¿Qué es el estilo elevado en la prosa? El sujeto a las reglas del arte. Pero ¿qué arte? El retórico. Como el verso se ajusta a los preceptos del arte poético, así la prosa —hablada o escrita— se acomoda también a los del arte retórico. La retórica es, pues, el arte que establece las reglas de una prosa elocuente.
Nacieron las lenguas vulgares en la Edad Media como corrupción del latín para satisfacer las nuevas urgencias vitales de un pueblo que desconocía el idioma oficial de cancillerías, universidades y conventos. En el siglo XVI, las modernas lenguas romances, al principio excluidas de las reglas del arte, consiguieron elevarse después a una perfección semejante a las antiguas mediante el estudio y la imitación de sus modelos y se constituyeron en las nuevas lenguas nacionales en sustitución del latín.
En torno a 1300, Dante había señalado la dirección a este proceso en su tratado latino De vulgari eloquentia. Se trataba de la creación colectiva de un volgare illustre, una lengua vulgar… ilustre. Vulgar porque el pueblo la produce como fruto espontáneo de su naturaleza; la aprendemos, señala Dante, “sin regla alguna, imitando a nuestra nodriza”. Pero, además de vulgar, también ilustre, porque aspira a participar de la dignidad de las lenguas clásicas.
La ocasión histórica que encontraron las lenguas romances para constituirse en lenguas nacionales de estilo elevado fue la traducción de la Biblia instada por la Reforma protestante. Esa traducción obedecía a hondas motivaciones teológicas y políticas, porque, al permitir la lectura de la Biblia por un pueblo no versado en el latín y llevarla por primera vez a la escuela y el hogar, se democratizaba la palabra de Dios esquivando la secular mediación del magisterio romano. Lutero tradujo la Biblia al alemán en 1522; la primera traducción inglesa, la Biblia de Ginebra, se publicó en 1560, y la segunda, la célebre King James Version, en 1611.
Un proceso semejante tuvo lugar en algunos de los países católicos fieles a Roma, pero en España fue abortado por el Concilio de Trento y la Contrarreforma en esa modalidad rigorista impuesta por Felipe II a sus reinos. Aquí el inquisidor general, Fernando de Valdés, aprobó en 1559 un Índice que prohibía leer la sagrada escritura en lengua castellana, con gravísimas consecuencias para la religión popular —tutelada por la autoridad política y eclesiástica— y para la maduración de la lengua nacional. Destinada a la edificación de la comunidad creyente, la traslación debía servirse de una lengua romance de sabor popular que cualquier sencillo devoto sin muchas letras pudiera comprender. Pero, por otro lado, la seriedad del asunto narrado en la Biblia —la revelación de Dios y la historia de la salvación de la humanidad— exigía una elevación del estilo que sólo la imitación de los clásicos estaba en condiciones de proveer. Y de este modo se conformaron el alemán y el inglés modernos, lenguas al mismo tiempo populares y cultas, que congregan al pueblo llano en oración tanto como inspiran, años después, el estilo de los escritores más excelsos de la gran literatura de uno y otro país.
Sólo un poco después de aprobarse el Índice, en 1561, un fray Luis de León de 34 años, quién sabe si por juvenil insumisión o por descuido, inicia su tardía carrera literaria componiendo una Traducción literal y declaración del Libro de los Cantares de Salomón, obra deslumbrante donde las haya, “adorable, prodigioso cántico”, en palabras de Jorge Guillén; “uno de los libros eróticos más bellos del mundo”, según dictamen del profesor Valbuena Prat. No lo publicó pero circularon copias y, andando el tiempo, debido al atrevimiento de haber traducido el Cantar de los Cantares bíblico desde su original hebreo al romance y de salirse de la letra de la Vulgata de san Jerónimo, traducción oficial de la Biblia al latín, fray Luis, desposeído de la cátedra, sufrió prisión casi cinco años en la cárcel de la Inquisición en Valladolid. En cautiverio inició la redacción de Los nombres de Cristo, que terminó fuera del presidio y, por mandato del superior de su orden agustina, publicó en 1583.
