lunes, 17 de agosto de 2015

"De vacaciones por la España negra" por Álvaro Corazón Rural

Pero esta suciedad hay que perdonarla; vale más taparse la nariz y seguir adelante, porque gracias a la falta de cuidado se piensa poco en demoler, menos en modernizar y jamás en restaurar; todo tiene cierta poesía para el artista: torrecillas truncadas, losas gastadas, goznes torcidos, la vejez en todo reinando siempre. (Darío de Regoyos, 1899)
La imagen estereotipada que se tiene de nuestro país ha cambiado notablemente con los años. A grandes rasgos, podríamos decir que por un lado tenemos la percepción a la alemana, la que considera que somos unos vagos, que no damos un palo al agua, que no trabajamos. Y por otro a la británica, que entiende que estamos todo el día de fiesta. Guitarra, palmas. Cachondeo, cubata, chiringuito y chupaíta al cristal.
La réplica a la escuela alemana es bastante fácil. Solo hay que llevar al que piense así a uno de los lugares donde más se trabaja en España, por ejemplo a Andalucía, y poner al caballero a recoger aceitunas. Sencillo.
Y al pensamiento británico, qué sé yo. Es cierto que sirve para que los chavales de ese país que nos visitan se tiren por la ventana del hotel a la piscina, en plan de fiesta, y se queden tetrapléjicos. O para que una joven entre en una disco y, en plan de fiesta, a cambio de una copa se ponga en mitad de la pista a chupar la polla a los presentes que tengan los problemas sexuales más profundos y oscuros como para ofrecerse voluntarios.
Pues hombre, no es nuestra cultura. Es verdad. Había una tira de Ata en el TMEO hace años que contaba que un amigo del dibujante, cuando estaba en la disco a determinadas horas, solía romper a gritar «Gratis, gratis, quién le quiere chupar la polla a un borracho gratis». En España nunca se ofrecía nada a cambio, solo amor del bueno, al contrario que esa copa de los británicos. Pero no debemos ponernos tiquismiquis con el choque de civilizaciones. Para una vez que los ingleses salen de sus islas para denigrarse a sí mismos en lugar de a los aborígenes pertinentes ¿vamos a poner el grito en el cielo? Estamos hablando del milagro fiestero español. Un hito en la historia.
Pero vamos, todo esto sería sin hilar fino, repasando lo que hay con brocha gorda, porque lo que comentaremos en esta entrega de «Busco en la basura algo mejor» es que antes estos estereotipos no eran así; antes no éramos vagos y festivos. Ciento y pico años atrás nos veían como todo lo contrario, como amigos de la muerte, enamorados de la oscuridad. Para los europeos con estudios éramos un país tétrico y de gentes macabras. Algo similar al estereotipo del México profundo que ya huele en el cine, pero a lo decimonónico. Es decir, a lo bestia.
De ello da fe el libro que nos ocupa, España Negra, donde el pintor asturiano Darío de Regoyos describe sus viajes por España a finales del siglo XIX con un turista belga, el poeta Émile Verhaeren. Visto con la mentalidad actual, se trata de un excepcional folleto para ahuyentar el turismo de por vida.
No obstante, Verhaeren era un turista. Uno de muchos europeos de aquel tiempo, europeos extravagantes y modernos, que se consideraban «españolistas» en plan hipster. Como cita Pío Baroja en el prólogo de la obra:
Contaba Darío su vida en Bruselas con mucha gracia, y las aventuras de un amigo belga, españolista, que por su entusiasmo por España iba con la capa y guitarra por la calle y decidió dejar su nombre flamenco y llamarse desde entonces don Alonso Fernández de las Castradas…
Los tipos estaban enamorados de la peor versión de España. De la superstición, del fanatismo religioso, del subdesarrollo. Y sintiendo la llamada de la oscuridad, como Verhaeren, venían a recorrer nuestro país. Regoyos, en este caso, ejerció de cicerone.
Una familia gitana en Granada, 1901. Fotografía: Library of Congress (DP).
Baroja explica al principio que Regoyos no era un hombre convencional. Cuando se compraba un traje, cuenta, se tiraba al suelo y se movía frenéticamente, como con espasmos. Al cabo de un rato retorciéndose se levantaba y, con el traje arrugado, decía: ¡ahora sí está bien! Era porque consideraba que la ropa debía adaptarse a él y no al revés. Un shock para todos los que asistían al baile. Aunque ahora podríamos considerarlo como un precursor del chándal.
Además, también señala don Pío que el pintor tenía cierta inclinación a retratar al óleo cadáveres de personas y animales, pero reconocía, riendo como un loco, que se debía a sus épocas neurasténicas.
Era un elemento este pintor asturiano, sí, pero tenía la cabeza bien amueblada. En la primera página del diario de viajes ya empieza citando involuntariamente al Facebook y lo patéticos que somos todos hoy en día con la obsesión por el turismo.
¡Oh, notarios, dentistas, fabricantes de biberones o jeringas que forzosamente necesitáis descansar vuestras posaderas en asientos bien mullidos y tener los platos emperejilados! Ellos y los ferrocarriles han vulgarizado la pasión de los viajes. Ahora son estos lujos que se paga uno en cumplimiento de la promesa que se hizo a la mujer o a los niños si son buenos. Del delicioso sueño que antes era ir a la ventura en busca de lo desconocido se ha hecho hoy una distracción metódica, uniformada para libro de memorias.
Ellos prepararon su viaje por España en los peores carromatos y diligencias. Pensaban dormir al raso si fuese preciso. Todo por la autenticidad.
El trayecto por lo que obsesionaba al poeta belga, la España negra, empezaba en el País Vasco. Recorrieron sus aldeas «construidas como a bofetadas contra las laderas de la costa». Alucinaron con las viejas «que parecía que habían asistido a la agonía de Cristo». Se colaban en los funerales y escuchaban los cantos de los fieles, que duraban horas, como un mantra con un órgano desacompasado. En los campanarios de Guipuzcoa se tocaba a muerto, pero se daban también cinco campanadas en la agonía. ¿Es necesario? Se preguntaba el pintor. Eso solo podía ocurrir en un país amigo de la muerte, se lamentaba.
Vieron también alguna procesión y Regoyos admiraba la talla grosera y desproporcionada de las imágenes «expresión torpe, pero qué penetrante», puesto que en España entonces empezaban a entrar esculturas modernas francesas, «insípidas imágenes de confitería», se quejaba.
Después se fueron a ver una corrida de toros a cuyo término todos los asistentes se dirigían al bosque a continuar la fiesta presenciando bailes antiguos eúskaros.
Que las fiestas vascongadas tienen un carácter tétrico por mucha alegría que les quiera dar. La dominante negra en los trajes, la seriedad en los bailes y cantos, el paisaje y aquel cortejo de alcaldes y curas presenciando los bailes como un duelo.
El baile de los domingos, que se suponía más alegre, asombró aún más al belga. Las mujeres donostiarras bailaban sin hombres. Decía que eso causaría risa en Flandes. Regoyos le explicó que era peor la Semana Santa vasca. Ahí sí que se respiraba tristeza. El no creyente no tenía dónde meterse en esas fechas. En los bares cerraban el piano y encima de las mesas de billar se ponían los tacos formando una cruz con las bolas en los sitios donde le pusieron los clavos a Cristo. Aviso a navegantes para que a nadie le diera por jugar, por disfrutar de algo, en Semana Santa.
Tras asistir a una procesión en San Juan de Gaztelugatxe en la que las personas les parecieron hormigas, decidieron coger una diligencia en San Sebastián para ir hasta Pamplona. El viaje lo hicieron con un gitano que fascinó a Verhaeren. Era un sacamantecas, un muy bello oficio.
