lunes, 13 de octubre de 2014

"Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos: Cándido" de Ernesto Filardi


Ah, la France! ¡Qué ricos los croissants y el café-au-lait! Y la torre Eiffel, qué alta y qué emblemática. Y el Sena y Nôtre Dame y los tres mosqueteros y Depardieu que se hace ruso para no pagar impuestos, oh là là. Cuántos buenos momentos nos ha dado Francia, y con cuántos clichés absurdos les hemos pagado. Que si se creen el ombligo del mundo, que si nos queman los camiones, que si menos mal que los echamos, que si su cine es lento, que si su literatura es aburrida, que si son chauvinistas, que si culturalmente tampoco son para tanto…
Reconozcámoslo de una vez, ahora que no nos oyen: todas estas bobadas, los españoles las decimos por envidia. Que anda que no nos hubiera venido bien, al menos culturalmente, ser un poco o un mucho más franceses. No es cuestión de hacer ahora absurdas hipótesis, pero parece obvio que en los últimos siglos su política cultural ha funcionado mejor que la nuestra. Si es que a lo que ha habido en España desde 1812 se le puede llamar política, claro. Y, sobre todo, si se le puede llamar cultural. Aquí, ya saben, fue echar a los franceses y ponernos a gritar «Vivan las caenas» mientras aplaudíamos a un rey infecto que se dedicó a cerrar universidades y a matar afrancesados y ole y ole el botijo y la tortilla de patatas. Y las fronteras bien cerraditas para que el progreso se quedara por encima de los Pirineos consolidando un retraso industrial, científico y cultural del que aún no nos hemos puesto al día. Todo para que más tarde ese mismo rey tuviera que pedir ayuda a los francesísimos Cien Mil Hijos de San Luis para no perder el trono y que años después su hija Isabel II se exiliara en París junto a su hijo —el futuro Alfonso XII— gracias a la ayuda de Eugenia de Montijo, granadina de postín y a la sazón emperatriz de Francia. Qué cosas, ¿eh? La idea de una España sin rey no sería posible sin la que se montó en París en 1789 y nuestra monarquía actual —no lo olvidemos, la dinastía de los Borbones es francesa— lo sigue siendo gracias a la ayuda de nuestros vecinos del norte. Seamos monárquicos o republicanos, los españoles tenemos que reconocer que mucho de lo que pudimos ser y mucho de lo que somos se lo debemos a los franceses.
Y como a buen entendedor pocas palabras bastan, ya se imaginan ustedes que tras estos argumentos tan vehementes como deslavazados hoy vamos a hablar de literatura francesa.
Pero no solo eso. Cándido, de Voltaire, es un relato filosófico. O, al menos, es una respuesta despiadada a un filósofo que decía una serie de cosas que no se podían sostener sin que a uno le entrara la risa floja. «Oh, merde! ¡Filosofía! ¿Acaso hay algo más solemnemente aburrido?», gritan algunos lectores a punto de cerrar la ventana del navegador. «Que si los postulados, que si los apriorismos, que si la ontología, que si la impermanencia, que si tanta palabrería vana para hablar de cosas improductivas que le interesan a tres gatos mal contados. ¿Acaso la filosofía nos da de comer? ¿Se puede construir una casa filosofando, eh, eh?».
Pues mire, sí. A lo mejor una casa de esas que se hipotecan no, pero sin filosofía es difícil construir un hogar. O un Estado, que es como un hogar pero mucho más grande. Aunque la buena filosofía sobre todo se dedica a construir puentes. Puentes resistentes y duraderos para unir culturas, para unir conceptos, para unir ideas y, sobre todo, para unir neuronas. Ojalá en los sucesivos planes educativos con que nos han acribillado en los últimos años se hubiera incluido una formación filosófica más profunda —no, Historia de la Filosofía no es lo mismo que Filosofía, igual que Historia de la Literatura no es lo mismo que Literatura— para crear una sociedad con pensamiento crítico. Claro que si usted no está muy acostumbrado a leer ensayos filosóficos, es mejor que no se acerque de golpe a la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant si no quiere que le entren ganas de tirarse a una picadora industrial de carne en marcha. Pero ahí están, por ejemplo, algunas cuantas cosas deOrtega, otras de Platón —algún día deberíamos hablar por aquí de El banquete— o una pequeña joyita del mismo Kant llamada ¿Qué es la Ilustración? Lo que nos ayuda a recordar que, además de francés y filósofo, Voltaire fue uno de los mayores exponentes de esa extraordinaria corriente de pensamiento del siglo XVIII a la que tanto le debemos.
«¡Hosti, el XVIII! ¿Pero por qué tanta crueldad?», llora amargamente el lector, al que medio habíamos convencido con lo de la filosofía y ahora se lo vuelve a pensar al recordar a Jovellanos y a Moratín y el regreso a la regla de las tres unidades. Si de los clásicos pensamos que son aburridos, cuando nos mencionan la literatura dieciochesca nos entran escalofríos por la rabadilla con eso de que la pasión quede relegada para que la razón y las ideas florezcan en pos de una sociedad más perfecta. Y como no solo ha cambiado la forma de escribir sino también la forma de leer, hoy en día no queremos que un novelista nos adoctrine sino que nos cuente una historia entretenida —en el amplio sentido de la palabra— cuyos personajes sean un poquito —o un muchito— trasunto de nosotros mismos y, a ser posible, que nos haga pensar un tanto en el lugar que ocupamos en el mundo.