En la dedicatoria se lamenta de que, “por la triste condición de nuestros siglos”, haya venido ahora a ser ponzoña lo que siempre había sido medicina para el devoto cristiano (la lectura directa de la Biblia en su lengua materna). Comoquiera que el vulgo ha sido apartado del conocimiento directo de las escrituras sagradas, suele ahora apetecer de otras lecturas vanas pero gustosas por su estilo, por lo que se le impone a fray Luis, con miras pastorales, la urgencia de escribir sobre asuntos bíblicos con una elegancia que se atreva a rivalizar con la de esos libros perniciosos y por ahí atraer al mayor número a la consideración de las verdades de la religión católica.
Los nombres de Cristo constituyó un resonante éxito editorial y ya en 1586 salió una segunda edición, en cuya dedicatoria el autor aprovecha para contestar dos clases de reparos que entretanto se le han dirigido, ambos relacionados con el uso de la lengua vulgar.
Quien se mostró tan comedido en la presentación de sus poesías calificándolas simplemente de “obrecillas” que se le cayeron de sus manos casi sin querer durante la mocedad no se retrae ahora de afirmar con marcado énfasis que él, con este libro, ha abierto para la prosa castellana un camino “nuevo y no usado por los que escriben en esta lengua”, “levantándola del decaimiento ordinario”. Y para este levantamiento estilístico de la lengua nacional, a la que querría ver alzada a la misma dignidad que las lenguas clásicas, fray Luis de León, el primero que en España trabaja la prosa con la ambición de una obra de arte, recurre por descontado a las reglas del arte de la prosa, componiendo la suya a imitación de los modelos latinos de elocuencia, singularmente de Cicerón. Todavía en el siglo XVI se concedía al romance el campo menor de la novela y los amores, mientras que las materias graves, como la teología o la filosofía, seguían reservándose al latín. El mismo fray Luis de Granada, en el llamado prólogo Galeato de 1583, defiende el uso de la lengua común para enseñar a vivir conforme a la religión, como él hizo en sus libros doctrinales, pero la excluye para “cosas altas y oscuras” y “cuestiones de teología”. Para fray Luis de León, en cambio, esta exclusión es un engaño que “ha nacido de lo mal que usamos de nuestra lengua, no empleándola sino en cosas sin ser”. Así, Los nombres de Cristo diserta ampliamente sobre negocios de la mayor sustancia —la persona del Hijo de Dios— y lo hace en romance castellano, demostrando que esta lengua popular, entendible por todos, es apta para tan alto cometido. La elevación del contenido reclama una pareja elevación formal del estilo, en suma, la transformación del castellano de la calle en una lengua igualmente vulgar pero ilustre, estilo desconocido y nuevo en aquel momento, circunstancia que explicaría la sorpresa de algunos objetores que, escribe fray Luis, “hallan novedad en mi estilo” y dicen “que no hablo romance porque no hablo desatadamente y sin orden”.
El tratado ciceroniano que sigue fray Luis más explícitamente es El orador. Allí aconseja Cicerón a quien desee no sólo recte dicere, sino bene dicere, que procure combinar los tres estilos existentes —sencillo, medio y grande— conforme a un sentido del tacto que entre los romanos recibía el nombre de decorum.
El estilo sencillo de la prosa es aquel que, como la lengua coloquial, fluye suelto y natural, sin sujeción a medida, y del que apenas hay que esperar más que respeto a la gramática. Lo prefiere fray Luis cuando se ocupa de exponer didácticamente las escrituras y también en las escasas partes dialogadas del texto. La mayor parte del libro, sin embargo, discurre en ese estilo templado, de dilatados y simétricos periodos, que asociamos al clasicismo renacentista. La prosa entonces corre serena pero exacta, como si se recreara en la limpia armonía del mundo, y transmite ondas de apacible belleza al lector. Este estilo medio persigue persuadir al oyente y deleitarlo con elegancia, mientras que la finalidad del grande o sublime es conmoverlo con violencia de pasiones. El orador sublime, arrebatado por la embriaguez del momento, incurre en desórdenes estilísticos, incluso en inelegancias, pero a cambio logra suscitar una impresión de grandeza por medio de la gravedad de sentencias y de una vehemencia de palabras que arrastran los ánimos del oyente. Y, en efecto, hay algunos momentos en el libro —sobre la belleza de la naturaleza, los juegos y fuegos del amor humano y divino, la figura extática de Cristo— en los que la retórica se inflama por un súbito ardor vivencial y se despliega con una majestuosidad literariamente memorable.
