martes, 30 de marzo de 2021

"¿Qué es un clásico?" por Rafael Narbona



Las definiciones casi nunca están a la altura de lo que pretenden explicar. Los clásicos desafían a los dioses, intentando apropiarse de esa inmortalidad que tanto anhelan los humanos. Son el producto de la estricta selección que opera la posteridad sobre los textos. La mayoría de las obras quedan olvidadas en las cunetas de la historia, pero unas pocas adquieren el carácter de milagros imperecederos. No se las considera perfectas, sino necesarias. El Quijote se despeña por las digresiones y carece de una estructura sólida, pero una generación tras otra reconoce en sus páginas una comprensión profunda del ser humano y sus pasiones. No importa que las épocas alteren las prioridades y las convenciones. El Quijote conserva su capacidad de pulsar las cuerdas más íntimas de nuestro ser. ¿Quién no se ha sentido derrotado por la realidad? ¿Quién no ha soñado con un ideal que guíe sus actos? El Quijote siempre simbolizará el doloroso contraste entre la realidad y nuestros sueños. Aparentemente, el viejo hidalgo castellano fracasa, pero lo cierto es que en su derrota hay una indudable grandeza. Los molinos de viento dejan maltrecho al presunto orate que los ha confundido con gigantes, pero sus aspas, tan poderosas como los brazos de cualquier titán mitológico, carecen de su sed de absoluto. La historia de Alonso Quijano nos enseña que el ser humano no busca tanto la gloria -frágil, banal y efímera- como un sentido que justifique su existir.

¿Qué obras merecen la calificación de necesarias? Las que han crecido con el tiempo, las que nos siguen convocando pese a los cambios sociales e históricos, las que nos tocan el corazón y la mente, conmoviéndonos y obligándonos a reflexionar, las que abordan lo esencial sin necesidad de contar con nuestra complicidad previa. El “previo fervor” del que hablaba Borges es un dato objetivo, pero la “misteriosa lealtad” se tambalea con el paso de los años. ¿Quién lee hoy en día a Campoamor? En cambio, Bécquer, que solo fue un periodista para sus contemporáneos, no cesa de cosechar nuevos lectores, atraídos por un lirismo desnudo trufado de emociones universales. Algunos han acusado al poeta sevillano de afectación, pero yo solo aprecio la sencillez de una poesía que huye de la grandilocuencia.

¿Por qué la Ilíada, escrita entre el siglo VIII y el VI a.C., nos sigue arrastrando a sus cantos? ¿Quizás por la exaltación de la guerra? No es probable, pues hoy en día todas las personas sensatas estiman que la guerra, lejos de ser un espectáculo heroico, constituye una calamidad. La Ilíada continúa seduciéndonos por su agónica lucha contra la finitud. En la Grecia homérica, la idea de la inmortalidad no había echado raíces. Después de la muerte solo cabía una existencia espectral, un reflejo imperfecto, pálido e insuficiente de la vida. Todos los personajes de la Ilíada luchan contra el tiempo, convencidos de que la fama es la única forma de inmortalidad asequible. El campo de batalla es el escenario donde se dirime el porvenir que aguarda a los difuntos. El hombre libre acepta la confrontación con la muerte, arriesgando su existencia para dejar un ejemplo imperecedero. En cambio, el esclavo huye de la muerte, prefiriendo la vida al honor. Dos mil setecientos años después, el ser humano ya no confía la pervivencia de su nombre a la espada, pero sigue abrumado por la perspectiva de un futuro que ignore su paso por el mundo. La Ilíada prefigura el drama del héroe existencialista que no soporta su destino mortal. Ser-para-la-nada es más intolerable que no haber nacido. La única alternativa que mitiga esa angustia es ser-para-la-gloria. Patroclo muere, pero su nombre sobrevive. Le sucederá lo mismo a Aquiles, que -según obras posteriores a la Ilíada- muere a causa de una flecha de Paris, hermano pequeño de Héctor. Su peripecia dejará una huella imborrable en la memoria de los hombres. Sus restos y los de Patroclo, reunidos en la misma tumba, serán honrados en un funeral con solemnes y floridos juegos. Es el primer tributo de la posteridad.


La Ilíada evoca el asedio de Troya, pero en sus hexámetros no brillan tan solo los escudos y las espadas. Las historias de amor y amistad nos deslumbran con tanta intensidad como las tumultuosas batallas. En la Odisea, el amor, el placer y la venganza desplazan al heroísmo. En la Ilíada, el verdadero protagonista es la sangre, el pueblo, el linaje. Lo individual no pesa tanto como lo colectivo. En la Odisea, lo individual acapara el protagonismo. Ulises no piensa en sus responsabilidades como rey de Ítaca, sino en su felicidad. Por un lado, desea regresar al hogar, no tanto para restablecer el orden como para disfrutar de sus privilegios, pero, por otra parte, no quiere desperdiciar las experiencias que le depara el largo viaje de vuelta. Ulises es un héroe casi de nuestro tiempo, con su hedonismo, su desarraigo y su ambigüedad moral. A veces se siente perdido, pero en otras ocasiones celebra la libertad de vivir sin raíces. Esa indefinición tal vez explica la fascinación de James Joyce por el personaje. El viejo soldado del cerco de Troya encarna simultáneamente la sabiduría y la farsa, la prudencia y la presunción, el ingenio y la negligencia, la voluntad y la molicie. Al igual que Leopold Bloom, es polifónico, caótico, sentimental, fútil, anárquico, solemne, grotesco. Aunque la Ilíada y la Odisea se inscriben en el género de la poesía épica, el viaje de Ulises prefigura la novela moderna, con un héroe demasiado humano. No es una novedad absoluta, pues el Aquiles de la Ilíada también es más humano que los héroes de las leyendas prehoméricas. Se conmueve con las lágrimas de Príamo, que bañan sus manos para convencerle de que devuelva el cadáver de su hijo Héctor y permita celebrar su funeral. Y muestra un afecto por Patroclo que apenas difiere del amor.

Demos un salto en el tiempo. La Comedia de Dante se escribió en el siglo XIII. ¿Por qué seguimos leyéndola? ¿Solo por la belleza de sus tercetos encadenados elaborados en lengua toscana? En una Europa cada vez más alejada del cristianismo, no dejan de brotar lectores que acompañan a Dante por los círculos del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Ya no creemos en el Infierno y el Purgatorio, pero menos aún en ese Paraíso basado en la astronomía de Ptolomeo, con sus estrellas fijas y la Tierra en el centro, pero continuamos transitando por esa región, que el poeta imaginó conforme a las enseñanzas de Aristóteles y el edificio teológico de santo Tomas de Aquino. ¿Qué nos atrae de ese lugar imaginario? Una vez más la lucha agónica contra la finitud. Saber que nos aguarda la muerte es lo que nos separa de los animales. Una catástrofe que se ha simbolizado mediante el mito del pecado original. Nuestro anhelo de saber y ser como dioses nos han arrojado al Tiempo, un río que acaba ahogándonos a todos. Dante huye de la muerte. Aparentemente, busca a Dios, implorando su misericordia, pero en realidad espera la salvación del Amor, que adquiere un rostro con Beatriz. Mientras deambula por el Infierno, se cobija en la amistad de Virgilio, su maestro. Al poeta lo humano le parece más real que lo teológico. Aunque la Comedia es una especie de epopeya cristiana, se parece extraordinariamente a la galería de tipos humanos que podemos contemplar en proezas narrativas como La Comedia Humana de Balzac o En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. En la Comedia de Dante, que solo se convirtió en “divina” a partir de Boccaccio, reconocemos sentimientos que aún nos incumben: miedo a lo desconocido, hambre de plenitud, anhelo de amor, búsqueda de sentido, estupor ante el espectáculo de la vida. En Dante, pese a los siglos transcurridos, vemos un hombre como nosotros, con las mismas incertidumbres y flaquezas, ilusiones y temores, vacilaciones y necesidad de certezas. Gracias a la literatura, es nuestro contemporáneo.

¿Qué es, en definitiva, un clásico literario? Una obra donde las grandes preguntas conservan su capacidad de interpelarnos. En Shakespeare, quizás el escritor más completo de todos los tiempos, hallamos los mismos conflictos que siguen palpitando en nuestras vidas. Hamlet se pregunta qué podemos conocer, planteándose si la vida solo es un sueño, una ficción, o algo dolorosamente real. Macbeth intenta averiguar qué debe hacer, si su ambición de ser rey, aunque sea a costa de un crimen, es legítima o un deseo impuro que bulle en la fatídica caldera de unas brujas. El bufón del rey Lear se pregunta qué nos cabe esperar. ¿Existen los dioses? ¿Son compasivos o crueles? A veces parece que se divierten contemplando nuestras desgracias. Toda la obra de Shakespeare se condensa en una interrogación: ¿Qué es el hombre? Casi dos siglos después, Kant se hace la misma pregunta. Su respuesta es meramente moral: un fin, nunca un medio. Su educación pietista inhibe sus emociones. Shakespeare asentiría, pero –además- añadiría: una criatura que sufre, sueña y vive en la incertidumbre.

