domingo, 21 de mayo de 2017

"Valle-Inclán en la picota" por Rafael Narbona

No descubro nada si apunto que las letras españolas no atraviesan su mejor momento. Espero que los autores contemporáneos no se sientan ofendidos, pero me temo que sería inútil buscar algo semejante a Galdós, Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o Valle-Inclán. Nos separan más de trescientos años de nuestro Siglo de Oro, pero nuestra Edad de Plata es un fenómeno relativamente cercano. La catástrofe política, moral, social y cultural que representó la sublevación militar de 1936 frustró la continuidad de uno de los períodos más fecundos de nuestra historia literaria, artística y musical. Incomprensiblemente, un revisionismo intempestivo cuestiona el mérito de algunos escritores de esa hornada, atribuyéndoles una excesiva autocomplacencia –que en algunos casos devino en egolatría−, una deplorable torpeza –que bordeó el desaliño− o una imaginación insuficiente –que alentó cierto provincianismo, incompatible con las tendencias más renovadoras de la cultura europea. Se acusa a Azorín de tedioso y apolillado, a Unamuno de exaltado e histriónico, a Antonio Machado de vetusto y trasnochado, a Juan Ramón Jiménez de cursi y sensiblero, y a Valle-Inclán de grandilocuente y pomposo. Ultrajar a los escritores de épocas anteriores es un vicio de las nuevas generaciones, que quizá responde a pulsiones parricidas o una lamentable petulancia. Durante sus crisis de fervor futurista, Marinetti expresó su desprecio hacia los que veneran a sus maestros, reyes o profetas. Cuando un grupo de hombres suplica a Mafarka, su mesías, que abandone su retiro y vuelva a ostentar su cetro, se topa con una reacción inesperada. Colérico y decepcionado, Mafarka se dirige al cabecilla de la expedición, recriminándole su servilismo: «¿Cómo es tu corazón para no haber experimentado nunca el deseo de matarme y ocupar mi puesto? ¿Tan larga es la vida, que quieres desperdiciar la mitad pasándola de hinojos ante mí?»

Jaime Gil de Biedma nunca ocultó su escaso aprecio hacia el Juan Ramón Jiménez modernista, y Andrés Trapiello, barojiano confeso, enjuicia a Valle-Inclán con dureza, aduciendo que su borrachera verbal frustró la creación de personajes e historias creíbles, con interés humano y valor universal. La edición de la obra completa del escritor gallego por la Biblioteca Castro –aún en marcha, pues sólo ha aparecido la narrativa en tres volúmenes− ha reavivado el debate sobre la calidad de sus textos. Algunos lo consideran un clásico indiscutible, que explotó los recursos del idioma para alumbrar un estilo prodigioso, capaz de madurar desde el modernismo inicial hasta la estética del esperpento, donde brilla el genio de Quevedo y Goya, con su visión trágica de la realidad española y su hondo conocimiento del espíritu humano. Otros opinan que sólo es un nigromante que compuso música de violines, pobres caricaturas –nunca caracteres− y vistosas mascaradas. Su teatro, lejos de ser un inspirado eco de los clásicos, sólo es una estridente mojiganga. Algunas biografías incluso desmienten las leyendas que habían circulado sobre su vida, aclarando que no fue un heroico bohemio y un rebelde contumaz, sino un escritor que promocionó sus libros mediante bufonadas.

No puedo estar de acuerdo con este juicio sumarísimo que coloca a Valle-Inclán en la infamante picota. Sería absurdo pedirle que escribiera como Galdós o Baroja, pues jamás pretendió elaborar un retrato objetivo de la realidad. Su propósito era alumbrar un mundo alternativo, estilizado, decadente o grotesco, donde la belleza o el escarnio usurparan el lugar de los hechos. Soñar, fabular, falsificar, parodiar es tan lícito como escarbar en la psique o en los acontecimientos con la perspectiva del historiador o el psicólogo, condicionados por exigencias morales que no pueden transigir con el lujo, la pirueta, la hipérbole o el dispendio. Valle-Inclán es puro despilfarro. Sus frases rebosan como fruta madura que desprende gotas de néctar. Pocas veces ha volado el idioma con una cadencia tan audaz y agraciada como en algunos cuentos de Jardín umbrío (1903) o las cuatro entregas de las Sonatas (1902-1905). Los cuentos de Jardín umbrío componen un ambiente de ensueño, que combina lo mítico y lo refinado, lo arcaico y lo primoroso, lo primitivo y lo delicuescente. Son piezas prerrafaelitas caracterizadas por la delicadeza y la minuciosidad de una tabla flamenca. Su deliberado alejamiento de la realidad es un procedimiento sostenido por el anhelo de perfección estética. «Beatriz» comienza con una memorable descripción:

Cercaba el palacio un jardín señorial, lleno de noble recogimiento. Entre mirtos seculares, blanqueaban estatuas de los dioses. ¡Pobres estatuas mutiladas! Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas. Algún tritón, cubierto de hojas, barboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra, con latido de vida misteriosa y encantada.

