martes, 5 de mayo de 2015

"Ramón Mª del Valle-Inclán, la matemática perfecta del esperpento" por Rafael Narbona



Los cuernos de don Friolera (1921) es la segunda obra en la que se aplica la poética del esperpento. Dividida en doce escenas, Valle-Inclán expone su concepción del teatro mediante el diálogo entre don Manolito y don Estrafalario, que contemplan una pieza de guiñol desde la balaustrada de una corrala. Su posición elevada se corresponde con la estética del esperpento, que descarta escribir de pie o de rodillas, pues no considera a los personajes seres admirables, lastimosos o semejantes, sino simples marionetas cuyo destino está sujeto a los caprichos del autor, un demiurgo “que no se cree en modo alguno hecho del mismo barro que sus muñecos”. Don Manolito y don Estrafalario observan al bululú (un cómico o mimo que inventó el teatro popular gallego) y a su acólito escenificando una parodia de Otelo con sus muñecos de madera. Don Manolito es pintor y recorre España con don Estrafalario, con la idea de componer un libro de dibujos y pequeños textos que refleje la vida profunda de los pueblos, con sus corridas, ferias, carnavales, procesiones, tertulias de botica o sacristía, bailes populares y espectáculos de gigantes y cabezudos. Don Estrafalario es “un espectro de antiparras y barbas”, “un clérigo hereje que ahorcó los hábitos en Oñate”. Sarcástico, agudo y profundo, presta su voz a Valle-Inclán para expresar su interpretación del arte y la realidad. “Mi estética –proclama don Estrafalario- es una superación del dolor y la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse historias de los vivos. […] Yo quisiera ver este mundo con la perspectiva de la otra ribera. Soy como aquel pariente que usted conoció, y que una vez, al preguntarle el cacique qué deseaba ser, contestó: “Yo, difunto” […] Todo nuestro arte -concluye con desengaño de moralista barroco- nace de saber que un día pasaremos. Ese saber iguala a los hombres mucho más que la Revolución francesa”.

El guiñol que presencian don Manolito y don Estrafalario representa la historia del teniente don Friolera, que debe matar a su esposa infiel para no ser un cornudo consentido y deshonrar a la Guardia Civil, un cuerpo que hunde sus raíces en las nociones de honra y desagravio de la vieja hidalguía española. Doña Loreta, su esposa y madre de su hija Manolita, le engaña con Pachequín, un barbero con ínfulas de donjuán, pese a su cojera y a su nuez descomunal. Doña Loreto no es una heroína enfrentada con la moral y los prejuicios, sino un ser ridículo y repulsivo. Solo es una tarasca “jamona, repolluda y gachona”, con unos enormes senos y una sonrisa escandalosa. Pachequín no es un seductor que corteja al demonio –como el Marqués de Bradomín-, sino un fantoche narigudo que se pisa la capa al caminar y toca la guitarra con los ojos en blanco, incapaz de pulsar una nota sin desafinar. Don Friolera no es más afortunado. Sus escasos pelos “bailan un baile fatuo” cuando el viento los agita y su mostacho tiembla como los bigotes de un gato al estornudar.

Don Estrafalario afirma que el tono burlesco de la pieza no se compadece con la tradición literaria castellana, reacia a hacer chanzas con el adulterio. La hipérbole y la risa son elementos extraños en una literatura, cuya “crueldad y dogmatismo” beben del espíritu sanguinario y truculento de las Sagradas Escrituras. “La crueldad española tiene toda la bárbara liturgia de los Autos de Fe. Es fea y antipática […]. Es furia escolástica”. El “honor teatral y africano de Castilla” es incompatible con las desenfadadas burlas de cornudos de las letras portuguesas, gallegas, cántabras o catalanas. Don Estrafalario opina que el teatro español podría regenerarse, impregnándose del “temblor de las fiestas de toros”. Si lograse incorporar “esa violencia estética, sería un teatro heroico como la Ilíada”. La matemática perfecta del esperpento exige al artista escribir “desde la alturas”. Solo así podrá transmutar al héroe clásico en mamarracho.

Don Friolera hierve de cólera desde su primera aparición, proclamando que no dejará impune la afrenta, pues “en el Cuerpo de Carabineros no hay cabrones. […] El principio del honor ordena matar. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum!”. Admite que tal vez una separación honrosa sería lo más razonable, pero resulta insuficiente para la galería. No le debe dar vueltas al asunto: “Soy un militar español y no tengo derecho a filosofar como en Francia”. Mientras tanto, Doña Loreta flirtea con una risa que dibuja “escalas buchonas”, acompañada por el rasgueo “chillón y cromático” de la guitarra de Pachequín, el barbero que la corteja ataviado “con capa torera y quepis azul”. La vieja beata Tadea Calderón –“pequeña, cetrina, ratonil” y “con ojos de pajarraco”- fisgonea el romance e informa con notas anónimas al burlado teniente, incitándole a cobrarse venganza. La beata es “un garabato con reminiscencias de vulpeja” y “perfil de lechuza”. Es la encarnación de los prejuicios “morunos y judaicos”, que Valle-Inclán opone al espíritu libertario. No hay que olvidar que don Manolito exclama al escuchar los razonamientos de don Estrafalario: “Es usted anarquista”, obteniendo por respuesta un regocijado: “¡Tal vez!”.

Don Friolera avanza hacia un desenlace trágico con la indignidad de un pelele. “Zancudo, amarillento y flaco”, solo es un “adefesio con gorrilla de cuartel”. Sus superiores de la Benemérita no son menos grotescos. Algunos parecen gatos, “filarmónico y orondos” y otros ranas, “con sus ojos saltones y su boca de oreja a oreja”. Don Lauro Rovirosa, “teniente veterano graduado de capitán”, tiene un ojo de cristal y media cara paralizada. El ojo de cristal a veces se desprende de su órbita y regresa a su lugar tras rodar por el mármol de un velador. Las panzas de los guardias “se inflan con regocijo saturnal” al comentar que el teniente don Friolera solo sabe hacer “posturitas de gallina”, mientras el barbero se trajina a su mujer. Todos se manifiestan partidarios de expulsarle del Cuerpo de Carabineros, con escarnio y deshonor. Manolita, la hija de don Friolera, asiste al drama “con la tristeza absurda de esas muñecas emigradas de los desvanes”. El “bigote mal teñido” del cornudo sólo añade más oprobio a “sus ojos vidriados y mortecinos”.

Don Friolera finalmente dispara contra su mujer, pero la fatalidad determina que la bala acabe con la vida de su hija. “Las estrellas se esconden asustadas” ante la desgracia y el infortunado teniente es confinado en el Cuarto de Banderas. Ha hecho lo que todos exigían, pero la suerte no le ha acompañado: “el mundo solo es engaño y apariencia –exclama acongojado-. Este tinglado lo gobierna el Infierno. Dios no podría consentir esos dolores”. El Coronel que ordena su arresto también es un marido ultrajado, pues Doña Pepita, su mujer, le engaña con el asistente, lo cual viene a significar que el Cuerpo de Carabineros está lleno de cabrones, impugnando la sentencia de don Friolera, que ingenuamente creía lo contrario. La obra finaliza con un romance de ciego que refiere los acontecimientos posteriores: indultado, don Friolera sale de la cárcel y degüella a la adúltera y a su amante; la ley, lejos de castigarle, le impone una medalla. Después, lava la pena por la hija muerta en los campos de Melilla, matando a cien moros. Su nombre llega a oídos de la Casa Real, que le nombra ayudante de palacio y le premia con una banda honorífica. Detenidos por presuntos anarquistas y por echar mal de ojo a un burro de la Alpujarra, don Manolito y don Estrafalario comentan la obra representada y extraen una desoladora conclusión: el teatro popular retrata a los españoles como bárbaros sanguinarios, cuando en realidad solo son borregos.

Durante mucho tiempo, resultó imposible adquirir la obra completa de Valle-Inclán. En 1952, Editorial Plenitud lanzó dos volúmenes que reunían una buena parte de sus libros, con papel fino, piel roja y oro en los lomos. En 2002, Joaquín Valle-Inclán, nieto del autor, recogió toda la obra de su abuelo en dos gruesos volúmenes integrados en Clásicos Castellanos, la famosa colección de Espasa Calpe, con un extenso glosario que facilita enormemente la lectura. Se puede decir que se ha convertido en la edición canónica, pues incluye colaboraciones periodísticas y raros textos de adolescencia. Yo siento un especial aprecio por la Biblioteca Valle-Inclán, una edición dirigida por Alonso Zamora Vicente, cuidadosamente anotada y prologada en 27 volúmenes. Publicada en 1990 por Círculo de Lectores, el proyecto inicial contemplaba 30 libros, pero los problemas entre los herederos legales impidieron publicar cuatro títulos.

Después de conocer la miseria de los peones en México y el sufrimiento de los soldados en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, Valle-Inclán experimento un giro político hacia posiciones de izquierda radical. Algunos dicen que podría haber sido el presidente de la Alianza de Intelectuales Antifascistas creada el 30 de julio de 1936, pero en esas fechas ya llevaba algo más de seis meses muerto. Su fascinación por el boato imperial del fascismo italiano arroja una sombra de contradicción sobre sus convicciones, pero está fuera de cualquier duda que jamás habría apoyado la sublevación de Mola y Franco. Desde el punto de vista estético, Valle-Inclán creó una nueva categoría: el esperpento. Al igual que lo sublime, el esperpento no se basa en la sensación de armonía o equilibrio, sino en la desmesura y el exceso. Los cuernos de don Friolera refleja esa percepción hiperbólica de la realidad, mostrando que lo sublime y lo ridículo a veces se confunden en el mismo estrépito. En su obra dramática, Valle-Inclán fundió tradición y vanguardia para pintar el ruedo ibérico y recordarnos que solo el arte puede salvarnos. Nuestro teatro no ha vuelto a repetir esa hazaña.

