sábado, 31 de agosto de 2019

"Solo Madrid es corte" por Nieves Concostrina


Hasta que Felipe II instaló la corte definitivamente en Madrid, la capitalidad del reino era itinerante. No solo se trataba de que el Rey evitara mostrar demasiado favor por alguna de sus villas; mudándose de una a otra también asentaba su poder a lo largo de todo el territorio. Algo así como un: “Aquí estoy yo”. Allá donde se instalaran los Reyes se convocaban las Cortes, y ese lugar se consideraba la capital de la monarquía durante el tiempo en el que estuvieran en tal o cual sitio: Toro, Burgos, Valladolid, Carrión de los Condes, Toledo… Esto, además de un auténtico peñazo, era terriblemente incómodo, muy caro y poco práctico. Tanta ida y venida, tanto hacer y deshacer maletas, hizo que Felipe II decidiera fijar la corte en Madrid siguiendo el deseo de su padre, el emperador Carlos V, que vio a la primera la ventaja que suponía que este poblachón castellano estuviera en el centro de la Península.
Antes de dar carácter definitivo a su decisión, Felipe II quiso comprobar si se confirmaban las bondades del lugar. El historiador del Siglo de Oro Luis Cabrera de Córdoba escribió que, si algo decidió al Rey, fue que la villa estaba “bien proveída de mantenimientos por su comarca abundante, buenas aguas, admirable constelación, aires saludables, alegre cielo y muchas y grandes calidades naturales”. (Aires saludables, señora Díaz Ayuso; sa-lu-da-bles, señor Martínez Almeida).
Y hablando de gobernantes capaces… a Felipe II le sucedió su hijo, el tercero de los Felipes, de inteligencia mediocre, floja voluntad y con menos luces que una patera. Felipe III entró en las enciclopedias con el sobrenombre de El Piadoso, porque rezaba nueve rosarios al día, uno por cada mes que supuestamente Jesucristo estuvo en el vientre de su madre.
Con él, terminó la época de los gobiernos personalistas y se inició la edad dorada de los validos, una forma eufemística de decir que el Rey no pegaba sello en beneficio de uno o varios subordinados, que manejaban a su antojo el gobierno del reino y los cuartos. Tal fue el caso del favorito de Felipe III, el maligno Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y Borja, el duque de Lerma, un tipo corrupto y malversador a más no poder.
El Rey hizo tal dejación de funciones, que era más fácil acercarse a él que al duque. Se le atribuye un sucedido en el que un soldado logró acceder al Rey para hacerle una petición y Felipe III le dijo: “Acudid al duque”. El soldado respondió: “Si hubiera podido hablar con el duque, no vendría a ver a Vuestra Majestad”.
Cuarenta años llevaba la corte quieta en la Villa de Madrid, cuando el duque de Lerma decidió en 1601 que a su cuenta corriente le vendría bien trasladar de nuevo toda la maquinaria del Estado a Valladolid. La mudanza tenía un doble interés para el duque. Primero y fundamental, su personal enriquecimiento, y segundo y no menos importante, distraer a la plebe para que alejara de sí la funesta manía de pensar.
Mientras la ciudad que despedía la corte lloraba amargamente su pérdida, porque de inmediato sufría un hundimiento económico, la que la recibía lo celebraba con muchos y variados jolgorios. El de Lerma eligió Valladolid porque le tiraba su tierra. Había nacido cerca, en Tordesillas, y tenía varias propiedades en la capital —que fue ampliando con otras muchas— antes de convencer a Felipe III del traslado. El de Lerma adquirió palacetes, inmuebles, solares... Se hizo con la propiedad de medio Valladolid.
Cuando se trasladaba la corte, la familia real y la maquinaria del Estado arrastraban a miles de personas que buscaban prosperar a su sombra: funcionarios, pelotas, jerarcas eclesiásticos y nobles… a los que siguieron, como perrillos sedientos, artistas, cómicos, músicos, libreros, impresores y escritores que buscaban su mecenazgo. Aquella marabunta administrativa y cultural provocó un boom inmobiliario en Valladolid como no han vuelto a vivir otro.
El duque, propietario de casi todo lo construido o de los solares donde se podía construir, se hizo de oro alquilando y vendiendo, mientras Madrid se hundía en una crisis económica y cultural que provocó una espectacular caída de los precios de las viviendas. La defenestrada villa y excorte se despobló, y a ella llegó por aquella época el escritor Agustín de Rojas, que se lamentaba con estas palabras de la profunda soledad que reinaba: “Pues en un lugar tan grande, apenas por calle alguna veía gente… todo era tristeza y melancolía”. Y lo corroboró el cronista León Pinelo, cuando recogió en sus textos que las casas principales se daban gratis e incluso se pagaba a quienes morasen en ellas a fin de detener la desbandada general.
Ajeno a todo, salvo a sus fiestones, sus toros, sus rosarios y sus ocios, andaba Felipe III. Pero la corte tenía los días contados a orillas del Pisuerga. A principios de 1606 se decidió… mejor dicho, el duque de Lerma decidió que ya era hora de regresar a Madrid, porque había que redondear el negocio. Gran parte de lo ganado con la especulación inmobiliaria en Valladolid lo invirtió el duque en comprar en Madrid terrenos y palacios tirados de precio, gracias a la depresión económica que él había provocado con el traslado. Un maldito genio especulador.
En cuanto se supo que el valido había convencido al Rey para que ordenara el regreso de la corte, todo lo comprado a precio de saldo en Madrid por el duque de Lerma se disparó. Vuelta a reorganizar la Administración, vuelta a recolocarse socialmente, vuelta a trapichear con palacetes y terrenos… Se calcula que el de Lerma se llenó los bolsillos con más de un millón de ducados, que al cambio son una exageración de millones de euros.
Madrid volvió a la vida con el regreso de la lumbrera de Felipe III, con parrandas en cada esquina, con la reactivación de la vidilla cultural y la explosión urbanística. La población se triplicó, y a partir del traslado quedó ya para siempre aquello de que “solo Madrid es corte”. Las corruptelas del duque de Lerma acabaron saliendo a la luz, aunque tuvo la suficiente habilidad para evitar las fatales consecuencias que le esperaban: se metió a cardenal.

domingo, 25 de agosto de 2019

"Et in Arcadia ego" por Carlos Mayoral



Et in Arcadia ego.

Yo también estuve en la Arcadia.

Estaba allí cuando Jacopo Sannazaro, agobiado por la ocupación española de Nápoles en 1503, se marchó al exilio tras los pasos de Federico III, y a su espalda dejó el rostro aniñado de Carmosina Bonifacio. A su vuelta, el fallecimiento de la joven seguía asfixiándole, pero por suerte para la historia de la literatura universal y para el devenir renacentista, esa asfixia se convirtió en la primera novela pastoril escrita en lengua vulgar, cuya lectura habría de marcar un antes y sobre todo un después para cualquier compositor lírico que intentara preciarse. Estaba allí también cuando Garcilaso de la Vega volvió de Italia, y la muerte de Isabel Freire, aquellos ojos claros que con tanta facilidad lo hechizaron años atrás en la corte de Évora, se le agarró al corazón. Hubiera dado un brazo por volver a aquel lejano día, cuando al visitar a su hermano, desterrado en Portugal por comunero, la poesía se reflejó en el rostro de la dama. No perdió el brazo, pero sí la vida en el asalto a un castillo cualquiera francés. Por suerte, su amigo Boscán recogió el testimonio que en verso había dejado escrito Garcilaso, y aquella pasión terminaría viendo la luz en la cumbre literaria de nuestro siglo XV. La unión de ambas poéticas lavó la cara de una lírica todavía anclada en las preceptivas petrarquistas y bocaccianas. 

El amor cortés renacentista

Tenía que estar allí necesariamente el amor cortés que con tanta virulencia había erupcionado durante la Edad Media. Tanto Sannazaro como Garcilaso habían habitado la frontera entre dicha Edad Media y el Renacimiento, y si tenemos en cuenta que el arquetipo que con maestría glosó Castiglione en «El Cortesano» tiene como pilares fundamentales tres aspectos del comportamiento masculino: armas, letras, y galantería; no podía ser de otra forma: nuestros dos protagonistas intentaron cumplir con el canon. Destacó Jacobo en la faceta intelectual, lo hizo más Garcilaso en la castrista. Pero dejando a un lado las diferencias con las que la naturaleza les había separado, ambos encontraron dos puntos de encuentro que mantendrían sus nombres necesariamente unidos a este lado de la historia. El primero de ellos es la academia Pontaniana, sita en Napolés, fuente de sabiduría, de desarrollo humanista, de intriga política. La más antigua de toda Italia, incluso anterior a la de Cosme de Medici. Preludio del auge académico que volvió a sacudir Italia en el siglo XVII. Allí coincidieron Sannazaro y Garcilaso, allí cincelaron su lírica, y allí trazarían varias de las líneas maestras que más tarde unirían sus poéticas. El segundo punto de encuentro es ese con el que se abría el texto: el amor cortés que tenía que estar allí cuando ambos idealizaron, a la manera platónica, sus respectivas pasiones por Carmosina e Isabel.

