martes, 9 de junio de 2015

"El escritor como espejo cóncavo" por Manuel Vicent

Ramón llegó a oficiar una misa bohemia al amparo de una botella de Anís del Mono en la tertulia de los sábados. Hijo de una familia ilustre de Cantabria, deseaba sobre todo despertar admiración en las castañeras.

EN CIERTA OCASIÓN Josep Pla se encontró con Ramón Gómez de la Serna en la puerta del hotel Palace. Llovía ese día en Madrid y Pla, como es natural, llevaba un paraguas. Después del saludo habitual, Ramón no pudo reprimir una greguería. “Abrir un paraguas, querido amigo, es como disparar contra la lluvia”, dijo, y Josep Pla quedó admirado. Tal vez esa metáfora ingeniosa podía ser la esencia de la literatura. A continuación, sin darle tiempo a reponerse, Ramón exclamó: “El paraguas puesto a secar abierto parece una tortuga de luto”. Pla comenzó a torcer el morro ante semejante ingenio, pero Ramón insistió y antes de llegar a la rotonda del hotel añadió: “La lluvia cree que el paraguas es su máquina de escribir”. Ante la sensación de que Ramón podía seguir con veinte greguerías más sobre el paraguas, Pla se plantó: “Ah, no, eso no es literatura, eso es virtuosismo, no me interesa”, y se dio media vuelta.
Foto: Archivo Histórico de AlfonsoRamón Gómez de la Serna nació en julio de 1888 en Madrid y falleció en enero de 1963 en Buenos Aires.
De Ramón Gómez de la Serna se decía que todo lo que se le ocurría lo escribía, todo lo que escribía lo publicaba y todo lo que publicaba lo regalaba, porque sus libros apenas se vendían. Era un escritor virtuoso disfrazado de escritor, el chaleco, la pajarita y la pipa en la que a veces plantaba un geranio, el flequillo ondulado en la frente como de niño con mofletes espesos, su cuerpo en forma de barrilete humano de diseño, bajo el traje a rayas. Su figura se multiplicaba en la cabecera de todos los banquetes, en homenajes a sí mismo y a otros; daba conferencias vestido de torero, con gorro de Napoleón, con medio cuerpo a oscuras, disfrazado de medio ser, con una maleta llena de sortilegios, siempre dispuesto a sacar un nuevo conejo literario de su chistera.
Epatar formaba parte de su trabajo. Ramón presentó su libro El circo subido a un trapecio en el Price de Madrid, oficiaba una misa bohemia al amparo de una botella de Anís del Mono en la tertulia de los sábados en la cripta de Pombo, y su estudio en un torreón de la calle de Velázquez era una abarrotada almoneda llena de bolas de cristal, maniquíes, lápidas de cementerio, estampas y retratos pegados al techo, el espejo cóncavo más grande del mundo en el que se reflejaban distorsionadamente toda clase de cachivaches sacados del Rastro, pisapapeles, máscaras, guantes de goma tocando el piano. En medio de este cúmulo surrealista, Ramón escribía a veces hasta siete artículos diarios, y, aunque estaba al tanto de las últimas vanguardias de París y en el manantial inagotable de sus libros buscaba la literatura por la literatura arrojándose al vacío desde el alero de su propio ingenio, en el fondo era un señorito castizo madrileño, hijo de una familia ilustre de Cantabria, que deseaba sobre todo despertar admiración en las castañeras y en los menestrales de la Ribera de Curtidores, de modo que nunca dejó de bascular entre el último jeribeque modernista de Montparnasse y la lata de Cascorro.
Sucede que si uno va por la vida disfrazado de escritor y busca la fama a toda costa, su propia figura se convierte en un espejo cóncavo que refleja siempre una imagen distorsionada de la realidad. Cuando Ramón se acercaba a hablar con una castañera, esta señora contestaba a sus preguntas dispuesta a complacer, agradar y no defraudar al escritor famoso. La castañera no expresaba sentimientos, sino solo palabras zalameras. En cambio, si se acercaba Baroja, la castañera veía en aquel tipo de boina, barbilla blanca, abrigo medio raído y botas polvorientas a un cliente desconocido que solo quería comprar castañas, y entonces la mujer le hablaba de sus problemas y respondía a sus preguntas con la verdad de su aperreada vida. De lo que deduce que las castañeras descritas por Gómez de la Serna son falsas y las de Baroja son auténticas. Lo mismo sucede con los personajes y el mundo del Rastro: el de Ramón solo es un juego literario; el de Baroja es un trajín realista de la lucha por la existencia.
En la época de entreguerras la minoría más elitista se aglutinaba en torno a la Residencia de Estudiantes. Allí estaban todos los que debían estar, pero no Gómez de la Serna. El famoso escenógrafo Santiago Ontañón se movía en aquel ambiente. Un día se le acercó Ramón y le dijo: “Me gustaría pertenecer a vuestro grupo. Dile a Lorca que quiero ser su amigo”. Santiago Ontañón trasladó esta cuita a Lorca, quien contestó simplemente: “Ese no”. Llegar a la amistad con Federico era muy difícil, porque la Residencia funcionaba como una sociedad secreta con un aire muy selectivo. Alguien tenía que darte el espaldarazo; de lo contrario, no entrabas. Me dijo un día Santiago Ontañón: “Por ejemplo, Lorca no quiso conocer nunca a Jardiel Poncela, con el que yo me veía todos los días desde las dos de la madrugada hasta las siete de la mañana. Se lo quise presentar varias veces, pero Federico decía: ‘No, no; ese es un autor festivo’. Es como Taboada o Pérez Zúñiga”. Federico era un juglar, capaz de pasarse meses sin parar de hablar; pero no podía soportar el segundo plano; por ejemplo, estaba en la peña de la Granja de El Henar o en el café Lyon y siempre se oía su voz entre risotadas. Todo el mundo pendiente de lo que él decía. Pero si de repente, otro cualquiera, López Rubio, Carlos Arniches, empezaba a contar algo que se llevaba la atención del auditorio, entonces Lorca decía: bueno, tengo que ir a no sé dónde. Y se marchaba. A la media hora volvía con tema nuevo y recuperaba la primera posición en la tertulia. En casa del diplomático chileno Carlos Morla cenábamos todas las noches, sobre todo en invierno. En una ocasión me dijo Lorca: “Viene mañana Ramón Gómez de la Serna. No le vamos a dejar hablar. Cuando yo flojee, entras tú con lo que sea”. Y, efectivamente, no pudo abrir la boca el pobre hombre, fíjate, el sumo pontífice de Pombo. Pero al salir, ya en la calle, a Federico le dio pena. “Pobrecito, vamos a dejar que se suelte”. “Y en la esquina de Velázquez con Alcalá le dimos cuerda. Y Ramón cogió carrerilla y nos tuvo tres horas de pie largando por la lengua a borbotones. Entonces las únicas diversiones consistían en hablar y en comer”.
Es lógico que Lorca y Gómez de la Serna fueran excluyentes. Ambos eran predicadores de sí mismos y cada uno celebraba sus misterios gloriosos o sus oficios de tinieblas desde su propio altar. Ramón escribió más de cien libros en todas las editoriales posibles, miles de artículos a borbotones en todos los periódicos de la época, sin un momento de sosiego para la reflexión. Apenas cobraba. A un director que no lo pagaba le dijo: “Para no pagarme tengo más importantes publicaciones”. Mordía más de lo que podía masticar, pero en medio de su diseño de escritor-atracción circense dejó una obra maestra, Automoribundia, sin el brillo del vanguardismo. Ramón apartó a un lado su propio espejo cóncavo y decidió desangrarse contando cómo vivir es una forma de ir muriendo al dejar atrás todos los sueños y contar las cosas como son. Era lógico que su autobiografía descabalgada de todo afán de epatar comenzara diciendo la verdad. Nací el día 3 de julio de 1888, en Madrid, a las siete y veinte minutos de la tarde, en la calle de las Rejas, número 5, piso segundo. En otros conatos de autobiografía he mentido, pero ahora no voy a comenzar mintiendo porque no quiero que se dude algún día de todo lo que he dicho. Quede desmentido que nací en 1891 resultando equivocados todos los horóscopos que me han hecho”. También es verdad que murió en Buenos Aires el 12 de enero de 1963. El resto es literatura pura, saltos en el aire, reflejos de cada esquirla del propio espejo roto.

