Un aula de instituto. Quinta hora de un día señalado por los augures. Brunilda es María y Crimilda, Andrea. Sigfrido es Sergio y Günther, Mario. El dragón, Amanda y Hagen, Iván. Brunilda y Crimilda llevan pamelas de Venecia y Sigfrido, una espada de plástico. Günther se significa como rey con una corona de papel que le ha fabricado Lorena y el cofre de cartón encierra el tesoro de los Nibelungos. Todo está preparado para la representación. Ellos no saben de qué va el Cantar de los Nibelungos, pero adentrarse en una historia desconocida disfrazados y como protagonistas los convierte en alumnos receptivos, alegres y emocionados. Todo lo contrario de lo que uno suele encontrarse en las aulas. Sigfrido (Sergio) mata al dragón (Amanda) de un certero espadazo y vuelve en barco (una silla) al reino de Günther. Se le declara de rodillas a Crimilda (Andrea), como Günther (Mario) a Brunilda (María). Antes, Günther ha hecho unas flexiones a petición de la exigente Brunilda. La primera parte acaba bien. Dos bodas oficiadas por Celia en las que los novios se prometen amor eterno. La segunda parte, el lunes. La clase se entusiasma con la representación improvisada y el atrezo de los chinos. Yo también. Suena el timbre. Me llevo las pamelas, el cofre, la espada y la corona de cartón. La ilusión nos ha sacudido durante 55 minutos. Esto es la enseñanza, esto es la vida. Quien lo probó lo sabe.
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viernes, 11 de noviembre de 2016
El alumno de 16 años que se convirtió en Sigfrido
"Rimbaud, un rebelde hoy" por Josep Massot
Mozart murió a los 35 años y cambió la música
para siempre. Rimbaud murió a los 37, pero a los 19 años ya había escrito
toda su poesía, una poesía que abrió el camino de la modernidad, con un
solo libro publicado en vida. Desde entonces, jóvenes inquietos de todas las
generaciones siguen siendo influidos por la obra y la vida del primer rebelde
moderno, el primer escritor maldito, pasional, imprevisible, nómada de bares,
vagabundo por los caminos de Francia, un poeta vidente, reinventor del amor,
insurrecto en la Comuna de París, para enrolarse en un barco ebrio en un viaje
hacia el infierno, blasfemo e insolente que, en la cumbre de su genio, se
hundió en el silencio para dedicarse al tráfico de armas, café y marfil en
Harar y morir pobre, como vivió.
Atalanta publica una
nueva hazaña editorial: la edición de la obra completa de Rimbaud. Toda es
toda. Poemas, variantes, borradores, obras en prosa, cartas, notas, cuadernos,
declaraciones judiciales... El editor, Jacobo Siruela, dice que “este joven
feroz revoluciona toda la poesía establecida y representa como nadie la esencia
de lo moderno, de lo nuevo. Él es un poeta del siglo XX, no del XIX. Pero su
grandeza estriba en que abomina de todos los artificios de la cultura, que el
llamaba ‘el espíritu de las cosas muertas’, para buscar la absoluta unión entre
el arte y la vida; algo que se desarrollará a lo largo del siglo XX, no siempre
con buenos resultados.
“La belleza que él perseguía –dice el editor–
trata de alcanzar a lo desconocido de la vida, que solo el vidente, como dice
en una de sus cartas, y el verdadero poeta pueden experimentar. Por todo ello,
el misterio de su poesía radica en que nunca pierde su juventud. Quizá porque
provenga de lo que él denominaba, sin saber bien de lo que estaba hablando, ‘lo
otro’”.
Mauro Armiño reconstruye una biografía que
podría tener ecos en las vidas de artistas que se rebelan contra un orden
social caduco y quieren devolver la poesía a la experiencia de vida. “Se trata
de llegar a lo desconocido mediante el desarreglo de todos los sentidos. Los
sufrimientos son enormes, pero hay que ser fuerte, haber nacido poeta… no es
culpa mía en absoluto. Es falso decir: ‘Yo pienso’, se debería decir: ‘Se me
piensa’… Yo es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín”. Frase
más turbadora que el Je suis l’autre,
de Nerval
Rimbaud, antes de enviar al asilo a los
poetas parnasianos, aprendió exhaustivamente las normas de la poesía clásica.
Para innovar hay que conocer la tradición: fue premio extraordinario en las
composiciones latinas. Después, un historial precoz de fugas en busca de la
experiencia de la libertad plena que acaban en la cárcel. Al poeta Teòphile
Gautier le reprocha: “No ha visto más mundo que el que se ve por la ventana, y
no ha tenido ganas de ver más”. Él, en cambio, vive la vida intensa en un país
primero en guerra (con Prusia) y después inmerso en el caos de la revolución.
En la Comuna de París la policía le ficha como uno de los francotiradores del
batallón Vengadores de Flourens, chicos de quince a diecisiete años.
Es entonces cuando une vida y obra: “Usted
–le dice a su profesor– siempre terminará como un satisfecho que no hizo nada,
porque no quiso hacer nada”, y marca el camino que seguirían después los
dadaístas, los surrealistas, los poetas beat, los punkies... la revolución
poética que convertirá en cenizas un mundo que ha quedado caduco: “La
innovación requiere formas nuevas” Cuando Verlaine, de 27 años, recién casado
con una muchacha de 17, le acoge en París, no sabe que acaba de convertir su
casa en un infierno. Las bravatas y los estallidos de violencia de Rimbaud
hacen que acaben expulsándole de todos los lugares. Incluso se lía a golpes con
el fotógrafo Carjat, que iba a inmortalizarle, y el cual, tras la pelea,
destruye los negativos: solo se han conservado ocho. Goncourt escribe en sus
diarios: “Rimbaud ha traído a París el genio de la perversidad”.
La pareja Verlaine-Rimbaud podría
protagonizar una road movie, una fuga
de alcohol y peleas, perseguidos por una legión que encabezan la madre de
Rimbaud, la mujer de Verlaine y el prefecto de policía.
