El hombre occidental, el Homo Occidentalis, que se había considerado a sí mismo una criatura básicamente racional, resultó estar, en buena medida para su propia sorpresa horrorizada, todavía poseído por sus demonios, impulsado por fuerzas irracionales y salvajes. Los más siniestros presentimientos y las más sangrientas fantasías de los pesimistas del siglo XIX fueron sobrepasados por la aterradora realidad del veinte. El Anticristo, cuyos gestos y acentos Nietzsche imitó sacrílegamente, adquirió existencia real y demostró su poder devastador. Cámaras de gas y grandes explosivos, propaganda venenosa y explotación organizada, los atropellos de los regímenes totalitarios y el diabólico mal gusto del entretenimiento comercial, el cinismo de las camarillas gobernantes y la estupidez de las confundidas masas, el culto a los asesinos de alto rango y las máquinas de hacer dinero, el triunfo de la vulgaridad y el fanatismo, el terror de la ignorancia; son las armas y métodos que usa el Maligno. Con ellos pretende subyugar a la raza humana. (Klaus Mann)
El artículo «Europa en busca de un nuevo credo» fue publicado por la revista estadounidense Tomorrow en junio de 1949, un mes después de que su autor, el escritor alemán Klaus Mann, hubiese muerto por sobredosis de barbitúricos a la edad de cuarenta y dos años. La tesis oficial sobre su fallecimiento hablaba de suicidio; sus allegados y apreciadores la pusieron en duda, más como un gesto elegante de respeto que por convencimiento. Descontando si queremos los antecedentes de suicidio en la familia —lo habían cometido dos de las hermanas de su padre, el insigne Nobel de literatura Thomas Mann—, sus personas cercanas no pudieron sino admitir que Klaus había jugueteado con la idea de la muerte con mucha más frecuencia de la debida.
En aquel artículo póstumo, además, Klaus había puesto en boca de un anónimo estudiante sueco (quién sabe si ficticio y mero vehículo para expresar sus pensamientos íntimos) la petición de que los intelectuales europeos ejecutasen un dramático suicidio colectivo para denunciar las nubes que, incluso terminada la Segunda Guerra Mundial, pensaba él que continuaban oscureciendo el porvenir del continente. Citaba la muerte del poeta alemán Ernst Toller, autor de la famosa obra teatral Hoppla, wir leben! (¡Vaya, estamos vivos!). En 1939, Toller estaba arruinado por su apoyo a la causa republicana en la guerra civil española y con el ánimo hundido tras la victoria final de Franco. Se quitó la vida en un hotel de Nueva York, ahorcándose con el cordón de seda de su batín. Los periódicos nazis, en un despiadado acto de burla, le dedicaron el inhumano titular Hoppla, wir sterben!, («¡Vaya, estamos muertos!»).
Mann mencionaba también el suicidio de Stefan Zweig quien, cansado de dar tumbos de exilio en exilio, se había establecido con su mujer en Brasil, donde parecía tener por fin un futuro estable en un país que les gustaba. Por desgracia, el tétrico devenir de la historia los había sorprendido ya alejados de la juventud y no encontraron la motivación para disfrutar de un retiro baqueteado por el pesar ante los horrores europeos. Zweig dejó escrito en su nota de despedida: «Comenzar algo nuevo después del sesenta cumpleaños de un hombre requiere una fuerza particular, y mi propia fuerza ha sido agotada después de años de deambular sin un hogar». Un día, ambos se vistieron de punta en blanco, se peinaron, bebieron un elixir mortal y se tumbaron en la cama, donde fallecieron unidos por un último abrazo.
Otro suicida recordado por Mann era Jan Masaryk, a la sazón ministro de exteriores checoslovaco, que en 1948 había caído, vestido con un pijama, desde la ventana del cuarto de baño de su despacho (aunque la discusión sobre un posible asesinato a manos del núcleo duro de los comunistas iba a eternizarse durante décadas, Mann no vivió lo suficiente para asistir al debate). También otorgó carta de naturaleza filosófica al suicidio de la escritora británica Virginia Woolf. En la carta de despedida que Woolf dejó para su marido había expresado su horrorizado desaliento ante el retorno de sus enfermedades mentales, diciendo: «No me recuperaré esta vez». En un ejercicio de triste poesía, se llenó los bolsillos de piedras y se dejó llevar por las aguas del río cercano a su casa. El cuerpo no apareció hasta semanas después. Para Mann, sin embargo, también formaba parte de una oleada inevitable de rendiciones en tiempos donde la realidad europea resultaba insoportable para los espíritus refinados.
