viernes, 18 de octubre de 2013

"Teoría y práctica del poder" de Alfonso Vila Francés

Estupendo artículo sobre las tropelías de los poderosos y las represalias contra los escritores. Una cita que no tiene desperdicio: "Vamos a matar a todos los que lleven gafas".

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Alexander Bogdanov y Lenin juegan al ajedrez. Maximo Gorki observa.
Alexander Bogdanov y Lenin juegan al ajedrez. Maximo Gorki observa.
El poder y los intelectuales: «Vamos a matar a todos los que lleven gafas»
Pierde usted los nervios. Llega a la conclusión de que la revolución no se puede hacer sin los intelectuales
(…). Esos intelectualillos, larvas del capital, que se creen el cerebro de la nación. En realidad no son el cerebro,
sino la mierda… (Carta de Lenin a Gorki, citada por Vitali Chentalinski en su libro De los archivos literarios
del KGB, ed. Anaya/ Mario Muchnik, 1994).
De ahí a matar a los que lleven gafas no hay tanto trecho como se piensa. De la Rusia de 1919 a la Camboya 
de 1975 las líneas generales de los gobernantes comunistas siempre han sido las mismas: los intelectuales 
solo son necesarios si ponen su pluma al servicio del poder. Y solo durante momentos muy concretos 
(por ejemplo cuando la revolución está en marcha o aún no está suficientemente asentada). Después se 
convierten en un elemento molesto, inservible, peligroso.
Pero, ¿qué pasa en el resto del mundo? ¿Cuál es la relación del poder con los intelectuales? Dejemos que el 
profesor Benedetti nos lo explique:
El poder de los gobernantes nunca se siente influenciado por los intelectuales o artistas. En la extrema 
derecha generalmente los expulsan, torturan y matan. El neoliberalismo, en cambio, cree que artistas 
e intelectuales son objetos decorativos. A los políticos les gusta hacerse fotos al lado de un pintor o un escritor, 
pero no le dan la menor importancia. Y hasta la propia izquierda usa a intelectuales y artistas. En el terreno 
político nadie da importancia a lo que piensan. Eso no quiere decir que uno no hace lo que puede. 
Podemos cambiar la mentalidad de la gente, pero no vamos a liderar ninguna transformación. Nunca supe de 
una revolución hecha con un soneto, con una obra de teatro. Ni se derrocó ninguna dictadura con un cuento. 
Los intelectuales participan en los movimientos, pero no pueden cambiar la vida. El poder siempre desprecia 
al intelectual y lo considera peligroso.
«Pero no pueden cambiar la vida», a mí esta frase, cuando la leí por primera vez, me recordó inmediatamente 
unas palabras de Haroldo Conti: «Tarde o temprano la vida se me pondrá delante y saltaré al camino. Como un león».
A Haroldo Conti la vida se le puso delante la madrugada del cinco de mayo de 1976. Y se lo tragó. Se lo tragó tan bien
 tragado que hoy en día aún está (y estará, me temo, tal vez para siempre) en la lista de desaparecidos de la dictadura
 militar argentina. El escritor se quiere comer la vida. Pero la vida se come al escritor. Por desgracia es más que una metáfora
 y por desgracia casos como el de Conti hay muchos, muchísimos. Y en esto parece que todas las dictaduras del mundo
 compiten entre ellas por ver quién hace la lista más larga. Y en esto (en el fondo es muy lógico) no hay diferencias
 ideológicas. «Terrorista no es solo el que pone bombas. El que escribe libros también es terrorista», decían
 Videla y su chusma. Y Pinochet se reía y aplaudía repantigado en su sillón.
Stalin con Gorki.
Stalin con Gorki.
Y mientras el intelectual, esa mierdecilla
¿quién se cree que es? Cuando Lenin se ponía 
muy borde, al final, la única excusa de Gorki 
y la única manera de evitar más broncas era: 
«Los artistas son unos locos». Curiosamente
esa fue la misma frase con la que se defendió el 
Veronésde las acusaciones de la Inquisición en 
1573. Si bien en este caso el pintor incluyó en el 
grupo a los poetas, supongo porque pensó que la 
unión hace la fuerza.
Pero volvamos a Gorki; al final Lenin, por no echar 
más leña al fuego, aceptaba como buena la excusa 
de Gorki y después de un «cuánta razón tienes» se 
quedaban tan contentos y pasaban a otra cosa. Pero 
que no hubiera más broncas y reproches en las cartas 
no quiere decir que Lenin estuviera dispuesto a tolerar 
todos los caprichos y ambigüedades de su amigo. No. 
Gorki era, lo dice él mismo, «un mal marxista» y Lenin 
Stalin (que le tomó el relevo) lo sabían muy bien. ¿Y cómo no iban a saberlo, si para ellos no había ni un 
solo escritor que verdaderamente fuera un buen marxista? Había que tenerlos vigilados. Había que ser paciente con 
ellos. Había que ser duro cuando tocaba. Había que mostrarles el camino, y no una vez, sino muchas. Los 
escritores, los intelectuales, eran como hijos tontos. En ningún momento se podía dejar de estar encima de ellos. 
Así, cuando en 1918, el diario en el que trabajaba Gorki como redactor jefe fue prohibido por orden misma 
de Lenin, este se apresuró a defender a su amigo diciendo:
—No, Gorki no nos abandonará. Todo esto es marginal, temporal. Ya lo veréis. Estará necesariamente con nosotros.
Gorki volvió al redil. Pero el hombre es débil y tropieza siempre con la misma piedra. De manera que, en 1920, muy 
poco después de la carta con la que he iniciado el artículo, Lenin sugirió amablemente a su amigo que se tomara un 
descanso… en Italia, en Suiza…
Y por si no estaba claro, añadió, concluyente:
—Y si no se va, le obligaremos a exiliarse…
(En 1920 los comunistas aún toleraban el exilio de los intelectuales y de otros individuos desleales al régimen. 
Con Stalin las puertas de la patria se cerrarían y todo el país, como bien dijera el filósofo, científico y escritor 
Pável Florenski, se convirtió en una inmensa cárcel. «Estaba en el destierro. He venido a presidio», se atrevió a 
declarar Florenski cuando volvió a Moscú después de un primer destierro. A lo que le siguió, por supuesto, una 
nueva y definitiva detención).
Pero Gorki no era Florenski. Sabía estar callado cuando tocaba. Y por otra parte el Partido lo trataba bien, 
dándole cargos y responsabilidades (que luego sabía quitarle con mucha diplomacia). Gorki fue obediente y se 
exilió. Se estableció en Italia y vivió un periodo de relativo olvido. Y luego se le pidió que regresara y regresó. 
Y en todo este tiempo, en todos estos años, ya dentro o fuera de la URSS, siempre estuvo sometido a una 
estrecha pero discreta vigilancia. La mayoría de las visitas que recibía, la mayoría de las personas que 
vivían en la casa o que trabajaban de algún modo con él, eran agentes soviéticos o colaboraban con 
el poder soviético. Eran informadores que contaban todo lo que veían y oían y tenían una misión muy 
clara: mantener a Gorki aislado de la realidad y al mismo tiempo evitar que elementos contrarios al régimen 
pudieran llegar a él, o pudieran tener alguna influencia sobre él. Vitali Chentalinski, el primer civil que pudo 
conocer los archivos confidenciales de la KGB, cuenta en su libro cómo se llegaron a imprimir diarios especiales 
para Gorki, con el fin de que él no llegara a conocer lo que había publicado la prensa de ese día. ¡Y la prensa 
de ese día era una prensa absolutamente controlada y leal al Partido! Pese a todo, el caso de Gorki, como el 
caso de Pasternak, como el caso de Bulgakov son excepciones. Se les vigiló, se les atacó incluso en algún 
momento, pero no se les detuvo, no se les metió en una celda ni se les torturó, se les permitió vivir, y a veces, 
hasta se les permitió escribir. Todo un lujo para un escritor.
Franco, que no entró a la escuela de dictadores con muy buena nota, sino de rebote y por los pelos, se 
espabiló al final y supo aprender de Stalin y de todos los demás. No sabemos qué apuntes tomó pero me 
atrevo a decir que serían algo así:
  • Toda dictadura necesita su escritor oficial. (Por ejemplo Gorki para los rojos).
  • Con un escritor oficial ya es más que suficiente. Los demás solo están para hacer bulto. (Nota: el 
  • escritor oficial también está para hacer bulto, pero se tiene que notar menos que con los otros).
  • Toda dictadura necesita alguna oveja negra. (Cuidado: las ovejas negras tienen que ser 
  • ABSOLUTAMENTE INOFENSIVAS, y solo están para cuándo esos enemigos extranjeros que se 
  • disfrazan de periodistas nos quieran poner verdes. Entonces enseñamos a la oveja negra y les 
  • decimos: «No. ¡Qué va! Mira… Si toleramos las críticas. Si somos muy demócratas. De hecho, somos 
  • los más demócratas del mundo. ¿No lo ves?». Entonces se le deja hablar a la oveja negra. Pero poquito, no 
  • vaya a ser que la líe…).
  • Toda dictadura necesita alguien a quien echar la culpa. Y los escritores, una vez se ha acabado con los 
  • enemigos más poderosos, son tan buenos como cualquiera. Y hacerlos peligrosos no cuesta nada. Se les 
  • puede hacer tan peligrosos como convenga y en el momento que convenga. A un escritor se le puede 
  • acusar de cualquier cosa. Y él mismo se encarga de fabricar las pruebas… ¡Con sus libros!