Borges, siempre escéptico y aristocrático, asegura que el concepto de clásico literario nace de una superstición: “Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”. Esa valoración cambia de una época a otra. En último término, “la gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba, en la soledad de sus bibliotecas”. Yo me atrevo a formular una tesis muy humilde: clásica es una obra que nos conmueve hasta el extremo de transformar nuestras vidas. Después de leer Crimen y castigo a los dieciséis años, decidí que el mundo, con todas sus imperfecciones, era un lugar prodigioso, pues albergaba la literatura. Aunque la fatalidad se cebe con nosotros, siempre hay un libro reclamando nuestra atención, esperando con paciencia que lo saquemos de su letargo. Cuarenta años después, sigo pensando lo mismo. Un mundo sin libros sería un lugar infinitamente peor que el noveno círculo del Infierno de la Divina Comedia, un inmenso lago de hielo donde las lágrimas se congelan.

jueves, 18 de marzo de 2021

Ser profesor

Este oficio nuestro, tan aclamado en público, tan denostado en privado. Este oficio, a menudo en boca de todos y en la cabeza de ninguno. Este oficio de histrión sin argumento, de actor cuyo público no ha pasado por taquilla, ni conoce la obra, ni ama el teatro. Este oficio de abrazos y esputos, que te da aire y te lo quita hasta la asfixia. Este oficio exprime, en una hora, más vida de la que se puede aguantar si uno no está listo para el espectáculo.
Chicos desclasados, sin brújula, con padres de barro, nos escupen sus miserias y su desencanto a la cara porque no tienen ni siquiera bacía para arrojar los salivazos. Y uno se esmera por enfrentarse a estas vidas sin norte, a estos adolescentes de espinas, con el guante más curtido de su experiencia. A veces no es suficiente. Se acaba desangrado, exhausto, sí, herido en el ánimo y en la profesión. Es difícil tratar con la mala vida, cuando esta no se comprende, cuando no se dispone de respiradores para muchachos que carecen de oxígeno en casa. Y ellos te abofetean porque eres su desahogo y sales de estos encuentros desconcertado, confuso, vapuleado. Por suerte, a la hora siguiente, en una clase de sintaxis abrumadora, salta la chispa de una chica que se entusiasma con un predicado y hasta con un complemento agente y tú, otra vez, perplejo, no das crédito, feliz, con el pulmón azotado. El fenómeno es continuo. No sabe uno a lo que se va a enfrentar al día siguiente: si al esputo o al abrazo espontáneo e inesperado.
Este oficio nuestro, que no necesita leyes, sino entusiasmo, que oye el rumor de fondo de los que arman ruido con la tramoya. Este oficio me mata y me da la vida, me ahoga y me reanima, lo odio y me enamora, me agarra de la garganta y me dice: respira ahora si puedes, gilipollas. No hay medias tintas, o le sacas el tuétano y te deleitas con la víscera o claudicas y te conviertes en funcionario.

sábado, 13 de marzo de 2021

"Una periodista sola en un mundo de hombres" por Manuel Vicent



Miguel de Unamuno decía que las tertulias literarias constituían desde el siglo XIX la verdadera universidad popular española. En este caso las aulas donde se impartían las clases eran algunos cafés históricos de Madrid, la mayoría desaparecidos, situados entre Sol y la Puerta de Alcalá. Alrededor de los veladores de mármol llenos de tazas con recuelos y copas de anís Machaquito, un grupo compuesto de periodistas, escritores, diputados, funcionarios y pasantes, bajo el humo de tabaco y el sonido de cucharillas, se dedicaban a intercambiar maledicencias, chascarrillos, opiniones literarias o políticas, normalmente a gritos, bajo la autoridad de un literato de prestigio que daba nombre a la tertulia. Cuando él hablaba, los demás callaban, como ocurría en clase. Esa era la regla.
Valle Inclán decía que el Café de Levante había ejercido más influencia en la literatura y en el arte contemporáneo que algunas universidades y academias. Era un café cantante, situado en la Puerta del Sol, donde, como dice la copla, “entre penas y alegrías cantaba la Zarzamora”, y allí se sentaban Baroja y Azorín a mediodía ante una zarzaparrilla a competir quien de los dos guardaba el silencio más profundo. En una esquina de Sol, en la planta baja del hotel París, estaba el café de la Montaña donde el periodista Manuel Bueno en medio de una disputa de endecasílabos le dio un bastonazo a Valle Inclán que le incrustó el gemelo en la muñeca y la gangrena obligó a cortarle el brazo.
La Fontana de Oro, el café Colonial y el Suizo eran botillerías asociadas a los nombres de Bécquer, de Galdós y de Rubén Darío. En sus peluches también asentó sus posaderas el propio Trotsky en 1916 de paso por Madrid, expulsado de Francia, camino de México. Un oscuro funcionario del Registro General del Notariado, llamado Manuel Azaña, intelectual adusto, escritor sin lectores, pesimista congénito, tímido e irónico regentaba la tertulia del hotel Regina, rodeado de conspiradores republicanos y al lado, en una esquina de la calle Peligros, se levantaba el café Fornos, donde imperaba el socialista Indalecio Prieto y entre las mesas dormitaba el perro Paco, que los domingos por propia cuenta se subía al tranvía y se iba a los toros y en media faena ante el regocijo del público salía a la arena y le ladraba al diestro si fallaba con el estoque. En la tertulia del café Pombo, de la calle Carretas, Ramón Gómez de la Serna ardía cada noche de sábado en su propia zarza. De él se decía, todo lo que piensa lo escribe, todo lo que escribe lo publica, todo lo que publica lo regala.
Valle Inclán vivía en la plaza del Progreso. Se levantaba de la cama a mediodía, sin que sus devotos supieran si había dormido con la larga barba de chivo dentro o fuera del embozo, un enigma que se llevó a la tumba. Durante toda la tarde se paseaba por varias tertulias hasta altas horas de la noche, por la Cacharrería del Ateneo, por el café del Prado, si bien tenía cátedra propia en la Granja del Henar. Allí solo se oía su voz ceceante y desgañitada, insolente y provocadora al borde siempre de la bofetada. A un joven advenedizo que no conocía las reglas y no paraba de hablar le dijo: “Oiga, joven, se va usted a pisar la lengua.” En el café Lyon, frente a Correos, confluían Bergamín, García Lorca y los poetas de la Generación del 27, ministros de la República y los falangistas en el sótano de la Ballena Alegre.
En 1930, una convulsión de pasiones contrarias estaba a punto de romper todas las costuras de la sociedad y el principal fermento de esta combustión era el Ateneo de Madrid, donde todas las ambiciones políticas y literarias realizaban el ensayo general cada día. Allí velaba las armas políticas e impuso su carácter duro, administrativo y cáustico Manuel Azaña, elegido presidente. En la Cacharrería se oía gritar a Valle Inclán contra el gobierno, cualquiera que fuera y allí la periodista Carabias, de 23 años, comenzó a describir en sus crónicas para los periódicos Ahora y La Voz todas las turbulencias que estaba viviendo de primera mano con una perspicacia extraordinaria. A Azaña le caía bien. A Baroja y a Valle Inclán también. Conocía por sus nombres a todos los personajes que poblaban los cafés literarios. Y de pronto los vendedores de periódicos el 14 de abril de 1931 comenzaron a vocear por las calles de Madrid: ¡Se ha proclamado la República, ha caído en la tertulia del Regina, en la de Azaña! El libro de Josefina Carabias, Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel, publicado por Seix Barral, es una travesía de este político convertido de repente en una figura estelar de la historia de España, escrita por la periodista en los últimos años de su vida desde una memoria evanescente. El humo de aquel Madrid republicano, en el que el aguardiente de las tertulias literarias se iba convirtiendo en un odio fratricida está descrito con una precisión analítica a la distancia corta por esta periodista que se paseó sola, por primera vez, con un desenfado inteligente en un mundo de hombres.