A lo mejor lo que sucede es que solo nos han contado una parte de la historia y los que se miran el ombligo no son los franceses sino nosotros mismos, porque en esa época fuera de España hubo escritores extraordinarios cuyas obras siguen hoy tan frescas. Algunos de los personajes más destacados de la historia de la literatura aparecieron en esta época, como Robinson Crusoe, Tristram Shandy o el joven Werther. Es también el siglo de la literatura libertina, cuya gradación lujuriosa de menos a más incluye joyas como Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos, la Historia de mi vida de Casanova y una buena parte de la obra del Marqués de Sade. Aquí de libertinaje no supimos nunca mucho, la verdad, más allá de algunos poemas subidos de tono deSamaniego (que además de fábulas de animalitos también sabía escribir cochinadas) y poca cosa más. Pero lo que nos interesa hoy es un género que tampoco gozó de mucho predicamento en España: la novela satírica, que en el XVIII dio al mundo maravillas como Los viajes de Gulliver o el propio Cándido, una delicia que se lee en una tarde o dos, pero que da para pensar durante varias semanas.
Cándido es un joven al que el nombre le viene que ni pintado. Que hubiera sido mejor que le llamaran Pánfilo, eso sí, porque más que inocente es bobo de los de ganar concursos. Concursos de bobos, se entiende. Vive una vida tranquila y apacible en el castillo del barón Thunder-ten-Tronckh, disfrutando de dos placeres incomparables: la visión de la bella Cunegunda y las lecciones filosóficas que le da su preceptor Pangloss, un buenista que se dedica a contar que el mundo es perfecto y maravilloso. Y Cándido, el pobre, no puede más que darle la razón. Total, la vida en un castillo es algo extraordinario, con su comida caliente y sus edredones de plumas y su guardia que te protege las veinticuatro horas.Voltaire debe haber sido uno de los autores más prohibidos y menos leídos en España. Pero no es que haya sido poco leído por haber sido prohibido —ya sabemos que no hay nada que más anime a leer algo que el que nos lo prohíban— sino que se ha condenado incluso antes de leerlo. Sus obras completas, por ejemplo, estuvieron varias veces en el Índice de libros prohibidos. Un curioso honor, ya ven, que hoy queremos rebatir con nuestro pequeño grano de arena animando a leerlo. No porque sea francés o filosófico o del siglo XVIII, sino porque es un libro divertido, ágil, crítico, eficaz y sobre todo muy actual. Sí, sí: actual. Hay sitio para usted en este relato, tanto si piensa que el mundo es fabuloso o, todo lo contrario, que es un lugar miserable lleno de injusticias.
El caso es que Pangloss es un trasunto de Leibniz, un filósofo alemán que entre otras cosas se dedicó a justificar por qué el mundo es tan horrible si Dios es tan benévolo. El amigo Leibniz, que durante toda su vida viajó lo suficiente de corte en corte como para sentir que el mundo le sonreía, argumentaba que sí, que bueno, que no vivimos en un mundo perfecto pero sí en el mejor de los mundos posibles y con eso deberíamos estar satisfechos porque, total, es un mundo creado por un Dios perfecto y matemático que ha sabido encontrar y combinar las mejores posibilidades imaginables. Voltaire, en cambio, viajó lo suficiente de cárcel en exilio como para pensar que eso era una solemne mamarrachada y que a Leibniz lo que le hacía falta eran dos guantazos. Afortunadamente para la historia de la literatura, Leibniz llevaba muerto casi medio siglo y Voltaire se tuvo que conformar con escribir Cándido, donde las teorías del alemán son llevadas al extremo para mostrar que carecen de fundamento alguno. Así, por ejemplo, el sabio Pangloss enseña a Cándido que como muestra de ese mejor mundo posible nuestro, la nariz se hizo para llevar anteojos y por eso llevamos anteojos.
Dicho así parece una tontería. Pero esto es solo un ejemplo, claro. Y es que Voltaire aprovecha la ocasión para realizar una despiadada crítica contra los horrores del mundo y la hipocresía del ser humano. Y todo porque el joven se ve obligado a salir del castillo y emprender una vida por su cuenta. Pero las cosas llevan unas a otras y el pobre Cándido viajará de país en país conociendo de primera mano la guerra, el terrible terremoto de Lisboa de 1755, la esclavitud, la Inquisición… sin dejar de creer que las enseñanzas de Pangloss son ciertas, y que sí, que el mundo es muy feo pero qué suerte tenemos de estar en él. Y todo con un humor absurdo, cruel y demoledoramente crítico, algo así como una curiosa mezcla de GilaTarantino y Michael Moore.
(Nota: si usted no es español, es posible que no sepa que Gila fue el mejor humorista de este país, así que aparte de pedirle disculpas por todo el rollo sobre España y Francia del segundo párrafo, le dejamos aquí uno de sus vídeos más representativos para que sepa de quién hablamos. Si usted es español y sabe quién es Gila, déle al clic y vuelva a disfrutar de la historia de su vida. Y si usted es español y no sabe quién es Gila, lo sentimos pero usted no es español).