¿Recuerdan a un señor llamado José Luis López 
Aranguren? ¿Recuerdan a un señor llamado Tierno Galván
¿Y a un señor que cantaba algo de una gallina que ponía 
huevos y de una estaca que no sé qué le pasaba? Sí. Sí. 
Ese que cantaba en catalán pero pese a todo era prohibido o 
tolerado según convenía… Revisen las hemerotecas 
y las videotecas. Y verán como los protagonistas hablan sin 
pelos en la lengua. Pero los déspotas también hablan. Por acción o por 
Jose Luis Lopez Aranguren.
omisión. Se atreven a mentir sin vergüenza alguna. 
Como el mismísimo jefe de la KGB diciéndole a un 
cándido escritor francés de visita por la URSS 
(de visita guiada, obviamente) que en su país 
no hay censura… Como Stalin haciéndose 
el bondadoso y el comprensivo con Bulgakov (pero 
no permitiendo que se estrenaran más obras suyas 
en el futuro), o bromeando en una cena de escritores 
(precisamente en la casa de Gorki) con un poeta un 
pelín demasiado «contentito» (el vodka, es lo que tiene) 
para luego mandarlo fusilar. Aunque Stalin por lo menos 
se permitía las bromas, otro día hablaremos de Hitler
Decía que los déspotas manifiestan su poder por acción 
o por omisión. Acabaré con una cita que creo que 
es bastante clarificadora…
Por otra parte, las autoridades todavía veían la 
revolución según los planteamientos naródnikis y terroristas, y no les desagradó la aparición de esa nueva 
secta que dividía al movimiento revolucionario, que no parecía predicar la acción inmediata y que se 
ocupaba sobre todo de analizar el crecimiento del capitalismo ruso. Durante unos años los escritos de 
los marxistas, siempre que se disimularan tras una forma expresiva culta y no usasen abiertamente un 
lenguaje provocativo, recibieron el imprimatur de los censores. Fue el periodo que llegó a ser 
conocido como «marxismo legal». (Estudios sobre la revoluciónEdward Hallett Carr, Alianza 
editorial, 1968).
Carr pone dos ejemplos dentro de la Rusia zarista que me permitiré citar. El caso de La Campana
periódico editado por «un noble con mala conciencia», el reformista (más que revolucionario) Alejandro 
Herzen. Este periódico se editaba en Londres pero en ruso y sin censura alguna. Algo que sí existía en 
Rusia. Y pese a todo el emperador ruso Alejandro II llegó a conocer el periódico, y no solo eso, sino 
que fomentó la llegada de algunos ejemplares a la misma Rusia durante unos años, hasta que el 
periódico atacó directamente su política. En el momento en que Herzen llegó demasiado lejos con 
sus críticas, el periódico dejó de circular en la práctica, puesto que en teoría su circulación nunca había 
estado permitida.
Y el caso del primer libro editado en Rusia de Plejánov, con el adecuado título de Contribución al 
problema del desarrollo de la concepción monista de la historia. Ese libro fue leído por un joven 
abogado que empezaba a ser conocido en los círculos marxistas y difundido sin ningún problema. 
En 1894 la revolución comunista era un sueño difuso y lo que asustaba al Gobierno eran los 
asesinatos anarquistas. Algunos años después, el zar pasó de la omisión a la acción. Los censores 
y aduaneros dejaron de hacer la vista gorda. Los principales teóricos y activistas marxistas o 
fueron detenidos o tuvieron que exiliarse, Plejanov y Lenin incluidos. El poder respiró tranquilo 
por un tiempo. Y Benedetti tiene razón. No fue un cuento lo que empezó la revolución. Fue el 
hambre del pueblo. La política de seudotolerancia de Alejandro II había fracasado. Pero la política 
represiva de Nicolás II no fue, ni mucho menos, una opción mejor.
La mecha y la pólvora
París, 1847. Alejandro Herzen, un aristócrata con mala conciencia llega a la capital después de 
un viaje de siete semanas. Se ha exiliado voluntariamente de Rusia con su familia y criados 
(un total de trece personas) porque la política del nuevo zar Alejando II le ha desilusionado 
profundamente y porque espera encontrar en París el ambiente de libertad y cambio que tanto anhela 
para su país. Se va a convertir, sin saberlo, en el testigo de la destrucción de eso que tanto anhela. 
Y esa destrucción va a ser muy pronto, apenas un año después de su llegada.
Alejandro Herzen.Alejandro Herzen.
París, 1848. La monarquía de Luis Felipe de Orleans ha caído súbitamente. Este rey, que acabó 
definitivamente con los restos del absolutismo francés al suceder, también mediante una 
revolución, aCarlos X, se ha convertido, en sus dieciocho años de reinado, en el mayor 
protector de la alta burguesía y en el enemigo natural del proletariado y la baja burguesía. 
«El rey banquero», como lo denominan algunos, ha instaurado un régimen parlamentario 
que solo favorece realmente a una minoría de la población. Mientras la economía va 
bien, no hay problema, pero en 1847 se produce una crisis económica, como siempre 
(las cosas no han cambiado gran cosa) precedida por un periodo de malas cosechas. 
Los obreros se quedan en el paro, los campesinos pasan hambre. Tenemos otra vez el viejo 
caldo de cultivo para la revolución.
¿Nadie la vio venir? Sí. Algunas mentes lúcidas, como el gran, el enorme Tocqueville
del que hablaremos luego. ¿Qué le puede pasar a una revolución que tiene éxito sin grandes 
problemas? Que se tuerza. Que se eche a perder…
Al atardecer del 26 de junio, después de la victoria sobre París, escuchamos descargas 
regulares cada poco tiempo… Nos mirábamos unos a los otros, nuestras caras 
estaban pálidas… «Son pelotones de ejecución», nos decíamos, alejándonos unos de 
otros. Pegué mi frente a la ventana y permanecí en silencio: minutos semejantes merecen 
diez años de odio, una vida entera de venganza.
Así termina la revolución de 1848 en Francia. Una revolución que han empezado los estudiantes 
y obreros de París, aliados con la baja burguesía y que acaba con el fusilamiento en masa de 
los obreros y los estudiantes de París. ¿Y la baja burguesía? Pues mayormente cambia de 
bando. Las cosas se han radicalizado demasiado. Cierran filas con sus parientes cercanos. 
La familia está para eso, los primos pobres se van con los ricos, los primos ricos les abren 
la mano complacidos. Juntos pueden defender la propiedad privada, uno de los pilares del 
nuevo sistema. Las viejas historias de la lucha común contra los nobles les enternecen el corazón.
¿Cuánto ha durado la revolución? Poco, muy poco. Menos de un año. ¿Qué han conseguido 
los obreros: su mayor logro resulta su perdición. Para empezar el sufragio universal. Lo 
consiguen, ¿Y qué pasa? En las primeras elecciones los republicanos radicales son derrotados. 
Los obreros de París y de las grandes ciudades les votan. Pero los campesinos no. Y los 
obreros se quedan solos frente a los republicanos más tibios y a los monárquicos. La estructura 
del nuevo parlamento reproduce la estructura del viejo parlamento. Son los mismos sectores 
privilegiados que ya tenían el poder con Luis Felipe de Orleans. Y no se molestan ni en disimular. 
Lo primero es cerrar los Talleres Nacionales, el segundo gran triunfo de los obreros. Los siguiente 
detener, con cualquier excusa, a los pocos líderes socialistas que han conseguido entrar en el 
parlamento o que están acumulando demasiado poder. Evidentemente estas medidas 
provocan la respuesta de los obreros y evidentemente, esta respuesta es aplastada por la fuerza. 
Así se empieza y se acaba una revolución.
Mijail Bakunin.
Mijail Bakunin.
Y Herzen lo contempla todo horrorizado. 
Y toma buena nota de ello:
Francia está pidiendo la esclavitud. 
La libertad es una carga molesta.
Tenemos sus memorias. Pero otros 
intelectuales también tomaron 
buena nota de lo sucedido. Marx y 
Engels los primeros. Pero también Proudhon y 
Bakunin. Después de 1848 se acabó el 
socialismo utópico. La experiencia demuestra 
que hay que pasar a otra cosa. ¿Cuántos obreros 
mueren la noche del 26 de junio, mientras Herzen 
vaticina venganza? Se manejan cifras de mil 
quinientos muertos y veinticinco mil detenidos. 
¿Quién ordenó la represión? ¿El rey, 
regresado del exilio? ¿Los nostálgicos del 
Antiguo Régimen? Los propios burgueses, 
los miembros del parlamento resultado de las 
primeras elecciones con sufragio universal 
de Francia, los más beneficiados por el Código 
Civil napoleónico, por el fin de la propiedad de tipo feudal, por la nueva estructura de clases resultante de la 
Revolución francesa… En una palabra, los viejos revolucionarios, convertidos en conservadores y aferrados 
al poder, a un poder que les da una libertad y una posibilidad de enriquecimiento que jamás hubieran soñado 
sus antepasados. ¿He dicho libertad? Por desgracia siempre hay que renunciar a algo. Y, como dijo alguien, 
si los burgueses tienen que elegir entre orden y libertad siempre elegirán orden. Lo más terrible de todo 
es que la revolución de 1848 desemboca en la dictadura deLuis Napoleón Bonaparte (el emperador 
Napoleón III) y todas las conquistas de los obreros, todo lo que se había peleado en el 48, tendrá 
que volver a ganarse, y con mucho esfuerzo, a partir de 1870. Cuando el futuro emperador, no 
contento con ser simplemente el presidente de la República, da un golpe de Estado en 1851, 
prácticamente no encuentra oposición. Los burgueses lo aceptan como un mal menor. Los obreros 
son mantenidos a raya (y pobres de ellos como intenten reducir la jornada laboral, o tratar de hacer 
cualquier mejora que implique una pérdida de poder o de beneficios, aunque sea teórica, por parte de 
los patronos). Los campesinos van a lo suyo. Y Napoleón III se prepara para gobernar tranquilamente 
durante el resto de su vida, y casi lo consigue, si no se cruza en su camino el trono de España y el 
puñetero deBismarck, pero esa es otra historia…
¿Una frase que resuma la revolución de 1848 en Francia? La revolución que nadie vio llegar y que nadie 
despidió. Al menos así fue para los parlamentarios franceses, los parlamentarios de la monarquía 
constitucional de Luis Felipe de Orleans y los parlamentarios de la nueva, brillante y prometedora, Segunda 
República francesa. Y remarquemos lo de constitucional, en su momento, 1830, esto no era moco de pavo.
¿Nadie la vio llegar? Ya hemos dicho que hubo uno que sí la vio llegar. Un parlamentario de Bretaña. Alguien 
que sabía mucho de revoluciones y de cómo y por qué se producen: Alexis de Tocqueville.
Acabaremos este artículo hablando de él…