viernes, 12 de marzo de 2021

"El mundo en una novela" por Antonio Muñoz Molina



Toda la vida leyendo novelas y he tenido que llegar a los 65 años para leer por vez primera Middlemarch. Lo peor de los prejuicios es que uno no sabe que los tiene. ¿Y si he tardado tantos años en leer esa novela incomparable porque su autora fue una mujer? Tampoco he leído nada, para mi vergüenza, de Emilia Pardo Bazán. Me disculpo diciéndome que leo y he leído muchos otros libros escritos por mujeres; y también que hay obras maestras de autores masculinos que nunca he leído: ni una sola de Émile Zola, a quien mi inolvidable amigo Thomas Mermall veneraba, y casi ninguna de Dostoievski, salvo Crimen y castigo y El jugador, las dos leídas hace muchos años. Bien es verdad que he empezado varias veces Los hermanos Karamazov, sin haber llegado nunca más allá de las 100 primeras páginas. “Hay tanta música buena que no queda tiempo para escuchar música mala”, parece que decía Robert Schumann. Hay tantas buenas novelas, y hasta magistrales, que la vida entera no da para leerlas todas, aunque uno no pierda el tiempo con las malas o mediocres. Hay novelas muy buenas que uno sabe que no ha leído, y también hay muchas otras de cuya existencia uno no llega ni a enterarse, porque pertenecen a culturas que no son dominantes, y no han salido del ámbito en el que se escribieron, y en el que son celebradas como obras maestras. Hay novelas que viajan mejor que otras, como hay vinos, y también se da el caso de novelas y de novelistas cuya universalidad se basa en gran medida en el hecho de que están escritas en inglés y en Estados Unidos. Yo me acuerdo con alegría del deslumbramiento con que algunos lectores conocidos míos de Nueva York recibieron las traducciones, tan tardías, de La Regenta o de Fortunata y Jacinta. Ahora producen un asombro parecido en el mundo literario americano las novelas de Machado de Assis, que yo mismo empecé a leer solo hace un par de años: Dom Casmurro, Memorias póstumas de Blas Cubas.

Hay personas que llegada una cierta edad consideran distinguido decir que ya solo releen. Uno tiene libros, novelas, a los que está volviendo siempre, y que ya forman parte de su vida y hasta de su manera de mirar y de escribir. Pero no hay nada como la alegría de descubrir algo completamente nuevo, de comprobar que, por mucho que los años induzcan a la melancolía o a la simple desgana, el espec­táculo de lo real siempre es inabarcable. Siempre hay ciudades y libros y músicas y películas a los que llegar por primera vez, que lo toman del todo por sorpresa, despertándole la limpia pasión de admirar y aprender. Entonces resulta que no haber leído algo todavía no es una deficiencia inconfesable, sino la oportunidad de una celebración. Un espejismo mezquino de la edad es suponer que el mundo está en decadencia porque uno ya no es joven. Un cierto grado de escepticismo es inevitable con el paso del tiempo, pero no hay nobleza en el cinismo. Que tú hayas perdido la capacidad de apreciarla no quiere decir que la belleza ya no exista.

Así que no sé si lamentar mi tardanza en leer Middlemarch o agradecer que la novela me haya llegado en un momento de mi vida en el que estoy más en condiciones de apreciar su maestría literaria y su sabiduría profunda, su sobrecogedora gravedad moral. Nuestra cultura desconfía de lo abiertamente serio, a no ser que tenga una excusa ideológica. Middlemarch es una novela en la que asistimos a cada momento a la capacidad que tiene cada persona de actuar rectamente o de hacer daño, a las consecuencias que cada uno de nuestros actos desatan en nuestra propia vida y en la de los otros. El personaje central de la novela, Dorothea Brooke, es una mujer joven con una imaginación apasionada y un sentido inflexible de la responsabilidad personal, que se rebela contra los límites que su género y su condición de clase imponen a su libre albedrío, a su instinto de generosidad. De Dorothea Brooke procede en línea recta la Isabel Archer de Henry James en Retrato de una dama: su presencia radiante ilumina toda la novela, pero George Eliot posee el gen narrativo de Cervantes y Dickens, y cada uno de los personajes centrales o secundarios que pululan por la historia está animado por la misma dosis de singularidad verdadera. Con una sutileza de observación psicológica que solo es comparable a la de James o Proust, George Eliot transita de un personaje a otro, de una vida y una conciencia a otras, y por el camino abarca los matices de la vida social, del despegue de la revolución industrial, la miseria de los trabajadores agrícolas, la irrupción de los ferrocarriles, los adelantos de las ciencias naturales y de la medicina, el cambio irreversible del mundo. En su entramado de alusiones y citas están presentes santa Teresa de Jesús y Cervantes: las posibilidades de una mujer de llevar una vida activa en cumplimiento de un propósito generoso y difícil; la facilidad de los seres humanos para engañarse quijotescamente a sí mismos con fantasías tan pueriles, tan relucientes a distancia, como el yelmo de Mambrino.Yo agradezco no perder nunca el fervor de las novelas: de llegar a ellas como llegaba a los 20 años, ahora con más experiencia pero no con menos estremecimiento íntimo. Es la sensación de ingresar en un país inaudito. La tuve el verano pasado, en el respiro breve y engañoso de la pandemia, en una habitación junto al mar, leyendo Todo en vano, de Walter Kempowski, en la traducción de Carlos Fortea. Era ingresar en un país inau­dito y sumergirse en un mundo que dejaba en suspenso la realidad cotidiana. He vuelto a tener ese sentimiento de fervor e inmersión leyendo Middlemarch, de George Eliot. Es una de esas novelas tan conocidas y tan evidentes, sobre todo en el ámbito anglosajón, que todo el mundo parece haberlas leído, o cree haberlo hecho. Es una de esas novelas que uno ha estado siempre a punto de leer, pero no ha leído, en virtud de un extraño maleficio que condena a ciertos libros a ser dejados para otro momento no lejano que por algún motivo nunca llega.

Qué raro, ahora que lo pienso, que todas las grandes novelas que conozco tengan un aire de familia. Ahora Middlemarch se ha agregado a la estantería donde me gusta tener juntas todas las que más amo. Ya tengo ganas de volver a leerla.

miércoles, 10 de marzo de 2021

"Cuando Chéjov salió a buscar el infierno" por Andrea Calamari



Antón Chéjov tenía treinta años, una credencial de periodista, popularidad como escritor y los pulmones destruidos por la tuberculosis cuando emprendió un viaje a la isla Sajalín, una colonia penitenciaria en el lugar más inhóspito y hostil de Rusia.

«Hacía tanto tiempo que no bebía champaña». Las últimas palabras de Antón Chéjov son famosas, su penúltima frase la había dicho en alemán: Ich sterbe, «me muero». Cada biógrafo cuenta la escena de manera diferente, también lo hace Olga Knipper en sus memorias, la actriz con la que se casó hace tres años, y la cuenta también el médico que llegó sin chances a la habitación de un hotel alemán. A mí la versión que más me gusta es la de Carver, porque no es verdad. Raymond Carver era admirador de Chéjov y, en un libro de cuentos, escribió uno —«Tres rosas amarillas»— que tiene al ruso como protagonista y cuenta esa noche. Con la literatura pasan esas cosas y ahora hay biografías que incluyen detalles sobre Chéjov muriendo por la tuberculosis que solo están en ese cuento. Tiene la evidencia que le da la ficción.

Una vez, cuando estaba en Niza, un editor le pidió que escribiera un relato «sobre un tema tomado de la vida en el extranjero»; quería una crónica de viaje, unas apostillas o comentarios del gran escritor ruso, pero él rechazó la propuesta con un argumento que define su escritura: «Solo soy capaz de escribir de memoria, nunca escribo directamente de la vida observada». La esposa y el médico estaban en ese cuarto y vieron los hechos, Carver escribió de memoria.

Antón Pávlovich Chéjov había nacido hace cuarenta y cuatro años en el Imperio ruso, hace veinte que escupe sangre y ahora acaba de morir en una habitación de un hotel en el Imperio alemán adonde había llegado con la esperanza de superar los ataques de tos con baños termales. Todos sabían que tenía los días contados.

Siempre fue un personaje chejoviano: se pueden ver sus acciones, ahí están sus relatos y todas las cartas que escribió, pero no sabemos nada más, eso es todo; en los cuentos de Chéjov no conocemos las motivaciones de los personajes, hizo de la concisión un estilo. Cuando ya era un escritor de renombre, el editor V. A. Tijónov le pidió que redactara una autobiografía para su revista y la respuesta de Chéjov se condensó en unas doscientas palabras donde muestra algunas cosas: su título de médico, los relatos que escribió y no mucho más; porque lo importante, como en cualquier relato de Chéjov, es lo que no se dice. En otras ocasiones resumía aún más su autobiografía: decía que su vida se dividía en dos etapas, entre el tiempo en que su padre lo golpeaba y el tiempo en que había dejado de hacerlo.