Corriendo la sangre petrarquista como corría por las venas de ambos, no es difícil pensar que el espíritu de Laura hubiera penetrado en el pecho de ambas musas. Esa mujer renacentista a medio camino entre la realidad y la ficción, entre la imaginación y la certeza. Hay quien dice que tanto Laura de Noves como Carmosina Bonifacio e Isabel Freire nunca tuvieron contacto, y mucho menos amatorio, con Petrarca, Sannazaro y Garcilaso respectivamente. Hay incluso quien afirma que no existieron. Pero ¿acaso importa ese matiz cuando la poesía las corporeizó en la mente del lector para siempre? Ahora bien, la diferencia entre aquel Petrarca, maestro de tantos, y nuestros protagonistas es que estos entendieron que a la lírica le podría venir bien un escenario sobre el que desenvolverse también en lengua vulgar. Un lugar mítico al que el lector pudiera recurrir cuando pretendiera enfrentarse a la literatura.

Es aquí donde aparece la Arcadia.

Locus amoenus

La Arcadia ya había adquirido sus rasgos de lugar utópico, remanso de paz y felicidad, en la lejana Grecia. La leyenda mitológica elevó la propiedad de Pan, dios de los pastores, a la categoría de pequeño paraíso. Mantuvo Virgilio esta percepción en sus «Bucólicas», dejando que las églogas se esparciesen por sus terrenos a golpe de diálogo pastoril. Sannazaro tuvo dos ideas clave a la hora de revolucionar la poesía renacentista: por un lado, mezclar la preceptiva petrarquista, su célebre endecasílabo, con el locus amoenus medieval, y agitarlo en torno a la antigua Arcadia; y, por otro, hacerlo en lengua vulgar, lejos del latín clásico solo accesible para las élites. Sobre esta idea revolucionaria, a Jacobo solo le faltaba colocar el amor idealizado que Carmosina Bonifacio había despertado en su exilio. 

El resultado es «La Arcadia», la mezcla de prosa y verso que alteró el curso de la literatura del XVI. Esta vez, Sannazaro utiliza el idílico lugar para componer de manera paralela la historia de su vida. Si el poeta había escapado de Nápoles a Francia huyendo de la conquista española para volver más tarde y toparse con el dolor por la muerte de Carmosina, en su novela es el pastor Sincero quien se marcha a Arcadia para más tarde volver y lamentarse por el fallecimiento de su amada. Introduce ese elemento sufridor, esa suerte de romántico lamento. En una alegoría extraordinaria, Sannazaro refleja cómo la destrucción del amor arcádico supone una ruptura de la armonía entre la naturaleza y la vida.

Pensando yo q[ue] escriví
en un tronco ymperial
allí tu nombre, y por ti
siento un tal dolor en mí
q[ue] no le hallo otro ygual.
Égloga 12, La Arcadia (trad. Diego de Salazar)

Mientras, Garcilaso, que ha visto con Sannazaro la puerta abierta para escribir en lengua vulgar, se siente liberado para idear sus estrofas en castellano. Principalmente las églogas, un tipo de composición que se desmarca bastante del resto de su obra, influidas de manera clara por Jacobo y por esa Arcadia que también servirá de refugio para el bucolismo garcilasiano. La proyección de la amada aquí se vuelve corpórea bajo los trazos de dos palabras mágicas: Isabel Freire. Es en ella donde vuelca el dolor, el furor, los celos, el miedo, la pasión… conceptos todos ellos que Sannazaro había superpuesto sobre los temas clásicos: la poesía, la música, la mitología… En las Églogas I y III, por ejemplo, Garcilaso plantea un yo poético que deja de ser protagonista directo de la andanza amorosa, para proyectarse en personajes diversos, a la manera sannazariana: Salicio, que lamenta el rechazo de Galatea; y Nemoroso, que llora la muerte de Elisa. Sobre su particular terreno arcediano, ambos pastores se ven reflejados en dos períodos biográficos de Garcilaso: el del rechazo de Isabel Freyre al casarse con otro hombre, y el de la tristeza causada por su muerte pocos meses antes del infausto asalto al castillo francés.

Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?
Tus claros ojos ¿a quién los volviste?
¿Por quién tan sin respeto me trocaste?
Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste?
¿Cuál es el cuello que, como en cadena,
de tus hermosos brazos anudaste?
Égloga I, Garcilaso de la Vega

Legado

El terremoto de la Arcadia se saldó con sesenta y seis ediciones en idioma italiano durante todo el Cinquecento, y la traducción a todos los idiomas que marcaban el canon europeo. Habría que unir este éxito al altavoz de la literatura arcadiana que supuso Garcilaso dentro de una cultura, la hispánica, que ya comenzaba a colocar los cimientos de lo que terminaría siendo: la potencia cultural más importante del barroco. El resultado no tardó en llegar. Allende nuestra cultura, Philip Sidney, en muchos aspectos un faro para Shakespeare, publicó La Arcadia de la Condesa de Pembroke, cuyo nombre ya remite inevitablemente a nuestros protagonistas. De las tripas de esta Arcadia de Sidney nace Pamela o la virtud recompensada, de Samuel Richardson. En la cultura francesa, esta influencia no es menor. La Astrea, de Honoré d’Urfé, novela clave en el devenir de la prosa europea, también bebe abundantemente de la fuente sannazariana. La Diane Françoise, de Du Verdier; Polexandre, de Gomberville; la anónima Le Tolédan; e incluso, ya en el XVIII, La Nouvelle Héloïse, de Rousseau; contribuyen a afianzar el rastro de migas de pan arcadiano que ya nunca se perdería.

En la cultura hispana la influencia es total gracias al puente garcilasista. Su eco en la famosísima Diana de Montemayor, una de las cotas de la novela pastoril en lengua castellana, conecta con Fray Luis de León, quizás, de entre todos los poetas de habla hispana, el que mejor supo fundirse con la naturaleza a través del beatus ille. De ahí, el salto al barroco. Lope de Vega compuso su propia Arcadia, que llegó a ser la obra más leída del escritor más famoso de la época. Cervantes escribió su Galatea, la primera incursión en el prestigio clásico de la novela pastoril; el Polifemo gongorino también acude al mito de la Arcadia; e incluso su influencia se deja notar en la novela entre novelas: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.

sábado, 24 de agosto de 2019

La maldición de la ficción en el Quijote


Una de las mayores obsesiones de Cervantes en el Quijote es la de convencer al oyente o lector de que no todo lo que está en letra escrita es imagen fidedigna de la realidad. Hacía poco más de cien años que se había inventado la imprenta y existía un convencimiento general de que la palabra escrita era prácticamente sagrada: todo lo que se leía en la plaza del pueblo era "palabra de Dios", sin espacio para la duda. Esta sacralización de la letra impresa producía interpretaciones tan aberrantes como la de don Quijote: creer que los caballeros andantes y toda la caterva de endriagos, encantadores, gigantes, etc., existieron de veras. 
Don Quijote es un paradigma del lector engañado, del lector confundido. Pero no solo preocupa esta confusión a Cervantes en cuanto a la novela de caballerías se refiere, también critica que los autores de comedias (sobre todos, Lope) recojan todo tipo de disparates en sus textos (y que, encima, dieron el triunfo a Lope en las tablas), con el peligro de que los espectadores los crean y construyan en su magín una realidad fantástica que nada tiene que ver con la realidad pedestre. 
El protagonista de la novela de Cervantes es el vivo ejemplo de la confusión que padece un lector cuando se enfrenta a libros mentirosos y falsos. Porque todo aquello que yacía escrito era tenido por reflejo indudable de lo real. Se desvive Cervantes por convencer al lector del peligro de esa comunión escritura/verdad y juega con ella desde todos los puntos de vista. Su propio héroe, de ficción, es identificado como personaje real en la segunda parte, ¿por qué?, porque ya andaba en libro escrito su aventura. Hay textos engañosos que se aprovechan de la buena fe (ignorancia) de los oyentes/lectores para hacerles comulgar con ruedas de "gigantes" y, por esa razón, Cervantes condena a esos autores (y se condena a sí mismo). No pone el dedo en la llaga del lector, sino del autor. Los lectores van a tender (en su mayoría) a creérselo todo y es el autor el que debe evitar este equívoco. La locura de don Quijote se soluciona con su muerte, solo se podría haber aliviado si el cura hubiera quemado antes los libros de caballerías. No engañéis, malditos autores a los ingenuos lectores con vuestras patrañas, ceñíos a la realidad, no disparatéis, no mintáis, no escribáis libros como el Quijote. Cervantes es un moralista inmoral, un tratadista que se ríe de su tratado. 
Podríamos pensar que esta tesis y antítesis de Cervantes ya no se puede aplicar en la actualidad porque el lector/oyente es mucho más avispado y leído y distingue perfectamente la verdad de la ficción. En absoluto, solo tenéis que recordar el éxito de los bulos en las redes sociales y en el periodismo ("fakenews"). 
Como prueba más concreta y libresca, me remito a una experiencia personal. Hace unos años publiqué un libro (Bilis), en el que recogía episodios domésticos de la posguerra civil junto a materiales de ficción. El juego consistía en mezclar realidad y ficción (como ocurre, por otra parte, en cualquier narración) y propició apuntes de los lectores francamente sorprendentes, que los emparentaban con los oyentes del XVII. Algunos viejecitos afirmaban haber conocido a ciertos personajes inventados por mí y me hablaban de ellos como si realmente hubieran existido. Y no solo eso, uno de ellos participó en un hecho que yo había inventado y otra fue la mujer clave de un episodio dramático que no tenía asiento ninguno en la realidad. 
Todos necesitamos de la ficción, necesitamos hacer real la fantasía y nos apasionamos cuando lo real y lo ficticio está tan confundidos que nos insuflan aire para aguantar lo cotidiano. Maldito bachiller Sansón Carrasco que derrotó a don Quijote en la playa de Barcelona, maldito por siempre, por transformar al Caballero de la Triste Figura en Alonso Quijano y provocar su muerte, la muerte de la divina confusión.         