Antiguamente, en las corridas de toros los caballos no llevaban peto. En la suerte de varas, lo corriente era que el toro los destripase. El ruedo todo lleno de intestinos empanados en albero, eso era arte y no lo de ahora.
Una corrida de todos en Sevilla, 1902. Fotografía: Underwood & Underwood / Library of Congress (DP).
Después de la masacre, este gitano iba a sacarle la grasa a los caballos, un producto muy valioso. Y por eso viajaba de fiesta en fiesta. De hecho, al poeta y el pintor no les extrañó cuando se lo encontraron en primera línea de la plaza de toros de Pamplona gritándole a la presidencia: ¡más caballos! ¡más caballos!
Y mientras tanto, el turista encantado:
Creí que el belga se asustaría como la mayor parte de los extranjeros; pero, muy al contrario, se ponía loco de entusiasmo, diciendo que eso era lo hermoso de las corridas; aplaudía más a los picadores vencidos por el toro y al jamelgo ensartado, que a una buena pica quedando el caballo sano y salvo. Su placer era la parte cruel de la fiesta: la sangre y los caballos patas arriba.
Muy bonito de ver. Por eso, después de la corrida, se fueron a echarle un ojo a los caballos muertos en un descampado:
Los chicos daban patadas o tiraban de la cola a los muertos del montón por ver si se levantaba algún penco, cerciorarse bien si no había alguno vivo; otros apretaban las heridas para hacer salir la sangre.
—Cosas de chicos —le dije.
Y Verhaeren añadía: Cosas de España.
Pasaron la noche con los gitanos. A su campamento acudían los soldados andaluces que estaban haciendo la mili en Navarra para bailar y cantar, «para hacerse más la ilusión de que estaban en su país». Sin embargo, el gitano sacamantecas cuando se puso a cantar coplas en el corro todas hablaban de la muerte.
También asistieron a los Sanfermines, y Regoyos explicó que los naturales iban cada año con el mismo entusiasmo. «Para esto se necesita únicamente ser pamplonés», le explicó a su amigo.
La siguiente visita fue al cementerio de Zaragoza y sus lápidas con azulejos «tóscamente coloreados». Desde allí, cogieron un tren para Sigüenza. El compañero de vagón era un ciego, Verhaeven apuntó que en ningún país los había visto «de tan hermosa tristeza».
Castilla le pareció al turista como otro planeta. Regoyos siguió ejerciendo de guía, le contó:
La diferencia de líneas entre la distinguida raza vasca y la castellana es tan grande hasta en los mendigos que sabría uno diferenciarlos desnudos. Una vieja vimos en la que se reflejaban las miserias del país seco, de cerros pelados; en su cara pajiza y descompuesta se veían los colores de aquellos desiertos y las huellas de la vida de sufrimientos en tan duro clima. Sus arrugas conservaban la misma contracción sin duda de muchos años como sujeta por un resorte de tanto guiñar los ojos, luchando contra la luz fuerte; ese visaje que queda fijo en la gente que vive al sol, envejeciéndola antes de tiempo.
(…)
Vivir en las ciudades castellanas de ruinas es vivir en lo muerto, aunque sea una ruina con cielo azul.
Un pueblo desvencijado cayéndose a pedazos, sentenciaron sin más sobre Sigüenza. Cuando veía a alguien a caballo se lo imaginaban fácilmente con casco y espada. Y al llegar a Madrid, pensaron que todo era lo mismo, pero en pueblo grande. Decidieronn volver a ir a los toros, pero encontraron que por las calles los chulapos publicitaban un evento mucho más interesante, un criminal iba a ser ajusticiado con el garrote. «¡A dos reales al patíbulo!», gritaban para vender butacas.
En la capital el belga alcanzó el éxtasis. Las funerarias, lejos de estar escondidas discretamente de la atención del público, exponían sus productos a la vista de todos. Fue el punto culminante de su viaje, una funeraria con escaparte. Desgraciadamente, no pudo entrar al «pudridero de reyes», en el monasterio del Escorial.
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Lavanderas en el Puente de Toledo de Madrid, 1908. Fotografía: Underwood & Underwood / Library of Congress (DP).
De vuelta a su país, Verhaeren escribió emocionado que era necesario llevar gafas de vidrio color rosa para ver España en tonos alegres. Apoyó el texto en una serie de coplas que robó a los soldados andaluces en Pamplona. Ahí van las tres más refrescantes de la recopilación:
Yo quisiera ser el nicho
donde te van a enterrar
para tenerte en mis brazos
toíta una eternidad.
En el carro de los muertos
la vi de lejos venir
llevaba una mano fuera
por eso la conocí.
En un cementerio entré
pisé un hueso y dio un quejío
no me aprietes con el pie
que soy tu madre, hijo mío.
Regoyos se quedó bastante contrariado con esta aventura. Vio al poeta partir más triste de lo que había llegado, pero feliz por estar triste, explicaba entusiasmado que a eso venía a España. El pintor asturiano esperaba que el sol del país le hubiese alegrado el espíritu, pero el belga dijo al partir: «Por lo mismo que es triste, España es hermosa».
No obstante, pasaron los días y Regoyos siguió pensando en su extraño amigo. En el porqué de su pasión por lo siniestro de España. Una procesión, esta vez en La Rioja, acabó con sus dudas. Un pintor riojano, Paternina, se lo reveló como un secreto. «Hay una cofradía de disciplinares que se azota cruelmente, hasta correr la sangre, hiriéndose la piel con vidrios rotos. En pleno siglo XIX , casi en el XX, sucede esto». Fue para allá porque le costaba creerlo.
Era la Semana Santa en San Vicente de la Sonsierra, cerca de Haro. Hay que añadir, echen un vistazo al Google, que esa aberrante costumbre aún se mantiene. Esta vez, en pleno siglo XXI. A Regoyos le costaba creer que la gente se azotase a sí misma, en un cuadro de Goya había visto que antaño cada disciplinante golpeaba a un compañero, pero aquí no era solo eso.
El llamado padrino, un viejo con cara de Nerón, termina aquel terrible castigo haciendo brotar la sangre agolpada en las doloridas espaldas amoratadas a fuerza de zurriagazos, con un instrumento que pone los pelos de punta, una bola del tamaño de las de billar, hecha de cera y que contiene unos pedazos grandes de vidrios rotos, salientes y cortantes. De esta bola llamada «esponja» me dieron un ejemplar, y la operación o sangría la llaman picar; así tan en crudo; lo mismo que en las plazas se pican toros, en aquel pueblo se pican los hombres.
Lo irónico del tema es que los hombres que pasaban por este tormento voluntario luego eran un buen partido para las mujeres y considerado un valiente entre los hombres. Le contaron que un gobernador mandó en una ocasión a la guardia civil para impedir que la gente se castigara de esa forma, pero no lograron nada, porque se fueron todos a su casa y allí encerrados se zurraron lo mismo, todavía con más ganas. «Desde entonces no insistió el señor gobernador en ser caritativo».
Regoyos descubrió que cada año repetían el juego cada vez más motivados. El castigo era adictivo. Y si alguien se ponía enfermo en invierno, la curiosa sabiduría popular del lugar lo achacaba a que no se había golpeado lo suficientemente fuerte.
Se disiparon todas sus dudas. Concluyó la obra en mayúsculas con un «ESPAÑA ES NEGRA». Y como publicó el libro tras el desastre del 98, añadió: «Y si el poeta nos visitara ahora, nos encontraría a todos más muertos».
Niños de la calle en Madrid en 1896. Fotografía: Alfred S. Campbell / Library of Congress (DP).