Decía que, para escribir, no hay que tener miedo de parecer tonto. Los biógrafos buscan en sus notas y en sus cartas las motivaciones del escritor (por qué se mantuvo soltero casi toda su vida, cuál fue la verdadera relación que mantuvo con su esposa, por qué vivían separados, cómo se llevaba con sus amigos, cuánto admiraba o no la escritura de Tolstói), algo que Chéjov retacea en cada uno de sus personajes. Como si fuera uno de ellos, cuando tenía treinta años, fama como escritor y una tuberculosis que lo volteaba en la cama por días enteros, Antón Chéjov, sin motivo aparente, decidió atravesar el continente y recorrer más de seis mil kilómetros en un viaje incómodo, inútil, inverosímil, hasta la isla Sajalín.

En un relato, la vida de un hombre puede resumirse en un par de escenas; las de Chéjov podrían ser la de su muerte y aquel viaje a Sajalín.

Sajalín es una isla grande y alargada que se extiende sobre Japón, parece su continuación hacia el norte, interrumpida por el mar. Perteneció a China, perteneció a Japón, fue disputada y compartida, pero ahora es de los rusos, aunque en los mapas japoneses sigue figurando como «tierra de nadie». Lo cierto es que desde 1875 el Imperio ruso está a cargo y ha convertido el territorio en una gran colonia penitenciaria: el clima y la geografía son los barrotes. «En una isla separada del continente por un mar tormentoso no parecía difícil fundar una gran prisión». Sajalín es un lugar imposible; ya lo dice la leyenda: cuando los rusos ocuparon la isla y empezaron a maltratar a sus habitantes nativos —los guilakos—, un chamán la maldijo, sentenciando que ningún provecho saldría de ella.

De Chéjov siempre se dijo que le gustaba andar solo, las mujeres lo codiciaban pero él, en caso de casarse, solo lo haría si tenía la garantía de que cada uno de los dos podría seguir haciendo su vida como hasta entonces. Con Olga lo va a lograr, pero faltan años para conocerla, ahora está alistándose para ir a los confines de un imperio extenuado pero persistente. Necesita una excusa y usa su título de médico para conseguir una autorización de la Dirección General de Cárceles para viajar por intereses científicos y literarios: observará las condiciones de vida, va a hacer un censo, va a hablar con la gente del lugar y después va a escribir un libro. Nadie sabe por qué decidió hacer ese viaje, no es lógico: tiene fama, buena posición económica y está enfermo desde hace años, ese clima lo va a matar. Dijo que lo hacía porque quería moverse.

Los preparativos del viaje le habían llevado más de un año: consultó obras y documentos, leyó códigos, reglamentos, artículos periodísticos, memorias de viajeros; leyó historia y geografía de la isla, también se compró un mapa. «Paso todo el día sentado, leo y tomo apuntes. En la cabeza y el papel no hay nada, solo Sajalín». Cuentan que, mientras estaba preparando su viaje, un artista (N. es el modo en que se lo nombra) quiso acompañarlo, pero a Chéjov le gusta viajar solo, dice que ese el único modo concebible de viajar y le pide ayuda a un amigo para sacárselo de encima: «No he tenido el valor de negarle mi compañía, pero viajar con él sería una auténtica desgracia. Sea mi benefactor, dígale a N. que soy un borracho, un timador, un nihilista, un pendenciero, que es imposible viajar conmigo, que un viaje en mi compañía sólo conseguiría disgustarlo».

El 21 de abril de 1890 Antón Chéjov se sube a un tren en Moscú con un equipaje que incluye ropa de abrigo, mapas y notas de la isla y su maletín de médico. Después del tren vendrán tramos en carruajes, barcos y a pie. Lo que en el Sahara es el desierto o en la Antártida es la nieve, en Siberia es la taiga: un revoltijo enmarañado de ramas, agua y frío que no deja avanzar.

—¿Por qué en esta Siberia de ustedes hace tanto frío?—, pregunta. —Así lo quiere Dios—, le responde el cochero.

«La medida humana común no tiene valor en la taiga», dice Chéjov con el barro hasta el cuello.

En unos meses llegará a Sajalín y se convertirá en la única persona en ir ahí por voluntad propia. El lugar es digno de la maldición del chamán: los pasos de los condenados arrastrando las cadenas, los carros con caballos, los presos encadenados a carretillas, los trabajos forzados en el bosque, los intentos de fuga a ningún lugar, niños engrillados, mujeres libres que se encierran con sus hombres, niñas prostituidas, desterrados, funcionarios; más el hambre, las chinches, las pestes, la miseria y el clima.

Pero en Sajalín no hay ningún clima, solo mal tiempo. Dice Chéjov que cuando Dios creó ese lugar «lo que menos tenía en mente era al ser humano». Los poblados no parecen tales, los habitantes no están ahí reunidos por su propia voluntad, es como si todos fueran «náufragos de un barco»; quedaron así, amontonados. Es toda gente que parece innecesaria, como si hubieran sobrado de algún otro lugar.

Dos años antes del viaje, en 1888, había publicado su primer gran éxito, una novela corta: La estepa, historia de un viaje, un relato que transcurre en una época de extremado calor y sequía. Mientras lo escribía reflexionaba sobre su propia escritura —lo hizo toda su vida en sus notas y en sus cartas— porque no encontraba el tono y se lamentaba por no decir todo lo que debería decir, sin embargo siente que no puede escribir de otra manera. Chéjov va a descubrir que la condensación es su modo de escribir: eso que llaman estilo. Tiene miedo de no ser tomado en serio como escritor aunque ya es un profesional que vive de lo que le pagan por sus relatos. Siempre decía que la medicina era su esposa y la literatura era su amante, sin embargo se dedicó profesionalmente a escribir y atendía enfermos en sus momentos libres. Cuentan que, cuando llegaba a su casa de campo —pasaba mucho tiempo en Moscú y en San Petersburgo— hacía izar una bandera para que todos supieran que el doctor había vuelto y atendía gratis a los pacientes que llegaban a su casa.

Cuando fue a Sajalín, sin embargo, prefirió llevar con él a la esposa y no a la amante; aunque tenía la intención de escribir un libro sobre el viaje, no iba a hacer literatura con él, va a primar su formación científica. Por eso no elige la ficción: la contundencia del lugar le va a impedir hacer literatura.

Entre julio y octubre de 1890 recorre y conoce la isla que es también una cárcel; habla con presos, funcionarios, colonos, soldados, aborígenes; escribe sobre geografía, clima, flora, fauna, historia, higiene, alimentación, instrucción, religión. También hace un censo que nadie le pidió: completa unas ciento cincuenta fichas por día en jornadas de catorce horas.

Habla con todos: va descubriendo los modos de organización del lugar en medio, aprende que cuando los presos terminan su condena pasan a ser colonos, años después podrán ser propietarios y luego campesinos; también que todos sueñan con volver al continente y que solo podrán hacerlo si tuvieron una conducta intachable y no tienen deudas con el Estado (pero nadie logra no deberle algo a un Estado omnipresente): casi nadie consigue el permiso. Las mujeres que llegan «son mujeres de temperamento, condenadas por delitos de carácter novelesco» y son distribuidas entre los hombres teniendo en cuenta juventud y belleza. Las muestran como mercancía: «la mujer es asignada al colono tal, en la colonia tal, y el matrimonio civil está cumplido».

En Sajalín hay dos instituciones subsidiarias: la cárcel y la colonia. Rusia necesita de los presos para colonizar y poblar ese lugar, entonces «la cárcel cede todas las mujeres a la colonia» para que les den hijos a los funcionarios. Chéjov dice que en la isla las mujeres tienen un lugar «por debajo incluso que un animal doméstico» y que el peor castigo que tienen (peor que el hambre, peor que la tisis, peor que las chinches) son sus concubinos. «A causa de la enorme demanda, no obstaculizan el ejercicio de la prostitución ni la vejez, ni la fealdad, ni la sífilis en su tercera fase».

La prisión de Sajalín es muchas prisiones. Está, por ejemplo, la de Due: la más vieja, la más sucia, la más pobre, la más peligrosa. Ahí, cuando reina el silencio, se puede escuchar el canto del «loco de Due», un prisionero que, desde su llegada, se niega a trabajar en las minas de una empresa con sede en San Petersburgo y no hay celda de castigo o azote que lo haya doblegado «¡Igual no voy a trabajar!», se le escuchaba decir y al final los guardias lo dejaron en paz. Ahora, el loco de Due, camina por las calles y canta. De todo va a tomar nota para después escribir su libro porque Chéjov quiere que todos en el continente sepan lo que Rusia hace con los desterrados en este lugar «donde una fuga solo puede ser soñada».