domingo, 7 de junio de 2015

Mitos y logos


Calypso ve alejarse a Ulises desde la playa. Llora sin consuelo, sus lágrimas de diosa vuelven la arena en piedra. La soledad no perdona a los dioses, es tan angustiosa como el mar. Ulises, el hombre, su amado, con el que yació más de cinco años, vuelve a Ítaca. La melancolía del mortal no resiste más, sus ansias de ser hombre, de hablar con hombres, de saber de su mujer, de su hijo, de su tierra... Su curiosidad y su amor le impulsan a partir. No acepta ninguno de los regalos de Calypso, ni la inmortalidad, ni el placer eterno que le brinda la diosa. Quiere antes ser hombre mortal que dios eterno, acepta su condición y prefiere la aventura efímera que los placeres sin fin de la isla. Sabe que el dolor lo rondará en cada golpe de ola, que las tormentas del mar pueden ser terribles y, a pesar de todo, sube a la nave para enfrentarse a la muerte. Ni siquiera ella, su dulce Calypso, una diosa comprensiva y amorosa, ha sido capaz de frenar su condición humana.
Pasan dos mil años. Frente al templo, un tumulto de gente adora a su ídolo. No son herederos de Ulises, no son astutos, ni aventureros, ni intrépidos, ni valerosos, ni siquiera hombres en su concepto racional. Se entregan no ya a Calypso, sino a dioses más groseros, vengativos, todopoderosos, sin diálogo. No se rebelan a su suerte de esclavos, ni claman por su condición de hombres, porque no lo son. Salen del templo, después de rendirse al mito. No se da opción al logos: quien ose ofender a los dioses, será sepultado bajo la ceguera del fanatismo. El diálogo está muerto, todo sea por una eternidad prometida a golpe de miedo y paraísos. Ulises, para ellos, es un infeliz.    

sábado, 6 de junio de 2015

El olvido


La suavidad del olvido
es de lluvia limpia.
Cuando la sientes,
su tacto es de aire
sin aristas,
un leve morir 
que rejuvenece.
Olvidar es lavar
los trapos de la memoria
y afeitar el rencor
para amanecer nuevo 
en la acera,
sin hedores rancios,
sin barba de dos días,
con la piel suave,
limpia,
agradecida al aire que la refresca.
El olvido es tan liviano
como una gota de sangre
transparente. 

