jueves, 29 de abril de 2021

En plan...

Perífrasis verbales que chirrían como "poner en valor"; muletillas estomagantes como "en plan"; gerundios, gerundios y más gerundios para hilar subordinadas; uso y abuso de "con lo cual", un conector que nos convierte en conferenciantes; las palabras "empatizar" y "visibilizar", empleadas a troche y moche, sin miedo a la indigestión; la tentación de la cita culta de Google, a menudo cargada de falsas autorías... No, no son vicios de alumnos de bachillerato. Comenzaron, nadie sabe dónde, en un púlpito político, en una tribuna periodística o en un tuit, y se extienden como la tercera ola de un coronavirus cualquiera. 

Los usos lingüísticos de una comunidad son muy útiles para explicar los engranajes internos de nuestro pelaje. La tendencia a la simplicidad nos convierte en individuos que necesitan un "en plan..." para salir con presteza del paso. El gregarismo esnob nos empuja a "poner en valor" nuestras declaraciones para que parezcan más sesudas; "con lo cual" conseguimos un discurso vacío de contenido, pero hinchado de pedantería. A la sociedad del aluvión informativo y del empacho de interacciones informáticas nos priva "empatizar" con todo quisque y aparentar que "visibilizamos" a las minorías y a los marginados. Y si, de paso, en nuestros perfiles sociales citamos a Cervantes, sin saber que estamos atribuyéndole palabras de Marino Lejarreta, qué importa. Es el lenguaje de las apariencias, como siempre, el de los "horteras" que, ansiosos por imitar a nuestros modelos (de mayor rango social y escaso calado intelectual) caemos en la vulgaridad de sus usos y, lo que es más anodino, de sus costumbres.      

miércoles, 28 de abril de 2021

Estrella y "Sierraldía"

Estrella era una alumna atípica. La recuerdo en los días de 1º de bachillerato, entusiasmada por la fotografía, el cine, los libros, por asuntos que a pocos alumnos de su edad interesaban. Las clases de Literatura Universal se prestaban a compartir experiencias culturales que se salían de lo común. La asignatura se planteaba de manera alternativa y suponía un espacio de libertad y aprendizaje muy distinto al de las clases tradicionales. La aventura de perseguir caminos no trillados nos llevó a participar en el concurso de prensa escuela "El País de los Estudiantes". Se trataba de elaborar un periódico ("Sierraldía") y convertir a alumnos de 16 y 17 años, de un pequeño pueblo de la serranía conquense (Landete), en redactores, maquetadores e ilustradores. Yo tenía pocas experiencias previas, pero siempre me han animado los proyectos inverosímiles y fuera de lo establecido. Lo que iba a ser un simple experimento se convirtió en el eje alrededor del cual giraba la clase de Literatura Universal. Comenzamos a viajar y a entrevistar a gente de todo pelaje: Emencio, el último maqui, al que tuvimos que buscar y traducir en su antiguo bar de San Martín de Boniches; Fréderic, un fabricante y reparador de órganos de iglesia; Joselito, el Pequeño Ruiseñor; Paloma Chamorro, la musa de la movida... Estrella era la principal animadora de esta locura, junto a su amigo Mario (otro alumno singular). De aquel viaje hace ya quince años y, sin embargo, lo recuerdo como si lo hubiéramos realizado ayer. Y no es un lugar común, lo realizamos ayer. Estrella me llamó hace dos años, es fotógrafa "freelance" y estaba embarcada en otra empresa deslumbrante: la elaboración de una revista con las presas de la cárcel de Picassent. Me regaló el primer ejemplar de "Impresas" y la vi igual que con diecisiete años, con el mismo ímpetu, con la misma ilusión de quien lucha en proyectos imposibles y se implica en carne viva con los más desfavorecidos. Solo haber conocido a Estrella es suficiente satisfacción para justificar mi paso por las aulas.   

martes, 27 de abril de 2021

Concursos de televisión

El mecánico locutor pregunta: "¿En qué isla del mar Jónico esperaba Penélope a Ulises?" El concursante está nervioso, es muy joven, sonríe, suda, se muerde las uñas, responde: "Lesbos". Un lamento fingido y sarcástico del presentador araña la dignidad del pobre muchacho. Siento lástima por él, pienso si no supondrá un trauma insuperable que le joderá la vida. Desesperado, aprieto la tecla de retroceso en el mando de la televisión. Vuelvo al momento en el que el odioso locutor plantea la pregunta, utiliza el mismo tono, silabeando con destreza de doblador. Y no, al pobre concursante no se le ve mejor. La misma gota de sudor recorre su sien derecha y se vuelve a morder las uñas en un tic apurado de desesperación. "Lesbos", vuelve a responder. Retrocedo una vez más en la línea del tiempo. El poder divino que nos ofrece la tecnología propicia convertir el pasado en presente una y otra vez; pero no cambia la respuesta, persiste en el error. Dos, tres, cuatro, hasta diez veces vuelvo la imagen atrás. Y no, el chico no rectifica, se reafirma en su "Lesbos" equivocado y el locutor en su burla. Busco en las instrucciones del mando por si hubiera alguna opción de cambiar las alternativas del pasado en la línea del tiempo. Las instrucciones están escritas en chino y en inglés. Imposible. Sigo probando. Retraso una y otra vez las imágenes: diez, quince, veinte vueltas atrás. Y, cuando estoy a punto de claudicar, resignado a la eliminación del concursante y a su posible suicidio, aparecen unas interferencias, cambia el rostro del chico: ahora se le ve mucho más seguro, sin el brillo del sudor en la piel, con las manos firmes sobre el atril. Contesta con fuerza, pronunciando las sílabas como el propio presentador. Paro la imagen, me recreo en la conquista. Voy a salvar a un joven concursante de la depresión. He encontrado la fórmula para alterar el pasado de los concursos televisivos. Podré hacer ganar dinero a quien lo merece y hundir a quienes me caigan antipáticos. Me pongo una copa, lo celebro, le doy al botón del mando y el chico responde: "Formentera". Lástima de cava.    

lunes, 26 de abril de 2021

Aquellos claustros de profesores

Asistí a un claustro de profesores casi descalzo, con las chanclas rotas y la cabeza perdida por la fiesta del día anterior. En otro, por poco me duermo y lo peor era que yo dirigía el discurso (como le pasó a Jardiel Poncela en una conferencia). También recuerdo uno interminable en el que, imitando a los judíos de "La vida de Brian", votamos sobre la forma de votar y lo tuvimos que aplazar hasta el día siguiente. Otros, memorables, en los que algunos profesores, a imagen de nuestros diputados, nos enzarzábamos en discusiones agrias que nada tenían que ver con la enseñanza, sino con nuestros hipertrofiados egos. Cuando fui jefe de estudios, tuve la tentación de analizar en verso los resultados académicos de la evaluación. Sí, al final lo hice, aunque el resultado fue igual de pesado que cuando los recitaba en prosa. Habitualmente llegábamos a estas reuniones después de haber comido juntos y, en plena digestión de la fabada. Alguna solía dormitar con ruido de fondo, ante el jolgorio casi adolescente de la concurrencia. También se apostaba sobre su duración o sobre quién iba a soltarse en "ruegos y preguntas". Eran episodios que servían para aliviar el plomo con el que se cargaban muchas de estas sesiones. 

Estas reuniones periódicas son inevitables, necesarias, y a veces hasta resuelven conflictos y aclaran malas interpretaciones, a pesar de la tenaza del trabajo burocrático y del miedo a molestar nuestras sensibles voluntades. Los últimos claustros a los que he asistido se han realizado a través del ordenador, cada uno desde casa. Se nos ha dado información relevante, bien organizada y se han planteado problemas de calado, pero ya no oigo a nadie roncando ni sin zapatos ni alterado por la discusión que ha mantenido con el compañero de comida. Hasta aquí nos va a llevar la pandemia, hasta añorar esas sesiones soporíferas de sobremesa en las que lo más interesante era esperar a oír las sandeces del profesor de...    

domingo, 18 de abril de 2021

"La generación del 50: versos contra la censura" por Carlos Mayoral



Ángel González llegó a Madrid cuando la infame década de los 40 se apagaba, encorvado y tuberculoso, preso aún de una guerra civil que se había llevado por delante a media familia. En la capital se refugió en el que por entonces era el único oasis literario para los escritores jóvenes: la casa de Aleixandre en Velintonia. Cuando años después decidió irse a Barcelona a probar suerte en otros quehaceres, acudió al maestro don Vicente para que este le guiase: «No tengas problema, ve a tal dirección y pregunta por mi amigo Carlos Barral». Eso hizo el asturiano, y Barral, fiándose del futuro Nobel, le invitó a una reunión con amigos que habría de celebrarse en su casa. Allí acudió don Ángel, y al penetrar en el domicilio se encontró en una oscura sala a cinco personas: José Agustín Goytisolo, su mujer, Asun Carandell, Jaime Gil de Biedma y el propio Carlos Barral. La tertulia era de lo más interesante. Literatura, pensamiento, historia… pero sobre todo política. Críticas a la dictadura, a la sociedad cómplice, a la torpe burguesía catalana. Ángel González no pudo intervenir en la charla… porque los participantes habían conversado en francés. Nadie volvió a fijarse en aquel silencioso asturiano, así que este se marchó sin ser visto. Solo cuando semanas después Barral recordó que un joven poeta recomendado por Aleixandre había presenciado la peligrosa conversación junto al resto de poetas, se dio cuenta: habían colado a un espía franquista en el grupo. Ángel González, con su humildad habitual, recordaría esta anécdota muchas décadas más tarde.

