho, el título de esta novela está tomado de uno de los versos de Macbeth:

La vida no es más que una sombra andante jugador deficiente
que apuntala y realza (la señora Compson) su hora en el escenario
y después ya no se escucha más. Es un cuento
relatado por un idiota, lleno de ruido y furia,
sin significado alguno.

Llegado este punto podemos fijarnos sin pudor en uno de los coetáneos del inglés, Calderón de la Barca, un autor con muchas más posibilidades de ser moderno que el mujeriego Lope de Vega. La negrura que respiran sus autos sacramentales o su famosísima La vida es sueño no se halla en las exhortaciones vividoras de Lope en las comedias de enredo La dama boba, El perro del hortelano o sus dramas de honor, como Fuenteovejuna. Calderón está atormentado por sus disquisiciones religiosas. Lope, aunque al final de sus días se ordenara sacerdote, vive una juventud entre mujeres y la fama de ser uno de los autores más taquilleros del momento. Lope es el cínico vitalista; Calderón es el tormento existencial.

Es interesante que el hálito religioso que se respira en las obras de Calderón esté también en estas novelas de nuevo cuño. En ellas hay una focalización, sobre todo, hacia el Viejo Testamento, las historias del Génesis y el pecado original. Como si la horrible naturaleza del hombre no fuera tal, sino que estuviera imbuida por lo que dicen las Sagradas Escrituras. De nuevo salen a la palestra Caín y Abel, Abraham e Isaac y hasta el arca de Noé. «Caín fue el primer vástago. El primer hijo de Adán y Eva. Caín es el inicio, el primero de los que no pudimos empezar en el paraíso», escribe David Vann en Goat Mountain, novela en la que se relata cómo una familia puede autodestruirse por culpa de un hijo. El autor criado en Alaska, esa tierra salvaje que debe de dar lugar a una interiorización profunda en uno mismo, retoma la Biblia en sus episodios más sangrientos y violentos, para avanzarnos que más allá de eso no hay nada, y que todo lo que ha podido venir después son bobadas. Como la moda New Age, la Era de Acuario y todas esas pamplinas. En la novela Tierra, precisamente, desbroza cualquier búsqueda de lo trascendente. Como manifestó en una entrevista: «La filosofía nos puede conducir a la brutalidad». Y, si bien es cierto que toda inmersión en la diosa Razón conduce al escepticismo —y de ahí al cinismo hay un paso—, habría que preguntarse si la fe no te dispone también al fundamentalismo que, cuando menos, suave no parece.

También en Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, encontramos numerosas referencias místicas y religiosas con esa visión de cómo se hicieron los Estados Unidos, mediante guerra y muerte. Un holocausto, resume el escritor. Hobbes vuelve a respirar tranquilo bajo tierra.

Y, sin embargo, hubo una época en la que esta oscuridad literaria, en la que también se recreó Richard Yates con su Vía revolucionaria o Las hermanas Grimes (no esperen finales felices), no era tan evidente. También hemos tenido fases luminosas como la que trajeron los Beat en los años cincuenta. Puede que hallemos una explicación sociológica: EE. UU. dejaba atrás la Segunda Guerra Mundial, la crisis económica ya no era tal —el movimiento de la industria armamentística hizo los deberes— y comenzaban a ondear vientos de vitalismo, de libertad, de pasarlo bien. El escritor descubría que el ser humano, pese a todo, también era divertido. Y que sí, el hombre mata y hace daño, pero también somos capaces de dar un abrazo. O besar. O hasta hacer el amor con amor.

Cuando se ha buceado en las obras de Jack Kerouac, Allen Ginsberg o William Burroughs se ha puesto el acento en las drogas y en la autodestrucción de los personajes, pero posiblemente sea una visión muy superficial. En Aullido, Ginsberg reclama las mentes lúcidas de su generación y lo que busca es salir de ese infierno para adentrarse en la luminosidad. Es un grito desesperado. Como el de Kerouac en La carretera o en Big Sur, donde en ese desparrame de páginas y páginas lo que hay es un poderoso afán lúdico: viajar y disfrutar de todo lo que venga. Los Beat no usaron las drogas, el sexo, la bebida como un método para hacerse daño —o si lo hicieron personalmente, eso no aparece en las novelas— sino como el agujero para entrar en nuevas dimensiones abandonando la realidad negra, asfixiante, agostil, que describiría Faulkner. Entrar en si aquello se convirtió en una adicción y por tanto es limitador de la libertad daría ya para otro artículo.