Estampas III



Cuando el cura le dijo que debía leer más, que no sabía lo que decía, comenzó a devorar todos los libros que cayeron en sus manos. Se aficionó a la literatura por despecho, por reacción contra el que lo había humillado públicamente. Él no habría elegido Religión como materia optativa, pero el profesor de Ética lo ponía muy difícil y hubiera sido incapaz de soportar en silencio su cara de chivo muerto durante dos horas a la semana.Con 15 años, la elección era sencilla: el cura no exigía nada y los amigos se lo habían recomendado porque era un hombre muy afable, nunca lo habían visto tirar de las orejas a ningún alumno. Sin embargo, en la segunda clase, ya se había arrepentido de la elección. No pudo callarse. "No debéis atentar contra las leyes de Dios, el Señor os ama y os premiará con la vida eterna si no os tocáis". "¿Y si lo hacemos qué nos pasará?". "Sufriréis los castigos que se reservan a los sucios de corazón, esos granos que tienes en la cara son un aviso del Señor". Lo dijo delante de las dos chicas que más le gustaban y a él le pareció que se reían de él, que se burlaban de sus vicios y que se mofaban de su aspecto. "Pues usted debe hacerlo a menudo porque esa barriga no se consigue por tirar piedras al río". El cura se aproximó a él con la ira contenida. Todos creían que iba a perder su talante, pero no. "Debes leer más, hijo mío. Cuando se debate sobre asuntos del alma uno debe estar más informado". Le habría sabido mejor que le soltara una colleja o que le tirara de los pelos del cogote o que lo echara de clase. Aquellas palabras se le fijaron en la memoria para siempre, sobre todo en cuanto vio a las dos chicas reírse de él sin ninguna piedad.Se fue del aula y no volvió a pisar la clase de Religión, sin embargo, recordaría a ese cura durante toda su vida. Fue el único alumno que suspendió la asignatura en muchos años.
El día que escribió su segundo tratado sobre el disfrute de la masturbación apoyándose en los más ilustres sabios griegos y latinos, se acordó de aquel cura y le dio gracias por impulsar su carrera y su placer.  

"Metidos en el "jardín" de Las flores del mal" por Winston Manrique Sabogal


Ese es. Ahí está parte del corazón de Charles Baudelaire en Las flores del mal. Poemas preñados de fervor y furia bajo la luminosa oscuridad del amor y del deseo. Baudelaire (1821-1867) se convierte en un asaltador de la belleza donde los demás no la ven, o la penalizan, o la mezquinan, o la destierran. Un libro con 126 poemas publicado en 1857 que cerró el Romanticismo y abrió la modernidad que acaba de ver la luz en una nueva y arriesgada traducción bilingüe en la editorial Vaso Roto, a cargo de Manuel J. Santayana. Ha apostado por una traducción que busca no solo el ritmo, sino la endiablada métrica original.
Antes que Santayana, ya lo hicieron a su manera Antonio Martínez Sarrión, Luis Martínez de Merlo, Pedro Provencio y Enrique López Castellón. Ellos saben lo que es, de verdad, entrar en ese jardín literario dionisiaco y apolíneo a la vez para sacarlo del francés al insuflarle nueva vida en español. Conocen senderos-latidos de Baudelaire como:
“Y tu cuerpo se estira y se ladea / cual frágil navecilla / que hunde sus palos bajo la marea / cuando roza la orilla”. O “Tu mano roza en vano mi pecho que se arroba; / lo que ella busca, amiga, es sitio que ha saqueado / la mujer con sus garras y sus dientes de loba. / No hay corazón; las bestias ya lo han devorado”.
Sentidos baudelaireanos que confrontan al ser humano con su naturaleza para descubrirle las cosas que piensa y desea sin saberlo. Aún. O que centellea lo que en cada uno aguarda agazapado y anhelante para hacerse visible.
El último en revivirlo ha sido Santayana. Entró en Las flores del mal allá por 1974, ya en el exilio en EE UU, con su francés precario. Leyó diversas y autorizadas ediciones francesas críticas: “Durante muchos años abandoné el proyecto, pero en 2012 regresó el impulso, tras una intensa relectura de la obra completa, y me di a la tarea trabajando, como dice un octosílabo de mi venerado Alfonso Reyes, ‘a hurtos de la labor”.
Entrar en ese jardín, recuerda el traductor, es dialogar con un espíritu incomparable: “Acceder al horror, a la admiración y a la piedad. Y a un fervor y una fe en la poesía más allá de toda vanidad”. La aportación del maestro francés es su “ejemplo de exactitud formal para desnudar los abismos de la conciencia humana y revelar —poéticamente— la complejidad de la inteligencia, la sensibilidad y la imaginación de un ser humano, sus perplejidades y contradicciones”.
Lo más complicado de trasladar esos bordes del precipicio, reconoce Santayana, son las dificultades del rigor: “Sintácticas, silábicas, métricas. Vencerlas depende de las aptitudes que el traductor ponga al servicio de su objetivo”. De elegir un poema, él se queda con Recogimiento, entre los breves:
“Sé juiciosa, oh mi pena, y a la calma ya vuelve. / Pedías el Ocaso; ya desciende, aquí llega; / una atmósfera oscura a la ciudad envuelve, / y a unos trae la paz que a los otros les niega”.
Y entre los más largos elige, El viaje, uno de cuyos pasajes aclara: “Pero viajeros solo son aquellos que parten / por partir; corazones como globos, ligeros, / sin que de un fatal sino ellos jamás se aparten, / y siempre: ¡vamos! A ignotos derroteros”.
El viaje de Enrique López Castellón por el territorio Baudelaire empezó en los años noventa con una traducción literal en bolsillo para Busma. Siguió recorriendo lento sus caminos y su biografía y su época, hasta que empezó a preparar una nueva traducción para la editorial Abada en 2012. “Quería mantener la métrica, pero no el ritmo, porque es imposible. Es un jardín muy complicado, porque Baudelaire expresa nuevas sensaciones del hombre moderno en lenguaje popular, corriente o ramplón, y poetiza el lenguaje periodístico, que al verterlo resulta difícil. Su estética es revolucionaria”. Ahí está, dice, el arranque de su inolvidable El balcón:
“¡Madre de los recuerdos, la amante más querida, / Tú, mis placeres todos! ¡Tú, todos mis deberes! / Te acordarás de cada caricia compartida, / del hogar, del hechizo de los atardeceres, / ¡madre de los recuerdos, la amante más querida!”.
Hace 40 años este poeta maldito empezó a llegar con gozosa claridad a España. Quien decidió darlo a conocer en serio fue Antonio Martínez Sarrión. Lo hizo para desagraviarlo. Un día de 1974, Sarrión entró a una librería, cogió un tomo de Las flores del mal, de editorial Río Nuevo, y quedó consternado “ante esa traducción infame”. Fue a su casa, abrió una edición en francés al azar y tradujo tres poemas que en 1975 publicó en la revista La ilustración poética española e iberoamericana, en la que colaboraba junto a José Esteban y Jesús Munárriz. El poeta Jaime Gil de Biedma y el editor y también poeta Carlos Barral leyeron esas versiones y le dijeron que debía traducir toda la obra.
Dos años después, en 1977, La Gaya Ciencia publicó su versión con tal éxito que se agotó y se convirtió en referencia. Después, Javier Pradera, editor de Alianza, le dijo que le gustaría publicar el libro. Sarrión aceptó y eligió hacerlo en formato bolsillo, “porque al ser más barata todos podrían leer a Baudelaire”. Llegó a las librerías en 1982. La última se publicó en 2012, tras 22 ediciones y más de 60.000 ejemplares vendidos, “revisada y con algunos ajustes”. Lo hizo a petición del editor. Sarrión, con 73 años, pensó que estaría bien hacerlo “antes de desaparecer de este mundo”.
Mientras, Baudelaire le susurra: “Haces bien en ocuparte de mis flores; que te paguen lo que a mí no me pagaron”. De ese jardín prefiere Una que pasaba, en cuya segunda estrofa muchos se ven, en secreto y sin saberlo: “Ágil y noble, alzando su pierna escultural. / Yo bebía, crispado en grotesca postura, / de sus ojos de cielo que el huracán augura / el dolor que fascina y el deleite fatal”.

LA GRACIA Y EL ABISMO DE ÁNGEL RUPÉREZ



Algunos hechos marcaron para siempre la vida de Baudelaire (1821-1867) y, sin duda, contribuyeron a que forjara una visión sombría de la existencia que, a su vez, penetró en todos los intersticios de su poesía. Se quedó huérfano de padre a los seis años y, a partir de entonces, estableció una profunda e intensa relación con su madre que duró hasta que esta decidió casarse de nuevo. Este hecho supuso para él el fin del idilio, cuyo causante fue su padrastro, al que vio, sin duda, como el peor ladrón, el intruso más intolerable, el más bárbaro Atila que arrasó con su infancia dorada e irrecuperable.

