Queridos hermanos en la fe gramatical:
De las semillas pequeñas brotan grandes cosas. Del mismo modo, los pecados lingüísticos más abominables son los que atentan contra los mandamientos elementales. No busquéis aquí grandes escandaleras ni revelaciones morbosas: no hay peor falta que transgredir las normas fundamentales y violar de palabra, obra u omisión aquello que desde la educación básica y obligatoria debería haber quedado grabado de manera indeleble en el proceder ya no de un periodista, sino de cualquiera que se siente a escribir con la aspiración de algo más que juntar unas letras.
Es de justicia, eso sí, hacer constar que el diabólico Titivillus no descansa, que nadie está libre de un lapsus calami o de un desliz dactilar sobre el teclado, pero también debe quedar igualmente claro que una cosa es una errata —equivocación material cometida en lo impreso o manuscrito— y otra bien diferente un fallo grosero que revela impericia: cuando un redactor o incluso un medio incurren una y otra vez en el mismo error no nos encontramos ante un despiste fortuito, sino ante defectos y vicios ocultos en los cimientos del abecé.
Es muy cierto también que si poner en la calle cualquier publicación sin que se cuele ningún gazapo es una tarea digna de admiración, parir un diario inmaculado se antoja una utopía (no una *«autopía», como más de una vez se ha podido leer en algún noticiero) por la premura desquiciante de plazos con los que laboran sus redactores. Asimismo son disculpa, sin duda, los recortes de personal perpetrados bajo el pretexto de la crisis económica lacerante, que han forzado a que muchas redacciones prescindan de la figura esencial del corrector. Y hay que romper otra lanza (y no *«lanzar una lanza», como también se ha leído por ahí) en defensa del periodista, porque nunca antes sus posibles errores habían estado tan universalmente expuestos: no bien se ha pulsado el botón de publicar un contenido en los actuales medios digitales, cuando un tropel de ventajistas voraces e intransigentes estamos afeándoles un despiste o recriminándoles una metedura de pata sin haberles dado tiempo para la mínima reformulación.
Aun así, se debe exigir al periodista —oficio de maestro de liendres: de todo sabes, de nada entiendes— la excelencia en lo formal y gramatical al tener, la quieran o no, cierta responsabilidad transversal educativa y formativa. Hubo un tiempo en el que prácticamente era posible aprender ortografía y gramática en las páginas de un diario. Aquello que salía negro sobre blanco era doctrina, Palabra de Dios, te alabamos, Señor, y sentaba cátedra. Y no en vano se ha dicho que si el idioma inglés no dispone de una academia de la lengua que lo fije, limpie y dé esplendor, es porque ya The Times, con el escudo de armas del Reino Unido en su cabecera, cumple de modo muy solvente y para satisfacción general esas funciones. No somos pocos los que hemos aprendido ortografía de manera puramente visual, sin necesidad de memorizar ni una sola regla, a base de mancharnos las yemas de los dedos con tinta fresca cada mañana. Hoy en día la situación en los diarios editados en lengua española es, si se nos apura, justamente la contraria: hastiados de tantos errores y horrores, los lectores, desconfiados por método y sistema, hemos aprendido a recelar y poner en cuarentena no solo fondo, sino también forma.
Pasaremos ahora, pues, a denunciar las más bochornosas afrentas gramaticales con las obras espirituales de misericordia en mente: corregir al que yerra, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo y rogar a Dios tanto por estos plumillas pecadores como por nosotros, para que nos haga fuertes y sepamos perdonarles las injurias que profieren.
1
Es el primer pecado capital del periodismo de nuestros días no de naturaleza lingüística, sino tecnológica: consiste esta depravación inmoral, que va en contra del celo profesional y el amor propio, en el uso y abuso del corrector automático y de las aplicaciones predictivas de texto. Plenamente confiados en la tecnología y en numerosísimas ocasiones traicionados por ella, los redactores no ponen la atención necesaria pensando que algún programita hará el trabajo sucio por ellos. Pero un profesional como Dios manda, un verdadero connoisseur lingüístico, trabaja sin red y no utiliza esos dispositivos, porque deberían ser completamente prescindibles y no debería necesitar esos irritantes subrayados en línea quebrada roja. Periodistas: al igual que Hugo Chávez recorría Caracas señalando con gesto inequívoco un inmueble y ordenando «¡Exprópiese!», ustedes escriban deprisa, editen despacio, pero sobre todo, por favor, busquen las opciones de personalización de sus procesadores de texto, cojan sus correctores automáticos, sus aplicaciones predictivas de texto y… «¡Desactívense!». Nota: en la elaboración de este artículo no se ha sacrificado ningún animal ni se ha empleado ningún tipo de corrector electrónico.
