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sábado, 10 de octubre de 2020

"El brazo de Valle-Inclán" por Rafael Ruiz Pleguezuelos

Ahora que hay tantos cursillos y academias que prometen enseñarte a escribir, conviene avisarles de que está más que comprobado que para escribir realmente bien en España hay que perder el uso de un brazo. A ver quién niega que Cervantes y Valle-Inclán no solamente constituyen el brillo más intenso de nuestra literatura, sino cadáveres exquisitos que han sufrido en propio cuerpo el via crucis del ser peninsular, eso que ya me he permitido escribir alguna vez de que si ser español ya es sufrir, ser escritor español es ponerte al borde del precipicio. Quien no llega a perder el uso del brazo como ellos dos, pierde la vida a nuestras manos —Lorca—, o deja de entendernos y entenderse quedando al cabo de una pistola cargada, como Larra.

Lo primero que hay que entender de Valle es que no escribía en español. Quien piense eso no le ha leído. Valle escribe en valleinclano, un idioma que inventó este gallego ilustre para confundir al personal y reclamar, por inversión de términos, respeto a un castellano que él después no practicaba. Para comenzar una carrera literaria digna empezó cambiando su nombre, abandonando el más prosaico Ramón María Valle Peña para abrazar el más blasonado Ramón María del Valle-Inclán, que en su complejo vocabulario recoge toda la presunción del hidalgo español que no tiene para comer pero cuyo cuerpo siempre encuentra fuerzas para hablar. La verdadera gloria de Valle no es que entronque con Cervantes, con al que estilísticamente no le une nada, sino que consiga mutar su persona de gallego diminuto en una ensoñación digna del autor del Quijote, porque las vidas mutiladas de su esperpento son el producto de esa península desquiciada y soñadora que presentó tan bien Cervantes.

España, que lleva siglos instalada en una infinita contradicción y alzada al pedestal de los países imposibles de comprender, necesita de más escritores bizarros, alambicados, extraños. Tenemos en las librerías demasiada literatura blanca, de la que no hace pupita a nadie porque es políticamente correctísima en todo, y escasean los títulos que abran brechas, o que necesiten que el lector tome un buen piolet para culminarlos, o que ni mil antorchas puedan hacernos ver en su infinita oscuridad. Lo que vengo a decir, sencillamente, es que Valle-Inclán supo entendernos mejor que nadie, que su esperpento es el mejor espejo para un país que habita de manera continua en el esperpento (echen un vistazo a los periódicos y díganme si no es cierto), y que se echa en falta gente que deje de mirar por su ventana azorina y penetre en las cloacas valleinclanescas.

Hay que leer las entrevistas a Valle-Inclán, porque sus respuestas son siempre un disparate armado de lucidez. En ellas se puede encontrar una historia desquiciada de la humanidad en una sola página, asistiendo a unos bandazos ideológicos que serían más escandalosos si no vinieran de esa especie de lámpara de la locura que era el genio de Villanueva de Arosa. En una misma entrevista, uno puede encontrar desde una admiración ciega y desmedida por Mussolini (Diario Luz, 9 de agosto de 1933) a una definición entre impresionista y privilegiada de la manera en que funciona el movimiento obrero:

El final de todo será fundir todas las clases en una. Eso es el comunismo. Pero para ello habría que suprimir la herencia y habría también que nacionalizar los bancos, la tierra, la industria y las minas. Lo tremendo es no haber seguido este camino haciendo desaparecer la clase proletaria por la supresión de todas las demás, igualando a todas. Para ello hay que poner a trabajar a todos, y esto no se consigue diciendo en la Constitución que España es una república de trabajadores de todas las clases, sino suprimiendo varias cosas. En primer lugar, la herencia, porque yo no he visto trabajar a ningún rico heredero. Trabaja el que lo necesita. Por eso Jehová dijo a Adán: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente» hasta que le privó del magnífico latifundio del Paraíso.