Si alguien quiere conocer la historia de la Francia 
anterior a la revolución de 1789, no tiene más 
remedio que leerse El Antiguo Régimen y la Revolución
Es el libro de alguien que ha vivido la Revolución 
francesa y que ha tardado casi toda su vida en poder 
sintetizar en un solo libro todos sus conocimientos 
del tema, que son muchos, porque Tocqueville hace 
algo que ahora nos parece muy lógico, pero que 
en su momento nadie hacía: se mete en los archivos, 
en todos los archivos, pero sobre todo en los 
archivos del Estado, en los archivos administrativos, 
y no solo en los archivos de la capital, no solo 
en los archivos reales, sino en los archivos de 
Alexis de Tocqueville.
provincias, en los pequeños y discretos 
archivos locales. Tocqueville se mete en la 
parte aparentemente aburrida de la historia, no 
busca a los héroes y sus batallas, no habla 
de masas populares cantando La Marsellesa y 
degollando a diestro y siniestro. Él simplemente 
estudia las leyes, los decretos, las normas, la 
labor diaria de los funcionarios del Antiguo Régimen, 
las quejas de los campesinos y de los burgueses 
y… ¡sorpresa!, las quejas de los propios nobles, 
las quejas de los que están arriba, en lo más 
alto de la sociedad estamental. Tocqueville 
llega a conclusiones sorprendentes, tan elementales 
como desconocidas en 1856, año de publicación 
del libro. No parte de ideas preconcebidas. Deja que 
hablen los documentos. Que le cuenten hasta 
qué punto estaba podrido el Antiguo Régimen, 
hasta qué punto era ineficaz y perverso hasta para 
los que durante siglos se habían beneficiado de él, para sus propios creadores. Descubre que la 
revolución no era inevitable, pues el sistema ya estaba mudando la piel desde dentro, por propio 
instinto de supervivencia.
Su lúcida mente ya había avisado públicamente al rey y a sus compañeros parlamentarios. 
En 1848, muy poco antes de la revolución que acabará con Luis Felipe de Orleans, que sacudirá 
momentáneamente la paz burguesa, les dice: «Cambien de política, ¿no ven que van al abismo?, 
¿no ven que sus antiguos aliados, los obreros, ya no van con ustedes, no ven que están CONTRA 
USTEDES?, ¡hagan algo, ustedes pueden hacerlo!». Nadie le escucha. Nadie se toma en serio 
su amenaza. Tocqueville sigue obsesionado con las revoluciones. La del 48 está muy reciente. 
Se pone a estudiar la primera de todas, la madre de todas las revoluciones. Y encuentra lo mismo: 
nadie se lo esperaba, nadie supo ver lo que le venía encima. ¿Cómo se pare una revolución? 
¿Cómo se concibe? ¿Cuál es su periodo de gestación? ¿Se puede abortar? ¿Se podía haber evitado? 
Todas las preguntas se van respondiendo una a una. Y la respuesta cae por su propio peso… 
Y así, su libro, involuntariamente, se convierte en un manual para revolucionarios, en un 
libro fundamental sobre lo que los gobernantes despóticos, absolutos, dictatoriales, deben hacer 
y no debe hacen si quieren conservar el poder. Y lo más curioso es que leído ahora, después de 
tantas revoluciones, el libro sigue siendo tan actual como entonces. Tan lúcido. Tan desolador…
Citar un párrafo de este libro resulta difícil… ¡Hay tantos para escoger! Pero si tengo que resumir el 