En unas pocas líneas, Valle-Inclán convoca el misterio de la naturaleza reordenada por el hombre, el silencio conventual de los espacios segregados del fragor del mundo y el esplendor perdido de los clásicos griegos. La belleza no siempre es verdad y la verdad raramente es belleza. Un estilo como el de Valle-Inclán, que se despega deliberadamente de la inmediatez cotidiana, constituye un acto de rebeldía contra cualquier expectativa de provecho. Es puro artificio que repudia la razón, la utilidad y el aleccionamiento. La escena del negro y los tiburones en la Sonata de estío responde al mismo planteamiento. Sería absurdo menoscabar su valor, empleando criterios morales o de verosimilitud:

Los labios hidrópicos del negro esbozaron una sonrisa de ogro avaro y sensual. Seguidamente despojóse de la blusa, desenvainó el cuchillo que llevaba en la cintura y como un perro de Terranova tomóle entre los dientes y se encaramó en la borda. El agua del mar relucía aún en aquel torso desnudo que parecía de barnizado ébano. Inclinóse el negrazo sondando con los ojos el abismo: Luego, cuando los tiburones salieron a la superficie, le vi erguirse negro y mitológico sobre el barandal que iluminaba la luna, y con los brazos extendidos echarse de cabeza y desaparecer buceando.

Sólo es literatura que no necesita justificarse con pretextos espurios. La literatura no es psicología, sociología, ética o historia. Se trata de palabras combinadas de tal manera que adquieren la dimensión del milagro estético. No es necesario apelar a algo externo para lograr la aprobación del ojo crítico. No descansan sobre un fondo oculto, semejante a la caja de un mago, que sólo está al alcance de los iniciados. Es suficiente resbalar por su superficie para apreciar su tensión poética, su calidad sonora, su gozosa gratuidad. La obra de Valle-Inclán es un milagro musical, una dádiva para los sentidos, que en sus últimos movimientos se abre al mundo, buceando en las profundidades de esa realidad problemática llamada España.

Valle-Inclán no merece estar en la picota, sino disfrutar del reconocimiento reservado a los grandes orfebres del castellano. Podría decirse del autor de Divinas palabras lo mismo que Borges afirmó de Quevedo. Sus mejores piezas son «objetos verbales, puros e independientes como una espada o como un anillo de plata». Ambos escritores se preocuparon menos de ser hombres que de ser recordados como artífices de palabras. Nadie debería olvidarlo.

sábado, 13 de mayo de 2017

¿Para qué sirve el servicio de inspección educativa?


Cuando entrevistamos a la asesora cultural de la embajada finlandesa, no comprendimos que considerase la eliminación en su país del servicio de inspección a principios de los 90 uno de los factores claves en la mejora de su sistema educativo. En nuestro país, las funciones de este cuerpo son imprescindibles. No concebimos que la enseñanza en Finlandia haya mejorado por la eliminación de los inspectores si servía para lo mismo que en España. Analicemos sus utilidades en nuestro país y lo comprobaremos:

1. Apartar de las aulas a ciertos elementos que por su egolatría y aversión a la tiza provocarían traumas sin solución en los alumnos.
2. Dar salida laboral a los faltos de vocación que intentan medrar en la administración pública porque no les satisface el ejercicio de la enseñanza.
3. Favorecer al pequeño comercio textil especialista en trajes de mal gusto, corbatas de fantasía y chaquetillas de monja.
4. No frustrar a los que escriben currículos educativos. Sin la existencia de los inspectores no habría nadie que se atreviera a declarar que entiende la legislación y los redactores podrían entrar en una depresión profunda.
5. Ayudar al comercio que se dedica a la venta de muebles para despacho y útiles de papelería: tampones, sellos, clips, libros de registros y actas, plumas estilográficas, rotuladores fosforescentes, chinchetas, tablones de corcho...
6. Provocar la tensión necesaria en el profesorado para que no se relaje por medio de: cambios continuos de criterio, contestar al teléfono en contadas ocasiones, visitas esporádicas al centro para evitar la familiaridad del claustro, no atender a las peticiones de asesoramiento para hacer más autónomo al cuerpo de profesores, rostro severo y pose enigmática.
7. No actuar expeditivamente en ningún caso, por evidente que sea la falta, salvo que haya por medio una crítica al servicio de inspección o una avalancha de padres que haga peligrar al propio cuerpo.
8. Rendir pleitesía a los cargos más altos para ascender en el escalafón administrativo.

Ferlosio contra Disney


Contra Disney

“Hasta la crema de la intelectualidad se toma en serio inmundicias no sólo estéticas sino también ideológicas, como Casablanca o Lo que el viento se llevó; ya que las convenciones del ‘derecho narrativo’, además de ser ideológicas ya en cuanto formas o más bien fórmulas en sí, se han convertido también en eficaz instrumento pedagógico, potenciador de ideologías. El paradigma supremo de semejante función educativa es Walt Disney, el gran corruptor de menores y la mayor catástrofe estética, moral y cultural del siglo XX”.

