Ah, la France! ¡Qué ricos los croissants y el café-au-lait! Y la torre Eiffel, qué alta y qué emblemática. Y el Sena y Nôtre Dame y los tres mosqueteros y Depardieu que se hace ruso para no pagar impuestos, oh là là. Cuántos buenos momentos nos ha dado Francia, y con cuántos clichés absurdos les hemos pagado. Que si se creen el ombligo del mundo, que si nos queman los camiones, que si menos mal que los echamos, que si su cine es lento, que si su literatura es aburrida, que si son chauvinistas, que si culturalmente tampoco son para tanto…
Reconozcámoslo de una vez, ahora que no nos oyen: todas estas bobadas, los españoles las decimos por envidia. Que anda que no nos hubiera venido bien, al menos culturalmente, ser un poco o un mucho más franceses. No es cuestión de hacer ahora absurdas hipótesis, pero parece obvio que en los últimos siglos su política cultural ha funcionado mejor que la nuestra. Si es que a lo que ha habido en España desde 1812 se le puede llamar política, claro. Y, sobre todo, si se le puede llamar cultural. Aquí, ya saben, fue echar a los franceses y ponernos a gritar «Vivan las caenas» mientras aplaudíamos a un rey infecto que se dedicó a cerrar universidades y a matar afrancesados y ole y ole el botijo y la tortilla de patatas. Y las fronteras bien cerraditas para que el progreso se quedara por encima de los Pirineos consolidando un retraso industrial, científico y cultural del que aún no nos hemos puesto al día. Todo para que más tarde ese mismo rey tuviera que pedir ayuda a los francesísimos Cien Mil Hijos de San Luis para no perder el trono y que años después su hija Isabel II se exiliara en París junto a su hijo —el futuro Alfonso XII— gracias a la ayuda de Eugenia de Montijo, granadina de postín y a la sazón emperatriz de Francia. Qué cosas, ¿eh? La idea de una España sin rey no sería posible sin la que se montó en París en 1789 y nuestra monarquía actual —no lo olvidemos, la dinastía de los Borbones es francesa— lo sigue siendo gracias a la ayuda de nuestros vecinos del norte. Seamos monárquicos o republicanos, los españoles tenemos que reconocer que mucho de lo que pudimos ser y mucho de lo que somos se lo debemos a los franceses.
Y como a buen entendedor pocas palabras bastan, ya se imaginan ustedes que tras estos argumentos tan vehementes como deslavazados hoy vamos a hablar de literatura francesa.
Pero no solo eso. Cándido, de Voltaire, es un relato filosófico. O, al menos, es una respuesta despiadada a un filósofo que decía una serie de cosas que no se podían sostener sin que a uno le entrara la risa floja. «Oh, merde! ¡Filosofía! ¿Acaso hay algo más solemnemente aburrido?», gritan algunos lectores a punto de cerrar la ventana del navegador. «Que si los postulados, que si los apriorismos, que si la ontología, que si la impermanencia, que si tanta palabrería vana para hablar de cosas improductivas que le interesan a tres gatos mal contados. ¿Acaso la filosofía nos da de comer? ¿Se puede construir una casa filosofando, eh, eh?».
Pues mire, sí. A lo mejor una casa de esas que se hipotecan no, pero sin filosofía es difícil construir un hogar. O un Estado, que es como un hogar pero mucho más grande. Aunque la buena filosofía sobre todo se dedica a construir puentes. Puentes resistentes y duraderos para unir culturas, para unir conceptos, para unir ideas y, sobre todo, para unir neuronas. Ojalá en los sucesivos planes educativos con que nos han acribillado en los últimos años se hubiera incluido una formación filosófica más profunda —no, Historia de la Filosofía no es lo mismo que Filosofía, igual que Historia de la Literatura no es lo mismo que Literatura— para crear una sociedad con pensamiento crítico. Claro que si usted no está muy acostumbrado a leer ensayos filosóficos, es mejor que no se acerque de golpe a la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant si no quiere que le entren ganas de tirarse a una picadora industrial de carne en marcha. Pero ahí están, por ejemplo, algunas cuantas cosas deOrtega, otras de Platón —algún día deberíamos hablar por aquí de El banquete— o una pequeña joyita del mismo Kant llamada ¿Qué es la Ilustración? Lo que nos ayuda a recordar que, además de francés y filósofo, Voltaire fue uno de los mayores exponentes de esa extraordinaria corriente de pensamiento del siglo XVIII a la que tanto le debemos.