A partir de aquí empieza el descalabro, la mala vida, el lujo inmoderado, los burdeles oscuros, la bohemia de altura, el dandismo más exaltado y la poesía más original, descarnada, profunda y anhelante que quepa imaginar. Se puede decir que de esa grieta existencial incurable nació el remedio doloroso de su poesía, que empezó a escribir pronto, “con paciencia y con furia”, y a la que le puso distintos títulos — Las Lesbianas, Los limbos— hasta que acabara siendo Las flores del mal.
La primera edición tuvo lugar en 1857, con el consiguiente proceso judicial, que acabó en condena y escándalo. Baudelaire tuvo que quitar seis poemas de su libro en la reedición de 1861, entre ellos el magnífico Mujeres condenadas (es decir, lesbianas), por no hablar del portentoso Una mártir, que termina de una manera tan escabrosa que, sin duda, tuvo que horrorizar a los jueces que lo condenaron. Estos poemas excluidos reaparecieron en la edición de 1866, hecha en Bruselas por el gran escudero del poeta, su editor Auguste Poulet-Malassis. A esta edición le siguió la de 1868, ya póstuma y con nuevos añadidos a los que ya se habían producido en la segunda edición, la de 1861.
La traducción y la edición que celebramos ahora se apoya en esas dos ediciones, la del 61 y la del 68. El diseño como tal es rompedor, atrevido, fantasioso y recuerda a una caja multicolor, con los bordes (el canto) rojos, en cuyo interior se encuentra ¡ese regalo, esa joya!, los poemas gloriosos de Baudelaire. El diseñador es Quim Díaz y la fotógrafa, Fiona Morrison, autora de las fotos que entrelazan la figura mayestática y dandística de Baudelaire, junto con unas floraciones multicolores que expanden la mirada del poeta a ¿sus paraísos artificiales?
Y luego está la traducción de Manuel J. Santayana, que ha apostado por la métrica y la rima más estrictas. Para calibrar esa audaz opción —llena de peligros— hay que mirar los resultados y los resultados son excelentes, con muchos aciertos brillantes, con un respeto escrupuloso por el sentido del original, con muy pocas cabriolas —o ninguna— que lo desfiguren en favor de las geniales ocurrencias del traductor de turno.
Su patrón métrico básico es el alejandrino, siguiendo al alejandrino francés, pero también usa el endecasílabo, el heptasílabo, el eneasílabo, siempre según la pauta marcada por el original. A este estricto rigor métrico se suman las rimas, siempre consonantes, con una disposición que calca la del poema baudelairiano. El esfuerzo es, sin duda, titánico y los resultados son regularmente buenos, sin los temibles ripios al acecho, o esas otras componendas ridículas que, para facilitar la rima, se convierten en horrísonas patochadas, que afectan tanto al sonido como al sentido. Poemas fabulosos como Moesta et Errabunda ( Tristes y errantes), La campana quebrada, Paisaje, Las viejecitas, A una que pasaba o El cisne, entre otros, están fenomenalmente traducidos y suenan muy bien cuando se leen en voz alta.
A veces resuena Rubén Darío, o cualquiera de sus discípulos hispanos, como en este fragmento del poema La Belleza: “Yo reino en el azur, esfinge postergada; / mi blancura es de cisne y mi corazón, nieve; / porque enreda las líneas, odio lo que se mueve / y no río jamás y no lloro por nada”. Otras, sin más, se oye, en español —¡milagro de las buenas traducciones!—, esa voz baudelairiana del desgarro moderno, como ocurre en el maravilloso A una que pasaba: “Un fulgor… ¡y la noche! Fugitiva beldad, / cuyo mirar me ha hecho nacer una vez más, / ¿no te veré ya nunca, sino en la Eternidad? / ¡Lejos de aquí! ¡Muy tarde! ¡Quién sabe si jamás! / Pues tú ignoras mi rumbo, yo no sé adónde irías, / ¡tú, a quien yo hubiera amado, oh tú, que lo sabías!”.
Cada época debe traducir a los grandes de otras lenguas para sentirse viva. Este Baudelaire vive a lo grande en español. ¡Bienvenido sea!

domingo, 3 de mayo de 2015

Estampas II


El lateral izquierdo corría la banda con ímpetu, había cruzado ya el medio campo y solo se interponía ante él un defensa de cien kilos con cintura de plomo.
¿Cómo había llegado hasta esa posición? Siempre jugó como central y nunca se había enfrentado a jugadores con barriga de preñada. ¿Cómo se había torcido su futuro de futbolista hasta los campos de segunda regional? Había sido un central de físico imponente, recio, sin demasiada técnica, pero con la suficiente pegada y sentido de la estrategia como para triunfar en el primer equipo. Cuando jugaba en el juvenil, disfrutaba con la pelota, gozaba de la solidaridad de pertenecer a un grupo que se divertía en común, que reía tanto en el campo como fuera de él cuando se reunían para tomar la cerveza de después. El juego era lo importante. Al acostarse, pensaba en el partido de la semana, en subir al área contraria y cabecear a gol en el último minuto. Celebraba cualquier jugada con sus amigos, con los camaradas del instituto, con los que lo arropaban en sus fechorías y en sus calaveradas. La responsabilidad solo pasaba por disfrutar de los 90 minutos trenzando jugadas vistosas, por culminar los pases al hueco con acierto.
No era muy hábil con el regate, pero evitó con facilidad la entrada mastodóntica del central de cien kilos. Evitó la patada en mitad de la rodilla y siguió en su incursión hasta la línea de fondo. De reojo vio en la banda a un abuelo sentado en una silla de anea, con la barbilla apoyada en un cayado de pastor. Había dejado a su propio portero bebiendo de una bota de vino que un aficionado del equipo contrario le obligó a no rechazar. Tras la portería, un muro servía de límite entre el campo de fútbol y el cementerio.
Su progresión fue premiada con la subida al primer equipo. Llegó a jugar en algún campo importante, pero ya no era igual. No estaba cómodo, ya no era un juego. Debía competir por su puesto y empezó a pensar demasiado. Cuando le llegaba la pelota, sus movimientos dejaron de ser espontáneos, los nervios lo atenazaban, solía pifiar cada uno de los pases y llegaba siempre tarde al balón. La sociedad con el libre ya no era mecánica, lo oía gruñir en cada una de sus acciones. "Las chicas te están sorbiendo el tuétano", "otro que se echa a perder", "les gusta demasiado la juerga", "ya no disfrutan entrenando como antes", "no tienen voluntad ni capacidad de esfuerzo", "en cuanto se les pone dura, se les reblandecen las piernas"... El fútbol se convirtió en angustia. Los partidos ya no eran una fiesta, el momento más esperado de la semana, sino un trago amargo que había que endulzar como se pudiera. A mitad de temporada era reserva fijo y dos partidos después lo bajaron al equipo de segunda regional.
Cuando se aproximaba a la línea de fondo, pensó, "¿qué voy a hacer ahora?, yo no le doy a un bote con la zurda, ¿cómo había que poner la pierna?, no sé si pararme o centrar al paso..." En ese momento notó el garrote del abuelo enganchando su pierna izquierda. La zancadilla le hizo caer de bruces sobre la tierra prensada. Fue un alivio. La tangana la contempló desde el suelo.

sábado, 2 de mayo de 2015

Estampas I


Las abarcas de su abuelo se hunden en el barro. El frescor del agua del pozo. La sintonía de "Elena Francis" (nana, nananaranana, nanananana, nana, nan...) sale de la radio, a los pies de la abuela, mientras ella remienda un pantalón de pana. El rosal silvestre crece y alumbra la entrada de la casa de campo. Un cristal en forma de huso se incrusta en un muro encalado. El abuelo, con la primera luz, se afeita con navaja barbera y se muerde la costra del labio cuando la cuchilla le muerde la piel. El baño en el abrevadero de las ovejas. La barriga raspada por la poca profundidad del agua. El miedo a la hondura de la balsa y a los monstruos que esconde el agua densa y verde. El miedo a la oscuridad, al aullido del lobo en las noches de verano. La algarabía de la cosecha del trigo en la era, durante una noche tan clara que no parece noche. Las estufas de humo ahuyentan las tormentas de granizo. El parte del tiempo se escucha con atención, en silencio, el mismo silencio que rompen las cucharas golpeando la cerámica durante las comidas y las cenas. La piedra de cal hierve en el agua del carburo y la llama surge silbando para crear perfiles monstruosos. Las servilletas blancas rezuman suero, se huele la leche de oveja y chorrea en los estantes de madera la blancura de los quesos. Los silos en la cámara guardan el trigo y la cebada, dunas de grano que arañan los roedores. El miedo de la noche, la amistad de la luna acompaña al muchacho entre las cepas. Se limpia con una pámpana verde o con una piedra pulida. El miedo de la noche, el aullido del lobo. La voz balsámica de la abuela sonando entre los consejos de Elena Francis y el zumbido de las abejas y las moscas. Las rosas silvestres coloreando la cal de la fachada. Un tebeo de Agamenón ahuyenta las sombras. El agua de la balsa se vacía en los surcos del riego, ríos por donde compiten los barcos de choza. Las abarcas hundidas en el barro y el azadón abriendo nuevo curso al agua liberada. Las gallinas nos han robado las palabras, cloquean sin descanso y el gallo avisa al abuelo para que sangre delante del espejo en forma de huso. Los hombres no hablan, clavan las abarcas en la tierra, se envuelven de polvo y conducen a las ovejas hasta los pastos más lejanos. Entre los silos, en lo más alto de la casa, dormita el muchacho muerto de miedo arrullado por los roedores que arañan las dunas de trigo. Agamenón no es un príncipe griego, valeroso, capitán de la victoria contra los troyanos, sino un labriego con boina que hace reír y alumbra las noches y apaga las voces de los lobos y se yergue en medio de los silos y pisa con su 54 de pie a los ratones que enturbian el silencio. "Igualico, igualico que el defunto de su agüelico", ríe el muchacho y se acaricia la barriga, arañada durante el baño en el abrevadero. Ríe y se duerme en u sueño profundo. El suelo de la cámara cede y el muchacho vuela sobre su cama hasta el establo, allí lo espera una mula torda que, asustada, da coces sobre el pesebre. El muchacho, a pesar del estruendo, no quiere despertar.

viernes, 1 de mayo de 2015

La actualidad revitaliza la portada de "El Gambitero"