"El Gambitero" 2015, campeón regional



Última hora: según reza la página 14 de "El País" de hoy, "El Gambitero" del IES Diego Torrente es el campeón de Castilla-La Mancha en el concurso "El País de los Estudiantes". Iremos a Madrid a la entrega de premios nacionales. Enhorabuena a los chicos que lo han elaborado: Nuria, Raquel, Noelia, Pablo, Olga, Montse, Esther, Laura F. Laura T., Irene G., Irene L., Jesús, Ana, Balbi, Ángela, Miguel y Víctor. Muchas gracias a los que, incondicionalmente, se prestaron a contestar a nuestras preguntas de periodistas noveles: Juan Carlos Monedero, Jesús Marchamalo, Luisgé Martín, Teresa Gutiérrez, Luis Gordillo, Juan de Dios García, Eliana Cossio y Josemi Pérez.

sábado, 30 de mayo de 2015

"Un caso práctico del complemento preposicional: mis tetas" por Yolanda Gándara

El complemento directo preposicional es una peculiaridad del español que ha sido objeto de numerosos intentos de sistematización y cuyo origen se podría encontrar en la confusión con el dativo por una necesidad de nuestra lengua de distinguir lo animado de lo inanimado, emparentado en este aspecto con el leísmo. Se da de forma generalizada la formación del complemento directo de persona con la preposición a y sin ella, como en latín, el de cosa. Sin embargo, esta regla general presenta numerosas excepciones y vacilaciones, de modo que es posible encontrar contraejemplos en todas las pautas. La mayoría de las gramáticas y manuales recogen una serie de normas que vamos a tratar de resumir y considerar a continuación:

– Llevan siempre la preposición “a” los nombres propios de personas y animales:
¿Ha visto usted a Mistetas?
Al ser Mistetas nombre propio de perro lleva preposición, no así, como norma general, en el caso de que el complemento directo designe una cosa inanimada:
¿Ha visto usted mis tetas?
N.B. Como vemos, aunque se dé homofonía entre los sintagmas nominales «Mistetas», nombre propio, y «mis tetas», nombre común de cosa, no debería producirse un error de interpretación entre ambos conceptos en una hipotética conversación.

– Los nombres comunes de personas y animales, generalmente, llevan preposición cuando van precedidos del artículo u otros determinantes que los identifiquen.
¿Ha visto usted al perro? / ¿Ha visto usted a mi perro?
En el caso de nombres comunes de animales, dependiendo del grado de afectividad entre el hablante y el animal se puede o no usar la preposición. Por esta razón es más frecuente su uso con animales domésticos. De igual modo, existe un mayor grado de identificación usando el determinante posesivo que el artículo, lo que implica un uso más frecuente de la preposición ligado al primer caso.

– No la llevan cuando no son identificables, bien por ir sin determinante, bien por ir precedidos de un u otros indefinidos. Con un/una se dan numerosas alternancias dependiendo del grado de identificación:
¿Ha visto un perro?/ ¿Ha visto a un perro?
La primera pregunta se refiere a cualquier perro y la segunda a uno en particular, el que se llama Mistetas, pero en esta ocasión el emisor o emisora opta por omitir este dato para evitar malentendidos.

– Como ya habíamos visto, los nombres de cosa no llevan “a” como norma general, pero sí en el caso de que exista personificación.

¿Ha visto usted a mis tetas?
En este punto nos tenemos que plantear si el complemento directo «mis tetas» podría personificarse de tal modo que, al construirse con preposición, diera lugar al equívoco de marras. En rigor y como recurso estilístico, sin duda. ¿Sería cuestionable la gramaticalidad de la frase He visto a Dolly Parton y a sus tetas? No si lo que queremos expresar es la importancia individualizada de ambos complementos directos. Así pues, se podría dar el enunciado y por tanto existe una posibilidad de confundirse con el primero.
En realidad esa posibilidad es bastante remota, pero estamos hablando de un contexto muy permisivo en el que un perro se llama Mistetas.
Esta historia perruna nos ha servido de subterfugio para repasar algunas de la numerosas pautas de comportamiento de este caso —que sería absurdo relatar aquí existiendo ochenta y una páginas de la Nueva Gramática de la RAE dedicadas a ello— y espero que sirva también para invitar a divagar sobre algo mucho más sugerente que las normas: los mecanismos de construcción del lenguaje que manejamos en virtud de nuestra necesidad de expresar ideas, en este caso la singularidad. Cuanto más personificado es el complemento, mayor exigencia de la preposición hay, produciéndose una jerarquización de factores en lo alto de la cual estaría el nombre propio de persona, mientras que a mayor cosificación, menor presencia de a.
También intervienen otros factores como la naturaleza del verbo: si funciona normalmente con un complemento directo de persona, implica al de cosa y viceversa. Por ejemplo, «saludar» suele funcionar con persona y cuando se usa con nombre de cosa, por influencia del contenido semántico del verbo, es habitual que lleve preposición. Se intuye aquí la misma causa psicológica que ya señalábamos: la necesidad de diferenciar personas de cosas.
En definitiva, existe una amplia libertad de elección de poner o no preposición según la abstracción que realice el hablante y numerosas combinaciones entre los factores que la determinan. Un tema interesante para la gramática descriptiva e inabarcable para la prescriptiva. Se dan tantas variantes que es imposible normalizarlas todas. Pero me gustaría verlas.

Libros que alimentan: "El olvido que seremos" de Héctor Abad Faciolince


Como su mismo autor lo define, "El olvido que seremos" es un memorial de agravios", una disección de su admiración por un padre admirable, asesinado por las balas de la intransigencia. Desde los años 80, la sociedad colombiana se asesina sin pudor por política, religión o coca. Es un hecho que determina la vida de los personajes. Faciolince nos muestra un panorama descarnado de su país a través del activismo social y político de su padre, profundamente emotivo y, a la vez, distanciado lo suficiente de los hechos como para que no resulte un testimonio lacrimógeno y arruinado por lo visceral. El mismo autor tuvo que exiliarse para huir de la misma muerte que acabó con su padre. Pero, aunque importante, no es la violencia en Colombia, lo más decisivo del relato. Faciolince purga su memoria y rinde homenaje a su padre y a su hermana, acabada por un cáncer de piel cuando solo tenía 16 años. Exprime su dolor hasta dejarlo en palabra ajustada, en relato limpio que desangra la violencia de una sociedad enferma. Su padre es un modelo que, a la manera de Proust, sirve para analizar el propio yo y su circunstancia. Una historia desnuda, sin falsos ropajes, sin aspavientos, que arruga el alma.

miércoles, 27 de mayo de 2015

Más glorias olvidadas: Melendi.