—Pongo en las palabras concierto, y las escojo y les doy su lugar; porque piensan que hablar romance es hablar como se habla en el vulgo; y no conocen que el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio, así en lo que se dice como en la manera como se dice. Y negocio que de las palabras que todos hablan elige las que convienen, y mira el sonido de ellas, y aun cuenta a veces las letras, y las pesa, y las mide y las compone, para que no solamente digan con claridad lo que se pretende decir, sino también con armonía y dulzura. A continuación, Cicerón se ocupa de los elementos fundamentales del ornatus, adorno en el discurso, causante del deleite que produce en el oyente. Primero, el orador ha de producir su discurso practicando una cuidadosa selección de palabras entre aquellas que son de uso corriente en su lengua. En el castellano, Garcilaso había ya realizado, y de modo magistral, ese ideal ciceroniano de naturalidad y selección en la poesía. En la generación siguiente, fray Luis lo extendió a la prosa:
Esta alusión final al “componer” de las palabras sugiere que el ornato del discurso no se agota en la elección de palabras apropiadas, sino que comprende también, en segundo lugar, la artística combinación de ellas conforme a las reglas del arte: de un lado, el recurso a las figuras de dicción y de pensamiento más pertinentes, y de otro, la composición de periodos y oraciones de bellos sonidos y armoniosa estructura (en latín, concinnitas).
Un elemento portador de gran elegancia dentro de la composición es el numerus, término latino que se traduce por ritmo. Designa esa musicalidad emanada por la cuidadosa sucesión de sílabas largas y cortas organizadas en pies. Aunque este efecto melódico es propio del verso, algunos retóricos griegos, como Isócrates, lo aplicaron también al discurso creando así la llamada prosa rítmica, a medio camino entre el verso y la prosa ordinaria, una novedad que Cicerón importó al latín y fray Luis al castellano (cambiando el ritmo cuantitativo por el intensivo o acentual), de lo cual presume abiertamente en la dedicatoria. Ha sido destacado por la crítica el distintivo “metricismo difuso” de nuestro autor, “esa extraña musicalidad acariciadora que brilla en las principales páginas de la prosa del agustino, una fluidez fónica que deriva de una consciente y continua atención a los valores formales del lenguaje” (C. Cuevas).
En la construcción de una prosa romance artística, vulgar ilustre, empresa común a los escritores del siglo XVI, aventaja fray Luis de León a todos sus contemporáneos —incluido el gran precursor, fray Luis de Granada— en la particularidad de que él es, además, un excelso poeta, grave y elevado, provisto de un sentido único para la suavidad de las palabras, sus cadencias melódicas y la concentración simbólica de significado, y esa ventaja comparativa le confiere una posición aparte en la historia de la prosa española. Si fray Luis fue el Horacio de la poesía castellana, como se suele repetir, con igual fundamento puede afirmarse que fue también el Cicerón de su prosa.
Como hombre de religión, su tema de meditación fue siempre la Biblia. Como humanista y clasicista, dominó el arte de la prosa imitando los modelos retóricos latinos. Como poeta, ennobleció la prosa castellana con una elocuencia desconocida hasta entonces. Su obra representa para la historia de la literatura de España lo que la traducción luterana de la Biblia para Alemania o la King James para Inglaterra: la fundación del estilo elevado en lengua castellana.
“Tengo la sensación de que en la actualidad nuestra producción espiritual padece de cierta mediocridad, anemia y pequeñez”. Esta confidencia pertenece al libro En defensa del fervor, del poeta polaco Adam Zagajewski, último premio Princesa de Asturias, quien añade: “Me parece que uno de los principales síntomas de debilidad es la atrofia del estilo elevado y el predominio apabullante del estilo bajo, coloquial, tibio e irónico”.
En su ensayo La inspiración y el estilo, Juan Benet apuntó algunas singularidades de la idiosincrasia española en este proceso general de decadencia estilística. En determinado momento entre el Renacimiento y el Barroco, el literato español perdió el apetito de grandeza, salió del olimpo y cruzó el umbral de la taberna, donde permanece hasta ahora. En el ambiente tabernario, aquel primer estilo elevado, que merece sólo el menosprecio de los buscavidas, pícaros y golfillos que por allí pululan, es reemplazado por el casticismo y el costumbrismo, convertidos en estilo patrio. Al entrar en la taberna, el literato no pretendió otra cosa, según Benet, “que la embriaguez y la delectación en el rebajamiento”.