La dictadura de la actualidad ofrece en ocasiones estas paradojas: una entrevista hace tres años a Monedero se lee en clave de rabiosa actualidad con mayor fuerza que muchas de las palabras que aparecen hoy en prensa respecto a la dimisión del número tres de Podemos. Un ejemplo: "El País", en su titular, extrae "Es más importante un minuto de televisión que los círculos" para enfatizar el supuesto ataque de Monedero a Pablo Iglesias. Esto mismo nos dijo a nosotros hace tres años, citando a Alfonso Guerra: "Prefiero un minuto en televisión a cien mil militantes". Cuando lo mencionó, no hacía más que reflejar una triste realidad, de la que todo el que se dedica a la política en el mundo actual es consciente. El problema es cómo se interpretan las palabras, cómo se sacan de contexto para utilizarlas con un fin determinado. Y esto está siendo la perdición de la prensa actual.
Es curioso, me resultó más interesante, más profundo (a pesar de las importantes discrepancias), el Monedero de la distancia corta, de la conversación de bar, que el que aparece dibujado en prensa, incluso por él mismo. En su agradecimiento a Pablo Iglesias de hoy mismo en Público, hay demasiada melaza y poca ilustración, justo lo contrario de lo que percibimos en nuestra entrevista. En una de sus respuestas, les contó a los chicos el mito de Casandra. Con un punto de soberbia, venía a decir que los politólogos eran capaces de adivinar lo que le iba a ocurrir a un país, pero tenían la maldición de que nadie los creía y, por tanto, no se ponían soluciones ante los problemas que auguraban esos derviches. No sé si en la dimisión de Monedero han sido los medios los que han actuado de Zeus o el propio Pablo Iglesias, pero más que el mito de Casandra, Monedero parece haber sufrido lo que le ocurrió a Narciso.

jueves, 30 de abril de 2015

"El número 15 de Usher Island" por Ernesto Baltar

Antes de ir, Dublín es Joyce como Praga es Kafka. Ciudades literarias o absorbidas por la literatura, ciudades que no existen quizá más que en los sueños neblinosos de un libro recordado vagamente. Joyce se ha adueñado de un escenario de literatura excesiva, excedente, rebosante: Beckett resulta más bien francés; YeatsShaw yWilde, ingleses; Jonathan Swift, satírico universal, y de Bram Stoker sólo quedan los colmillos sangrientos de su famoso personaje. Los dos escritores autóctonos más puramente dublineses, Sean O’Casey y James Clarence Mangan, no tienen en cambio la misma proyección internacional. Por último está el caso singular de Flann O’Brian, que nació en Strabane, condado de Tyrone, pero murió en la capital irlandesa después de beberse media nación a tragos largos, casi sin respirar.
Se imagina uno Dublín —literaria, cinematográficamente— como un laberinto de tabernas, con la espuma de la Guinness desbordándose por las jarras, por las barbillas de los borrachos, por el empedrado de las calles, por las puertas de los pubs, por las casas de ladrillo ocre, por las riberas del Liffey. Hombres alegres entonando baladas antiguas con los ojos iluminados por la poesía y resolviendo sus discusiones a puñetazos, como en las historias más o menos sentimentales de John Ford. Quizá sea este norteamericano hijo de inmigrantes irlandeses quien mejor haya sabido transmitir las supuestas paradojas del pueblo irlandés: su simpatía recia, su sequedad cariñosa, su nobleza violenta, su serenidad alocada, su moderada fogosidad… Esa hospitalidad sin dobleces, el deambular etílico entre la iglesia y la taberna, la camaradería exaltada de los borrachos, la sensualidad arisca de las pelirrojas pecosas, esa cáscara de dureza con fondo sentimental. En este sentido El hombre tranquilo, más que una película, sería la epopeya simbólica de una nación. Y su complemento perfecto es otra obra maestra del cine, Los muertos de John Huston, basada en el relato homónimo de Joyce. Desde luego llega uno al aeropuerto dublinés con esa parafernalia referencial —de imágenes, tópicos, recuerdos y valores— en la cabeza.
Cuenta Vargas Llosa que la primera vez que estuvo en Dublín se sintió traicionado porque ese lugar “alegre y simpático” en el que le paraban por la calle para conversar y le invitaban a tomar cerveza no se correspondía con la ciudad densa, sórdida y gris que aparecía reflejada en los libros de Joyce. Sirviéndose de una prosa exacta y fría, a caballo entre el rencor y la nostalgia, Joyce había ido describiendo con precisión matemática “las calles macilentas donde juegan sus niños desarrapados y las pensiones de sus sórdidos oficinistas, los bares donde se emborrachan y pulsean sus bohemios y los parques y callejones que sirven de escenario a los amores de paso”.Según propia confesión, en los relatos de Dublineses se propuso “traicionar el alma de esa hemiplejia o parálisis a la que muchos consideran una ciudad”, objetivándola en un mundo ficticio, artístico, si cabe más verdadero que el real.El Dublín de los cuentos se delinea como un mundo soberano, sin ataduras, gracias a la frialdad de la prosa que va dibujando, con precisión matemática, las calles macilentas donde juegan sus niños desarrapados y las pensiones de sus sórdidos oficinistas, los bares donde se emborrachan y pulsean sus bohemios y los parques y callejones que sirven de escenario a los amores de paso. Una fauna humana multicolor y diversa […] Un mundo sórdido, ahíto de mezquindades, estrecheces y represiones […] Una sociedad en ebullición, hirviente de dramas, sueños y problemas, que ha sido metamorfoseada en un precioso mural de formas, colores, sabores y músicas refinadísimas, en una gran sinfonía verbal” (Vargas Llosa, El Dublín de Joyce). De este modo, Joyce fue uno de los pocos autores de su tiempo que supo “dotar a la clase media —la clase sin heroísmo por excelencia— de un aura heroica y de una personalidad artística sobresaliente”, dignificando la vida mediocre a base de epifanías literarias. Es curioso que una ciudad, e incluso todo un pueblo (el irlandés), hayan quedado fijados universalmente por alguien que decía odiarlos tanto.
La mayoría de los relatos de Dublineses fueron escritos en 1905 y durante nueve años el manuscrito anduvo de editor en editor sin que nadie se animara a publicarlo. Me gusta mucho Un triste caso, que cuenta la historia del señor Duffy. Este hombre vivía en una casa vieja y sombría desde cuya ventana podía ver la destilería abandonada y el río poco profundo en el que se fundó la ciudad. Su cara, “que era el libro abierto de su vida”, tenía el tinte cobrizo de las calles de Dublín. Cuando abría la tapa del escritorio emanaba un olor a lápices nuevos o a goma de borrar o a manzana madura. Pasaba las noches sentado al piano de su casera o recorriendo los suburbios, no tenía colegas ni amigos ni religión ni credo. “Vivía su vida espiritual sin comunión con el prójimo, visitando a los parientes por Navidad y acompañando el cortejo si morían”. De vez en cuando oía un tranvía siseando por la desolada calzada. Se entera por una noticia del periódico de la muerte de una mujer que lo amó (parece ser que ella, que estaba casada, se dio a la bebida ante su desdén y acabó siendo atropellada por un tren al cruzar las vías en la estación de Sydney) y se arrepiente de haberla rechazado. Al final del relato vuelve sus ojos al resplandor gris del río, serpeando hacia Dublín. “No se oía nada: la noche era de un silencio perfecto. Escuchó de nuevo: perfectamente muda. Sintió que se había quedado solo”.
En Un encuentro se reproduce una aventura real que experimentaron Joyce y su hermano Stanislaus en junio de 1895 (James tenía a la sazón trece años). En vez de acudir como todos los días al Belvedere College, esa siniestra cárcel de jesuitas autoritarios, hicieron pellas y emprendieron rumbo a la Pigeon House, una estación eléctrica situada en la bahía. Antes de llegar a su destino, se cansaron de caminar y se sentaron en un banco junto al río Dodder a tomar galletas y limonada de frambuesa. Se les acercó entonces un hombre andrajoso con dientes amarillos y mellados, que se sentó junto a ellos y les empezó a hablar de novelas de aventuras y del pelo sedoso y las manos suaves de los niños pequeños. Al rato el hombre se levantó, se alejó unos metros e hizo algo que sorprendió a Stanislaus (Mahony en el relato), que exclama: “He’s a queer old josser!”. En la traducción al español de esta expresión —“¡Qué viejo más estrambótico!”, según la versión de Guillermo Cabrera Infante— se pierde el probable doble sentido o juego de palabras, puesto que josser (“tío”, “individuo”, que remite a fool, “tonto”, pero asimismo a “Dios” en la lengua franca comercial del Lejano Oriente) recuerda a tosser, literalmente “mamón”, “gilipollas”, pero también “pajero”, masturbator. No parece casual esa cercanía de significantes, ni mucho menos. [Obsesionado por los juegos de palabras, los símbolos y las fórmulas cifradas, Joyce emprendería finalmente el experimento absurdo del Finnegan’s Wake, del que sólo se salva la idea: un hombre tirado, moribundo, en las orillas del Liffey, con la historia de Irlanda y del mundo dándole vueltas en la cabeza]. Todo apunta a que el viejo pederasta se masturba. Cuando vuelve al lado de los chicos sólo les habla de los castigos, azotes y palizas que merecen los niños traviesos. Ellos se marchan asustados.
El último relato de Dublineses es Los muertos, escrito hacia 1906, seguramente uno de los mejores cuentos de la historia de la literatura. La perfección impresa. Antes de ir, mi idea de la ciudad estaba totalmente determinada por el ambiente de esa historia. De hecho, me hubiese gustado haber ido a Dublín en invierno y que estuviese nevando, y ver la nieve caer cruzando el puente de O´Connell, junto a la estatua, en un coche de caballos, y acudir con los chanclos a la casa de las señoritas Morkan, en el número 15 de Usher Island, y beber ponche caliente y trinchar el ganso y escuchar al cadáver de tía Julia entonando los gorgoritos de Ataviada para la boday leer un estúpido discurso (la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las Tres Gracias, París, la cita de Browning) y volver de noche al hotel y asomarme a la ventana para sentir la emoción de la nieve que cae, que cae sin parar, que cae sobre toda Irlanda, que cae sobre las sombrías y sediciosas aguas del Shannon, que cae en el solitario cementerio en el que Michael Furey yace enterrado, que cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, como en el descenso de su último final, sobre todos los vivos y los muertos.
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Dubhlinn toma su nombre de un “remanso negro” con régimen de marea situado en el estuario del río Poddle. Esto, que podría ser perfectamente un verso de T. S. Eliot, es la primera frase de la guía que saqué en la biblioteca municipal. Pura literatura.
El bed&breakfast que reservamos por internet estaba muy bien situado, junto al puente de O’Connell, pero al llegar allí reparamos en lo cutre del lugar. El váter estaba encajado entre dos paredes estrechísimas y el lavabo era tan pequeño que podía confundirse con un bebedero para hámsters. Quizá lo que pasa es que ya no tenemos edad para dormir en este tipo de sitios, dije yo tratando de convencerme (de convencernos) mientras arrugaba con escrúpulo la nariz. Los dieciocho quedaron lejos. El espíritu mochilero estuvo bien en su día, fue divertido mientras duró, pero ahora ya conocemos el significado de la palabra lumbalgia. Lo único bueno de un antro así es que estás deseando salir corriendo a la calle y descubrir la ciudad. Pateártela de principio a fin y volver derrengado al colchón con los párpados caídos por el agotamiento. Además, al segundo día ya te has olvidado de las directrices de la OMS sobre higiene y hasta los desayunos comunales de café rancio y tostada rota con las universitarias erasmistas tienen su encanto: los bostezos desatados, las preciosas ojeras de tanta juerga saludable, la fragancia del champú en las melenas recién duchadas… Casi apetece quedarse a jugar un campeonato de mus, charlar en el sofá o ver la televisión… y fingir que no vas a clase. Lo fundamental es no mirar cómo friegan las tazas, platos y cubiertos. Te podría dar un mal.
La primera cosa que me llamó la atención al salir a la calle fue la presencia de gaviotas. Me llamó la atención, obviamente, porque no me lo esperaba: la sorpresa se mide siempre por el grado de ignorancia previa. Las ciudades con gaviotas, si no tienen acceso directo y visible al mar desde el centro, me suelen descolocar en un primer momento. Se produce un desajuste de la realidad, un resorte que nos saca fuera de nosotros mismos y hace que nos veamos desde lo alto como si fuésemos aliens o místicos bilocados. Es algo parecido al “extrañamiento” o “desfamiliarización” que postulaban los formalistas rusos. Por decir algo.
Dublín es ahora una ciudad deprimida, callada, triste, en decadencia. Sus habitantes tienen la mirada turbia, abatida y rencorosa, como los mendigos de pasado ilustre. Antes estaban flotando en lo más alto de la burbuja financiera, brincando como niños felices en un castillo hinchable, pero la fiesta terminó y se precipitaron al vacío con gran estrépito y violencia. Hace diez años todo era júbilo, entusiasmo, dinero. Las multinacionales emplazaban aquí sus sedes europeas para beneficiarse de sus óptimas condiciones fiscales. Sobraba la pasta por todos lados y los nuevos ricos hacían alarde de su prosperidad, gastando lo que no tenían. Ahora, en cambio, los pisos han caído a menos de la mitad de su precio, no hay casi servicios públicos y el Estado, al borde de la suspensión de pagos, tuvo que ser rescatado por la UE. De repente se cayeron del guindo y se quedaron con cara de tontos, como cuando el árbitro te roba el partido. Medidas inmediatas: recortes de 15.000 millones de euros en el gasto público y eliminación de 25.000 puestos de funcionarios (y bajada del sueldo de los restantes), así como subida generalizada de los impuestos.
L., que vive a quince minutos del centro, nos pasea en coche por la región: nos lleva al puerto de Howth (junto a la famosa Torre Martello del Ulises, donde Joyce pasó seis noches en 1904 y que ahora es un museo en su honor), al castillo de Malahide, a Bray, a Glendalough, a Dun Laoghaire… Mientras recorremos el paseo marítimo de Bray, con su hilera de chalets, el monte con faro al fondo y la noria a un lado, pienso en nuestro cicerone literario, James Augustine Aloysius Joyce, que vivió aquí de pequeño, en la época más próspera de su padre como recaudador de impuestos, antes de su quiebra total. Fue en esta playa donde este misógino ginéfilo se enamoró por primera vez. La culpable era Eileen Vance, hija de una familia protestante, que después aparecería de manera aleatoria en varios de sus libros.
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Imagino a Joyce con su parche en el ojo izquierdo, mirando de reojo a la posteridad con aires de glaucoma, componiendo la mueca del genio incomprendido. Dice Javier Marías en Vidas escritas que Joyce es de esos artistas que de tanto prodigar el gesto de la genialidad acaban por persuadir a sus contemporáneos y a las siguientes generaciones de que en efecto son genios sin remisión. Joyce era, según propia confesión, un hombre huraño, triste, celoso, solitario, insatisfecho y orgulloso.
Lector compulsivo, bebedor y putero, le escribía cartas obscenas a su mujer, Nora Barnacle, en las que le exigía todo tipo de detalles sexuales íntimos. No andaba muy desacertado H. G. Wells cuando apuntaba a la cloacal obsession de Joyce en una desdeñosa carta que le envió sobre el Ulises. Las opiniones sobre esta novela experimental de otros ilustres escritores de la época tampoco fueron demasiado elogiosas: “En Irlanda se tiene la costumbre de intentar curar a un gato de sus malos hábitos frotándole la nariz con su propio pis. Y el señor Joyce ha probado a hacer lo mismo con el género humano” (Georg Bernard Shaw); “Ulisses fue una catástrofe memorable: inmensa en su atrevimiento, extraordinaria en su desastre […] Parece escrito por un nauseabundo estudiante que se rasca los granos” (Virginia Woolf).
Joyce escribía como leía: con lupa. Como Proust o Ramón, Joyce miraba el mundo a través de un cristal de aumento, atendiendo a lo microscópico de la vida. Por eso, según Ortega, los tres consiguieron superar el realismo extremándolo. El estilo de Joyce, como el de Proust, le obligaba a añadir más y más cosas, compulsivamente, emborronando hasta el infinito las sucesivas pruebas de imprenta. Su manía descriptiva le llevaba al extremo de enviar cartas a sus amigos desde Trieste o Zúrich para preguntarles qué árboles eran exactamente los que había en tal esquina concreta de su ciudad natal.
Ni los celtas, ni los vikingos, ni el Libro de Kells, ni el Trinity College, ni la catedral de San Patricio, ni el trébol de cuatro hojas… Dublín es un chico gordo y pedante subiendo las escaleras de la Torre Martello.