Armiño resume el desenlace: tras una pelea en
Londres, Verlaine embarca rumbo a Bélgica y, desde el barco, escribe a Rimbaud,
a la madre de Rimbaud y a su mujer con la amenaza de suicidarse. El día 7 de
julio, escribe de nuevo a Rimbaud para proponerle ir a España y enrolarse en
las tropas carlistas. El día 8, Rimbaud llega a Bruselas y anuncia a Verlaine
que quiere regresar solo a París. El 10, Verlaine compra un revólver y a
mediodía vuelve borracho al hotel donde se aloja con su madre y con Rimbaud.
Hacia las dos de la tarde, dispara contra su amigo, hiriéndole en un brazo.
Rimbaud le denuncia y Verlaine es encarcelado. Desde la cárcel escribiría Crimen amoris, y Rimbaud, Una temporada en el infierno.
A partir de 1875, Rimbaud solo escribió
cartas. “Se enrola –dice Armiño– en el ejército colonial holandés, y con este
llega a Sumatra y a Batavia, recorre a pie los Vosgos, Suiza y el San Gotardo,
y en Alejandría trabaja como director de explotación de una cantera; termina en
África, contratado por una firma de importación y exportación, realiza por todo
el cuerno de África expediciones para conseguir marfil, pieles, algunas a
parajes apenas conocidos por los occidentales, como Ogadén”. También se dedica
a vender armas a los reyezuelos de Somalia, y en Adís Abeba gestiona una
factoría comercial.
Y al final, la ruina, la quiebra de la
empresa, las condiciones de vida extremas, la enfermedad. Pero no puede ni
quiere volver a Europa. En 1890 escribe a su madre. “Al hablar de matrimonio
siempre he querido decir que seguiría siendo libre para viajar, para vivir en
el extranjero e incluso para continuar viviendo en África. Estoy tan
desacostumbrado al clima de Europa que me costaría mucho readaptarme. Hasta es
probable que necesitase pasar inviernos fuera, suponiendo que algún día vuelva
a Francia... Hay, por otra parte, algo que me resulta imposible, la vida
sedentaria”.
Un cáncer en la rodilla le hace volver a
Marsella, donde le amputan la pierna. Quiere embarcar de nuevo a Adén, pero el
cáncer se extiende por todo el cuerpo. “Yo, inválido y desdichado, no puedo
averiguar nada, el primer perro de la calle se lo dirá”.
martes, 8 de noviembre de 2016
"Por qué leer a los clásicos" por Pedro G. Cuartango
Siempre he sentido inclinación a leer a los
clásicos y he pasado ratos memorables con los textos de Homero, Platón, Virgilio, Dante y Shakespeare.
He encontrado en ellos una profundidad y una compresión de la naturaleza humana
que me han ayudado a entenderme a mí mismo.
Pero aprecio a estos autores no solo por lo
que transmiten, sino también por cómo lo transmiten. Nada más placentero que la
métrica de La Eneida, un libro
que me gusta leer en voz alta. En su testamento, Virgilio ordenó que se
destruyesen sus versos, pero su protector Octavio Augusto no solo lo
prohibió sino que contrató a dos escribas para que copiasen la obra sin la más
mínima alteración.
La Eneida tiene
fragmentos maravillosos como cuando Eneas, fundador de Roma, se topa con
su madre Venus, disfrazada de ninfa, tras su llegada a las costas de Libia
después de perder parte de su flota.
Si uno lee este largo poema épico,
inevitablemente encuentra hexámetros que parecen sacados de La Ilíada o La
Odisea. El mismo Eneas, que sobrevive de la guerra de Troya, viaja por el
Mediterráneo hasta llegar a las playas de Roma, al igual que Ulises retorna
a Ítaca tras sufrir penalidades sin cuento.
Estos libros se han convertido en clásicos
porque han tocado la fibra más sensible de los lectores de diferentes
generaciones. Es imposible no conmoverse con la desesperación de Eneas al
perder sus barcos en la tormenta provocada por Eolo o por el llanto
de Príamo al pedir a Aquiles que le entregue el cadáver de
su hijo Héctor.
En ese sentido, es imposible que la obra de
Homero fuera la recopilación anónima de una serie de relatos míticos porque sus
libros tienen vida, han sido escritos por una persona con una gran empatía hacia
los sentimientos humanos hasta el punto de que cualquier lector de hoy puede
reconocerse en sus personajes. El dolor de Aquiles por la pérdida de Patroclo es
auténtico, no es una mera creación literaria, como sabe cualquier conocedor de La Ilíada.
Creo que quien no es capaz de leer a estos
autores se pierde una dimensión de la existencia humana que solo se puede
percibir en estas grandes obras, que, al fin y a la postre, transmiten una
acumulación de experiencia. Cuando uno lee a Shakespeare se puede dar cuenta de
que los sentimientos de los hombres no han cambiado en cuatro siglos y que la
tecnología es un barniz que apenas cubre una fractura interior que todos
llevamos dentro.
No podría vivir sin estos libros porque sería
como perder una parte esencial de mí mismo. En cierta forma, tengo la impresión
de que somos depositarios de ese inmenso legado cultural del que
formamos parte activa. Los clásicos no son ellos, somos nosotros. Yo soy Hamlet,
Eneas, Don Quijote, Madame Bovary y Aquiles. Todos viven en mi
interior y he sido un poco de todos ellos mientras leía estas obras.
Por eso me gusta tanto el final de Fahrenheit 451, la película de François
Truffaut, cuando los personajes pasean por el bosque y recitan en voz alta los
libros prohibidos que sobrevivirán en su memoria porque nadie podrá matar jamás
a Homero.
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Literatura Universal
martes, 1 de noviembre de 2016
"Thomas Mann: Eros en Venecia" por Rafael Narbona
No es un secreto que Thomas Mann reprimió sus impulsos
homosexuales para evitar cualquier conflicto o desorden afectivo. Apegado
a la vida burguesa, con su rutina exenta de riesgos, se limitó a fantasear con
la belleza masculina y los placeres prohibidos. Su amistad con Armin Martens
(inmortalizado como Hans Hansen en Tonio
Kröger, 1903) y William Timple (Pribislav Hippe en La montaña mágica, 1924) no fue simple
camaradería, sino un idilio no consumado que dejó una profunda huella en su
memoria. En 1911, Thomas Mann viajó a Venecia y se alojó en el Gran Hôtel des
Bains del Lido. El joven barón Wladyslav Moes, de origen polaco, despertó su
interés y le inspiró a Tadzio, el adolescente del que se enamora Gustav
Aschenbach, el protagonista de La
muerte en Venecia. La breve novela, que se publicó en 1913, mostraba
simultáneamente la decadencia de una Europa abocada a la guerra y las
penurias de un escritor de mediana edad, que experimentaba una profunda
admiración por un joven, casi un niño, con la belleza de las estatuas clásicas.