Introduzco al lector en el texto con esta anécdota para intentar aproximarle al ambiente agobiante, paranoico y represivo bajo el que hubo de germinar la maravillosa generación del 50, el grupo lírico más extraordinario a este lado de la guerra civil. El propio Ángel González reconocía en los dosmiles, con la dictadura ya borrosamente instalada en los recuerdos, que para escapar de esa censura, el grupo al que pertenecieron, además de los integrantes de la escena anterior, poetas de la talla de Caballero Bonald, Gamoneda, Ferrater, Julia Uceda o Claudio Rodríguez, tuvo que recurrir al arma que con más elegancia blande el simbolismo, la metáfora y el doble sentido; es decir, la mejor arma contra la censura y la represión franquista: el verso.

La guerra, no tan lejana

Una de las principales cargas que esta generación llevó consigo tuvo que ver con el hecho de necesitar definir el conflicto que asoló España desde el 36 hasta el 39 como lo que realmente fue: una guerra infame, una matanza entre hermanos promovida por un ejército reaccionario y secundada por una república marchita. Por supuesto, esa definición estaba muy lejos del relato que los vencedores habían promovido, esa especie de limpia que la España marxista y lujuriosa necesitaba. Los miembros de la generación, aquel lejano julio del 36, eran lo suficientemente jóvenes como para no haber tomado una posición activa en la contienda, pero también lo suficientemente conscientes para sentir el escozor que las heridas provocaban. Sin embargo, este escozor, que marcaría gran parte de su estrofa, tenía que esconderse, velarse bajo la capa invisible del verso. Véase el poema de Ángel González titulado «Primera evocación», donde el poeta va rememorando aquellos lejanos recuerdos de su madre en medio de la tormenta; tormenta que, por supuesto, tenía su correspondencia metonímica con el maldito conflicto.


Recuerdo
que yo no comprendía.
El viento se llevaba
silbando
las hojas de los árboles
[…]
sin embargo,
no devolvió lo arrebatado el viento,
ni la lluvia
pudo borrar las huellas de la sangre.

[Ángel González, «Primera evocación»]

A todos ellos les marcaron las ausencias, las oportunidades perdidas de entonces. Los casos de Ángel González, que como ya se ha dicho perdió a sus hermanos en la guerra, o de los Goytisolo, que perdieron a su madre, resultan especialmente trágicos. Pero incluso los que no hubieron de sufrir ninguna pérdida cercanísima también encontraban el vacío detrás del hecho simple de sobrevivir. La mayoría de los autores provenían de familias burguesas, de buen apellido y larga hacienda, lo que les permitió huir de la zona peligrosa. Es el caso de Gil de Biedma, a quien la guerra pilló en la finca familiar de Nava de la Asunción (Segovia), y la culpabilidad que le produjo el refugio paterno le provocó notables crisis de identidad. O el caso de Ana María Matute, segura bajo la fortuna familiar, pero a la que la guerra le produjo un terror psicológico que volcaría en su obra, donde los niños observan el horror, donde los adultos se refugian en la fantasía. La guerra es el dilema que todos afrontan, es el horror que todos disfrazan. Como en este poema de José Agustín Goytisolo, donde utiliza el parafraseo quevediano para hablar de aquellos años en que perdió a su madre.


Entre el humo y la sangre,
miré los muros
de la patria mía,
como ciego miré
por todas partes,
buscando un pecho,
una palabra, algo,
donde esconder el llanto.

[José Agustín Goytisolo, «La Guerra»]

Crisis social

Si por algo se caracterizó esta generación fue por tener la habilidad de retratar, casi en conjunto, los oscuros callejones de una realidad que a esas alturas de siglo se había tornado miserable. Prácticamente todos los integrantes coinciden a la hora de potenciar esta temática: la infelicidad del ser humano derivada del gris del contexto, angustia por un futuro no menos gris y áspero, la desigualdad, el hambre, la miseria, el exilio… Muy pronto se dan cuenta de que esta especie de columna es capaz de vertebrar a todos ellos, y al calor de la poesía se reúnen para poner sobre la mesa todos estos asuntos, moldearlos e incluirlos en el corpus de su poética. Se erigen en la voz de un pueblo callado, conscientes de que gracias al disfraz de la palabra podrán gritar, podrán protestar e incluso podrán esperanzar a un pueblo que solo encuentra refugio entre páginas. Este ejemplo de Julia Uceda es magnífico: utiliza la misma metáfora eólica que Ángel González en el poema reseñado antes, dejando claro que lo que el viento ha dejado es solo ruina, por la que revolotea, triste, la mariposa.


Nada te pido. Muerdo en mis entrañas
mi soledad, mi sal, mi aburrimiento,
mi corazón ahogado en telarañas
con un arado blanco y descontento.
Y destruida ciegamente vuelo
sin vida ya, sin muerte. Solo viento.

[Julia Uceda, «Mariposa en cenizas»]

Renglones atrás ha aparecido un concepto sumamente importante para entender lo que este grupo significó a la hora de sortear el elemento censor que toda dictadura trae consigo: las múltiples reuniones que celebraban. Los miembros del grupo se juntaban a menudo para establecer líneas estilísticas que no pudieran ser atacadas. Si un solo poeta, aislada e individualmente, publica una obra que «moleste», a la censura no le costará demasiado aplacar dicha molestia; sin embargo, si ese aspecto que puede inquietar al régimen llega desde las plumas de cada miembro del grupo literario más influyente del momento, detenerlo resultará más costoso. Y estas reuniones, además, están cargadas de un fuerte simbolismo.

Memorable fue la visita del grupo a Colliure, donde los miembros se fotografiaron frente a la tumba del maestro Antonio Machado, lugar molesto para la dictadura por razones evidentes. Como memorables serían también los encuentros que Carlos Barral, de alguna manera prócer del grupo, organizó en Formentor. Por no hablar de las pequeñas y esporádicas reuniones que fomentaban los lazos entre poetas, como por ejemplo la narrada al principio del texto. Toda esta cohesión permite que no sea un individuo el que se enfrente al contexto gris, al silencio, al llanto, sino un conjunto férreo de creadores, de artistas comprometidos difíciles de corromper. Y aparecen ya dos conceptos hasta entonces innombrables: paz y libertad.


Solicito
una sublevación
de paz, una tormenta
inmóvil.
[…]
Un mismo canto pide
la justicia y la
belleza.
Sea la luz
un acto humano.
Se puede
morir
por esta
libertad.

[Antonio Gamoneda, «Sublevación»]

Crisis personal

Y, en última instancia, la poesía acaba donde acaba siempre, es decir, en el dolor al que la herida propia te condena. Porque si bien es cierto que todos los miembros de este grupo fueron activistas de la realidad, comprometidos con su tiempo, que buscaban en su labor poética el auxilio social que ofrece el arte, no lo es menos que al final eran las propias tragedias individuales las que elevaban su verso.