Parece peregrino unir al gran cómico español con Voltaire, pero hay un componente común basado en un humor absurdo a lo largo de las peripecias de los protagonistas. Esta causalidad casi casualidad que mueve la vida de Gila («se lo conté a mi madre y me dijo: “pues anda, vámonos a Chicago”», por ejemplo) es una de las características principales de la estructura de Cándido, donde el protagonista aparece en un país como podría haber aparecido en otro sin más lógica que la que el autor necesita para contar su historia. Aun así, esta mezcla que se nos ha ocurrido para definir el relato no es suficiente. Gila es absurdo, Tarantino es salvaje y Moore es sarcástico. Voltaire pone todo eso en la olla, claro, pero le añade un ingrediente que consigue que el plato final se conserve fabulosamente: la sátira. La ironía y el sarcasmo están muy bien, pero es en la sátira donde el autor emplea su ingenio en ridiculizar todo tipo de vicios y abusos para hacer una denuncia social. Como decíamos, la sátira no llegó a arraigar en España porque, bueno, digamos que de libertad de expresión hemos estado históricamente un poco escasos y cuando por fin la hemos tenido, ejem. Lo cual no quita para que nos hayan satirizado históricamente, como ya explicó aquí Rubén Caviedes.
Pero un libro no es mejor ni peor por su capacidad satírica. Sea cual sea el tono elegido por el autor, es necesario que en una obra literaria todo gire sobre una historia más o menos sólida. En el caso de Cándido, el tono satírico la fortalece ya que la trama es tan absurda y tan novelesca —en el peor sentido de la palabra— que solo puede disfrutarse con un registro así de exagerado. Al igual que Cervantes se pitorreó de los libros de caballerías en su Don Quijote, Voltaire aprovecha para hacer sangre contra las llamadas novelas bizantinas. Estas novelas, que gozaban de enorme éxito desde tiempos de los griegos, contenían unas tramas imposibles llenas de piratas, secuestros, traidores, situaciones rocambolescas, muertes violentas, desgracias naturales… Para entendernos, algo así como La princesa prometida pero en tono dramático y muchas veces traspasando el límite de lo patético. Voltaire, una de las mentes más lúcidas de su tiempo, aprovecha el género para decirnos que esas historias son muy molonas, sí, porque vivimos en una burbuja que nos permite pensar que mañana será otro día, pero que allá afuera lo normal es que la gente no sepa si al día siguiente va a seguir vivo. Y que un mundo así no puede ser el mejor de los mundos posibles creado por un Dios benévolo y omnipotente, porque en ese caso o no existe Dios o bien se trata de un dios mezquino, estúpido y/o incompetente. Vaya con Voltaire, ¿eh? No es de extrañar que a los censores se les disparara el rotulador rojo de prohibir cosas. Es lo que tiene la sátira: que ente jijí y jajá se cuelan una serie de mensajes que no van a agradar a todo el mundo. Ya ven: estamos hablando de un pequeño relato escrito hace más de dos siglos y medio, pero tan actual que muy posiblemente algún lector de hoy en día seguirá sintiéndose ofendido.
El joven Cándido sufrirá un choque continuo con la realidad, que poco a poco le hará ver que ni Pangloss ni Leibniz sabían de lo que estaban hablando. No destriparemos la trama si decimos que su peregrinación forzosa le llevará a conocer un verdadero mundo ideal donde todo es paz y armonía. Un mundo legendario del que regresará, como en el mito de la caverna de Platón, para comprobar que el mundo real es una pifia y que le llevará a pronunciar la famosa frase con la que se cierra el relato. Una frase que ha suscitado varias teorías y que en el fondo es un modo elegante y graciosísimo de mandar a Leibniz a defecar a la línea ferroviaria. Pero para llegar a ella (a la frase final, no a la línea ferroviaria) es necesario que el lector abra el libro y comience a leer, a ser posible con un paquete de biodramina cerca si suele marearse con la velocidad. Y de paso, con unos cuantos ibuprofenos para el dolor de mandíbula que le va a provocar tanta carcajada.
Ayuda para vagos y maleantes. Hay unas cuantas posibilidades de acercarse a Cándido sin leer la obra original. Como todo buen clásico, la novela de Voltaire no ha perdido su vigencia y es fácilmente adaptable a otros tiempos. Es el caso de la película de 1960 protagonizada por Jean-Pierre Cassel y Louis de Funes, ambientada en la Segunda Guerra Mundial. También pueden echar un ojo a la versión teatral para la Royal Shakespeare Company que escribió Mark Ravenhill, en la que la acción transcurre ya en el siglo XXI. Pero si lo que quieren es quedarse con la boca abierta, escuchen hasta el final este espectacular Glitter and be gay que canta Cunegunda en la opereta Candide de Leonard Bernstein. Pueden, por supuesto, escuchar la opereta entera, pero ya les avisamos de que se tarda menos en leer el original de Voltaire. Y no olvidemos los cómics: el viaje de Cándido es tan intenso que a su lado la más ágil de las road movies parece una versión de Cocoon rodada con figuritas de Lladró. De ahí que haya sido trasladado a novela gráfica en varias ocasiones, siendo la más celebrada la versión de Radovanović en tres volúmenes, con guión de Dragan y Delpâture. Ya ven, hay versiones para todos los gustos. Cine, teatro, ópera y comic. ¿Quién lo iba a decir de un libro francés, filosófico y, por si fuera poco, del siglo XVIII?