sábado, 15 de agosto de 2015

"La Ilíada, la guerra de todos nosotros" por Guillermo Altares


Varias novedades regresan al mundo del misterioso Homero. De la crueldad a la compasión pasando por la rebelión contra un líder incompetente, la universalidad de sus temas mantiene su magnetismo casi tres milenios después.

EL DIOS ZEUS ideó una estrategia para ayudar a los troyanos: enviar un falso sueño de victoria al caudillo griego Agamenón, que además acababa de tener un enfrentamiento con el héroe Aquiles. “Pensó que aquel mismo día iba a apoderarse de la ciudad de Príamo, / nada sabía el muy necio todo lo que Zeus tenía previsto hacer”, escribe Homero. No hay nada tan destructivo, tan letal, como la confianza ciega en su propio triunfo, la creencia absoluta en la victoria. Esa es una de las muchas historias universales que contiene la Ilíada. Nunca sabremos con seguridad cuándo y cómo se compuso —los expertos prefieren el verbo “componer” a “escribir” porque no está claro el papel que tuvo la escritura en su creación—. Sobre su autor, Homero, que la tradición describe como un bardo ciego, existen más dudas que certezas. Sin embargo, allí siguen sus relatos, anclados más que nunca en la memoria viva de nuestra cultura.
Como escribió Gore Vidal en sus memorias: “Al igual que las diferentes capas de Troya, donde en algún profundo lugar están todas esas ciudades amontonadas sobre otras ciudades, uno espera encontrarse con Aquiles y su amado Patroclo y con toda esa fuerza con la que dio comienzo nuestro mundo”.
Ahora que Grecia lleva años enfrentándose a sueños de victoria, Homero está presente en las librerías españolas con una oleada de novedades. En los últimos tiempos se han publicado tres libros sobre su obra —El mundo de Homero (Crítica), de John Freely; El eterno viaje. Cómo vivir con Homero (Ariel), de Adam Nicolson, y La guerra que mató a Aquiles. La verdadera historia de la ‘Ilíada’ (Acantilado), de Caroline Alexander—, además de una historia del mundo en el que surgieron esos relatos, la Grecia clásica, Héroes que miran a los ojos de los dioses (Edaf), del helenista Óscar Martínez García, autor de la última traducción al castellano de la Ilíada (Alianza Editorial, 2010). “Como en todos los libros que llamamos clásicos, en la Ilíada y la Odisea encontramos, nosotros los lectores, el reflejo de nuestra propia experiencia. En estas obras no sólo leemos de forma literal las historias que están contadas: leemos también el texto transformado en metáforas de historias que nos son propias, en símbolos de nuestros temores y deseos”, explica Alberto Manguel, que publicó hace algunos años El legado de Homero (Debate).
Preguntado sobre la recalcitrante actualidad de Homero, Adam Nicolson responde desde su domicilio en Inglaterra: “Tal vez la coincidencia de tantas obras se deba a que estamos viviendo un periodo violento y difícil de nuestra propia historia”. Este autor de grandes libros de viajes y aventuras, cuyo ensayo es a la vez un recorrido vital y literario por Homero, prosigue: “La Ilíada nos cuenta lo que le ocurre a la gente cuando se enfrenta a una realidad brutal. En un mundo caótico, muy inseguro, Homero nos proporciona unos fundamentos muy profundos, es una fuente de conocimiento. Para mí, la gran virtud de su visión es que nos señala que este es el mundo real, el lugar en el que todo ocurre, a diferencia de la tradición cristiana donde la fuerza de la vida parece estar en otro lado. Lo que viene a decirnos Homero es que no se puede dejar la felicidad para más tarde y eso es muy formativo si entra en nuestra mente”.
La fuerza de la Ilíada es tan grande que alguno de los pasajes más famosos de aquella epopeya, como el talón de Aquiles o el Caballo de Troya, ni siquiera aparecen en sus páginas; sino que pertenecen a otras versiones y relatos de aquel conflicto, como la Eneida, de Virgilio, la relectura romana del mito. En sus 15.693 versos, este poema épico relata un episodio de apenas dos semanas del largo asedio de Troya, que enfrenta a diferentes caudillos guerreros griegos con los troyanos. Transcurre en el noveno año de un conflicto que se prolongará uno más, y que es relatado en decenas de poemas e historias que circulaban de padres a hijos.
Homero no oculta que los soldados griegos están deseando volver a casa. Un regreso que, como demuestran las desventuras de Ulises en la Odisea, no será nada fácil. Con los dioses interviniendo constantemente a favor de uno y otro bando, el centro de la narración se encuentra en el enfrentamiento entre dos héroes, el griego Aquiles y el troyano Héctor, después de que este último haya abatido en combate a Patroclo, el gran amigo del griego. La narración acaba con uno de los momentos más emotivos de la literatura universal, cuando Príamo, el padre de Héctor, viaja hasta el campamento griego para convencer a Aquiles de que le entregue el cadáver de su hijo.
“Una de las cosas más emocionantes de Homero es que es capaz de captar un sentimiento nuevo de la humanidad que estaba surgiendo en ese momento: la compasión por el derrotado”, asegura Óscar Martínez. “Nunca trata a los troyanos como enemigos, sino como seres humanos. Eso ocurre en el encuentro entre Aquiles y Príamo. En la Odisea se captura la palabra nostalgia por primera vez, cuando Ulises en la isla de Calipso dice que siente el dolor del regreso. Cómo no va a hablar de nostalgia un poema que nos describe la historia de un pueblo que se había tenido que desperdigar por todo el Mediterráneo”.
Freely, experto en el Imperio Otomano y autor de libros de viajes, que enseña en la Universidad Bogazici de Estambul, trata de buscar en su libro lo que hay detrás de la Ilíada y la Odisea, lo que la arqueología y la historia pueden aportar a nuestro conocimiento de Homero, pero también la obsesión de muchos estudiosos por encontrar restos que nos lleven hasta ese mundo de héroes y dioses. Homero canta desde el siglo VIII antes de Cristo a unos acontecimientos que transcurrieron en el siglo XIII aunque, como explica Óscar Martínez, “su musa es la de la épica, no de la historia”. Sin embargo, sí refleja un momento crucial del mundo griego: su renacimiento después de la Edad Oscura cuando, por motivos que se desconocen, la civilización micénica se hundió en apenas unas décadas y la cultura helénica desapareció durante cuatro siglos hasta que resurgió para convertirse en el principio de todo nuestro mundo. En cierta medida, Homero simboliza la victoria de la poesía y la literatura sobre el desastre y la decadencia. 

viernes, 14 de agosto de 2015

Reliquias paganas: el braguero del Caballero del Verde Gabán


En esta segunda entrega voy a ensalzar las propiedades mágicas del braguero de don Diego de Miranda (el Caballero del Verde Gabán, como lo llama don Quijote). Este personaje se encuentra con nuestra pareja de aventureros en la famosa batalla del león, cuando el hidalgo manchego cambia su apelativo de "Caballero de la Triste Figura" por el de "Caballero de los Leones". Lo lleva a su casa y le presenta a su mujer y a su hijo poeta. El resto de carne momia -como diría el de los Leones- de una de las gomas del braguero se guarda con celo, como no podía ser de otra manera en la ciudad de Villanueva de los Infantes. Cuentan los más allegados a la reliquia que uno de los guardas llegó a hacerse una infusión con una de las gomas y fue tanto el beneficio erótico obtenido que nunca más se supo de ella. Al parecer, el guarda parecía siempre dispuesto a la brega amorosa y murió encalabrinado a las puertas de una casa de placer donde ya no le dejaban entrar por las deudas contraídas.
La otra goma del braguero se preserva intacta en una urna de vidrio cuya sola vista proporciona tanto fuego amoroso que no se debe admirar en pareja. Es tanto el peligro de su magia erótica que, si son más de uno los visitantes, se teme que no respeten el lugar sagrado y consumen el acto allí mismo, como ya les ocurrió a dos monjes de la vecindad. Venid a visitar esta reliquia y reíros de la Viagra y de otros filtros amorosos.  

"Yo haría por ti no sé qué barbaridad" por Tereixa Constenla


Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós vivieron una pasión sin tabúes, alimentada en encuentros clandestinos por España y Europa.