"Werther, amante suicida" por Fernando Aramburu


Werther, joven impulsivo, llora con frecuencia en las ciento y pico páginas que comprende su historia. Al principio derrama lágrimas de alborozo ante paisajes primaverales que son reflejo de su felicidad; después, lágrimas de pena, bien sea porque lo emociona el recuerdo de su alegría perdida o porque, en fin, entre tinieblas de invierno, colinas siniestras y oscuridad nocturna, agotada la última esperanza, ya no puede más.
Werther es fácilmente parodiable en nuestros días por causa, sobre todo, de sus escenas de comportamiento extremo. También lo son a su manera el Caballero de la Triste Figura o Hamlet, lo cual no les resta complejidad, al menos para quienes disponen de una antena con que sintonizar la alta literatura.
Hubo jóvenes que allá en el siglo XVIII se quitaron la vida trastornados por la lectura de Las penas del joven Werther. Napoleón gustaba de llevar un ejemplar de la novelita en sus campañas. Se conoce que no terminaba de calentarse con los cañonazos, el humo y la carne esparcida por los campos de batalla. Hay quien conceptuó perversa esta obra de Goethe, considerándola una incitación al suicidio, y quien, exento de inclinaciones románticas, no duda en tildarla de kitsch.
Goethe tenía 25 años en 1774, cuando publicó por vez primera el Werther. Lo escribo así, el Werther, como se suele decir en Alemania, lo mismo que entre nosotros decimos el Quijote o la Celestina. El libro adquirió con rapidez esa pátina de óxido que, según algunos, menoscaba, anula, pone bajo sospecha la calidad literaria. Me refiero al éxito. Se cuenta que los lectores entusiastas se arracimaban ante la casa de Goethe, algunos venidos desde el extranjero.
No deja de ser curioso el que un hombre de orden, con una entraña tan legalista y conservadora, figure en las historias de la literatura como adelantado del romanticismo. Poco se asemejaba su idiosincrasia a la de su ardiente personaje, un auténtico absolutista del corazón. Como este, también Goethe tendía a desear a la mujer del prójimo, solo que en su caso, no bien la cuestión se ponía fea, cambiaba a toda prisa de ciudad. La controversia suscitada por el libro no dejó indiferente a su autor. En la edición de 1775, la segunda, introdujo en el texto diversos cambios con finalidad suavizadora.
Averiguamos los sucesivos lances de la historia por las cartas confesionales que Werther envía a un amigo de confianza, cuyas posibles respuestas no han sido incorporadas a la novela. El monólogo epistolar deja huecos en la serie episódica que el lector debe completar. En uno de ellos, de 17 días, Werther se prenda de Lotte. El hecho de que no se nos cuente cómo ha ocurrido tal cosa nos invita al placer de imaginarla. La hermosa Lotte, mujer de encantos físicos e intelectuales, comprometida con otro, admite a Werther en su cercanía y él va ganando méritos por la senda de entretener a los ocho hermanos pequeños de ella, huérfanos de madre. La obsecuencia de Lotte es­timula los avances del enamorado e induce a este a concebir ilusiones imposibles que al fin desatarán su tragedia.
Juan José Saer (El concepto de ficción) afirma que el epistolar no es tanto un género como un procedimiento. Las limitaciones del mismo, cuando se trata de narrar la propia vida, saltan a la vista. Bastante antes del desenlace de la novela, el lector comprende sin sombra de duda que a Werther lo espera una muerte violenta. El propio personaje se encarga de anunciarla en repetidas ocasiones de forma cada vez más explícita.
La vida del amante rechazado, que ya no halla sentido ni gusto a la existencia, se va a acabar y, con ella, su historia novelada. A Goethe se le plantea un problema de tipo técnico. Es imposible que el narrador cumpla su cometido en el tramo final de la novela. Que a última hora, con las armas cargadas sobre la mesa, Werther redacte una carta de despedida a Lotte añade una coda epistolar interesante, pero no aporta ninguna solución. El texto no ha generado una coherencia interna que permita a los lectores aceptar que Werther nos relate en un capítulo póstumo su suicidio y su posterior inhumación. Goethe recurre a un editor más omnisciente de lo debido para tomar el relevo de la narración y ultimar la historia.
El suicidio de Werther no consiste, a mi juicio, en una simple despedida brusca, fruto de un arrebato. Pienso también que es interpretable más allá de su posible efecto punitivo sobre la mujer que rechazó los deseos fervientes del enamorado. Lo cierto es que Werther se descerraja un tiro con una de las pistolas prestadas por el marido de Lotte. Se las pidió con un pretexto, por medio de un criado; el cual le contará a su vuelta que las armas se las entregó Lotte después de haberles quitado ella misma el polvo. A ojos de Werther, el gesto implica una instigación. Aún más, una condena, como si le dijeran: hala, mátate de una vez y déjanos tranquilos. Lo enterrarán sin ceremonia religiosa, fuera del camposanto, como correspondía a los suicidas, sin más honor que el de recibir sepultura en el lugar que él había elegido.


jueves, 11 de mayo de 2017

A un calzoncillo en una lámpara


Dedicado a los "escritores" criados en platós televisivos

Máximo esplendor del vil calzoncillo,
gloria a la jaima de escroto y zurraspa.
Todos rendidos a la hez de la caspa,
todos a los pies del resto amarillo.

Loo, me entrego, adoro, venero,
me sumo al amor del dios excremento.
Nadie se atreva a emitir un lamento
contra el imperio de tanga y braguero.