De los obstáculos que hay que vencer para una fuga, el más terrible no es el mar, antes están la taiga, la niebla, los osos, el hambre, los mosquitos, el invierno: un hombre mal alimentado y agotado por la vida carcelaria no podrá recorrer más de cinco kilómetros por día sin saber a dónde ir. La mayoría de los fugados mueren unas semanas después, agotados. Otros vuelven con sus últimas fuerzas y ruegan ser encontrados por un vigilante. ¿Por qué siguen escapando? Porque «su conciencia de vida aún no se ha colmado». Si uno es un hombre no puede no tener deseos de escapar, dice Chéjov. El preso Altújov tiene unos sesenta años y su procedimiento de fuga es conocido: toma un pedazo de pan y se aleja unos quinientos metros del puesto de vigilancia. Cuando llega a una colina, se sienta a mirar el horizonte y vuelve después de unos días. Hace años lo azotaban cada vez que volvía, pero ya no. No es el único que se escapa sin escaparse: algunos disfrutan una libertad de un mes, de una semana, a otros les alcanza con un solo día. Peor no puede ser, parecen decirse, y entonces se fugan porque nadie puede quitarles eso. «Me parece que, si yo fuese un preso, necesariamente huiría de aquí, sea como fuere», escribe Chéjov.

En la isla la autoridad policial administra tanto la justicia como los castigos, que son ejecutados tras un breve examen médico que determina cuántos latigazos puede soportar el reo en cuestión. Chéjov pide ver un castigo: serán noventa latigazos; cuando van por el número cuarenta y tres siente que no puede seguir viendo, sale a recuperar el aire, vuelve a entrar, vuelve a salir y otra vez dentro. «Por fin noventa», escribe. «Eso fue por el asesinato, por la fuga recibirá aparte, me explican cuando estamos regresando».
Después de tres meses en la isla emprende un regreso que le tomará ocho meses: va a volver en barco dando la vuelta por el Índico. Antón Chéjov recorrió en pocos meses una distancia equivalente a la mitad del círculo terrestre en todo tipo de transportes en dudosas condiciones para un intelectual tuberculoso que se movía como un héroe de acción. Aunque todos en su entorno le habían alertado sobre los riesgos de un proyecto suicida, él dijo que ese «viaje al infierno» le había mejorado la salud. «Es algo extraño. Tanto en el viaje de ida a Sajalín como en el de vuelta me sentí perfectamente bien, pero ahora, en casa, el diablo sabe lo que me está pasando».

Volvió a su vida entre el campo y la ciudad, a los ataques de tos y a la escritura. El libro de viaje tardó en aparecer: entre 1893 y 1894 fue publicando crónicas breves en un periódico y al año siguiente publicó el libro La isla Sajalín (De mis apuntes de viaje) sobre el que no tenía ninguna clase de expectativas literarias: lo veía como un tratado de ciencias naturales y sociales. Lo cierto es que darle forma le llevó más de cinco años de escritura a un hombre que resolvía sus relatos en cuestión de días.

La explicación es que era el libro de un científico y no de un literato. No hizo arte con él: le dejó paso a la contundencia de la realidad y se convirtió en un sirviente de las cosas del mundo que, para Chéjov, no son las que se usan para hacer literatura. Eso es raro, porque el desprecio por la lírica en sus relatos puede hacernos creer que la materia prima de su obra es la realidad, pero el meollo de sus textos está en la elipsis, en esas historias que, como él quería, no tienen trama ni final y parecen empezar en la segunda página.

La escritura de los relatos le llevaba unas semanas, las obras de teatro le llevaban meses, («¡ay! por qué habré escrito teatro», se lamentaba), con Sajalín quiere contarlo todo y la escritura le demanda años. Lo que en sus ficciones muestra con unas pocas pinceladas muy precisas, en su reportaje sobre la isla le lleva páginas y páginas porque está pensando en lectores específicos: aquellos que no quieren —y deberían— ver lo que el Estado ruso está haciendo con esos condenados que envía cada año a Sajalín, ese infierno.

Este es su único libro de no ficción y definitivamente no es la más célebre de sus obras, tampoco sabremos cuánto influyó el viaje en su vida porque el cronista se limitó a contar los hechos. El año en que lo publicó fue también el de su capitulación ante la idea del matrimonio. Había resuelto casarse, todavía no sabe con quién pero sí cómo debe ser la mujer para él. Tiene treinta y cinco años, faltan tres para conocer a la que será su esposa y le escribe a un amigo:

Muy bien, me casaré si usted quiere. Pero con las siguientes condiciones: todo debe quedar como antes, es decir, ella tendrá que vivir en Moscú y yo en el campo; yo me encargaré de visitarla. No puedo soportar esa clase de felicidad que dura día tras día, de una mañana a otra. Cuando alguien me habla un día y otro de las mismas cosas y en el mismo tono de voz, me enfurezco… Prometo ser un marido maravilloso, pero deme una mujer que, como la luna, no aparezca todos los días en mi cielo.

Como si fuera una biografía por encargo, lo que sabemos de la vida de Chéjov podría ser resumida en unas doscientas palabras:
El padre le daba unas palizas descomunales y dejó de hacerlo cuando él se convirtió en jefe de familia gracias a su trabajo de médico y escribiendo relatos humorísticos con seudónimo. Su letra era pequeña. Confiaba en el progreso, decía que el problema de Rusia es que es un país sin hechos pero repleto de opiniones. Dejaba a sus personajes en paz, dándoles voz propia. No los juzgaba. Nunca escribió moralejas. Tosió y escupió sangre durante más de veinte años, viajó a la isla Sajalín y le contó al mundo lo que vio en un libro que le costó más trabajo que cualquier otra línea que escribió en su vida (tenía la obligación de la verdad). Tolstói lo admiraba y también decía que caminaba como una muchacha, las mujeres lo seguían, se casó en secreto con una actriz y la mayor parte del tiempo había miles de kilómetros entre ambos.

Olga está con él en una habitación de hotel, el médico que lo atiende lo conoce por sus relatos y ahora está al pie de su cama, escuchándolo delirar: dice algo de unos marineros y de los japoneses (tal vez se acuerda de las disputas por Sajalín). Unos minutos después dice que se está muriendo, el hilo de voz es tenue, no sabemos si escucha y entiende cuando el médico toma el teléfono para pedir una botella de champaña y tres copas. Antes de morir, antes del último aliento, antes de tenderse de lado, antes de beber un sorbo, antes de llevarse la copa a los labios, dice: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña».

lunes, 8 de marzo de 2021

"Rosalía rima con poesía" por Martha Asunción Alonso



La primera vez que escuché a Rosalía aún no sabía que sus canciones vuelan lejos de ser solo canciones y que requieren por eso ojos como platos. De modo que los cerré como suelo hacer cuando escucho música. En absoluto esperaba que aquella voz trenzada de oscuridades a medias me devolviera los grafitis en los soportales noventeros de mi barrio, como flechas indicando sueños de salida de un laberinto invisible. No confiaba tampoco en recuperar, por espacio de dos minutos y veintinueve segundos, a mis hermanas adolescentes esperando el tren del viernes por la noche, con el eyeliner ligeramente corrido, licra y plataformas para tensar y hacer temblar el andén —la galaxia— a su paso: asustar para sentir menos miedo.

Aquellos acordes motores, los rumores en la escalera, la voz en penumbra y el cristalito crujiendo me acertaron, como a millones de fans, en el centro de la diana. Al abrir los ojos e ir penetrando en la selva de imágenes que constituye el universo Rosalía, la afinidad, el entusiasmo y la emoción no hicieron más que acrecentarse. Tratando desde entonces de ahondar en el porqué, he llegado a esbozar algunas conclusiones.

La primera de ellas tiene que ver, valga la redundancia, con esa primera vez. El primer contacto ciego con las muchas voces dentro de la voz de Rosalía Vila Tobella.

Los entendidos ahora lo llaman beat, aunque ya existía en todos los descansillos de cualquier adolescencia estándar de extrarradio: madres y abuelas que venían de campos del sur meneaban la cabeza preocupadas al ver marchar a hijas y nietas rumbo al chundachunda. Suspiraban. Se santiguaban. Golpeaban el rodapié con la escoba. Palmeaban, repetían refranes y entonaban estribillos que a esas hijas o nietas les seguían zumbando en los oídos, aunque no lo quisieran o supieran, cuando entraban —entrábamos— fingiendo inmunidad en las discotecas de moda. En ese ritmo familiar, la memoria del corazón intercala además los pasos por el aula de todas las maestras de escuela que nos recitaron poemas con los ojitos brillantes. Me consta que no soy la única que en Rosalía volvió a percibir, sin esperarlo, algo muy parecido a ese beat que fuera canción de cuna. La vocación de aprender a respirar entre lo arcaico y lo futuro, lo mamífero y lo eléctrico, ellas y nosotras.