sábado, 11 de octubre de 2014

"La esposa de la canción" de Gustavo Martín Garzo ("El País")


Santa Teresa”, escribe Cioran, “era una esposa de la canción, un corazón traspasado, el misterio del solitario, de una pasión divina imparcial, la misma fuerza, lo mismo... Todo su tambaleo en un trance de éxtasis es la esposa del Cantar que deambula y no encuentra, es todo el embebecimiento sabroso, es la esposa de la canción que ha logrado su propósito, o que ha sido secuestrada por sorpresa”. Una esposa en busca de su amado, que sigue su rastro en la oscuridad, que se adentra con él donde nadie puede verles.
El Dios en el que cree Santa Teresa no es una entidad abstracta, como el dios de las grandes religiones, sino que tiene una dimensión humana. No solo habla con él sino que llega a describirlo físicamente: habla de su cuerpo, de sus gestos, del color de sus ojos. Habla de él como la esposa del Cantar lo hace de su amado. Y, como la esposa, también ella busca un lugar escondido y secreto, donde recibirle, pues todo ese mundo de visiones, arrobamientos y gozos inefables, ese mundo de hermosos desatinos de los que ella da cuenta en sus escritos solo habla del cuerpo transfigurado por el amor.
Los pasajes en que nos cuenta sus raptos no tienen nada en común con los delirios de un psicótico. Un delirio es un sueño que no se puede compartir, que solo le pertenece al que lo tiene, que no cabe abandonar. Y los delirios de Santa Teresa lejos de apartarla del mundo la hacen soñar con una comunidad de iguales, una comunidad de mujeres. En realidad, tan pronto se encuentra con Dios corre a reunirse con sus monjas para contárselo. Y como prueba de ello ahí está el Libro de la vida, que es sin duda uno de los libros más extraordinarios, inclasificables y deleitosos que se han escrito en nuestra lengua. Una Sherezade celeste es lo que Santa Teresa soñaba ser.
Santa Teresa no se limita a hablar con Dios sino que lo ve, y se ve atravesada por él. Este es el famoso pasaje en que Santa Teresa describe uno de esos encuentros: “Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal... No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrasan... Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento... Los días que duraba esto andaba como embobada, no quisiera ver ni hablar, sino abrasarme con mi pena, que para mí era mayor gloria, que cuantas hayan tomado lo criado”.
Se trata de un rapto consentido, la escena de una amante arrebatada en la noche por el ser que ama. Estamos en el reino de la adoración, y adorar algo es abandonar el reino del yo, del sujeto, y desaparecer en esa noche de la que hablan las canciones de alba. Los amantes, en esas canciones, no quieren que la noche termine, no quieren que amanezca porque eso supone encontrarse con aquellos que eran antes de conocerse. “El cuerpo del amor se vuelve transparente”, escribe José Ángel Valente en uno de sus poemas. Y añade: “No busca el alba, no amanece el cantor”. Es de ese espacio sustraído a la identidad, a la razón, al alba, de lo que habla Santa Teresa en sus trances.
“La poesía”, escribió Lorca, “no quiere adeptos sino amantes. Pone ramas de zarzamoras y erizos de cristal para que se hieran por su amor las manos que la buscan”. Santa Teresa es una de esas amantes, por eso sufre constantes trastornos y llega a enfermar una y otra vez en ese camino de perfección. Se ha hablado de crisis epilépticas, de problemas histéricos, de trastornos derivados de unas fiebres reumáticas mal curadas y de otras dolencias reales o imaginarias. Pero su cuerpo es el cuerpo de todos los seres heridos de los cuentos.
Los cuerpos heridos por la pena o el desprecio de los demás, que no fue sino lo que ella misma tuvo que sufrir a causa del origen judío de su familia y de su condicion de mujer. Es la ley de los cuentos, que nada esté completo, por eso su mundo está poblado de seres y lugares rotos. Seres a los que les faltan los brazos, que no pueden ver o andar, que viven presos en torres que nadie visita, que han perdido la voz o que tienen que realizar las tareas más complicadas o visitar los reinos más extraños.
Santa Teresa siempre cumple con esas tareas y regresa de esos reinos. Como el trapecista, vuela a lo alto, pero sabe que tiene que descender, ocuparse de sus monjas, de su escritura, de sus compromisos con el mundo y con su propia fe. Por eso quiere reformar el Carmelo, para hacer frente a esos compromisos. Para ella, un convento es un lugar donde vivir. De ahí su humor, la ironía que desprenden sus escritos. La ironía transforma el templo en una casa.
“No era grande, sino pequeño”, escribe del ángel que la visita. Ese ángel es una metáfora preciosa del amor, porque el amor, como el juego de los niños, es el reino de lo pequeño. La celda en que escribía Santa Teresa era un lugar diminuto. Escribía sentada en el suelo, poniendo el papel sobre el duro jergón, ya que apenas había espacio para más. Es curioso señalar a este respecto la importancia que tienen los diminutivos en el Libro de la vida. Se ha hablado de su valor afectivo, y de cómo esa forma gramatical expresa el estado de pobreza espiritual del alma que empieza su camino de perfección, pero su verdadero significado es otro.
“Casa de trece pobrecillas, unos trabajillos envueltos en mil contentos, una triste pastorcilla, estas maripositas de las noches...”, todos esos diminutivos son su manera de mantenerse en ese reino de lo pequeño esencial. Lo pequeño es el símbolo de lo que está en el umbral, lo abierto a otras formas de realidad, al lugar donde viven los deseos. Su mundo es el mundo de graciosa afectividad de los villancicos y las canciones populares.
Pero ¿no es la escritura también una forma de hacerse pequeña, de desaparecer en ese silencio que es su sola razón de existir? Santa Teresa no escribe porque se lo hayan pedido sus superiores, pues de ser así ¿cómo sus palabras tendrían esa gracia, estarían tan llenas de deseo? Escribir para ella es relacionarse con lo que desconoce. La búsqueda de un interlocutor providencial que le haga decir lo que no sabe explicar; la espera, en suma, de la gracia. Una respuesta a preguntas que no nos habíamos hecho, eso es la gracia para ella. Tal es el misterio de Santa Teresa, y lo que hace que cinco siglos después de su nacimiento podamos seguir leyéndola con gozo: transforma la religión en poesía. Porque religión y poesía no siempre son lo mismo (y esta es la desgracia de las religiones). La religión nos ofrece respuestas; la poesía nos enseña a amar las preguntas aun sabiendo que no pueden ser contestadas.