pensamiento y los hallazgos de Tocqueville en unas cuantas líneas, ahí van dos ejemplos:
Hay que estudiar en sus detalles la historia administrativa y financiera del Antiguo Régimen 
para comprender a qué prácticas violentas o deshonestas puede llevar la necesidad de dinero 
a un gobierno benigno, pero que no tiene publicidad ni control, una vez que el tiempo ha 
consagrado su poder y le ha librado del miedo a las revoluciones, la última salvaguarda de 
los pueblos.
Estar continuamente alerta para que las clases permanecieran separadas las unas de las otras, 
para que no pudieran acercarse y entenderse en una resistencia común, y que el gobierno 
nunca tuviera que entenderse a la vez más que con un número muy pequeño de hombres 
separado de todos los otros (…) en eso consiste la política real.
Afán recaudatorio, separación, desunión, vigilancia permanente, falta de transparencia y de control… 
¿Quieren más?
Lean el libro. Entenderán por qué, a veces, los pueblos se ven obligados a recurrir a esa última 
salvaguarda de su dignidad, de su propia existencia. Los papeles no son como los hombres: no 
tienen vergüenza de mostrar sus miserias.

lunes, 14 de octubre de 2013

"Edipo, rey" en representación vegetal y bajo la perspectiva de Passolini

Para comprender en toda su extensión la obra de Sófocles, "Edipo, rey", nada mejor que un pequeño corto en inglés en el que los personajes de la obra son productos de la huerta, Edipo, una patata y Yocasta, un tomate.


Y una versión cinematográfica muy particular de la tragedia de Sófocles del desaparecido autor italiano Pier Paolo Passolini:


sábado, 5 de octubre de 2013

Eyacular cuando se escribe (del poemario "Los placeres y otros fluidos")

Segundo poema público de este poemario que ha conseguido pasar la estricta censura impuesta por el propio autor, tras revisión estricta. Utilizo como ilustración una foto excelente del compañero Juan Luis López Palacios.



Eyacular cuando se escribe
no es correrse,
todo el mundo lo sabe.
Es una sensación distinta
que altera al que la sufre,
como ir desnudo en un sueño
o descubrir la bragueta bajada
encima de un escenario.
No se espera la eyaculación,
se recibe con placer y con sorpresa
y un sonrojo leve sube a las mejillas.
La mano se detiene en el papel
y tiemblan los dedos hasta soltar la pluma.
Se mira uno la cintura
y siente cómo baja la erección.

Eyacular cuando se escribe,
todo el mundo lo sabe,
es un placer de otro mundo.
No hay mujer que lo supere:
el roce de las yemas de los dedos
sobre el teclado
al rubricar un episodio completo
ofrece un éxtasis tan pleno
que uno parece haberlo hecho consigo mismo
como si uno mismo fuera ajeno.