martes, 28 de abril de 2015

El Gambitero 2015

Una nueva edición de "El Gambitero" 2015, la sexta de este periódico escolar con el que participamos en el concurso nacional, "El País de los Estudiantes". A pesar de los problemas con el programa de maquetación y de las, a veces, difíciles reuniones de coordinación, hemos podido completar un trabajo interesante con la entrevista a Juan Carlos Monedero como centro de la portada. Junto a los alumnos que han participado este año, hay que tener en cuenta a los que hace tres hicieron la entrevista con la que abrimos el periódico: Lourdes, Paula (que nos puso en contacto con un Monedero entonces desconocido), Natalia, Jenni, Laura, Arantxa, Leticia, Edu, Míriam... No os perdáis los reportajes, merecen la pena.

Periódico El Gambitero 2015 PDF

domingo, 26 de abril de 2015

Dublineses V


Al final ha aparecido la lluvia y el viento del Ártico para anunciarnos que debemos marchar. Dejamos Dublín con la barriga más hinchada, la garganta enrojecida y la sensación de que me dejo algo (no, no, eso siempre me pasa), de que nos dejamos a alguien encerrado y dando tumbos en los urinarios de un pub de Temple Bar. Seguro que mientras despega el avión, los muertos siguen oyendo caer la lluvia sobre las lápidas de musgo de Glasnevin, donde "Popeye" se engulló en honor a los héroes de la patria una tarta de arándanos. Seguro que mientras despega el avión, los gardas irlandeses siguen cotejando las nalgas de "Cobete" en el fichero de la policía para dar con el culo que se asomó por la ventana del hotel más amable en el que uno pueda reposar. Seguro que a Shaw, a Wilde, a Joyce y hasta a Swift, esta escena les hubiera inspirado para confeccionar un tratado satírico sobre los astros celestes y los culos españoles tomando el fresco a las dos de la mañana bajo la luna de Dublín.
Somos más amables que cuando partimos de Madrid. El contacto con los dublineses nos ha transformado el talante, el problema es que en cuanto nos topemos con el primer funcionario de aduanas o con un espejo es posible que la transformación se deshaga como por ensalmo.

sábado, 25 de abril de 2015

"La sepultura de la gloria" por Antonio Muñoz Molina ("Babelia")

