Los dientes aún se nos pegaban con el azúcar de los pestil köme, el sabor de la salsa de yogur todavía rezumaba en los rincones del paladar, el sosiego del té seguía acunándonos, la hospitalidad oriental desplazaba cualquier deseo de volver a nuestra tierra, pero había que regresar, debíamos recorrer un tortuoso camino de vuelta, una verdadera odisea en la que nos encallaríamos en más de una isla poblada por monstruos y en más de un puerto tomado por la desesperación. Como Marco Polo, volvíamos por la ruta de la seda y no sé si a él, a pesar de la lentitud de los camellos y los mares embravecidos le costaría más que a nosotros. Gümushane, Trabzon, Estambul-Estambul, Roma, Madrid y San Clemente, ese era el periplo que recorreríamos de vuelta, 36 horas de viaje llenas de escollos, policías mareadores y mafiosos de medio pelo.
Para que no advirtiéramos los peligros del viaje, los anfitriones nos llevaron a un centro comercial en Trabzon, para que nos fuéramos aclimatando a la vida occidental. Como a los astronautas los someten a una serie de pruebas sin gravedad para que no enloquezcan en el espacio y sepan desenvolverse, a nosotros se nos tuvo cinco horas en una urna de capitalismo moderno, alejados del bullicio y el grato desorden oriental. La prueba estuvo a punto de generar sus víctimas: cómo no, el legendario Alejandro, con su sombrero de vaquero del espacio, junto con un compañero rumano se perdieron entre la monotonía de los corredores del centro comercial. Cuando los encontramos, era hora de emprender el camino de vuelta. Nos esperaba el avión en Trapisonda. Los chicos turcos y también los españoles lloraron a moco tendido, les costaba despegarse. No sabíamos lo que nos esperaba al llegar al aeropuerto de Estambul.
Al filo de la medianoche los acontecimientos se sucedían como si estuviéramos envueltos en una película de suspense, con malos incluidos. Nos esperaba un minibús de la empresa que habíamos contratado y que ya había dado muestras de su indecencia en el viaje de ida. Somos 16 y la furgoneta solo dispone de plazas para 14. Un muchacho casi adolescente representa a la empresa con la catadura de un mafioso de thriller de serie B. Nos fuerza a que hagamos el viaje ilegalmente. Joaquina, se niega en redondo, forzando el inglés del muchacho que, pegado al móvil, no deja de recibir órdenes de un supuesto jefe de película de Torrente. Su respuesta: "cancel", "cancel". Quiere dejarnos a los 12 chicos y a nosotros en Estambul a las 12 de la noche sin saber cómo ir al otro aeropuerto a más de 50 de kilómetros del nuestro. Joaquina entra en el juego del forcejeo: "police", "police", amenaza. El mafioso adolescente, con los chicos en el minibús, da un paso atrás: "traemos un taxi para cuatro, pero lo pagáis". Joaquina se niega, nuestro acuerdo estaba cerrado y por escrito. Otra vez el forcejeo de móviles: "cancel", "cancel", "police", "police". Cunde el nerviosismo, y vuelta a empezar. Un taxi para dos (Joaquina y yo). Los chicos se van en el minibús con Eduardo y Paco. Joaquina y yo nos quedamos con el minimafioso esperando al supuesto taxi. Aquí nos vinieron imágenes de todo tipo: nos quitaban la pertenencias y nos dejaban tirados, nos abandonaban en paños menores y sin recursos, incluso pensamos en lo peor. Esperamos al taxi en el edificio frente al aeropuerto, apenas hay nadie.Un silencio tenso nos siega la respiración. Un señor sospechoso pasa dos veces delante de nosotros, mientras el minimafioso no deja de hablar por teléfono a unos metros de nosotros. Joaquina echa mano de la mochila y me dice "si vienen a por nosotros, les damos con esto", no sé lo que lleva dentro, ¿la plancha?, ¿un arma mortífera? Llega el compañero del minimafioso con un cochazo de Miami Vice. Subimos y nos piden el dinero prometido por el viaje, aunque habíamos quedado en que se lo entregábamos al conductor del minibús. Nuevo forcejeo, frenan el coche y amenazan de nuevo, "si no pagáis, cancel". Ya nos veíamos Joaquina y yo en mitad de una carretera oscura a muchos kilómetros del aeropuerto y haciendo autoestop a las luciérnagas. Nos asustamos de veras. Echamos mano del móvil, como ellos. Les decimos a nuestros compañeros que no paguen, que ya lo hacemos nosotros. Entre ella y yo llevamos 125 euros, nos faltan cinco, que reunimos en moneda. Se los damos a los personajillos del coche: "no, en monedas no aceptamos" "people spanish very good", para compensar. Nos asustamos más, nos faltan cinco euros y parece que quieren dejarnos en la carretera. Volvemos a pensar en lo peor. Al final, sin saber por qué, aceptan las monedas. El viaje hasta el aeropuerto en tensión constante, vigilamos que vamos en la dirección correcta, que no nos llevan a ningún agujero para despojarnos de las pocas pertenencias que llevamos. Estoy tranquilo por el arma secreta que esconde Joaquina en la mochila.
Por fin llegamos, respiramos aliviados y buscamos una comisaría de policía para denunciar a la compañía. Las dos de la mañana, en Estambul. Damos vueltas y vueltas, nos dirigen de una a otra oficina sin ningún acierto, yo creo que se están divirtiendo de lo lindo esa noche con los pardillos españoles (Alejandro viene con nosotros y dice muy lúcido, "cuánto se aprende en estos viajes", y se come dos bocadillos). Al final Joaquina y Alicia son llevadas por la policía del aeropuerto a donde presuntamente podrán cumplimentar la denuncia. Les hacen esperar junto a una especie de calabozo del aeropuerto. Y para finalizar la noche de despropósitos les dicen que no pueden redactarla, que nos le da tiempo. Fin del capítulo, vuelta al avión.
El viaje se hace tedioso, tortuoso, no me extraña que a Ulises le costara tanto llegar a Ítaca. Nos detienen sirenas, Circes, Cíclopes y Calipsos modernos. Llegamos a España casi amortajados, envueltos en el cansancio de 36 horas de aventura, aeropuertos y aviones. Cuando al día siguiente recordamos el viaje a Turquía, pensamos que era necesario ese calvario: sin dolor no se alcanzan los grandes placeres.