jueves, 22 de agosto de 2019

Pirineos


Cuando te aproximas a Villanúa, en el horizonte no destaca la torre de una iglesia, tampoco un rascacielos patrocinado por una multinacional de telefonía móvil, ni siquiera un edificio de la banca, no. Cuando te aproximas al valle pirenaico, da la impresión de que un mar de olas gigantescas te va a engullir sin remisión. En seguida cambia esa sensación abrumadora, para convertirse en una indescriptible paz, el deshielo de la angustia. Las olas no son tales, sino montañas varadas, inmensas, eternas, que no amenazan, avisan de su jerarquía. Es un mar congelado junto al cielo, muy verde, muy sólido. La montaña, el Pirineo, te abraza, te absorbe y te cuestiona. Todo es altura, todo es brisa y nubes por sorpresa. Aquí las procesiones no son relevantes, ni las fiestas multitudinarias, ni los negocios, ni los botellones, ni los sudores del verano. Aquí solo impera la ley de la naturaleza, de la piedra, del boj, de la hiedra, del haya, del roble, del buitre, de la babosa negra. El único sermón que se oye es el del viento tormentoso y el mugido de la vaca. Hay que levantar la frente, lavarse la cara y no hablar, no pensar. Mirar hacia arriba, suponer que uno todavía es animal y que todavía puede fundirse con las agujas de los abetos, con el aroma de la lavanda, con la aspereza de la piedra, con el fragor de lo silvestre. No, no se consigue del todo, pero se disimula, se intenta. Uno se tumba sobre la hierba o sube un risco imposible o se sienta bajo un boj o en una piedra, junto al río salvaje, y enmudece bajo el cielo, bajo el bosque, bajo el agua. 
Es cierto que el hombre se empeña en derrumbarlo todo, hasta el Pirineo inmenso, pero no hay vulgaridad capaz de socavar la ciclópea maravilla de la alta montaña. El Collarada al fondo, hercúleo, observa callado, tocado con una boina de bruma. Entre las laderas se deslizan nubes blancas, serpientes de humo que abrazan y engullen abetos, piedras y montes como olas. La tormenta se cierne sobre el valle y redobla en los tejados de pizarra. Aún hay tiempo para la música y para desleírse en el río de piedra que arrastra en su corriente la pureza de la montaña.
Y además, muy cerca, está la Tasca de Ana. Y para que veáis lo confundidos que están los tópicos, todo esto lo disfrutamos gracias a mis cuñados, José Mª y Lucía.   

miércoles, 21 de agosto de 2019

El placer del Renacimiento, "Comedia Aquilana" de Bartolomé de Torres Naharro


El optimismo del Renacimiento no es un tópico, es una evidencia. Y para muestra este botón de nácar que es la Comedia Aquilana, representada por la compañía Nao d´Amores con la colaboración de la CNTC. No hay nada como estar de vacaciones en un paraíso natural (Jaca) y comprobar que el teatro clásico, por muy escondido que esté su autor, despierta entusiasmos todavía: el Palacio de Congresos casi lleno. La fiesta del teatro se disfruta con mayor intensidad en esa asolada compañía. No solo de naturaleza vive el hombre.
Estamos a principios del siglo XVI, los escenarios españoles están en mantillas, después de que la comedia pasara por malos siglos, debido fundamentalmente a las prohibiciones eclesiásticas. Italia es la cuna de los nuevos usos artísticos, también de los dramáticos. La comedia del arte inspira a nuestros vates y se extiende más allá de Florencia y Bolonia. 
En el escenario de Jaca, la sencillez y la alegría de vivir se extienden por la sala en cuanto empieza la función. La música, inseparable de la palabra, toma bríos en la comedia renacentista: vihuela, órgano, viola, pandero, flautas de todos los tamaños y formas, la voz... Las cortes se tiñen de la influencia provenzal y se llenan de trovadores que expresan sus desdenes amorosos y se desmayan de pasión por sus damas. La comedia de Naharro nos coloca en la corte real de Bermudo y se lanza a la fantasía cómica de los amores de Aquilano y Felicina. Los nombres de los personajes (Dileta, Faceto) nos trasladan a Italia (salvo el rey Bermudo, muy leonés), así como la dicción del verso a un castellano llano y dulcificado por esas "dz" y "tz", por la aspiración de la "h" y por la suavidad de la "ll" frente a la "j" actual. Todo suena infantil, lúdico, en plena efervescencia. El amor, ese asunto tan grave a veces, es en la Comedia Aquilana un juego de leves tensiones que se resuelven en danza, música y fiesta. Una puesta en escena dinámica, chocarrera, de opereta, se ensambla a la perfección con lo desenfadado del argumento y del diálogo. Todo sabe a masa madre, a inicio del teatro grande, de la comedia nueva: aún cinco actos, pero ya despuntan los graciosos en los personajes de los hortelanos, y los enredos, y la alusión mitológica, y el verso sencillo, bien aliñado. 
Quién pudiera trasladarse a la infancia o a los inicios renacentistas del teatro para vivir en su médula la espontaneidad y el placer de lo que empieza. Por un momento lo hemos hecho.       

lunes, 19 de agosto de 2019

Apariciones marianas, II

La segunda aparición mariana me sorprendió con 16 años. El hecho de producirse en el mismo sitio que la primera fue un hecho divino tan simbólico como la paloma que preñó a la Inmaculada. Era la fiesta de Navidad del instituto, habíamos elaborado una "zurra" exótica, con mezcla de todas las bebidas alcohólicas que existían en el 79 y alguna pastilla no del todo santa. Hay que apuntar que el edificio del instituto se encontraba y se encuentra (todavía) junto al río, donde experimenté la primera aparición. Tras beber un trago de zurra, las tripas se me vinieron a la boca y al apoyarme en el muro del río para vomitar el bálsamo de Fierabrás, que desinhibía y te inclinaba a la purga, se me cayó una moneda de veinte duros. Brillaba junto al cauce del río, ahora sin chopos ni tierra, amortajado por el hormigón. Bajé y, al recoger la moneda, me dio un vahído y me deslumbró, de nuevo, un fogonazo. Estaba en el mismo sitio en el que la Virgen entrada en carnes se me apareció por primera vez. Levanté la vista y la vi flotando en el aire, con cien quilos menos, el pelo cardado, brazos de modelo anoréxica y unas hombreras exageradas. "¿Qué te ha pasado?", le dije, "¿cómo has adelgazado así?, estás mucho peor que hace ocho años." "Eres lo peor, Pepito", "no me llames ya Pepito, que me hundes el currículum", "yo te llamo como quiero, que para eso soy la Virgen. Como ya no hay ramas de chopos en las que apoyarme, tengo que levitar sobre una nube, y eso es imposible hacerlo con una talla XXXL. Venía de buen rollo, a otorgarte una gracia, iba a quitarte ese acné de la cara, pero la has cagado, nene. ¡Que te den!" Y se despidió sin más ni menos. Yo seguí con el acné hasta que apareció el Clearasil y, por supuesto, no le conté a nadie la aparición, ni siquiera a mi madre. Ese día también llegué tarde a comer.      

viernes, 16 de agosto de 2019

Apariciones marianas, I

Que yo recuerde, la Virgen se me ha aparecido siete u ocho veces. En la primera, yo solo contaba ocho años. Acabábamos de salir de clase y corríamos para huir de don Ramón, que no era mal maestro, solo el que nos separaba de la alameda y del partido de fútbol diario. En uno de los lances del juego, el balón fue a parar al cauce del río. Me tocó bajar a mí. Al ver que la pelota estaba atrancada en una rama y que no se la podía llevar la corriente, aproveché para echar una meada detrás de uno de los grandes chopos que entonces jalonaban el cauce. Estaba terminando, cuando, a través de las ramas, me deslumbró un fogonazo. Me puse la mano de visera y la vi, cualquiera no: era una señora inmensa, gorda y lustrosa, como la carnicera que le vendía las morcillas a mi madre. Pesaría por lo menos 150 quilos y llevaba encima un hábito como Demis Roussos. Corona no le vi. Si no me hubiera hablado, no la habría reconocido, porque no tenía entonces ninguna experiencia mariana. "Hola, Pepito, soy la Virgen", me dijo. Y yo le respondí, "pero estás muy gorda para ser la Virgen, ¿no? A ti no te podrían llevar en andas como a la de mi pueblo". Ella sonrió y cayó estrepitosamente a mi lado porque la rama en la que estaba apoyada se quebró. Se sofocó mucho y desapareció al instante, yo no sé si por apuro, porque se había hecho daño o para ponerse a dieta. Recuperé el balón y volví a la alameda. Por supuesto, no se me ocurrió contarles nada a mis compañeros, ¡menudos eran! Cuando llegué a casa con las rodillas echando sangre, como siempre, mi madre me regañó por llegar tarde, ya estaban comiendo. "¡He visto a la Virgen, mama!", le dije emocionado. "Pues ahora vas a ver al papa y, como ya llevas los estigmas, seguro que la hostia también te cae, así que hoy te consagras". No, la Virgen no me libró de la hostia, efectivamente, me consagré.       