Como corresponde al espíritu exaltado de aquellos años, Valle-Inclán habla mucho de política en las entrevistas. Quizá demasiado. Cuando repaso las conversaciones con los periodistas, siempre echo de menos que él, como escritor, me hable de escritura y deje en paz a Largo Caballero. Pero cuando habla de política con frecuencia aprovecha para poner a los intelectuales en su sitio, y ahí comienza uno a disfrutar. Estos firmantes de manifiestos y escritores que van de proletarios pero viven en dachas principescas podrían revisar sus palabras del 20 de noviembre de 1931, en diálogo con Francisco Lucientes y publicado en el mítico El Sol:

A mí me subleva la sangre cuando oigo lo de «obrero intelectual». ¡Qué cosas! El intelectual no puede ser obrero. A no ser que sea un faquín a sueldo de un periódico o de una editora. El intelectual crea. El obrero sirve a la creación de otro. Son tan dispares los conceptos de creación y de ejecución, que no hay que unirlos. ¡Pero si la Santísima Trinidad explica esto claramente!

Lo verdaderamente grande de la cita es la alusión final a la Santísima Trinidad como clave para entender el lugar del obrero y el del intelectual. Ese es Valle-Inclán. Me recuerda a uno de esos exabruptos de Fernando Arrabal en los que comienza hablando de teatro y acaba enrollado con el milenarismo.

El 18 de diciembre de 1925, el Heraldo de Madrid pidió a don Ramón que enumerara los mejores escritores españoles contemporáneos. Mencionó a Baroja, a Pérez de Ayala, Unamuno y Miró. Eso era hasta cierto punto previsible. Hizo justicia a lo que le rodeaba. Cumplió con lo que se esperaba de él: un buen criterio. Pero lo verdaderamente grandioso viene, como no podía ser de otra forma, cuando explica a quién no pondría en esa lista y por qué: «Nunca pondría a Ricardo León. Porque no es contemporáneo. Ni a Blasco Ibáñez, porque para pintar los colores de la huerta valenciana ha recurrido a la imitación de procedimientos de Zola y de Maupassant. Ni tampoco a Azorín. No se le puede perdonar a nadie que teniendo un idioma tan rico como el castellano escriba por cifra, como tocan algunos guitarristas». Necesito escritores contemporáneos que hablen así de claro. Pero pasan los años y sigo esperando.

Después está lo del brazo de Valle-Inclán. Otro apéndice románticamente impedido en un escritor que trasciende lo humano. Un brazo que no responde a los estímulos y que parece un atractivo más de la España del bandolero, que siempre tiene a algún inglés crédulo y despistado que luego de recorrer nuestro país escribe un libro precioso cargado de mentiras e incomprensiones. Es mágica casualidad que dos de nuestros mejores espadas hubieran perdido el uso de su mano. Pero ahí acaba la comparación. Cervantes es Dios en nuestras letras, y Valle-Inclán uno de esos ángeles que Dios anda buscando por el cielo para explicarle en frase bíblica que no tiene más remedio que expulsarle del paraíso. 

Para entender de manera profunda la relación de Valle con la prensa, hay que acordarse de su brazo. Recordar que lo perdió en una pelea con un periodista llamado Manuel Bueno, quien lo molió con su bastón de hierro. La gangrena a partir de un daño en la muñeca hizo el resto. Como otra ironía añadida a la historia, se cuenta que la Asociación de la Prensa —otra vez la prensa y Valle— reunió durante un tiempo dinero para comprarle un miembro ortopédico, pero al final la cosa quedó en nada y su brazo izquierdo, en fotografías y óleos, sigue siendo una ausencia entre sobrecogedora y lírica. Recoger dinero para Valle no debía ser oficio sencillo, pues en la otra colecta de la que se tiene noticia, para regalarle un pazo en Galicia, no se llegaron a recaudar más que veinte pesetas. Jacinto Benavente, que era muy puntilloso en la vida de los demás aunque no tanto en sus obras, quiso ponerle en su sitio diciendo que no comparásemos a uno con el otro, entre otras cosas porque Lepanto era Lepanto y lo de Valle una riña de café entre borrachos, así que no debía darse tantos aires por tener la inhabilidad cervantina. Tampoco Los intereses creados es Luces de bohemia, le hubiera contestado yo si fuera Valle. 