1. Rosalía lorquiana y hernandiana

Basta aguzar el corazón cuando Rosalía canta Que no salga la luna para escuchar de nuevo a aquellas madres y abuelas canturreando coplas, a aquellas maestras explicándonos el significado de los símbolos en la tragedia en verso Bodas de sangre (1931) de Federico García Lorca. El mal augurio de la luna brillando como el filo de un arma traicionera. La corona inmaculada de la novia virgen que, al dirigirse al altar, se arroja sin saberlo hacia un abismo de dolor.

La novia de Lorca, recordemos, avanza tocada de flores blancas de azahar. En el capítulo 2 (Boda) de El mal querer (2018), la de Rosalía lo hace coronada de brillantes y de perlas igualmente blancos.

Esa pureza alarmante del color blanco, esa luna mortal y los destellos metálicos resultan, en efecto, arteriales tanto en la poética lorquiana como en el universo simbólico de Rosalía. En Que no salga la luna nos deslumbra el fulgor amenazante de esta en anillos, puntas de navaja, hojas de cuchillos y esclavas de plata. También, si se mira con detenimiento, en todas y cada una de las visiones convocadas en este álbum nocturno bañado, desde el principio hasta el fin, por su sutil luz; y en pasajes capitales de ese periplo oscuro hacia un resquicio de claridad que es el disco Los Ángeles —escúchese y véase, por poner un único ejemplo, De plata—.

A veces, no se sabe bien si esa luna es la verdadera “o es un anuncio de la luna”, como escribió otro gran poeta andaluz, Juan Ramón Jiménez. Mas no importa, mientras alumbre.

Luna, luna.

La misma que nos vigila, además de en Bodas de sangre, desde textos lorquianos tan de todos como el Romance de la luna, luna, muchas veces musicado:

En el aire conmovido mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura, sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.

Si vinieran los gitanos, harían con tu corazón collares y anillos blancos.

Niño, déjame que baile.

Cuando vengan los gitanos,

te encontrarán sobre el yunque con los ojillos cerrados.

En estos versos, tiembla la tierra bajo los cascos desbocados de los caballos de los gitanos acercándose a la fragua. Los caballos, en Lorca, a menudo se asocian con el deseo sexual arrollador y con la violencia de cierta masculinidad. Volvemos a presentirlos y a temerlos, por ejemplo, en la Nana del caballo que no quiso el agua o Nana del caballo grande intercalada en la ya mencionada Bodas de sangre (acto I, cuadro II). Camarón de la Isla la versionó magistralmente en su mítico La leyenda del tiempo, del año 1979. Contó entonces con el talento del músico flamenco Jesús Bola para los arreglos. Casi cuarenta años después, el mismo Bola ha sido el arreglista de la seguiriya Reniego (cap. 5: Lamento) de El mal querer.

El original de Lorca y la reinterpretación de Camarón duelen hasta tal punto que “el caballo se pone a llorar”. En Rosalía, sobrecoge el grito de auxilio de una mujer que “ríe por fuera” y llora “por dentro”. Ambas versiones, como si de dos caras de la misma moneda de plata se tratara, lanzan al aire un mismo gemido estremecedor, capaz de romper el corazón en infinitos espejos —los vemos reducidos a añicos, por cierto, en el videoclip del tema de la artista—.

Pero ¿y los caballos? ¿Dónde y cómo trotan, galopan y relinchan los caballos lorquianos en Rosalía, si es que lo hacen? Lo hacen. Son eléctricos. Supersónicos. Motores. Tuneados. Coches, motos y camiones: para ganar carreras, algunas veces; para fingir que se deja ganar y conceder la ilusión de una relativa ventaja, otras. En cualquier caso, sabemos por el tema Con altura que siempre arrancan con “Camarón en la guantera” y que embisten, como la Kawasaki de A palé, “por seguiriyas”.

O como el miura de dos ruedas que derrapa en Malamente. Al hilo del videoclip de este tema plagado de metáforas visuales —los capotes urbanos o el nazareno en monopatín, por citar tan sólo dos—, cabe, por supuesto, seguir teniendo presente a Lorca. Su fascinación por la liturgia del toreo, por la religiosidad y por la cultura popular bien lo permite. No obstante, resulta casi imposible evocar la simbología taurina sin reivindicar la huella del alicantino Miguel Hernández, miembro de la Generación del 27, “poeta del pueblo” en cuya obra el toro sintetiza lo bello y lo terrible tanto del ser humano como del devenir español: amores, deseo, belleza, nobleza, furia, valor, dolor, destino, infortunio, muerte.

Observamos todos esos rostros de la vida, que a su vez nos observan fijamente, en Rosalía. Detengámonos a continuación en el último de ellos.

2. Rosalía elegíaca y matrioska

La muerte parece, sin lugar a dudas, el tema principal de Los Ángeles (2017), que podría por lo tanto clasificarse de trabajo eminentemente elegíaco. La austeridad de su estética en blanco y negro, su asociación con el Guernica de Picasso en una de sus puestas en escena más memorables y la sobriedad sonora —la voz de la artista acompañada en exclusiva por la guitarra española de Raül Refree— parecen subrayar esta dimensión elegíaca.

El título mismo nos remite a las ideas de fe y de tránsito divinos. La ópera prima de Rosalía se abre, de hecho, con el sonido angelical de una voz infantil recitando titubeante a la Niña de los Peines: “Toma este puñal dorado / Y ponte tú en las cuatro esquinas...”. No es en absoluto casual la elección de ese niño o de esa niña para el primer corte del disco. Con su presencia nueva, recién estrenada, nos situamos en el edén perdido, antes de todos los pecados y de la invención misma del llanto. Al inicio de la Odisea. En el nacimiento del río. Muy lejos aún de “ese mar que es el morir”, en palabras del poeta medieval Jorge Manrique en las celebérrimas Coplas a la muerte de su padre (1483).

Para arribar a la absolución del limbo que nos aguarda a todos por igual en la desembocadura al océano —en este disco, se corresponde con las pistas undécima y duodécima: Redentor y I See a Darkness, respectivamente—, hemos de explorar cada recodo del camino. Teniendo en cuenta el potente caudal de simbolismo religioso que contiene el número doce, no parece arbitrario que dicha senda discurra precisamente por una docena de temas. Doce eran los apóstoles de Jesús, doce los Frutos del Espíritu Santo y doce las puertas de la Jerusalén celeste, custodiadas por doce ángeles que esperaban a las doce tribus nacidas de los doce hijos de Israel, abocadas a vagar por los desiertos.

A lo ancho de una docena de temas, pues, confirmamos que en el viaje se suceden la aspereza implacable de la llanura y los oasis. Afectos y soledades, encuentros y pérdidas, guerras y treguas, árboles y aves que, a pesar del llanto, se obstinan en seguir cantando ocultas en “la verde oliva”. Verde esperanza, andaluz y lorquiano, una vez más.

El mensaje de ese color, sumado a la mención del olivo —árbol longevo donde los haya—, permite regresar al influjo hernandiano y descubrir que Los Ángeles, contrariamente a lo que pueda parecer en un primer momento, en realidad no versa en exclusiva sobre la muerte. Porque la muerte nunca existe por sí sola, sino hondamente imbricada en la vida. De modo que lo que vertebra el álbum son los tres grandes temas de toda creación o las tres heridas existenciales que cantara el poeta de Orihuela:

Con tres heridas yo:

la de la vida,

la de la muerte,

la del amor.

Hablando en plata —nunca mejor dicho—, Los Ángeles trata tanto de la vida como de su pérdida, y del amor: de aprender a vivir y de lograr amar incluso en la muerte o en su inevitable cercanía.

Y Rosalía los aborda proponiendo su personal actualización de una serie de cantes flamencos antiguos —alegrías, fandangos, tangos, saetas...— o, dicho de otra manera, de un conjunto de poemas cantados de honda raigambre popular.

Resulta, pues, lógico que la métrica de las reinterpretaciones de Los Ángeles recoja con soltura el testigo folklórico de las formas populares comunes del cancionero clásico flamenco y español. Encontramos, por ejemplo, sextetas o cuartetas. El tema Por mi puerta no lo pasen ofrece un emocionante ejemplo de este último tipo de estrofa, compuesta por cuatro versos octosílabos con rima consonante de esquema ABAB:

Ya yo he dicho que a tu entierro

No lo pasen por mi puerta

Porque mirarte no quiero

A la carita ni viva ni muerta.

Más acá de los aspectos formales —merecerían un análisis exhaustivo por sí solos, que dejaremos para otra ocasión—, lo capital parece comprender que Los Ángeles vibra poéticamente en un plano retórico y simbólico. También El mal querer. Resulta posible e interesante rastrear una poeticidad común a ambos trabajos, que constituyen de este modo los cimientos de un sólido universo poético con nombre propio, engarzado de tradición e innovación.