«¡Hosti, el XVIII! ¿Pero por qué tanta crueldad?», llora amargamente el lector, al que medio habíamos convencido con lo de la filosofía y ahora se lo vuelve a pensar al recordar a Jovellanos y a Moratín y el regreso a la regla de las tres unidades. Si de los clásicos pensamos que son aburridos, cuando nos mencionan la literatura dieciochesca nos entran escalofríos por la rabadilla con eso de que la pasión quede relegada para que la razón y las ideas florezcan en pos de una sociedad más perfecta. Y como no solo ha cambiado la forma de escribir sino también la forma de leer, hoy en día no queremos que un novelista nos adoctrine sino que nos cuente una historia entretenida —en el amplio sentido de la palabra— cuyos personajes sean un poquito —o un muchito— trasunto de nosotros mismos y, a ser posible, que nos haga pensar un tanto en el lugar que ocupamos en el mundo.
A lo mejor lo que sucede es que solo nos han contado una parte de la historia y los que se miran el ombligo no son los franceses sino nosotros mismos, porque en esa época fuera de España hubo escritores extraordinarios cuyas obras siguen hoy tan frescas. Algunos de los personajes más destacados de la historia de la literatura aparecieron en esta época, como Robinson Crusoe, Tristram Shandy o el joven Werther. Es también el siglo de la literatura libertina, cuya gradación lujuriosa de menos a más incluye joyas como Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos, la Historia de mi vida de Casanova y una buena parte de la obra del Marqués de Sade. Aquí de libertinaje no supimos nunca mucho, la verdad, más allá de algunos poemas subidos de tono deSamaniego (que además de fábulas de animalitos también sabía escribir cochinadas) y poca cosa más. Pero lo que nos interesa hoy es un género que tampoco gozó de mucho predicamento en España: la novela satírica, que en el XVIII dio al mundo maravillas como Los viajes de Gulliver o el propio Cándido, una delicia que se lee en una tarde o dos, pero que da para pensar durante varias semanas.
Cándido es un joven al que el nombre le viene que ni pintado. Que hubiera sido mejor que le llamaran Pánfilo, eso sí, porque más que inocente es bobo de los de ganar concursos. Concursos de bobos, se entiende. Vive una vida tranquila y apacible en el castillo del barón Thunder-ten-Tronckh, disfrutando de dos placeres incomparables: la visión de la bella Cunegunda y las lecciones filosóficas que le da su preceptor Pangloss, un buenista que se dedica a contar que el mundo es perfecto y maravilloso. Y Cándido, el pobre, no puede más que darle la razón. Total, la vida en un castillo es algo extraordinario, con su comida caliente y sus edredones de plumas y su guardia que te protege las veinticuatro horas.Voltaire debe haber sido uno de los autores más prohibidos y menos leídos en España. Pero no es que haya sido poco leído por haber sido prohibido —ya sabemos que no hay nada que más anime a leer algo que el que nos lo prohíban— sino que se ha condenado incluso antes de leerlo. Sus obras completas, por ejemplo, estuvieron varias veces en el Índice de libros prohibidos. Un curioso honor, ya ven, que hoy queremos rebatir con nuestro pequeño grano de arena animando a leerlo. No porque sea francés o filosófico o del siglo XVIII, sino porque es un libro divertido, ágil, crítico, eficaz y sobre todo muy actual. Sí, sí: actual. Hay sitio para usted en este relato, tanto si piensa que el mundo es fabuloso o, todo lo contrario, que es un lugar miserable lleno de injusticias.