miércoles, 8 de octubre de 2014

"La religión y otros chistes increíbles" de Miguel Iríbar


La religión, ese asunto tan “serio” que a menudo los cómicos evitan porque “la gente es muy sensible” es, justamente por eso, uno de los tópicos más apasionantes que pueden tratarse en un monólogo. Como ateo practicante, celebro cada intento de cuestionar la religión de forma seria a través del humor, delatando el fraude de ese invento tan antiguo, que aún tiene fuerza, seguidores y una casilla en la declaración de la renta.
Miles de explicaciones intentan justificar que haya tantas religiones y todas ellas sean respetables: es algo presente en todas las culturas, ayuda a la gente a soportar la dureza de la vida, forma parte de nuestra esencia interior, etc. Cuando uno se atreve a decir que cualquier religión es simplemente un cuento y una invención, algo obvio a poco que uno investigue el origen de todas ellas, parece que está socavando la integridad moral de todos los creyentes. Ser creyente es una especie de carta blanca que te permite no dar explicaciones por las flagrantes estupideces que salen de tus labios, no hacer transfusiones a tu hijo, creer que Dios te regaló un trozo de tierra, amputar el clítoris de tu hija, apedrear a una chica por ir con un tipo en un coche o llamar puta a la vecina del quinto. Ser creyente te permite mirar por encima del hombro a millones de personas que viven en pecado y no van a salvarse, aparte de considerar que el refrito de tus valores morales es mejor que el refrito de cualquier otra persona, especialmente si esa otra persona no cree en ningún dios. Desde los megalómanos faraones de Egipto hasta los zumbados aztecas, pasando por las Cruzadas, el fundamentalismo islámico y una serie casi infinita de religiones, siempre ha habido unos cuantos elegidos que habrían arrasado al resto de la humanidad sin piedad alguna, sabiendo que hacían el Bien. Desde luego, hay pocas que no lo hayan intentado. No hay ningún tipo de ateísmo que tenga la caradura de pedir esos u otros derechos por el hecho de no profesar ninguna creencia, y por supuesto no existe ningún estado con leyes que se lo permita.
Guste o no guste, esto se está terminando. Puede que sea así, en gerundio, es un proceso largo y no podemos permitirnos el lujo del participio, pero la ciencia, las comunicaciones, y el creciente espíritu crítico de una mayoría suficiente de cabezas pensantes acabarán con esta etapa supersticiosa y crédula del ser humano. Quizá no suceda en este siglo ni en el próximo, pero las horas están contadas, y en la parte que concierne a este blog, muchos cómicos, sobre todo americanos, llevan mucho tiempo metiendo el dedo en la llaga.
Justamente en Estados Unidos, ese país repleto de creacionistas afines al Tea Party, de antiabortistas asesinos, de retrasados con estudios que creen que Obama es el Anticristo y donde la frase “In God we trust” corona cada billete de dólar, se produce la mejor comedia antireligiosa del mundo. Para empezar, un “básico” que seguramente ya conozcan pero que no está de más repasar: George Carlin.

https://www.youtube.com/watch?v=s1MdRzZWQMo

Todos tenemos gente conocida, querida, que cree en cosas que nos parecen absurdas. Hay grandes peleas en torno al fútbol, a la política o al modo de alimentarnos. Al menos sabemos que, para bien o para mal, la política, el fútbol y el tofu existen. No ocurre lo mismo con la idea del “Más allá” que cada religión vende a sus fieles. En todo caso, y aceptando lo intangible de su pensamiento y de la irrefutable prueba interior que funda cada fe personal, uno tiene la sensación de que en el fondo del corazón de cada creyente hay una gran duda inasumible. Y a ellos, sobre todo a los más flexibles, a los que critican al Papa pero siguen yendo a misa, a los que detestan la condena del Vaticano al preservativo en África y apuestan por la religión de base y los misioneros, ignorando lo que hacen sus jefes en Roma, y en definitiva, a todos los que modelan una religión a su medida, va dedicado este fragmento de Doug Stanhope.

Siguiendo con el entrañable Doug, añadamos este vídeo de apenas un minuto sobre el Papa, uno de los mejores gags que he escuchado en los últimos meses.

Hace poco se estrenaba The Master, una supuesta recreación de la vida de L. Ron Hubbard, padre de la Cienciología. Aparte de lo que les parezca como película esta historia de Paul Thomas Anderson, que tampoco ha querido hacer un trabajo exhaustivo ni documental sobre el tema, la trama se centra en un aspecto interesante: la creación de una nueva religión es algo muy complicado, que a menudo se confunde con la estafa. La Cienciología, que muchos llaman secta, cuando en el fondo cualquier religión es una secta venida a más, es otro cuentecito más, un nuevo fraude moderno. De ella, del cristianismo, de los mormones, y de muchas más cosas, nos habla Bill Maher, tal vez el cómico y presentador actual más concienciado con el tema religioso al otro lado del Atlántico. Cuando tengan tiempo, busquen su documental Religolous en Youtube. Mientras tanto, disfruten de estos seis minutos y medio de verdades como puños.
Sorprende, aun sabiendo que se trata de una minoría en su país, ver que el público aplaude y vitorea cada crítica a las religiones, cada referencia al sentido común. En España cada vez es más habitual tratar estos temas y sentir que la gente agradece cierta irreverencia, aunque habría que fletar cincuenta autobuses y hacer cinco castings para juntar a mil personas que reaccionaran así. Muy recomendables son también los grandes bloques de Rick Gervais, Bill Hicks, Dara O’Briain, Lewis Black y un largo etcétera de cómicos, sobre todo angloparlantes, que tienen por costumbre destripar las falacias de la religión. Y si reclaman algo más serio, lean Dios no es bueno, de Christopher Hitchens, o El espejismo de Dios de Richard Dawkins, tipos brillantes que no escatiman en sentido del humor. Hitchens, que murió hace poco más de un año, iniciaba una conferencia diciendo: “Ok, no sé si realmente me tomará diez minutos refutar la existencia de Dios”. Dawkins impulsó una célebre campaña a favor del ateísmo, colocando carteles en los autobuses del centro de Londres, con la frase que encabeza esta entrada del blog.
Criticar la religión puede ser incómodo, pero no es gratuito. Si algo ha caracterizado a las religiones a lo largo de la historia, es su odio al sentido del humor. Nunca te matan por llorar por algo, pero sí por reírte de ese algo. Está bien recordar que muchas religiones, cuando podían, cuando eran fuertes, exterminaban a quienes se reían de sus creencias. Y lo siguen haciendo en muchas partes del mundo. El resto viene con la sonrisa amable, con el chupito gratis de la caridad, con el flyer del amor al prójimo y el dos por uno de la Salvación, pero su local sigue lleno de represión, supersticiones y deseo de poder. Aprovechemos que ahora es nuestro turno, y consolémonos con el célebre “quien ríe el último, ríe mejor”.