2
En segundo lugar del pozo de la ignominia —primero en lo estrictamente gramatical— se encuentra la coma asesina, esa deleznable virgulilla (des)ubicada entre sujeto y verbo que últimamente se ha convertido en moda. Un licenciado universitario de una carrera de letras como Periodismo debería saber sin ningún asomo de dudas que al hablar es posible hacer una pausa entre sujeto y verbo, pero que esa pausa, por larga que sea, no es suficiente para marcarla con una coma. También debería estar más que sabido que los signos de puntuación no son cronómetros que sirvan para regular la duración de una pausa, sino que su función es hacer que un texto sea inteligible e inequívoco. En el colmo de la torpeza y descenso vertiginoso al más abyecto infierno ortográfico, incluso existen redactores patrios que, no contentos con introducir una coma asesina entre sujeto y verbo, introducen otra entre verbo y complemento directo, como aquel que tituló «El diario británico The Times, asegura, que la ejecución de James Foley fue algo preparado». Ejecución precisamente es lo que pediríamos desde este púlpito para ese escribidor por habernos provocado una insuficiencia respiratoria sofocante. Ya por último, hay otros que, tal vez obnubilados por la coma de la elisión verbal —utilizada, por ejemplo, en titulares por cuestión de espacio—, se lanzan a sembrar comas por cuanto titular se cruce en su camino, y así hubo quien proclamó para rechifla y regodeo general «Pablo Alborán, reina en la música española», más allá de sus méritos musicales e inclinaciones personales, que nos guardaremos de criticar; o aquel otro que, acaso manifestando de manera inconsciente sus deseos y simpatías políticas, convirtió la mera constatación de un hecho en todo un imperativo al conminar «Aguirre, dimite». ¡Penitenciagite, pecadores!
3
El pecado capital de la pereza lleva al desorden, pero, ay, en el idioma el orden de los factores sí puede alterar el producto. Hay que evitar a toda costa la anfibología: ambigüedades y malentendidos. Que se lo digan, si no, a aquel redactor que muy ufanamente tituló «Expulsado por ser gay del Vaticano» en lugar de lo que la lógica y el buen sentido reclamaban: «Expulsado del Vaticano por ser gay». O a un despistado que escribió que «Las mujeres españolas cobran bastante menos que los hombres por su sexo»… ¿se refería al mercado laboral en general o a un muy respetable gremio en concreto? Y no es lo mismo «Hay quinientas mil personas trabajando más que cuando empezó el año 2014» que «Hay quinientas mil personas más trabajando que cuando empezó el año 2014». No caeremos en idéntico defecto y no diremos que «el burro de ese redactor no asistió a clase el día que explicaron la anfibología». ¡Señor, ten piedad con estos plumillas desubicados!
4
La repelente vanidad, hermanos, asoma en el uso de calcos y barbarismos innecesarios. Por supuesto, las lenguas son entes vivos y flexibles que evolucionan de diferentes maneras y, entre ellas, una de las más naturales es la incorporación de vocablos extranjeros. Estas incorporaciones son totalmente comprensibles cuando se trata de designar realidades nuevas, pero un vicio muy criticable —por la dejadez, desidia y rendición que supone— es emplear un término extranjero, importado acríticamente, cuando ya existe uno propio que ocupa ese nicho semántico o desempeña idéntica función. Hoy nos asuela, entre otros muchas, la plaga gregaria del «a día de hoy», calco evidente del francés aujourd’hui, totalmente prescindible en español, como acaba de quedar demostrado con una única palabra al principio de esta misma oración. Ahora bien, ¿cómo no van a abusar nuestros periodistas de ese calco cuando una representante de la mismísima Fundéu (Fundación del Español Urgente, organismo que, con el asesoramiento de la RAE, vela por el buen uso del idioma en los medios de comunicación) lo soltó un par de veces en un programa de televisión al que había acudido para precisamente comentar los malos usos lingüísticos del periodismo actual? Es evidente que muchos de nuestros periodistas siguen así una corriente mainstream, pero pecan porque ya no tienen plan ni estrategia, sino que manejan orgullosos su «hoja de ruta» tras haber participado en sesiones de brainstorming, precedidas por su correspondiente briefing, en las redacciones de nuevos medios financiados gracias al crowdfunding y presididos por un CEO. Tal vez actúen de ese modo porque así se lo aconseja el feedback —que siempre les ofrece «evidencias», pero nunca «pruebas» ni «datos»— recibido de su público target, ya que ante todo querrán mejorar la customer experience. Como pueden comprobar, es interminable la lista de extranjerismos superfluos que mancillan nuestros medios. Busquen, busquen, porque esto solo ha sido un spoiler sin ánimo de destripar nada, y después, para recuperar su bienestar, pueden pedir «cita previa» (¿habrá alguna que no sea previa?) en un centro de wellness y mesa en el hub gastro —sintagma que no significa absolutamente nada en inglés y mucho menos en español— de moda. Íntimamente relacionada con esta perversión está la ostentación afectada y churrigueresca de decantarse por la palabra más larga cuando, en la mayoría de las ocasiones, existe una más corta que perfectamente podría expresar el mismo concepto: «influenciar» por «influir», «obligatoriedad» por «obligación», «culpabilizar» por «culpar», «necesariedad» por «necesidad» y otros archisílabos maléficamente pomposos. ¡Lucifer, llévatelos a todos!