Los intelectuales europeos, decía, conformaban un «pequeño y desconcertado grupo» al que se miraba en busca de unas respuestas de las que carecían. El escritor y actor francés Antonin Artaud acuñó la expresión «suicidado por la sociedad» en un ensayo sobre Van Gogh; paciente mental él mismo, Artaud la había empleado para criticar a la psiquiatría. De manera análoga, Mann creía que los pensadores suicidas de su tiempo habían sido victimizados por la situación social y política, no solo por sus propios demonios. En los años treinta y cuarenta, las personas de gran sensibilidad no podían sino sentir angustia. Las de gran inteligencia no podían sino sentirse forzadas a buscar explicaciones para el desastre, desgastando su energía mental en el imperioso, aunque inútil y agotador, intento de descifrar el presente y el porvenir inmediato. Quienes combinaban ambas cualidades, gran inteligencia y gran sensibilidad, estaban destinados a la melancolía. De entre los melancólicos, varios estaban condenados a la consunción y a una muerte prematura.
Su llamamiento al hara-kiri —un extraño borrón que cerraba de manera un tanto desconcertante aquel, por otra parte, clarividente texto— podría ser calificado sin demasiado reparo como una expresión de su creciente culto a la muerte, y en concreto, a la suya propia. El estudiante sueco sin nombre sugería: «Alistémonos en un absoluto abatimiento, es la única actitud sincera, y la única que puede ser de alguna ayuda». Palabras que suenan demasiado a Mann como para no ser suyas, aunque cabe otorgarle el beneficio de la duda; quizá aquel estudiante, rara alma gemela, sí existió y compartía sus más que evidentes indicios verbales de estar padeciendo una depresión. Como fuese, el diagnóstico de la personalidad de Klaus Mann es irrelevante con respecto al grueso de las ideas que expresa en sus escritos filosóficos y políticos, salpicados aquí y allá de desaliento personal, pero punzantes como los de George Orwell en lo político y lo social. El análisis freudiano y demasiadas veces sensacionalista de las relaciones de Klaus con su colosal figura paterna, o de las disfunciones reales e imaginadas de la familia Mann al completo, queda como materia de algunas biografías oportunistas y el intercambio de desmentidos entre los familiares y amigos que lo sobrevivieron. Un intercambio amarilleado por el paso del tiempo y amarillento por el tono, pues los Mann, como es sabido, se convirtieron en objeto de las comidillas vecinales del no siempre magnánimo mundillo del comentario literario.
Klaus Mann, pese a todo esto, no era un nihilista, aunque a veces esa deducción errónea se haya desprendido como una costra de su suicidio y sus ocasionales arrebatos de una desesperanza redactada con sobrecogedora precisión. Era un idealista primero y un pesimista después. Izquierdista liberal y humanista, su pesimismo era legítimo. No provenía solo de la melancolía; su análisis del presente siempre fue lúcido. Advertía los problemas, pero intuía las soluciones, y aquel pesimismo estaba fundamentado no en la ausencia de dichas soluciones sino en el desinterés de las sociedades de posguerra hacia la aplicación de las mismas. Su apuesta por la nada era personal, nunca política. Incluso reprochaba el nihilismo de figuras como Heidegger y Sartre, aun reconociendo que a ninguno de los dos gustaba la etiqueta. En el original inglés de su texto desdeñaba la escuela existencialista entonces muy en boga, con melódica aliteración: remarkably unsystematic philosophical system seems to consist of inconsistencies (una definición no menos musical en español: «sistema filosófico marcadamente asistemático que parece consistir en inconsistencias»).
Como Orwell, Mann vivió la posguerra señalando, sin distinción de color o de régimen, unos peligros del totalitarismo que no creía extinguidos con la caída del fascismo europeo. Con un dilatado pedigrí izquierdista y respetado como el decidido enemigo de los nazis que había sido siempre, alienó a sus antiguas amistades comunistas denunciando la dictadura soviética. Y aún le quedó munición para denunciar la arbitrariedad de la incipiente fiebre anticomunista en los Estados Unidos. No se casaba con nadie ni con nada, excepto con sus propias ideas. Que, como las de Orwell, eran cada vez más propias y menos parecidas a las de otros. Eso lo aislaba y lo hacía sentirse incomprendido en su propio tiempo, pero dejó para la posteridad una constelación de sentencias reveladoras.