Un ejemplo de esta tragedia velada es el suicidio. En algunos de sus componentes, el deseo de morir apareció de manera recurrente, acuciado entre otras cosas por la angustia descrita párrafos atrás. Obviamente, en una sociedad devota de María, donde la Iglesia había asumido el control de prácticamente todos los estamentos, el suicidio era un tema tabú, otro de esos incordios que la censura no admitiría. Por eso, cuando Gil de Biedma sintió, tumbado a las estrellas en su finca de la Nava, que habría de morir, que el suicidio era la única vía, muy rápido supo que no podría componer verso alguno que le salvara la vida si no utilizaba alguna artimaña que le permitiera salvar el feroz órgano censor. Para eso ideó el mecanismo: escribiría sobre la muerte de una segunda persona, que también sería él. Al poema lo llamó «Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma», y es una de sus mejores composiciones. No menos dramático fue el enfrentamiento entre la muerte y Gabriel Ferrater. Este había jurado que no permitiría que los cincuenta años de edad le alcanzaran, y cumplió su promesa: veinte días antes de que llegara el momento, una caja de barbitúricos se lo llevó. Las alusiones al suicidio, como en el caso de su amigo Gil de Biedma, habían sido lo menos explícitas posible.


Caminará por bosques
oscuros. No verá
la azagaya de luz
de la memoria súbita.
Y cuando esté tan lejos
que ya parezca muerto
podremos recordarle.

[Gabriel Ferrater, «El mutilado»]

En este sentido, los ejemplos de pequeñas tragedias personales son innumerables; y el eco en sus obras, infinito. Desde el problema de la España rural, donde habitan algunos de sus miembros, hasta el machismo que las mujeres del grupo han de soportar, pasando por la homosexualidad, las drogas, la promiscuidad o el exilio. Temas todos ellos vetados dentro de la estrecha libertad permitida por el régimen. Pero permita el lector que despida el texto con el que para mí es el miembro más brillante de todos ellos: Gil de Biedma. Un ser completísimo, un artista inenarrable. El poema «Contra Jaime Gil de Biedma», donde el poeta clama contra sí, en segunda persona de nuevo, y contra el sentimiento de culpabilidad que le corroe, derivado de su mala vida, de su coqueteo con el vicio y de su pasión por todo aquello que, en tiempos oscuros, suele estar prohibido. Hasta tal punto llega su desprecio, que se dice a sí mismo: «Si no fueses tan puta…».


¡Si no fueses tan puta!
Y si yo supiese, hace ya tiempo,
que tú eres fuerte cuando yo soy débil
y que eres débil cuando me enfurezco…

[Jaime Gil de Biedma, «Contra Jaime Gil de Biedma»]

miércoles, 14 de abril de 2021

Reivindicación de la Misiones Pedagógicas



La creación de las Misiones Pedagógicas y el teatro itinerante de "La Barraca" autorizan por sí mismos para hablar de la Segunda República como un régimen atípico, extraordinario, en el que se intentó modernizar y culturizar España como nunca se había hecho. En ningún momento de la historia, los poderes fácticos se habían movilizado de tal manera para difundir la cultura, la historia y para librar al pueblo de un analfabetismo que lo atenazaba. Los pobres en los años treinta eran multitud, las clases medias apenas inexistentes; los poderosos (las familias de siempre), las oligarquías de toda la vida, se revolcaban, amancebadas con la Iglesia católica, dominaban el destino del país y se aprovechaban de la docilidad de un pueblo ignorante. Nunca, en ningún periodo de la historia de España, he conocido un empeño mayor de los que gobiernan por redimir a los desfavorecidos. Las Misiones Pedagógicas pretendieron algo inaudito: llevar a las comunidades rurales más recónditas lo más granado de la cultura española y europea: libros, conferencias, proyecciones, audiciones, discos, obras de teatro, pinturas... La labor era ingente, el empeño, el más loable de todos los que yo haya leído en los anales de la historia de este país. Promover colegios, instalar centros de enseñanza allá donde nunca los había habido; nombrar maestros, pagarles dignamente, impulsar una educación laica, al margen de las diatribas doctrinarias e interesadas de la Iglesia católica. No me extraña que los partidos reaccionarios, encabezados por las oligarquías y amparados por la alta jerarquía eclesiástica, se opusieran y se revolvieran contra las actuaciones de los primeros gobiernos republicanos. Se perdía el privilegio de aprovecharse de un pueblo desde siempre sometido, acogotado por las miserias de los latifundios, el caciquismo y el sermón dominical. En cada una de las piedras de las escuelas inauguradas durante la Segunda República, veían los facciosos un intento de subvertir su statu quo, de socavar sus privilegios. Un pobre escolarizado era un pobre menos al que someter, un siervo menos de la gleba, un criado menos al que explotar. Un hombre dueño de su destino, medianamente culto, alfabetizado, conocedor del mundo, es un feligrés menos, un lacayo menos, un individuo propenso a no dejarse explotar. La República, en su intento de darle al pueblo el pan, la sal y las letras, soliviantó a los poderosos y estos reaccionaron como era de esperar, con la violencia de quien teme perder sus privilegios y sus mucamas. 

En España no hubo ilustración. La República intentó instalarla dos siglos después, había pasado demasiado tiempo. El clero y los oligarcas no estaban por la labor de que no se les sirviera en las comidas, de que no hubiera una criada a la que estuprar. No, los hábitos tradicionales no se abandonan así como así, sin luchar por ellos, por muy justas que sean las reivindicaciones de los pobres. Las Misiones Pedagógicas pretendían cultivar en coto vedado. Y eso, no. La caza es sagrada.        

lunes, 12 de abril de 2021

"Steinbeck y el lado de los malditos" por Esther Peñas



«No se necesita valor para hacer una cosa cuando es lo único que puedes hacer», dice uno de los personajes de Las uvas de la ira, la demoledora novela del Nobel de Literatura norteamericano John Steinbeck (California, 1902, Nueva York, 1968). Y cuando uno no puede elegir, cuando sufre una necesidad tal que está dispuesto a aceptar lo inaceptable, cuando dejarse explotar es lo único que se puede hacer, las raíces de la desigualdad se extienden por la sociedad como un perverso tablero que enfrenta a poseedores y desposeídos.

Steinbeck conocía el percal. No hablaba desde la barrera. Se manchó las manos antes de escribir. No le importó. En realidad, nunca nada que quisiera detenerlo en su compromiso de denuncia lo importó lo más mínimo. Descubrió que el sueño americano no es más que una distorsión, un espejo deformante de esos del Callejón del Gato que describiera Valle-Inclán en su esperpento. El Sueño Americano lo es para unos pocos, a costa de otros muchos. Se dio cuenta de la estafa, y decidió quedarse del lado de los perdedores, de las víctimas, de los fracasados, de los malditos. Y en él permaneció hasta su muerte.

En 1936, 26 años antes de recibir el Nobel, Steinbeck publicó siete reportajes en The san Francisco News sobre el éxodo de estos trabajadores agrícolas, nómadas a su pesar. El propio autor fue recolector de fruta en su juventud (fue muchas otras cosas). Reflejó en sus crónicas los miles de campamentos improvisados, las vejatorias e inhumanas condiciones que padecían los emigrantes, los vehículos destartalados que quedaban por el camino reventados por el uso y la sobrecarga, las historias de algunas de esas personas, enlodadas por el dramatismo y el desgarro, a partes iguales. La desigualdad entre quienes tenían y quienes, carentes de todo, suplicaban.

Esos reportajes son la semilla de Las uvas de la ira, que cuenta esa misma historia, encarnada en la familia Joad. La novela arranca con el regreso de Tomy, uno de los hijos que ha estado varios años en la cárcel por matar en defensa propia (vinculado por defecto de modo inolvidable a ese rostro atormentado de Henry Fonda en la película de John Ford). Encuentra a toda la familia reunida: sus abuelos, su tío, sus padres, sus cinco hermanos y su cuñado. Tienen hambre y ausencia de futuro. Deciden emigrar. No les queda otra.

A partir de ahí, la peregrinación va acumulando zarpazos: el abuelo muere a los pocos días; la abuela no remonta la pérdida y también fallece; el primogénito decide separarse del clan; el cuñado los abandona después de dejar embarazada a su esposa… «Hubo un tiempo en que estábamos en la tierra y teníamos unos límites. Los viejos morían, y nacían los pequeños, éramos siempre una cosa… éramos una familia… una unidad delimitada. Ahora no hay ningún límite claro», afirma en un susurro la madre.

Steinbeck piensa de otro modo la pobreza, la desigualdad. Para el norteamericano, la riqueza no es la acumulación, los beneficios del capitalismo, el despilfarro. La pobreza es no tener manera alguna de ganarse la vida, estar condenado a dejarse la piel a cambio de un mendrugo de pan mientras otros atesoran. «Supón que ofreces un empleo y sólo hay un tío que quiere trabajar. Tienes que pagarle lo que pida. Supón que haya cien hombres interesados en el empleo, que tengas hijos y estén hambrientos (…) ofréceles cinco centavos y se matarán unos a otros por conseguir el trabajo». Esto es la desigualdad según Steinbeck, en la boca de unos californianos que abusan de los emigrantes.