Aletean querubines, por ejemplo, en ambos discos. En el debut de Rosalía, se trata de una presencia marcadamente polifónica. Se acierta a escuchar un coro de voces seráficas doliéndose a las puertas de la muerte, propia o tan cercana que afecta como tal. Destacan el joven dueto de los huérfanos de madre en Nos quedamos solitos, el “hermanico” querido que asciende al cielo en Día 14 de abril o la joven hija de Juan Simón en la pista 10.

En el capítulo 9 de El mal querer resuenan de algún modo ecos de ese coro celestial, convertido en estremecedora Nana al hijo perdido y entonada por una madre rota por el luto cuyas lágrimas lava la lluvia: “Detrás de cada gota, te mira un ángel”. La fatalidad de la muerte sobrevenida en la flor de la vida o el peso de la vida aún por vivir, aspirando a cierta ligereza y a la lumbre a pesar del trauma de la muerte tempranamente descubierta, se nos muestran desnudos en ambos trabajos.

Algo similar ocurre con la reflexión amorosa, pluralmente entendida. Hay en Rosalía amores románticos, destructores como ciclones; amores filiales, amores espirituales y, por fin, amor propio.

Para llegar a este último y experimentar el renacimiento, el empoderamiento, la libertad y la metamorfosis íntima, en definitiva, que el amor propio procura, se aborda la necesidad de padecer primero el calvario y los múltiples barrotes del amor tóxico. En la apertura de Preso (cap. 6: Clausura), la voz de la actriz Rossy de Palma lo resume como sigue:

Bueno, yo por amor, uf, bueno, hasta bajé al infierno

Eso sí, como subí con dos ángeles

(Duele, duele, duele, duele)

Pues, no me arrepiento de haber bajado

Pero bajar, bajé, ¡eh!

Bajar, bajé

(Duele, duele, duele, duele).

Las imágenes del infierno y de la prisión se relacionan con tópicos literarios cuyos orígenes se remontan a la Francia medieval y a los preceptos del amor cortés, que volveremos a evocar en el epígrafe 3. En la tradición poética clásica, las composiciones que juegan con la alegoría del amor como prisión se denominan “carceleras”. En efecto, ese bagaje queda patente en composiciones como Di mi nombre (cap. 8: Éxtasis), donde se contorsiona la amante literalmente encerrada y esposada; o como A ningún hombre (cap. 11: Poder), que nos sitúa en el momento exacto de la asunción con estos versos:

Hasta que fuiste carcelero

Yo era tuya, compañero

Hasta que fuiste carcelero

La estación central del vía crucis, del purgatorio o de la peregrinación desde la cárcel de amor a la liberación serían los celos, explorados con lucidez por la artista catalana en ambas propuestas. Los ojos-puñales que hienden el pecho del amante celoso en Pienso en tu mirá (cap. 3: Celos) acechaban ya en Los Ángeles, en el tema Día 14 de abril:

Cuando me miras, me matas

Y si no me miras más

Cuando me miras, me matas

Son puñales que me clavas

Y los vuelves a sacar

Y los vuelves a sacar.

Ocurre que, en El mal querer, esta metáfora —popular, flamenca y lorquiana donde las haya— se moderniza visualmente de forma radical, como ya lo hicieran toros y caballos. Los ojos-puñales se trocan, por arte de celos, en modernas armas de fuego, porras y armas blancas de todo tipo esgrimidas en un paisaje industrial hecho de hormigón, remolques, palés y containers.

Quizás haya que buscar una de las claves del éxito rotundo de la retórica de Rosalía justo en esa antagonía, en esa oposición, en esa mudanza de elementos variados de la tradición añeja al horizonte contemporáneo, urbano, obrero y poligonero. A muchas ese decorado nos recuerda dónde permanecen enterradas nuestras raíces.

En mi barrio, cuando empecé a adentrarme en los milagros de la poesía, aún donde no llegaba el metro y los libros de texto, nos enseñaban a buscarla quietecita en una torre de marfil. Pero el vuelo, en cuanto las niñas nos dábamos media vuelta o fingíamos cerrar los ojos para hacernos las dormidas, iba además —sobre todo— por lejanos derroteros. La poesía sobrevolaba nuestras ciudades dormitorio, los descampados, los hangares, las grúas, las fábricas y los pasos elevados, tambaleándose sobre las carreteras de circunvalación.

Encuentro que hablar exclusivamente de música al hablar de Rosalía sería como considerar solo la parte esperada de aquel vuelo. Negar lo salvaje y que la mariposa poética, se pongan como se pongan los académicos, se las arregla para lograrse a sí misma donde y como nadie la aguarda.

La poesía —la buena poesía— sorprende. Brinca. Se disfraza. Aletea con igual brillo donde le da la real gana: en la flor o en el barr(i)o. En un endecasílabo o en un videoclip. En el Palace o en el chino. Decirle dónde debe hacer un alto equivaldría a disecarla.

Reducirla a estrecheces canónicas implicaría afirmar que solo entre las altas murallas inmaculadas de los grandes mu seos cabe el arte o que la música resuena exclusivamente en los refinados escenarios de las óperas. Artificialidad. Taxidermia. Haría falta caminar bajo este sol con el corazón hermético para pensar así. ¡Qué difícil, latiendo sangre, respirar de ese modo!

Defiendo que la obra de Rosalía Vila Tobella, también en ese sentido, rebosa poesía. Me acuerdo, tecleando esta última frase, de una polémica antología de poetas aragonesas que se publicó ya hace algunos años en Zaragoza. La cantante Eva Amaral estaba incluida en la nómina de autoras. Personalmente, me pareció un gran acierto. ¿Qué pasará cuando a alguien se le ocurra la osadía de incluir a Rosalía en una antología de poesía reciente española? ¿Les quedarán a los puristas vestiduras que rasgarse? El argumento que con mayor vehemencia esgrimen en sus juicios es tan manido como soporífero: la pureza. ¿A quién ángeles le importa la pureza? ¡Muera la pureza y sigan los puristas pasando fríos! Existen pocos poemas más hermosos que un uniforme hecho trizas.

Esa pulsión de desgarro recorre la totalidad del trabajo de Rosalía. Tiene que ver con el movimiento de la mirada que se desborda a sí misma: vertical, ancha, porosa y elástica. Ojos que todo lo cuestionan, devoran y redefinen. No entienden de prejuicios. O tal vez sí, pero escogen en su lugar la alegre desmesura. La sorpresa en construcción. La poeticidad del contraste. La hermosura de la adulteración. Los extremos. La hibridación abierta. El sincretismo. El reciclaje. La permeabilidad. El mestizaje. La mixtura. La impureza. Lo plural. Lo cosmopolita. Lo charnego. Lo criollo. El viaje, en fin, por lo abisal de las cuatro esquinas del mapa: por esos cuatro angelitos de la guarda que nos velaban la cama cuando, recién inventadas, aprendíamos a aprender a cantar y, lo que es más importante, a jugar a reinventarnos. Así, en mayúsculas.

En los espejos que Rosalía juega a ponernos ante los ojos cerrados se dan la mano infinitas mujeres. Hijas, madres y abuelas, como ya sabemos. También brujas negras de los juicios de Salem. Inmaculadas azulinas de Murillo. Barrocas Marías Magdalenas esculpidas por Pedro de Mena. Dolorosas sevillanas. Majas goyescas. Gitanas de Julio Romero de Torres. Nazarenas con tacones. Diosas que Miguel Ángel se olvidó de pintar, al otro lado de la mano extendida de Adán, en los frescos de la Capilla Sixtina. Adolescentes anudándose el hiyab a la puerta del instituto. Fridas con la doble columna rota en mil pedacitos de noche llena.

La artista ensambla una poética que desbarata toda lógica jerárquica y logra aunar, en un eficaz caos creativo, un enjambre de apariciones y ecos de muy diversas latitudes. El resultado es una fiesta de los sentidos, como ocurre con todo buen poema. Esa celebración nos habla también de la esencialidad de la poesía. Incluso cuando golpea o desgarra, la lírica se alza en brindis. Levantar la copa cuando más duele es comenzar a curarse. Por eso, al pensar en grandes poemas o en las mejores canciones de Rosalía, algunas vemos esa trenza laaarga por donde se escapan las princesas cautivas de los cuentos.