Los Beat nos llevan a otro vividor de varias décadas anteriores: Jack London, el viajero impenitente que también hizo que su literatura copulara con la naturaleza salvaje, pero no para mostrarnos una relación teñida de oscuridad, sino para crear un haz de luz en el lector. Vida y nada más. Acción frente a reflexión. Como los cánticos de Walt Whitman que luego copiara Barack Obama en aquellos primeros discursos como candidato a la Presidencia de Estados Unidos en 2008. Pero claro, aquello era antes de la crisis, antes de sumirnos en el malhumor. Antes de matar a los hiperkinéticos y dejar paso a los que escriben que un niño de once años podría matarte (guiño, guiño a David Vann).

Los hermanos Coen le pusieron una peluca a Javier Bardem y le convirtieron en un asesino. En 2007, No es país para viejos consiguió el Óscar a la mejor película. Lehman Brothers cayó meses después. Todos éramos malos y responsables por no haber olido aquella burbuja financiera que trajo despidos mientras otros se habían llenado los bolsillos. Y echamos mano de aquellos novelistas que nos desgarran el corazón con un cuchillo. Casi podría ser un acto catárquico. Estamos jodidos y nos gusta hacernos daño. Quizá para renacer de nuevo. Gracias McCarthy, gracias Vann.

miércoles, 2 de agosto de 2017

La mancha humana de Philip Roth


Fragmentos de La mancha humana de Philip Roth.

-El protagonista, Coleman Silk, aun siendo negro tiene un físico que podría pasar por blanco. Y ser negro en los años 40 y 50 en Estados Unidos no era una carga fácil de llevar. Coleman opta por simular ser blanco para evitar, sobre todo, que su yo quedara absorbido por la condición de pertenencia a la raza oprimida:
...y se vio convertido en un negro y nada más que un negro. Vio el destino que le aguardaba, y no estuvo dispuesto a aceptarlo. Lo comprendió intuitivamente y se replegó de una manera espontánea. No puedes permitir que los grandes te impongan su intolerancia, del mismo modo que no puedes permitir que los pequeños se conviertan en un nosotros y te impongan su ética. No aceptaría la tiranía del nosotros, la cháchara del nosotros y todo lo que el nosotros quiere volcarte encima. Jamás se doblegaría ante la tiranía del nosotros que se muere por absorberte. el nosotros coactivo, inclusivo, ineludiblemente moral... 

-Opinión de Coleman Silk, profesor de universidad, sobre el estado de la enseñanza en los años 90 en Estados Unidos:
...la ignorancia de nuestros alumnos es abismal. La educación que han recibido es increíblemente mala. Sus vidas son yermas en el aspecto intelectual. Llegan aquí (la universidad) sin saber nada y la mayoría de ellos se marchan sin saber nada. Y lo que saben menos es la manera de leer el drama clásico. (...) ...enseñar a la que sin duda es la generación más estúpida de la historia norteamericana, es lo mismo que caminar en Broadway y en Manhattan hablando contigo mismo, excepto que en vez de las dieciocho personas que te oyen hablando solo en la calle, están todas en el aula. No saben nada de nada.

-Reflexión de Coleman acerca de lo que sabemos o de lo que creemos saber, muy útil para aplicarlo a a la actualidad del juicio sumarísimo de las redes sociales:
¿Cómo saber lo sucede tal como sucede? ¿Lo que subyace a la anarquía de los acontecimientos, las incertidumbres, los contratiempos, la desunión, las espantosas irregularidades que definen los asuntos humanos? Nadie sabe, profesora Roux. "Todo el mundo sabe" es la invocación del cliché y el comienzo de la trivialización de la experiencia, y lo que resulta tan insufrible es la solemnidad y la sensación de autoridad que tiene la gente al expresarlo. Lo que sabemos es que, si hacemos abstracción de los clichés, nadie sabe nada. No es posible saber nada. No sabes realmente las cosas que sabes.