La familia Joad y las otras muchas que se suman a esta marcha agónica apenas consiguen dinero para comer una vez a día. Se mueven entre la miseria más absoluta, soportan con una dignidad casi incomprensible cómo a su paso sus compatriotas, movidos por el rechazo a los harapientos, a las bestias en las que la pobreza ha convertido a esos granjeros, incendian sus campamentos, destruyen las cosechan para que no las saqueen, los insultan y los exprimen. Esto es la desigualdad según Steinbeck. Que los que tengan te expriman sin posibilidad de que escapes de esa hemorragia.

Pero el Nobel, que a pesar de todo supo dejar espacio siempre para la fraternidad (no en vano a su furgoneta la llamaba ‘Rocinante’, en honor al Quijote), coloca la solidaridad entre los que nada tienen, salvo la dignidad mencionada. Ellos se ayudan, se protegen, se sostienen. Inolvidable la última escena del libro, en la que vemos cómo la hija abandonada por su marido, cuyo bebé ha nacido muerto, le da el pecho a un hombre enfermo que agonizaba de hambre para salvarle la vida.

La familia Joad se convierte en el arquetipo de los desposeídos, de los desarrapados, de los despojados, de los que nunca heredarán la tierra. Los desplazamientos masivos incuban historias personales cuajadas de desolación, tragedia, desgarro. Las narraciones resultan angostas y estrechas en comparación con lo real. Lo real mata. Lo real siembra miedos, prejuicios, desprecio, crueldad, explotación, desahucios, deshumanización… desigualdad. En lo real aparecen las alimañas dispuestas a sacar provecho de la fragilidad, la miseria y la desesperación ajena. Supongo que esta historia les recuerda a muchas otras que ya apenas ocupan espacio en los telediarios.

(Por cierto, en la ciudad natal de Steinbeck, Salinas, a donde se dirigían muchos de estos emigrantes, le amenazaron de muerte, le hicieron la vida imposible, tuvo que emigrar de allí, y quemaron públicamente con cierta asiduidad sus obras, hoy, los descendientes de cuantos asentaron la desigualdad entre los hombres de aquellas tierras, construyeron un centro para honrar la memoria del escritor).

domingo, 11 de abril de 2021

"Baudelaire al desnudo" por Juan Francisco Ferré



El 9 de abril de 1821 nació en París Charles Baudelaire. Ese mismo día nació la poesía moderna, esa que arranca de él como un caudal turbulento y se precipita con furia, a través de Rimbaud, Mallarmé y Laforgue, en el tumultuoso océano del siglo XX, del que poetas como Apollinaire, Rilke y Eliot destilarían los elixires más tóxicos y tentadores. Para celebrar tal acontecimiento, la editorial Nórdica reedita ahora esta joya literaria (un florilegio selecto de Las flores del mal) con magníficas ilustraciones de Louis Joos.

Las flores del mal (1857) es el poemario seminal que engendra la sensibilidad moderna. En À rebours (1884; mi título en español favorito es Contra natura, sugerido por Cabrera Infante en la edición de Tusquets de 1980, frente a los más neutros o moderados Al revés y A contrapelo), el gran Huysmans convirtió a Baudelaire en el poeta predilecto del excéntrico dandi y esteta absoluto Des Esseintes, que no soporta la existencia diaria excepto si puede injertarle algún artificio estimulante. A su vez, esta fascinante novela es el texto maligno (el libro amarillo) que corrompe a los estetas ingleses de El retrato de Dorian Gray (1890) del no menos grande Oscar Wilde, completando así el círculo vicioso de influencias decadentes originado por la cosecha maldita de Baudelaire.

Baudelaire encarna, como escribió Julien Gracq, la madurez consumada de la poesía y la cultura. Una cultura que alcanza la madurez histórica se expresa con la voz lírica de Baudelaire (“Tengo más recuerdos que si tuviese mil años”, declara el poema “Spleen”). Una poesía que logra sondear abismos del alma y el cuerpo que hasta entonces nadie imaginaba (“al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo”, se lee en el poema “El viaje”). Simas del espíritu y la sensibilidad que la inteligencia ilumina y el lenguaje crea y recrea con la sonoridad de los versos y la belleza de las imágenes. En “Las joyas”, poema prohibido, donde la adorada amante del poeta se deja poseer desnuda conservando puestas sus joyas más preciosas, se alegoriza la alianza del sonido y la luz, el candor y la lubricidad, que define la poética paradójica de Baudelaire.

Baudelaire ostenta todas las máscaras contradictorias de la poesía. Esta multiplicidad hizo que algún crítico hablara de la “doble postulación” de la escritura de Baudelaire, su esquizofrenia entre el ideario romántico y la tendencia barroca. El alma romántica (“La musa enferma”) lo fuerza a identificarse con el albatros abatido, torpe en el suelo y majestuoso en el vuelo, o con la profundidad del mar y sus tesoros imaginarios, o con la psique atormentada que actúa como vampira de sí misma, o con el maldito repudiado por la sociedad y la familia burguesas. Y también soñar con los paraísos perdidos de la infancia, o con recostarse a la sombra del cuerpo descomunal de “La giganta”, otro paraíso tentador y sensual, o con adormecerse en medio de una orgía de cuerpos revueltos, embebido en fragancias artificiales y aromas animales.

Mientras la lucidez libertina y la exuberancia barroca (Rubens, Rembrandt, Puget y Watteau son algunos de “Los faros” que lo alumbran en la noche poética) guían a Baudelaire en sus preferencias por la seducción y el artificio, el lujo y la sensualidad, el refinamiento en la depravación, el juego erótico, la apoteosis del ornamento, el maquillaje, la moda superflua, la frivolidad y la superficie mundanas. Baudelaire es el genial poeta de la vida moderna con todos sus contrastes e incongruencias, el primer escritor que percibió la sinestesia y las “correspondencias” como modos estéticos de conectar sensaciones inconciliables. Es imposible, al mismo tiempo, leer poemas como “La metamorfosis del vampiro”, “La carroña”, “Mujeres condenadas” o el ciclo “Spleen”, entre otros, sin sentir la deliciosa crueldad, sádica y masoquista, el humor negro, el ingenio y la aguda ironía de su autor.

Baudelaire ve la realidad con el sarcasmo despectivo con que Don Juan, al abrazar su destino trágico, contempla el paisaje infernal en el poema “Don Juan en los infiernos”: desafiando a los poderes divinos que condenan la vida a la intrascendencia y los poderes diabólicos que la arrastran a la perdición. Baudelaire y Nietzsche hacen buena pareja en la historia de la cultura. Lo dionisíaco y lo apolíneo, tándem descubierto por el filósofo alemán, concuerdan con las aspiraciones artísticas del visionario poeta francés, como el Eros y el Tánatos freudiano.

El malditismo es otra máscara del mal que el poeta ostenta ante la sociedad y la familia que lo desprecian por su vocación anómala. No hay peor maldición, exclama la madre en el poema “Bendición”, que haber dado a luz a un hijo poeta como Baudelaire. El matriarcado maléfico (Mater Lachrymarum, Mater Suspiriorum y Mater Tenebrarum), que Baudelaire descubrió, sin naufragar en las fantasmagorías del opio, en Thomas De Quincey (Suspiria de profundis; 1845), expresa así todo el poder primigenio de las entrañas para destruir a su débil criatura. Es negando ese terrible poder materno como Baudelaire logra desvincularse de sus orígenes, invertir su fuerza y convertirla en poder de creación alquímica del verbo y la sensibilidad.

Con afán provocador, el título original pensado por Baudelaire para el célebre poemario era Les lesbiennes (Las lesbianas), pero fue prohibido por la censura inapelable como lo fueron por sentencia judicial en 1857 (y excluidos de las primeras ediciones de Las flores del mal) los poemas donde Baudelaire evoca sin tapujos, como Proust décadas después, el amor lésbico y a Safo, la sacerdotisa viril de ese culto venéreo (“la Safo masculina, la amante y el poeta”, del poema “Lesbos”), así como las floraciones secretas del sexo entre mujeres libres de la obligación de casarse y tener hijos (“Femmes damnées: Delphine et Hippolyte”, “Lesbos”). Baudelaire había aprendido a admirar la oscura fascinación de estas mujeres malditas (las “heroínas de lo moderno”, como las llamó Walter Benjamin) en Balzac (La fille aux yeux d´or; 1835), Alfred de Musset (Gamiani; 1833) y Théophile Gautier (Mademoiselle de Maupin; 1835).