Desencantado con el seguidismo irreflexivo y la cobardía de las masas, depositaba la responsabilidad del equilibrio mental de la nueva Europa en los intelectuales, en quienes debía recaer la tarea de ejercer un liderazgo ideológico efectivo. Sus opiniones sobre los intelectuales más destacados no siempre eran positivas, sin embargo. Dejando a un lado el desprecio que le habían provocado quienes se habían aliado con el régimen nazi —una repulsión indisimulada y vitriólica condensada en su novela más famosa, Mefisto—, comentaba con perplejidad la moralina acartonada que se había apoderado de la intelligentsia europea. De repente, los pensadores parecía buscar en los cielos las respuestas que no habían sido capaces de hallar en la tierra: «Incluso algunos de los autores antes conectados con movimientos ateos de extrema izquierda se complacen ahora en modos píos y especulaciones metafísicas».
A ciertos pensadores del momento, aunque pocos, los consideraba dignos de capitanear la reconstrucción cultural europea. Señalaba en especial al filósofo Bertrand Russell, afirmando que «ciertamente merece el rango de líder intelectual», aunque no albergaba muchas esperanzas de que la equilibrada ponderación del británico encontrase eco en los demás intelectuales, entretenidos con las recompensas fugaces y estériles de las argumentaciones bizantinas tan comunes por entonces. Mann creía que Russell tenía respuestas, pero destinadas a no ser tenidas en cuenta: «Su algo evasivo agnosticismo y su poco imaginativo sentido común pueden no ser particularmente atractivos para las mentes más fastidiosas». También elogiaba al italiano Benedetto Croce aunque, después de haberlo visitado en Nápoles, albergaba dudas sobre su asidero con la contemporaneidad: «Me sentí en presencia de una magnífica reliquia, una conmemoración viva de proezas pasadas y principios olvidados». Lo contrario decía de Ortega y Gasset, a quien consideraba «muy versado en las cuestiones de nuestro tiempo» y cuyas «brillantes especulaciones de La rebelión de las masas han ayudado a aclarar los sucesos tumultuosos de las pasadas décadas». Pero, con pesar, Mann creía que Ortega, como Russell, les parecía insuficiente a las nuevas generaciones, ansiosas de controversias pirotécnicas.
Suele decirse, y es verdad, que Klaus estuvo a la sombra de su padre en lo literario, y que su apellido fue una bendición y a la vez un lastre. Pero gozaba de su propio prestigio entre los intelectuales demócratas, porque había sido uno de los alemanes que jamás había flaqueado en su rechazo del nazismo, sobre cuya verdadera naturaleza advirtió a todo aquel que quiso escucharlo. Ya desde los años veinte, cuando los nazis eran un pequeño grupo de outsiders de quienes conservadores y progresistas se reían por igual. Klaus se había marchado de Alemania en el mismo momento en que Hitler ascendió al poder, en 1933, previendo un cataclismo que no muchos otros querían creer posible. Siendo hijo del alemán más insigne y respetado junto a Albert Einstein, Klaus Mann continuó siendo una molestia en el exilio. Los nazis, en una de tantas demostraciones de su desprecio por el talento, lo despojaron de la nacionalidad en 1934. En 1936, cuando las democracias occidentales aún se empeñaban en creer que resultaría posible convivir en términos amistosos con el III Reich, Mann publicó Mefisto, novela en la que rodeaba al régimen de una aureola de pesadilla. Además de sus escritos hablaba en público del «verdadero y repulsivo rostro de los nazis». Al acabar la guerra, resultó haber sido uno de los pocos intelectuales germanos que jamás se había adormecido en lo tocante a la podredumbre hitleriana.
Por fin había visto caer a sus peores enemigos, pero eso no lo volvió más optimista. Como Orwell, desdeñaba aquella idea de «muerto el perro, se acabó la rabia», porque pensaba que la rabia era intrínseca a la naturaleza humana. Los mecanismos que habían conducido al auge del fascismo podían revivir en cualquier momento, y de hecho continuaban activos en el régimen estalinista y en dictaduras de mínima influencia, pero ilustrativas, como la de Franco en España. Orwell, en sus advertencias, se centraba en el análisis del poder en sí mismo, de sus ejecutores directos y de las herramientas y métodos usados por la maquinaria del sistema opresor. Mann abordaba la cuestión desde otra perspectiva: el totalitarismo precisaba del silencio o la aquiescencia de del pueblo, de la nación y de sus fuerzas vivas. Del colaboracionismo, en definitiva. En 1938 había dicho, durante un discurso ante emigrantes alemanes en los Estados Unidos, que «Hitler no es Alemania. Hay una resistencia contra él en nuestro país y entre los alemanes que residen en el extranjero; los nazis pueden amordazarla con su Gestapo, pero no la destruirán». Para su desaliento, la resistencia alemana nunca había estado cerca de triunfar, salvando un atentado fallido planeado por los militares.