domingo, 5 de octubre de 2014

'Leyendawski' de Juan Bonilla


Es bien sabido que con la figura del perdedor han hecho su fortuna muchos triunfadores. Uno de los más significativos es Charles Bukowski, que cuando ya vivía en un chalet de dos plantas y conducía un BMW de miles de dólares pagados al contado, escribió: Esto es mucho mejor: vivir: donde vivo ahora/ escuchar/ el consuelo/ la bondad/ de esta inesperada/ sinfonía del triunfo: una nueva vida"  Los versos parecen dar a entender que "la vieja vida" fue terrible, y, de hecho, el 'héroe bukowskiano', con insolentes rasgos autobiográficos, es reconocido por ser un marginal que se gana la vida como puede, disparando poemas a revistillas que los pagan mal y tarde o con trabajos de poca monta en los que es humillado a cambio de una paga que se va mayormente en litros de cerveza y montañas de putas. Borracho, mujeriego, bronquista y jugador: así es el personaje principal erigido por Bukowski a través de muchos relatos, muchísimos poemas y unas cuantas novelas que, convenientemente barajadas, pueden hacer las veces de autobiografía: La senda del perdedor, se titula precisamente el volumen en el que revisita una infancia marcada por la dureza del padre y por los padecimientos de la xenofobia y aliviada por el descubrimiento de un lugar seguro desde el que vengarse del mundo y su realidad: la soledad, la literatura. De hecho el componente autobiográfico es uno de los encantos de Bukowski, esa alquimia mediante la cual la vida verdadera de un perdedor se transformaba en el oro de la literatura de alguien que, ajeno, aparentemente, al mundo literario, enemigo de la pedantería, martirizador de intelectuales, parecía entender el poema o el cuento como un lugar en el que caerse muerto. Esa imagen de poeta entregado a la vida -que iba al fango de la vida para extraer los materiales con los que levantaba sus poemas y sus cuentos y sus artículos y sus novelas- era la que nos fascinaba de chavales. Ay aquellos libros blancos de la colección Contraseñas de Anagrama con títulos tan elocuentes comoLa máquina de follarErecciones, eyaculaciones exhibiciones, Escritos de un viejo indecenteSe busca una mujerFactotum, Lo que más me gusta es rascarme los sobacos...
Bukowski era cualquier cosa antes que un literato. Su mal gusto era desafiante. Su manera de hundirse en la mala vida, auténtica rebeldía ante un orden social para autómatas. Ah, qué jóvenes éramos. De hecho, siempre me ha parecido que Bukowski es un gran autor de literatura juvenil, que si hubiera alcanzado ese mundo suyo ya adulto hubiera mirado para otra parte o me hubiera tapado la nariz o lo hubiera discutido viendo auténtico conformismo en esa vida de perros que llevaban sus agónicos personajes. Pero habérmelo encontrado de adolescente me convirtió en un hincha, es decir: en alguien que no atiende a razones. Bukowski era nuestro enviado especial a un infierno del que él volvía envuelto en carcajadas, en suficiencia, en poesía brutal, en el sosegado nihilismo de quien ya antes de hundirse estaba muy convencido de que no había nada que hacer. Su personaje principal -Chinaski- nos mejoraba porque se las arreglaba para alcanzar algunos paréntesis de plenitud en medio de la cochambre y porque, a pesar de su pegajosa incapacidad para llevar una vida normal, a pesar de sus frecuentes derrotas, conservaba el pulso suficiente como para, aliviada la resaca y antes de entrar en la siguiente borrachera, contar algo de sí mismo, fijar sus experiencias por mediocres o patéticas que fueran, elevarlas mediante la literatura. Una literatura que pugnaba por alcanzar la naturalidad. El compromiso del escritor era un árbol de pega cuyo único fin era que no se viera que no hay bosque alguno, en afortunada frase de Juan Corredor. Al fin y al cabo eso es ficción: lo que hacían los alfareros con el barro, darle forma para conseguir algo útil. Bukowski nos resultaba muy útil a los adolescentes de los 80. Y se lo sigue resultando a los adolescentes posteriores si he de creer las preferencias declaradas de algunos poetas de poco más de 20 años que lo citan en el panteón de los venerables de quienes reciben algún tipo de influencia.
Charles Bukowski. Retrato de un solitario (Editorial Renacimiento) de Juan Corredor es un excelente estudio del autor de Factotum. Se propone, y consigue, retratar a un escritor que consiguió subirse a un pedestal hecho de tópicos que podían fácilmente desmentirse o al menos ser corregidos y muy matizados: no era Bukowski un escritor que desdeñara los corredores del mundo literario, antes bien, sabía moverse por ellos con singular celeridad, ambicionaba recorrerlos creando al hacerlo su propio público, un público que iría en aumento desde que empezara a llamar la atención en revistas marginales y editoriales con escasa difusión.Un público que parecía interesarse tanto o más que por sus poemas y cuentos y columnas, por sus circunstancias: es decir, un público al que le intrigaba si aquello que se contaba en poemas y cuentos y columnas era verdad o no, como si no les bastara la calidad y la personalidad de los textos. Bukowski era capaz de convertir sus fracasos en éxito: de hecho una de sus primeras ventas es una historia acerca de las cartas de rechazo que colecciona un escritor. Detalladamente, con muy buena prosa, Corredor va desnudando a Bukowski, o al menos, la leyenda Bukowski: se ve en todas las páginas del libro que también es un hincha, pero al contrario que los chavales que fuimos, es capaz de razonar sin que sus argumentos quiten mérito alguno al escritor.
Bukowski construyó una leyenda -como Salinger, como tantos otros- y despistó a los críticos que se le acercaban más por ser leyenda que por ser escritor de una obra tan personal e influyente. El personaje era indispensable para que el escritor destacara, para potenciarlo: el lector medio, sobre todo los jóvenes, agradecía que tras textos intensos y descarados y -a veces- geniales (como ese gran cuento titulado Deje de mirarme las tetas, señor, un relato que por otra parte no tiene nada de autobiográfico) hubiera un tipo tan singular, una biografía tan difícil como la que vendía Bukowski. Si, como quieren algunos, la misión esencial de un escritor -en la jungla de escritores que es la literatura- consiste en alcanzar una voz personal y reconocible no cabe duda de que Bukowski es de los que alcanzaron la meta. Lo malo de alcanzar esa meta es que pueden darte por leído quienes ni siquiera han pasado de escuchar unas cuantas cosas sobre ti: quienes se agarran a unas pocas etiquetas y se dejan llevar por ella, como si las etiquetas no mintiesen casi siempre y como si no fueran las etiquetas lo primero que hay que quitarle a las cosas para empezar a utilizarlas. No hace falta haber leído a Bukowski para tener ciertas nociones sobre él: prosa ligera, diálogos llenos de palabrotas, escenas violentas, cierto aire melancólico, borracheras, sexo a tutiplen y de pago la mayor parte de las veces, desdén por el mundo cultureta, resacas, todo eso, asco de vida.