martes, 13 de agosto de 2019

"La vida inacabada de Antón Chéjov" por Rafael Narbona



Agnóstico, liberal y pragmático, Antón Chéjov quizás es el autor más occidentalizado de su generación. Si identificamos el latido del alma rusa con el paneslavismo y la espiritualidad ortodoxa, no cabe otra alternativa que situar al escritor en una órbita muy alejada, donde prevalecen el sentimiento cosmopolita y el escepticismo religioso. Como afirma Nabokov en su Curso de literatura rusa, “Chéjov era, antes que nada, individualista y artista”. Conviene aclarar que su conciencia artística jamás desembocó en el esteticismo o la amoralidad. En sus páginas no circula la angustia que impregna toda la obra de Dostoievski, pero jamás peca de ligereza o frivolidad. Su dura infancia, soportando el maltrato de un padre alcohólico y despótico, y la aparición de la tuberculosis en 1887 cuando solo tenía veintisiete años, le revelaron tempranamente la fragilidad de la existencia humana. La expectativa de la muerte sobrevuela por sus textos como una melodía recurrente. Sin embargo, no lo hace de una manera trágica y sombría, sino con la serenidad del pensador que ha meditado sobre la finitud y ha comprendido su necesidad. Todos tenemos que morir, pero eso no resta valor a nuestros actos. No se vive dos veces y, por ese motivo, debemos apreciar cada día, cada instante. Demasiado inteligente, Chéjov no incurre en el tópico literario del “carpe diem”, que aconseja no pensar en el mañana. No se trata de buscar el placer inmediato, sino de imprimir un significado a nuestras vivencias. Solo de este modo podremos unificar e impregnar de sentido los distintos tramos de nuestro paso por el mundo.

A diferencia de Nikolái Gógol, Chéjov era un firme partidario del progreso y el cambio social. En una carta de 1894 a su editor y amigo Alekséi Suvorin, explica su punto de vista, forjado por las amargas experiencias de su niñez: “Adquirí mi fe en el progreso cuando era niño; no podía dejar de creer en él, porque la diferencia entre el período en que me daban palizas y el período en que dejaron de hacerlo, era enorme”. Aunque admiraba a Tolstói, nunca se dejó seducir por su anarquismo cristiano, que supeditaba la regeneración moral de la sociedad a la propagación del ascetismo como modelo de vida: “Algo me dice que hay más amor a la humanidad en la energía eléctrica y la máquina de vapor que en la castidad y el vegetarianismo”. Chéjov era un hombre reservado y modesto, con una madurez prematura, casi innata, y una ilimitada generosidad. Maksim Gorki admite que en su presencia: “todos sentían un deseo inconsciente de ser más sinceros, más sencillos, más ellos mismos”. Chéjov siempre obró desinteresadamente. Mientras estudiaba medicina en la Universidad de Moscú, comenzó a escribir relatos humorísticos a una velocidad vertiginosa para costearse la carrera y mejorar la situación económica de su familia. Su padre, que poseía un comercio, se había arruinado y tuvo que ocultarse para no acabar en la cárcel. Aunque no era el hermano mayor, sino el tercero de seis, Chéjov asumió el cuidado de toda su familia, escribiendo a destajo para garantizar su bienestar. Su éxito como autor de cuentos y obras teatrales no le empujó a desentenderse de los problemas ajenos. En un cuaderno de notas, escribió: “El turco abre un pozo para la salvación de su alma. Sería bueno que cada uno de nosotros dejara tras de sí una escuela, un pozo o algo semejante, de suerte que nuestra vida no pasara a la eternidad sin dejar una huella tras de sí”.

Chéjov no se limitó a expresar un deseo con hermosas palabras. Su altruismo fue real y se materializó en iniciativas concretas, que aliviaron el sufrimiento de los más vulnerables y desdichados. Durante una epidemia de cólera, prestó sus servicios como médico desde su dacha de Mólijevo, situada en las afueras de Moscú. Atendió a veinticinco pueblos sin cobrar nada. Solía decir: “La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”. Cuando regresaba de sus viajes, alzaba una banderita roja para anunciar que podían acudir a su consulta los enfermos de la zona. Para organizar mejor su trabajo, construyó un dispensario cerca de su vivienda e impartió gratuitamente clases de higiene, con el fin de frenar las epidemias. Su hermana María Pavlovna, que le ayudaba como enfermera, relata que al año atendía de forma gratuita a más de un millar de campesinos, suministrándoles sin ningún coste todas las medicinas. Más adelante, ayudaría a recaudar fondos para combatir la hambruna desatada por la pérdida de las cosechas en Samara. Cuando su tuberculosis se agravó, se trasladó a Yalta con su esposa, la actriz Olga Knipper. A pesar de su creciente deterioro, continuó ocupándose de los enfermos sin recursos e incluso adoptó a dos perros. Su actividad filantrópica coexistió con una fuerte inquietud social. En 1890 realizó un viaje de ochenta y dos días en coches de caballos, vapores y destartalados carruajes para visitar la colonia penitenciaria de la isla de Sajalín, un verdadero infierno que lo dejó conmocionado, mostrándole la faceta más inhumana de la Rusia zarista. Su clarividencia moral nunca se convirtió en arrogancia. Dos años antes, había escrito en una carta dirigida al novelista y dramaturgo Iván Scheglov: “Debemos dejarnos de charlatanería y declarar con franqueza que en este mundo no hay nada claro. Sólo los tontos y los charlatanes lo comprenden todo”. No es posible comprenderlo todo, pero no debemos abstenernos de especular, inquirir, razonar. Por eso, creó tres escuelas para proporcionar instrucción a los hijos de las familias campesinas.

Chéjov no pretendía ser un narrador omnisciente, ni un moralista: “El artista no debe convertirse en juez de sus personajes y de lo que dicen; su única tarea consiste en ser un testigo imparcial, […] presentarlos bajo una luz apropiada y hacer que hablen con su propia voz”. Chéjov no dedicaba mucho tiempo a sus cuentos: “No recuerdo un solo cuento en el que haya trabajado más de un día”. Su forma de escribir estaba más cerca del periodismo que de la poesía, lo cual no significa que no fuera capaz de introducir un delicado lirismo en sus textos: “He escrito mis relatos de la misma manera que los reporteros redactan sus notas sobre los incendios, de manera mecánica, apenas consciente, sin preocuparme lo más mínimo por el lector o por mí mismo”. Chéjov era más cuidadoso con los jardines de sus sucesivas casas que con su propia prosa. Paradójicamente, su forma ágil y fluida de escribir jamás incurrió en la estridencia o el desaliño. Su pasión por los jardines parece una metáfora de su incapacidad de escribir novelas. Si hubiera sido músico, no habría compuesto sinfonías, sino tríos, cuartetos o, a lo sumo, quintetos. No le atraía lo sublime, sino lo bello y simétrico. Ese talante explica su desconfianza hacia las ideologías. Aunque detestaba el régimen de servidumbre, casi podemos aventurar con certeza que jamás habría apoyado la dictadura de los soviets. Su desconfianza hacia las ideologías incluía los dogmas religiosos: “He perdido la fe hace mucho tiempo y siempre me he quedado perplejo ante el espectáculo de un intelectual que sea al mismo tiempo un creyente”. Cuando Tolstói, al que apreciaba y admiraba, le hablaba de la inmortalidad reaccionaba con incredulidad e ironía. El autor de Guerra y Paz especula que “todos nosotros (hombres y animales) seguiremos viviendo en algún principio (como razón y amor), cuya esencia es un misterio. Pero sólo puedo imaginarme ese principio o fuerza como una masa gelatinosa; mi yo (mi individualidad, mi conciencia) se fundiría con esa masa; no siento la menor necesidad de esa clase de inmortalidad, no la comprendo”. El escepticismo de Chéjov nunca implicó cobardía o tibieza moral. Cuando la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia, a la que pertenecía desde 1900, vetó el ingreso de Gorki por sus actividades políticas, protestó enérgicamente y presentó su dimisión.