Un guarda recogió en la Castellana, en Madrid, una prenda íntima en marzo o abril de 1889. Se ignora color, uso y talla. Se conoce su propietaria en origen: Emilia Pardo Bazán. Y, uau, su destinatario final: Benito Pérez Galdós. “Por fortuna esa prenda no tenía la marca que llevan otras de su mismo género: una E coronada”, se regocija ella en una carta, después de carcajearse con la anécdota que le ha relatado un amante famoso —ya ha publicado Fortunata y Jacinta y 20 títulos de los Episodios Nacionales— y, cosas de literata, elucubrar con “estar diez segundos” en la cabeza del guarda.
En las letras españolas es difícil dar con una relación tan subyugante como la de Pardo Bazán y Pérez Galdós, que se gozaron, se simultanearon (con otras y otros) y se respetaron como escritores y examantes (actitud bien difícil en ambos gremios). Unos modernos del XIX, que cayeron en un único convencionalismo: la clandestinidad.
De entrada, para entenderla, conviene liberarse de corsés como la imagen de matriarca oronda de Emilia Pardo Bazán o ese retrato de Sorolla que atrapa a Galdós a punto de despeñarse por la rampa de los cincuenta. Entre 1888 y 1890 compartieron horas sin ninguna circunspección. “Le hemos hecho la mamola al mundo necio, que prohíbe estas cosas; a Moisés que las prohíbe también, con igual éxito; a la realidad, que nos encadena; a la vida que huye; a los angelitos del cielo, que se creen los únicos felices, porque están en el Empíreo con cara de bobos tocando el violín… Felices, nosotros”. Todo dicho.
Si quieren literatura erótica, lean las cartas que Pardo Bazán dirige a Pérez Galdós, recogidas en Miquiño mío (Turner), por Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández. “Te como un pedazo de mejilla y una guía del bigote”. “Yo haría por ti no sé qué barbaridad”. “En cuanto yo te coja, no queda rastro del gran hombre”. “En prueba te abrazo fuerte, a ver si de una vez te deshago y te reduzco a polvo”.
Lamentablemente no se conservan las que circularon en dirección contraria. “Todos los archivos de Emilia Pardo Bazán se han perdido. O bien su hija Blanca los quemó o, según la leyenda, los destruyó Carmen Polo en Meirás [el pazo coruñés de la escritora fue comprado por forzosa suscripción popular para regalar a Franco]. Lo más probable es que ocurriesen las dos cosas, que su hija tuviera miedo de la literatura comprometida y que Carmen Polo se cargase lo que hubiese encontrado en los cajones”, explica la historiadora Isabel Burdiel, que prepara una biografía sobre la escritora gallega.
Hay indicios de que la erupción erótica galdosiana debió de estar a la altura: “¿No me dabas el alma hasta las últimas raíces?”. “Ayer me han dicho que Zola está a punto de enloquecer por miedo a la muerte. ¡Qué tonto es ese hombre de genio! ¡Miedo a la muerte! Si hubiera vivido en una semana lo que yo… y lo que tú, no le tendría miedo alguno”, le escribe Pardo Bazán el 28 de septiembre de 1889 desde París. Acababan de regresar de un viaje por Alemania donde no habían tenido que esconder su relación ni sisarse tiempo. La separación duele. “Me eché en la cama como si me echase al turbio Sena en momentos de desesperación y desahogué con llanto y traté de olvidar con un sueño oscuro, cargado de pesadillas”. Ella es ciclónica, incapaz de reprimir un goce, un pesar o una controversia. “Era muy libre, hizo siempre lo que le dio la gana. Se dice que Benito Pérez Galdós le pidió que tuvieran una relación más estable y ella no quiso dar el paso porque apreciaba su libertad. Tienen una relación amorosa muy singular porque era entre iguales”, sostiene Burdiel.
Una emancipada del XIX
Después de separarse de José Quiroga de buenas maneras, Pardo Bazán tomó decisiones tan drásticas como impropias de dama decimonónica. Ganarse la vida: “Me he propuesto vivir exclusivamente del trabajo literario, sin recibir nada de mis padres (...) esta especie de trasposición del estado de mujer al de hombre es cada día más acentuada en mí”. Vivir libre de ataduras, aunque sean de Galdós: “No te acongojes pensando en el porvenir (...) cualquier mujer mejor que yo (¡y hay tantas!) te querrá entrañablemente”.
Los populares autores (ella ha publicado la aclamada Los pazos de Ulloa) llevan una agenda pública (de cartas, almuerzos y citas) y otra secreta, en falsos encontronazos callejeros, en carruajes, en pisos ocasionales. En 1888 se ven en Barcelona durante la Exposición Universal. Y aunque su relación era ya íntima, la escritora no reprime un inesperado amor fou con un rendido admirador que se convertiría en un gran mecenas: José Lázaro Galdiano. En recuerdo de sus hazañas, Pardo Bazán le regalará un poemario encuadernado con la piel de uno de sus guantes.
Le incomodó a Galdós, mujeriego impenitente que estaba dando con la horma de su zapato. En paralelo se veía con Lorenza Cobián, una asturiana atractiva y analfabeta que trabajaba de modelo del pintor Emilio Sala y que aprendería a leer por empeño del escritor, según su biógrafo Pedro Ortiz-Armengol. “Nada diré para excusarme, y sólo a título de explicación te diré que no me resolví a perder tu cariño confesando un error momentáneo de los sentidos fruto de circunstancias imprevistas”, confiesa sobre su desliz Pardo Bazán en 1889.
Después viajarán juntos por Alemania y serán felices. A la vuelta, sin embargo, Galdós se distancia, pasa cada vez más tiempo en Santander y, en 1891, Lorenza Cobián da a luz a María, la única descendiente (quedará en el árbol de los misterios la cifra exacta de hijos ilegítimos) que el novelista reconocerá con sus apellidos. La relación entre los literatos se va deslizando entonces hacia lo profesional. No hay mejor epitafio para ella que esta frase de Pardo Bazán: “Nosotros podemos decir aquello de no moriré de todo aunque muera”.
Escribió un centenar de novelas, 18 obras de teatro y un sinfín de artículos. Estuvo a punto de recibir el Nobel de Literatura en 1915, cuando la geopolítica volcó la decisión hacia Romain Rolland, un francés pacifista, según cuenta Pedro Ortiz-Armengol en Vida de Galdós. Fue diputado, progresista (primero) y republicano (después). Ingresó en la RAE al segundo intento. Nunca se casó ni vivió con sus amantes. Sus relaciones más conocidas fueron con la modelo Lorenza Cobián (tuvieron una hija, María), la actriz Concha Morell y, al final, Teodosia Gandarias.

jueves, 13 de agosto de 2015

Reliquias paganas: la bota de Sancho Panza


No solo de tibias de santo vive el hombre. Las reliquias que aquí os voy a presentar os proporcionarán la virtud de desarrollar muchas de las facultades que no ofrecen los cráneos de beatos y mantos de vírgenes.
En esta primera entrega nos ocuparemos de la bota que usó Sancho Panza en algunos capítulos de la segunda parte del Quijote. Nos encontramos restos de esta reliquia en diferentes pueblos de nuestra geografía manchega: El Toboso, Puerto Lápice, Ossa de Montiel y Argamasilla de Alba. Según cuenta la leyenda, todo aquel que se acerque a la urna en la que se guardan fragmentos del pitorro de la bota, verán inmediatamente calmado el dolor de úlcera y se mitigarán las malas digestiones. Solo hay que tocar la reliquia para comprobar cómo nos asalta el ansia viva de beber vino y de gozar de la vida. Las borracheras serán más divertidas y nunca nos asaltará el espíritu melancólico que suele acompañar a esta afección.
En Ciudad Real podemos encontrar casi completa la bota de piel de cabrón de Tomé Cecial, el escudero del Caballero de los Espejos, quien compartió con Sancho su vino para despegarse los paladares. Se guarda bajo la leyenda: "Hideputa, bellaco y cómo es católico", justo lo que dijo Sancho al probar el caldo de esta ciudad. Sus propiedades son milagrosas para desarrollar el arte de la conversación.
Y no digo nada de los efectos que proporciona pasarse por San Clemente, Casas de Haro, Casas de Fernando Alonso o Sisante a acariciar el cuero de la bota de Sancho. En estos cuatro lugares se conservan retales del pellejo original que, os lo puedo asegurar, no sanan, pero te cambian el carácter en los bares y te hacen el estómago más resistente. Peregrinad hasta allí y dejad humilde pago por tan gran recompensa.  

miércoles, 12 de agosto de 2015

"Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos: La isla del tesoro" por Ernesto Filardi

