Del traslado a la prisión de Cocheras en Valladolid, donde se sufría frío y el asedio de piojos y chinches, que terminaron con un viejo preso de Almería. Del decreto titulado "La magnanimidad del Caudillo" y de las esperanzas frustradas de libertad.
El 8 de
agosto de 1939 me incorporé a la prisión Cocheras de Valladolid. Los nueve
meses que permanecí aquí, los pasé relativamente bien. Nos daban de comer
regular, pero se podía ir tirando porque tenía la ventaja de que vendían de
todo en el economato, en particular pan. Con poco dinero se podía solucionar la
vida. Por lo menos no se pasaba hambre. En cuanto a la disciplina, sí que era
bastante fuerte, aunque, si no te extralimitabas en tu puesto y obedecías
siempre al mando, no se metían con nadie. Ahora bien, contra el que se estiraba
un poco o chorizaba algo, lo solucionaban enseguida. Nada de arrestos ni
calabozo, solo una pasada de vergajo más o menos dura.
Esta prisión
era un poco más llevadera, aunque "arrepretados", se estaba bien.
Cada uno tenía su manta y su colchoneta para dormir, claro que la miseria
abundaba por ser todos de lejos y tenernos que lavar todos la ropa. Por lo
menos había facilidad de lavarse. Sin embargo, cuando llegaba el invierno y los
fríos arreciaban, sufríamos unos hielos tan enormes que se cuajaba hasta el
agua de las tuberías. Padecíamos un frío terrible en el dormitorio porque la
cubierta era de uralita y muy alta. Pasábamos el día liados en una manta y
tirados en el petate. Daba pereza hasta lavarse la cara y aún más lavar la
ropa, en particular los viejos. Cuando se me ocurría ponerme a lavar, se me
quedaban las manos agarrotadas y lo tenía que dejar estar. Al comenzar el
invierno trajeron una gran cantidad de viejos de Almería, poco acostumbrados al
frío. Con las tempestades de hielo y nieve no se movían del petate ni de día ni
de noche, salvo cuando era a la fuerza, para comer o para recoger el rancho.
Durante este
invierno hubo muchas infecciones porque no había medios para ir limpios. Había
tíos que no se mudaban en cuatro meses, lo que provocaba que hasta el que se
lavaba se infectara. Hasta los lavaderos estaban llenos de chinches y pulgas.
Cuando se ponía la ropa a secar, te tenías que estar un par de horas quitando
bichos. No era raro que le quitaras más de doscientos bichos a la ropa después
de lavada, lo que era el cuento de nunca acabar. Se dio el caso de un viejo (al
que llamábamos don Pedro porque tenía sarna), al que se le empoderaron los
piojos y se lo comieron. Murió a consecuencia de tanto piojo. No había quien se
acercara a él porque hasta las mantas se movían solas de plenas que estaban.
Yo lo pasé
bastante bien en esta prisión, porque, aunque pegaban muchas palizas, a mí no
me tocó más que un coletazo de vergajo de un oficial muy viejo que apenas me
hizo daño, por descuidarme un día al salir al patio de los últimos cuando
tocaron diana. Muy pocos podrán decir esto.
Mis amigos
eran Descalzo, Sebastián de Alpera, Aranega y Formentera, natural de aquella
capital. Aún no hemos dejado de cruzarnos correspondencia. Una noche, por estar
hablando los cuatro, llegó un oficial y les pegó a ellos. A mí me dejó porque
me tenían bien considerado y nunca se metían conmigo.
Durante estos
meses, teníamos la esperanza de salir pronto. El Director nos dijo un día que
para las navidades próximas estaríamos en casa más del ochenta por ciento. Se
publicó por entonces el decreto titulado “La magnanimidad del Caudillo”.
Después pudimos comprobar que la magnanimidad fue la “bufa la gamba”.
A los pocos
días, cuando Francia declara la guerra a Alemania, con las primeras ofensivas,
continúa la esperanza de salir. Pero cuando Francia claudica, entonces decae
por completo, por la rendición francesa y por el pacto de Rusia con Alemania y la
propaganda que hacen de la hermana Rusia. Parecía que ya tenían el triunfo
total y esto hizo que decayera todavía más la moral. Yo, desde el principio,
calculaba que este régimen no podía durar más de dos años, pero menos tampoco.
En todo momento estuve contenido. Mi dicho era: continúo en las mías. Aunque
esto va a ser más largo de lo que me había figurado.
Tengo
que decir que desde el día primero de agosto que comparecí ante aquel consejo
en la Santa Espina no se me requirió para nada hasta el 20 de febrero de 1940.
Estando en Cocheras, fui llamado ante el teniente auditor de la séptima región,
un señor bastante campechano. Se me interrogó con buenos modos y con excelente
trato. Me manifestaban que no tuviera miedo, que no estaba en la Espina.
Querían que contara la verdad de los hechos y que rectificara, si había algo
que rectificar, de lo declarado en aquella otra declaración. Después de un
largo interrogatorio, se me ordenó que me retirara, como así lo hice.