Chéjov detestaba la imagen del artista maldito, atormentado. En 1901, Olga le escribe: “el corazón se me encoge cuando pienso en el silencioso y profundo pozo de melancolía que hay dentro de ti”. El escritor responde: “¿Qué tontería es ésa, querida? No soy un hombre melancólico y nunca lo he sido; me siento tolerablemente bien y cuando estás conmigo, completamente bien”. Hay varias versiones sobre la muerte de Chéjov. Algunos aseguran que cuando Olga se disponía a ponerle una bolsa de hielo en el pecho, se dirigió a ella con una triste sonrisa, rogándole que no lo hiciera: “No pongas hielo en un corazón vacío”. Sin embargo, otros testimonios modifican la frase, afirmando que en realidad dijo: “No pongas hielo en un estómago vacío”. Eso sí, hay consenso en que, poco antes de expirar, susurró en alemán: “Ich sterbe” (Me muero). Chéjov murió el 15 de julio de 1904 en Badenweiler, un balneario de la Selva Negra. Su cadáver fue trasladado a Moscú en un vagón refrigerado que se utilizaba habitualmente para transportar ostras, lo cual indignó a Gorki. Pienso que a Chéjov, en cambio, no le habría molestado, pues nunca le agradó lo trágico y solemne.

Maestro del relato, Chéjov nunca se sintió satisfecho con su producción teatral. Aunque nos dejó piezas tan notables como La gaviota (1896), Tío Vania (1900) y El jardín de los cerezos (1904), se mostró implacable con su faceta como dramaturgo: “He desaprovechado los temas, los he desaprovechado para nada, de una forma escandalosa y estéril. […] No estoy hecho para el teatro”. Sabemos que no es así, que sus creaciones teatrales abordan magistralmente los problemas del hombre moderno, acosado por el desencanto, el tedio y el escepticismo. No son piezas coloristas e ingeniosas, sino estudios sobre la infelicidad, el hastío, la soledad y el fracaso. Chéjov escenifica con elegancia y delicadeza la incertidumbre de una época de transición. La Rusia tradicional se deslizaba por una pendiente de decadencia y disgregación, pero el porvenir se perfilaba incierto y quizás igualmente imperfecto. Sin el misticismo de Tolstói, la angustia metafísica de Dostoievski o el conservadurismo de Gógol, Chéjov compone cuadros sumidos en la penumbra. Es el cronista de lo cotidiano, el testigo desapasionado de un mundo sin belleza ni heroísmo, el frío psicólogo de las pasiones ajenas. No pretende cautivar, ni deslumbrar. Sólo desea narrar lo que acontece a su alrededor. Durante el otoño de 1945, Isaiah Berlin se encontró con Anna Ajmátova y hablaron de literatura. Berlin reprodujo su entrevista con notable elocuencia: “Se movía y actuaba como una reina trágica. De inmensa dignidad, con gestos pausados, una noble cabeza, rasgos hermosos y algo severos, y una expresión de inmensa tristeza, […] me preguntó qué leía: antes de que pudiera responderle, atacó el mundo de color de barro de Chéjov, sus aburridas obras de teatro, la ausencia en su mundo de heroísmo y martirio, de profundidad, oscuridad y sublimidad”. Ajmátova concluyó su diatriba, observando que en Chéjov “no brillan las espadas”. No se equivocaba, pero nada de eso resta mérito a la obra de Chéjov. “La dama del perrito”, uno de sus cuentos más perfectos, discurre en una atmósfera de tristeza y tedio. No hay espadas, heroísmo ni sublimidad, pero sí indulgencia y compasión. Las vidas fracasadas de sus personajes nos conmueven, sin la necesidad de movilizar las notas grandilocuentes de un poema trágico.

Publicado en 1899, “La dama del perrito” se concibió como una respuesta a Anna Karenina. Chéjov deseaba contar la historia de dos amantes sin condenarlos. El adulterio no es algo ejemplar, pero no debería considerarse una grave falta que exige un castigo y una redención. Por eso, no maltrata a sus personajes e intenta explicar sus motivaciones. Gúrov, un banquero de mediana edad, y Anna Serguéievna, un joven triste e insatisfecha, no son felices en sus respectivos matrimonios. Se conocen en Yalta e inician un romance con una fuerte carga sexual. Gúrov es un donjuán que presume de su misoginia, pero no soporta la compañía masculina. No sabe cómo hablar, ni cómo comportarse entre amigos de su sexo. En cambio, habla animadamente con las mujeres y entiende su mundo. De nuevo, la sombra del donjuanismo aparece asociada a cierto afeminamiento, escarneciendo la virilidad del hombre con un hambre insaciable de conquistas. Gúrov, que engaña sistemáticamente a su esposa, considera a la mujer “una raza inferior”, pero es incapaz de respetar un compromiso. Su idilio con Anna está contaminado desde el principio por su egoísmo. De hecho, no ignora la vulnerabilidad de su amante: “Hay algo en ella que inspira piedad”. Anna se desprecia a sí misma por su comportamiento. “Parece la pecadora de un cuadro antiguo”, con su rostro desolado y su mirada húmeda.

Los amantes viven una mentira, pues en realidad apenas se conocen. Sólo les une su insatisfacción. Después de una breve separación, su breve idilio se transforma en encuentros mensuales en un hotel de Moscú. Llevan una doble vida, soportando el dolor que acarrea cualquier impostura. Por un lado, mantienen la apariencia de normalidad, fingiendo emociones falsas. Por otro, cultivan el secreto, amándose furtivamente. Ninguno es feliz con esa situación, que les condena a ocultarse como ladrones. Confinados en un espacio opaco, se preguntan si alguna vez podrán salir a la luz y vivir sin mentiras. La historia finaliza sin moralejas, pero sin omitir que el paso del tiempo ya afecta a los amantes. Las canas de Gúrov y las incipientes arrugas de Anna ponen de relieve que han comenzado a dejar sus vidas atrás, casi sin advertirlo. No son culpables de un horrible delito. Simplemente, son desgraciados, como la mayoría de los seres humanos.

Los cuentos de Antón Chéjov no son obras dispersas, sino fragmentos de un gigantesco mosaico que nos ofrece una visión panorámica de un tiempo de cambios y transformaciones. Muchos relatos parecen inacabados, como la vida del escritor, que se interrumpió prematuramente. No es un defecto. En la existencia del individuo y del cosmos no hay finales concluyentes, sino saltos y cortes abruptos. Lejos de cualquier forma de nostalgia por el pasado, la literatura de Chéjov se adelanta a su época, mostrando que el hastío, el desarraigo y la frustración dominarán el siglo XX y que sólo podrán aplacarse mediante el humor, la tolerancia y la ternura.

"¡Niña..., no te comas el barro!" por Nieves Concostrina


Andan los divulgadores en nutrición desgañitándose para que abandonemos las grasas, las harinas, los aceites refinados y los azúcares añadidos. Hace tres siglos les habría explotado la cabeza tratando de convencer a las jovencitas pijas del Madrid barroco que dejaran de pegarle “bocaos” a los jarrones. Las niñas bien comían barro para ir a la moda, mantener una tez blanquecina y gustar al mozo elegido. No se entiende cómo la raza humana ha llegado hasta aquí. La tendencia de comer arcilla y masticar pequeños trozos de búcaros estaba tan extendida entre las jóvenes nobles, que muchos autores lo mencionaban en sus textos como la cosa más normal del mundo (“Niña del color quebrado, / o tienes amor, o comes barro”). Hasta el propio Velázquez plasmó esa moda en Las Meninas con un pequeño detalle que se nos escapa a la inmensa mayoría de los observadores si alguien no nos lo advierte: la infanta Margarita, la rubita paliducha que mira de frente al espectador desde el centro de la pintura, está recibiendo de manos de la menina María Agustina Sarmiento una vasija pequeñita de barro de color rojo sobre una bandeja. Con los ojos del siglo XXI cabría imaginar que ese mínimo búcaro contiene agua o un chupito de aguardiente, por ejemplo. Pues no. Qué sentido tendría ofrecerle a toda una infanta una birria de vasija, tosca, hecha de burda y porosa arcilla, para que beba directamente de ella… a morro.

Los estudiosos del Siglo de Oro tienen la explicación a esta desconcertante escena: Diego Velázquez estaba reflejando la moda del momento, y pintó a la infanta Margarita recibiendo ese bucarito para hacerlo añicos y zampárselos como si fueran kikos. Ya lo dijo Ortega y Gasset refiriéndose a Las Meninas: “El cuadro de Velázquez es un jeroglífico frente al que vivimos perpetuamente en la faena de su interpretación”.