-Sentencia de Faunia, la última amante de Coleman, la primera noche que se queda a dormir con él:
Y recordó lo que las furcias le habían dicho, la gran sabiduría de las putas: "Los hombres no te pagan para que te acuestes con ellos. Te pagan para que te vayas a casa". 


-Después de un trágico accidente, surge un bulo que se convierten en una verdad absoluta para los habitantes de la pequeña ciudad de Athena. El veneno de las sociedades cerradas:

El Diablo del Pequeño Lugar: el chismorreo, los celos, la acritud, el hastío, las mentiras. No, los venenos provinciales no ayudan. Aquí la gente se aburre, es envidiosa, su vida es como es y como será, y por eso, sin poner el relato en tela de juicio, lo repiten, por teléfono, en la calle, en la cafetería, en el aula. Lo repiten en casa a sus maridos y esposas. 

lunes, 31 de julio de 2017

"Safo, cuando la alegre fiesta" por Martín López-Vega



La poesía de Safo de Lesbos, Safo de Mitilene, o Safo a secas, ha llegado hasta nosotros como cualquier otra de las cosas que nos han alcanzado desde el siglo VII antes de Cristo; en ruinas. “Dormida en el pecho de la tierna amiga…” dice uno de los versos que han sobrevivido; no ha quedado nada más de ese poema, casi como una columna rota que mal se tiene en pie o un pedazo de friso tirado por el suelo que puede servir de asiento a un turista despistado. ¿Por qué nos maravilla Safo, si en la mayoría de sus poemas somos nosotros quienes tenemos que ponerlo todo, a partir de una sugerencia abandonada al capricho de nuestra imaginación? ¿Hay en sus poemas, en lo que queda de ellos, algo más allá del mito de su existencia, de su capacidad de ser símbolo de tantas cosas?

La Oficina reedita ahora sus Poesías en la traducción de Juan Manuel Macías que ya publicara en tiempos DVD ediciones. El libro viene enriquecido con varios textos del traductor sobre la poeta y el arte de la traducción y la filología; “el filólogo es una corrupción morbosa del bibliotecario”, afirma en el prólogo (y cualquier obsesivo podador de aforismos y/o chistes podría reducir a tal, jibarizándola, una afirmación que tiene mucho sentido en su contexto). Con las traducciones de Safo pasan las dos cosas que pasan siempre con los clásicos; que los lectores compulsivos las coleccionamos con el mismo ánimo que los coleccionistas de dedales, y que lo normal es que nuestra favorita sea la primera que leemos, casi nunca por ser mejor, sino por guardar la huella de nuestro asombro y admiración primera. Así pasa con Safo, y con Jayyam, y con Catulo

Esta traducción de Juan Manuel Macías merece un lugar entre las mejores que ha dado nuestra lengua. No sé si por su fidelidad al griego clásico, del que me queda muy poco pese a los dos años estudiados en el instituto cuando aún estudiábamos estas cosas; pero sí desde luego por cómo suena en castellano, por el tono de los poemas “enteros” y por la gracia con que se mantiene el encanto de los fragmentos. Uno la relee a ratos aquí y a ratos en la edición que Aurora Luque preparó para Acantilado, quizás la versión en la que Safo suena más hedonista. Suena así traducida por Macías:



Ven a mí desde Creta hasta este sacro

templo; donde, en tu honor, una arboleda

amable de manzanos; donde altares

perfumados de incienso;



agua fresca murmura aquí entre ramas

de manzano, y umbrío está de rosas

todo el recinto, y de la fronda trémula

un sopor se desprende;