Melendi no es un personaje desconocido, ni mucho menos, pero es posible que, en pocos años, este poeta inconmensurable sea olvidado por todos. Antes de que eso ocurra, traigo aquí un fragmento de una de sus canciones para alertar al mundo de la cultura y advertirle de que, escondido entre la música popular, se halla un genio de las letras que supera a cualquiera de estos poetastros que ganan premios y se esconden bajo su pedantería. Deleitémonos:

Qué difícil resulta el amor... compartiendo descansillo 
Qué difícil el amor, cuando su ropa interior, 
Seca con mis calzoncillos. 

Qué difícil el amor cuando no sabes 
Si ella sabe que tú existes 
Con la única esperanza 
De que un día mientras bajo la basura ella se fije. 

Qué difícil este amor, unido por la derrama 
Y que roza lo imposible cuando escucho el ruido horrible 
De los muelles de su cama. 

Qué difícil resulta el amor, que te convierte en espía 
Qué difícil es estar casi hasta desesperar 
Colgado de la vecina. 

Qué difícil resulta el amor, visto desde una ventana 
Qué difícil pedir sal, sin saber ni cocinar, 
Cinco veces por semana. 
Qué difícil, cuando llega el mes de agosto 
Y se va de vacaciones 
Detonándome una bomba de tristeza entre cabeza, 
Corazón y pantalones...

El fragmento no puede condensar más lirismo. Dentro de su aparente sencillez se encierran todos los misterios que angustian al hombre moderno: los picores genitales, los calzoncillos y las camas mal engrasadas. Pocos poetas desde Lope de Vega han conseguido plasmar con un estilo tan popular sentimientos tan profundos como los celos:"Y que roza lo imposible / cuando escucho el ruido horrible / 
de los muelles de su cama". También domina Melendi el paralelismo y la anáfora como nadie y nos convoca a una obsesión que se vuelve enfermiza: "Qué difícil.." Sí, qué difícil ser tan profundo con semejante sencillez. Un dominio tal de la metáfora no lo había sentido desde que leyera a Góngora: "Una bomba de tristeza entre cabeza / corazón y pantalones". ¿Qué nos quiere decir Melendi con ese verso en el que se reúnen las pasiones más terrenas con las espirituales?: "Corazones y pantalones". Lo que aparentemente son dos palabras vulgares se convierten en el léxico melendiano en dos estallidos de genialidad que deleitarían a cualquier espíritu con una mínima sensibilidad. Y el yo poético pide sal, baja la basura, tiende la ropa, escucha a los vecinos..., todo un alarde de sencillez que por antítesis conceptual nos traslada al último escalón de los poetas místicos: la unión espiritual con la divinidad a partir de una purga previa.Esto es poesía y lo demás es filfa. 
Cuando las modas hayan acabado con los sonsonetes no muy afortunados del elegido por las musas, quedará su poesía, pura y sin mácula, como la quería Juan Ramón.

sábado, 23 de mayo de 2015

Glorias olvidadas


La posteridad es ingrata. Y como ejemplo sirva este edicto del año 1937. Su autor, el alcalde de Sa Pobla, no ha quedado registrado que yo sepa en ninguno de los libros de historia de la literatura, ni se le menciona siquiera en ninguna antología poética. Solo la redacción de este bando podría incluirlo en lo más granado del Olimpo lírico español si alguien se hubiera fijado en él. Intentaré enderezar el tuerto.
Como se puede ver, el bando recoge una serie de prohibiciones bajo la amenaza de sanción contra todas aquellas parejas que hicieran uso de su amor en público:
-"Con la mano en el muslo, 1000 pesetas".
-"Con la mano en aquello, 1500 pesetas".
-"Con aquello en la mano, 2000 pesetas".
-"Con la boca en aquello, 2500 pesetas".
-"Con aquello en aquella, 3000 pesetas".
-"Con aquello fuera de aquella, 4000 pesetas".
-"Con aquello detrás de aquella, 5000 pesetas".
Al margen de que las sanciones sean o no adecuadas al delito cometido, hay que observar ya en esta primera parte del texto, el lirismo con que se definen cada una de las situaciones eróticas. La inspiración de los maestros árabes y de los relatos de las Mil y una noches subyacen bajo la habilidad poética del alcalde Vicente. Y si esto nos pareciera poca cosa, no tenemos más que leer la continuación. Un prodigio del dominio de la condensación y la metáfora como pocas veces se puede apreciar en la poesía española de todos los tiempos:

"¿QUÉ ES AQUELLO?"
"No es un murciélago, pero vive colgando".
"No es un acordeón, pero se estira y se encoge".
"No piensa, pero tiene cabeza".
"No pertenece a ningún club, pero lo llaman miembro".
"No produce música, pero lo llaman órgano".
"No es un caballero, pero se levanta ante las damas".
"¿QUÉ ES AQUELLA?"
"Tiene labios, pero sin dientes".
"Es un conejo que no corre, pero se corre".
"No es un abanico, pero se abre".
"No muerde, pero traga".
"No es vegetariano, pero come nabos".
"No es un aspirador, pero traga polvos".