Zamparse jarroncillos

Dada la edad de la infanta Margarita en el momento de ser retratada, apenas cinco años, está claro que la niña no andaba comiendo barro por coquetería, sino por la anemia ferropénica que diagnosticaron los médicos. Se supone que la ingesta de barro proporcionaría los minerales que faltaban. Las jovencitas de más edad, sin embargo, se zampaban los jarroncillos por prescripción propia visto que proporcionaba una tez elegantemente blanquecina. La historiadora del arte Natacha Seseña bautizó esta dañina dieta como bucarofagia. Consistía en masticar los trocitos de barro para provocarse una opilación. De ahí que llamaran “las opiladas” a estas víctimas de la moda, enfermitas todas porque a base de tanta ingesta de arcilla acababan con el hígado hecho polvo, con las vías excretoras obstruidas, anémicas perdidas, sin la menstruación y, lo más importante, pálidas, muy pálidas. Y daba igual que los chef-alfareros hicieran más agradable la ingesta de los jarroncillos mezclando especias, saborizantes y perfumes con la arcilla; aquello ponía a las jovencitas el cuerpo del revés. Monísimas, sí; pero también estreñidas, con malestar general y la dentadura hecha polvo. Creían entonces que el único tratamiento posible contra la opilación, además del más evidente y que no era otro que dejar de tragar barro, era beber las aguas ferruginosas que manaban de algunas de las fuentes conocidas como las de la Salud y que salpicaban las tapias exteriores de la Casa de Campo y la ribera del Manzanares (“De la Fuente del Acero / ve, niña, a tomar el agua, / que los males que te aquejan / el acero los acaba”). El más famoso de aquellos manantiales medicinales era la Fuente del Acero, a la que cantaron autores como Cervantes, Lope y Calderón porque facilitaba más citas amorosas que el Tinder. Difícil situar ahora exactamente dónde se encontraba esa fuente, porque la fisonomía de la zona ha cambiado mucho, pero se alimentaba del Arroyo de Meaques, que atravesaba el Real Sitio de la Casa de Campo y desemboca (actualmente soterrado) en el Manzanares, cerca del Puente del Rey. Ahora que la Casa de Campo es de libre acceso desde que pasó a propiedad municipal durante la Segunda República, se puede ver cómo el arroyo discurre bajo el famoso Puente de la Culebra antes de que oculte su curso hasta la desembocadura.

Acero de Madrid

El que más jugo sacó a la fuente favorita de las opiladas fue Lope de Vega, principal escenario de su obra El acero de Madrid. Podría parecer una comedia de capa y espada porque estaba a la orden del día eso de “cruzar aceros” por cualquier bronca, pero no. La farsa de Lope es un puro enredo de personajes, engaños amorosos y líos de faldas, facilitados por el entorno de la Fuente del Acero, de donde manaban las aguas aceradas o ferruginosas que supuestamente ayudaban a paliar la debilidad y la anemia que provocaba la bucarofagia. Sin embargo, Belisa, la protagonista de la comedia de Lope, no acudía a la ribera del Manzanares a beber de la Fuente del Acero porque fuera una de aquellas jovencitas opiladas. Solo se hacía la enfermita para poder salir de casa, beber de aquel manantial saludable y luego darse el largo paseo que prescribían los médicos para que hicieran efecto las aguas y destaponaran las vías excretoras que habían obstruido ellas mismas de tanto arrearle “bocaos” a los búcaros. Belisa acudía a la Fuente del Acero del Manzanares para encontrarse con Lisardo, su amante. Y de tanto encontronazo disfrutaron, que la falsa opilada, lejos de deshincharse por los efectos de las aguas ferruginosas, cada mes que pasaba se inflaba más por las consecuencias del amor. El fénix de los ingenios jugó tan bien con las palabras y los dobles sentido, que aquello de ir a “tomar el acero” ya no se entendía solo como tratamiento terapéutico contra la opilación. También acudían a disfrutar de la dureza enhiesta de los amantes de extranjis.

lunes, 12 de agosto de 2019

Cagar

Mi dedicación este verano no ha sido plantar la sombrilla en primera línea de playa, ni viajar al otro lado del mundo para "épater le bourgeois", ni subir al Everest, ni siquiera andar los siete mil kilómetros del Camino de Santiago para encontrarme a mí mismo, no. Mi dedicación obsesiva y absoluta de este verano ha sido una: cagar. Desde que me dieron las vacaciones, una herida o una almorrana o qué se yo se ha instalado en mi ano y lo único que me ha preocupado en cada uno de los días del verano es esto: cagar. Suelo hacerlo por las mañanas, nada más levantarme, pero el miedo al dolor, al parecer, evita que cague regularmente. Esto provoca que durante todo el día esté preocupado por no descargar lo que me voy comiendo a lo largo de la jornada. No puedo pensar en otra cosa, ni playas paradisíacas, ni monumentos imponentes, ni lecturas únicas, ni paisajes sorprendentes, no. En lo único que pienso es en cagar. No hay otra preocupación. La fisura duele, la psique impide el desalojo y yo, que habitualmente suelo hacer de cuerpo con regularidad, no consigo defecar en toda la jornada. Pasa un día y dos, me preocupo, me levanto con la obsesión de ir al váter a descargar, no lo hago. Tenemos por delante un día lleno de actividades, comidas, bebidas, pero no hay otra cosa que ocupe mi cabeza: cagar. Esa es mi obsesión, mi objetivo veraniego, mi reto, mi paraíso. Lo sé, no debería hablar de esto. No debería mostrar mis debilidades a amigos y enemigos, para lo único que va a servir es para divertir a todo el mundo, mientras yo padezco lo que no está cagado. Lo sé, pero soy idiota, y también lo sé.    

domingo, 11 de agosto de 2019

"Las formas del deseo" por Ian McEwan


Los procesos lentos y ciegos de la evolución han descubierto mediante prueba y error que el mejor medio para empujar a los seres humanos y otros mamíferos a proporcionar cuidados parentales, comer, beber y procrear, es ofrecerles un incentivo en forma de placer unido a cada actividad. Hay en ello una maravilla cotidiana que no apreciamos en lo que vale. Satisfacer el hambre comiendo no solo elimina una sensación desagradable. Lo que comemos está “exquisito”, “delicioso” o “sabroso”. Si tenemos mucha hambre, incluso una comida sencilla nos procura cierta satisfacción. Hace tiempo, la neurociencia localizó y describió el lugar desde el cual fluyen estos dones, así como su complejo funcionamiento, en la base del cerebro. La fuente de deleite se conoce como sistema de recompensa. Su función es motivar, y también gratificar. La motivación para tener relaciones sexuales se llama deseo. Cuando el deseo cumple su propósito en el sexo, esa sensación desbordante e indescriptible es nuestra recompensa.

Tras la invención de la agricultura, el aumento de tamaño de los asentamientos y la especialización, las sociedades humanas se volvieron más diversas y complejas, y de este eficaz mecanismo biológico se derivaron extraordinarios avances culturales. Qué vinos, qué salsas y cuántos miles de preparaciones a base de leche, cereales y carne animal; qué poesía amorosa, qué canciones, pinturas y música seductora no habrán concebido nuestras múltiples civilizaciones a fin de obtener, o proporcionar a otros, las recompensas de ese asombroso palacio del placer que tenemos en el cerebro. Y qué espléndida complejidad en la expresión.

En detrimento propio hemos descubierto por casualidad atajos que, estimulando los neurotransmisores adecuados del sistema, eluden cualquier actividad con sentido y nos ofrecen el puro placer de las recompensas no ganadas. Muchas personas han descubierto lo placenteras, adictivas y ruinosas que pueden ser la cocaína, la heroína y los opiáceos sintéticos.

Cubiertas las necesidades básicas de alimento y bebida, el sistema reserva sus recompensas más dulces e intensas, su vértigo extático, para el sexo y su momento de goce absoluto. El deseo sexual arde aún con más fuerza que nuestro apetito de comida o bebida, a no ser, por supuesto, que nos estemos muriendo de hambre o sed. A lo largo de los siglos, la literatura se ha esforzado por describir la sensación de la consumación sexual, fracasando la mayoría de las veces, y es que el orgasmo está a años luz de cualquier otra experiencia. El lenguaje cae de rodillas presa de la desesperación. A nadie convence leer términos como “explosión” o “erupción”. Tampoco los frecuentemente utilizados de “anulación” o “aniquilación” nos llevan lejos. La satisfacción sexual no se parece a ninguna otra experiencia de la vida diaria. Los símiles y las metáforas son inútiles. John Updike propuso que ese exquisito momento sensual era como entrar en un hiperespacio mental en el que todo sentido del tiempo, el espacio y la identidad personal se disuelven. Comparado con las horas que dedicamos a trabajar, viajar o dormir, ese momento mágico es lastimosamente breve, aún más para los hombres que para las mujeres. Si tuviésemos el don de hacerlo durar cuanto quisiésemos, si pudiésemos permanecer en esa cumbre del éxtasis días enteros, poco más haríamos. En ello reside la perdición del drogadicto, que sacrifica el alimento y la bebida, a sus hijos y toda su dignidad por la siguiente dosis. El momento no solo es breve, sino que cuando el deseo se ha satisfecho, no tarda en volver, en una repetición sin fin como la noche y el día. O, justamente, como el hambre y la sed. Inmensos trechos de nuestra vida se organizan en torno al regreso, una y otra vez, a ese breve atisbo del paraíso terrenal. O bien tenemos que apartar los pensamientos tentadores y hacer todo lo posible por ignorarlos mientras nos entregamos a nuestros deberes y ambiciones. Así sucede sobre todo en el caso de los adultos jóvenes. Y ahora que hemos aprendido los trucos para separar el sexo de la procreación, toda nuestra cultura está pautada por esa reiteración constante.