y el prado que apacienta a los caballos

copioso está de flores primaverales; soplan

aires de olor a miel…



Aquí, pues, tú, chipriota, coronada,

en copas de oro, delicadamente,

escáncianos el néctar ya mezclado

cuando la alegre fiesta



…¿cuando la alegre fiesta qué? Decíamos antes que era justo preguntarse si hay algo más que arqueología en estas bellas ruinas. Pero basta leer unas pocas páginas para darnos cuenta que rebosan de vida, que apelan a todos nuestros sentidos de una manera que los poetas que vinieron después alcanzaron alguna vez a imitar. Cuánta vida en estos poemas que se hicieron para celebrarla, que es la mejor forma de salvarla. Hermosa edición de La Oficina, gran traducción de Juan Manuel Macías, eterna Safo. Qué más se puede pedir, cuando la alegre fiesta…

domingo, 30 de julio de 2017

"1, 2, 3... ¡Despierta! (Y luego escríbelo)" por Rafael Ruiz Pleguezuelos



Me gustan los escritores desastrosos y poco metódicos porque suelen tener una teoría para todo distinta al resto del mundo, que además con frecuencia es la más acertada. La explicación a esta aparente infalibilidad de las mentes más desordenadas se encuentra en el hecho de que elegir en el mundo del arte el camino imposible es normalmente lo más adecuado para llegar a la verdad. En estos tiempos de talleres de escritura, cursos y cursillos de habilidades literarias y manuales que te enseñan cómo ganar un premio Planeta en un par de meses, me gusta recordar la frase de William S. Burroughs, aquel autor adicto a un buen número de sustancias que escribió esa joya llamada El almuerzo desnudo, que decía que intentar enseñar a escribir era una tarea tan imposible como la de intentar enseñar a alguien a soñar.

La frase de Burroughs me ha llevado de manera inmediata al tema de los sueños y la relación de los escritores con ellos. Siendo estudiante universitario, me sedujo de una manera irresistible aquella vieja historia del poeta Samuel Taylor Coleridge y el origen de su inolvidable poema «Kubla Khan». Coleridge subtituló el poema con la expresión «Una visión en un sueño», un segundo nombre que en mi opinión ya constituye un poema en sí mismo. Según la leyenda, el poema fue fabricado y dictado a su mente por una voz mientras soñaba. El poeta también cuenta que despertó del sueño conociendo de una manera mágica el poema en su totalidad, de modo que para obtenerlo no tuvo más que tomar papel y tinta y comenzar a escribir, aunque más bien deberíamos decir transcribir. Todas las historias mágicas deben incluir un final sorprendente, y esta no iba a ser menos: cuando Coleridge transcribía al papel a una velocidad febril el poema soñado, alguien llamó insistentemente a la puerta de su casa. El poeta no tuvo más remedio que abrir y atender al visitante, un vecino de una localidad llamada Porlock. El final del cuento, habrán imaginado, es que, cuando el individuo que había interrumpido la transcripción de Coleridge se hubo marchado, el poeta ya no podía recordar más versos del poema, de manera que quedó interrumpido para siempre en el verso cincuenta y cuatro, desde ese momento un número mágico para la relación de los autores con los sueños. El último verso de «Kubla Khan» dice «and drunk the milk of Paradise» («y bebieron la leche del Paraíso»), y ahí se detiene el poema que creó en sueños. He conocido personas que afirman que cuando leen el poema y llegan a ese último verso, no pueden menos que oír los nudillos del vecino de Porlock golpeando la puerta de Coleridge.

El carácter fragmentario e interrumpido del poema no ha impedido que este sueño en verso de Coleridge sea un imprescindible de la poesía inglesa y como tal figure en cualquier antología decente. Por su parte, la historia del poeta y el vecino inoportuno ha llegado a ser tan popular en las letras inglesas que constituye una frase común en este idioma hablar de «una persona de Porlock» para referirse al individuo que interrumpe abruptamente el proceso creativo de un artista. Siendo Coleridge en aquella época un consumidor habitual de opio, la tradición añadida a la historia es que el sueño creador del poeta inglés muy probablemente se encontraba inducido y alimentado por el poder de la droga en su organismo.