Después de este alarde de altísima poesía, quién no estará conmigo en que se ha relegado al anonimato a un gran poeta, a un místico sufí que habla del erotismo como lo hicieron san Juan de la Cruz o el mismo Ibn Hazm de Córdoba. ¿Dónde podríamos encontrar tanta sutileza, tan delicado tratamiento del amor, tantas suaves metáforas para nombrar lo femenino y lo masculino? Solo en lo más escogido de nuestra lírica, en nuestros más afamados poetas hay algo similar. Recuperemos del anonimato a este alcalde, a D. Vicente Soler, que, en plena guerra civil supo regenerar a la poesía en un humilde bando de ayuntamiento.

miércoles, 20 de mayo de 2015

"Indefensos ante la manipulación" por Rafael Argullol


‘El mundo de ayer’, de Stefan Zweig, es una lección magistral de cómo los totalitarismos del siglo pasado, al provocar la demolición del vínculo entre palabra y verdad, consiguieron de paso extirpar el espíritu a los hombres

RAFAEL ARGULLOL Su obra desapareció de las estanterías, como si los nazis hubieran conseguido exterminarla Europa era una cultura, no, como alardean los portavoces del presente, una marca
Hace años, estando en Río de Janeiro, me empeñé en visitar Petrópolis, una ciudad situada en la sierra de Órgãos, a 60 kilómetros de la capital carioca. Tenía curiosidad por ver la ciudad que albergó la corte estival de los emperadores de Brasil, dado que siempre resulta una sorpresa ser informado de que Brasil tuvo emperadores, aunque por escaso tiempo, en el siglo XIX. Petrópolis es agradable, con un clima seco que contrasta con el de Río. Su principal patrimonio es, precisamente, el Museo Imperial. Sin embargo, tiene otro pequeño museo cuyo contenido tiene una importancia simbólica mucho mayor que el que recuerda la pompa extravagante de los fugaces emperadores. Me refiero al dedicado a Stefan Zweig, en la casa donde el escritor austriaco y su mujer Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942.
En este pequeño museo advertí, por primera vez, que no había una fotografía, sino dos, sobre aquella muerte. En la que yo conocía hasta entonces, los cadáveres de Stefan y Lotte se mostraban, separados, sobre una cama, con una mesilla al lado con diversos objetos: un vaso, una botella de agua, una caja de cerillas, una lámpara. En la otra fotografía, desconocida para mí, el cadáver de Lotte aparecía inclinado sobre el de Stefan, juntas las manos de ambos. Me comunicaron amablemente que la variación de la escena era la consecuencia de que la policía, tras tomar una primera fotografía, habría separado pudorosamente los cadáveres, de modo que la siguiente fotografía fue la que se hizo pública para la prensa. Pensé que en la variación de las dos imágenes se alojaba todo un mundo, y que así lo hubiese considerado el propio Zweig.
Modestamente enmarcado colgaba en una pared de la casa el llamado testamento de Stefan Zweig, un breve texto que el novelista había escrito, al parecer, el día anterior al suicidio, dirigido al juez y a la policía. En realidad, era un documento tan singular que sólo podía estar dirigido al conjunto de los hombres. En la primera mitad del texto, tras advertir que dejaba la vida por propia voluntad y en plena posesión de sus facultades mentales, Zweig agradecía a los brasileños la extraordinaria hospitalidad que le habían ofrecido, al tener que huir él de Europa, acosado por el nazismo. Finalizaba: “Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma […]. Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra. Saludo a mis amigos. ¡Ojalá puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a ellos”.
En Petrópolis entendí el resurgimiento, en los últimos decenios, de Zweig como escritor. Al igual que sucede en otros casos, su recepción había experimentado un violento zigzag. Tremendamente popular en la Europa de entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la segunda contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus libros en las plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre. Con frecuencia veíamos Veinticuatro horas de la vida de una mujer y otras novelas de Zweig en las bibliotecas de nuestros abuelos, pero en la universidad ningún profesor recomendaba a un escritor que parecía definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el siglo que lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el inesperado retorno de Zweig a las librerías de los países europeos. Cuando un retorno de este tipo se produce no hay duda de que la época, con sus interrogantes, lo exige, aunque sea de manera oblicua.
Recientemente, he releído El mundo de ayer; Stefan Zweig subtituló Memorias de un europeo un libro escrito en circunstancias adversas: sin apuntes, sin archivos, sin amigos con los que compartir los recuerdos del pasado y, por encima de todo, en una situación de permanente hostigamiento traumático que, como se deduce del testamento previo al suicidio, no se amortigua ni siquiera en el amable exilio de Brasil. Es más, El mundo de ayer sirve para encontrar explicación al suicidio, aparentemente chocante, de alguien que no está enfermo, no es un fracasado y no es sentimentalmente infeliz. Sirve para encontrar explicación a lo que quizá podría ser definido como un suicidio civilizatorio, si es que tenemos —no tenemos— necesidad de definir actos como este.
Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había “destruido a sí misma”, ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían irreparablemente el futuro.
Y, al menos en parte, tenía razón. Nosotros, por fortuna y por el momento, vivimos muy lejos de aquel paisaje apocalíptico que se tragó el mundo de Zweig. Sin embargo, en muchos sentidos somos herederos de aquella extinción. Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en términos de palabra o de verdad. “Dar la palabra”, un ritual sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la eficacia, el impacto o la utilidad. El lenguaje, o la falta de lenguaje, lo dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían a la “unidad espiritual” de Europa. Europa era una cultura, no, como alardean los portavoces del presente, una marca.
Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena.