Más allá del colosal negocio multimillonario de la pornografía, a lo largo de los siglos nuestros anhelos han engendrado algunos de los artefactos más hermosos de la imaginación. En el canto, la poesía, el teatro, la novela, el cine y la escultura, hemos explorado y rendido homenaje al vínculo emocional y sexual entre seres humanos, a ese intercambio infinitamente variado, esa disolución de la identidad que llamamos amor. Más aún, o tal vez debería decir menos: hemos dedicado algunas de nuestras efusiones más sublimes a la ausencia de amor o a su fracaso, a su falta de correspondencia y a su insatisfacción, y las más sentidas de todas, a su final. Casi todas las canciones tristes hablan del abandono por parte de la pareja. “Me desperté esta mañana y se había ido”. Qué misterio tan interesante que obtengamos placer de practicar en la imaginación todas las posibilidades trágicas del amor: los celos, el rechazo, la infidelidad, el anhelo sin esperanza, las intrigas, el mal de amores, los tristes y dulces remordimientos, la frustración y la ira.

En nuestro arte, en especial en nuestra literatura, el amor suele convertirse en el microcosmos, en el terreno de juego de todos nuestros problemas y defectos. En una sola relación entre dos personas, los novelistas pueden encontrar todo un universo en el que es posible explorar la condición humana. En el amor están el cielo y el infierno enteros. “Cada rosa”, escribió el poeta Craig Raine, “crece en un tallo infestado de tiburones”. En su hipnótico canto fúnebre, Joy Division entonaba “el amor volverá a destrozarnos”.

Pero la tradición festiva también es rica. En los anales de la literatura inglesa existe una composición fácil de memorizar: ¿Qué requiere de la mujer el hombre? Las formas del deseo satisfecho. ¿Qué requiere del hombre la mujer? Las formas del deseo satisfecho. Los versos de William Blake han sido elogiados por su sencillez, así como por su espíritu igualitario al atribuir la misma importancia al deseo de la mujer que al del hombre, algo no tan habitual en un escritor de finales del siglo XVIII. Y con qué naturalidad asevera su autor que la gratificación personal es lo opuesto a la gratificación mutua.

En el contexto del sexo, ¿es el deseo un placer en sí mismo? No exactamente. Se parece más bien a una llave a la espera de que la hagan girar, o a un picor que espera que lo rasquen. El deseo solo es verdaderamente placentero cuando su satisfacción está al alcance de la mano. De lo contrario, es placer atrapado en la esperanza, una forma de agitado cautiverio mental, un afanarse en pos de aquello que aún no existe, o que nunca podrá existir. Y sin embargo, sin embargo… Pregunte al hombre o a la mujer víctima del mal de amores si, antes que sufrir las punzadas del amor no correspondido, preferiría un narcótico que borrase el recuerdo del amado. La mayoría respondería categóricamente que no. De ahí la muy citada reflexión de Tennyson según la cual “… es mejor haber amado y perdido que jamás haber amado”. El deseo posee algo de la naturaleza de la adicción.

Este enigma tiene profundas consecuencias para la literatura del amor. Cuando, en diversas culturas, un hombre y una mujer son separados a la fuerza por las convenciones sociales o religiosas, y solamente el matrimonio les permite estar juntos a solas, o cuando el amor de un hombre por un hombre o de una mujer por una mujer se prohíbe bajo pena de castigo; en otras palabras, cuando lo único posible es el amor a distancia y el sexo no se hace realidad fuera de la imaginación, el amado es idealizado, y la literatura del deseo aparece para alcanzar una cumbre de expresión atormentada y espléndida.

Recordemos el ejemplo de Dante, que como nos cuenta la tradición y es de todos conocido, se fijó en Beatrice Portinari por la calle cuando ella tenía nueve años, y se enamoró sin haberle hablado. Durante el resto de su vida, nunca llegó a conocerla bien, aunque a veces la saludaba por la calle, pero el amor que sentía por la joven fue la fuerza que animó su genio para la poesía y el dolce stil novo, y, de hecho, para la vida misma.

Otro ejemplo famoso es el efecto que Laura causó en Petrarca. El poeta la vio en una iglesia en 1327, y ella siguió siendo, hasta su muerte en 1348, el amor inalcanzable al que dedicó 365 poemas. Al igual que Dante, Petrarca tuvo poco o tal vez ningún contacto con el objeto de su amor. El lector actual puede apreciar la grandeza de la poesía amorosa que ambos produjeron. Poco importa el hecho de que el amor no tuviera una base biográfica. Es literatura y la imaginación lo es todo, a pesar de los años de infructuosos anhelos. Nosotros, como lectores, somos los únicos beneficiarios.

Existe otra tradición más vitalista, derivada del carpe diem —aprovecha el momento— de Horacio, una forma de persuasión poética que por la pura exuberancia comunica la promesa de un final feliz. No vamos a vivir siempre, así que hagamos el amor ahora. He aquí uno de los poemas más célebres de la tradición inglesa. En A su esquiva amada, Andrew Marvell dice: Por eso, ahora que el tinte juvenil vive en tu piel cual matinal rocío, y tu alma dispuesta transpira por cada poro fuegos instantáneos, gocemos mientras podamos… Estos diestros tetrámetros evocan con su urgencia rítmica la palpitante insistencia del deseo sexual. En el poema, el anhelo y su satisfacción yacen uno junto al otro, precisamente igual que los amantes.

En muchas novelas de los siglos XVIII y XIX, y en la ficción romántica barata del XX, la conclusión satisfactoria del deseo y el amor no se alcanza en la cama, ya que ello se consideraría una infracción excesivamente grosera del gusto y las normas sociales. El final como Dios manda es la fusión de los destinos más que de los cuerpos. El clímax llega con el sonido de las campanas de la iglesia. El deseo encuentra su resolución respetable en la cohesión social y el matrimonio. Este relato tiene su expresión cabal en las novelas de Jane Austen. Pero después de los grandes maestros de la ficción del siglo XIX, en particular Flaubert, George Eliot y Tolstói, esta narrativa ha gozado de escaso crédito en la literatura seria. La dura lección de la realidad mostraba que las campanas de boda no eran más que el comienzo de la historia. El adulterio era un villano irresistible. El aburrimiento era otro. Y lo mismo pasaba con las restricciones a la libertad de las mujeres y el peso amargo de la dominación masculina, cuya expresión máxima es la violación, tema central de Clarissa, la obra maestra de Samuel Richardson, escrita en el siglo XVIII. Durante 300 años, uno de los proyectos de la novela literaria fue investigar e, implícitamente, reconsiderar cómo podía ser una relación amorosa.

Hoy en día nos encontramos en un nuevo y disputado territorio en lo que a relaciones, preferencias e identidad sexuales se refiere. Toda clase de subgrupos de diferencias minuciosamente clasificadas reivindican enérgicamente sus derechos. Puede que a una generación mayor esto le parezca amenazador o absurdo, pero en las costumbres sexuales estas luchas y redefiniciones forman parte de una larga tradición de cuestionamiento de las ortodoxias predominantes. La historia de la novela así lo dice. Las formas convencionales de las expresiones literarias del deseo, especialmente del masculino, adquieren un nuevo aspecto. ¿Quién puede poner objeciones cuando se retira a los hombres de riqueza, fama o prestigio la licencia sexual que les había sido otorgada? Las órdenes de detención no están de moda, pero es posible que los poetas y otros espectadores sean arrestados en medio de la confusión general. En el nuevo orden, Andrew Marvell podría ser acusado de acosar a una joven virgen. Sentía una necesidad sexual apremiante, y su apelación a los estragos del tiempo no era sino un alegato falaz. Donde antes un poeta habría rendido homenaje con normalidad a la belleza de determinada mujer, en nuestros días parece burdamente facultado. Sus palabras, que en otro tiempo sonaron dulces, hoy se consideran expresión de una tendencia insana a la cosificación o a la hostilidad irreflexiva. Esas mismas dulces palabras se leen bajo una nueva luz, como los estertores de un orden moribundo.

En literatura, un canon o una tradición son, en esencia, una polémica literaria y, como tal, exigen compromiso. En los últimos tiempos, la polémica ha llegado al punto de ebullición. Las antes comúnmente consideradas obras maestras corren el peligro de la degradación. Algunas son eliminadas de las listas de lecturas de las universidades. Pero si nos deshacemos de un tesoro por exceso de celo, otros lectores estarán esperando para recogerlo y apreciarlo. Las formas del deseo humano antes prohibidas, ridiculizadas o perseguidas, y hoy justamente aceptadas, pueden dar pie a nuevos modos de etiqueta literaria que demanden de la poesía amorosa no solo expresiones de admiración y respeto, sino también de intenciones puras y del ofrecimiento sentido de una desvinculación tranquila. Tal cosa requerirá grandes dosis de talento para no resultar insulsa. Quizá lo próximo sea la negación de uno mismo. A lo mejor mientras yo hablo está naciendo el poeta que algún día forjará una nueva estética del deseo insatisfecho que rivalice con los castos regímenes de Dante y Petrarca.