No se trata tan solo de una pasión tardía, sino de una revelación que
cuestionará su concepción del arte y la moral.
La muerte en Venecia comienza en la primavera un indeterminado “19…”. Aunque se
omite la fecha exacta, no se ocultan los negros presagios que amenazan al
continente. Gustav Aschenbach (“Von Aschenbach”, como se enfatiza en el primer
párrafo, señalando su condición de nuevo aristócrata) inicia un largo paseo por
Múnich, poco después de su siesta habitual. Metódico y disciplinado, dedica las
mañanas al quehacer literario. No es un autor maldito, sino un autor de éxito.
Sus obras se leen en las escuelas y un príncipe le ha honrado con un título
nobiliario. Sin embargo, Aschenbach se siente insatisfecho. En sus libros
no hay sinceridad ni alegría. Su literatura no es una apoteosis de la vida, sino
una simulación que elude los abismos. Lejos del fatalismo romántico, su único
propósito es la serenidad y la perfección formal. No hay espacio para las
emociones que perturban al espíritu. Ese temor a lo oscuro y ambiguo proscribe
incluso la compasión, pues compadecerse del otro implica una peligrosa
tolerancia. El perdón no debe confundirse con el sentimentalismo y no puede
aplicarse sistemáticamente a los que se desvían del orden social.
Consagrado por títulos como El miserable y Federico
el Grande, Aschenbach es un reaccionario. Educado por preceptores, su padre
es un hombre reservado y con un gran sentido del deber, que procede de una
familia de militares, jueces y funcionarios. Por el contrario, su esposa es una
mujer alegre e intuitiva. Hija de un director de orquesta de Bohemia, se
relaciona con el mundo a través de los sentidos y no por medio de la estricta
racionalidad prusiana. Thomas Mann ha cambiado un poco los datos, pero se
ha retratado a sí mismo. El escritor era hijo de un ambicioso y severo
comerciante que hizo carrera política, y de una mujer de sangre brasileña, con
una naturaleza imaginativa y sensual. Su madre, Julia Da Silva-Bruns,
descendiente de comerciantes germano-brasileños, aportaría esa chispa de
fantasía y ensoñación que se combinó con el temperamento austero y reflexivo
del padre. Mann incluso atribuye a Aschenbach una obra titulada Maya. Es el mismo título de una novela
que nunca llegó a materializarse. No parece un título casual en un ávido lector
de Nietzsche. Maya simboliza el orden, la proporción, la forma, lo apolíneo,
pero también la apariencia, el velo que oculta ese fondo primordial e
irreflexivo, donde se agitan las pasiones y las fuerzas elementales del ser.
Aschenbach es consciente de que su existencia se parece al teatro escenificado
por Maya, esa trama de ilusiones que
confundimos con la realidad. Por eso, después de atravesar el Parque Inglés de
Múnich, bordear el Cementerio del Norte y viajar en tranvía, experimenta que lo
real, lo sagrado, ese Dios desconocido que se manifiesta y se esconde en todas
las tradiciones religiosas y culturales, se insinúa en la figura de un
extranjero de aspecto exótico, casi un bárbaro. Su presencia le incita de
inmediato el deseo de viajar, de alejarse de su trabajo cotidiano. No es una
simple inquietud, sino un verdadero deseo de “liberación, de relevo y olvido”.
Su “impulso de fuga” apunta al Sur de Europa, pues no quiere alejarse mucho de
su ambiente. Su deseo de liberación está lastrado por su espíritu burgués y le
hace descartar la búsqueda de lo esencialmente otro, de esos “tigres” que se
pasean por las junglas de países lejanos, donde lo europeo ya no es el apogeo
de la civilización, sino una severa limitación al conocimiento y la
experiencia.
Aschenbach está de acuerdo con el crítico literario que ha
comparado a los héroes de sus novelas con la figura martirizada de san
Sebastián, perfecto ejemplo de “la virilidad intelectual y virginal”, capaz de
soportar la adversidad con “orgulloso pudor”. Es la “viva y amarga seducción
del Conocimiento”, una tarea aparentemente heroica, pero que –en el caso de
Aschenbach- ha adoptado un tono didáctico y moralizante. No hace falta decir
que solo la mala literatura se convierte en pedagogía. Su elogio de la vida
monástica como tributo ineluctable del artista empieza a tambalearse apenas
comienza su viaje. Aunque ha escogido Trieste como destino, cambia de idea a
los pocos días. No le agrada el ambiente pequeño burgués que se respira en la
ciudad. Piensa que Venecia es el lugar mucho más adecuado para su escapada. No
sabe lo que busca, pero está claro que en Trieste no lo hallará. Se embarca en
un viejo buque italiano, “anacrónico, herrumbroso, lóbrego”. Durante el
trayecto en barco, observa a un grupo de jóvenes. Parecen alegres y
despreocupados. Les acompaña un hombre de cierta edad, con un sombrero Panamá y
una corbata roja. Es un atuendo audaz para la época, asociado a cierta voluntad
de transgresión y a una inequívoca frivolidad. Aschenbach se queda horrorizado
al descubrir que el presuntuoso dandi lleva el pelo teñido y el rostro
maquillado. Su desenvoltura, aparatosa y chillona, es una pantomima para
disimular su vejez. La escena le resulta irreal. El viaje empieza a
parecerse a un sueño. La sensación de extrañeza se acentúa cuando un misterioso
gondolero le conduce directamente al Lido, ignorando sus instrucciones de
acercarse a un embarcadero para tomar un vaporetto. A pesar de sus enérgicas protestas, el gondolero sigue
empujando su remo, con el semblante adusto y un silencio hostil. Su áspera
fisonomía, que no se corresponde con la del italiano medio, recuerda a Caronte,
barquero del Hades. La góndola no produce un efecto más tranquilizador. Su
“característica negrura” sólo es comparable con un ataúd o, más
exactamente, con “el catafalco de un lúgubre entierro”. El viaje se hace
interminable. No parece un simple desplazamiento, sino el tránsito hacia un
hipotético más allá. Pese a todo, Aschenbach disfruta de la “indolencia
embrujadora” de deslizarse misteriosamente por el mar, con un rumbo incierto.
