Quevedo, hombre de extremos, contradictorio, gran desconocido.
Misógino y adorador de la mujer, místico y tabernario, antisemita que denuncia
la esclavitud de los negros, en uno de los muchos textos que destellan en estos Sueños, tapiz pasionalmente tramado por Gerardo
Vera y José Luis Collado en la Comedia, a partir de los cinco
discursos furiosos y caóticos que el joven poeta dirige contra los “abusos,
vicios y engaños, en todos los oficios y estados” de un Siglo de Oro con pies
de barro, en un clima patrio de decadencia y hundimiento moral. Vera y Collado
se han enfrentado a todo un reto: ceñir la esencia de un personaje inabarcable
y acercarnos a un lenguaje tan alto como arduo sin apoyarse en una trama
dramática, sino pintando una suerte de retrato expresionista, con tonos
cambiantes y continuos saltos temporales. Tiene la función una ambiciosa
voluntad de espectáculo total, músicas espléndidamente seleccionadas (Bach,
Monteverdi, Béla Bartók, Jed Kurzel, cantos árabes), sugerentes audiovisuales
de Álvaro Luna, luz helada y ardiente de Gómez-Cornejo y un espacio abierto,
concebido por Vera y Alejandro Andújar, que recrea un infierno blanco (“el
hombre no puede luchar contra lo blanco, que hace posible todo cuanto pueda
soñarse”) con ecos de balneario a lo Sorrentino,
de quien hay incluso un guiño literal a La juventud.
El viejo Quevedo (Juan Echanove)
amanece en un hospital con la cabeza que va y viene entre los recuerdos de su
caída, el paraíso de su juventud napolitana y el cercano más allá, todo
revuelto y bullente. Echanove está enorme: lo más intenso y conmovedor que le
he visto desde Cómo canta una ciudad (Lorca/Pasqual) y Plataforma (Houellebecq/Bieito).
Notable trabajo físico (ese cuerpo corroído por la sífilis, con los pies
destrozados), poderosa dicción, claro dibujo de un personaje airado y burlón,
alucinado y doliente. Te lleva de la nariz a donde quiere: escucharle alternar
los pasajes de los Sueños, que
hacen pensar en un recontratatarabuelo de Céline, con los sonetos amorosos o
las sátiras censorias es un auténtico regalo. Ferran
Vilajosana es un joven galeno que rechaza y a la vez reverencia
el ingenio de sus demoledoras chanzas al gremio médico. Lucía Quintana tiene un
papel bombón: una enfermera en la que Quevedo cree ver a Aminta, su amor
italiano. En su delirio, él quiere que ella recuerde los poemas que le dedicó,
y así vuelan juntos recitándose esas joyas, culminadas, como no podía ser
menos, con “Cerrar podrá mis ojos”. Y hay un trasluz de Heiner Müller cuando
ella le susurra: “Siempre amé tu parte más deforme”. Sugerencias: creo que a
Echanove no le hace falta subrayar con tono o gesto (en ciertos momentos) la
trascendencia de lo que dice, del mismo modo que Lucía Quintana tiene sobrada
belleza física y verbal como para deslizarse (de nuevo: en ciertos momentos)
hacia una innecesaria zalamería.
Echanove está enorme: notable trabajo
físico, poderosa dicción, claro dibujo de un personaje airado y burlón. El
infierno blanco y algunos de sus habitantes me evocan el teatro de Nieva: a don
Francisco Bis le hubiera gustado esa decadente principessa perfumada
con Eau de Guermantes que sirve con sorna Abel Vitón. En pareja clave
esperpéntica, Antonia Paso es la portera de las zahúrdas y la Envidia (vestida
de amarillo: otro desafío). Óscar de la Fuente, actor de sobrados recursos (ahí
está su matizado Cardenal), sirve un Diablo con zumba y poderío. Ya sé que el
bicho pide desmesura, pero quizás no haga falta acercarla tanto a la del doctor
Frank-N-Furter de The Rocky Horror Picture Show.
Llega luego la Señora Muerte, para que la descomunal Marta Ribera
se luzca con una guadañera carnal, vitalísima, que dice textos redondos y
soberbiamente colocados: me gustó una barbaridad.
Quevedo va a encontrarse ahí abajo con el espectro de don Pedro
Téllez-Girón, duque de Osuna y gran señor de Sicilia, su protector, otro
notable trabajo de Markos Marín, que con similar sobriedad borda el perfil de
don Enrique de Villena, el Nigromante: con ambos sostiene bellos diálogos sobre
el pasado ido y el irremediable declive de la España de los Austrias. Cabe
destacar también la cita con el Desengaño, viejo y ciego pero lúcido, a cargo
de Eugenio Villota (también muy medido como el fiel Montalbán), o el triple rol
de Chema Ruiz: en el infierno será Judas, y el Hombre a secas, desnortado y
amargo, y el esclavo negro mencionado al principio. La escena última es una
preciosidad. Tras la omnipresencia del blanco llega la oscuridad para tintar indumentaria
y lecho del poeta, que muere quijotescamente en brazos de Aminta, y hay que ver
y escuchar a Quintana y Echanove despidiéndose con las más bellas frases de los
sonetos. Vera y Collado parecen tan fascinados por Quevedo que tal vez han
querido meter demasiadas cosas en la bolsa, desbordándola. Algunas podas no le
vendrían mal al texto: creo que ya están en ello. El público, puesto en pie,
aplaude el talento, el riesgo y la entrega de estos Sueños. Y yo me sumo.