El caso es que Pangloss es un trasunto de Leibniz, un filósofo alemán que entre otras cosas se dedicó a justificar por qué el mundo es tan horrible si Dios es tan benévolo. El amigo Leibniz, que durante toda su vida viajó lo suficiente de corte en corte como para sentir que el mundo le sonreía, argumentaba que sí, que bueno, que no vivimos en un mundo perfecto pero sí en el mejor de los mundos posibles y con eso deberíamos estar satisfechos porque, total, es un mundo creado por un Dios perfecto y matemático que ha sabido encontrar y combinar las mejores posibilidades imaginables. Voltaire, en cambio, viajó lo suficiente de cárcel en exilio como para pensar que eso era una solemne mamarrachada y que a Leibniz lo que le hacía falta eran dos guantazos. Afortunadamente para la historia de la literatura, Leibniz llevaba muerto casi medio siglo y Voltaire se tuvo que conformar con escribir Cándido, donde las teorías del alemán son llevadas al extremo para mostrar que carecen de fundamento alguno. Así, por ejemplo, el sabio Pangloss enseña a Cándido que como muestra de ese mejor mundo posible nuestro, la nariz se hizo para llevar anteojos y por eso llevamos anteojos.
Dicho así parece una tontería. Pero esto es solo un ejemplo, claro. Y es que Voltaire aprovecha la ocasión para realizar una despiadada crítica contra los horrores del mundo y la hipocresía del ser humano. Y todo porque el joven se ve obligado a salir del castillo y emprender una vida por su cuenta. Pero las cosas llevan unas a otras y el pobre Cándido viajará de país en país conociendo de primera mano la guerra, el terrible terremoto de Lisboa de 1755, la esclavitud, la Inquisición… sin dejar de creer que las enseñanzas de Pangloss son ciertas, y que sí, que el mundo es muy feo pero qué suerte tenemos de estar en él. Y todo con un humor absurdo, cruel y demoledoramente crítico, algo así como una curiosa mezcla de Gila, Tarantino y Michael Moore.
(Nota: si usted no es español, es posible que no sepa que Gila fue el mejor humorista de este país, así que aparte de pedirle disculpas por todo el rollo sobre España y Francia del segundo párrafo, le dejamos aquí uno de sus vídeos más representativos para que sepa de quién hablamos. Si usted es español y sabe quién es Gila, déle al clic y vuelva a disfrutar de la historia de su vida. Y si usted es español y no sabe quién es Gila, lo sentimos pero usted no es español).
Parece peregrino unir al gran cómico español con Voltaire, pero hay un componente común basado en un humor absurdo a lo largo de las peripecias de los protagonistas. Esta causalidad casi casualidad que mueve la vida de Gila («se lo conté a mi madre y me dijo: “pues anda, vámonos a Chicago”», por ejemplo) es una de las características principales de la estructura de Cándido, donde el protagonista aparece en un país como podría haber aparecido en otro sin más lógica que la que el autor necesita para contar su historia. Aun así, esta mezcla que se nos ha ocurrido para definir el relato no es suficiente. Gila es absurdo, Tarantino es salvaje y Moore es sarcástico. Voltaire pone todo eso en la olla, claro, pero le añade un ingrediente que consigue que el plato final se conserve fabulosamente: la sátira. La ironía y el sarcasmo están muy bien, pero es en la sátira donde el autor emplea su ingenio en ridiculizar todo tipo de vicios y abusos para hacer una denuncia social. Como decíamos, la sátira no llegó a arraigar en España porque, bueno, digamos que de libertad de expresión hemos estado históricamente un poco escasos y cuando por fin la hemos tenido, ejem. Lo cual no quita para que nos hayan satirizado históricamente, como ya explicó aquí Rubén Caviedes.