Como en el mundo de la literatura siempre se reserva espacio para la justicia poética, hay un episodio en el que el propio público venga la afrenta que Benavente infirió contra Valle-Inclán al compararlo con Cervantes. El recién fallecido y tremendo actor Manuel Gallardo contó alguna vez que, cuando hacía en 1970 tournée del montaje seminal de Luces de bohemia del simpar José Tamayo, la censura les prohibió representarla en Pamplona. Para poder hacer función en la ciudad cambiaron la representación por Los intereses creados, el mayor éxito de Benavente. El público no aceptó aquel gato por liebre teatral, y aquella noche los estudiantes patearon en el teatro al grito de «¡Valle-Inclán!, ¡Valle-Inclán!».

Pio Baroja debía querer mucho a don Ramón, tanto que según Umbral (la fuente es tan apasionante como poco fiable) escribió una vez aquello de «Valle-Inclán cree que el estilo es escribir dátiles por dedos». Después de leer a Umbral, uno ha buscado la cita sin éxito, de manera que puede haber ocurrido que como Francisco Umbral tenía ese odio por Baroja y una admiración sin límite por el gallego, los puso en su mente a discutir y su máquina de escribir parió aquello de los dátiles. De cualquier forma me gusta, y explica bien cómo Valle-Inclán retorcía el castellano hasta dejarlo sin vida. Lo que sí se encuentra en un periódico chileno es la respuesta que Baroja dio a un periodista que le preguntó por el supuesto éxito de Valle-Inclán con las mujeres: «—¿Entonces no era cierto que tenía éxito con las mujeres? —¡Qué había de tener! Era un tipo que no tenía mucho que celebrar: unos ojos turbios, unas barbuchas deshilachadas, una nariz ganchuda… ¡Nada! ¡Cómo iba a tener éxito con las mujeres con aquella cara!».

Se echan de menos las grandes rivalidades de la literatura. Comparadas con las anécdotas de los escritores de antes con ofensas que podían llegar a las manos y hasta el duelo, los articulitos cruzados en periódicos (indignación remunerada en cada artículo publicado) por el escándalo tal o la desavenencia cual, parecen más la rabieta de un niño por su merienda. Y no me hagan dar nombres, por favor.

Una de las entrevistas más jugosas de don Ramón para los estudiosos de la literatura es la que Juan Rodríguez, de la Universidad Autónoma de Barcelona, dio a conocer en un artículo llamado «Valle-Inclán en 1925: una entrevista olvidada». En él comenta las respuestas entre provocadoras y visionarias de un Valle-Inclán en estado de gracia. Dicha entrevista se publicó en la revista Destino, y su mera aparición es un misterio: fue entrevistado por la publicación en 1925, pero por alguna razón el diálogo que mantuvo con el periodista no fue publicado hasta 1940. Quizá porque ese era el sino de Valle-Inclán, que sus palabras llegasen siempre en diferido. Luces de bohemia se presentó al público lector en 1920, pero no se estrenaría sobre las tablas hasta 1970, porque las verdades de Valle duelen tanto que el español tarda al menos cincuenta años en digerirlas. Por ello tengo la teoría de que ahora es el momento de leer sus entrevistas. Si uno sabe interpretarlas, nos dicen más de nuestra realidad que tantas declaraciones insípidas que pueblan lo cotidiano. En esa entrevista de Destino que tardó quince años en ver la luz, y de la que no sabemos con qué periodista conversa (algo muy común en la época, por otra parte), es preguntado por el estado de la novela: «¿Qué opina usted de la situación de la novela?». La respuesta de Valle es sublime: «Qué está empezando».