Hoy es el mundo de la porquería,
huerta de heces, de limo y de fama.
Dejadme unirme a los fastos del ano.

Nadie se atreva contra la jauría.
¡Viva la fiesta que el hedor aclama!
     No levantaré el buen gusto en vano.    

sábado, 6 de mayo de 2017

"Cara a cara con Juan Rulfo" por Juan Villoro


"Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas”, así comienza el primer cuento de El llano en llamas (1953), de Juan Rulfo. De manera emblemática, un virtuoso del estilo se sirvió de una voz incierta para ese cuento inicial. Un muchacho con una deficiencia mental mira el mundo con inocente extrañeza. Macario, el protagonista, bebe la leche de una mujer y ella le asegura que esa dicha lo convertirá en un demonio. En los ruidos de la naturaleza, él busca una clave para los enigmas del bien y el mal; decide que, cuando se callen los grillos, saldrán las almas. Esa profecía anticipa la novela Pedro Páramo(1955), donde todos los personajes están muertos. ‘En la madrugada’, otro cuento de El llano en llamas, anuncia lo mismo: en un sitio donde los desposeídos no intervienen en los sucesos, las noticias salen de las tumbas: “Voces de mujeres cantaban en el semisueño de la noche: ‘Salgan, salgan, salgan, ánimas en pena”.
La ronda de los fantasmas rulfianos no ha dejado de suceder. Su larga sombra toca a nuevos autores mexicanos. La novela Las tierras arrasadas, de Emiliano Monge; la obra de teatro Mendoza, de Antonio Zúñiga y Juan Carrillo, y el cuento Una pura brasa, de Rodrigo Flores Sánchez, son piezas de indiscutible singularidad en las que resuena un eco inconfundible, una voz que ya es el nombre propio de la tradición.
En Pedro Páramo, quienes se han librado del dolor de vivir integran un coro de voces sueltas. No es casual que el título de trabajo de la novela fuera Los murmullos. Mucho antes de las desmesuradas redes sociales, Rulfo creó una ronda de personajes dispuestos a hablar sin encontrarse, confirmando la poderosa realidad virtual de la literatura.
Cristina Rivera Garza acaba de publicar Había mucha neblina o humo o no sé qué, bitácora que aborda los parajes, los libros, las fotografías, los trabajos, las fatigas, la vida concreta y dura del hombre que sería leyenda. Entre otros asombros, Rivera Garza destaca la función liberadora que Rulfo otorga al deseo femenino: “Es claro que las ánimas que se pasean por Comala purgando culpas y murmurando historias son ánimas sexuadas”; los cuerpos han desaparecido de los confines terrenales, pero el alma de Abundio Martínez aún siente a la mujer que “le raspaba la nariz con su nariz”.
Rulfo se sirve de un lenguaje deliberadamente austero para recrear la pobreza del campo mexicano. La música de su idioma proviene del uso, tenso y reiterado, de pocos elementos. En esa poética de la escasez, las palabras percuten como piedras de un desierto donde “se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga”.
La renovada actualidad de Rulfo se manifiesta en su impronta en escritores contemporáneos, pero también en una realidad que no deja de parecérsele. La violencia, el ultraje, la traición y el sentido gratuito de la muerte determinan sus páginas con la misma gramática de la sangre con que determinan la hora mexicana.
“¿Qué país es éste?”, pregunta un personaje del cuento ‘Luvina’. Cada historia rulfiana tiene su modo de ser actual. ‘Paso del norte’ trata de los mexicanos acribillados en el río de la esperanza que lleva a Estados Unidos, el infierno que Trump desea perfeccionar con un muro.
En un entorno que se decide con el filo del machete, las aclaraciones son póstumas: un asesino le explica su suerte al cadáver de su enemigo. Ahí, la política y la religión no sirven de consuelo. Gente de mucha fe, los seres rulfianos rezan hasta morder el polvo. En ‘Nos han dado la tierra’, los campesinos reciben en recompensa por sus luchas agrarias un arenal incultivable. ¿Quién manda en ese territorio? En ‘Luvina’, cuando alguien se refiere al Gobierno y dice que su madre es la patria, otro responde: “El Gobierno no tiene madre”.
En una región sin más hegemonía que el abuso, Pedro Páramo se alza como cacique y patriarca, Señor de lo Público y lo Privado. Comala es su propiedad, pero algo se le resiste: Susana San Juan. El tirano ama a una mujer indómita, atravesada por la incontrolable fuerza de la locura y una sensualidad que no tiene que ver con él. En la novela de las almas en pena, nada está tan vivo como Susana.
Rulfo nació en 1917, año en el que se escribió la Constitución mexicana. Durante un siglo, la Carta Magna ha recibido 695 enmiendas según unos cálculos, 699 según otros. Ese palimpsesto no se concibió para ser leído, sino para que litiguen los abogados. En el centenario de Rulfo, nada es más elocuente que su prosa ni más oscuro que las leyes, que semejan las palabras herméticas de la religión: “Tú sabes cómo hablan raro allá arriba”, dice una voz en Pedro Páramo.
En el México de 2016, cada mes 500 cadáveres fueron a dar a fosas comunes. Una necrópolis donde sólo las almas tienen oportunidad. Aprendemos geografía con los cambiantes nombres de las tragedias: Ayotzinapa, Tetelcingo, Acteal. Aprendemos que algo resiste con un solo nombre: Rulfo.
Después de El llano en llamas y Pedro Páramo, el maestro guardó silencio. Dejó un puñado de cartas, textos excepcionales escritos para el cine, habló con pícara inventiva de historias futuras y rehusó modificar una bibliografía perfecta.
Una y otra vez sus páginas aluden al necesario reverso del sonido. El cuento ‘Talpa’ ofrece una moral al respecto: “Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da vueltas sobre sí mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde. No hace ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de uno, pero no la del río”. ¿Hay mejor retrato de una voz idéntica a la tierra?
El río de Juan Rulfo fluye “mullendo sus aguas”, “camina y da vueltas sobre sí mismo”. Ahí, la gente bebe sueños. Misteriosamente, el agua que trae tantas cosas no hace ruido, o trae el más fuerte de todos: el silencio.


