Cervantes recoge del suelo la copia del Quijote de Avellaneda que acaba de estrellar contra la pared del salón. Ha vuelto la duda, esa constante que lo aplasta. Intenta articular palabra, pero la oración más simple del mundo no es capaz de escapar de sus meninges. Repite una y otra vez la sílaba inicial hasta cerciorarse de que sus sospechas son ciertas: vuelve la tartamudez, ese cerco insalvable a la hora de combatir con otros monstruos de la dialéctica como Lope o Quevedo. Se maldice. No puede creerlo. Aquel mal se había esfumado una tarde primaveral, cuando, meses después de firmar el privilegio real, su Quijote logra convertirse en un best sellercapaz de romper todos los límites, instalándose en la mesilla y en el imaginario de media Europa. Pero la principal frontera que había cruzado no era otra que la de su propia confianza, haciendo de él un hombre firme, inexpugnable. Fue entonces cuando soñó cómo la envidia se merendaba a aquellos que poco antes arrojaban contra él tartamudos adjetivos. Definitivamente, su querido Alonso de Quijada (más tarde, Alonso Quijano) era algo más que un simple personaje. Era el tipo que le había hecho renegar de aquella personalidad llana, acercándolo a esas mentes esdrújulas que poblaban las calles del Barroco. Hablar de Cervantes, ahora, es hablar de un triunfador.
Con un esfuerzo sobrehumano examina el libro y confirma que, pese al golpe, permanece intacto. Analiza la portada. «Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha». No da crédito a lo que lee. Observa la firma: «Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la Villa de Tordesillas». Absolutamente espantado, maldice al falso autor, ese plagiador de mala muerte. Maldice a la noble ciudad castellana. Se maldice, una vez más, a sí mismo. Pero lo peor está por llegar: «Al alcalde, regidores y (sic) hidalgos de la noble villa de Argamesilla, patria feliz del hidalgo Caballero Don Quijote de la Mancha». Un puñal le atraviesa el corazón. Hubiera acertado o no el que, con saña, había escrito aquello, nadie le dijo que fuera fácil tener que rememorar ese lugar de la Mancha… de cuyo nombre, por mucho que le pesara, jamás quiso acordarse. La única mano útil deja caer la copia del libro. Ha caído en el derrumbe. Se da cuenta de que una lágrima recorre su mejilla. Es definitivo: la ansiedad ha vuelto al hogar de don Miguel.
¿Un escritor de saldo?
Lope de Vega (DP)
No le falta razón a Cervantes, el libro es una directo al mentón justo cuando disfrutaba de una posición literaria acorde a lo que siempre había soñado. Para empezar, habría que analizar en profundidad quién es este tal Alonso Fernández de Avellaneda. Nadie se cree ya, a estas alturas de la película, la teoría de que un humilde cura residente en Avellaneda (Ávila), de nombre Alonso Fernández, sea el dueño de la pluma capaz de dar jaque al español más universal. Por tanto, adentrémonos sin miedo en las arenas movedizas del anticervantismo de la época. Aquí aparece un nombre clave: Lope de Vega. La relación entre Cervantes y el Fénix de los Ingenios no es precisamente la de dos amigos del alma. Se dice que, en su interior, ambos reprimían cierta admiración por el contrario. Pero los dardos volaban, especialmente desde la pluma de Lope, quien ya había escrito:
De poetas no digo: buen siglo es este. Muchos están en ciernes para el año que viene; pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a don Quijote.
Al no recibir contestación, decidió escribir un soneto para el genio de Alcalá, dedicándole todo tipo de lindezas. Entre ellas, que el cielo había tenido el detalle de dejarle manco para que no pudiera escribir más. Cervantes, esta vez sí, replicó:
Estando yo en Valladolid, llevaron una carta a mi casa […] Diéronmela, y venía en ella un soneto malo, desmayado, sin garbo ni agudeza alguna, diciendo mal de Don Quijote; y de lo que me pesó fue del real, y propuse desde entonces de no tomar carta con porte.