Lo bello baudeleriano repudia la primacía de lo natural y exalta lo artificial a las más elevadas cumbres del pensamiento y la creación. La imaginación suscribe, entonces, un pacto blasfemo y perverso con el más absoluto alejamiento de la naturaleza, esto es, con el mal. A su pesar, Baudelaire reveló el bucle infinito de la naturaleza y la cultura, la vida y el artificio.

Todos los paraísos son artificiales.

"Coser y contar" por Irene Vallejo

El silencio y el estrépito. Eras solo una niña. Recuerdas a tu madre, después del trabajo, absorta en sus dos mundos cotidianos: los libros y la costura. Con el dedal o la lectura, todo era sigilo. Otras veces, la casa entera temblaba sacudida por ese tableteo entrañable de la máquina de coser o la de escribir. Siempre, el gesto de concentración. Enhebrar el hilo en el ojo de la aguja, fijar los ojos en las hebras de las líneas. Años después, leerías a Carmen Martín Gaite en El cuento de nunca acabar: “Ponerse a contar es como empezar a coser; es ir una puntada detrás de otra, sean vainicas o recuerdos”. Trenzando lana o letras, aquellos gestos paralelos anudaban mundos.


En muchas lenguas, “texto”, “textura” y “textil” son palabras que comparten el mismo origen. La metáfora del tejido es constante en la creación verbal: bordamos un discurso, hilvanamos ideas, hilamos palabras, urdimos planes, nos devanamos los sesos, desovillamos enredos, nuestros relatos tienen trama, nudo y desenlace. El nombre de los antiguos bardos de los poemas homéricos —rapsodas— significaba “zurcidores de cantos”. En las historias más antiguas de la humanidad encontramos el rastro de remotas tejedoras. La mitología griega cuenta la trágica victoria de Aracne, una mujer que componía maravillosas narraciones sobre las páginas en blanco de la tela. Sus obras eran tan bellas que las ninfas acudían a admirarlas. Orgullosa de su habilidad, desafió a Atenea a un torneo de bordado. La diosa representó en su tapiz a las divinidades olímpicas en toda su majestad; la irreverente Aracne ridiculizó al mismísimo padre Zeus en sus torpes atropellos amorosos: Europa, Dánae y otras. Humillada por el descaro y la pericia de la joven, Atenea juró venganza y Aracne, aterrada, se ahorcó. Entonces la diosa la transformó en una araña que, terca, extrajo de su propio cuerpo un hilo con el que crear delicadísimos encajes. Siglos después, en Las mil y una noches, Sherezade diría: “El mundo es como una tela de araña, detrás de cuya fragilidad está acechándote la nada”.

En las culturas tradicionales, los tejidos albergan significados, recuerdos, símbolos, mensajes: son escrituras. Los incas usaban quipus —cuerdas con flecos de distintos colores y grosor— para conservar leyes o leyendas. Sus libros estaban redactados con nudos y hebras, en un código que recuerda al de los ábacos. En el siglo XVI, los españoles, inquietos ante unos textos que les resultaban incomprensibles, ordenaron que los quipus fueran destruidos. Solo se han salvado algunos cientos, aún hoy enigmáticos e indescifrables. La conquista erradicó ese originalísimo alfabeto de hilo, un idioma de redes, secuencias y vínculos que parece anticiparse al lenguaje de la programación informática. Del mundo precolombino sí sobrevivió el telar de cintura, que relaciona simbólicamente el acto de tejer con el parto. Se ata como un cordón umbilical a un árbol, y el cuerpo que lo sujeta se mece moviendo la lanzadera mediante contracciones rítmicas. El parto, igual que la creación, necesita gestos de costurera: se corta un cordón, se cosen los desgarros de la madre y el ombligo se convierte en nuestro primer nudo. Como soñó Remedios Varo en su pintura mexicana Bordando el manto terrestre, el mundo fue —tal vez­— engendrado por mujeres que hablaban y tejían.


Una urdimbre íntima entrelaza tejido, escritura y maternidad. En La flor de mi secreto, de Pedro Almodóvar, la cámara retrata a la protagonista, Leo, a través de la máquina de escribir, y su rostro se adivina tras la celosía de las teclas. Después de un intento de suicidio, la novelista regresa a su pueblo natal para recuperar la salud. Arropada por su madre, su cuerpo frágil se dibuja detrás de un visillo con calados. Poco a poco, siente renacer su alegría y su deseo de escribir, sentada en la solana con las vecinas, escuchando sus anécdotas y cantos, mientras sus manos expertas se afanan en el encaje y resuena el traqueteo musical de los bolillos. La algarabía de ese tapiz de hebras y palabras le devuelve a la vida. En la costura, como en la escritura, no hay que dar puntadas sin hilo.

sábado, 10 de abril de 2021

"Hölderlin, el poeta genial y malogrado" por Luis Fernando Moreno Claros




La vida del melancólico Hölderlin, exaltado y tierno, da mucho juego narrativo para un buen biógrafo. Así lo vio Härtling, quien en 1976 publicó Hölderlin. Una novela; en realidad, una biografía con algunos pasajes novelados. Si olvidamos la cantidad de pequeñas erratas de esta edición de Piel de Zapa (que recupera la de Montesinos en 1986), la “novela” constituye un magnífico acercamiento a la figura de Hölderlin. Es un relato denso y exhaustivo que también vivifica a los personajes que rodearon al poeta y los parajes en los que residió; sobre todo, revela con acierto el carácter de Hölderlin: niño concentrado y listo, joven atractivo y vigoroso, fogoso y espontáneo, sensible en extremo, y dotado de un talento excepcional para la poesía y el pensamiento. Sus años mozos, hasta que la demencia lo atacó en la treintena, transcurrieron entre amigos, amores, estudios y poemas; y el resto de su vida estuvo enclaustrado en una casa con torre redonda en Tübingen, a orillas del Neckar, sobreviviendo como un loco inofensivo, aporreando el piano y regalando poemas crípticos a las visitas. Härtling evita adentrarse en esos años de reclusión y se centra en los de lucidez; Safranski sí los aborda y va algo más allá de ellos al recordarnos a los “descubridores” del poeta, los románticos alemanes o, después, Nietzsche y Heidegger, que lo adoraban.
Era pacífico, pero revolucionario de espíritu, y fue uno de los fundadores del idealismo alemán con Hegel y Schelling

Antes de enfermar sin remedio, Hölderlin tuvo una vida agridulce. De familia acomodada, huérfano de padre a temprana edad, su madre se empeñó en que estudiara para párroco, contra su voluntad; él le daba largas a ocuparse de una parroquia y se ganaba el sustento como preceptor privado. Inteligente y estudioso, apasionado de las letras, conoció a figuras sobresalientes de la cultura alemana, Schiller o Goethe (quien apenas le hizo caso). Mantuvo gran amistad con los filósofos Hegel y Schelling, camaradas en el seminario de Tübingen (juntos iban para teólogos y a la vez perdieron la fe en el Dios tradicional). Juntos fundaron el movimiento filosófico del idealismo alemán y se emocionaron con la Revolución francesa. Hölderlin era hombre pacífico, pero sí fue revolucionario de espíritu y, como tantos jóvenes de su época, albergaba la idea de que, de la mano de unos líderes más honestos y sabios, llegaría para la humanidad una época definitiva de igualdad, fraternidad y libertad. Soñaba con gobiernos de hombres con cabeza, nada de déspotas, matones y descerebrados. Se desilusionó ante la crueldad sanguinaria de la Revolución, aunque se consoló pensando que los traidores a las grandes ideas sucumben, pero que éstas permanecen y que algún día serán realidad.

Vivió una época llena de cambios y contradicciones. Como visionario, en sus himnos elegiacos alertó de la crisis de la época moderna: un tiempo de transición que ha perdido a los dioses y la conciencia de lo sagrado, en el que el hombre se halla en peregrinación hacia la nada o hacia un nuevo renacer. Hölderlin lo llamó “el tiempo de la indigencia”, ése en el que los antiguos dioses han desaparecido y los venideros, si es que los hubiere, no han llegado todavía.

Aunque veía mayor hondura en la poesía que en la filosofía, tan atada a los conceptos, estudió filosofía con pasión, por ejemplo, a Kant. Helena Cortés y Arturo Leyte publicaron en 1990 su traducción de la Correspondencia completa de Hölderlin (Hiperión). De aquel volumen, hoy agotado, extraen algunas cartas en las que el poeta trata de filosofía. Es una delicia leer estas misivas emotivas y francas, en las que explica a su manera algunas cuestiones filosóficas.