viernes, 5 de mayo de 2017

"Los vapores del vino en la literatura del Siglo de Oro" por José Manuel González de la Cuesta


Hablar hoy, en el siglo XXI, del vino, es entrar en el universo de la gastronomía, convertida en uno de los principales placeres que el ser humano moderno puede alcanzar. El vino, como parte de ese mundo gastronómico marcado por excelentes cocineros, proliferación de establecimientos que ofrecen todo tipo de propuestas diferentes para acercarse a la comida y grandes campañas de marketing que han elevado el arte de comer al Olimpo de nuestra cultura, se ha hecho un hueco en nuestros paladares, después de años de ser considerado una bebida vulgar, en muchos casos asociada a borrachines, y no son pocos los que presumen de tener una buena nariz y los conocimientos suficientes para poder hablar con soltura de este o aquel caldo.
Sin embargo, el vino ha estado siempre presente en la cultura mediterránea como un elemento integrador en la sociedad, públicamente ligado a nuestra manera de entender la vida. Se podría decir que el Mediterráneo y los pueblos que lo rodean no serían lo mismo sin ese líquido divino, sagrado para algunas religiones, que desde hace varios milenos les ha acompañado. No en vano, la invención del vino, durante siglos, fue motivo de disputa entre los cristianos, que reivindicaban la figura de Noé como viticultor que plantó la primera vid por concesión divina del Dios monoteísta, y la tradición grecolatina, que atribuye su invención al dios Baco —Dionisio para los griegos— hijo de Júpiter/Zeus, que regaló a los mortales la vid y su afición al vino. Monoteísmo y politeísmo, las dos grandes corrientes religiosas que han marcado la historia del Mediterráneo, en disputa por el origen del vino, lo que nos puede dar idea de la importancia de esta libación, divina o no, en la culturas mediterráneas.
Pero si hay una época donde el vino figura como una bebida popular es en el Siglo de Oro español, una larga centuria de casi doscientos años, que algunos historiadores fijan entre 1492, año del descubrimiento de América, y 1681, muerte de Calderón de la Barca. El florecimiento de las artes y la cultura hispánica durante este periodo, que abarca toda la dinastía de los Austrias, fue de tal calibre que alcanzó a todas las cortes europeas. Y, sobre todo, fue el gran momento de la literatura española, sin parangón en nuestra historia, con  nombres que han perdurado en la memoria colectiva de la cultura universal. Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Góngora, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, Tirso de Molina, Fray Luis de león, Jorge Manrique, sor Juana Inés de la Cruz, entre un gran elenco de escritoras y escritores que han marcado la literatura de todos los siglos posteriores y, como no podía ser de otra manera, muchos de ellos, autores populares y a pie de calle, han escrito sobre el vino y su trascendencia en la sociedad de la época.
El vino en el Siglo de Oro está tan presente en la vida, además de una manera transversal, abarcando a todas las clases y condiciones sociales, que sería imposible que no hubiera dejado su impronta en la literatura. Es alimento, medicina, diversión, revitalizante, salario, lujuria, pecado, valor… su presencia está tan viva en el día a día de la sociedad que lo convierte en el mayor factor de integración social, junto con la religión, que pudiera existir en ese momento. Quizá quien mejor define su importancia es el médico y paremiólogo Juan Sorapán de Rieros, que en 1615 publica su obra: Medicina española contenida en proverbios vulgares de nuestra lengua. Nos habla de lo malo y lo bueno del vino:
El vino trastorna a sus amadores el entendimiento, háceles más
 sin razón que brutos animales: furiosos, ridículos, miserables

habladores, pierden el color del rostro, traen las mejillas

caídas, los ojos ensangrentados, las manos temblando,

inquietos y olvidados de sí propios, hablando mil desvaríos,

descubriendo sus secretos, haciéndoles descompuestas zancadillas

y traspiés, y dándose a rienda suelta tras todo género de vicios

indignos de nombrar a oídos castos…

Para, a continuación, hacer una encendida defensa:
Es alimento saluterizado, calienta los resfriados, engorda y humedece

a los exhaustos, da calor a los descoloridos, despierta los ingenios,

hace graciosos poetas, alegra al triste melancólico, es triaca contra

la ponzoña de la cicuta, restaura instantáneamente el espíritu perdido,

alarga la vida y conserva la salud, hace decir verdades, mueve sudor

y orina, concilia sueño, y, en suma, es único sustentáculo y refrigerio

de la vida humana, así usado como alimento, como bebiéndolo por

bebida o tomándolo como medicamento.