Que Cervantes dejara reflejado que su única preocupación era el dinero del contra reembolso no es más que un fuego de artificio. La relación se había enquistado y, volviendo al Quijote de Avellaneda, solo hay que fijarse en el prólogo para entender que Lope está detrás del asunto, bien en primera persona o bien como una fuerte influencia. Esto descarta ya a algunos candidatos como Pasamonte, Tirso o (se llegó a barajar) el Inca Garcilaso. En uno de los párrafos, el autor se refiere al desplante que Cervantes tuvo con «quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras y la nuestra debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e innumerables comedias». Esta descripción es tan vanidosa que no se descarta que fuese el propio Lope de Vega quien agitara la coctelera del autobombo prologando la obra. Al fin y al cabo, lo expuesto, aun siendo fatuo, no deja de ser cierto. Lope era envidiado por todo aquel que quisiera hacer de su arte un negocio, pues había sido capaz de convertir el teatro en un espectáculo rentable, cubriendo al artífice con un manto de dinero y fama que hasta Cervantes, abonado a la penuria económica, ansió. Este es el germen del desplante al que podría referirse Lope en el prólogo. Quizás por ese deseo triunfal, Cervantes había expulsado al Fénix de su Galatea y le había dedicado numerosas burlas en la primera parte del Quijote. Sin embargo, atendiendo a los rasgos estilísticos de la obra, no parece que sea Lope quien desarrolla la trama. Yo, particularmente, me decanto por Liñán de Riaza, poeta curtido en la batalla diaria del Siglo de Oro pero sin el éxito que justifica dicho combate. Amigo íntimo de Lope, también sentía el agravio de haber sido desterrado del Parnaso cervantino. El aragonesista estilo cuadra, pero hay algo que se tuerce: muere varios años antes de la aparición del falso Quijote. En mi opinión, fue Liñán quien construyó la obra y Lope quien, con el padre de la criatura ya fallecido, la pulió, prologó y publicó.
Deformado y desfondado
Portada de el Quijote de Avellaneda (DP)
Buceando en el Quijote de Avellaneda nos encontramos con la aparición de unos personajes que nada más que el nombre comparten con aquellos maravillosos antihéroes cervantinos. El protagonista ha perdido lo esencial de su primera parte: el idealismo. Se muestra descorazonado, ajeno a las Dulcineas que tanto amó. Tampoco Sancho retiene esa ironía pueblerina que enternecía al lector con la suave caricia del ignorante. Ahora se ha transformado en un ser brusco, soez e irrespetuoso. Por si fuera poco, esa locura que Cervantes había embellecido, convirtiéndola en una noble herramienta cargada de espiritualidad y utopía, aquí es ninguneada, condenando a la entrañable pareja de caminantes al manicomio. No obstante, la trama es amiga de la lectura, las páginas se abrazan unas a otras con relativa facilidad y, aunque diferente a la cervantina, dota a cada capítulo de una cierta identidad reconocible, una personalidad que puede llegar a enganchar. El autor sí utiliza el recurso de intercalar novelas ejemplares cuando nadie las espera, algo que se le había echado en cara a don Miguel en su primera edición y que se vería obligado a abandonar en la verdadera segunda parte de la obra.
Estilísticamente tampoco hay mucho que comparar. En mi opinión, el Quijote de Cervantes alcanza el punto más alto de la narrativa en castellano, mostrándonos varios juegos lingüísticos (desde el medievalismo del loco, a los cultismos del amo pasando por el habla popular del escudero) que nadie ha conseguido igualar. La cuestión no es que nadie haya alcanzado ese nivel sintáctico. La cuestión es que nadie lo alcanzará jamás. Ahí reside su encanto estilístico: la prosa cervantina sabe cómo llegar a cualquier punto gramatical mientras que nosotros no sabemos cómo llegar a la prosa cervantina. Dicho esto, cualquier comparación resulta absurda. No obstante, el de Avellaneda es también un Quijote culto, repleto de citas solapadas y con un aceptable nivel léxico. Goza de algo difícil de encontrar: empatía con el lector. El autor encuentra la manera de lograr que pasemos la página, con un hilo argumental que se consume fácilmente y que no hace que te pierdas entre cátedras lingüísticas.