Una de las cuestiones más sugestivas —por misteriosas— de los sueños es que no parece afectarles el tiempo. Me refiero a la época en que vivimos, nuestro entorno cultural. Narrativamente hablando, es muy probable que soñemos exactamente igual que lo hacía un humano del siglo XII o de la Edad de Piedra. Resulta maravilloso notar que a los sueños no parece afectarles la ficción dominante. Tienen el mismo lenguaje antes y después del descubrimiento del cine o los efectos especiales. No incorporan flashbacks o juegos de enfoque, ni añaden alguno de los métodos de contar historias que el hombre ha producido a lo largo de su historia. Antes al contrario, parecen tener su propia sintaxis y lenguaje, y no parecen dejarse afectar por ninguna de las narrativas que les rodean en las distintas épocas y culturas. Constituyen por tanto un género literario privado, de manera que no parece exagerado afirmar que son la ficción más pura —por sincera— que existe.

Esa idea de ficción pura y rotundamente personal es la que ha llevado a tantos escritores a sentirse atraídos por el poder creativo de los sueños. Se ha dicho muchas veces —y a mí me encanta repetirlo— que Sigmund Freud debe considerarse más un buen escritor (uno realmente bueno) que un verdadero científico. Su La interpretación de los sueños es, por encima de todo, un precioso ejercicio literario. Al austriaco le maravillaba la idea del sueño como nuestra resistencia a dormir, una teoría que convertiría cada uno de nuestros sueños en un intento por seguir conectados, y continuar reproduciendo una realidad que nos provoca adicción hasta el punto de que intentamos tenerla delante incluso cuando cerramos los ojos. Soñamos porque queremos seguir despiertos, se podría decir, y producimos sueños porque nuestra mente desea continuar viviendo esas historias del mundo real que le fascinan. No soñaríamos si nuestro inconsciente realmente descansara. En ese trabajo permanente del inconsciente se forjan las imágenes artificiales con las que decoramos nuestro descanso.

A los escritores les atrae especialmente el hecho porque crea un mundo ficticio desde la manipulación de nuestros recuerdos, algo que se parece mucho al trabajo del autor literario. La luz de los sueños no es real, ni los paisajes que se ofrecen en ella. Todas las voces de un sueño, todas las personas que aparecen en él son orquestadas por una sola mente, capaz de mostrar una luz igual que la del sol sin ser la del sol, y un agua igual de cristalina y bella pero que no puede mojar por la sencilla razón de que no existe. Exactamente igual en un sueño que en un libro. Forzando un poco la interpretación de una colección de relatos tan antigua como Las mil y una noches, lo que hace Sherezade es impedir con sus historias (¡literatura!) que el sultán duerma y caiga en esa muerte de unas horas que es el sueño.

Volviendo a Freud, el intelectual austriaco estaba convencido de que las imágenes de nuestros sueños representan palabras, y que cualquier soñador de alguna forma está ejercitando una capacidad de escritura que todos, hasta el menos literario de los seres, poseemos dentro. Otra curiosidad que ha ejercido una fascinación sobre escritores y psicólogos/escritores como Freud es que uno puede elegir no escribir, literariamente hablando (la mayor parte de la humanidad elige eso y en ocasiones les envidio), como se puede ignorar cualquier otro arte, pero el individuo no puede elegir no soñar. El sueño es maravillosamente involuntario e imposible de manipular. Se sueña cuando nuestro inconsciente quiere y sobre lo que él quiere, y no hay más forma de mediatizarlo que con nuestras vivencias anteriores a soñar, y aun así de manera involuntaria. No podemos compartir los sueños más que si los verbalizamos (y de alguna manera les damos forma literaria, de cuento o relato de nuestro sueño). No hay por tanto forma alguna de reproducirlos como eran verdaderamente, tal y como se nos han reproducido mientras dormíamos, sino como los recordamos. Simplificando mucho algo bastante más complejo, para Freud la interpretación de los sueños contiene el desafío de transcribir las imágenes que recordamos en palabras, y después tratar de desentrañarlos a partir del descifrado de los símbolos que contienen, en un proceso deliciosamente similar al que se sigue para comentar un poema. Para interpretar los sueños antes hay que convertirlos en literatura, definitivamente.