LA GRANDILOCUENCIA ES lo contrario de la literatura. En la literatura siempre hay un antídoto contra las grandes palabras gaseosas, contra las abstracciones sonoras que suelen publicar como titulares los periódicos cuando muere un escritor muy conocido, viejo o muy viejo, canonizado y embalsamado por grandes honores de los que se le hizo entrega en medio de un fragor de discursos. Veo titulares sobre difuntos recientes: “América Latina llora a Eduardo Galeano”; “Muere Günter Grass, la conciencia de Alemania”. Otro más, que acabo de descubrir: “Todos somos Gabo”.
Foto: Julián RojasGünter Grass, en marzo pasado en su casa de Lübeck.
Se ve que las palabras son gratis. Llantos continentales, conciencias capaces de abarcar países enteros, unanimidades de entusiasmo. La literatura es precisión a una escala casi molecular: el brillo o el golpe seco de una palabra justa, la chispa como de pedernal golpeado, la reacción química cuando se combinan dos palabras bien elegidas, imantadas entre sí. La literatura es lo que no puede ser dicho de otra manera y lo que necesita ser leído despacio y en voz alta, al menos dos veces, en soledad o en pareja, en un grupo reducido, no mayor del que requiere un cantaor flamenco o una formación de cámara. La grandilocuencia es amplificación desmedida para anchuras de estadios, para estrellas geriátricas del rock o sumos pontífices o caudillos salvadores. La literatura es como esa música que empieza a perder algo en cuanto se la amplifica, porque en el fondo aspira a la atmósfera recogida que estuvo en su origen, el pequeño grupo humano congregado en torno a un narrador.
Una gran parte de la literatura hace directamente escarnio de la grandilocuencia y la pompa. A través de la burla de las palabras oficiales y las rutinas muertas del lenguaje la literatura restaura la claridad del idioma, su furia y su burla. Todo el Quijote es un catálogo de parodias verbales que desbaratan desde dentro la sustancia pútrida de los lenguajes oficiales, la rimbombancia de los artificios retóricos que solo sirven para entontecer la conciencia y propagar la mentira. El Maese Pedro rufián con un ojo tapado le da al muchacho que le ayuda a manejar su retablo un consejo definitivo: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”. En Ulises casi cada personaje sufre un caso particular de palabrería enajenada. Un furibundo patriota irlandés truena consignas amenazadoras en una taberna y ruge grandes vendavales de mayúsculas y anatemas, como un dios Eolo irascible y borracho. Quien menos habla en la novela es quien más mira y más escucha, el señor Leopold Bloom, el que ha aprendido a desconfiar de las palabras rotundas y goza con discreción de las cosas concretas, los sabores y olores, la modesta gloria de lo cotidiano. La primera frase que lo muestra ante nosotros es una declaración de terrenalidad cervantina, como el tacto de un puñado de bellotas en la mano de Don Quijote o las gallinas y las morcillas reventonas que desatan la gula de Sancho Panza en las bodas de Camacho: “El señor Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves”, dice la traducción de José María Valverde: “Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas de sabor a nuez, el corazón relleno asado, las tajadas de hígado rebozadas con miga de corteza, las huevas de bacalao fritas”.
Frente a las abstracciones de la ideología y de la propaganda, que pueden ser a la vez banales y terribles, la literatura se fija en lo concreto del mundo: nunca en la humanidad, con o sin hache mayúscula, sino en algunos seres humanos, y desde luego no en la conciencia de ninguna nación, y casi nunca en la de seres de antemano excepcionales, sino precisamente en lo contrario, en los pensamientos, los gestos, los deseos, las conversaciones de personas vulgares, a veces extravagantes, y hasta poco recomendables. A los estudiantes de literatura se les quiere adoctrinar en lo que significan o simbolizan los personajes de las novelas. Pero un personaje de verdad no simboliza nada, no es una pantalla de papel que envuelve una de esas preciadas significaciones abstractas que aman tanto los expertos. “Un poema no debe significar, sino ser”, dice Archibald McLeish. Un personaje es alguien, y reducirlo a categoría, a estereotipo, a símbolo, es casi tan indecente como reducir a una persona real a comparsa de una de esas grandes categorías colectivas que alimentan los integristas religiosos o políticos. En cualquier pasaje memorable de la literatura lo que nos impresiona es la sensación de inmediatez, la rotundidad de lo preciso, aunque sea fantástico: la flor que trae del futuro lejano el viajero en el Tiempo de Wells, el olor del riñón abierto tostándose en la sartén del señor Leopold Bloom.
Cuanta más gloria acumula un escritor, más inconcreto y lejano se vuelve, menos importa la realidad de las palabras comunes de las que está hecha la literatura. A un escritor se le borra en el olvido o en la indiferencia, pero se le borra en vida con mayor eficacia en la celebridad excesiva. Cada nuevo premio solemne es una paletada de tierra más en la fosa de su irrelevancia. El escritor da discursos manejando generalidades prestigiosas de estadista y cuando le hacen una entrevista las preguntas tratan del estado del mundo, de la memoria o de la conciencia nacional, si acaso del porvenir dudoso de la literatura en la época de las nuevas tecnologías, o de la soledad del hombre. Las grandes preguntas generales tienen para el reportero la doble ventaja de que suenan profundas y de que eximen de la lectura de los libros del escritor entrevistado: libros acogidos con gran revuelo público y desde hace tiempo no leídos por nadie. El escritor provoca una reverencia confusa que no obliga a nada. Le dan un nuevo premio y tiene que pronunciar un nuevo discurso espeso de vaguedades meritorias. Acaba de publicarse un volumen de ensayos y discursos de Saul Bellow, y lo que provocan en conjunto, aparte de tedio, es una gran tristeza. Hasta un novelista tan vivaz, tan sensual, tan irónico como Bellow se vuelve plomizo cuando ocupa uno de esos atriles de las grandes ocasiones oficiales, incluida la del Premio Nobel.

viernes, 24 de abril de 2015

Discurso de Juan Goytisolo (entrega del Premio Cervantes 2014)

A la llana y sin rodeos En términos generales, los escritores se dividen en dos esferas o clases: la de quienes conciben su tarea como una carrera y la de quienes la viven como una adicción. El encasillado en las primeras cuida de su promoción y visibilidad mediática, aspira a triunfar. El de las segundas, no. El cumplir consigo mismo le basta y si, como sucede a veces, la adicción le procura beneficios materiales, pasa de la categoría de adicto a la de camello o revendedor. Llamaré a los del primer apartado, literatos y a los del segundo, escritores a secas o más modestamente incurables aprendices de escribidor. A comienzos de mi larga trayectoria, primero de literato, luego de aprendiz de escribidor, incurrí en la vanagloria de la búsqueda del éxito -atraer la luz de los focos, “ser noticia”, como dicen obscenamente los parásitos de la literatura- sin parar mientes en que, como vio muy bien Manuel Azaña, una cosa es la actualidad efímera y otra muy distinta la modernidad atemporal de las obras destinadas a perdurar pese al ostracismo que a menudo sufrieron cuando fueron escritas. La vejez de lo nuevo se reitera a lo largo del tiempo con su ilusión de frescura marchita. El dulce señuelo de la fama sería patético si no fuera simplemente absurdo. Ajena a toda manipulación y teatro de títeres, la verdadera obra de arte no tiene prisas: puede dormir durante décadas como La regenta o durante siglos como La lozana andaluza. Quienes adensaron el silencio en torno a nuestro primer escritor y lo condenaron al anonimato en el que vivía hasta la publicación del Quijote no podían imaginar siquiera que la fuerza genésica de su novela les sobreviviría y alcanzaría una dimensión sin fronteras ni épocas. “Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria”, escribe Fernando Pessoa, y coincido enteramente con él. Ser objeto de halagos por la institución literaria me lleva a dudar de mí mismo, ser persona non grata a ojos de ella me reconforta en mi conducta y labor. Desde la altura de la edad, siento la aceptación del reconocimiento como un golpe de espada en el agua, como una inútil celebración. Mi condición de hombre libre conquistada a duras penas invita a la modestia. La mirada desde la periferia al centro es más lúcida que a la inversa y al evocar la lista de mis maestros condenados al exilio y silencio por los centinelas del canon nacionalcatólico no puedo menos que rememorar con melancolía la verdad de sus críticas y ejemplar honradez. La luz brota del subsuelo cuando menos se la espera. Como dijo con ironía Dámaso Alonso tras el logro de su laborioso rescate del hasta entonces ninguneado Góngora, ¡quién pudiera estar aún en la oposición! Mi instintiva reserva a los nacionalismos de toda índole y sus identidades totémicas, incapaces de abarcar la riqueza y diversidad de su propio contenido, me ha llevado a abrazar como un salvavidas la reivindicada por Carlos Fuentes nacionalidad cervantina. Me reconozco plenamente en ella. Cervantear es aventurarse en el territorio incierto de lo desconocido con la cabeza cubierta con un frágil yelmo bacía. Dudar de los dogmas y supuestas verdades como puños nos ayuda a eludir el dilema que nos acecha entre la uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la tecnociencia en el mundo globalizado de hoy y la previsible reacción violenta de las identidades religiosas o ideológicas que sienten amenazados sus credos y esencias. En vez de empecinarse en desenterrar los pobres huesos de Cervantes y comercializarlos tal vez de cara al turismo como santas reliquias fabricadas probablemente en China, ¿no sería mejor sacar a la luz los episodios oscuros de su vida tras su rescate laborioso de Argel? ¿Cuántos lectores del Quijote conocen las estrecheces y miseria que padeció, su denegada solicitud de emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad? Hace ya algún tiempo, dediqué unas páginas a los titulados Documentos cervantinos hasta ahora inéditos del presbítero Cristóbal Pérez Pastor, impresos en 1902 con el propósito, dice, de que “reine la verdad y desaparezcan las sombras”, obra cuya lectura me impresionó en la medida en que, pese a sus pruebas fehacientes y a otras indagaciones posteriores, la verdad no se ha impuesto fuera de un puñado de eruditos, y más de un siglo después las sombras permanecen. Sí, mientras se suceden las conferencias, homenajes, celebraciones y otros actos oficiales que engordan a la burocracia oficial y sus vientres sentados, (la expresión es de Luis Cernuda) pocos, muy pocos se esfuerzan en evocar sin anteojeras su carrera teatral frustrada, los tantos años en los que, dice en el prólogo del Quijote, “duermo en el silencio del olvido”: ese “poetón ya viejo” (más versado en desdichas que en versos) que aguarda en silencio el referendo del falible legislador que es el vulgo. Alcanzar la vejez es comprobar la vacuidad y lo ilusorio de nuestras vidas, esa “exquisita mierda de la gloria” de la que habla Gabriel García Márquez al referirse a las hazañas inútiles del coronel Aureliano Buendía y de los sufridos luchadores de Macondo. El ameno jardín en el que transcurre la existencia de los menos, no debe distraernos de la suerte de los más en un mundo en el que el portentoso progreso de las nuevas tecnologías corre parejo a la proliferación de las guerras y luchas mortíferas, el radio infinito de la injusticia, la pobreza y el hambre. Es empresa de los caballeros andantes, decía don Quijote, “deshacer tuertos y socorrer y acudir a los miserables” e imagino al hidalgo manchego montado a lomos de Rocinante acometiendo lanza en ristre contra los esbirros de la Santa Hermandad que proceden al desalojo de los desahuciados, contra los corruptos de la ingeniería financiera o, a Estrecho traviesa, al pie de las verjas de Ceuta y Melilla que él toma por encantados castillos con puentes levadizos y torres almenadas socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y el ansia de libertad. Sí, al héroe de Cervantes y a los lectores tocados por la gracia de su novela nos resulta difícil resignarnos a la existencia de un mundo aquejado de paro, corrupción, precariedad, crecientes desigualdades sociales y exilio profesional de los jóvenes como en el que actualmente vivimos. Si ello es locura, aceptémosla. El buen Sancho encontrará siempre un refrán para defenderla. El panorama a nuestro alcance es sombrío: crisis económica, crisis política, crisis social. Según las estadísticas que tengo a mano, más del 20% de los niños de nuestra Marca España vive hoy bajo el umbral de la pobreza, una cifra con todo inferior a la del nivel del paro. Las razones para indignarse son múltiples y el escritor no puede ignorarlas sin traicionarse a sí mismo. No se trata de poner la pluma al servicio de una causa, por justa que sea, sino de introducir el fermento contestatario de esta en el ámbito de la escritura. Encajar la trama novelesca en el molde de unas formas reiteradas hasta la saciedad condena la obra a la irrelevancia y una vez más, en la encrucijada, Cervantes nos muestra el camino. Su conciencia del tiempo “devorador y consumidor de las cosas” del que habla en el magistral capítulo IX de la Primera Parte del libro le indujo a adelantarse a él y a servirse de los géneros literarios en boga como material de derribo para construir un portentoso relato de relatos que se despliega hasta el infinito. Como dije hace ya bastantes años, la locura de Alonso Quijano trastornado por sus lecturas se contagia a su creador enloquecido por los poderes de la literatura. Volver a Cervantes y asumir la locura de su personaje como una forma superior de cordura, tal es la lección del Quijote. Al hacerlo no nos evadimos de la realidad inicua que nos rodea. Asentamos al revés los pies en ella. Digamos bien alto que podemos. Los contaminados por nuestro primer escritor no nos resignamos a la injusticia.