En cuanto a su vida afectiva, el hermoso Hölderlin enamoraba con facilidad a mujeres y hombres (a su amigo Sinclair), pero fue desgraciado. Se apasionó por una mujer con la que no podía casarse: Susette Gontard, madre de un niño del que fue preceptor. La única manera de poseerla fue literaria: la idealizó en la figura de Diótima, la amada de Hiperión, el héroe de la novela homónima, obra en prosa de Hölderlin y que es una de las más bellas de las letras germanas.

El amor imposible, la libertad nunca alcanzada, la república que jamás llega, la existencia inconsistente, todo ello contribuyó tal vez al advenimiento de la enfermedad que lo privó en vida de la lucidez que sí iluminó sus versos, como éstos que tradujo el sevillano Cernuda en 1935, ayudado por el filósofo germano Jean Gebser: “Mas no es dado a nosotros / tregua en paraje alguno; / desaparecen, caen / los hombres resignados / ciegamente, de hora / en hora, como agua / de una peña arrojada / a otra peña, a través de los años / en lo incierto, hacia abajo”. Así es la condición humana según Hölderlin: sin dioses que los mimen, sin apoyos, frágiles, a los seres humanos sólo les queda el abismo de la existencia.

jueves, 8 de abril de 2021

Escribo

Escribo para no olvidar quién fui. Escribo para registrarme, para fichar, para acuñar el instante en los anales de mi etérea biografía. Escribo en cuadernos escolares, en cuartillas usadas, en servilletas de papel, en el ordenador, en las notas del móvil. Escribo para certificar mi existencia, para estampar el sello del día en la instancia del tiempo. Escribo, escribo, escribo, no para que me lean (mentira), para leerme, para recordarme cómo era. Escribo cuentos, historias reales, poemas deslavazados, novelas desmedradas, reflexiones de perogrullo, chistes, chascarrillos, decires, bondades y maldades (más maldades), estupideces. Escribo porque me aterroriza caminar sin saber quién fui, por orgullo, por pasar el rato, por no morir en la inane tarea de observar el cielo raso. Escribo, a veces, con rigor, otras sin él; a veces vestido, otras en calzoncillos; escribo calado de miedo o de ira o de alegría o de ironía. Escribo sin saber por qué. Y a veces duele, duele escribir con angustia, con la sensación de que ensuciar papel es la mayor ilusión que me queda en la vida. Ensuciar papel para desempañar el pasado. 

martes, 30 de marzo de 2021

"¿Qué es un clásico?" por Rafael Narbona



Las definiciones casi nunca están a la altura de lo que pretenden explicar. Los clásicos desafían a los dioses, intentando apropiarse de esa inmortalidad que tanto anhelan los humanos. Son el producto de la estricta selección que opera la posteridad sobre los textos. La mayoría de las obras quedan olvidadas en las cunetas de la historia, pero unas pocas adquieren el carácter de milagros imperecederos. No se las considera perfectas, sino necesarias. El Quijote se despeña por las digresiones y carece de una estructura sólida, pero una generación tras otra reconoce en sus páginas una comprensión profunda del ser humano y sus pasiones. No importa que las épocas alteren las prioridades y las convenciones. El Quijote conserva su capacidad de pulsar las cuerdas más íntimas de nuestro ser. ¿Quién no se ha sentido derrotado por la realidad? ¿Quién no ha soñado con un ideal que guíe sus actos? El Quijote siempre simbolizará el doloroso contraste entre la realidad y nuestros sueños. Aparentemente, el viejo hidalgo castellano fracasa, pero lo cierto es que en su derrota hay una indudable grandeza. Los molinos de viento dejan maltrecho al presunto orate que los ha confundido con gigantes, pero sus aspas, tan poderosas como los brazos de cualquier titán mitológico, carecen de su sed de absoluto. La historia de Alonso Quijano nos enseña que el ser humano no busca tanto la gloria -frágil, banal y efímera- como un sentido que justifique su existir.

¿Qué obras merecen la calificación de necesarias? Las que han crecido con el tiempo, las que nos siguen convocando pese a los cambios sociales e históricos, las que nos tocan el corazón y la mente, conmoviéndonos y obligándonos a reflexionar, las que abordan lo esencial sin necesidad de contar con nuestra complicidad previa. El “previo fervor” del que hablaba Borges es un dato objetivo, pero la “misteriosa lealtad” se tambalea con el paso de los años. ¿Quién lee hoy en día a Campoamor? En cambio, Bécquer, que solo fue un periodista para sus contemporáneos, no cesa de cosechar nuevos lectores, atraídos por un lirismo desnudo trufado de emociones universales. Algunos han acusado al poeta sevillano de afectación, pero yo solo aprecio la sencillez de una poesía que huye de la grandilocuencia.

¿Por qué la Ilíada, escrita entre el siglo VIII y el VI a.C., nos sigue arrastrando a sus cantos? ¿Quizás por la exaltación de la guerra? No es probable, pues hoy en día todas las personas sensatas estiman que la guerra, lejos de ser un espectáculo heroico, constituye una calamidad. La Ilíada continúa seduciéndonos por su agónica lucha contra la finitud. En la Grecia homérica, la idea de la inmortalidad no había echado raíces. Después de la muerte solo cabía una existencia espectral, un reflejo imperfecto, pálido e insuficiente de la vida. Todos los personajes de la Ilíada luchan contra el tiempo, convencidos de que la fama es la única forma de inmortalidad asequible. El campo de batalla es el escenario donde se dirime el porvenir que aguarda a los difuntos. El hombre libre acepta la confrontación con la muerte, arriesgando su existencia para dejar un ejemplo imperecedero. En cambio, el esclavo huye de la muerte, prefiriendo la vida al honor. Dos mil setecientos años después, el ser humano ya no confía la pervivencia de su nombre a la espada, pero sigue abrumado por la perspectiva de un futuro que ignore su paso por el mundo. La Ilíada prefigura el drama del héroe existencialista que no soporta su destino mortal. Ser-para-la-nada es más intolerable que no haber nacido. La única alternativa que mitiga esa angustia es ser-para-la-gloria. Patroclo muere, pero su nombre sobrevive. Le sucederá lo mismo a Aquiles, que -según obras posteriores a la Ilíada- muere a causa de una flecha de Paris, hermano pequeño de Héctor. Su peripecia dejará una huella imborrable en la memoria de los hombres. Sus restos y los de Patroclo, reunidos en la misma tumba, serán honrados en un funeral con solemnes y floridos juegos. Es el primer tributo de la posteridad.


La Ilíada evoca el asedio de Troya, pero en sus hexámetros no brillan tan solo los escudos y las espadas. Las historias de amor y amistad nos deslumbran con tanta intensidad como las tumultuosas batallas. En la Odisea, el amor, el placer y la venganza desplazan al heroísmo. En la Ilíada, el verdadero protagonista es la sangre, el pueblo, el linaje. Lo individual no pesa tanto como lo colectivo. En la Odisea, lo individual acapara el protagonismo. Ulises no piensa en sus responsabilidades como rey de Ítaca, sino en su felicidad. Por un lado, desea regresar al hogar, no tanto para restablecer el orden como para disfrutar de sus privilegios, pero, por otra parte, no quiere desperdiciar las experiencias que le depara el largo viaje de vuelta. Ulises es un héroe casi de nuestro tiempo, con su hedonismo, su desarraigo y su ambigüedad moral. A veces se siente perdido, pero en otras ocasiones celebra la libertad de vivir sin raíces. Esa indefinición tal vez explica la fascinación de James Joyce por el personaje. El viejo soldado del cerco de Troya encarna simultáneamente la sabiduría y la farsa, la prudencia y la presunción, el ingenio y la negligencia, la voluntad y la molicie. Al igual que Leopold Bloom, es polifónico, caótico, sentimental, fútil, anárquico, solemne, grotesco. Aunque la Ilíada y la Odisea se inscriben en el género de la poesía épica, el viaje de Ulises prefigura la novela moderna, con un héroe demasiado humano. No es una novedad absoluta, pues el Aquiles de la Ilíada también es más humano que los héroes de las leyendas prehoméricas. Se conmueve con las lágrimas de Príamo, que bañan sus manos para convencerle de que devuelva el cadáver de su hijo Héctor y permita celebrar su funeral. Y muestra un afecto por Patroclo que apenas difiere del amor.