Yo no puedo hablar verdaderamente en nombre de los poetas, pero, en lo que respecta a los novelistas, creo que sea cual sea la narrativa que nuestra historia social despliegue en el futuro, conservará, en especial dentro de estas texturas sociales más densas, las mismas oportunidades de observar y luego escribir las comedias y las tragedias de las costumbres y el amor. Así seguirá siendo. En el concurrido foro del amor, el anhelo y la literatura en el que se encuentran lectores y escritores, puede parecer que todo está a punto de cambiar, pero en el corazón de las cosas, en su núcleo oculto, todo seguirá igual. No podemos existir —o persistir como especie— sin el deseo, y no dejaremos de cantarle.

sábado, 10 de agosto de 2019

"Trampa 22" de Joseph Heller


Una estupenda sorpresa esta novela antibelicista de 1961, Trampa 22, de la que recientemente se ha hecho una serie de televisión. 
Estamos en 1944. Un escuadrón de bombarderos norteamericanos se aposta en el norte de Italia para ayudar en el avance contra los alemanes. Con esta situación, se podría esperar una historia de héroes, a imagen de las muchas películas americanas en las que se ensalza el espíritu patriótico y el ardor guerrero. Nada más lejos. Los protagonistas de Trampa 22 no son héroes ni soldados ejemplares. Algunos muy cobardes, otros despreciables, los mandos especialmente rastreros, intentan escapar del frente cuanto antes o aprovecharse de las circunstancias por interés personal. Muchos de ellos están locos o se han vuelto locos a causa de la guerra. Empezando por el protagonista, Yossarian, empeñado en volver a casa cuanto antes porque todos están empeñados en matarlo. Yossarian se declara loco porque sabe que a los locos se los devuelve a casa, pero no cuenta con la "trampa 22", que consiste en que si tú te declaras loco, quiere decir que no lo estás y, por lo tanto, no te devuelven a casa. Y si no te declaras loco, no te pueden devolver a casa porque nadie sabe que estás loco. 
De esta manera, entre el absurdo, el humor negro y el sarcasmo continuo, se desarrolla esta desternillante novela. Yossarian es una especie de soldado Schweik, que fracasa en su intento de volver a su país porque los órganos de poder se comportan de forma todavía más absurda que él mismo. 
Los diálogos que Heller inventa para sus personajes se mueven entre Groucho Marx y Franz Kafka. El grueso de personajes que deambulan por la novela son un producto estrafalario de las absurdas convenciones sociales o de la propia guerra: Joe el Hambriento, el comandante Digno Coronel (al que nombran comandante para reírse de su nombre), el jefe indio "Avena Loca", el doctor Danika, Moli (el intendente que monta un monopolio internacional), el muerto de la tienda de Yossarian, el capellán anbaptista que no cree en Dios, las putas, las enfermeras, los coroneles y los generales estrafalarios... La indecencia, la falta de escrúpulos y los comportamientos extravagantes nos ofrecen un panorama bélico opuesto a la idealización del buen soldado. Una obra original, divertida, sangrante, una sátira moderna de la guerra y de las patrias, que fue escrito allá por 1961.

Algunos fragmentos:

Palabras del jefe "Avena Loca", "El racismo era algo terrible, Yossarian. De verdad. Es terrible que traten a un indio leal como Dios manda como a un negro, un italiano, un judío o un portorriqueño".

-"Orr estaría loco si empieza más misiones y cuerdo si no las cumpliera, pero si estaba cuerdo tenía que rechazarlas. Si las realizaba estaba loco y no tendría que hacerlo, pero si no quería estaba cuerdo y tenía que hacerlo".

 Reflexiones de Yossarian: "Lo único que había descubierto en favor de la guerra consistía en que pagaba bien y libraba a los niños de la perniciosa influencia de sus padres".

Descripción de un compañero de escuadra de Yossarian: "Era un imbécil muy serio, muy sincero y concienzudo. Era imposible ir con él al cine sin verse envuelto después en una discusión sobre la empatía, Aristóteles, los universales, los mensajes y las obligaciones del cine como manifestación artística en una sociedad materialista".

-"Algunas personas nacen mediocres, otras alcanzan la mediocridad, a otras se la imponen". 

-"En la universidad estatal se tomó los estudios tan en serio que los homosexuales sospechaban que era comunista y los comunistas que era homosexual". 

-"Al sargento Towser no le interesaban ni la guerra ni los ascensos. Le interesaban las cachimbas y los muebles Hepplewhite".

Dice Yossarian: "A un muerto le da exactamente igual quién gane la guerra".

Joe el Hambriento grita mientras duerme el siguiente diálogo: "-No os importa mataros de una borrachera ni ahogaros, ¿verdad? -Con tal de que no nos matemos en un avión".

viernes, 9 de agosto de 2019

Programa de festejos de Almente, 15 de agosto de 2019

Almente, programa de festejos, 15 de agosto de 2019
Fiestas en honor a Friedrich Nietzsche

8:00 Debate en torno a la muerte de Dios y al sentido de la existencia. Participará la comisión de sabios (los cuatro más viejos del pueblo).

9:00 Ofrenda de libros viejos en la Plaza de la Libertad. Monumento de Spinoza.

10:00 Paseo peripatético por las calles más estrechas y frescas del casco viejo. Serán temas de conversación: el capitalismo como anulación del individuo, el teatro y la censura eclesiástica, la naturaleza y el neoplatonismo, sexo versus obispos.

11:00 Lectura comunal por grupos en la Plaza de Shakespeare de Edipo, rey; El rey Lear y Ubú, rey. Los libros, los sillones de lectura y el refrigerio los proporcionará la familia real.

13:00 Representación popular de los capítulos XXIX, XXX y XXXI de la segunda parte del Quijote.

14:00 Comida pantagruélica ofrecida por la comisión de fiestas en el parque de Rabelais. Se servirán todos los manjares que aparecen en las bodas de Camacho, en Gargantúa y Pantagruel y en Los mares del Sur.

16:00 Hora del botellón: en el parque de Joyce, amenizados por grupos de rock, jazz y música de cámara de la comarca, se procederá a la libación de todo tipo de bebidas alcohólicas y a la ingesta libre de estupefacientes (permitida la entrada solo a mayores de 18 años).

22:00 Orgía literaria en la carpa de la comisión de fiestas. Para participar se deberá acreditar el conocimiento de varias obras de la literatura universal elegidas por la comisión de sabios (los cuatro más viejos del pueblo).     

24:00 Saturnales con música y disfraces. Parque de Hölderlin. Se exigirá ir disfrazado de sátiro o de ninfa, saber tocar algún instrumento, bailar, fornicar y no rebasar los cincuenta años. 

2:00 Carrera popular nudista. El recorrido partirá de la plaza de James Joyce y se harán postas en cada uno de los bares participantes. Se exigirá completa desnudez. Para otorgar el primer premio se tendrá en cuenta lo bebido en cada una de las postas y la posición en la que se entre en meta. 

lunes, 5 de agosto de 2019

Estampas familiares


En una serie americana de televisión ambientada en los sesenta, una madre le enseña a su hija de ocho años cómo pintarse los labios. Unos padres de Asturias viajan a Madrid para que su hija de ocho años vea el musical El rey león. Un sábado cualquiera, en cualquier ciudad de la geografía occidental, unos padres llevan a sus hijos de seis a doce años a pasar la tarde a un centro comercial. En un pueblo de Albacete, una madre lleva a su hija de ocho años a la presentación de la reina y damas de honor de las fiestas. En abril, en un pueblo cualquiera de Europa, África o Sudamérica, un padre enseña a su hijo de ocho cómo se golpea un balón con el empeine. En julio, una familia madrileña con dos hijos de seis y ocho años veranea, como todos los años, en Cullera. El 15 de agosto, en un pueblo de Valencia, un padre lleva a sus dos hijos de ocho y diez años a ver una corrida de toros. El 12 de septiembre, una madre de Madrid lleva a su hija de ocho años a un colegio de monjas. En un pueblo de La Mancha, unos padres visten de nazarenos a sus hijos de ocho años y cargan las andas de un paso de procesión sobre sus hombros. En un pueblo de Ciudad Real, un padre le compra a su hijo de ocho años una escopeta y un pantalón verde y le enseña a cazar perdices. En julio, unos padres de Oñate llevan a sus dos hijos, de ocho y diez años, al homenaje de un etarra que acaba de cumplir condena. En Misuri, un padre y una madre llevan a su hijo de ocho años a la feria del rifle. En Alepo, un padre le enseña a su hijo de ocho años cómo se manejan explosivos plásticos. Hoy, en Ciudad Juárez, un padre viola a su hija de ocho años en su dormitorio al volver del colegio. En el Congo, una huérfana de ocho años acaba de ver morir a su madre de ébola.           

sábado, 3 de agosto de 2019

"Prosas apátridas" de Julio Ramón Ribeyro


Colección de aforismos del cuentista peruano que le sirven para reflexionar sobre los grandes temas (la muerte, el amor, el tiempo, el arte...) y los pequeños (retratos impresionistas de personajes y paisajes urbanos). Sus pinceladas de ironía lírica son muy útiles para aproximar la filosofía a lo cotidiano.
Algunas perlas:

-"...nada separa el día de ayer de la batalla de Lepanto, están unidos por su propia inexistencia".
-"...la información no tiene ningún sentido si no está gobernada por la formación".
-"Toda adquisición es una responsabilidad y por ello una servidumbre".
-"...el arte solo se alimenta de aquello que sigue vibrando en nuestra memoria".
-"¡Oh, los libros saben tanto y están tan silenciosos!"
-"...una buena obra no tiene explicación, una mala obra no tiene excusa y una obra mediocre carece de todo interés. En consecuencia, los comentarios sobran".