Del fin del poema redondo
se obtiene esa suma delicia.
Lo espero, pero no llega,
habrá que intentarlo otro día.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Sobre la filosofía y la reforma educativa

Félix de Azúa: Contra cualquier novedad

La escuela de Atenas, de Rafael










Una amiga me ha pedido que escriba un juicio sobre la filosofía, para mediar en la actual disputa 
sobre la reforma educativa que ni es reforma ni es educativa. Absolutamente convencido de que 
es el ejercicio más ineficaz al que pueda uno ponerse, emprendo el dichoso juicio.
Empecemos por el principio fundamental, la filosofía es la disciplina intelectual más importante de 
cuantas se puedan ejercer con un poco de cabeza. Su segunda fundamental característica es que no 
sirve para nada.
Que es más importante que las matemáticas, la física, la química, la medicina o la ingeniería, significa
 que importa más que ellas, es decir, que su interés es más alto, está más arriba, como mirando desde 
una cierta y angustiosa altura en la que el panorama da vértigo. Ninguna de las ciencias severas y humanas
 podría ser lo que es si previamente no hubiera sido marcada por la filosofía. Es la filosofía la que pone 
marco a cada ciencia. El objeto de las ciencias es un desconcertante espacio que solo la filosofía puede
 delimitar. ¿Cuál es el objeto de la física, de qué se ocupa? ¿De qué hablamos cuando hablamos de «física»?
 Al físico esta pregunta le importa una higa, y así ha de ser, pero sin responder a ella su ciencia se trivializa
 y se convierte en mera técnica.
Como dijo el último filósofo, las ciencias no piensan, no tienen por qué pensar, les basta con describir.
 Lo que piensan es lo interno a su descripción o experimentación, su metodología, por ejemplo, pero el 
científico no tiene por qué situar sus experimentos y averiguaciones en el orden del pensamiento 
conceptual. La ciencia fue pensamiento hasta no hace mucho. Todavía Hegel llamaba a su tratado de lógica
La Ciencia de la lógica. Hoy esto ya no es posible. A pesar de que la filosofía es el pensamiento más 
elevado y el que mayor horizonte domina y por lo tanto el que puede englobar un mayor número de 
preguntas y enlaces entre respuestas, de hecho ha sido sustituida por la historia de la filosofía.
Aun así, la historia de la filosofía es sin duda la experiencia más dura y exigente a que puede 
someterse el intelecto, incluso en nuestros días, si se estudia seriamente. En esa experiencia 
(que dura toda una vida) pueden irse integrando las ciencias, cuando es necesario. Más de un filósofo 
conozco que ha acabado por dedicar años a la matemática de René Thom o a la física cuántica, 
precisamente como territorios menores y más accesibles dentro del inmenso campo de la filosofía.
La segunda parte tampoco tiene duda. La filosofía no sirve para nada porque, junto con la religión 
y el arte (ambos en trance de acabamiento), era el tercer pilar de nuestro entendimiento del mundo. 
Durante trescientos siglos nos habíamos explicado nuestra extraña condición como los únicos
 seres vivos conscientes en un universo infinito e inanimado, mediante esas tres admiraciones: 
la religión nos permitía inventar seres superiores a los que quizás algún día alcanzaríamos. Con las 
artes representábamos el mundo, sus animales, sus plantas, el firmamento, sus habitantes humanos, 
como una perfección posible. La filosofía nos permitía luego poner la religión y el arte en su 
sitio, como discursos de la espontaneidad inmediata y de la bella ingenuidad, pero sin destruirlas, 
solo prescindiendo de ellas como quien suspende la credibilidad.
Todo esto ya no es necesario porque hemos entrado en una etapa del mundo enteramente distinta. 
No precisamos ya de explicaciones globales. Es más, no queremos teorías globales sobre los 
humanos y su desconcertante aparición en el universo. Solo entretenimientos locales. No es que 
haya desaparecido el horror de la insignificancia (de hecho, la nada se ha convertido en el fundamento 
del universo, como expone el célebre libro de Lawrence Krauss), la aniquilación, la estupidez y 
el dolor, sino todo lo contrario: están tan presentes en nuestra vida que preferimos escondernos en el 
cuarto de juegos, encender la pantalla y agitar una banderita.
Aquel que se dedica seriamente a la filosofía (sobre todo fuera de la Universidad) es alguien que, 
posiblemente asqueado por la programación, ha abandonado el cuarto de los juguetes y avanza a tientas
 por los oscuros pasillos de lo que ya no es su casa. Este desahuciado es el único que a lo mejor se entera
 de algo. Pero no volverá para contarlo.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Declaración de sucias intenciones (del poemario "Los placeres y otros fluidos")

Presentación de un poemario que pienso escribir antes de que den las 12 de la noche de este día 8 de septiembre de 2013 para disfrute exclusivo de uno mismo. Solo publicaré aquí las poesías que consigan librar una estricta censura.

No he llegado hasta aquí
para amargarme con las reflexiones
de existencialistas.
No, no he llegado hasta aquí para eso.
sino para cantar los placeres
de la vida,
para saborearlos con el paladar bruñido
de los clásicos,
para andar de la mano de Ovidio
y recuperar la sinceridad de la voz,
si alguna vez la tuve.

Es difícil hablar de la carne
arañando nuestra propia piel.
Es difícil rebañar la herida abierta
y definir el sabor de nuestra propia sangre.
Pocos fueron los que acertaron
con la descripción precisa,
pocos los que consiguieron
provocar en otros
la sensación de arrancar los labios
del escribano.
Menos aún los que lograron
hacer transfusiones de miga de pan.

He llegado hasta aquí
para clavarme los dientes
en las ingles,
y aunque parezca imposible
la contorsión,
me ejercitaré
hasta ser inverosímilmente flexible.

sábado, 27 de julio de 2013

Jorge Bustos: "La pícara comezón de desollar al prójimo" (disputas de los escritores de principio de siglo)