Escarbando en su vida, el retrato de Bukowski que nos presenta Corredor matiza cada una de las etiquetas que con harta facilidad se le colgó al personaje: ciertamente en toda su obra hay muchos trallazos contra la literatura pomposa y contra autores a los que consideraba "escritores para escritores o para profesores", pero, por mucho que en declaraciones y algunas columnas Bukowski tratara de dar la impresión de que la literatura y la poesía le importaban bastante menos que las botellas que iba a beberse esa tarde, lo cierto es que era un gran lector, que siempre fue un  gran lector, dotado de una aguda capacidad para amortajar grandes nombres con un epigrama o con un elogio. Tampoco es cierto que fuera un inmenso pasota al que la suerte de sus escritos se la trajese floja: habrá pocos escritores que hayan dado tanto la brasa por conseguir que le publicasen aquí o allá, que escribiesen tantas cartas a sus editores, que colaborasen tanto con revistas de medio pelo para ir erigiendo su propia estatua. Ello no dice nada bueno ni malo del escritor, de sus textos, sólo de lo poco que tenía que ver lo que el escritor decía de sí mismo, cómo se presentaba ante sus lectores, con la verdad. Desde muy joven Bukowski ambicionó ser alguien y serlo en la poesía norteamericana. Y lo consiguió, primero porque se lo merece, y segundo porque en pocas cosas gastó más energía que en esa empresa.
Su obra, por otra parte, enlaza claramente con la novela picaresca: su héroe no deja de ser de la estirpe de Lázaro de Tormes, alguien que conoce bien los bajos fondos y tiene que aviárselas para vivir como se pueda, hermanándose con espontáneos iguales que serán olvidados a la vuelta de la esquina, donde otros iguales le esperan para seguir el camino hacia ninguna parte. A pesar de que en un cuento de uno de sus grandes libros, Hijo de Satanás, hay una pieza en la que se intuye la necesidad de una revolución de los parias de la tierra -con un ejército de mendigos apropiándose de un supermercado- no hay muchas páginas de Bukowski donde se revele una conciencia de clase que se ve obligada, dado su aplastamiento, a declarar una guerra: lo que hay más bien es una conciencia de solitario que está en guerra con el mundo, sin distingos de clase, y esa conciencia a lo máximo que llega, la mayor parte de las veces, es a mandar a tomar por culo a un jefe que quiere pasarse de explotador o a ajustarle las cuentas a un idiota que quiere hacer uso de su posición de poder porque es el que firma los cheques. Poco más. Bukowski detesta al prójimo, sea burgués o pensionista. Si el paraíso es el lugar donde uno puede sentir la cercanía del prójimo sin temor alguno, en frase feliz de Walter Benjamin, el único paraíso sobre la tierra en los cuentos de Bukowski es la habitación de la pensión donde el héroe está solo, a salvo del mundo, fumando y bebiendo y tecleando en su máquina. "Yo era un hombre que me alimentaba de soledad: sin ella era como cualquiera privado de agua y comida. Cada día sin soledad me debilitaba. La oscuridad de mi habitación era fortificante para mí como la luz del sol para los otros. Le di un trago a la botella", se lee en Factotum. El héroe de Bukowski parece haberse tatuado en la corteza del alma aquella frase de Ibsen según la cual "el hombre más grande es aquel que está más solo".
También la leyenda de que llevó una dura vida que se sostenía gracias a trabajo de poca monta se lleva un varapalo aquí: lo cierto es que era funcionario de Correos y lo fue durante un montón de años y sólo se salió de la administración cuando hizo cuentas y vio que podía vivir de la escritura. Tuvo mucho que ver con ello el gran ángel de la guarda de Bukowski, el editor John Martin, que se hizo editor para publicar a Bukowski, que fundó la mítica Black Sparrow Press después de vender su colección de primeras ediciones de D.H. Lawence, que le ofreció un sueldo mensual a Bukowski -como Carmen Balcells a Vargas LLosa- para que dejara cualquier ocupación que no fuese escribir. Y a esa pasión se entregó frenéticamente -porque ya estaba entregado antes, eso hay que decirlo en su honor- y empezó a abrírsele el cielo de la fama, no sólo en Norteamérica sino sobre todo en Europa. Como había que alimentar al mito sus recitales, multitudinarios, siempre llevaban algún regalo espectacular. Había que complacer a la hinchada. Una hinchada en la que figuraban las sucesivas amantes que iban a certificar su fama de mujeriego, chicas jóvenes enamoradas de un mundo siniestro y de su arrasado creador, al que elocuentemente se proponían salvar de un fango ficticio. Las mujeres -que daban título a una de sus novelas- son también importantes en el retrato del solitario que propone Corredor. A pesar de la fama de misógino inveterado de Bukowski, parece necesitarlas como a la propia escritura. No era una cosa sólo de follar y hasta otra, no: hay en Bukowski un romántico irredento con peligrosa facilidad para enamorarse. Se diría que no hizo otra cosa, una vez llegada la fama y la atención de las multitudes y el ejército de groopies, que vengarse de una adolescencia complicada y solitaria en la que su rostro arrasado por las marcas de acné no resultaba muy atractivo para las chicas a las que quiso conquistar.
Una de las grandes virtudes del libro de Corredor es que, presentándonos a un Bukowski mucho más real que el mítico Bukowski que se inventó a sí mismo, invita a meterse en el mundo de Bukowski, en la literatura de Bukowski, en sus poemas largos y narrativos y sus cuentos cortos y poéticos, duros, sucios, vivificadores y enérgicos. No sé si yo lo haré, porque me tengo prohibido volver a visitar los libros que me resultaron importantes en la adolescencia, por el riesgo de  no ver en ellos ahora nada de lo que entonces me resultó importante. Ya digo que para mí Bukowski es el más grande de los escritores de esa parcela que conocemos como literatura juvenil y, lamentablemente, aunque Bukowski siga siendo el mismo que cuando me lo bebí, yo ya no soy el que era y tampoco quiero corregir el recuerdo que tengo de su admirable e indecente escritura.