Desocupado lector: esta que empiezas a leer ahora es ya la sexta entrega de Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos. Seis recomendaciones literarias llevamos, y uno de los comentarios más repetidos en las redes sociales es el de «buf, yo ese no me lo pude leer en el instituto». Normal, claro: quien más quien menos guarda una relación digamos, peculiar, con según qué clásicos —a veces incluso con todos ellos— y muchas veces esto es debido a las clases de literatura de nuestra adolescencia. Por lo general, el que amemos o no los libros depende de si tuvimos o no un docente con suficientes dotes celestinescas.
Aunque esto sucede con todas las disciplinas, en el caso de la enseñanza de la literatura podría parecer a primera vista una tarea sencilla, porque leer sabe más o menos todo el mundo y lo único que hay que lograr es que lo que se lea sea de interés para el lector. Y ese es el quid de la cuestión: «A mí me obligaron a leer el Quijote y nunca he podido con él», dicen unos. «Hostia, el Libro de buen amor, no me enteré de nada», braman otros. Y así desde las jarchas hasta el siglo al que se pudiera llegar porque había poco tiempo y el que había era necesario para hablar de fechas y ciudades. No es este el lugar para reclamar que los responsables de Educación se den cuenta de que a un adolescente, por lo general, le va a dar muy igual el año de nacimiento y muerte de Emilia Pardo Bazán. Pero quizás sí lo es para que usted, lector, reflexione sobre cuánto tiene que ver su relación con los clásicos con lo que sucedió —o sucede, quién sabe si nos leen alumnos de enseñanzas medias— en el instituto.
Y es que hay libros que, por muy buenos que sean, no se disfrutan igual a los quince años. Ojo, no decimos que no se comprendan sino que no se disfrutan. Y cuando alguien no disfruta con la literatura, lo normal es que se aburra con ella. El Cantar de mío Cid, por ejemplo. Recuerde ese famoso y terrible verso: «Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor». Deténgase un momento para leerlo despacio y en voz alta, repitiéndolo las veces que sea necesario. Marque las consonantes y abra bien la boca para pronunciar todas las vocales de cada diptongo. Hágalo delante del espejo: si se asusta de su parecido con Jim Carrey es que van por buen camino. Exagere ahora un poco las sílabas sobre las que recaen los acentos rítmicos (Dios, sa, vie, ñor). Es muy posible que así aprecie mejor el sabor árido y profético de este verso. Por último, mantenga en el paladar unos segundos esa mezcla de sonido y ritmo con significado propio mientras piensa en algún caso de alguien que haya sido condenado por hacer bien su trabajo o acusado en falso para que no siguiera cumpliendo con su deber. Si todo va bien, y ojalá que sea así, algo en su cabeza unirá todos esos elementos (lo que se dice, el cómo se dice y el cómo suena) y usted se sorprenderá al descubrir que un texto escrito hace ochocientos años contiene una frase que se ajusta como un guante doloroso a quien ha sufrido el abuso del poder. Ahora pregúntele a su yo adolescente qué le decía esa frase que pronuncian los lugareños que se ven obligados a cerrar las puertas para no dar cobijo al Cid en su destierro. Sí, es una frase que se entiende, no es especialmente complicada desde un punto de vista gramatical. Pero hay que llevar unas cuantas arrugas en la mochila para apreciar en toda su inmensidad ese grado de compasión y empatía tan solemne como impotente.
También hay libros con los que ocurre todo lo contrario. Libros que o lees de joven o ya de adulto te parecen triviales. Y no nos referimos solo a la saga de El pirata Garrapata, sino incluso algún que otro clásico. Quien lee por primera vez El guardián entre el centeno a los treinta y tantos, por ejemplo, tiene muchas papeletas de que le parezca la historia de un niño bobo y malcriado. Pero quizás unos cuantos años antes hubiera empatizado hasta lo enfermizo con ese joven que se siente incomprendido y que realiza el sueño frustrado que todos tuvimos una vez: escaparnos de casa.
Y luego están los libros eternos. Los libros que no solo seguirán funcionando dentro de muchos siglos sino que valen para cualquier edad. Aquellos que admiten múltiples lecturas que se van desvelando según el lector va creciendo. Uno de estos libros es, claro que sí, La isla del tesoro. Pero, por alguna razón que se nos escapa, cuando pensamos en clásicos no siempre tenemos en cuenta aquellos que pertenecen a esos géneros que la gente de voz engolada considera «menores»: es lo que sucede con la novela de aventuras o con la novela gótica. Pasa con Julio Verne, con Emilio Salgari, con Edgar Allan Poe, con Arthur Conan Doyle, con Howard Phillips Lovecraft y, por supuesto, con Robert Louis Stevenson, autor de tesoros como La isla del ídem o El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Sí, sabemos que son clásicos. Llevan escritos desde hace la tira de tiempo, fíjate, cómo no van a ser clásicos. Pero hay cierta condescendencia en el mundo académico al referirse a ellos, como si fueran clásicos de segunda división. Como si ser adulto supusiera tener que renegar de esos libros que nos convirtieron en ese mismo adulto.
Pero esto no sucede en todos los sitios. En el mundo anglosajón estos géneros gozan de cierto prestigio, al igual que sucede, por ejemplo, con la literatura infantil. El orgullo que sienten ingleses y estadounidenses por su literatura fantástica —que no fantástica literatura, aunque también— se nos queda a los españoles un poco lejano entre otras cosas porque Cervantes se encargó de dejarnos claro que los libros con dragones y magos son cosas de gente loca. Lo que es una lástima, porque por culpa culpita de ese prejuicio nos perdemos algunas obras maestras de la literatura que llevan tiempo haciendo las delicias de los que no tienen tantos miramientos hacia la verosimilitud de lo imposible.
En lo que sí estaría de acuerdo Cervantes es en que, al menos una vez en la vida, hay que leer una novela de piratas, y la de Robert Louis Stevenson es la madre de todas ellas. No la primera, claro. Ya en la literatura de la antigua Grecia los piratas hacían sus primeros pinitos. Pero La isla del tesoro contiene casi todo lo que se nos pasa por la cabeza cuando pensamos en este tipo de novelas: un cofre con doblones de oro, un mapa del tesoro, barriles para esconderse dentro de un barco, piratas con cuchillos entre los dientes, piratas abandonados en islas desiertas, piratas cojos con loro en el hombro… Y, por supuesto, mucho ron, ron, ron, la botella de ron.
Pero si es lo de siempre, ¿para qué leer el libro si ya nos lo sabemos? Qué preguntas, oiga. Pues porque este es el original. Y cuando decimos original no nos referimos al más antiguo, que ya hemos dicho que no lo es, sino almás genuino. Dejemos ahora a un lado el hecho de que los ingleses se beneficiaron en muchos casos del pillaje marítimo. Quedémonos en que, por lo general, los piratas siempre habían sido los malos del cuento. Y entonces llega Stevenson y nos presenta a Long John Silver, alguien de quien huiríamos en la vida real pero hacia quien, como personaje literario, es imposible no sentir fascinación. Y esto es así porque el mismo Stevenson no tenía muy claro que la sociedad a la que pertenecía fuera su opción de vida preferida.
by J. Davis,photograph,circa 1891
Robert Louis Stevenson y familia en la isla de Upolu en Samoa. Fotografía: DP
Criado en la rigidez victoriana del siglo XIX, nuestro autor mandó a hacer puñetas los planes de su padre de heredar la empresa familiar y se marchó a California con una mujer casada (oh, qué escándalo). Stevenson sufría de una salud tirando a regular y cuando los médicos le recomendaron un clima más cálido se lio la manta a la cabeza y se trasladó a Samoa, donde pasó el resto de su vida y fue enterrado, casi en las antípodas de su Escocia natal.
¿Por qué nos interesa esto para recomendar la lectura de La isla del tesoro? Porque, como sucedía en muchos de los comentarios literarios de instituto en los que hablábamos del contexto sociocultural del autor y cosas de esas, la vida de Stevenson está muy relacionada con su obra. En sus páginas se respira el deseo de huir de un mundo estable pero aburrido de solemnidad mientras se sopesa la dualidad del bien y el mal como parte esencial e indivisible del ser humano. Es lo que sucede con Long John Silver y en mayor medida con la otra gran novela de Stevenson: El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde.