El insulto es uno de los géneros más exigentes de la literatura y requiere enormes dosis de tacto y refinamiento intelectual. Lo escribí hace unos meses, añadiendo que insultarse está hoy mal visto en España, del mismo modo que está mal visto ganar el Premio Nobel o ameritar un crédito ICO. Si no hay talento para escribir grandes novelas ni guiones luminosos de cine español, tampoco iba a haberlo para insultarse con sabrosa malignidad, y la invectiva pública, tan fastuosamente cultivada por el español desde tiempos de Marcial, decae como cualquier género literario víctima de la revolución tecnológica y la crisis educativa, que es como decir de la falta de lecturas del personal. Twitter nos facilitó los mimbres para levantar un poco el rendido pabellón del denuesto, pero los resultados son más bien descorazonadores. Hay pocos trolls verdaderamente creativos. Y como la gente ya no sabe injuriarse con buen gusto, las asociaciones de prensa, en vez de impartir cursos de formación en maledicencia ilustrada, han resuelto condenar el insulto como una práctica bárbara, ignorando su importancia motriz en la fundación y desarrollo de la institución. El periodismo se inventa para meterse con los demás; de qué todo este rollo, si no.
Para calibrar la desoladora distancia que nos separa entre lo que fuimos y lo que somos, basta leer un libro rigurosamente descatalogado que conseguí por la benemérita mediación de Iberlibros. Se trata de La linterna de Diógenes, de Alberto Guillén. Ustedes no habrán oído hablar de él por esta misma moda de denostar al denostador que vengo denunciando. Pero es el clásico de historia literaria española mejor escrito del siglo XX y el muestrario de vanidad letraherida más fascinante y divertido que he leído en mi vida. No he podido dejar página sin subrayar. Es un libro que justifica no una tesis, sino una cátedra de literatura hispánica. Es un perdurable monumento a la fatuidad irredimible de los hombres de letras, un Machu Picchu de la sátira venenosa, un reguero monstruoso de ídolos caídos, una cumbre de la vis cómica a la altura de Aristófanes yQuevedo escrita por un emigrante peruano de 23 años en la escena literaria madrileña dominada por los ismos y las generaciones del 14 y del 98. El buen juicio de Alberto Olmos comparte aquí el descubrimiento definiéndolo con tanta plasticidad como tino: “un rayajo de coca para los lectores de la toxina literaria”.
Alberto Guillén, que solo por esta obra ya discute a Mario Vargas Llosa la primogenitura literaria de la ciudad de Arequipa (donde había nacido en 1897), se plantó en Madrid en 1920 ahíto de arrogancia juvenil, dispuesto a situarse como uno más entre los grandes literatos españoles y a ceñir el laurel del éxito sonoro en la antigua metrópoli. La ambición fantasiosa es habitual en veinteañeros altivos; lo que no suele suceder a esa edad es que además la acompañe una erudición clásica, un estilo maduro, un vocabulario fecundo, un control pleno del tono y el humor, un dominio ciertamente insultante del retrato psicológico, un talento en suma tan cuajado como el que derrocha el autor de La linterna de Diógenes.
Guillén estaba dotado de un talento singular y de una vívida conciencia de la singularidad de su talento, dejémoslo en egolatría justificada. Ocurre que la egolatría es la primera instancia de la decepción. Cuando esta llega, algunos se deprimen y otros se vengan. “Su faz apuñaladora era faz de hombre sanguinario, que ha asistido al sacrificio de los imbéciles en el ara de los sacrificios. (…) Estaba borracho de orgullo y tuvimos cuidado con él como con los borrachos de vino. (…) Pronto me di cuenta de que tenía talento, y talento peligroso”, rememora Gómez de la Serna, que aceptó al peruano en la sagrada cripta del Café Pombo. Guillén frecuentó tertulias y aduló a los mandarines del momento; en Madrid logró publicar tres poemarios pero traía ideas demasiado miríficas sobre la generosidad de la Madre Patria y no encontró otra cosa que el eterno mundillo infatuado de ayer y de hoy, admirable solo en las obras y ruin en los caracteres, despreciativo de cuanto ignora, cerrado a corrientes foráneas que amenacen su prestigio arduamente erigido sobre obediencias debidas y colegas descabalgados. Pero antes de salir de aquí sacudiendo el polvo de las sandalias, decidió que aquella corte de ingratos pavos reales se acordaría de él. Y vaya si se acordaron. “Guillén pasó por España como el simún por el desierto”, exclamaría el venezolano Rufino Blanco-Fombona recordando el fenomenal escándalo que siguió a la publicación de La linterna de Diógenes.
Ramón de Valle InclánSin más obra que los versos de sus cuatro poemarios ni más honores que un premio en un certamen arequipeño, el poeta de egotismos nietzscheanos devino furioso libelista y declaró la guerra a todo el estamento literario español, desde los autores más conspicuos a los oportunistas más evidentes, entrevistándolos a todos ellos, humillando por igual —merced al sistemático uso del off the record a las figuras sagrados de principios de siglo y a nombres hoy justamente olvidados: Ricardo León, Gregorio Martínez Sierra, Azorín, Emilio Carrere, Baroja, los hermanos Quintero, Jacinto Grau, Concha Espina, Benavente, Julio Camba, Ortega y Gasset, Gómez de la Serna, Pérez de Ayala, Maeztu, Juan Ramón Jiménez, Palacio Valdés, Ramón y Cajal, Cansinos-Assens, Villaespesa, Marquina, Noel… Todos entraron al trapo de un falso carné que rezaba: Corresponsal de la Prensa Peruana en Europa. El escritor vive de vanidad y de vanidad muere, y todos desataron imprudentemente sus lenguas viperinas ante aquel joven periodista que prometía transportar el eco de sus santos nombres allende el Atlántico. Por el libro desfilan 34 españoles y cuatro hispanoamericanos afincados en Madrid de diferentes generaciones y movimientos literarios, epígonos de un romanticismo apolillado y renovadores ultraístas, filósofos conservadores y versificadores del modernismo, periodistas de celebrada ironía y dramaturgos millonarios, poetas insobornables y novelistas folletinescos, bohemios hambrentones y esnobs amanerados. Todos se destrozan entre ellos ante los oídos aparentemente distraídos de Guillén amparándose en la cláusula de confidencialidad, en la creencia de que aquel jovencito que fingía una logradísima ingenuidad respetaría el secreto de lo inconveniente y restringiría sus notas públicas al panegírico de curso común en la prensa cultural, hoy como ayer.
Pero Guillén, tras la entrevista del día, llegaba a su miserable pensión y transcribía el retrato menos favorable de los posibles, sin traicionar por ello la verdad de lo oído ni cansarse en apostillas personales más allá de sañudas descripciones físicas, que persiguen siempre un parangón zoológico en el aspecto de sus entrevistados. Si Diógenes vagaba de día por Atenas con su candil buscando un hombre honesto, uno que viviera para sí mismo, Guillén se postula cínico en Madrid a la busca de la honestidad extinguida de la fauna literaria, paseando más que una linterna un espejito de mano en el que reflejar con aumentos deformantes, justo es decirlo la miseria moral imperante entre los tenidos por los más venerables de toda colmena humana: sus artistas, intelectuales, académicos y poetas. Lo que fascina de Guillén es la seguridad desarmante que tiene en sí mismo, la temeridad victoriosa con la que desafía a gigantes y logra abatirlos con la fuerza refleja como en judo de su propia vanidad.
Así, Baroja comparece como un vejete misantrópico que no se lava, que “huele a ratón” y que acostumbra “eructar ante la gente sus ajos y sus tonterías”. De Benavente señala Pérez de Ayala “esa malevolencia morbosa y aguda que caracteriza a las mujeres”. Fombona deshace a los mentecatos “bajo sus adjetivos con un muñeco de serrín”, y carga contra los escritores de Argentina que, “no pudiendo ser la cabeza de Suramérica, ha preferido ser la sotacola de Europa”. A Camba se le reconoce su gracejo inimitable “puede no firmar sus crónicas”, concede el autor, aunque en tertulia el gallego no tiene piedad de la beatería de Maeztu o la fatuidad de Grau, quien en el paroxismo de la petulancia sentencia ante Guillén: “Esquilo, Shakespeare y yo”.Carmen de Burgos, alias Colombine, destripa a Cansinos-Assens: “Nació fracasado, vive fracasado, es un fracasado. Todos lo sabemos y lo peor es que él también lo sabe. Tiene los tres sexos, pero es sucio y desharrapado. Mejor no hablemos de él porque llegaríamos a sentir mal olor”. A su vez, Cansinos desagua los celos que le tenía a Ramón reduciendo el talento del inventor de la greguería a “tomar el pulso a las ranas”. Ramón responderá al judío Cansinos sin compasión: “¡Pobre Cansinos, desgalichado, viejo, con cara de caballo a cuestas, torcido, con sus miradas estearinosas, antiguo como el Talmud!”.