Demos un salto en el tiempo. La Comedia de Dante se escribió en el siglo XIII. ¿Por qué seguimos leyéndola? ¿Solo por la belleza de sus tercetos encadenados elaborados en lengua toscana? En una Europa cada vez más alejada del cristianismo, no dejan de brotar lectores que acompañan a Dante por los círculos del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Ya no creemos en el Infierno y el Purgatorio, pero menos aún en ese Paraíso basado en la astronomía de Ptolomeo, con sus estrellas fijas y la Tierra en el centro, pero continuamos transitando por esa región, que el poeta imaginó conforme a las enseñanzas de Aristóteles y el edificio teológico de santo Tomas de Aquino. ¿Qué nos atrae de ese lugar imaginario? Una vez más la lucha agónica contra la finitud. Saber que nos aguarda la muerte es lo que nos separa de los animales. Una catástrofe que se ha simbolizado mediante el mito del pecado original. Nuestro anhelo de saber y ser como dioses nos han arrojado al Tiempo, un río que acaba ahogándonos a todos. Dante huye de la muerte. Aparentemente, busca a Dios, implorando su misericordia, pero en realidad espera la salvación del Amor, que adquiere un rostro con Beatriz. Mientras deambula por el Infierno, se cobija en la amistad de Virgilio, su maestro. Al poeta lo humano le parece más real que lo teológico. Aunque la Comedia es una especie de epopeya cristiana, se parece extraordinariamente a la galería de tipos humanos que podemos contemplar en proezas narrativas como La Comedia Humana de Balzac o En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. En la Comedia de Dante, que solo se convirtió en “divina” a partir de Boccaccio, reconocemos sentimientos que aún nos incumben: miedo a lo desconocido, hambre de plenitud, anhelo de amor, búsqueda de sentido, estupor ante el espectáculo de la vida. En Dante, pese a los siglos transcurridos, vemos un hombre como nosotros, con las mismas incertidumbres y flaquezas, ilusiones y temores, vacilaciones y necesidad de certezas. Gracias a la literatura, es nuestro contemporáneo.

¿Qué es, en definitiva, un clásico literario? Una obra donde las grandes preguntas conservan su capacidad de interpelarnos. En Shakespeare, quizás el escritor más completo de todos los tiempos, hallamos los mismos conflictos que siguen palpitando en nuestras vidas. Hamlet se pregunta qué podemos conocer, planteándose si la vida solo es un sueño, una ficción, o algo dolorosamente real. Macbeth intenta averiguar qué debe hacer, si su ambición de ser rey, aunque sea a costa de un crimen, es legítima o un deseo impuro que bulle en la fatídica caldera de unas brujas. El bufón del rey Lear se pregunta qué nos cabe esperar. ¿Existen los dioses? ¿Son compasivos o crueles? A veces parece que se divierten contemplando nuestras desgracias. Toda la obra de Shakespeare se condensa en una interrogación: ¿Qué es el hombre? Casi dos siglos después, Kant se hace la misma pregunta. Su respuesta es meramente moral: un fin, nunca un medio. Su educación pietista inhibe sus emociones. Shakespeare asentiría, pero –además- añadiría: una criatura que sufre, sueña y vive en la incertidumbre.

Borges, siempre escéptico y aristocrático, asegura que el concepto de clásico literario nace de una superstición: “Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”. Esa valoración cambia de una época a otra. En último término, “la gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba, en la soledad de sus bibliotecas”. Yo me atrevo a formular una tesis muy humilde: clásica es una obra que nos conmueve hasta el extremo de transformar nuestras vidas. Después de leer Crimen y castigo a los dieciséis años, decidí que el mundo, con todas sus imperfecciones, era un lugar prodigioso, pues albergaba la literatura. Aunque la fatalidad se cebe con nosotros, siempre hay un libro reclamando nuestra atención, esperando con paciencia que lo saquemos de su letargo. Cuarenta años después, sigo pensando lo mismo. Un mundo sin libros sería un lugar infinitamente peor que el noveno círculo del Infierno de la Divina Comedia, un inmenso lago de hielo donde las lágrimas se congelan.

jueves, 18 de marzo de 2021

Ser profesor

Este oficio nuestro, tan aclamado en público, tan denostado en privado. Este oficio, a menudo en boca de todos y en la cabeza de ninguno. Este oficio de histrión sin argumento, de actor cuyo público no ha pasado por taquilla, ni conoce la obra, ni ama el teatro. Este oficio de abrazos y esputos, que te da aire y te lo quita hasta la asfixia. Este oficio exprime, en una hora, más vida de la que se puede aguantar si uno no está listo para el espectáculo.
Chicos desclasados, sin brújula, con padres de barro, nos escupen sus miserias y su desencanto a la cara porque no tienen ni siquiera bacía para arrojar los salivazos. Y uno se esmera por enfrentarse a estas vidas sin norte, a estos adolescentes de espinas, con el guante más curtido de su experiencia. A veces no es suficiente. Se acaba desangrado, exhausto, sí, herido en el ánimo y en la profesión. Es difícil tratar con la mala vida, cuando esta no se comprende, cuando no se dispone de respiradores para muchachos que carecen de oxígeno en casa. Y ellos te abofetean porque eres su desahogo y sales de estos encuentros desconcertado, confuso, vapuleado. Por suerte, a la hora siguiente, en una clase de sintaxis abrumadora, salta la chispa de una chica que se entusiasma con un predicado y hasta con un complemento agente y tú, otra vez, perplejo, no das crédito, feliz, con el pulmón azotado. El fenómeno es continuo. No sabe uno a lo que se va a enfrentar al día siguiente: si al esputo o al abrazo espontáneo e inesperado.
Este oficio nuestro, que no necesita leyes, sino entusiasmo, que oye el rumor de fondo de los que arman ruido con la tramoya. Este oficio me mata y me da la vida, me ahoga y me reanima, lo odio y me enamora, me agarra de la garganta y me dice: respira ahora si puedes, gilipollas. No hay medias tintas, o le sacas el tuétano y te deleitas con la víscera o claudicas y te conviertes en funcionario.

sábado, 13 de marzo de 2021

"Una periodista sola en un mundo de hombres" por Manuel Vicent



Miguel de Unamuno decía que las tertulias literarias constituían desde el siglo XIX la verdadera universidad popular española. En este caso las aulas donde se impartían las clases eran algunos cafés históricos de Madrid, la mayoría desaparecidos, situados entre Sol y la Puerta de Alcalá. Alrededor de los veladores de mármol llenos de tazas con recuelos y copas de anís Machaquito, un grupo compuesto de periodistas, escritores, diputados, funcionarios y pasantes, bajo el humo de tabaco y el sonido de cucharillas, se dedicaban a intercambiar maledicencias, chascarrillos, opiniones literarias o políticas, normalmente a gritos, bajo la autoridad de un literato de prestigio que daba nombre a la tertulia. Cuando él hablaba, los demás callaban, como ocurría en clase. Esa era la regla.
Valle Inclán decía que el Café de Levante había ejercido más influencia en la literatura y en el arte contemporáneo que algunas universidades y academias. Era un café cantante, situado en la Puerta del Sol, donde, como dice la copla, “entre penas y alegrías cantaba la Zarzamora”, y allí se sentaban Baroja y Azorín a mediodía ante una zarzaparrilla a competir quien de los dos guardaba el silencio más profundo. En una esquina de Sol, en la planta baja del hotel París, estaba el café de la Montaña donde el periodista Manuel Bueno en medio de una disputa de endecasílabos le dio un bastonazo a Valle Inclán que le incrustó el gemelo en la muñeca y la gangrena obligó a cortarle el brazo.
La Fontana de Oro, el café Colonial y el Suizo eran botillerías asociadas a los nombres de Bécquer, de Galdós y de Rubén Darío. En sus peluches también asentó sus posaderas el propio Trotsky en 1916 de paso por Madrid, expulsado de Francia, camino de México. Un oscuro funcionario del Registro General del Notariado, llamado Manuel Azaña, intelectual adusto, escritor sin lectores, pesimista congénito, tímido e irónico regentaba la tertulia del hotel Regina, rodeado de conspiradores republicanos y al lado, en una esquina de la calle Peligros, se levantaba el café Fornos, donde imperaba el socialista Indalecio Prieto y entre las mesas dormitaba el perro Paco, que los domingos por propia cuenta se subía al tranvía y se iba a los toros y en media faena ante el regocijo del público salía a la arena y le ladraba al diestro si fallaba con el estoque. En la tertulia del café Pombo, de la calle Carretas, Ramón Gómez de la Serna ardía cada noche de sábado en su propia zarza. De él se decía, todo lo que piensa lo escribe, todo lo que escribe lo publica, todo lo que publica lo regala.
Valle Inclán vivía en la plaza del Progreso. Se levantaba de la cama a mediodía, sin que sus devotos supieran si había dormido con la larga barba de chivo dentro o fuera del embozo, un enigma que se llevó a la tumba. Durante toda la tarde se paseaba por varias tertulias hasta altas horas de la noche, por la Cacharrería del Ateneo, por el café del Prado, si bien tenía cátedra propia en la Granja del Henar. Allí solo se oía su voz ceceante y desgañitada, insolente y provocadora al borde siempre de la bofetada. A un joven advenedizo que no conocía las reglas y no paraba de hablar le dijo: “Oiga, joven, se va usted a pisar la lengua.” En el café Lyon, frente a Correos, confluían Bergamín, García Lorca y los poetas de la Generación del 27, ministros de la República y los falangistas en el sótano de la Ballena Alegre.
En 1930, una convulsión de pasiones contrarias estaba a punto de romper todas las costuras de la sociedad y el principal fermento de esta combustión era el Ateneo de Madrid, donde todas las ambiciones políticas y literarias realizaban el ensayo general cada día. Allí velaba las armas políticas e impuso su carácter duro, administrativo y cáustico Manuel Azaña, elegido presidente. En la Cacharrería se oía gritar a Valle Inclán contra el gobierno, cualquiera que fuera y allí la periodista Carabias, de 23 años, comenzó a describir en sus crónicas para los periódicos Ahora y La Voz todas las turbulencias que estaba viviendo de primera mano con una perspicacia extraordinaria. A Azaña le caía bien. A Baroja y a Valle Inclán también. Conocía por sus nombres a todos los personajes que poblaban los cafés literarios. Y de pronto los vendedores de periódicos el 14 de abril de 1931 comenzaron a vocear por las calles de Madrid: ¡Se ha proclamado la República, ha caído en la tertulia del Regina, en la de Azaña! El libro de Josefina Carabias, Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel, publicado por Seix Barral, es una travesía de este político convertido de repente en una figura estelar de la historia de España, escrita por la periodista en los últimos años de su vida desde una memoria evanescente. El humo de aquel Madrid republicano, en el que el aguardiente de las tertulias literarias se iba convirtiendo en un odio fratricida está descrito con una precisión analítica a la distancia corta por esta periodista que se paseó sola, por primera vez, con un desenfado inteligente en un mundo de hombres.