Cuando le pregunta por el coste de la travesía, el gondolero responde con un
escueto: “Ya pagará usted”. Dado que desaparecerá sin dejar rastro, no es
descabellado pensar que el tributo no será material, sino espiritual. Durante
el trayecto, se cruzan con otra góndola ocupada por músicos vagabundos, que
cantan a cambio de unas monedas. Aschenbach les arroja algo de dinero y piensa que el viaje hacia la muerte no es
una triste peregrinación, sino una forma de adentrarse en un inextricable
misterio, donde se funden el luto y lo festivo.
Al poco de instalarse en el Lido, se produce el primer encuentro
con Tadzio. Aún no sabe cómo se llama, pero su hermosura y delicadeza le
recuerdan a la famosa estatua del efebo, intentando quitarse una espina del pie.
Aschenbach es un espectador privilegiado, pues la soledad que acompaña al
escritor le ha enseñado a reconocer de inmediato la belleza. Sin embargo, ese
mismo don le ha predispuesto hacia “lo invertido, lo descomunal, lo
absurdo y lo prohibido”. Thomas Mann describe con arrobo al muchacho: largos
cabellos de color miel, nariz perfecta, “divina seriedad”. Su atractivo físico
posee la gracia de “las estatuas griegas de la más noble época de la Hélade”,
incluida esa injusticia inevitablemente asociada a la belleza, donde el azar y
el capricho prevalecen sobre la virtud. Tadzio tiene “la cabeza de Eros, con el
dorado brillo del mármol de Paros”. En su carne adolescente convergen “lo
inexpresablemente divino con lo humano”. Su existencia finita y dolorosamente
real para un escritor que había renunciado a la pasión y el riesgo contrasta
con otra pasión menos incierta y temeraria. Aschenbach ama el mar, pues en él
aprecia la seducción de “lo inarticulado, lo desmedido y lo eterno”. Es decir,
la nada, esa forma de perfección que sólo exige contemplación, meditación y
ascetismo. Por el contrario, Tadzio es “un mensaje de poesía procedente de la
aurora de los tiempos, de los orígenes de la forma y del nacimiento de los
dioses”. No es la nada ni lo eterno, sino la perfección efímera de la juventud,
casi la niñez, y no es posible amarlo con una pasión meramente intelectual. Aschenbach
ha traspasado el umbral que tanto atemorizaba a Thomas Mann. Se ha enamorado de
lo prohibido, de ese abismo que despierta la reprobación de sus semejantes y
advierte que ya no puede dar marcha atrás. Durante un paseo por Venecia,
experimenta una crisis cerca de una fuente. Siente dolor en el pecho, la mirada
se nubla, le laten las sienes, respira penosamente. Su cuerpo le advierte del
peligro al que se expone. Si no es capaz de reprimir sus emociones, tal vez lo
pierda todo. No se trata tan sólo de la fama y el prestigio, sino del desorden
interior que acabará con su existencia metódica y sin sobresaltos, esa
conquista de la razón sobre los sentidos que le ha permitido alumbrar una obra
con la serenidad del último Goethe. Decide marcharse de Venecia, pero el
extravío de su equipaje se convierte en el pretexto necesario para cambiar de
planes y prolongar su estancia. La suerte está echada. Ha escogido lo más
trágico, aceptando su destino con gozoso fatalismo. Los sentidos han triunfado definitivamente sobre la razón.
Aschenbach sigue discretamente a Tadzio por el hotel y la playa.
Nunca llegan a hablar, pero en una ocasión intercambian una mirada y el
muchacho le sonríe. Es suficiente para comprender que “el Amor hace visible lo
Espiritual”. El escritor evoca las enseñanzas del Fedro, que excluye cualquier clase de condena moral sobre el Amor,
pues el Amor es un dios y no una simple emoción humana. Tadzio es la
reencarnación de Hyakinthos, hijo de un rey espartano que murió accidentalmente
mientras jugaba al disco con Apolo. Apolo amaba al joven y no consintió que
Hades se lo llevara a sus dominios. La sangre del infortunado se convirtió en
flor y Apolo derramó lágrimas de dolor sobre sus pétalos. Desde entonces el
Jacinto (Hyakinthos) es una señal de luto. Algunos han interpretado el mito
como una exaltación de la pederastia institucionalizada en Esparta. Apolo ama a
Hyakinthos, pero también le enseña el arte de la adivinación y a manejar el
arco y la lira. La referencia al Fedro de
Sócrates corrobora la intención de asociar a Tadzio con la homosexualidad
griega, donde el amor entre un anciano y un joven no es un tabú. Aschenbach ya
no se engaña a sí mismo: “…postrado, vencido, sufriendo escalofríos, susurró la
forma perenne del deseo –imposible en su caso, absurda, reprobable, ridícula y,
sin embargo, sagrada, y aun en este caso, digna de respeto–: Te quiero”.