A Valle-Inclán atribuye Concha Espina un alma pequeña, una barba sucia y una terrible intolerancia hacia el talento de los demás. El valenciano Federico García Sanchiz declara: “Sí, yo me baño. Soy una excepción de la regla. Los españoles no se bañan ni tienen mujer. Por eso andan con la piel tirante y padecen del hígado. Son biliosos. ¿Sabe? Ni Baroja ha resuelto el problema sexual (…) ¿Belda? Es mi amigo; explota el apetito de los onanistas y de los viejos masoquistas, pero tiene mucho talento…”. Azorín “posa en gélido”, dándoselas de asceta incorruptible, al igual que Juan Ramón, que levanta acta de defunción sumaria de la literatura española a excepción de él mismo, poeta de incombustible llama interior que “necesitaría trescientos años para dar todo lo que lleva aquí”. Durante la entrevista al autor de Platero, el joven Guillén logró ligarse a la criada y salió de la casa murmurando: “Ya ven lo que se saca de visitar grandes poetas: liarse con las criaditas rubias de ojos tristes”. Ramiro de Maeztu cultiva la pose del pensador de Rodin, aunque luego se queja de las puyas de Pérez de Ayala, a quien llama “roedorcillo”, y el poeta Eduardo Marquina posa de hombre ocupado, de agenda apretada debido a su éxito, pero entre idas y venidas del despacho al dormitorio siempre encuentra tiempo para despellejar a sus contemporáneos: “Gasset es otro que quiere ser profundo a fuerza de ser oscuro, y a veces suele salirle la frase como al borriquillo de la fábula, por casualidad. (…) Arniches es una cosa que necesitó Pérez de Ayala para tirársela a Benavente a la cabeza”. Martínez Sierra se las echa de bolchevique y enemigo de la Corona, pero le explica a nuestro reportero que no lleva su republicanismo al teatro porque, citando a Lope“el vulgo es necio, y pues lo paga, es justo / hablarle en necio para darle gusto”. Y el tremendo bolchevique se apresura a pedir a Guillén un borrador de la crónica para darle el visto bueno. De Ortega resalta el autor su fealdad y su pose de cumbre “a la que yo nunca he de subir”. Eugenio Noel, que acusa a Azorín de hacer acuarelas, escritos sin hondura, exclama sin ruborizarse en mitad del café: “Si Cervantes pestañeara, estaría a mi lado…”. Y en este plan todo el libro, con una gracia vitriólica que te saca la carcajada y una modernidad en el estilo que asegura su sorprendente vigencia. Terminamos la obra admirando la audacia y la inteligencia de este desconocido por los manuales de literatura que está muy necesitado de reivindicación urgente, de reconocimiento a su hazaña sin precedentes en la historia de nuestras letras, con UmbralCela yUllán como contadísimos seguidores. Es que hay que tener muchos huevos y una atalaya fortificada o un billete solo de ida al extranjero caso de este Diógenes peruano para matricularse en esa escuela tan ingrata como jugosa del ataque literario.
Pero el espejo de Guillén no solo refleja la mezquindad de los escritores sino del carácter español en general, pues el peruano acusa una clara emergencia de ese rencor indigenista sobre el que se fundaría el populismo antiespañol suramericano durante todo el siglo XX y lo que llevamos de XXI. En el caso de Guillén, razón no le faltaba al señalar las deficiencias de aquella España que suma a su atraso histórico la vergüenza de su propia identidad: “Faltan baños y sobran mendigos; faltan industrias y sobran hombres robustos que se tienden con la panza al sol, faltan escuelas y sobran folletines pornográficos. Ya ni siquiera hay mantones ni peinetas, y hasta las muchachas de la vida de la calle Mesonero o de Jardines y las papillotes de Maxim’s o de Rosales tratan de imitar la R de las cocotas galas y se oxigenan los cabellos cortados por la nuca (…) Yo amaba una España de cartulina postal, donde los mantones de las manolas detonan sus colores violentos sobre las sierras bravas, donde los ojos de las gitanas arden, abriendo la promesa de una sonrisa cálida, y donde las bailaoras repican las castañuelas (…) Y España empieza a despreciar sus chulos y sus toreros, sus mantillas y sus peinetas. Es decir, lo único típico, lo único español. Quiere imitar a Francia, y solo le toma los defectos; quiere modernizarse, y pierde toda su alma apasionada y mística, ardiente y aventurera”. Fombona, a quien suponemos habrá leído su paisano Nicolás Maduro, llegó a decirle a Guillén que su libro sería una “batalla de Ayacucho espiritual”, pues “es preciso decirle a España que hemos dejado de ser colonias definitivamente”.
Miguel de UnamunoLa linterna de Diógenes fue ampliamente reseñada y más abundantemente comentada en los cafés y teatros del todo Madrid durante aquel año de 1921, y supongo que ya en lo sucesivo. De golpe, todos los escritores de España dejaron de mirarse a la cara. Las heridas en el orgullo del artista cicatrizan mal, si es que lo hacen, y la venganza del poeta pobre pero talentoso fue dulcísima y completa. “Es un libro triste para los españoles”, escribió Unamuno. “El paisaje literario que describe no puede ser más desolador, y aterra la idea de estar uno en él avecindado con sentimientos de rivalidad y odio tan feroces”, publicó en su columna Luis Araquistáin. “La mayoría de los ingenios interrogados por Guillén no ha podido resistir la pícara comezón de desollar al prójimo. El cuadro es regocijante y triste a la vez”, sentenció el mismo Manuel Azaña. Desde el otro lado del charco, el ecuatoriano Gonzalo Zaldumbideaplaudía la gesta: “La risa que excita (¿salubre?, ¿malsana?) parece esponjar, refrescar las partes del alma magulladas por la hipócrita camaradería literaria y el resobado panurguismo. Y, pensándolo bien, no deja de tener su gallardía el decirles esas cosas enormes a los españoles en sus barbas”. Todo un triunfo.
Recorre el libro una doble obsesión por la higiene y por el sexo, o sería mejor decir por la suciedad y la represión que marcaban la vida del español primisecular. Alberto Guillén se sacude los complejos confesando en carta a su padre que gasta en putas el importe que saca empeñando los libros dedicados que le van regalando los entrevistados. Pero hay libros que no vende, y que lee con aprecio sincero. Es el caso de los dos Ramones, de Fombona, de Carmen de Burgos y, sobre todo, de Gabriel Miró. A Gómez de la Serna se le reconoce el estatus de genio, le nombró corresponsal honorífico de Pombo en América, prologó la obra y saludó su aparición puntualizando que el autor abusó de muchas confianzas pero que su obra tiene la virtud de “aclararnos quiénes son los amigos y quiénes los enemigos”, acreditando así buen encaje y autoestima blindada, pues no queda su nombre del todo a salvo de puyas. La simpatía con Pérez de Ayala nace de su declarada frustración por haber nacido español y la coherente virulencia con que ataca a todo juntaletras del país, pero a pesar de adivinar las consecuencias animó a Guillén a publicar su libro, que “enseñará a amordazar esos pequeños odios, esos pequeños rencores que se tienen unos a otros, y a no tener siempre sino una opinión”. Carmen de Burgos elogió en prensa la “indiscreción útil” de la obra y se ganó así una visita posterior de su autor y una amistosa crónica de esa entrevista adicional que se incluiría en ediciones posteriores. De Fombona admira la hombría, pero señala el coste despiadado que entraña una renuncia total a la hipocresía.
Pero la verdadera, única gota de honestidad pura en el desierto de la chismografía nacional la encarna el bueno de Gabriel Miró, el único escritor sin máscara ni pose que se abre como es ante la mirada clínica de Guillén, confesándole sus dudas, sus sudores para escribir una buena frase, su vocación abnegada de escritor, su admiración por el mérito ajeno. Y al haber encontrado al fin un hombre, nuestro autor endereza por primera vez el rictus burlón de sus labios y se pone serio: “Miró no es un hombre social. Está lejos de toda esa gesticulante farsa literaria. No usa antifaz, ni cotiza su voz en el mercado de elogios. No sabría llevar el esmoquin o la chistera, o escribir un capítulo de libro o un retazo de comedia tras un banquete trivial. Está bien lejos de toda esa comadrería literaria, entre la cual he paseado mi alma como un espejo curvo e irónico; esa comadrería que me ha encharcado un poco, pero de la cual he salido riendo como un niño. Un niño un poco malo, es verdad; un niño cazador de mariposas; un niño ingenuo, muy ingenuo, pero que sabe distinguir el gato de la liebre, y sabe, además, escribir, sobre el humo, una alegre tabla de valores”.
No es el lugar para debatir sobre la viabilidad de la convivencia humana si todos practicáramos la sinceridad absoluta. Tampoco hace falta decir que creemos en la separación entre ética y estética, y que no hay que enjuiciar la calidad literaria de los autores citados por el impudor de sus vicios y su resuelta apostasía de cualquier signo de caridad y de modestia. Ya Lope de Vega escribió, cegado por la envidia: “Ninguno es tan necio que alabe el Quijote”. Lo que he querido demostrar en este ponzoñoso artículo es que la iconoclastia por la iconoclastia no tiene mérito, que es preciso aprender de nuestros clásicos a insultarnos con estilo y que hoy a cualquier cosa le llamamos rajada.