Pero no se trata de leer un libro tan solo porque su autor tuvo más huevos que nosotros, pobres almas grises que preferimos la comodidad de nuestra rutina y el olor de nuestras colchas. La isla del tesoro debería leerse y releerse porque, ya lo hemos dicho, es una de esas novelas que con los años va descubriendo nuevas capas de lectura. Se podrían clasificar las etapas de la vida de una persona a través de sus percepciones de dicha novela a lo largo de los años.
Qué demonios. No es que se pueda hacer esa clasificación, es que de hecho vamos a hacerla ahora mismo.
El momento ideal para leer La isla del tesoro por primera vez es de niño, a los diez o doce años. Nuestra mirada inocente se parece mucho a la de Jim, el protagonista, al principio del libro. Descubrimos la trama con él con su misma fascinación, y cuando él pisa por primera vez las tablas de La Hispaniola queremos estar allí y escondernos en ese barril para escuchar una conversación terrible. Y sabemos —porque a los diez años las cosas no se imaginan sino que se saben— que algún día seremos nosotros los que pilotaremos ese barco para navegar por el inmenso mar que es la vida que aún tenemos por delante.
La segunda lectura es la del adolescente impetuoso, que encuentra irresistible que Jim sea el héroe que lo soluciona todo. Jim se escapa, Jim roba el barco a los piratas, Jim se nombra a sí mismo capitán de La Hispaniola. ¿A quién le importan entonces las opiniones de Livesey, Smollett y Trelawney, que son los típicos adultos al mando que no saben nada del mundo real?
En torno a los veinte años nos sentimos iluminados por la oscuridad de la novela. Es ahí cuando se desvela nuestra bella e incomprendida atracción hacia los malvados. Long John Silver, el taimado y peligroso cocinero, se nos aparece como un renegado, un rebelde astuto y encantadoramente manipulador. ¿Cómo no amar a alguien con semejante afán autodestructivo?
Rondando los treinta reflexionamos sobre la relación con nuestros padres, cuánto de ellos hay en el adulto que somos y cómo nos las apañaremos si algún día llegamos a tener hijos. Si en ese momento releemos La isla del tesoro lo que más llamará nuestra atención será el darnos cuenta de que Jim, huérfano de padre, siente más afinidad hacia Silver que hacia el resto de las otras posibles figuras paternas del libro. Algunos incluso sonreímos con emoción cuando vemos que esa afinidad es mutua, y que la admiración que Silver siente hacia Jim es tan peligrosa como sincera.
A los cuarenta, el poco tiempo libre que nos concede la paternidad nos hace soñar en secreto con escapar y gozar de ese mundo en libertad que sabemos que ya no será parte de nosotros sin dejar a alguien en la estacada. Es el momento de desempolvar nuestra novela de piratas favorita para degustar el hermoso canto a la soledad que encierra el libro: frente a la ruidosa multitud de la tripulación, frente a los motines, luchas y explosiones, Jim es un héroe que resuelve las cosas a solas. Y así, más de un cuarto de siglo después de haberla leído por primera vez, seguimos sintiendo un poco de envidia ante la euforia de Jim con su recién estrenado mando de capitán y cómo su conciencia, que antes le había recriminado por su temeridad, había enmudecido ante la gran victoria que había supuesto.
Llegan los cincuenta y al echar la vista atrás nos preguntamos qué podría haber sido de nosotros si hubiéramos tomado un camino distinto en ese jardín de senderos que se bifurcan al que nos gusta llamar vida. ¿Qué habrá sido de aquellos amigos a los que abandonamos o que nos abandonaron, aquellos a quien un día consideramos miembros imprescindibles de la tripulación de nuestro día a día? Ahora que las energías ya no son las mismas y no nos sentimos con las fuerzas necesarias para lanzarnos a alta mar, algunas noches nos da por pensar que si tuviéramos una segunda oportunidad haríamos las cosas de otro modo. Y entonces recordamos a Ben Gunn, el pirata abandonado por los suyos en una isla desierta que consigue redimirse a lo largo del libro.
A los sesenta creemos conocer, al menos de oídas, todo lo que merece la pena conocer. El mundo es de una forma determinada que hemos moldeado según nuestra propia experiencia y la llegada de los nietos nos ayuda a renegar de la temeridad de Jim y de la maldad retorcida de Silver. Nuestro héroe ahora es el doctor Livesey, cuya mezcla de serenidad y rigor incluso en los momentos más peligrosos es el único modo posible de solucionar cualquier problema en nuestro entorno más cercano.
A los setenta, la juventud ya no es un divino tesoro sino un país lejano y diminuto al que miramos con simpatía y algo de condescendencia. Es el momento, sin embargo, de recordar las pasiones auténticas de la adolescencia, cuando aún no sabíamos nada de la vanidad del mundo y sus placeres. Será entonces cuando mejor apreciemos que Jim sea el único personaje al que le interese más la aventura que el oro y que ni siquiera le emocione la posibilidad de ir a buscar el nuevo tesoro del que se habla hacia el final del libro.
A los ochenta tenemos la total certeza de que la vida es ante todo un viaje. La isla del tesoro es una lección de vida que comienza con un niño descubriendo un mapa misterioso y termina con ese mismo niño, ya hombre, que ha luchado contra el mal, contra el bien y contra sí mismo. Ha sido un proceso de aprendizaje completo tras el que solo queda descansar con la satisfacción de haber hecho lo que siempre quisiste hacer. Y con la modestia de Jim, que nunca presume de sus hazañas.
A los noventa, puesto ya el pie en el estribo, la vista nos escasea y hay días en que las manos apenas pueden sujetar con fuerza el bastón en que nos apoyamos. Tras perder a mucha gente en el camino los personajes ya no nos parecen tan importantes como la descripción del mundo que ya no podremos conocer. Hemos vivido el amor y la derrota, el desencanto y la esperanza y quién sabe si a pesar de ello o como una consecuencia lógica sabemos que el mundo es un lugar extraordinario que pese a todo ha merecido la pena. La Hispaniola ya no es sinónimo de aventura sino el barco en que haremos nuestro último viaje mientras nos dejamos fascinar por la belleza de la luz del sol y sus matices infinitos.
Por supuesto, esto es solo una propuesta de lecturas y relecturas. No nos cansaremos de decir que todo clásico tiene tantas interpretaciones como lectores, así que disponen ustedes de toda una sección de comentarios esperándoles para que aporten las suyas.
AYUDA PARA VAGOS Y MALEANTES:
Si aún así se atreve a reincidir en el pecado abominable de no leer a Stevenson, recuerde que tiene a su disposición una buena cantidad de versiones. Las múltiples adaptaciones cinematográficas de La isla del tesorosuelen ser conocidas por el actor que daba vida a Long John Silver. Es el caso de la de Orson Welles en 1972 y la de Charlton Heston para televisión en 1990, con cameos incluidos de Christopher Lee y Oliver Reed, entre otros. Pero si quieren ver algo divertido y apasionante al mismo tiempo, no se pierdan la versión de los teleñecos con Tim Curry (sí, el payaso terrorífico de It) como Silver. Puede parecer poco serio recomendar esta versión, pero es bastante más interesante que El planeta del tesoro, versión sci-fi de Disney.
Si es usted de los que disfrutan con lo que pasó antes o después de la historia, está de suerte. Dado el tremendo éxito de su novela, el propio Stevenson escribió otros textos con algunos de los personajes, y poco después de su muerte ya comenzaron a aparecer secuelas y precuelas. Una secuela contemporánea a la que merece echar el ojo es Retorno a la isla del tesoro, escrita en 2012 por Andrew Motion en la que el hijo de Jim y la hija de Silver buscan el tesoro que no fue encontrado en el libro original. En cuanto a precuelas, una cita ineludible es Black Sails, una serie de 2014 con el capitán Flint como protagonista y en la que Silver es un jovencito recién enrolado en su tripulación.
Pero si lo que quieren es volver a sentirse niños, nada como revisar esta serie de animación japonesa de 1978.
Por una vez, y sin que sirva de precedente, no diremos aquello de «qué envidia me das» si no han leído jamásLa isla del tesoro: cualquier lectura de la novela que no hayan hecho es algo que ya se han perdido para siempre. Pero aún están a tiempo. Corran a buscarlo y prepárense para realizar, literalmente, el viaje de su vida.