domingo, 17 de mayo de 2015

"El judío usurero que bebía sangre de los niños" por Javier Bilbao


Han llevado putas a Eleusis
Los cadáveres banquetean
A la señal de usura
(…)
La usura es el mal, neschek
He ahí el corazón del mal
El fuego sin tregua del infierno
El cáncer que todo lo corrompe,
Fafnir el gusano
Sífilis del Estado, de todos los reinos
Verruga del bien público
Hacedor de quistes
Corruptor de toda cosa.
Oscuridad contaminadora
Pérfida gemela de la envidia,
Serpiente de siete cabezas,
Hidra que penetra toda cosa
Que viola las puertas del templo
Que contamina el bosquecillo de Pafos
Neschek el mal rastrero
Baba, corruptora de toda cosa
Envenenadora del manantial
De todos los manantiales, neschek
La serpiente, mal que se opone al
crecimiento de la naturaleza
A la belleza
(…)
Y así continúa Ezra Pound en Los cantos durante varios versos más. En conclusión, que no era partidario. Ahora bien, ¿por qué esa animadversión tan desatada? ¿Qué podía ser tan horrible en una práctica como el préstamo con interés, que beneficia a ambas partes y que es el fundamento mismo del capitalismo? Remontarse al origen de ese rechazo supone también acudir a los comienzos de la larga y desdichada historia del antisemitismo. Durante la Edad Media esta actividad económica llegó a vincularse estrechamente con la diáspora judía, lo que dio lugar a una curiosa contaminación mutua: la usura era despreciable por ser propia de judíos y los judíos eran despreciables por dedicarse a la usura.
Desde la legendaria destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 por el ejército romano, los descendientes de las doce tribus de Israel se desperdigaron por Oriente Medio, Europa y el norte de África dispuestos a preservar su religión una generación tras otra. El problema es que en mucho lugares —especialmente en nuestro continente, donde nos centraremos— no se les permitió ser propietarios de tierras ni ingresar en gremios de artesanos, no podían ejercer ningún cargo que les dotase de autoridad sobre ningún cristiano, debían vivir en zonas específicas dentro de las ciudades (las juderías), tenían absolutamente prohibido convertir a nadie a su religión e incluso, según las Partidas de Alfonso X «atrevencia et osadía muy grande facen los judíos que yacen con cristianas, et por ende mandamos que todos los judíos contra quien fuere probado daqui adelante tal cosa hayan fecho, que mueran por ello». Hasta la propia condena a muerte por este u otros delitos podía ser aún más calamitosa, pues se establecía que fueran colgados no del cuello sino de los pies, para que la agonía fuese más duradera. Es decir, su presencia era tolerada pues a diferencia de los musulmanes eran considerados una especie de precristianos, el testimonio viviente del Antiguo Testamento y por tanto los orígenes de la verdadera fe. Pero al mismo tiempo eran vistos con suspicacia dado que si conocían la doctrina de Cristo pero no la acataban, entonces no se les podía achacar ignorancia sino mala fe. Los judíos eran así debido a su perfidia, eso es, no cabía otra explicación.
Dicen los primatólogos que la tribu de chimpancés que más intensamente odia otra es aquella de la que más recientemente se ha escindido. Naturalmente entre los humanos también ocurre y podríamos poner infinidad de ejemplos al respecto, pero, ateniéndonos al tema que nos ocupa, esta peculiar relación de tolerancia y hostilidad, de admisión y rechazo ante quienes eran parecidos pero no iguales, dejó a los judíos en una situación muy complicada: podían vivir en el continente europeo pero sin encontrar apenas formas de ganarse la vida. ¿Qué opción les quedaba entonces?
Aunque Cristo predicaba siempre la paz, el perdón y el amor incluso a los enemigos hubo una ocasión en la que perdió los papeles y se lio a hostias. Fue, como sabemos, cuando expulsó a los mercaderes que habían invadido con sus negocios el anteriormente mencionado Templo de Jerusalén. Este episodio sería muy comentado por el paso de los siglos y de él se extraerían muchas enseñanzas, como la que establecía el Decreto de Graciano: «quien prepara algo que ello mismo entero y sin cambio le proporcione lucro, he ahí al mercader expulsado por Dios del templo». El ánimo de lucro, el mercado, el comercio… todo ello pasaba entonces a ser sospechoso.
Conocido en internet como «Te meto un meco que te reviento, payaso», este cuadro es un Fresco de Giotto en la Capilla de los Scrovegni, siglo XIV. (DP)
Conocido en internet como «Te meto un meco que te reviento, payaso», este cuadro es un fresco de Giotto en la Capilla de los Scrovegni, siglo XIV. (DP)
Lejos de haber sido un hecho aislado, respondía a una íntima convicción que Jesús predicó repetidamente. La riqueza era intrínsecamente mala y la pobreza buena por sí misma. No solo no había que dar esperando recibir con intereses, incluso ni siquiera había que dar esperando de vuelta algo equivalente. No, nada de eso, lo ideal era dar sin posibilidad de recuperar lo otorgado. En Lucas 6, 34-35 dice claramente: «Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? (…) prestad, no esperando nada a cambio». E insiste en Lucas 14, 12-15:
Cuando des una comida no invites a amigos, hermanos o parientes, ni a ricos vecinos, para que no te inviten a su vez y te sea devuelta la atención. Al contrario, invita a los pobres, a los tullidos, a los cojos y a los ciegos. Serás afortunado porque no pueden pagártelo, y tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos.
Continuando con esa doctrina pobrista, en la parábola sobre los jornaleros y el viñedo que se narra en Mateo 20, 1-16 ni siquiera se consideraba que el que trabajase más horas mereciera un mejor salario. Una idea que según se mire puede fomentar la vagancia o la esclavitud, pero desde luego no la meritocracia. Bajo tales directrices no había manera de organizar una sociedad capitalista y sus seguidores más ortodoxos en los siglos posteriores así lo entendieron, renunciando al dinero, a toda forma de propiedad y organizando sus vidas en comunidades monásticasPues bien, aquí es donde los judíos encontraron —usando la terminología actual— su nicho de mercado, su ventana de oportunidad. Su gran aliado fue el Deuteronomio 23, 20:
Podrás cobrar interés a un extranjero, pero a tu hermano no le cobrarás interés, para que te bendiga Jehová tu Dios en toda obra de tus manos sobre la tierra a la cual entras para poseerla.
Dado que no dejaban de ser residentes en tierra extranjera, su religión les autorizaba por tanto a dar préstamos con intereses a los cristianos. Una práctica que no estaba incluida en la larga lista de prohibiciones que las sociedades de acogida les imponían y que además podían ejercer en monopolio, ante la imposibilidad de cualquier cristiano de hacer lo propio tal como estamos viendo. Curiosamente Mahoma por su parte prohibía igualmente la ribah, el interés del dinero, así que en tierras musulmanas también pudieron dedicarse al préstamo y a las actividades comerciales asociadas, haciendo así de intermediarios entre la cristiandad y el mundo islámico.
Y es que el hecho de estar dispersos en tantos lugares pero unidos por una fe común les permitía formar una red cosmopolita que resultaba extraordinariamente eficiente para los negocios. No solo les permitía protegerse del saqueo de sus riquezas por los gobernantes locales, sino que gracias a la revolucionaria creación de las letras de cambio hacían posibles las operaciones económicas que requerían las cada vez más complejas redes comerciales que comenzaban a recorrer Europa desde el siglo XII, como la Liga Hanseática en el norte y la de la costa mediterránea controlada por las ciudades-estado italianas. Estaban dando lugar nada menos que al nacimiento del capitalismo moderno. Así lo describía Montesquieu en su célebre El espíritu de las leyes:
Los judíos, proscritos sucesivamente de unos y otros países, lograron salvar casi siempre sus caudales; así encontraron donde establecerse y al fin tuvieron residencia fija: príncipes que de buena gana los hubieran expulsado, no querían privarse de su dinero. Inventaron la letra de cambio, y gracias a ella pudo el comercio eludir la violencia y mantenerse en todas partes. El más rico de los negociantes pudo tener sus bienes invisibles y enviarlos de una parte a otra sin dejar rastro en ninguna. 
Como señalaba en esa misma línea el antropólogo Julio Caro Baroja «la cuestión era hacer las operaciones conservando la propia identidad y obteniendo el beneficio previsto y no dejarse arrastrar por los acontecimientos que envuelven a otros grupos con los que convive, más comprometidos siempre». Así que esa desafección hacia la comunidad en que vivían era buena para su prosperidad en los negocios… pero no les ayudaba precisamente a ganarse el afecto de sus vecinos. No solo eran herejes y herederos de los asesinos de Cristo, ahora esto, ya no tenían salvación posible. Los concilios celebrados en Letrán en los años 1179 y 1215 incluyeron medidas dirigidas contra ellos como limitar el interés máximo anual que podían exigir por un préstamo a un tercio de la cantidad, así como portar una señal amarilla distintiva en sus ropas. Una medida esta última que varios siglos después sería retomada por el nazismo.
Caricatura medieval que muestra a judíos alimentándose de una cerda. (DP)
Caricatura medieval que muestra a judíos alimentándose de una cerda. (DP)
La literatura medieval fue en este aspecto un fiel reflejo de su tiempo. Dante no se olvidó de mencionarlos en su infierno y Chaucer en Los cuentos de Canterbury pone en boca de la Priora diversas frases antisemitas sobre el pueblo judío que «practica el sucio negocio de la usura, vicio aborrecido por Cristo y por los que practican su fe», gentes «en cuyo corazón habita un nido de avispas» que en su narración terminarán asesinando a un niño muy devoto. Mientras en uno de los cuentos de el Decamerón el comerciante Abraham renuncia a su idolatría y termina abrazando la fe verdadera. Es también digno de mención el Cantar de mio Cid, cuando el protagonista llega ya sin fondos a Burgos junto a su séquito y no encuentran mejor artimaña que llenar dos arcas de arena y, una vez cerradas, llevarlas a los judíos prestamistas Rachel y Vidas. Entonces les hacen creer que están llenas de tesoros, de forma que a cambio de tenerlas en prenda durante un año les concedan un dinero que luego, naturalmente, ya no les será devuelto. No deja de ser significativo que todo un héroe como el Cid Campeadorsea presentado como un tramposo que incumple su palabra y que eso no supusiera desdoro ni a los ojos del autor ni a los del público de la época. Al fin y al cabo las víctimas del ardid eran judíos, así que bien merecido se lo tenían.
No obstante todos estos ejemplos literarios más que contribuir a fijar el espíritu de la época se limitaban a reflejarlo, dado que no existía la imprenta y la gran mayoría de la sociedad medieval era analfabeta. En un tiempo en el que no existían televisión, radio ni redes sociales en las que expresar lo mucho que nos indigna cualquier cosa, el gran medio de comunicación, el sistema de adoctrinamiento y transmisor de valores por excelencia, resultaba ser el sermón. Tendían a ser más animados de lo que hoy en día podamos imaginar, pues en ellos estaban tolerados con finalidad aleccionadora tanto los chistes como las alusiones sexuales (incluso en algunas ocasiones acompañándolas de gestos obscenos y exhibición de genitales) y tenían como núcleo los llamados exemplum, que eran relatos breves dotados de alguna moraleja. Pues bien, una parte considerable de ellos pasaron a ser protagonizados por judíos y su finalidad era mostrar lo horrible que resultaba la usura. El historiador Jacques Le Goff recogió un buen número de ellos en su libro La bolsa y la vida: economía y religión en la Edad Media. Muchos giraban en torno a judíos en el lecho de muerte, que con toda clase de argucias inútilmente intentaban preservar sus riquezas, sobornar al diablo o salvar su alma, pero acababan ardiendo sin remedio en el fuego del infierno. La usura además permitía comprar y poner precio al tiempo (que solo pertenece al Señor) y hacía posible producir dinero constantemente, día y noche, también los domingos y días de festividad… ¡el colmo! Así que «a pecado sin tregua y sin fin, castigo sin tregua y sin fin». Los más impacientes no estaban dispuestos a esperar que fuera Dios quien lo hiciera y se adelantaron ellos con gusto.
Las Cruzadas trajeron consigo una mayor hostilidad hacia ese «enemigo interior» y se aprovechaba cualquier ocasión para su hostigamiento. En los carnavales de Roma por ejemplo desde el siglo XIV se celebraban los Juegos del Testaccio, que incluían carreras de asnos, búfalos, prostitutas y judíos. Estos últimos debían correr cubiertos únicamente con un taparrabos. En Turín existía la costumbre de que en la primera nevada del año se pudiera lanzar bolas de nieve contra los judíos mientras que en Aragón, algo más brutos, lo que les tiraban era piedras en Semana Santa. En Pisa durante las fiestas de Santa Catalina los estudiantes tenían la misión de encontrar al judío más gordo y ponerlo en una balanza, siendo su peso la cantidad en dulces que la comunidad hebrea debía pagarles. Es significativo que a veces los conversos eran quienes con más ahínco participaban en estos ataques contra sus antiguos correligionarios.
Había otro factor a tener en cuenta y es que la canonización aún no estaba centralizada en Roma, y dado que tener un santo traía consigo donaciones y peregrinos para la iglesia que lo proclamase todas quisieron tener su mártir… y qué mejor candidato que un inocente niño que fuera asesinado en un demente rito judío. Nacieron así los «Libelos de sangre». Uno de ellos fue descrito por la Priora en el anteriormente mencionado cuento de Chaucer, pero abundaron las acusaciones y las condenas a lo largo de todo el continente por estos supuestos crímenes. Muchos de ellos eran confesados por los acusados bajo tormento, e incluso uno llegó a admitir que pese a ser hombre menstruaba y por eso debía beber sangre de niño cristiano para restablecer sus fluidos. También se les acusó con frecuencia de ser profanadores de la hostia consagrada, aunque en el momento de robarla para sus diabólicos rituales esta acostumbraba a provocar algún milagro como volar, chillar como un niño e incluso provocar terremotos.
La atroz mortandad que provocaban las plagas de peste negra encontraba en los ataques a los barrios judíos una manera de conjurarlas de alguna forma, pues se creía que envenenaban los depósitos de agua para propagar la enfermedad. En el siglo XIV surgieron en Alemania bandas dedicadas a matar judíos, una especie de proto-Einsatzgruppen que eran conocidos como Judenschläger, y a lo largo de Europa se sucedieron con implacable periodicidad los pogromos. En Barcelona, por ejemplo, hubo uno en 1391 con varios cientos de muertos. Fueron, en conclusión, el chivo expiatorio por excelencia, alguien fácilmente identificable a quien poder acusar de todos los males de la sociedad dada su doble condición de herejes y usureros. Nada de lo que se dijera en su contra podía sonar despiadado para la gente de bien, y así continuó siendo durante los siglos venideros.
Caricatura medieval en la que los judíos son quemados en un caldero llamado Judea. (DP)
Caricatura medieval en la que los judíos son quemados en un caldero llamado Judea. (DP)