Mefisto narraba la carrera de un actor de segunda que coqueteaba con el régimen nazi para alcanzar el éxito. Describía una Alemania seducida por un movimiento demagógico y siniestro del que, como bien demuestra ese libro, ya se conocían los perfiles diabólicos; Mefisto es un libro incómodo para los defensores de la tesis de que los alemanes no entendían bien lo que implicaba el ascenso de alguien como Hitler. El protagonista estaba inspirado en un personaje real, el actor Gustaf Gründgens, exmarido de la querida hermana del escritor, Erika Mann. Para Klaus, de entre sus cinco hermanos, Erika siempre había representado un papel especial. Ambos eran homosexuales, lo que en aquellos tiempos hacía casi imposible mantener una relación sentimental pública y verdadera, y además les había ganado la incomprensión de su padre. Enfrentados a similares obstáculos, escritores ambos, los dos hermanos se habían apoyado siempre; habían compartido viajes y aventuras, bohemia artística y compromiso político.
Erika estuvo casada con Gustaf Gründgens entre 1926 y 1929. El matrimonio había sido, cabía sospechar, no mucho más que una tapadera, dado que Gründgens también era homosexual, pero el actor era buen amigo de los dos Mann. Simpatizante comunista, lo consideraban uno de los suyos en cuestiones políticas y sociales. Cuando Hitler era todavía una figura exótica en la política alemana, Klaus y Erika nunca lo hubiesen imaginado formando parte de un movimiento fascista. En apenas unos años, sin embargo, lo impensable sucedió. En 1934, justo cuando Klaus se quedaba sin su ciudadanía alemana, Gründgens fue nombrado director del teatro estatal de Prusia, cargo para el que fue designado por el entonces gobernador de la región y figura destacada del NSDAP, Hermann Göring, Después, el actor entró a formar parte de la sección teatral de la Cámara de Cultura del Reich, institución concebida por Joseph Goebbels para controlar la creación artística nacional. Klaus Mann, decepcionado, usó a Gründgens como modelo para el protagonista de la novela: Hendrik Höfgen, perfecto retrato del arribista nacionalsocialista: un individuo que no es un monstruo con rabo y cuernos, sino un ser humano cualquiera. La tentación de vender el alma al diablo es idéntica para todos; depende de cada cual el resistirla.
El título de la novela, Mefisto, hacía referencia a Mefistófeles, el enviado del diablo con el que Fausto firma un acuerdo para entregar su alma a cambio de obtener a la bella y virginal Gretchen. La lujuria —sumada, según la versión del mito, a la riqueza o el ansia de saber— era la motivación para pactar con Satán, pero no la maldad. Fausto no es intrínsecamente malvado, como tampoco lo es Hendrik Höfgen. Mann no cree que todo un pueblo pueda asimilar con sinceridad una ideología detestable, y menos de un día para el otro. Piensa que quienes se «convierten» lo hacen con la misma mentalidad de quien cierra un trato con el diablo. Estampando su firma, el arribista vocinglero obtiene ventajas sociales y profesionales. El cobarde, a su vez, se conforma con la supervivencia; camuflado entre la manada, busca una sensación de seguridad por el alto precio de renunciar a su libertad y a su derecho de disentir de la mayoría. Cuanto más aplastante esa mayoría, más rápido el proceso de contagio ideológico. No es que los alemanes fueran en su mayoría nazis de corazón, porque no lo eran; es que se acobardaron ante el creciente empuje del NSDAP y, una vez los vieron instalados en el poder, decidieron acomodarse al nuevo statu quo. El corazón ideológico está reservado para la élite del partido; los demás no necesitan convencerse, sino comportarse como si hubiesen sido convencidos. No necesitan creer lo que se les dice, sino repetirlo sin titubear. Y, sobre todo, deben someterse.
Los hechos le daban la razón a Klaus: en 1934, los nazis «de corazón» que habían protagonizado en las calles los años de ascenso del partido, los «camisas pardas» de las Sturmabteilung (SA), fueron purgados por el propio Hitler. Y fueron purgados antes que los judíos, incluso. En el nuevo régimen los primeros en caer habían sido los nazis que todavía creían que podían tener ideas propias, que todavía podían hacer y deshacer por el mero hecho de lucir un brazalete con una esvástica. La Noche de los cuchillos largos les abrió los ojos, a ellos y a los demás alemanes: quienes ascendían eran los que asimilaban y repetían las ideas descendidas desde la élite y no causaban problemas. Ser nazi debía implicar no la comprensión del ideario, sino su disciplinado acatamiento. Si Orwell insiste en que la desobediencia es castigada, Mann nos recuerda que la obediencia es premiada y que la búsqueda de la recompensa, como la lujuria de Fausto, es motivación más que suficiente para sucumbir a la barbarie.