miércoles, 29 de julio de 2015

"Sexo en el franquismo (II)" por Álvaro Corazón Rural

¡Soy cristiano y español, que es ser dos veces cristiano! (José María Pemán)
Decíamos en el capítulo anterior que la sociedad española surgida de la guerra, la nacionalcatólica, reservaba a la mujer un lugar secundario en la sociedad. Tenía que dedicarse a las tareas del hogar, orientar su formación a estos quehaceres y dar hijos que criar, pero sin experimentar placer ninguno, no fuera a ser que su marido la calificara de puta. ¿Cómo se articuló esta maquinaria?
No fue así desde el primer día. Durante la guerra, abrieron la mano. Por una parte, por los soldados. Cuando volvían del frente de permiso, se les toleraba que tuvieran una vida licenciosa. En la retaguardia nacional siguió habiendo prostitución y ocio nocturno.
Solo en Navarra se prohibieron todos los cabarés y bares con camareras.
Aunque no era necesario que los soldados estuvieran de fiesta para el sexo. La violación como arma de guerra, o la mujer como trofeo militar, estuvo a la orden del día y no se trató de hechos aislados perpetrados por indeseables que se crecen en los conflictos. El propio Queipo de Llano alentó las violaciones en sus tristemente célebres arengas radiofónicas: «Legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y a la vez a sus mujeres. Esto es totalmente justificado porque estos comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen», dijo en un discurso que sirvió de consigna para las violaciones sistemáticas.
Durante dos horas, las tropas disponían de libertad plena para dar rienda suelta a instintos salvajes en cada localidad conquistada. Las mujeres entraban en el botín. Preston describe la escena que presenció en Navalcarnero el periodista John T. Whitaker, que acompañaba a los rebeldes, junto a El Mizzian, el único oficial marroquí del ejército franquista, ante el que conducen a dos jóvenes que aún no habían cumplido veinte años. Una era afiliada sindical. La otra se declaró apolítica. Tras interrogarlas, El Mizzian las llevó a una escuela donde descansaban unos cuarenta soldados moros, que estallaron en alaridos al verlas. Cuando Whitaker protestó, El Mizzian le respondió con una sonrisa: «No vivirán más de cuatro horas». (Tereixa ConstenlaEl País. 27 de marzo de 2011)
Y no fue solo un fenómeno africano. También las católicas tropas del general Mola dejaron un reguero de sucesos como el de Valdediós, en Asturias, donde una unidad violó y asesinó a catorce enfermeras junto a una niña de quince años. Noticia que tenemos fresquita porque el año pasado el Ayuntamiento de Pamplona de UPN cedió la Ciudadela, un castillo, para que el Ministerio de Defensa les rindiera homenaje a los doscientos cincuenta años de historia de la unidad, la America 66. No sin polémica, también había participado en los fusilamientos del golpe de estado en Navarra, que ascendían a tres mil quinientos.
Lo paradójico es que mientras las milicianas y las mujeres de los defensores de la República eran violadas, encarceladas y rapadas para marcarlas, en la retaguardia nacional surgió un fenómeno curioso. Tuvo lugar cierta emancipación de las mujeres que colaboraban con el fascismo. La guerra sacó del pueblo o de la rutina del hogar a miles de chicas que tuvieron que viajar, relacionarse con otros hombres por su cuenta o asumir responsabilidades. Tras la victoria, en quince o veinte años de dictadura no volvió a verse nada semejante. Como queriendo marcar el hasta aquí hemos llegado, en las nuevas Normas de Decencia Cristiana que se promulgaron a las chicas del Auxilio Social se les bajó la falda de la rodilla hasta el tobillo y en las cartillas de racionamiento se les dejó de dar la «tarjeta de fumador». Hasta ellas, las enfermeras de los nacionales, estaban señaladas.
Queipo de Llano & friends. Foto: DP.
Queipo de Llano & friends. Foto: DP.
Se atribuye al dominico fray Albino Menéndez-Reigada, obispo de Córdoba y confesor de Franco, calificar la guerra con el término de «Cruzada». Un apelativo clave para entender el modelo de sociedad que se impuso tras la guerra. Fray Albino fue el autor del Catecismo Patriótico Español que tuvieron que estudiar los niños hasta que el Concilio del Vaticano II lo convirtió en impresentable. Este religioso fue uno de los ideólogos más destacados de los golpistas que instauraron la idea de que el catolicismo y la identidad española eran indisociables. Una treta para dotar de justificación formal al genocidio «ante los ojos de Dios» y para privar de su nacionalidad al enemigo, para convertirlo en extranjero en su tierra. También le tenemos fresco en la memoria porque en 2008 Cajasur dedicó una exposición en homenaje a su vida y obra conmemorando los cincuenta años de su muerte, con una amplia cobertura en ABC de hilarantes titulares como «obispo de la paz».
Aunque la idea de que el español era católico por el mero hecho de ser español y español por ser católico era anterior a la guerra. En la prensa de Acción Católica en 1934 ya tenemos muestras de esta línea de pensamiento como el Discurso de la catolicidad española, reeditado por el franquismo en 1954, que contiene perlas de este calibre:
El Señor la quiere a Italia, como quiere a todas las naciones. Pero solo una, solo una en el mundo le ha querido a Él, viviendo sin vivir en sí misma. No es que Él se haya distinguido entre las demás —¡qué herejía pensarlo!— es que ella lo ha distinguido entre todos los dioses, distinguiendo entre lo falso, lo verdadero. España, novia de Cristo… Toda la historia española, en el más ambicioso sentido del vocablo, es historia eclesiástica. El pobre Pérez Galdós, con su miope liberalismo de casa de huéspedes, murió sin saberlo. Pero nosotros, sí. El idioma castellano, dijo Carlos V, ha sido hecho para hablar con Dios.
El propio papa Pío XII manifestó que España era la nación «elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del nuevo mundo y como baluarte inexpugnable de la fe» en un mensaje radiado a los españoles quince días después de la «Victoria». El caso es que, en resumen, cuando Franco hizo reparto del botín, a la Iglesia preconciliar le dejó la educación y la moral pública y privada. Al propio falangista Dionisio Ridruejo, que en 1938 tenía un proyecto para las Organizaciones Juveniles del Movimiento, le apartaron de cualquier tarea educativa porque, entre otras cosas, no era aún padre de familia y como los camisas viejas era un tanto mujeriego.
El único papel que jugó Falange en este aspecto, con ingredientes propios de la naturaleza de su organización antes de los Decretos de Unificación, fue el SEM (Servicio Español de Magisterio) de Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de Falange, que en la inauguración del mismo en 1943 hizo toda una declaración de intenciones: «Las mujeres nunca descubren nada, les falta el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles, nosotras no podemos hacer más que interpretar mejor o peor lo que los hombres nos dan hecho». Y por eso había que: «apegarlas con nuestra enseñanza a la labor diaria, al hijo, a la cocina, al ajuar, a la huerta; tenemos que hacer que la mujer encuentre allí toda su vida y el hombre todo su descanso».
Del mismo modo, también se instauró el matrimonio católico como obligatorio para todos los españoles. Los que se habían casado por lo civil con la legislación republicana del 32 vieron sus matrimonios anulados y tenían que repetirlos por la iglesia. Eso sí, demostrando con pruebas fehacientes que eran católicos practicantes. En caso contrario, no se les casaba. Aunque peor fue la situación de los divorciados durante la República. En el franquismo se encontraron con que volvían a estar casados con su primera mujer.
Las parejas también tenían prohibido el uso de anticonceptivos. Incluso «la divulgación pública en cualquier forma que se realizase en medios para evitar la procreación» estaba penada por la ley. Un Código Penal, el de 1944, donde aparecía la figura del parricidio «por honor» si se sorprendía a la mujer en acto de adulterio. Un derecho que no se eliminó hasta 1963. ¿Y cómo se aliñaban estas leyes propias del ISIS con la sociedad? Pues con grandes pensadores, como el padre Quintín de Sariegos y su obra Luz en el camino, donde venía a justificar dicha ley por el camino de en medio: «En el 90 % de los casos son ellas las que desperezan la fiera que duerme en la naturaleza del hombre con el ofrecimiento de su cebo apetitoso».
En aquella España el cuerpo de la mujer estaba dividido, como en los pósters de una vaca que había antes en las carnicerías, en partes. En este caso, honestas y deshonestas. Los pies, la cara y los brazos hasta el codo eran honestos. Todo lo demás, deshonesto. Pecado. Mal. Decía el famoso jesuita Ángel Ayala Alarco, pedagogo y propagandista católico, en su Consejos a las jóvenes de 1947: «¡Qué modas tan indignas, tan atentatorias al pudor! (…) Brazos descubiertos hasta cerca del sobaco ¡casi van peor que desnudas!».
¿Y qué era el pecado? Pues, de entrada, como indicaba el libro de bachillerato que aprobó el BOE de agosto de 1939, causa de graves enfermedades:
Según el juicio de los más afamados médicos, las perturbaciones cardíacas, la debilidad espinal, la tisis pulmonar, la epilepsia, las afecciones cerebrales, la enteritis crónica y de un modo especial la sífilis, son ordinariamente triste herencia del pecado deshonesto.
Y al pecado no solo se podía llegar contemplando o tocando un hombro femenino. También había que cuidar la mente. Pedro Riaño Campo escribió en Formación católica de la joven, en 1943, que «la mejor novela es buena para echarla al fuego». El Manual de Acción Católica de 1937 advirtió de que las jóvenes tenían prohibidas las representaciones teatrales. Y en la revista adolescente Mis chicas, de historietas, se advertía a las lectoras «antes de leer un libro, consulta con un sacerdote».
Clases de cocina de la sección femenina.
Clases de cocina de la sección femenina, Barcelona, 1943. Foto cortesía de colección Merletti.
La masturbación, como es sabido, obsesionó a todos estos intelectuales de la Santa Madre y también se utilizó la mentira y la falsificación para «prevenirla». El censor padre García Fígar atribuía a tocarse los siguientes problemas de salud física y mental: «Desnutrición orgánica. Debilidad corporal. Anemia general. Caries dentales. Flojera en las piernas. Sudor en las manos. Opresión grande en el pecho. Dolor de espalda y nuca. Pereza y desgana para el trabajo y hasta imposibilidad de realizarlo. Acortamiento de la vida sexual, imposible de rescatar más tarde. Pérdida de atracción para el sexo contrario y repugnancia al matrimonio. Esterilidad espermatozoica. Retentiva nula. Oscuridad en el entendimiento. Obsesiones y desvaríos. Voluntad débil. Incapacidad para el sacrificio. Aficiones animales».
Por eso también había manuales que indicaban cómo tenían que dormir los niños. Siempre con las manos por fuera de la manta y las sábanas. En los internados había vigilantes mirando cama por cama si esto se cumplía. Se llegaron a recomendar colchones duros. «No lleves ropa interior de lana, porque su calor excesivo puede excitarte», recomendaba un libro de Tihamer TothEnergía y pureza, que circulaba por los internados. «Por la mañana, una vez despierto, no permanezcas más tiempo en la cama. Puedo sentar que el que permanece durante mucho tiempo en la cama por la mañana, después de despertarse, llega a caer en el pecado de la impureza», sentenciaba. Los niños llegaban a tener prohibido hasta meterse las manos en los bolsillos.