El poema de «Kubla Khan» que mencionaba al principio, de ocurrir realmente como el testimonio de Coleridge transmite, equivaldría sin embargo a un tipo de sueño muy distinto de los descritos anteriormente, que de ser cierto desafía las normas de esa sintaxis de los sueños a que nos referíamos. Podríamos llamar a este tipo de experiencias sueños productivos, pues tienen la peculiaridad de que se rigen por las reglas de la literatura, y no por las del universo onírico.

Se pueden rastrear ejemplos de estos sueños productivos más populares y cercanos en el tiempo que el del poema de Coleridge. Stephen King ha declarado más de una vez que la historia de Misery, el best seller que ha aterrorizado a generaciones, se fraguó en su mente mientras dormía en un vuelo a Londres. Por suerte para los seguidores de Stephen King, en esa ocasión no hubo hombre de Porlock, y el autor tuvo una imagen completa de la obra al despertarse sin que nadie apartara la idea de su mente. Tan pronto hubo aterrizado buscó un lugar apropiado en el aeropuerto y escribió de un tirón las primeras cincuenta páginas de la obra.

Edgar Allan Poe, escritor torturado donde los haya, sufrió durante toda su vida de pesadillas y sueños agitados que después utilizó hábilmente para sus obras, especialmente su poesía. La rentabilidad artística que el escritor norteamericano supo sacar de su desgracia es digna de admiración. Para leer interpretaciones extrañas y rotundamente originales de nuestra relación con los sueños, no dejen de acudir a poemas de Poe como «A dream within a dream» o «Dream-land», dedicados a representar esa intangible tierra de los sueños, descrita desde la experiencia negra del poeta de Baltimore como una especie de larga ruta oscura y solitaria.

La leyenda también atribuye al poder de los sueños para crear universos literarios la aparición de clásicos de terror decimonónicos como el Frankenstein de Mary Shelley o el inefable juego de dobles que es Dr. Jekyll y Mr. Hyde. R. L. Stevenson también confesó haber imaginado la historia del doctor con doble personalidad en el transcurso de un sueño agitado, y dijo tener el argumento prácticamente completo cuando despertó, listo para ser escrito. Después aumentó el mito de la creación de Dr. Jekyll y Mr. Hyde con algunos detalles más, como el que cuenta que el genio escocés no tardó más de diez días en tener el manuscrito listo, y que unos días más tarde tuvo que reconstruirlo de la nada porque en un momento de furia lo arrojó al fuego, al parecer porque su mujer le intentó hacer alguna crítica al primer manuscrito.

Shakespeare tomó los sueños como un pivote de movimiento fundamental en sus obras. Cuesta encontrar un dramaturgo de la época en el que la conexión entre realidad y sueño tenga más correspondencias, y al respecto no solamente hay que tener en cuenta la obra que ya ofrece esta clave en su título: El sueño de una noche de verano. Julio César mantiene juegos constantes entre sueño y realidad, a través de los abundantes sueños premonitorios que invaden a sus personajes. Calpurnia, mujer de César, sueña con una estatua de la que emana sangre como aviso de la muerte de su marido, en un episodio de fantasía onírica que se encuentra al nivel de los grandes surrealistas del siglo XX. 

Jack Kerouac mantuvo un libro de los sueños entre 1952 y 1960, que reescribió en forma de novela experimental, jugando a presentar al lector un interesante diálogo entre los personajes de sus obras y los motivos de sus sueños. La obra de Kerouac me remite a lo que decía al principio: los autores estrafalarios —y Kerouac podría ser el rey de todos ellos— muestran caminos que jamás hubiera imaginado un autor modelo. Me gusta este tipo de libros que nadan entre la biografía, la ficción y los paisajes oníricos, porque constituyen una especie de biografía paralela del autor, la que atañe a su mente y alma antes que a las peripecias vitales. Este Libro de los sueños contiene imágenes muy poderosas, como todo Kerouac, y también paisajes erráticos y difíciles de leer, de nuevo como todo Kerouac, a quien siempre he visto como el escritor del exceso para bien y para mal.

Leí hace unos días que también Stephenie Meyer, la creadora de la saga Crepúsculo, reconocía que la idea de la saga le surgió mientras dormía. Sin embargo, en este caso tengo mis dudas acerca de si más de uno hubiera preferido que no hubiera recordado nada al despertarse.