De modo que lo siento mucho por esos catedráticos que llevan décadas anunciando en conferencias bien pagadas el final de la novela. Si Valle-Inclán afirma a principios del siglo XX que no ha hecho más que empezar, yo le creo. 

El funeral de Valle debió ser una fiesta del esperpento, como si todas las grandes obras de teatro que el gallego nos ha dado se hubiesen apoderado del alma de sus asistentes. Llovía a cántaros en Boisaca (¿cómo puede hacerse un funeral grandioso sin lluvia?), así que en el cementerio los cipreses dejaron espacio a un campo de paraguas negros. Si se diera crédito a todas las leyendas que sobre ese entierro circulan, contaríamos que en el sepelio un anarquista se abalanzó sobre el ataúd para arrancar el crucifijo con el que estaba culminado, convencido de que a Valle no le hubiera gustado que la cruz católica vigilase sus postrimerías. Se llamaba Modesto Pasín, y no me digan que el nombre no parece tomado de una de las novelas de Valle. Apurando más la historia, se dice que el anarquista sacrílego resbaló y cayó a la sepultura, rompiendo incluso la tapa del ataúd. Gómez de la Serna, que le admiraba más allá de todo límite, contó en la biografía que dedicó al genio gallego que su féretro fue realmente modesto, de solamente veinte pesetas. ¿Adivinan cuáles? También afirmó Gómez de la Serna que sintió pena por el anarquista que visitó la fosa de Valle, pues murió fusilado unos meses después. Fue una de las primeras víctimas de la guerra civil. Y es que Valle-Inclán eligió para morir el año más oscuro de nuestra historia. Nos dejó el 5 de enero de 1936.

Como Valle-Inclán era un escritor borracho de símbolos, fue enterrado el 6 de enero, día de Reyes Magos. Martín Olmos, un periodista que ha escrito artículos muy buenos sobre él, afirma que para su entierro Valle-Inclán pidió que en su funeral no hubiera «ni cura discreto, ni fraile humilde, ni jesuita sabiondo». Así se hizo, y la cuestión anticlerical se llevó tan lejos que ni siquiera se solicitó permiso eclesiástico para enterrarle. Como el ingenio español no tiene límite, especialmente cuando nos movemos en lo esperpéntico, para resolver el problema de enterrar al escritor sin permiso de la Iglesia a un iluminado llamado Víctor el Alemán se le ocurrió la treta de enterrar junto a Valle a un perro muerto, de manera que si las autoridades les preguntaban qué iban a hacer en el cementerio podrían contestar que a enterrar el perro, para lo que no se necesita permiso alguno. Siempre me he preguntado cómo justificarían entonces el cadáver que llevaban junto al perro, pero las leyendas están para eso, para contarnos cómo somos y cómo podemos llegar a ser sin que uno pretenda saber si algo sucedió de veras. 

En una carta de Valle-Inclán a Pérez de Ayala del 4 de febrero de 1933, desliza unos versos en los que la leyenda dice que contestaba la impertinencia de un periodista que un día le preguntó si sentía cerca la muerte. Contestó con un poema que incandescía de esa belleza rota que le era tan propia, retorcida y brillante a un tiempo: 

Para ti mi cadáver, reportero
mis anécdotas todas para ti.
Le sacas a mi entierro más dinero
que en mi vida mortal yo nunca vi.