Aschenbach empieza a comportarse como un enamorado adolescente. Se
tiñe el pelo y se maquilla, imitando al viejo que tanta repulsión le
causó durante el viaje en barco. De noche, se detiene ante la puerta de la
habitación de Tadzio y, embriagado, apoya la frente contra el marco. Su
comportamiento insensato y alocado coincide con la aparición de una epidemia de
cólera. Aunque las autoridades venecianas niegan el problema, se adoptan
discretas medidas sanitarias. La plaga no es un reflejo de la decadencia de
Aschenbach, sino de una burguesía egoísta y autocomplaciente, que conserva sus
privilegios, explotando a la clase trabajadora. En 1913, Thomas Mann era un
nacionalista que apoyaba la agresiva política de Alemania. Su posición le costó
la ruptura con su hermano Heinrich, que se opuso desde el principio al
militarismo germánico. No se reconciliarían hasta muchos años después. Thomas
cambió de postura al finalizar la contienda y evolucionó hacia actitudes
democráticas y antifascistas. En 1921, escribe sus primeros artículos contra la
barbarie nazi y su feroz antisemitismo, que presagia un pogromo de proporciones
desconocidas. Casado con Katia Pringsheim, hija del matemático y artista judío
Alfred Pringsheim, su oposición a Hitler le obligará a exiliarse. Sus
libros arderán con los de Freud y Heine. Su lucha contra la dictadura nazi se
plasmará en la colaboración con los aliados mediante una serie de charlas en la
BBC. En 1942, se convirtió en una de las primeras voces en denunciar el
Holocausto. Sus hijos Golo y Klaus se alistaron en el ejército norteamericano y
participaron en importantes operaciones bélicas. Hacia el final de su vida, Thomas
Mann se acercó al socialismo, suscitando el interés de la CIA, que le investigó
para determinar su presunta peligrosidad como agitador e intelectual. Pese al
conservadurismo del escritor en 1913, La
muerte en Venecia refleja la crisis de una Europa dividida por las
diferencias sociales y nacionales. Hacia el final de la trama, el comediante
que canta para los clientes del Lido aparenta una “infantil docilidad”, pero
cuando acaba la función afloran muecas despectivas, que revelan su
resentimiento y su odio hacia una burguesía ociosa y arrogante. El cómico es un
espejo deformante de una sociedad tan corrompida como la retratada por Albert
Camus en La peste (1947).
De hecho, Venecia es el símbolo de una civilización que oscila entre lo sublime
y la crueldad, la belleza y la putrefacción. Unas fresas –hermosas, sensuales–
compradas cerca de la fuente donde Aschenbach experimentó la crisis que le
aconsejaba huir de Venecia serán su perdición. El escritor contrae el cólera
por culpa de una fruta que evoca su pasión por Tadzio. Lo hermoso es letal,
delicuescente, fatal. La peripecia de Aschenbach evidencia que la misión del
artista no es ser el educador de la sociedad. Su “inclinación incorregible y
natural hacia el abismo” siempre le mantendrá en los márgenes, excluido y
maldito. Nietzsche es un genio, con sus excesos y su innegable locura.
Aschenbach, en cambio, solo es un pequeño burgués que no rozará el verdadero
arte hasta claudicar ante la belleza. Su iluminación se produce demasiado tarde
y solo deja unas páginas inconclusas, pero en esos apuntes hay más sinceridad y
profundidad que en el resto de su obra. Cuando llega la hora de partir, Tadzio
le espera en el umbral de la muerte, como Hermes, el psicagogo o
conductor de almas hacia el Hades. El papel del joven polaco no se limitará a
acompañarle hasta la otra orilla. Su deslumbrante belleza le mostrará el
infinito, “un futuro monstruoso, preñado de promesas”. El gondolero que le
llevó hasta el Lido le ha entregado el relevo a Tadzio para culminar una amarga
parábola. Solo una pasión exasperada y amoral puede ayudarnos a atisbar la
trascendencia de la materia, disipando cualquier ilusión sobre trasmundos y
paraísos sobrenaturales. El sexo es
el único absoluto y no amar es el único pecado.
La muerte en Venecia ha inspirado muchas interpretaciones. Se ha afirmado
que Tadzio es una figura metafórica, que encarna la inmediatez de la obra de
arte frente a la concepción germánica de la creación artística, basada en el
trabajo, el método y el análisis. Su belleza inocente y gratuita manifiesta que
el milagro estético se produce de forma espontánea e inesperada. La única
condición para que acontezca la belleza y se transmute en arte consiste en
desprenderse de los prejuicios y las ideas preestablecidas. No me parece una
interpretación falsa, pero no creo que sea menos real el conflicto entre una
homosexualidad reprimida y una vida familiar convencional, con una esposa
tradicional y unos hijos que siempre se quejaron de la frialdad paterna. Klaus
Mann, el hijo primogénito, no reprimió su identidad homosexual, pero eso no le
libró de la infelicidad y el suicidio. Inconformista, sincero y desgarrador, su
obra más conocida es Mephisto (1936), que describe el arribismo y la
corrupción de la Alemania nazi. Casi todos los Mann escribieron. Sería un error
creer que la literatura actuó como un aglutinante. Los suicidios se
encadenaron en una familia que acabó atribuyendo a su vocación literaria el
origen de sus demonios interiores. El artista paga un precio muy alto y, salvo
desde una perspectiva heroica, parece una insensatez inmolarse en la búsqueda
de la perfección formal. La muerte
en Venecia recoge este dilema y lo resuelve, apostando por la vida, la
belleza y la finitud. La inmortalidad es una magra recompensa cuando exige un
peaje tan desmesurado.
No quiero terminar sin mencionar dos cuestiones. En primer lugar,
sería injusto no comentar la notable adaptación del director italiano
Luchino Visconti (Morte a Venezia,
1971). La película consigue reproducir la atmósfera de la novela, pero su
afectado esteticismo frustra la posibilidad de un tratamiento cinematográfico
más ambicioso, que tal vez hubiera permitido profundizar en los aspectos
esenciales del texto original. No es una versión despreciable, pero solo se
aproxima superficialmente al complejo mundo interior de Thomas Mann. En segundo
lugar, no sería honesto esquivar el aspecto más polémico de la obra. Es
innegable que el puritanismo de nuestra época no se mostraría demasiado
indulgente con la pasión tardía de Aschenbach. La acusación de pederastia
gravita sobre la novela, con la misma faz sombría que planea sobre Lolita, de Nabokov, o los diálogos
de Platón. No pretendo realizar un elogio de la pedofilia, pero sí de la
libertad y del derecho a vivir de una forma diferente. Leonor Izquierdo tenía
quince años cuando se casó con Antonio Machado, un poeta de treinta y cuatro. Murió
dos años más tarde, con solo diecisiete, a consecuencia de la tuberculosis.