La modernidad europea, edificada sobre el principio de la autenticidad, despierta una insólita voluptuosidad por una vulgaridad tentadora transformada en objeto de fascinación. Porque, en los siglos anteriores, la cultura había propuesto al pueblo paradigmas de comportamiento virtuoso, dignos de imitación y generalización social, mientras que ahora una autenticidad exagerada alienta al yo a manifestarse públicamente, no conforme al antiguo paradigma de virtud, sino como uno realmente es, en su individualidad verdadera, con lo bueno pero también con lo malo. Y comoquiera que lo bueno ya había sido reiterado por una tradición literaria moralista, la nueva literatura acaba propiciando una transgresora apropiación de las delicias de lo vulgar en nombre de la sinceridad. La nueva religión moderna pone el ser sincero por encima de todo, incluso de ser virtuoso.
En el aspecto literario, nuestro héroe de la sinceridad ya no se preocupa tanto de escribir bien como de escribir verazmente, sin escamotear a la mirada pública nada, ni lo corrompido y abyecto de uno mismo, más bien al contrario, reclamándolo como territorio de exploración, lucha y autorrealización personal, dando pie a una literatura que presume de exhibir los aspectos más degradantes de la condición humana. Y en cuanto al estilo, las viejas reglas de la retórica, que sujetaban artísticamente la prosa a medida, estorban ahora el enérgico desenvolvimiento de un yo libertario, que desea sacudirse viejas servidumbres y busca una forma más suelta de expresión. La prosa se derrama por el papel como un chorro, obediente sólo a la espontaneidad de su autor. El anhelo de elevación, constantemente ridiculizado como afectación de pedantes y de “preciosas ridículas”, representa en la literatura contemporánea el papel de la impostura inverosímil, en suma, de la hipocresía. El entusiasmo por lo excelente se resfría y deja paso a nuestro actual escepticismo irónico y descreído. La vulgaridad triunfa y acaba constituyéndose, como se observa por todas partes, en el estado general de la democracia de masas.
Cualquier intento de elevar hoy el estilo requiere un programa completo de reforma de la vulgaridad triunfante. Se dice reforma de la vulgaridad y no su negación, porque, ahora lo mismo que en tiempos de fray Luis de León, cuando humanistas como él fundaron ese vulgar ilustre de las literaturas nacionales, la elevación presupone siempre selección pero también, no se olvide, naturalidad, y el criterio selectivo se ha de aplicar sobre el caudal vivo de la lengua popular y de uso común, si no quiere perderse el contacto con su fuente de vitalidad y producir una prosa de laboratorio, artificiosa. El escritor que se proponga recuperar el estilo elevado en este siglo habrá de arreglárselas para que ese lenguaje selecto, por mantenerse siempre dentro de los límites de la naturalidad, suene creíble y convincente a un oído como el nuestro, estragado por un mal gusto dominante que el auge de lo audiovisual ha convertido en normativo.
¿Cómo reformar la vulgaridad democrática para peraltarla a una posición más elevada? Un empeño de esa naturaleza tendrá que ver con una recuperación de los grandes temas de siempre últimamente olvidados —la metafísica, el ideal moral, la estética sublime—, pero tratados a nuestro modo, evitando buscarlos en las espectaculares figuras del mito o la historia de antaño y privilegiando, en cambio, una grandiosidad sorprendida en la vida cotidiana del ciudadano vulgar y corriente de las sociedades masificadas, llevados por la convicción de que no existe asunto más elevado que la historia de la mortalidad humana, que concierne por igual a todos sin diferencia de clases; ni hay tampoco narración más sublime que la de las aventuras del aprendizaje por cada hombre de su condición mortal. ¿Habrá cantado la literatura universal alguna vez cosa mayor que el drama de nuestra mortalidad doliente, con su dignidad de origen y su indignidad de destino? No: es el asunto elevado por excelencia, superior a todas las tragedias y epopeyas que se hayan escrito jamás.
El actual estadio democrático de la cultura, que segrega una prosa envilecida y torpe, se halla a la espera de algún maestro del arte retórico que, cual León del siglo XXI, contribuya a refundarla devolviéndole la dignidad de gran estilo que un día tuvo y luego perdió.