Y pensamos en conjuros donde retumban palabras como palimpsesto o crisol. En vestidos que se ensanchan para que todas quepamos dentro. En ese prodigio poético que son las muñequitas rusas. Eso es: como en una matrioska. Exactamente así se imbrican en el poema de Rosalía los compases todos, desde el pop a lo sacro, pasando por los ritmos sintetizados, latinos, raperos, traperos, callejeros; la literatura, las artes plásticas, la performance, la fotografía, la interpretación, la escenografía, la danza, la moda, el folklore...

¿Qué hay más poético? No sobra recordar, llegadas a este punto, la etimología del término poesía, pues insinúa sendas posibles donde ensanchar aún más la respuesta al interrogante: no es ningún secreto que ποίησις proviene del verbo griego ποιεῖν, cuyo significado apela a crear. Construir. Y, sobre todo, hacer.

3. Rosalía mística y cortés

Es cosa sabida que el amor se hace. Para los poetas místicos, el amor se hace retirándose al silencio, desapegándose de los placeres mundanos, manteniendo viva la llama de la fe hasta confrontar la “noche oscura del alma”, estremecedora y perfecta, donde el hombre se une al fin con Dios. Rosalía homenajea esta tradición revisitando en Aunque es de noche uno de los poemas cumbres del místico castellano San Juan de la Cruz, ya versionado por el flamenco Enrique Morente en los años ochenta. ¿A nadie más le parece un milagro que millones de personas de todo el mundo entonen con fervor, seis siglos después, la plegaria iluminada del santo de Ávila?

Que bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche.

Aquella eterna fonte está escondida, que bien sé yo do tiene su manida, aunque es de noche...

Aproximadamente dos siglos antes de que San Juan de la Cruz rezara estos versos en una cárcel toledana, allá por el año 1578, manos anónimas escribieron en lengua occitana esa novela anónima, en verso, en cuya heroína —la desdichada Flamenca— sabemos que se inspira El mal querer.

El peregrinar amoroso de Flamenca no se comprende sin el contexto de los tratados poéticos medievales sobre el «fin’ amors», los amores “de lejos” o “de oídas” y, en fin, los preceptos del amor cortés o buen amor. Es preciso pensar, para entender a Flamenca, en juglares y en trovadores, en un mundo donde la poesía irrigaba todas las artes. De modo especial, se impone recordar al primer trovador conocido en lengua occitana, Guillermo IX de Aquitania, para quien el buen querer pasaba por crear, construir, hacer canciones-poemas “non er de mi ni d’autra gen”, es decir, “ni de uno mismo ni de los demás”. Versos entonados “durmiendo a lomos de un caballo”, que trataran “sobre el infierno de nuestro amor y sobre el paraíso de nuestro amor”, “dulces y dañinos” por igual. Así lo abrevia Loquillo en un curioso tema repleto de guiños a la composición más célebre del duque de Aquitania —con letra del poeta Luis Alberto de Cuenca—. Y, por supuesto, hay que evocar a la reina Leonor de Aquitania, nieta de Guillermo IX: mujer, poeta, guerrera, mecenas, amante, poderosa, herida, juzgada, libre...

4. Rosalía criolla y caníbal

No diré nada nuevo, pero igualmente me autorizo a pronunciarlo: Rosalía, al metabolizar desde la frescura todas estas —y otras— influencias heterogéneas, democratiza poesía, flamenco y creación en general. Arranca el cercado de los cotos vedados de la tradición. Sostiene que la ortodoxia, lo castizo, lo selecto y lo inmaculado valen poco. Seamos cristalinas: nada. Lo que se impone como importante, en cambio, es desguazar las puertas del templo para quienes no nacimos dentro. Invitarnos a entrar con los zapatos que traigamos de casa, o incluso con los pies descalzos. Pero entrar. Pasearnos por los altares con los ojos muy abiertos, sin mapa, las manos extendidas; y, sobre todo, sin temor a quebrar las estatuas al rozarlas.

De este modo, siguiendo libre de culpa las miguitas eléctricas de pan, se puede ir llegando, como acabamos de ver, a Lorca, Hernández, Juan Ramón, San Juan de la Cruz, Guillermo IX, Leonor de Aquitania, Camarón de la Isla, Manuel Vallejo, Tomás Pavón, Pepe Marchena, Rafael Farina, La Repompa de Málaga, Gabriel Macandé, Enrique Morente... Poco importa que se llegue tarde, mientras se llegue bien, con ánimo de quedarnos a comprender.

Desde los acelerones o frenazos que se escuchan en muchos de sus temas es imposible no deslizarse a los milagros del cajón, el zapateo que exorciza toda pena y el lirismo del palmeo. Descubrir que no hay emoción comparable a la sentida cuando la bailaora se golpea el pecho o el muslo, zapatea, da palmas; que el sonido y el oscilar del cuerpo —la más primitiva y sublime de las percusiones— conmueven como el soneto más perfecto. Encontrar intacto bajo los samples ese quejío antiguo del verso que pugna por encontrar un idioma para lograrse. Cuerpos para tiritar.

En el temblor se advierte, por cierto, tanta fragilidad como punta de lanza. La explicación poética, por ejemplo, a esas uñas kilométricas decoradas con manicuras vertiginosas, en apariencia siempre a punto de quebrarse. Menos mal que las apariencias engañan. En lugar de romperse, centellean con el brillo de mil cotas de malla. La joya, ante el miedo, se torna arma capaz de rasgar y clavarse como las garras o los colmillos de un animal amenazado.

El imaginario de Rosalía, una vez desbordada la angostura del concepto mismo de poema, se sostiene sobre esa verticalidad siempre perseguida, pero de inagotable resiliencia. Erguirse a pesar de todo y de todos. Como el bambú que tiende hacia el cielo y tal vez se inclina, mas se niega a romperse bajo el vendaval. Sabe aprovechar la violencia del medio, llegado el caso, para volverse daga.

Es justo aclarar que el hallazgo de esta potente imagen de la mujer-bambú inquebrantable, guerrera, en constante pugna contra la horizontalidad de la derrota y del victimismo, se la debo a un poeta antillano de expresión francófona: el guadalupeño Daniel Maximin.

La heroína Rosalía encaja en ese arquetipo de la “mujer bambú”, enraizada en la fragilidad pero capaz de crecer hasta ganarse el nombre de potomitan. Con esta palabra fascinante se refieren en criollo de Haití al pilar central e inquebrantable que sostiene los templos vudúes, lugares por excelencia del culto a lo híbrido.

La matriz de la criollidad amplia y ricamente entendida esconde otra llave maestra para esclarecer la maraña que envuelve el fenómeno Rosalía. Para recordar que nunca escribimos, pintamos, dibujamos, danzamos, componemos, fotografiamos, cantamos, representamos o esculpimos —o todo a la vez— desnudos de genealogía, sino siempre saltando entre islas. O, mejor dicho, con las islas a cuestas.

Toda creación, pues, conlleva cierta apropiación. Alquimia. Asimilación. Masticación. Nutrición. Que la digestión sea buena o mala, al igual que ocurre en la mesa, depende de multitud de factores: el hambre, el plato, la(s) mano(s) que cocina(n)...

En Rosalía, fascinan sobremanera el apetito voraz, pantagruélico; la capacidad de nutrirse al tiempo en los mercados populares y en las cocinas de palacio; la pericia para sazonar en la medida exacta de picante lo agridulce, de salado lo amargo y viceversa; la intuición para propinar los bocados adecuados en el momento preciso, metabolizándolos siempre en nueva avidez poética.

¿En el momento preciso? Quizás sería más apropiado escribir “en el lugar preciso”. Continúo pensando —deformación filológica— en las literaturas caribeñas criollas. Más concretamente, en el Manifiesto antropófago, un ensayo poético firmado por el poeta brasileño Oswald de Andrade (1890-1954) en los años veinte del siglo pasado y que sirvió de inspiración a la novelista caribeña Maryse Condé para escribir un libro apasionante sobre la forja en libertad de una mujer artista: Histoire de la femme cannibale (2003).

El Manifiesto propone un antídoto brillante contra la mediocridad creadora, un método infalible para desbordar la rigidez opresora de los moldes impuestos. Sugiere al artista emular metafóricamente a los indios tupíes, adaptando al proceso creativo una peculiar costumbre: el canibalismo selectivo. Los tupíes, al parecer, creían que cocinar el corazón de sus opresores los volvía mejores: más aguerridos, nobles, inteligentes, bellos, ¡gigantes! Ante la imposibilidad artística de partir de la tabula rasa, la solución creadora para el oprimido pasaría, según de Andrade, por explorar incluso los polos más opuestos con apetito de saborear cada mendrugo de fuerza y de hermosura posibles.

En Rosalía, en fin, nos vive una poeta tupí a quien felizmente sólo le interesa explorar eso que no es del todo suyo. Ni de nadie.

Tupi or not tupi, that is the question.