Esta es la gran contradicción que se vive entre los escritores del Siglo de Oro: la defensa, a veces apasionada, de una bebida que era mucho más que un zumo de uvas, y las llamadas al orden sobre sus consecuencias nocivas para quien lo consumía en exceso, aunque lo cierto es que beber se bebía mucho. Tanto que hoy nos asustaríamos de las cantidades que consumían propios y extraños, frailes y curas, nobles y campesinos, soldados y literatos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes.
Aquel año habían cogido tanto vino, que a las puertas que llegaba,

me dicen si quería beber, porque no tenían pan para darme.

Jamás lo rehusé, y así me sucedió algunas veces en ayunas haber

envasado cuatro azumbres de vino, con que estaba más alegre

que moza en víspera de fiesta.
                                                         II Parte del Lazarillo de Tormes (1620), Juan de Luna.

Si tenemos en cuenta que un azumbre equivalía a poco más de dos litros de vino, nos podemos imaginar lo que se echaba el buen Lázaro al gaznate cada vez que salía a pedir. Pero no solo Lázaro, la sed de vino alcanzaba a todos los estamentos, unos como acompañamiento abundante a sus copiosas comidas, los que se encontraban en la cúspide de la pirámide social. Lope de Vega en su obra El Anticristo hace una loa al maridaje del vino y el jamón:

Desde hoy me acojo a un jamón,

pues ya no hay ley que me obligue.

Al vino no se persigue,

esta es famosa invención:

no consentía Moises

que comiésemos tocino, y quien da tocino y vino,

sin duda que buen dios es.
                                                            El Anticristo (1618), Lope de Vega.

Otros, porque no tenían qué echarse al estómago las más de las veces y el vino aportaba valor nutritivo a la dieta: calorías y energía, que hacían de él un alimento básico. Además tenía otras cualidades: a la tropa les infundía valor —cada soldado o marino tenía derecho a medio azumbre diario, en el peor de los casos—; envalentonaba no solo a la soldadesca, también era origen de pendencias y peleas taberneras, de ahí viene la expresión «vino peleón».

En esto desenvainó

espadas el vino e ira;

que uno y otro anduvo igual

porque el vino y los aceros

mientras se están en los cueros,

en su vida hicieron mal,

mas saliendo, es cosa llana

que luego ha haber peleona

                                           Del enemigo, el primer consejo (1634), Tirso de Molina.

A los clérigos, porque rezaban mejor a Dios bajo sus efectos. Quevedo escribe sobre la afición de los eclesiásticos al vino:
Dijo fray Jarro, con una vendimia en los ojos, escupiendo racimos y
oliendo a lagares, hechas las manos dos piezgos y la nariz espita,
la habla remostada con un tonillo de lo caro. Estos santos que ha
canonizado la picardía con poco temor de Dios
.

                                                                              Sueño de la Muerte (1627), Quevedo.

A los enfermos, porque tenían en el vino un reconstituyente medicinal al alcance de todos.

Para conservar la salud y cobrarla si se pierde, conviene alargar
en todo y en todas maneras el uso del beber vino, por ser,
con moderación, el mejor vehículo del alimento y la más
eficaz medicina.
                                                 El Gran Señor de los Turcos, Quevedo.

A los viejos, porque suple las carencias de la vida en la vejez.

Después que me fui haciendo vieja, no sé mejor oficio a la mesa que
escanciar. Pues de noche en invierno no hay tal calentamiento de
cama, que con dos jarrillos destos que beba cuando me quiero a costar,
no siento frío en toda la noche.
                                                            La Celestina (1499), Fernando de Rojas (?).

Y a todos, porque les encendía la lujuria que les conducía al sexo, por otro lado, uno de los pocos placeres a los que podía acceder el vulgo. El dramaturgo Salas Barbadillo en 1621 publica La sabia Flora Marisabidilla:

Para entrar en las guerras de Venus no ha armería mejor que la de Baco y Ceres.
                                 La sabia Flora Marisabidilla (1621), Jerónimo de Salas Barbadillo.


El vino, no obstante, también tiene detractores que lo señalaban como el culpable de los males y vicios que tenía la sociedad. Son defensores a ultranza del agua como líquido saludable, que no hace perder a quien la consume la razón.

Bebamos, pues, bebamos;

venga el luciente vidrio cristalino

que la pura y bruñida plata afrenta.

No el oloroso vino

sino el licor que en faz serena y leda

llega a nacer copioso a la alameda.
                                                                     Silva de estíoFrancisco de Calatayud.
Incluso la defensa o el ataque al vino tuvo su manifestación en el ámbito literario y fue objeto de malicia entre enemigos. Góngora, abstemio y detractor del vino, se ríe de Quevedo y Lope de Vega, ambos con fama de borrachines:

Hoy hacen amistad nueva

Más por Baco que por Febo

Don Francisco de Quebebo

Y Félix Lope de Beba.