Pero un libro no es mejor ni peor por su capacidad satírica. Sea cual sea el tono elegido por el autor, es necesario que en una obra literaria todo gire sobre una historia más o menos sólida. En el caso de Cándido, el tono satírico la fortalece ya que la trama es tan absurda y tan novelesca —en el peor sentido de la palabra— que solo puede disfrutarse con un registro así de exagerado. Al igual que Cervantes se pitorreó de los libros de caballerías en su Don Quijote, Voltaire aprovecha para hacer sangre contra las llamadas novelas bizantinas. Estas novelas, que gozaban de enorme éxito desde tiempos de los griegos, contenían unas tramas imposibles llenas de piratas, secuestros, traidores, situaciones rocambolescas, muertes violentas, desgracias naturales… Para entendernos, algo así como La princesa prometida pero en tono dramático y muchas veces traspasando el límite de lo patético. Voltaire, una de las mentes más lúcidas de su tiempo, aprovecha el género para decirnos que esas historias son muy molonas, sí, porque vivimos en una burbuja que nos permite pensar que mañana será otro día, pero que allá afuera lo normal es que la gente no sepa si al día siguiente va a seguir vivo. Y que un mundo así no puede ser el mejor de los mundos posibles creado por un Dios benévolo y omnipotente, porque en ese caso o no existe Dios o bien se trata de un dios mezquino, estúpido y/o incompetente. Vaya con Voltaire, ¿eh? No es de extrañar que a los censores se les disparara el rotulador rojo de prohibir cosas. Es lo que tiene la sátira: que ente jijí y jajá se cuelan una serie de mensajes que no van a agradar a todo el mundo. Ya ven: estamos hablando de un pequeño relato escrito hace más de dos siglos y medio, pero tan actual que muy posiblemente algún lector de hoy en día seguirá sintiéndose ofendido.
El joven Cándido sufrirá un choque continuo con la realidad, que poco a poco le hará ver que ni Pangloss ni Leibniz sabían de lo que estaban hablando. No destriparemos la trama si decimos que su peregrinación forzosa le llevará a conocer un verdadero mundo ideal donde todo es paz y armonía. Un mundo legendario del que regresará, como en el mito de la caverna de Platón, para comprobar que el mundo real es una pifia y que le llevará a pronunciar la famosa frase con la que se cierra el relato. Una frase que ha suscitado varias teorías y que en el fondo es un modo elegante y graciosísimo de mandar a Leibniz a defecar a la línea ferroviaria. Pero para llegar a ella (a la frase final, no a la línea ferroviaria) es necesario que el lector abra el libro y comience a leer, a ser posible con un paquete de biodramina cerca si suele marearse con la velocidad. Y de paso, con unos cuantos ibuprofenos para el dolor de mandíbula que le va a provocar tanta carcajada.
Ayuda para vagos y maleantes. Hay unas cuantas posibilidades de acercarse a Cándido sin leer la obra original. Como todo buen clásico, la novela de Voltaire no ha perdido su vigencia y es fácilmente adaptable a otros tiempos. Es el caso de la película de 1960 protagonizada por Jean-Pierre Cassel y Louis de Funes, ambientada en la Segunda Guerra Mundial. También pueden echar un ojo a la versión teatral para la Royal Shakespeare Company que escribió Mark Ravenhill, en la que la acción transcurre ya en el siglo XXI. Pero si lo que quieren es quedarse con la boca abierta, escuchen hasta el final este espectacular Glitter and be gay que canta Cunegunda en la opereta Candide de Leonard Bernstein. Pueden, por supuesto, escuchar la opereta entera, pero ya les avisamos de que se tarda menos en leer el original de Voltaire. Y no olvidemos los cómics: el viaje de Cándido es tan intenso que a su lado la más ágil de las road movies parece una versión de Cocoon rodada con figuritas de Lladró. De ahí que haya sido trasladado a novela gráfica en varias ocasiones, siendo la más celebrada la versión de Radovanović en tres volúmenes, con guión de Dragan y Delpâture. Ya ven, hay versiones para todos los gustos. Cine, teatro, ópera y comic. ¿Quién lo iba a decir de un libro francés, filosófico y, por si fuera poco, del siglo XVIII?