Con todo lo dicho, parece claro que España y su prensa le debe mucho a Valle-Inclán, de modo que va siendo hora de hacer justicia y devolver al difunto todo lo que se le negó en vida. Entre otras cosas el uso del brazo, y ese sustituto ortopédico que nunca llegó a materializarse porque no se reunió suficiente dinero.

martes, 21 de julio de 2020

"Camilo José Cela: ´La colmena`y los tebeos de la posguerra" por Rafael Narbona


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Nací en 1963. La dictadura franquista aún gozaba de buena salud, pero la oposición ya comenzaba a despuntar. En ese año, fusilaron a Julián Grimau y ejecutaron con garrote vil a los anarquistas Francisco Granado y Joaquín Delgado, falsamente acusados de un atentado que no habían cometido. Un jovencísimo Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo, justificó las sentencias de muerte ante la prensa, asegurando que se había hecho justicia. Me cuesta trabajo admitir que nací en una de los períodos más sombríos de la historia de España. ¿Cuándo empieza a despuntar la conciencia? ¿Hasta dónde se remontan los primeros recuerdos? ¿Cuándo descubrí que vivía en una dictadura? Probablemente, en el colegio de curas donde pasé la niñez y la adolescencia. No he olvidado su patio de cárcel, con los muros grises y agrietados, ni las misas a primera hora de la mañana en una capilla sumida en la penumbra y con un sacerdote pegando capones al que dormitaba o hablaba con un compañero. En esas fechas, se consideraba que los reglazos, las bofetadas y los tirones de pelo eran una obra maestra de la pedagogía y un excelente alimento para el espíritu. La ira de los vencedores seguía abatiéndose sobre una España vencida y humillada. Aunque ya no había cartillas de racionamiento ni estraperlo, el miedo y la escasez continuaban marcando el día a día. El paisaje urbano parecía una interminable secuencia de una película neorrealista. Todavía había diminutos talleres donde se cogía puntos a las medias para prolongar su vida. En los parques, adornados con columpios y toboganes herrumbrosos, circulaban vendedores de chucherías y barquillos, casi siempre hombres mayores con aspecto de mendigo y con el rostro surcado por arrugas. Anunciaban su presencia con silbatos que despertaban el entusiasmo de los críos. Al recordarlos pienso en el pincel de Rembrandt, siempre encariñado por lo humilde e insignificante. Los guardias urbanos con un casco blanco y los taxis negros con una raya roja aún formaban parte del espacio urbano. La Coca-Cola ya había irrumpido en los supermercados, pero constituía un lujo que se bebía poco a poco para prolongar la sobredosis de azúcar que narcotizaba el paladar. Era frecuente cruzarse con curas nostálgicos de Trento, ataviados con sotana y teja, y con monjas con enormes tocas y las manos escondidas en las mangas del hábito. La resistencia contra la modernidad convivía con la espuma del porvenir. La música pop y los primeros vaqueros ya circulaban por las calles, anunciando un cambio social imparable. Una creciente rebeldía fantaseaba con levantar el asfalto y rescatar la furia emancipadora de un lejano dos de mayo.

¿Qué sabía yo de la inmediata posguerra? Mi padre falleció de un infarto cuando yo tenía ocho años y a mi madre no le gustaba hablar de un tiempo donde se sobrevivía a base de pan negro y lentejas. Eso sí, me contó que su padre –mi abuelo- fue multado y su foto apareció en el periódico por exceder el consumo de electricidad fijado por el régimen para cada familia. Quería saber más cosas, pero los silencios de mi madre eran tan obstinados y profundos como un secreto que pasa de generación en generación, soportando con imperturbabilidad el acoso de las preguntas indiscretas. No leí La colmena hasta los dieciséis años, pero ya en las primeras páginas descubrí que había encontrado la llave que me abriría los misterios de unas décadas hundidas en la penuria y la represión. Un tiempo de silencio que aún despertaba turbios –y paradójicos- ecos. La colmena se publicó en 1951 en Argentina. No aparecería en España hasta 1955, no sin eliminar algunos pasajes para restar crudeza a una historia que bajaba hasta los sótanos más oscuros de una sociedad traumatizada y sin esperanza. Camilo José Cela tuvo que sortear los obstáculos de la censura, pese a ser el protegido de Juan Aparicio, influyente político y periodista. En la novela, no había críticas directas a las autoridades, pero la imagen de la España de 1942 no podía ser más descarnada. Lejos del triunfalismo de la retórica oficial, los desdichados personajes de La colmena evidenciaban que la victoria no había significado el fin de la guerra, sino su prolongación mediante una orgía de podredumbre moral. Cela no pretendía hacer política, sino contar las cosas tal como eran. Y lo hizo, pese a sus complicidades con el régimen. Su vocación de escritor realista se impuso a sus convicciones, poniendo de manifiesto que el escritor casi nunca puede sustraerse a su papel de testigo de su tiempo.