sábado, 4 de octubre de 2014

Draganov y las mallas de colores



Ni el falsete de los Bee Gees (dice Draganov) provoca tantos escalofríos como la horda de mujeres y hombres maduros que llenan los gimnasios y los salones de baile de Varna. Esas mallas de colores chillones y esas camisas de festival de Eurovisión son tan provocadoras como Putin en tanga con un kalashnikov entre las manos. Sin embargo, ellos y ellas se ufanan disfrutando de su tercera juventud, flirtean como adolescentes y se refriegan como mandriles en celo. Desde fuera se juzga patético su comportamiento y su aspecto, pero ellos no se muestran como pavos reales con artritis para impresionar al público asistente, sino para recuperar algún pliegue perdido de su juventud o para compensar una frustración matrimonial o por la melancolía de haber perdido sus mejores años amamantando criaturas o atendiendo la ventanilla de un banco. Detrás de las cintas en la frente, de los pantalones ceñidos, de las depilaciones pectorales y de los baños de tinte, existe un deseo desesperado de recuperar el tiempo perdido, un ansia por agarrarse al borde del precipicio a costa de perder el esmalte de uñas y los pantalones en el intento.
Draganov no ve más dignos ni menos patéticos a los que alardean de seriedad y madurez, a los que se pliegan sin chistar a las obligaciones que les imponen las convenciones. Si al ver los colores fosforescentes de los "viejóvenes", le escuecen los oídos; al asistir a esos actos rituales en los que las madres hacen de madres, los padres de padres, los hijos de momias ejemplares y los profesores, políticos y escritores de recios sustentadores de la tradición, la bilis le llena el paladar y un olor a armario cerrado le nubla los sentidos hasta provocarle la misma sensación desagradable que una digestión pesada...
Draganov navegó entre las dos vertientes antes de meterse a intelectual. Hablaba con conocimiento de causa. Aún circulan en su país algunas fotos comprometedoras del escritor en un concurso de valses. Destaca del resto por su frac rosa, su chistera nevada de oro y sus bermudas de topos amarillos.      

viernes, 3 de octubre de 2014

Sintaxis para 2º de bachillerato C





Para que sigamos gozando a tope del maravilloso mundo de la sintaxis (en el que seguro que habéis disfrutado mucho durante la primera parte de la evaluación), aquí os dejo unas oraciones para hacerlas en casa (como os dije en clase). Revisad vuestros errores con el modelo corregido que podréis recoger en conserjería. Os serán muy útiles de cara al examen del martes. Con siete candados están guardadas sus soluciones. Intentad abrirlos y obtendréis lo que ya consiguió la dueña de este artilugio: el placer de dar con la clave de lo desconocido. Os dejo las soluciones de las tres oraciones en conserjería, por si alguno quiere comprobar la habilidad de su llave.

1. Es una evidencia que veintiún alumnos en una clase de 2º es el número perfecto para comenzar a disfrutar de la lengua.

2. Las delicias de realizar un comentario de texto en un fin de semana no se pueden comparar con las de gozar de un botellón a la orilla del río.

3. Cuando empecemos los temas de literatura, viajaremos por toda España y visitaremos más conciencias de las que nunca hayáis tenido noticia.