domingo, 19 de abril de 2015

"El libro" por Manuel Vicent


En el tronco de un haya una pareja de enamorados ha grabado un corazón traspasado por una flecha. Inés y Luis son sus nombres inscritos en la corteza plateada a punta de navaja. Fue hace muchos años. El árbol era todavía joven cuando la pareja de enamorados pasó por aquí. El tronco, ya muerto, al crecer ha ensanchado y corroído los trazos. Un experto en botánica podría descubrir el tiempo exacto que ha pasado, aunque en este caso no es necesario, puesto que debajo del corazón herido hay una fecha. 23 de abril de 1968. Al pie de este árbol discurre un río apacible cuyas aguas, como la vida, puede que se hayan llevado al mar o a la tumba la memoria de estos amantes. Pero lo escrito, escrito está. Etimológicamente el vocablo libro se deriva del latín liber, que significa la capa fibrosa que hay debajo de la corteza de ciertos árboles. Plinio el Viejo cuenta que los romanos escribían sobre estas cortezas antes de que se descubriera el papiro. Libro y libre tienen en latín la misma raíz. Lectura y libertad son pasiones que siempre acaban por encontrarse. El Día del Libro fue instituido en recuerdo del aniversario de la muerte de Cervantes cuando los vientos saludables anunciaban que la República estaba al llegar. Tampoco 1968 fue un mal año. Tal vez aquella pareja de enamorados, Inés y Luis, hijos del Mayo francés, habían estrenado los primeros vaqueros y habían puesto el dedo en el arcén para viajar en autostop a París con un libro de poemas de Dylan Thomas en la mochila. O tal vez nada. Puede que no fueran conscientes del significado del 23 de abril, pero al grabar sobre el tronco del haya un corazón, una fecha y sus nombres habían regresado sin saberlo al origen del libro, que radica en la corteza de los árboles, donde los antiguos griegos y romanos escribieron los primeros pensamientos y las primeras palabras de amor.

sábado, 18 de abril de 2015

Dublineses IV


Las atracciones de Dublín no las busquéis en las visitas al castillo, ni en el Trinity College, ni en el ayuntamiento, sino en los urinarios de los pubs. En esos lugares se localiza el gran atractivo turístico de la ciudad. Y no es moco de pavo. Ni Roma, ni París, ni siquiera Londres ofrecen paisajes tan atrayentes como las empinadas escaleras de los retretes de esta ciudad. No hay otros sitios en Dublín que el viajero visite tanto. Después de disfrutar de uno de los mayores placeres de los que puede gozar un hombre (y cito a un cura casto), aprende uno a lavarse y secarse las manos con rapidez y pericia. Todo se dispone con eficacia para volver a la barra, atraído por las sirenas que se apostan en todos los pubs de la ciudad, desafiando a los tapones de los oídos con que suelen protegerse los navegantes. Nos recreamos con el refrescante sabor de 1000 cervezas distintas que apenas se suben a la cabeza, con la esperanza de que en las pantallas de televisión dejen de emitir el Máster de Augusta de 1991.
La música celta puede entusiasmar tanto como empalagar, según el intérprete. El violín y el acordeón invitan a ahogarse en pintas por placer, la cantinela del cantautor nacionalista invita a ahogarse en pintas por desesperación. Todo es algarabía y urinarios. Conozco las porcelanas del retrete del O´Neals con más detalle que las de mi casa y solo llevamos aquí cuatro días.
Mientras, los chicos se entretienen: "Cobete" enseña el culo por una ventana. "Popeye" reta a un combate de boxeo al campeón de Cuenca de los pesos ligeros (la ignorancia es muy atrevida). Suerte tiene de que el guarda del Trinity College impide la pelea (el campeón venció en la final a su propio hermano). Al llegar al hotel, el "Ganadero" traiciona a sus amigos con fotos poco decentes. Es el ritmo de los 17 años. Y yo sigo en los urinarios charlando con alemanes, con dublineses, con españoles y con un señor de Finlandia que se balancea y amenaza con su chorro disperso, mientras desalojamos las pintas en el paredón de cerámica blanca. En las pantallas de televisión, un irlandés vuelve a ganar el Máster de Augusta. Lo bueno de Dublín es que a los borrachos nunca se les ve desamparados.