Algún escritor ha censurado en voz baja la diferencia de edad, pero lo más
socorrido es justificar la relación, alegando que se trataba de otro tiempo y
otra mentalidad. Lo cierto es que en la época de Thomas Mann la homosexualidad
era un delito castigado con penas de prisión y eso no le hizo atenuar o
disfrazar la pasión erótica de Aschenbach hacia un niño. La Lolita de Nabokov
es una niña de doce años. Tadzio no parece mucho mayor. La literatura y la moral no suelen hacer
buenas migas. Es mejor abstenerse de formular juicios, salvo que deseemos
imitar las hogueras de libros de la Alemania de Hitler, la España de Franco o
el Chile de Pinochet. La muerte en
Venecia no cultiva la transgresión por capricho. Simplemente, se
interna en las regiones más problemáticas del ser humano, un espacio donde la
razón y el instinto mantienen un duelo interminable. No lamentemos ese
conflicto. Sin él, no existiría el asombro que nos hace pensar, escribir,
contemplar la belleza y dudar.
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Literatura Universal
domingo, 23 de octubre de 2016
"Los clásicos nos hacen críticos" por Carlos García Gual
Como señala Alfonso Berardinelli, los libros que calificamos de
“clásicos” no fueron escritos para ser estudiados y venerados, sino ante todo
para ser leídos (Leer es un riesgo,
traducción de S. Cobo; Círculo de Tiza; Madrid, 2016). El renovado y largo fervor
de sus lectores ha dado prestigio a algunos libros que se mantienen vivos a lo
largo de siglos. Acaso por eso hay quien cree que esos escritos de otros
tiempos no son de fácil acceso, son inactuales y se han acartonado por la
distancia y están mantenidos por una retórica académica. Contra tan vulgar
prejuicio me parece excelente el consejo de Berardinelli: “Quien lea un clásico
debería ser tan ingenuo y presuntuoso como para pensar que ese libro fue
escrito precisamente para él, para que se decidiese a leerlo”. Sin más, cada
clásico invita a un diálogo directo, porque sus palabras no se han embotado con
el tiempo, y pueden resultar tan atractivos hoy como cuando se escribieron,
para quien se arriesga a viajar sobre el tiempo con su lectura. Leer un clásico
no presenta mayor riesgo que la lectura de algo actual de cierto nivel
literario. Es decir, exige una vivaz atención, y tal vez cierta lentitud, para
llegar a captar con precisión lo que nos dice por encima de los ecos de su
trasfondo de época. Más allá de las convenciones de estilo, lo que caracteriza
a un libro clásico es el hecho de que pervive porque fue interesante y emotivo
y capaz de sugerir apasionadas lecturas al lector de cualquier época. Classicus quería decir en su origen “con
clase” o “de primera clase”, según los mandarines de la crítica; pero los
grandes clásicos no requieren lectores muy selectos ni con título especial,
sino inteligentes y despiertos, porque versan sobre aspectos esenciales de la
condición humana. Un libro clásico es el que puede releerse una y otra vez y
siempre parece inquietante y seductor porque nos conmueve y cuestiona, a veces
en lo íntimo, y, como escribió Italo Calvino, “siempre tiene algo más que
decir”. Por eso se ha salvado del gran enemigo de toda cultura: el abrumador
olvido (hablo de los libros, pero vale lo mismo para los clásicos de la música
o de otras artes).
Creo que hay dos tipos de clásicos: los universales (que mantienen
su vivaz impacto incluso a través de sus traducciones) y los nacionales
(aquellos cuyo prestigio va ligado a la frescura y belleza de su lengua
original). Así, Cervantes, Shakespeare y Tolstói resultan del primer grupo; y
Góngora y Ronsard, más bien del segundo. Es evidente que la lista canónica
puede variar según épocas. Solo los clásicos más indiscutibles han sobrevivido
a las varias fluctuaciones de la cotización crítica. Virgilio y Horacio
permanecen, mientras que Estacio ha desaparecido desde fines de la Edad Media,
y el fabulista Esopo, ya en el siglo XX. Los clásicos más antiguos de Occidente
son los griegos, que ya los romanos leían como tales y modélicos. Homero,
Virgilio, Platón son mucho más cercanos de lo que se pudiera imaginar. Se han
salvado del gran enemigo de toda cultura: el olvido. Y en su pervivencia los
clásicos no viven momificados, sino que renuevan su mensaje. Porque la interpretación
no está fijada, sino varía según las lecturas en una tradición que no solo los
conserva, sino que los reinterpreta. No leemos El Quijote como los lectores del XVII. La tradición literaria
posterior puede modificar nuestra percepción de los temas y personajes
descubriendo perspectivas diversas. Incluso cada lector puede matizar su
reinterpretación. Después de leer a Kafka advertimos rasgos prekafkianos en
autores antiguos. (Eso sucede también con los héroes míticos. La tradición
renueva máscaras sobre figuras literarias; como sucede con Prometeo, Edipo, o
Fausto y Don Juan, por ejemplo). Por otra parte, también los logros de los
estudios históricos nos hacen comprender mejor un texto, al descubrir nuevos
aspectos de su contexto y su formación. Pensemos, por dar solo un ejemplo
destacado, en todo lo que sabemos hoy del mundo que evocan y el contexto en que
surgieron los poemas homéricos, es decir, sobre la Ilíada y la Odisea. Ahora
conocemos la época en que se forjaron esos cantares y el modo de componerlos
mucho más que lo que sabían los eruditos de hace siglo y medio, y mucho más de
lo que pensaban al respecto Platón y los filólogos de Alejandría. Nuestro
conocimiento ha progresado gracias a tres audaces personajes: Heinrich
Schliemann (que descubrió las ruinas de Troya), Milman Parry (que estudió la
técnica de la épica oral arcaica) y Michael Ventris (que descifró el silabario
micénico B). Ninguno de ellos era un académico ni un filólogo profesional, pero
con sus estupendos logros abrieron un nuevo horizonte a nuestra mirada sobre lo
homérico. Gracias a los nuevos datos arqueológicos conocemos mejor esa Edad
Oscura que, en su nostalgia hacia un pasado más glorioso, dio un impulso
decisivo a la épica con el canto y culto de los héroes micénicos. Y, sin
embargo, por encima de todos esos estudios, lo esencial respecto a la
pervivencia de Homero sigue siendo la inigualable fuerza narrativa de su
poesía. Lo que mantiene nuestra lealtad a la Ilíada y la Odisea como perennes
clásicos no es su trasfondo histórico ni el manejo magistral de fórmulas y