Versos que no tardaron en recibir respuesta de Lope de Vega:

Tome un poeta al aurora

dos tragos sanmartiniegos

destos que Mahoma ignora

(…)
y podrá de copla en copla

henchir de versos un cesto.

Beba agua, y el día pasado,

hará una copla tan tibia,

que parezca que ha salido

por boca de cantimplora.

Tampoco la polémica es ajena a la Iglesia, que veía en el vino una fuente de pecado constante y alejamiento de Dios. Hay que recordar que la Iglesia era enemiga de cualquier manifestación pagana, como el teatro, los toros, las fiestas, etc., que no estuviera bajo el control de sus dogmas. No obstante, en su propio seno hubo quien lo defendió, siempre que fuese el vino consagrado que se convertiría en la sangre de Cristo, vino con agua, que fue otra de las grandes polémicas de la época entre literatos. El vino es amor cristiano y es caridad, virtud principal que tenía para los reformistas del siglo XVI:

… nuestro Salvador se nos da realmente dándonos su sacratísimo
cuerpo en pan y su preciosísima sangre en vino, y así este precioso
vino de amor transporta a los devotos y los pone fuera de sí
y los deja ser suyos sino deste soberano.
                                                         Diálogo espiritual (1548)Jorge de Montemayor.

Aunque tanto vino en el altar y en los confesionarios a algunos les produjo no poca preocupación, por aquello de que el vino desata la lengua y vieron en peligro el secreto de confesión, dada la afición al morapio de muchos clérigos y otros ilustres cargos de la época:

Sofronio: En el vino está la verdad. Enséñanos no ser cosa segura
a los sacerdotes, ni secretarios, ni familiares de los príncipes
darse mucho al vino, según dicen, por la costumbre de sacar
la lengua todo lo que está en el corazón.
                                                                      Coloquios (1532), Erasmo de Rotterdam.

Hay que recordar que el vino  no se consumía en pequeñas dosis, y que al final un azumbre de vino acaba, hoy y en los siglos XVI y XVII, con tal borrachera que no queda lugar para la razón. Por ello la gran disputa literaria de la época se dirimió entre el vino y el agua.
La sed se quitaba con vino, pues el agua, bastante insalubre, por cierto, se tenía como una fuente de enfermedades, lo que hacía que su consumo fuese muy bajo. Se utiliza para todo, menos para beber, porque estaba llena de defectos:

El agua… es llena de defectos e inconvenientes, al contrario del
Vino, del cual se pueden narrar mil perfecciones.
                                           Diálogo en laudade de las mujeres (1580), Juan de Espinosa.

Lo mismo pensaba la Celestina:

Cada cosa es para su oficio, el agua para lavar el vino para beber.
                                                                        Segunda Celestina (1534), Feliciano de Silva.

Se esgrimen hasta motivos litúrgicos, sagrados, para justificar la superioridad del vino frente al agua:

¿Y qué más autoridad quieres tú para la bondad del vino, sino
que se convierta en sangre de Jesucristo, para saber la ventaja
que en todo hay en el vino?
                                                         Segunda Celestina (1534), Feliciano de Silva.

Por tanto se bebe, puro mejor que aguado. A Sancho Panza, al que Cervantes nunca lleva a la degradación de aparecer como un borracho, a pesar de las grandes cantidades de vino que consumía, solo el vino le quita la sed y, no menos importante, las preocupaciones. Porque este es otro motivo para que hombres y mujeres del Siglo de Oro beban, no tanto para olvidar como para dejar aparcada en el fondo de una jarra una realidad dura, un entorno en el que solo las grandes fortunas, ya fueran nobles o burguesas, podían vivir con comodidad. Al resto solo le quedaba, para ir pasando el día a día, beber, que era, además, alimentarse, desinhibirse y folgar.

Y disparaba (Sancho) con una sonrisa que le duraba una hora,
sin acordarse entonces de nada de lo que había sucedido en su
gobierno. Porque sobre el rato y el tiempo que se come y se bebe,
poca jurisdicción suelen tener los juzgados. Finalmente, al
acabársele el vino fue principio de un sueño que dio a todos,
quedándose dormidos sobre las mismas mesas y manteles.

                                                                            Don Quijote de la Mancha, Cervantes.

Las borracheras son sonadas. No es que todo el mundo fuese beodo a todas horas por la calle, pero las tabernas, que eran sitios autorizados legalmente solo para vender vino, son el centro de grandes y épicas curdas, que podía acabar en peleas de aceros o luchas amatorias. Eran lugares de socialización, con el vino ejerciendo de anfitrión.

Si es o no invención moderna,

vive Dios, que no lo sé;

pero delicada fue

la invención de la taberna,

porque allí llego sediento,

pido vino de lo nuevo,

mídenlo, dánmelo, bebo,

págolo y voime contento.
                                                        Cena jocosa, Baltasar de Alázar.