viernes, 12 de marzo de 2021

"El mundo en una novela" por Antonio Muñoz Molina



Toda la vida leyendo novelas y he tenido que llegar a los 65 años para leer por vez primera Middlemarch. Lo peor de los prejuicios es que uno no sabe que los tiene. ¿Y si he tardado tantos años en leer esa novela incomparable porque su autora fue una mujer? Tampoco he leído nada, para mi vergüenza, de Emilia Pardo Bazán. Me disculpo diciéndome que leo y he leído muchos otros libros escritos por mujeres; y también que hay obras maestras de autores masculinos que nunca he leído: ni una sola de Émile Zola, a quien mi inolvidable amigo Thomas Mermall veneraba, y casi ninguna de Dostoievski, salvo Crimen y castigo y El jugador, las dos leídas hace muchos años. Bien es verdad que he empezado varias veces Los hermanos Karamazov, sin haber llegado nunca más allá de las 100 primeras páginas. “Hay tanta música buena que no queda tiempo para escuchar música mala”, parece que decía Robert Schumann. Hay tantas buenas novelas, y hasta magistrales, que la vida entera no da para leerlas todas, aunque uno no pierda el tiempo con las malas o mediocres. Hay novelas muy buenas que uno sabe que no ha leído, y también hay muchas otras de cuya existencia uno no llega ni a enterarse, porque pertenecen a culturas que no son dominantes, y no han salido del ámbito en el que se escribieron, y en el que son celebradas como obras maestras. Hay novelas que viajan mejor que otras, como hay vinos, y también se da el caso de novelas y de novelistas cuya universalidad se basa en gran medida en el hecho de que están escritas en inglés y en Estados Unidos. Yo me acuerdo con alegría del deslumbramiento con que algunos lectores conocidos míos de Nueva York recibieron las traducciones, tan tardías, de La Regenta o de Fortunata y Jacinta. Ahora producen un asombro parecido en el mundo literario americano las novelas de Machado de Assis, que yo mismo empecé a leer solo hace un par de años: Dom Casmurro, Memorias póstumas de Blas Cubas.

Hay personas que llegada una cierta edad consideran distinguido decir que ya solo releen. Uno tiene libros, novelas, a los que está volviendo siempre, y que ya forman parte de su vida y hasta de su manera de mirar y de escribir. Pero no hay nada como la alegría de descubrir algo completamente nuevo, de comprobar que, por mucho que los años induzcan a la melancolía o a la simple desgana, el espec­táculo de lo real siempre es inabarcable. Siempre hay ciudades y libros y músicas y películas a los que llegar por primera vez, que lo toman del todo por sorpresa, despertándole la limpia pasión de admirar y aprender. Entonces resulta que no haber leído algo todavía no es una deficiencia inconfesable, sino la oportunidad de una celebración. Un espejismo mezquino de la edad es suponer que el mundo está en decadencia porque uno ya no es joven. Un cierto grado de escepticismo es inevitable con el paso del tiempo, pero no hay nobleza en el cinismo. Que tú hayas perdido la capacidad de apreciarla no quiere decir que la belleza ya no exista.

Así que no sé si lamentar mi tardanza en leer Middlemarch o agradecer que la novela me haya llegado en un momento de mi vida en el que estoy más en condiciones de apreciar su maestría literaria y su sabiduría profunda, su sobrecogedora gravedad moral. Nuestra cultura desconfía de lo abiertamente serio, a no ser que tenga una excusa ideológica. Middlemarch es una novela en la que asistimos a cada momento a la capacidad que tiene cada persona de actuar rectamente o de hacer daño, a las consecuencias que cada uno de nuestros actos desatan en nuestra propia vida y en la de los otros. El personaje central de la novela, Dorothea Brooke, es una mujer joven con una imaginación apasionada y un sentido inflexible de la responsabilidad personal, que se rebela contra los límites que su género y su condición de clase imponen a su libre albedrío, a su instinto de generosidad. De Dorothea Brooke procede en línea recta la Isabel Archer de Henry James en Retrato de una dama: su presencia radiante ilumina toda la novela, pero George Eliot posee el gen narrativo de Cervantes y Dickens, y cada uno de los personajes centrales o secundarios que pululan por la historia está animado por la misma dosis de singularidad verdadera. Con una sutileza de observación psicológica que solo es comparable a la de James o Proust, George Eliot transita de un personaje a otro, de una vida y una conciencia a otras, y por el camino abarca los matices de la vida social, del despegue de la revolución industrial, la miseria de los trabajadores agrícolas, la irrupción de los ferrocarriles, los adelantos de las ciencias naturales y de la medicina, el cambio irreversible del mundo. En su entramado de alusiones y citas están presentes santa Teresa de Jesús y Cervantes: las posibilidades de una mujer de llevar una vida activa en cumplimiento de un propósito generoso y difícil; la facilidad de los seres humanos para engañarse quijotescamente a sí mismos con fantasías tan pueriles, tan relucientes a distancia, como el yelmo de Mambrino.Yo agradezco no perder nunca el fervor de las novelas: de llegar a ellas como llegaba a los 20 años, ahora con más experiencia pero no con menos estremecimiento íntimo. Es la sensación de ingresar en un país inaudito. La tuve el verano pasado, en el respiro breve y engañoso de la pandemia, en una habitación junto al mar, leyendo Todo en vano, de Walter Kempowski, en la traducción de Carlos Fortea. Era ingresar en un país inau­dito y sumergirse en un mundo que dejaba en suspenso la realidad cotidiana. He vuelto a tener ese sentimiento de fervor e inmersión leyendo Middlemarch, de George Eliot. Es una de esas novelas tan conocidas y tan evidentes, sobre todo en el ámbito anglosajón, que todo el mundo parece haberlas leído, o cree haberlo hecho. Es una de esas novelas que uno ha estado siempre a punto de leer, pero no ha leído, en virtud de un extraño maleficio que condena a ciertos libros a ser dejados para otro momento no lejano que por algún motivo nunca llega.

Qué raro, ahora que lo pienso, que todas las grandes novelas que conozco tengan un aire de familia. Ahora Middlemarch se ha agregado a la estantería donde me gusta tener juntas todas las que más amo. Ya tengo ganas de volver a leerla.