epítetos de larga tradición oral. Es la magnánima recreación con que un poeta
recuenta los mitos heroicos a la vez que da a ese legado mítico una honda
perspectiva trágica con figuras inolvidables. Es la sensibilidad del lector la
que salva del olvido ese mundo de fascinantes héroes y fabulosos dioses, como
hizo a lo largo de tantos siglos y tantas modas. Hay evidentemente clásicos más
fáciles de leer, es decir, textos en los que el lector entra fácil y queda
pronto atrapado por su singular encanto, claro estilo y su fantasía o su
emotividad. Por ejemplo, la Odisea,
los poemas de Safo, Heródoto, El banquete
de Platón o El asno de oro de
Apuleyo, por citar solo autores antiguos. Otros cuestan más, e incluso pueden
producir cierto rechazo cuando están mal elegidos o forzados como lecturas
obligatorias en edades inoportunas, arduos y difíciles de entender. Sin
embargo, lo característico de los clásicos, bien elegidos y enfocados, es que
su lectura deja siempre en la memoria un poso, una huella terca en nuestra
imaginación, y aguzan nuestra mirada sobre aspectos importantes de la vida. De
todos modos hay que reconocer el gran papel que tradicionalmente la escuela
asumía en la conservación y difusión de esos libros de largo prestigio. Aún lo
conserva, pero de forma mutilada y desalentada. Que la escuela debe enseñar qué
significan —para nosotros— los grandes libros, y estimular su lectura con
entusiasmo para la formación del gusto y la crítica personal, no lo creen
algunos pedagogos ni siquiera los políticos del ramo, poco ilustrados. Esas
lecturas tropiezan con muchos obstáculos: planes de enseñanza que reducen la de
la literatura a mínimos y profesores con escasa simpatía hacia textos de otras
épocas. Muy bien lo analiza Marc Fumaroli en La educación de la libertad (Arcadia; Barcelona, 2007). Por otro
lado, nuestros estudiantes, acaso con excepción de los más jóvenes, no
frecuentan los libros de muchas páginas, atrapados por mensajes mínimos y
raudos en diversas pantallas. Los clásicos son inactuales: justamente eso es lo
más valioso: hablan de cosas que están más allá del presente efímero, y abren
otros horizontes y ofrecen ideas sobre el mundo que van mucho más allá de lo
actual y cotidiano. Y nos hacen críticos, escépticos y más imaginativos.
Volviendo a algo ya apuntado. Leer a los clásicos debería acaso iniciarse en la
escuela, pero es importante releerlos a lo largo de la vida, porque vuelvo a
subrayar que siempre podemos entablar o proseguir el diálogo con ellos. Un
curioso ejemplo es el de David Denby, que cuenta su personal experiencia en Los grandes libros (Acento; Madrid,
1997). Editor y escritor de éxito, decidió ensayar una curiosa experiencia:
volver a los leer a fondo los clásicos. “En 1991, 30 años después de
matricularme en la Universidad de Columbia, volví a las aulas, me senté entre
los estudiantes de 18 años y leí los mismo libros que ellos. Juntos leímos a
Homero, Platón, Sófocles, Kant, Hegel, Marx y Virginia Woolf. Aquellos
libros…”. Me parece un ejemplo digno de imitarse: una aventura de escaso gasto
que vale la pena ensayar. No es fácil: en ninguna universidad española hay
cursos sobre los libros de esa lista. Pero cada uno puede intentarlo. Los clásicos
siguen ahí, aún nos hablan y son de trato amable.
domingo, 16 de octubre de 2016
"PJ Harvey: réplica a Telémaco" por Alejandro Basteiro
(...)La historia de Casandra, registrada en las epopeyas de Homero y Virgilio,
también alimenta la idea de que nuestra cultura es intolerante a la
intervención de las mujeres en política y misógina desde la raíz. El
dios Apolo concedió a Casandra el don de predecir el futuro, pero después de
que ella le diera calabazas la maldijo para que nadie creyera una palabra suya.
Lo hizo, atención, escupiéndole un salivazo en la boca. Los troyanos, incluida su
familia, empezaron a tratar a Casandra de orate y no hacían ni puñetero caso de
sus predicciones, ni siquiera cuando advirtió que la yegua que los griegos
habían dejado en la puerta estaba preñada de catástrofe. La consecuente
destrucción de Troya también desencadenó el final de Casandra, empezando por su
violación y secuestro. No conviene olvidar que la caída en desgracia de un
héroe de la mitología clásica rara vez obedece al azar. Hablando rápido y mal,
Casandra fue castigada por lenguatera.
El pintor inglés Solomon Joseph Solomon ofreció su
visión de esta historia en el lienzo La
violación de Casandra (sugiero que se acompañe la lectura de los
siguientes párrafos con el corte 12 del disco Rid of Me de PJ Harvey,
titulado «Me-Jane»).
El cuadro de Solomon recrea el asalto de Ajax el Menor sobre la princesa de
Troya, que hace un intento desesperado por no perder contacto con la efigie de
Atenea para permanecer bajo su protección. La obra es espectacular, aunque algo
disparatada desde el punto de vista de la física: tanto el asentamiento de los
pies del soldado griego como el del brasero volcado de la parte inferior son
deficientes. El escorzo del paño enganchado al pie de la estatua tampoco es muy
verosímil. Pero lo más interesante de esta pintura es el contraste entre el
físico de Ajax y su cara de pánfilo irredento. La pose se adelanta varias
décadas al estereotipo superheroico de los comic-books americanos: el
tórax erizado y el ángulo del puño derecho, junto con los pies mal anclados y
el remolino de la capa, le dan ese aire clásico (ahora, no entonces) de
Superman aparcado en gravedad cero. Su gesto, sin embargo, es de aburrimiento,
como el de una mula que ha pasado el día allombando sacos de cemento. Sorprende
esa distensión burocrática, casi oligofrénica, pero sobre todo ofende que la
obra sirva para glorificar la anatomía masculina cuando sabemos que esta viñeta
se resuelve con una violación. Curiosamente, la mise en scène se
repite en otra obra principal de Solomon, que años después pintó un san Jorge
en plena faena, rejoneando al dragón con la mano derecha mientras aúpa a una
mujer, otra princesa, con la izquierda. A pesar del paralelismo, podría parecer
que no hay lugar para una comparación moral entre los dos cuadros: en uno sale
un héroe, en el otro un villano. San Jorge está rescatando a Sabra mientras que
Ajax se dispone a abusar de Casandra en presencia de su diosa, pero os animo a
observar la actitud idéntica de los dos supermachos y el papel de bulto
transportable de ambas damiselas, y después a buscar similitudes entre uno y
otro desenlace.