Se bebe en todos los lugares. La literatura del Siglo de Oro está plagada de referencias a cómo le dan al morapio en otros pueblos de Europa, con un objetivo: hacer ver que en España se bebe decentemente, algo que obsesiona a las clases poderosas y a la Iglesia. A la cabeza de ese ranking de borrachos europeos están los ingleses, capaces de «beberse entero el Canal de la Mancha, si fuera de cerveza o vino», según escribe Francisco de Aldana en Carta jocosa en 1569; los belgas, los franceses, los italianos, todos beben con desmesura, y es que, a pesar de las distancias y las distintas monarquías, la realidad que envuelve a los diferentes pueblos es la misma. En la Segunda parte del Guzmán de Alfarache, apócrifa, este hace referencia a sus amos alemanes:

Mi ama era de nación tudesca y, de ordinario, estaba con la
carga delantera (borracha); los ojos centelleaban como las estrellas;
aunque era muy blanca, el vicio de la invención de Noé la tenía con
algunas rosillas en la cara, especialmente en la nariz. Mi amo, no
echaba de ver el vicio, porque pudiera ser el inventor del licor de
cepas. Y como entrambos eran cófrades de Baco, de ordinario tenían
la del velo negro (bodega) bien proveída y mejor visitada.
                                   Segunda parte del Guzmán de Alfarache (1602), apócrifa.
Sin embargo, en España no se andan a la zaga, y el lamento de la desmesura bebedora de los españoles está patente en detractores del vino, como Juan de Espinosa en 1580:

… que no sólo no tienen por vituperosa la borrachez, mas aún peor,
que bestialmente se honran y precian della.

Y en gloriosos bebedores como Quevedo:

Honrados eran los españoles cuando podían decir putos y borrachos
a los extranjeros, mas andan diciendo aquí malas lenguas que ya
en España ni el vino se queja de mal bebido, ni ellos mueren de sed.
En mi tiempo no sabían por dónde subía el vino a las cabezas, y ahora
parecen que beben hacia arriba.
                                                                     Sueño de la Muerte (1621), Quevedo.

Por tanto se impone beber con moderación y para ello qué mejor que aguar el vino, para evitar desvaríos etílicos y aprovechar sus beneficios salutíferos.

Los provechos del vino y sus daños corren a las parejas, y todo consiste
en la moderación de su bebida y en la templanza que recibe mezclado
con agua.
                                                                El tesoro (1611), Covarrubias.

Don Quijote le dice a Sancho que no se exceda bebiendo, algo que el escudero no siempre cumple:

Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda ni cumple palabra.

Pero el vino aguado no gusta a todo el mundo, y era, además, la excusa perfecta para que los taberneros aumentaran sus ganancias. Así, no pocos son los que denuncian estas prácticas de adulteración del vino ahogándolo en agua. Salas Barbadillo, en La sabia Flora, explica cómo el agua que piden los danzantes la recuperan en las tabernas:

Por hacerse ligeros

los vientos beben,

mas con esto no matan

la sed que tiene.

Toda el agua que sudan

por dar sus vueltas,

en el vino la cobran

de las tabernas,

porque los taberneros

de nuestro siglo

han hecho maridaje

del agua y vino.
                                               La sabia Flora (1621), Salas Barbadillo.

Por último, habría que hacer una reflexión sobre el trato que da la literatura a la mujer en relación con el vino. Teniendo en cuenta que a las mujeres les gusta beber igual que a los hombres, en los siglos XVI y XVII la moral católica vetó toda exhibición pública de sensualidad, y esa faz carnal y externa del vino. La mujer tenía que ajustarse al modelo que la Iglesia había reservado para ella, y si bebía (estaba prohibido que lo hicieran antes del matrimonio) era presentada como borracha y degradada por el vino, ligada al mundo de la prostitución, para oponerla a la mujer española ejemplar, que nunca bebía y era recatada y sumisa. Machismo misógino que tiene a las mujeres abajo en el escalafón social. Hay una intención de clase al hablar de la afición desmedida al vino: pícaros, mendigos, villanos, labradores, mujeres, etc. Y si era una vieja, puta y bebedora, la misoginia llega al paroxismo. Veamos un ejemplo del Cancionero de obras y burlas provocantes a risa, publicado en 1519, en el poema: «Del ropero a una mujer gran bebedora»:

Puta vieja, beoda, loca,

que hacéis los tiempos caros,

eso me da besaros,

en el culo que en la boca.

La viña muda su hoja,

y la col, nabo y lechuga,

y la tierra que se moja

un día u otro se enjuga.

Vos, el año entero,

por tirarme allá esa paja,

a la noche sois un cuero,

a la mañana tinaja.

Es el vino, por tanto, en el Siglo de Oro una presencia constante en la vida, que la literatura recoge en toda su extensión, para dejar testimonio de esa sociedad, que vive en una contradicción permanente: pertenecer al imperio más grande jamás conocido hasta la época y ver como no es depositaria de ningún beneficio por ello. Y qué mejor que un buen trago de vino para alegrar la vida y encontrar el amor, porque, al final, este es un regalo que la naturaleza nos ha ofrecido y Noé o Baco nos los han servido en copas de plata para nuestro disfrute.

¡Válgame la Cananea,

y qué salado está el mar!

¿Donde Dios juntó tanta agua,

no juntara tanto vino?

Agua salada, extremada

cosa para quien no pesca.

Si es mala el agua fresca

¿qué será el agua salada?

¡Oh, quién hallara una fragua

de vino, aunque algo encendido?
                                                          El burlador de Sevilla (1630), Tirso de Molina.