Después de una tensa espera, aquí os dejo los dos ejercicios literarios de "Fotomatón" elaborados por las alumnas de 2º de bachillerato, PAOLA CASTILLO e IRENE MADRID. Como podréis comprobar, esto va tomando vuelo: los dos relatos tienen muchas cualidades narrativas, no os los perdáis. Dejo también mi poema satírico:
El de PAOLA CASTILLO:
Había una vez un hombre un tanto peculiar, Narciso se
llamaba. Nunca hablaba, no se relacionaba con la gente y únicamente salía de su
casa para ir a trabajar, pero casi siempre llegaba el último, pues el camino
hacia el trabajo se le hacía eterno: siempre que se encontraba con una
superficie metálica que reflejaba su imagen, un espejo o el escaparate de
alguna tienda se veía obligado a pararse frente a este para observarse y
admirar su persona. Con el tiempo esta obsesión se hacía cada vez más fuerte.
Dejaba a un lado todo lo que no estuviera relacionado con su imagen, lo que él
no consideraba importante. Un día se olvidó de ir a trabajar. Al día siguiente
tampoco fue. Así continuó hasta que quedarse en casa todo el día se convirtió
en una rutina para él, que permanecía sentado en un elegante sillón negro con
un espejo redondo entre sus manos. Pasaban los días y lo único que veía era su
rostro a través del pequeño espejo. Pasaba las horas observando su piel, sus
ojos, su cabello, cada día más blanquecino y menos abundante, o sus ojeras, que
habían pasado de un color rosado a tener tonos sombríos. Y mientras observaba
incansablemente sus rasgos olvidaba todo a su alrededor, todo lo que había
vivido, todos los conocimientos que había adquirido, todas las personas que
había conocido a lo largo de su vida... cansado de mirar cerró los ojos a la
vez que se echaba hacia atrás intentando apoyar su espalda en el sillón. Cuando
abrió los ojos se encontró en un entorno totalmente oscuro. La comodidad de su
lujoso sillón había sido reemplazada por una superficie fría y rígida como el
asfalto y empezó a sentirse desconcertado. Difícilmente se incorporó y fue
entonces cuando se dio cuenta de que estaba sentado en el suelo.
Inesperadamente un punto de luz apareció y poco a poco fue sustituyendo a la
oscuridad que reinaba en aquel lugar. Narciso se frotó los ojos con sus manos,
pues le costaba ver con tanta iluminación y lo primero que vio fue una cara, el
rostro de una persona que él no reconocía. Se asustó bastante así que se puso
de pie e intentó mantenerse erguido pero le costaba bastante, ya que tenía una
rama de un árbol atada a la espalda. Esa misma rama pasaba por encima de su
cabeza como un puente y sujetaba un pequeño espejo redondo frente a él y,
aunque quería, no podía mirar a su alrededor, pero en realidad no había mucho
que ver, pues aquel lugar estaba totalmente desierto y es que era un lugar
olvidado, en el que solo quedaban él, su vanidad y su ignorancia.
El de IRENE MADRID:
Era un
joven conocido por su gran belleza. Todas las jóvenes se enamoraban de él a
causa de su belleza, mas él las rechazaba con cruel indiferencia. Sólo vivía
para sí mismo y para su cuerpo. Llegó el fatídico día en el que decidió que no
podía aguantar más de unos segundos sin contemplar su rostro. Con gran
determinación se colgó un espejo delante de su cara. Así, nada más vería su
cara en todo momento. Era muy joven todavía para saber lo que hacía. Se volvió más
arrogante y soberbio si cabe. Ya no trataba con la gente, porque era tan
vanidoso que ni siquiera necesitaba de Dios, se bastaba con él mismo. Cuantas
cosas se perdió a lo largo de su vida. El primer beso, la sensación de estar
enamorado profundamente, el mejor de los orgasmos, la risa de un bebé, o el
simple sonido del mar chocando sobre las rocas. La vanidad le hizo considerarse
como individuo sin serlo, le corrompió el alma hasta descomponerla en un
desagradable desastre. Acabó siendo uno más de esos asnos que andaban detrás de
la zanahoria que colgaba de su cabeza. Para él la zanahoria era su reflejo, al
que siempre perseguía, del que nunca se quería despegar. Pasó el tiempo y no
fue en vano. Su fornido y bello cuerpo comenzó a marchitarse como las rosas que
perecen bajo el duro frío invernal. Las arrugas recorrían todos los recovecos
de su cuerpo, que había comenzado a curvarse y a reducirse. Poco a poco se dio
cuenta de que un dios nunca habría sufrido esa metamorfosis tan cruel que ahora él padecía en sus propias carnes. Quizás era demasiado tarde, pero aún así
decidió retirar el espejo que regía su percepción vital para descansar siendo
el humano que toda la vida había evitado. Murió solo, apartado del mundo. Su
cadáver acabó degradándose bajo las vastas tierras que le habían visto morir.
Al fin y al cabo, la vanidad bien alimentada es benévola, por el contrario una
vanidad hambrienta acaba siendo déspota y tirana.
El mío:
NARCISISMO
Era tan narcisista
que escribió una obra maestra
y la reservó para sus ojos.
Nadie la entendería,
nadie existía con su sensibilidad,
nadie merecía acercarse a ella.
Era tan narcisista
que guardaba sus pañuelos
en el bolsillo
y los olía
con placer
cuando nadie lo veía.
Era tan narcisista
que se enamoró de sus uñas,
las comía con deleite de restaurador
y se horadó el esófago a fuerza de arañazos.
Era tan narcisista
que contempló su propia muerte
y lloró de emoción
sabiendo que nadie
podría repetir su hazaña:
reventarse las vísceras con las excrecencias de sus manos,
taponarse las narices con los vapores de sus mocos,
ahogarse las meninges con su propia palabra escrita.