Aquí dejo la primera crónica sobre "Criaturas del Piripao". Se puede leer en el periódico digital, "Ojos de Papel":
LITERATURA Y REENCARNACIÓN
Criaturas del Piripao: un viaje en el túnel del tiempo
Suero Láinez, otrora brillante trovero, abandona la vida muelle de la corte, a finales del siglo XVI, y se marcha a una villa castellana donde intenta sobrevivir encomendándose a sus artes oratorias, ora desgranando romances, ora sirviendo a señores o tratando de formar parte de una compañía de comediantes. De cualquier forma, su actividad le lleva a ponerse en contacto con todos los estamentos sociales, lo que le permite retratar por dentro una sociedad en periodo de descomposición: “clérigos libidinosos, nobles sodomitas, cómicos de la legua, parteras moriscas, dueñas perseguidas por la Inquisición… Un submundo, muy alejado de la fantasía, que frustrará su nuevo oficio de cronista y que alimentará sus desequilibrios… Un dibujo satírico de finales de siglo que, a través del humor negro, cabalga sobre un hecho intemporal: la voracidad insaciable del poder y el estupor del individuo ante sus manejos”, reza el autor.
Estupor, en su acepción de aturdimiento, esa es exactamente la sensación que me ha quedado de la lectura de Criaturas del Piripao. Tras leerlo, llevo días con el libro arriba abajo, incapaz de abandonarlo en la estantería, pero también incapaz de reducirlo a un folio de impresiones. Todos los libros buenos requieren varias lecturas, pero este —lo preveo insaciable— no me va dejar en paz durante bastante tiempo. Se ha pegado a mí y, como esa amante súbita y arrasadora, trata de mantenerme bajo su órbita. Sé que me queda otra lectura pendiente, esa que se da en la intimidad y de la que no tendré que dar cuenta a nadie, pero ahora necesito escribir algo aunque sólo sea como excusa para que el libro me deje en paz.
Se sentó sobre una laja al borde del camino. Los esfuerzos hacían mella en su menguado cuerpo, la potra volvía a soltarle las tripas por la ingle y debía remangarlas para seguir su destino.
La ondulación de una dorada llanura con barbas incipientes se extendía hacia el horizonte rasurado. Retales dispersos de encinares y ocres viñedos se cosían al trigueño paisaje. La panza húmeda de los nubarrones sometía al páramo tullido.
A la izquierda de Suero se abría un pespunte de cipreses que remendaba el cementerio. Al frente, la hiriente aguja de la torre de la iglesia desgarraba el cielo que se deshacía en pinceladas de lluvia para desleír el tapiz amarillento del suelo. Hombres y mujeres en barbecho paseaban su miseria sorteando charcos.
Así comienza la obra, de manera aparentemente anodina, pero, poco a poco, así se va abriendo el túnel del tiempo que te va abduciendo y en el que, cuando te hayas inerme, entregado, te vomita en una realidad que, al menos para mí, me ha resultado familiar, terriblemente familiar. Una sociedad fastuosa en apariencia (la correspondiente a nuestro Siglo de Oro), pero mísera, falsa, picaresca, a poco que indagues bajo su máscara.
Pasa desapercibida la magistral técnica literaria, la exactitud del vocabulario, la verosimilitud de las circunstancias, ante el sofoco que se va apoderando del lector, por lo que le está cayendo. No tiene piedad José Urbano, abusa del lector. Le das la mano de unos minutos y se apodera de tu brazo, tu mente, tu tiempo… Te arrastra por el lodazal de la España picaresca, pero la de los pícaros de verdad, la de los poderosos, inquisidores, cortesanos… que ocultaban su caspa bajo su brillante capa. Una sociedad en plena descomposición política, moral, a la que una lluvia de acidez artística deja desnuda, aunque todos se empeñen en verla galana y florida.
Hay varias cosas terribles que cuesta perdonar a este autor: primero, que exhiba las miserias sociales de nuestro Siglo de Oro, con lo bien que quedaba el rótulo; segundo, que nos arrastre a ellas, que nos manche, que nos haga partícipes de la gran mascarada, que describa aquella sociedad con tanta exactitud, que se confunda con la actual. De tal manera que uno, mientras va leyendo, no puede escapar a la tentación de interpretarlo en clave actual. Ojo con él. Es un manipulador de la realidad. Igual que Goya: le encargan pintar a la familia real y aparecen los infantes con cara de tontos tal cual eran, traicionando así la función del arte como arma publicitaria de su clase dirigente.
Uno se entrega a Criaturas del Piripao pensando divertirse a costa del marasmo social de nuestro Siglo de Oro y, poco a poco, va descubriendo que en realidad de lo que habla es de la condición humana, y que nuestro rostro pende sobre los hombros de algún grotesco personaje barroco.
Otra cosa más imperdonable es que nos haga reír, ciertamente por no llorar. Pero uno acaba no sólo riendo, sino comprendiendo y, por tanto, amando, indignadamente, pero amando, a estas criaturas infamemente cercanas a nosotros.
Pero hay más. Leyendo esta novela uno tiene la sensación de haber estado allí, de que va recordando, resucitando vivencias, como esos sueños que olvidaste y emergen vivos cuando menos lo esperas.
Pero lo más imperdonable de todo no es que arrastre al lector al vertedero social de siglos pasados. Con un truco propio de artistas retorcidos, si te descuidas un poco, te hace creer que aquellos mismos personajes son los que hacen que se pudran las mismas estructuras sociales de nuestro flamantísimo siglo XXI. Como si nuestros cortesanos tuvieran que ver algo con los que propiciaron la descomposición social. Como si nuestros clérigos siguieran abusando de niños y de mujeres aprovechando su debilidad económica. Como si nuestros dirigentes culturales mangonearan y dilapidaran desconsideradamente mientras la pobreza se apodera de las capas sociales más débiles. Como si alguien, en plena sociedad civilizada, pudiera instigar el enfrentamiento por motivos religiosos. ¡Hasta aquí podríamos llegar! Una cosa es que nuestro Siglo de Oro ocultara el mangoneo generalizado; que nuestra novela picaresca obviara la picaresca del poder; que clérigos y financieros fueran capaces de inventarse excusas, crisis y leyes para desahuciar a los pobres y apoderarse de sus bienes; y otra cosa es insinuar que eso puede pasar en nuestro tiempo.
En fin, amigo José Urbano, he salido estupefacto de la primera lectura, indignado contigo por el espejo que me has puesto delante, pero seducido por esa historia tan terriblemente nuestra. Pienso repetir la lectura porque he dejado muchos asuntos pendientes, entre ellos, estos: ¿por qué me ha dolido tanto este dolor de unos personajes de ficción en un siglo que aparentemente no he vivido? ¿Por qué sé que hay tanta verosimilitud, tanta verdad en esta obra de ficción? ¿Es José Urbano un trovador reencarnado que ha logrado burlar la ley del olvido? ¿Intenta vengarse de nuestras maldades pasadas o más bien de las presentes? ¿Por qué hace tan divertida una historia tan terrible?…
Preguntas y más preguntas que, tal vez, no me serán respondidas en las sucesivas lecturas que haré de Criaturas del Piripao. Pero aún así, seguiré en el empeño.