Por tanto, atendiendo a la forma y al fondo de la obra, se puede decir que ni en una ni en otro puede compararse al primer Quijote. Sin embargo, fue aceptado por el público y, como demuestran las numerosas ediciones que aún hoy ven la luz, gozó de una notable difusión. El mayor problema del Quijote de Avellaneda se resume con facilidad: se intenta ver reflejado en las aguas más cristalinas de la literatura en castellano. Y ese reflejo, a menudo, muestra vergüenzas que en otros caudales podrías ocultar.
La venganza cervantina
Cervantes cierra, con tranquilidad, el libro que ha devorado en unas pocas horas. Está ardiendo, pero es una hoguera reposada que quema en su interior todas las dudas que hubieran podido quedar alrededor de la segunda parte del Quijote, esa que ya lleva tiempo escribiendo. En los últimos tiempos, la ilusión por escribir lo que más tarde sería el Persiles le ha poseído, dejando apartada la continuación de las aventuras de su personaje más emblemático. Pero la aparición de este falso caballero andante le azota el ánimo y, todavía con el tartamudeo presente, retoma el capítulo LIX, que es el último que escribió.
Meses después aparece la segunda parte del verdadero Quijote, con un éxito todavía mayor que el conseguido con la primera. Ahora, el genio alcalaíno abraza la poca fama que le queda por recoger. Aquí y allá se suceden los homenajes y los reconocimientos. Las aventuras del Caballero de la Triste Figura son reconocidas prácticamente de manera unánime como la mejor novela de la historia. Es la obra no religiosa más traducida de todos los tiempos. Es imposible cuantificar el número de lectores que, a lo largo de cuatro siglos, carga sobre sus espaldas. Ha sido adaptada a la gran pantalla más de doscientas veces. Todas las novelas llevan algo de este hidalgo en su ADN y todavía hoy se identifican entre sus páginas el sentido histórico, social, político y religioso de cada época. Dostoievski, Twain, Kafka, Tolstói, Goethe, Faulkner, Galdós (que memorizaba capítulos completos), Unamuno, Borges, el Gabo… Todos los grandes han recibido la herencia cervantina en su obra. Hasta Shakespeare utiliza a Cardenio en una de sus composiciones. Es, por tanto, el triunfo del hombre que nunca creyó en sí mismo.
Retrato de Miguel de Cervantes, por Juan de Jauregui y Aguilar (DP)
Don Miguel llega a su casa una fría tarde de invierno, tras cerciorarse de que su querido Quijote está en boca del pueblo. Es, ya, el héroe de todos. No obstante, el genio está cansado. Tan cansado como Alonso Quijano, el Bueno, al final de la obra. No oculta que, en cierto modo, el camino de don Quijote es también su camino. Comienza siendo un personaje idealista, un caballero que cree en el éxito. Sin embargo, en sus últimas páginas parece desengañado, desfigurado y harto. No puede evitar encontrar similitudes con la situación de esa España que observa cómo agonizan sus años más fértiles para dar paso a una época oscura, casi tétrica. Pero eso apenas le importa ya. El cansancio le consume y observa con pereza el borrador de su Persiles, que no sabe si podrá terminar de escribir. Tampoco le importa, la cima ya está alcanzada. Por suerte, como su amado caballero, resistió hasta ponerle punto final a su experiencia vital más importante: finiquitar las aventuras delQuijote es el punto culminante de su existencia. Él, un hombre lisiado en combate, capturado por el enemigo, desterrado, denigrado por su familia, eternamente pobre… de pronto, gracias a esa exitosa segunda parte, le ha encontrado sentido a la vida.
Con la mente clara y el tartamudeo expulsado, observa con reparo la repisa sobre la que todavía descansa el Avellaneda. No puede evitar cuestionarse, sin fuerzas para sentir ánimo revanchista alguno, qué parte de culpa tienen aquellas páginas en su éxito. Se tapa, con la mano sana, el rostro. Necesita descansar, como don Alonso Quijano. Se tumba en la cama. Para entonces, ya se escucha el crepitar de las hojas de papel que antes habían dado vida al falso Quijote, ardiendo y aliviando el frío del invierno en la meseta. Se pregunta si alguien, como él hizo con su amado caballero, será capaz de escribir un epitafio acorde a esta vida plagada de penurias.