5
El porqué de la confusión entre «porque», «por qué», «porqué» y «por que», otro traspié (sí, sin «-s» final, que está en singular) recurrente de la prensa patria, porque nos preguntamos por qué habría de patinar un profesional de la palabra en algo tan simple. ¿Por qué? Es difícil evitar el temor por que este yerro infeliz se pueda perpetuar. ¡Recen un padre nuestro y un avemaría!
6
Quiera Dios que no nos condenemos al fuego del averno por caer en el pecado capital de la ira cada vez que oímos o leemos perlas como «Ese sucio agua contamina aquel área». ¡Ay, la concordancia, esa gran desconocido! Algunos desinformados han oído campanas, pero no saben bien dónde. Se creen que, como antes de un sustantivo (recalquemos el término «sustantivo») que comience por /a/ tónica los artículos toman, por razones de fonética histórica, la forma masculina «el» y «un» y los indefinidos pueden (o no) adoptar las formas apocopadas «algún» y «ningún», todo determinante debe tomar también la forma masculina. Nada más lejos de la doctrina gramatical, pues los demostrativos «este», «ese» y «aquel», y cualquier otro determinante como «mucho», «otro», «poco» o «todo» deben concordar con las palabras femeninas siempre en femenino, al igual que los posibles adjetivos que las califiquen. Y no conviene olvidar tampoco que esa regla del cambio de género del artículo del femenino al masculino solo funciona cuando dicho artículo precede de manera inmediata al sustantivo: «el agua», «un área» o «un arma», pero «la pura agua», «una extensa área», «una antigua arma» o «la alma máter». Recuérdenlo, periodistas, redactores, escribanos, escribientes y escribidores: el único «este agua» aceptable en un texto es el Steaua de Bucarest. Oremos: Yo, pecador, me confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos…
7
Siete son los pecados capitales y solo siete son los malos usos periodísticos que, para no fatigar al lector, es prudente reflejar en esta lista que de ninguna manera es ni pretende ser exhaustiva. Con los vicios periodísticos podrían llenarse con facilidad las páginas de más de un volumen como este de Jot Down: el triste sino del periodista que no distingue entre «sino» y «si no»; la confusión en la concordancia verbal de número entre pasivas reflejas e impersonales; el uso comodón del gerundio de posterioridad; la errónea pluralidad del uso impersonal del verbo «haber» (*«hubieron muchos periodistas errados»); la acentuación de «fue», «vio», «dio», «fui» o «ti»; laísmos, loísmos y leísmos; vulgarismos como «detrás suyo» o «delante mía»; los pobrecitos habladores del «sedució», «degolla», «piragüa», «hechar de menos» o «xenófogo»; el lío entre «allá», «aya», «haya» y «halla»; el abuso por la falta total de comprensión del significado del adverbio «literalmente»… Y sin embargo, ya que vivimos en los tiempos del periodismo 2.0, conviene dedicar este último apartado a un defecto execrable de muchos profesionales a la hora de conducirse en las redes sociales: el pensar que en su cuentas personales son libérrimos y que en ellas las normas ortográficas —y en ocasiones las deontológicas— son completamente opcionales y prescindibles. «Total es Twitter», alega alguno de estos despreocupados profesionales. Pues no. Un poquito menos de vanidad, señores periodistas, y más humildad, rectitud y sindéresis —del griego synteresis, derivado de syntereo: «yo observo, estoy atento»—. Estén atentos, con discreción y buen juicio, y tengan siempre presente que la mayoría de sus seguidores en las redes sociales no lo son por su carisma ni por su interés personal, no, sino por trabajar para el medio en el que trabajan. Si estos periodistas fuesen usuarios anónimos de Facebook, Twitter o Instagram, ¿cuántos seguidores tendrían? A todos esos seguidores conseguidos en virtud de su posición en la profesión se les debe un respeto… ortográfico y gramatical al menos, porque, como ya publicó Tomàs Delclós cuando ejercía funciones de defensor del lector del diario El País, «los periodistas de un medio han de tener presente que, sea cual sea el tema que traten, se identifiquen o no como tales miembros de la Redacción, muchos de sus seguidores lo son por su condición profesional y la prudencia en las redes sociales nunca será un error», y se apoyaba asimismo en lo propugnado por The Washington Post, en cuya guía de conducta en redes sociales se recuerda a sus periodistas que «cuando intervienen en ellas siempre son periodistas del diario y les recomienda, antes de publicar un mensaje, preguntarse si su contenido suscitará las dudas del lector sobre su capacidad para hacer el trabajo de manera objetiva y profesional».
Y así, hermanos, cuando se detecta en la prensa algún pecado aborrecible, es normal hacerse cruces, musitar «líbranos del mal, Señor» y perder toda la fe en la aptitud de los firmantes, que deberían hacer examen de conciencia, rezar un acto de contrición y plantearse propósito sincero de enmienda. Amén. Podéis ir en paz.