El riff de «Me-Jane», contundente y flexible como una
fusta, es uno de los mejores que ha escrito PJ Harvey. El color tribal de la
percusión y la voz que aparece por detrás del último estribillo son solo dos de
muchos elementos memorables que adornan la canción. La letra relata los
esfuerzos de una mujer doblada de dolores menstruales por mantener a raya a su
correspondiente Tarzán, un Maciste sobreexcitado e incapaz de ensillar sus
instintos. Mientras Tarzán se columpia («Aparta de ahí, ¿no ves que estoy sangrando?»)
Jane dibuja una línea en la arena: no intentes domarme como si fuera un animal.
No soy un potro de gimnasia para que me saltes encima («Estoy intentando
encontrarles sentido a tus gritos»). Hace tiempo que asocio el gesto de
desconexión del Ajax de Solomon con la pesadez machuna del Tarzán de PJ Harvey,
y ambos con la retribución de humildad debida a la mujer por una afrenta tan
vieja como la palabra escrita (mínimo) y la responsabilidad que tienen músicos,
escritores y artistas contemporáneos de hacer aportaciones cabales en favor de
una narrativa popular más equilibrada. La Jane de PJ Harvey es un recordatorio
muy eficaz de que la oposición activa es necesaria para que el privilegio se
haga visible incluso ante los ojos de necios y tarzanes.
Desde algunos frentes se defiende que la militancia feminista no
es cuestión de carné sino de conciencia, pero PJ Harvey siempre ha rechazado de
forma explícita su adhesión. En consecuencia, hay gente que se ha sentido
inspirada por su personaje y su obra para criticarla a continuación por sus
palabras. Es interesante, sin embargo, considerar su aportación desde fuera del
perímetro ideológico, como alfa de una generación de músicos en la que la
visibilidad, como casi siempre, estaba muy cara para las mujeres. Ella fue el
talento natural que cortó el nudo gordiano sin romper a sudar, la aspirante que
se ganó el derecho a reinar sacando la espada de la piedra como si fuera un
cuchillo hincado en un melón. «Prefiero hacer cosas en vez de pensar en ellas»,
decía durante aquellos primeros años. Con el paso del tiempo se ha convertido
en una figura de culto, con una puesta en escena mucho más sobria y un discurso
más sosegado, pero su muthos sigue siendo claro y preciso. Hace poco
lo demostró recitando el
poema Ningún hombre es una isla, de John Donne, como
comentario personal a la salida del Reino Unido de la Unión Europea. A pesar de
lo engañoso del contexto (caben muchos matices), no son tantas las
oportunidades que tenemos de ver a una mujer siendo ovacionada por un statement
de contenido político. El miasma sexista todavía es una realidad y las afecta a
todas de una u otra forma, pero en el contexto de una industria especializada
en banalizar todo lo que toca pocas voces demandan tanta atención y respeto del
público como la de Polly Jean Harvey.
sábado, 15 de octubre de 2016
"Los hermanos Karamazov" por Orhan Pamuk
Recuerdo muy bien la primera lectura de Los hermanos Karamazov a los 18 años, solo en una habitación
de una casa que daba al Bósforo. Era el primer libro de Dostoievski que leía.
En la biblioteca de mi padre había una traducción turca publicada en los años
40 a partir de la versión inglesa de Constance Garnett y el título de aquella
novela, que de una manera misteriosa sugería todo el exotismo, la diferencia y
la fuerza de Rusia, llevaba bastante tiempo llamándome a un mundo nuevo.
Como todos los grandes libros, Los hermanos Karamazov tuvo dos efectos instantáneos en mí: me
hizo sentir al mismo tiempo que no estaba solo en el mundo y, por otro lado,
que era alguien desamparado, solo en mi rincón. Al ir viendo complacido lo que
la novela me mostraba poco a poco, sentía que no estaba solo porque, como me
suele pasar cuando leo grandes libros, las ideas que tanto me agitaban ya se me
habían ocurrido antes, y algunas escenas y entonaciones escalofriantes casi las
recordaba como si las hubiera vivido. Por otro lado, mi primera lectura del
libro también me daba la sensación de soledad puesto que me mostraba ciertas
verdades básicas sobre la vida de las que nadie hablaba, que nadie mencionaba.
Me daba la impresión de ser el primero que lo leía. Era como si Dostoievski me
susurrara al oído cosas privadas sobre la humanidad y la vida que nadie más
sabía. Esa información secreta tenía tanta fuerza y era tan inquietante que
cuando me sentaba a cenar con mis padres o cuando, como siempre, intentaba
charlar con mis compañeros en los atestados pasillos de la Universidad Técnica
de Estambul, en los que siempre se hablaba de política, sentía que el libro se
agitaba dentro de mí y que la vida ya no sería la misma; notaba que frente al
mundo grande, amplio y sorprendente de la novela, mi propia vida y mis
preocupaciones eran pequeñas e insignificantes. Me apetecía decir: “Estoy
leyendo un libro que me agita, que está cambiando mi mundo entero y eso me
asusta”. En alguna parte Borges dice: “Descubrir a Dostoievski es como descubrir
el amor o ver el mar por primera vez, marca un momento importante en la vida”.
El momento en que leí a Dostoievski por primera vez supuso para mí la pérdida
de la inocencia con respecto a la vida.
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