jueves, 16 de abril de 2015

"Sobre miedo, periodismo y libertad" por Arturo Pérez Reverte

Hace medio siglo recibí la más importante lección de periodismo de mi vida. Tenía 16 años, había decidido ser reportero, y cada tarde, al salir del colegio, empecé a frecuentar la redacción en Cartagena del diario La Verdad. Estaba al frente de esta Pepe Monerri, un clásico de las redacciones locales en los diarios de entonces, escéptico, vivo, humano. Empezó a encargarme cosas menudas, para foguearme, y un día que andaba escaso de personal me encargó que entrevistase al alcalde de la ciudad sobre un asunto de restos arqueológicos destruidos. Y cuando, abrumado por la responsabilidad, respondí que entrevistar a un político quizás era demasiado para mí, y que tenía miedo de hacerlo mal, el veterano me miró con mucha fijeza, se echó atrás en el respaldo de la silla, encendió uno de esos pitillos imprescindibles que antes fumaban los viejos periodistas, y dijo algo que no he olvidado nunca: “¿Miedo?... Mira, chaval. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti”.
Pienso en eso a menudo. Y últimamente, en España, más todavía. Ninguna de la media docena de certezas, de lecciones fundamentales que he ido adquiriendo con el tiempo, supera esas palabras que un viejo zorro de redacción dirigió a un inseguro aprendiz de periodista: Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti. Todo el periodismo, su fuerza, su honradez, hasta su épica, se resume en esas magníficas palabras. En esa declaración segura de sí, casi arrogante, formulada por un humilde redactor de provincias.
Miedo, es la palabra. No hay otra. O al menos, no la conozco. Miedo del alcalde correspondiente, o su equivalente, ante el bloc y el bolígrafo, o lo que los sustituya hoy, manejados por una mano profesional, eficaz y honrada en los términos en que el periodismo puede considerarse como tal. He escrito alguna vez, recordando siempre a Pepe Monerri, que el único freno que conocen el político, el financiero o el notable, cuando llegan a situaciones extremas de poder, es el miedo. En un mundo como este, donde las ingenuidades y las simplezas de mecherito en alto y buen rollo a menudo son barajadas por los canallas, como instrumento, y creídas por los tontos útiles que ofician de ganado lanar y carne de cañón, ese es el único freno real. El miedo. Miedo del poderoso a perder la influencia, el privilegio. Miedo a perder la impunidad. A verse enfrentado públicamente a sus contradicciones, a sus manejos, a sus ambiciones, a sus incumplimientos, a sus mentiras, a sus delitos. Sin ese miedo, todo poder se vuelve tiranía. Y el único medio que el mundo actual posee para mantener a los poderosos a raya, para conservarlos en los márgenes de ese saludable miedo, es una prensa libre, lúcida, culta, eficaz, independiente. Sin ese contrapoder, la libertad, la democracia, la decencia, son imposibles.
Nunca en esta democracia, como en los últimos años, se ha visto un maltrato semejante en España del periodismo por parte del poder. Aquel objetivo elemental, que era obligar al lector a reflexionar sobre el mundo en el que vivía, proporcionándole datos objetivos con los que conocer este, y análisis complementarios para mejor desarrollar ese conocimiento, casi ha desaparecido. Parecen volver los viejos fantasmas, las sombras siniestras que en los regímenes totalitarios planeaban, y aún lo hacen, sobre las redacciones. Lo peligroso, lo terrible, es que no se trata esta vez de camisas negras, azules, rojas o pardas, fácilmente identificables. La sombra es más peligrosa, pues viene ahora disfrazada de retórica puesta a día, de talante tolerable, de imperativo técnico, de sonrisa democrática. Pero el hecho es el mismo: el poder y cuantos aspiran a conservarlo u obtenerlo un día no están dispuestos a pagar el precio de una prensa libre, y cada vez se niegan a ello con más descaro. Basta ver las ruedas de prensa sin preguntas, el miedo a comparecencias públicas, los debates electorales donde son los políticos y sus equipos, no los periodistas desde la libertad, quienes establecen el formato. Como si hubiera, además, que agradecerles la concesión. Y la sumisión de los periodistas, y de los jefes de esos periodistas, que aceptan ese estado de cosas sin rebelarse, sin protestar, sin plantarse colectivamente, con gallardía profesional, frente a la impune soberbia de una casta a la que, en vez de dar miedo, dan, a menudo, impunidad, garantías y confort.
Aterra la docilidad con la que últimamente, salvo concretas y muy arriesgadas excepciones, el periodismo se pliega en España a la presión del poder. Creo que nunca se ha visto, desde que se restauró la democracia, un periodismo tan agredido por el poder político y financiero. Y nunca se ha visto tanta mansedumbre, tanta resignación en la respuesta. Apenas hay afán por buscar, por investigar, excepto cuando se trata de servir intereses particulares. Entonces, para procurar munición al padrino que a cada cual corresponde o se ha buscado para sobrevivir, entonces sí hay luz verde, y hay medios, hasta que se topa con la línea roja correspondiente a cada cual: la banca, la telefonía, la publicidad, el nacionalismo correspondiente, la Iglesia, tal o cual sigla de partido, lo socialmente correcto llevado hasta extremos de estupidez. Y en pocos casos se trata de hacer reflexionar al lector sobre esto o aquello. Se trata, por lo general, de imponerle una supuesta verdad. Y ese parece ser el triste objetivo del periodismo español de hoy: no ayudar al ciudadano a pensar con libertad. Solo convencerlo. Adoctrinarlo.
España es un lugar con una larga enfermedad histórica que se manifiesta, sobre todo, en un devastador desprecio por la educación y la cultura, y una siniestra falta de respeto intelectual por quien no comparte la misma opinión. Por el adversario. Siempre creí, porque así me lo enseñaron de niño, que los únicos antídotos contra la estupidez y la barbarie son la educación y la cultura. Que, incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y lúcidos. Y que los pueblos analfabetos nunca son libres, pues su ignorancia y su abulia política los convierten en borregos propicios a cualquier esquilador astuto, a cualquier manipulador malvado. A cualquier periodismo deshonestamente mercenario.
Y así, con frecuencia, aquí todo asunto polémico se transforma, no en debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya el rigor, sino el sentido común. Apenas existe en los medios españoles un debate solvente político, social o cultural merecedores de ese nombre, sino choques de posturas. Diálogos de sordos, a menudo en términos simples, clichés incluidos, de derecha e izquierda. La presencia de nuevas formaciones políticas que buscan espacios distintos no varía la situación. Se sigue buscando situarlas en uno u otro de los tradicionales, como si de ese modo todo fuese más claro. Más definido. Más fácil de entender.
Destaca, significativa y terrible, la necesidad de encasillar. En España parece inconcebible que alguien no milite en algo; y, en consecuencia, no odie cuanto quede fuera del territorio delimitado por ese algo. Aquí, reconocer un mérito al adversario es tan impensable como aceptar una crítica hacia lo propio. Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectarismos heredados, asumidos sin análisis. Toda discrepancia te sitúa como enemigo, sobre todo en materia de nacionalismos, religión o política. Me pregunto muchas veces de dónde viene esa vileza, esa ansia de ver al adversario no vencido o convencido, sino exterminado. Y quizá sea de la falta de cultura. De ciudadanos simples surgen políticos simples, como los que muestran esos telediarios en los que, al oír expresarse a algunos políticos casi analfabetos (y casi analfabetas, seamos socialmente correctos), te preguntas: ¿Por quién nos toman? ¿Cómo se atreven a hablar en público? ¿De dónde sacan esa cateta seguridad, esa contumaz desvergüenza?... Sin embargo, la falta de cultura no basta para explicarlo, pues otros pueblos tan incultos y maleducados como nosotros se respetan a sí mismos. Quizá esa Historia que casi nadie enseña en los colegios pueda explicarlo: ocho siglos de moros y cristianos, el peso de la Inquisición con sus delaciones y envidias, la infame calidad moral de reyes y gobernantes.
Pues bien. Ese “conmigo o contra mí” envenena, también, las redacciones. Los veteranos periodistas recordarán que en los años de la Transición, y hasta mucho después, la línea ideológica, el compromiso activo de un medio informativo, los llevaban el quipo de dirección, columnistas y editorialistas, mientras que los redactores y reporteros de infantería, honrados mercenarios, eran perfectamente intercambiables de un medio a otro. Un periodista podía pasar de Pueblo al Arriba, a Informaciones, a Diario 16 o a El País con toda naturalidad. Incluso redactores de El Alcázar, la ultraderecha de la derecha, tuvieron vidas profesionales en otros medios. Ahora, eso es casi imposible. Las redacciones están tan contaminadas de ideologías o actitudes de la empresa, se exige tanta militancia a la redacción, que hasta el más humilde becario que informa sobre un accidente de carretera se ve en la necesidad de dar en su folio y medio un toquecito, una alusión política, un puntazo en tal o cual dirección, que le garantice, qué remedio, el beneplácito de la autoridad competente. Y ya que hablo de sucesos, está bien recordar que hasta los sucesos, los accidentes, las desgracias, son tratados ahora por los medios, a menudo, según el parentesco político más cercano. Según sea la militancia de los responsables reales o supuestos. Y a veces, hasta de las víctimas.
Apenas hay periodismo político real en España, sino declaraciones de políticos y cuanto en torno a ellos se genera. Raro es el trabajo periodístico que no incluye declaraciones de políticos a favor o en contra, marginando el interés del hecho en sí para derivarlo a lo que el político opina sobre él, aunque esa opinión sea una obviedad o un lugar común, o quien habla maneje mecanismos expresivos o culturales de una simpleza aterradora. Lo que cuenta es que el político esté ahí. Que adobe y remate el asunto. Hasta el silencio de un presidente o un ministro se considera noticia de titulares de prensa. Por modesta o mediocre que sea a veces, la figura del político asfixia a todas las otras. Hasta en la prensa local del más humilde pueblo español, las páginas abundan en politiqueo municipal, convirtiendo cualquier menudo incidente concejil en asunto de supuesto interés público. Los mecanismos internos más aburridos de cualquier formación política importante se examinan hasta el agotamiento. En mi opinión, las horas que un tertuliano de radio o televisión dedica en España a analizar la mecánica interna de los partidos no tienen equivalente en el mundo democrático
Todo eso agota al lector, al oyente, al telespectador. Lo aburre y lo expulsa del debate, haciendo que vuelva la espalda a la política, haciéndolo atrincherarse allí donde las palabras reflexión y lucidez desaparecen por completo. Tampoco ayudan a ello las voces que en ocasiones el periodismo pone sobre la mesa, como algunos tertulianos y opinadores profesionales alineados con tal o cual postura, o que han ido readaptándola cínicamente en los últimos 40 años, de modo que antes de que abran la boca ya sabes, según el individuo y el momento, lo que van a decir. Del mismo modo que reconoces tal o cual emisora de radio, en el acto, por el tono de sus intervinientes, aunque ignores el nombre de estos. Igual que con alguien en la calle, a los pocos minutos de conversación, sabes exactamente que periódico lee o que emisora de radio escucha.
Para cualquier lector atento de varios medios, es evidente que el periodismo en España se ha contaminado de ese ambiente enrarecido, de ese sesgo peligroso que tanto desacredita las instituciones en los últimos tiempos y del que son responsables no solo los políticos, ni los periodistas, sino también algunos jueces demasiado atentos a los mecanismos de la política, el periodismo y la llamada opinión pública. Y tampoco la crisis económica contribuye a las deseadas libertad e independencia. La inversión publicitaria pasó de 2.100 millones de euros en 2007 a menos de 700 en 2013. Eso aumenta la tentación de cobijarse bajo los poderes establecidos, y el periodismo como contrapoder se vuelve un ejercicio peligroso. Por sus propios problemas, algunos medios deciden no ir contra nadie que tenga poder o dinero. Y surge otro serio enemigo del periodismo honrado: la autocensura. Cuando el redactor jefe, en vez de animarte, te frena. Nos gusta ver en las películas cómo periodistas intrépidos consiguen la complicidad y el aliento de sus superiores; pero eso, aunque por fortuna ocurre a veces, no es aquí el caso más frecuente. No se practica con igual entusiasmo en las redacciones, más atentas a notas de prensa de gabinetes que a patear el asfalto. Y así, los partidos, las grandes empresas de la banca, las comunicaciones y la energía, entre otras, aprovechan la dependencia de los medios para dar por supuesta, cuando no imponer, la autocensura en las redacciones.

Supongo que habrá soluciones para eso. Posibilidades de cambio y esperanzas. Pero no es asunto mío buscarlas. No soy sociólogo, ni político. Apenas soy ya periodista. Solo soy un tipo que escribe novelas, que fue reportero en otro tiempo. Y hoy, puesto que aquí me han emplazado a ello, traigo mi visión personal del asunto, parcial, subjetiva, que pueden ustedes olvidar, con todo derecho, en los próximos cinco minutos. La transición del papel a lo digital, los productos de pago en la red, la eventualidad de que nuevos filántropos, capital riesgo y empresarios particulares unan sus esfuerzos para hacer posible un periodismo solvente y de calidad, son posibilidades ilusionantes que sin duda serán abordadas por quienes aún creen que solo un periodismo que pide cuentas al poder, en cualquier forma de soporte inventada o por inventar, tiene futuro. Esa es, y será siempre, la verdadera épica del periodismo y de quienes lo practican: pelear por la verdad, la independencia y la libertad de información pagando el precio del riesgo, en batallas que pueden perderse, pero que también se pueden ganar. Haciendo posible todavía, siempre, que un alcalde, un político, un financiero, un obispo, un poderoso, cuando un periodista se presente ante ellos con un bloc, un bolígrafo, un micrófono o lo que depare el futuro, sigan sintiendo el miedo a la verdad y al periodismo que la defiende. El respeto al único mecanismo social probado, la única garantía: la prensa independiente que mantiene a raya a los malvados y garantiza el futuro de los hombres libres.