Los efectos en la mente de toda esta generación fueron demoledores. Surgieron complejos de castración y traumas por mala conciencia. El propio Francisco Umbral lo describió así en su Memoria de un niño de derechas:
Nos enseñaron a odiar el propio cuerpo, a temerlo, a ver en su desnudez rojeces de Satanás, repeluznos de Luzbel, frondosidades infernales. Odiábamos nuestro cuerpo, le temíamos, era el enemigo, pero vivíamos con él, dentro de él, y sentíamos que eso no podía ser así, que la batalla del día y de la noche contra nuestra propia carne era una batalla en sueños, porque ¿de dónde tomar fuerzas contra la carne si no de la propia carne? Había un enemigo que vencer, el demonio, pero el demonio era uno mismo.
Pero el Concordato con el Vaticano de 1953, en el artículo 26 especificaba que la educación tenía que permanecer en manos de estos individuos. «Todos los centros docentes de cualquier orden y grado, sean estatales o no estatales, la enseñanza se ajustará a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia católica». Norma con la que expulsaron a todos los maestros «indignos», es decir, a los que no eran católicos o no eran practicantes (y habían sobrevivido a los primeros compases de la guerra). Del mismo modo que también se eliminaron a los alumnos que contravenían la fe oficial, como los hijos de padres separados o los mismos hijos de gente de izquierdas.
En este regreso a las tinieblas, un infierno psicopatológico, la sexualidad se abarcaba hasta a los niños de dos años. El gobernador de A Coruña, señor Arellano, impuso que los pequeños de dos años en adelante llevasen bañador en la playa. Un lugar en el que por ley todo el mundo tenía que llevar cubierto el pecho y la espalda. Estaba prohibido permanecer fuera del agua en traje de baño. El gobernador de Valencia, Francisco Planas de Tovar, llegó a multar a su propio hijo por quitarse el albornoz en la playa demasiado lejos del agua.
Alonso Tejada contó en el libro que citamos en el primer capítulo de esta serie que en una ocasión en 1950 se organizaron en el palacio de Magdalena unos cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, a los que se apuntaron muchos adolescentes extranjeros. La llegada de chavales de otros países fue interpretada como un triunfo para el régimen. Entonces la imagen internacional de España era impresentable, como no podía ser menos. El problema fue que las chicas que llegaron pronto quisieron ir a la playa con sus bañadores de dos piezas ¡con el ombligo al aire!
Para no impedírselo, lo cual hubiese sido un escándalo en aquel momento tan delicado, la medida que tomaron las autoridades fue acotar la playa para que no pudieran ir los españoles. Se la dejaron solo a los extranjeros, mientras en las playas cercanas los naturales tenían que seguir yendo vestidos completamente y con albornoz. En el aludido Luz del camino decía Quintín de Sariegos: «El hombre que contempla impasible a una joven en maillot o biquini, no es hombre normal: o es un tarado o un pervertido en su naturaleza».
Imagen extraída del libro Celtiberia Show, de Luis Carandell. Editorial Maeva.
Imagen extraída del libro Celtiberia Show, Luis Carandell, editorial Maeva.
El baile también se convirtió en un dolor de cabeza para los guardianes de la pureza. El padre Jeremías de las Sagradas Espinas, que estuvo veintitrés años estudiando «el problema» del baile, escribió este texto que más bien parece un sketch de Tip y Coll, pero era la cruda realidad en 1949:
Un acto puede ser ex se (por sí mismo) torpe por doble motivo: sirve ex obiecto sirve ex modo tangendi (ya por el objeto, ya por el modo de tocar). Son torpes ex obiecto los contactos con las partes torpes, genitales y próximas a ellas, incluso el vientre. Son torpes también ex se por el modo, ex modo tangendi, los contactos que se realizan en las demás partes del cuerpo, cuando existe desorden en el modo.
Todo baile en el que se ejecuten esos actos per se inmorales, será también per se gravemente inmoral, según la definición del baile dada por los magnos teólogos (…) estos bailes son para divertirse sin fornicar. Son el vals, la polka, la mazurka, el galop, el cotillón, etc…
Y hemos aquí ya metidos en el tango y su cortejo de inmundicias, no digo hasta las narices, sino hasta la coronilla. Eso son parejas de hombres y mujeres cosidas de pecho y vientre, con la conciencia hecha jirones, embriagándose de lujuria por las plazas y calles de día y de noche. En su aldea no se necesitan casas de Aloprostitución. Ellos y ellas satisfacen en el baile agarrado o el parejeo de día y de noche, en privado o en público, como más gusten, o de todas las maneras, sus concupiscencias sensuales. Todas estas inmortalidades son consecuencia de la pérdida del pudor en el baile agarrado. No se podrán evitar mientras no se le destierre.
Porque el baile entrañaba un gravísimo riesgo para el alma, que era el de tocarse. Entrar en contacto. En La muchacha y la pureza, de Emilio Enciso Viana, de 1952, que tiene una generosa obra dedicada a la mujer joven, se situaba el umbral del peligro por contacto carnal en el mero hecho de coger un brazo. Su razonamiento era impecable en cualquier caso:
Cuando los vestidos, por frivolidad o por tontería de la moda o por descuido, se achican, se ciñen, o de otro modo resultan provocativos, son inmodestos… Hay quien dice: ¿qué tiene que ver en el vestido femenino un centímetro más o menos? Son tonterías de los curas y de las beatas. ¿No ha de tener nada que ver? Ese centímetro hace que en el vestido no exista la moderación, la regla, el equilibrio que exige la decencia cristiana, y es ocasión de que, al verlo, ofenda la pureza. ¿Qué tiene que ver, por ejemplo, que los novios vayan cogidos del brazo? ¿No ha de tener que ver? Esas intimidades, esa licencia de coger el novio el brazo de la novia, es una puerta que se abre al pecado, es una facilidad para él, es un incentivo, es una hoja arrancada a la flor de la pureza, es la corteza que se ha quitado a la fruta.
Cuando una pareja joven iniciaba el noviazgo —la preparación para el matrimonio, puesto que en caso contrario sería pecado— y salían juntos, lo hacían acompañados de una carabina, una mujer más mayor que vigilaba qué hacían. La comunicación de la pareja, descubrirse, explorarse, aunque solo fuese hablando, estaba completamente coartado por esta supertacañona. Tenía que ser todo un fiestón para una pareja joven compartir su intimidad con ella.
Y si los jóvenes eludían la presencia de este anafrodisiaco, las autoridades les perseguían y fiscalizaban cada movimiento. En las ciudades de provincias la prensa local publicaba con frecuencia la lista de parejas que habían sido multadas por «atentar a la moral con actos obscenos en plena vía pública». Y para hacerlo indirectamente más atractivo, se ponían solo sus iniciales. De modo que el juego de descubrir quiénes eran lo hacía todavía más llamativo y el escarnio incluso más molesto.
Pero si tocar un brazo era como pelar la fruta que te vas a zampar, en palabras del mencionado Emilio Enciso, el beso constituía ya un problema de extrema gravedad. El padre Antonio Aradillas, en 1960, dedicó una obra completa a los ósculos, ¿El beso…?, y en uno de los casos que ilustraba algo tan natural como besar a tu novia adquiría tintes de tragedia de película de terror:
Pero un día pudo más la pasión que el cariño, y el novio sorprendió a Maribel con un beso brutal clavado con saña de bestia en la mejilla de nieve de la chica piadosa. El beso del novio se había clavado punzante en la mejilla, y con rabia comenzó Maribel a restregar su cara, intentando borrar toda huella posible. Y claro, la huella se hizo más ancha, más roja y más profunda. Más de sangre. Se le ve a simple vista en su cara… Ha llegado a sentir auténtico asco de todos los labios humanos.
Francisco Franco y el beso. Foto: DP.
Francisco Franco y el beso. Foto: DP.
En esta situación, en las familias de la burguesía lo que terminaba ocurriendo indefectiblemente era que los hijos se desfogaban con las criadas. En el libro de Umbral que hemos traído a colación el escritor lo reconocía sin tapujos. «Las señoras nunca vieron bien que sus hijos se iniciasen con las criadas, pero era para lo que realmente se las contrataba». Según contó también Carmen Martín Gaite en su Usos amorosos de la posguerra española esta costumbre desencadenó muchas tragedias. A menudo las asistentas eran chicas de muy pocos recursos que no tenían ni un hogar al que volver. Cuando eran sorprendidas con el hijo de la casa, eran despedidas. Lo que las arrojaba a ellas en brazos de la prostitución de más bajo nivel para poder sobrevivir.
El padre Mariano Gamo, que se encargó de los ejercicios espirituales de las asistentas de un adinerado barrio madrileño en los sesenta, le explicó a quien esto escribe hace pocos meses que en muchos casos estas chicas ni siquiera tenían asignación, que trabajaban por la manutención, por la cama y tres comidas al día. Si las despedían, estaban en la indigencia. Los señoritos se podían sobrepasar con ellas todo lo que querían y más con cualquier chantaje banal, pero que pudiera suponer para ellas la amenazar del despido, que finalmente se producía por acceder a la coacción. Tremendo.
Y para las chicas de la burguesía, con esta enfermiza educación, lo que se consiguió fue un ejército de frígidas. Cuando se casaban eran ese tipo de matrimonios que hacían el amor a oscuras y con pijama solo con fines reproductivos, sin el menor apetito sexual, en el que como la mujer gozase aunque fuese por casualidad, ultrajaba al marido que la enviaba al confesionario entre insultos. En las páginas del suplemento del diarioABCBlanco y NegroSantiago Loren estimaba en 1970 que en España, entre un 60% y un 70% de las mujeres eran frígidas. José Antonio Valverde y el doctor Adolfo Abril, en su trabajo Las españolas en secreto, comportamiento sexual de la mujer en España, de 1975, cinco años después, llegaban a elevar el porcentaje:
De ahí que podemos estimar las insatisfacciones sexuales femeninas entre un 74% y 78%. Esto es muy claro, que da cada 100 españolas con actividad sexual generalmente dentro del matrimonio, 76 no encuentran satisfacción; de cada cien, 76 no alcanzan el orgasmo y, en muchas ocasiones, ni lo han conocido.
No obstante, esto era la virtud. Lo bueno, lo deseable. Dejemos que lo explique un ilustrado del régimen, por concluir el capítulo de nuevo con una cita del tío de Ana Botella, el rector de la Universidad Complutense de Madrid, Botella Llusià. Las mujeres que gozaban no eran mujeres, sino marimachos. Así opinaban los científicos de Franco:
Hay muchas mujeres, madres de hijos numerosos, que confiesan no haber notado más que muy raramente, y algunas no haber llegado a notar nunca, el placer sexual, y esto, sin embargo, no las frustra, porque la mujer, aunque diga lo contrario, lo que busca detrás del hombre es la maternidad. […] Yo he llegado a pensar alguna vez que la mujer es fisiológicamente frígida, y hasta la excitación de la libido en la mujer es un carácter masculinoide, y que no son las mujeres femeninas las que tienen por el sexo opuesto una atracción mayor, sino al contrario.