lunes, 11 de mayo de 2015

Estampas VI



Televisión Iberia, años 60: retransmiten una corrida de toros; los vecinos vienen a verla porque es el único aparato de la calle. Además de los morlacos en blanco y negro, los Monster, Valentina y Locomotoro, el Superagente 86, la Casa de los Martínez, el Santo, el Virginiano, los Vengadores, Massiel serena... Todo sin color y con la inocencia de la infancia: la practicante aparece amenazante en casa y corro a esconderme debajo del lavabo.
Televisión Philips, adolescencia, Argentina, 78: televisión en color, los escaparates llenos de gente pasmada por ver el verde de la Bombonera, las calles todavía en blanco y negro con hombreras y pantalones de pernera ancha, Calpe, Un dos, tres, granos de adolescente y caracolas de recuerdo.
Mundial 82: mili, Irlanda del Norte, whisky y una cantina de cuartel arrasada por el calimocho. La Edad de Oro nos revoluciona, Retorno a Bridshead y Yo Claudio nos confunden.
Televisión Telefunken: La ebriedad de la juventud: movida de los 80, Soldado Swejk antes de los primeros cubalitros, Studs Lonigan, The Smiths, el Renault 8 cargado con tuberías de hormigón y manchado de vómito, un radiocasete al ritmo del acelerador.
Televisión Philips, negra, los 90: La Mancha, en Río de Janeiro los Papá Noel se asan de calor, una olimpiada vista desde Cancún, el crimen de Miguel Ángel Blanco padecido desde la distancia de La Habana, Twin Peaks, Doctor en Alaska, Seinfeld y Frasier, la vanguardia y el humor.
Dos Sony y una televisión curva, los 2000: la rehostia, el mundo a través de la pantalla, las series te impiden salir a la calle porque no hay nada tan interesante (mentiras de la edad). Los Simpson, Mad Men, Breaking Bad, Borgen, The Wire. El Intermedio y Jordi Évole y lo demás es filfa.Y siempre, desde la altura del tiempo, Jordi Hurtado observándonos desde el cielo de lo intemporal.