Una década después de la publicación de Mefisto y desaparecido el III Reich, Mann extendió los mecanismos del arribismo a todas las ideologías, como Orwell hizo con los mecanismos de la opresión. Decía Mann: «Aquellos que ahora colaboran con Rusia, los que predican y propagan el Evangelio comunista, ¿son también “traidores”? Algunos de ellos, sobre todo en los países del Telón de Acero, incluyendo la parte de Alemania ocupada por los soviéticos, pueden haberse convertido en marxistas por oportunismo y miedo». Lo mismo podía suceder en una democracia. Hitler no había sido un revolucionario exitoso; su pasado golpista había terminado en ridículo y con sus huesos en la cárcel. En los años treinta, sin embargo, había llegado al poder dentro del marco constitucional. Había ganado unas elecciones, se había vestido de corbata, había inclinado la cabeza en una respetuosísima reverencia mientras le estrechaba la mano al jefe del Estado. Hitler había desempeñado de manera impecable su papel institucional, había cumplido con la ley y había respetado las formas, hasta que decidió dejar de hacerlo para convertirse, él mismo, en la nueva ley. Klaus Mann había contemplado y comentado todo el proceso, desde que el NSDAP era un partidito marginal hasta que, incluso antes de que Hitler hubiese obtenido la cancillería, las concentraciones nazis ya auguraban un totalitarismo desenfrenado. Había visto cómo los oportunistas se afiliaban a alguna de las ramas uniformadas del partido para poder aprovecharse del creciente terror que los nazis despertaban entre la población. Una población que iba cambiando de bando para no estar en el de los perdedores. Pronto no quedó nadie dentro de Alemania capaz de levantar la voz; los pocos que lo hacían terminaban muertos o en un campo de concentración. Alemania no había atravesado una guerra civil ni una guerra revolucionaria. La demagogia era la que había librado y ganado todas las batallas, y nunca hubiese vencido sin la aquiescencia de la gente de a pie.
La Europa de posguerra no iba a estar libre de demagogia. Hitler y Mussolini habían muerto, el fascismo se había derrumbado, pero el continente estaba devastado y sumido en la confusión. Mann pensaba que los «turbados europeos» buscaban respuestas fáciles en la religión, el marxismo, el orientalismo, el existencialismo, y demás dogmas cuyas estructuras sistemáticas parecían ofrecer un antídoto contra la incertidumbre. Sin criticar esas ideologías, recordaba que quien busca respuestas fáciles puede terminar sucumbiendo bajo el encanto de alguna figura emergente que sepa hacerse escuchar y prometa las ansiadas respuestas. Recordaba que el ciudadano no comprometido o bienintencionado podía ceder ante la presión grupal de quienes defendiesen dogmas para ellos indiscutibles. La polarización de las ideologías le preocupaba de manera especial. Cuando las ideas se presentan en forma de dicotomía entre dos únicas opciones (conmigo o contra mí), «se nos obliga a elegir un bando y, haciéndolo, a traicionar todo lo que deberíamos defender y celebrar». Los malvados no arrastran los países al caos, salvo que sean facilitados por la polarización de los no malvados. El portador del mal no por necesidad es alguien malvado, como el portador de un virus no por necesidad está enfermo, aunque terminará pagando, como todos, el precio de la propagación de la epidemia.
Klaus Mann murió en los albores de la Guerra Fría, con una Europa reducida a escombros. Expresaba, como Orwell, una sorda preocupación por el futuro del continente, aunque también lo hacía sin caer en el juego del vaticinio. No intentaba adivinar qué iba a suceder y, lo más importante, tampoco cuándo. Pero sí exponía con detalle los engranajes, bien conocidos ya para él, del avance de la demagogia y el fanatismo. Aquellos mecanismos mediante los cuales unos pueblos que se consideran civilizados y repletos de buenas personas, terminaban ensalzando a figuras que representaban no lo mejor de esos pueblos, sino, por efecto de la simplificación ideológica y la instrumentalización de la moral, lo peor.
Estamos estupefactos. Quisiéramos alejarnos, pero nos vemos obligados a mirar. El peligro de que Europa ya no escuche, de que nos acostumbremos a esa gente, es temible. ¡Sintámonos, al menos, obligados a permanecer atentos! ¡Leamos sus escritos! ¡No olvidemos lo que han sido desde el principio! Estamos recopilando todo lo que un día —¿cuándo exactamente?— la memoria del mundo entero recuperará.