domingo, 7 de julio de 2013

Poema escatológico



A veces (no siempre)
advierto un vacío
en medio del vientre
que intento empastar
con miga de pan
y sangre caliente.

A veces (no siempre)
un golpe de alcohol
me rompe los viernes
y se abre la brecha
que muerde, que duele,
que ahonda la herida.

A veces (no siempre)
escruto los posos
del bacín de peltre
y leo la causa
de mis padeceres:
la vida se ahoga
al oler la muerte.

A veces (no siempre)
el último tramo
que lleva a la nieve
es senda de piedra
y brasas ardientes.
Y yo, sin zapatos,
camino doliente.

A veces (no siempre)
con los pies desnudos
preparo, inocente,
alfombras de tinta
para protegerme.

A veces (no siempre)
Hay voces que claman:
“¡Mientes, mientes, mientes!
Surgen tus palabras
entre dientes verdes”.

A veces, casi siempre,
no siento lo que digo,
y el bacín de peltre
denuncia el embuste
de mis tibias heces.


jueves, 4 de julio de 2013

Las vacas y los días





















Seguía a las vacas
como ellas contemplan el ferrocarril,
con la idiotez del rumiante.
Seguía su ritmo cansino
de ubres bamboleantes
y anoté en mi cuaderno
los pasos recorridos.
Me tumbé en la hierba
como ellas hacen
cuando se hartan de pasear
su pesado cuerpo
por el campo.
Y rumié las nuevas del día.
Y volvió a pasar el tren para
atrapar ahora mi atención.
Sentí el fresco de la tarde
y todo se volvió estrépito,
(por un instante).
Y volvieron las cigarras
con su viola rota
para envolverme en el vacío.
Arranqué unas margaritas
y las mastiqué hasta hacerlas
papilla. Un gusto amargo
llenó mi paladar
y volvió a pasar otro tren,
el de la noche,
ya sin vagones,
con destellos de lámparas
flotando vacilantes en la oscuridad,
rompiendo la noche sobre los raíles,
y rumié las margaritas hasta engullirlas
sin aprensión.
Me acurruqué en la base de una encina
y esperé al sueño con la docilidad
de un animal sin ambiciones,
domesticado, huero.
Con la felicidad de las bestias,
me dormí y me despertó de madrugada
el correo de las siete y media.

Sin palabras


Se encontró con la ruina,
con la sola esposa de la mañana
y volvíó con ella a su noche
y labró con ella surcos de angustia.
Se hace pronto la tarde
y nadie nos recoge de la mano,
partimos hacia el crepúsculo
como abejas ebrias de polen
y ya no hay nada,
ni siquiera remos en la montaña,
ni siquiera labios en el horizonte.

Despídete sin palabras,
sin doblegar la voluntad de la lluvia,
despídete sin lágrimas,
diluyéndote en la espesura de las sombras.
No hables, despídete sin palabras.