Mi imagen de la posguerra se había alimentado hasta entonces con personajes de tebeo como Carpanta, un muerto de hambre con un gran talento para los sablazos, y doña Urraca, una solterona de corazón duro y mirada de ave rapaz. Carpanta sobrevivía gracias a su ingenio y humor. Era simpático y comprensiblemente deshonesto. Un truhán con encanto, un buscavidas que vivía a salto de mata y que había asumido su destino: dormir con un ojo abierto debajo de un puente. Doña Urraca siempre iba de luto. Con la nariz ganchuda, un moño y unas minúsculas gafas redondas, solo sonreía para celebrar las desgracias ajenas. Terrorífica arpía, adoraba el número 13 y nunca desperdiciaba la ocasión de encizañar. Jamás se separaba de su paraguas, con el que espantaba a los niños y los perros. Doña Urraca residía en un sombrío caserón repleto de muebles antiguos. Los retratos de sus antepasados cubrían las paredes y su dormitorio estaba lleno de santos y escapularios. Carpanta pertenecía a la tradición de la novela picaresca; Doña Urraca se había escapado de la novela gótica.

Yo sentía especial estima por Don Pío, estandarte de una incipiente clase media, feliz por acceder al televisor, el frigorífico y el seiscientos. Don Pío era un pobre hombre con las mismas dificultades que cualquier padre de la época. Tenía un bigotito semejante al de Charlot y se cubría la cabeza con un sombrero de hongo. De carácter pusilánime y espíritu apocado, nunca se atrevía a replicar a los abusos de su jefe y no era capaz de negarle nada a su mujer. Se ajustaba perfectamente al papel de víctima y, de hecho, no era raro que se llevara unos cuantos palos en cada historieta. Gordito Relleno y Las hermanas Gilda se inscribían en la misma línea: su destino era el escarnio, la befa y el ridículo. Algo posteriores, Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte, y los señores de Alcorcón y el holgazán de Pepón, mostraban el progreso material de una España que soñaba con un apartamento en la playa y el final de un censura que consideraba inmoral hasta el baile de Cyd Charisse en Cantando bajo la lluvia. Rigoberto era un mediocre oficinista que acariciaba la idea de formalizar un matrimonio ventajoso, gracias al cual lograría mejorar su posición social. Había conseguido atraer la atención de una jovencita de buena familia, pero su futura suegra, una señora de armas tomar que fumaba grandes puros habanos, no contemplaba el enlace con mucho agrado. Un sobrinito canalla y una impertinente criada malograban los planes de Rigoberto una y otra vez. Cada entrega solía acabar con mamporros, gritos y carreras. Pepón era un murciano que había convertido la pereza en un estilo de vida. Vivía con su hermana, algo cursi y no muy inteligente, y con su cuñado, que lo aborrecía y que no hallaba el modo de deshacerse de él. Sus tentativas para encontrarle un empleo nunca prosperaban y muchas veces se veía envuelto en unos líos monumentales por la negligencia de Pepón, un vago redomado y un jeta sin mala conciencia.

La historieta española tendía a la redundancia, explotando una y otra vez las mismas situaciones: batacazos, equívocos y meteduras de pata. Predominaba la confusión y la improvisación chapucera. Las criaturas de Ibáñez, por ejemplo, cambian de nombre y aspecto, pero siempre se repiten los mismos recursos narrativos. Al igual que en el cine mudo, abundaban los pastelazos, las caídas desde las alturas y los atropellos. Agotada la sorpresa inicial, comenzaba el hastío y la sensación de que se leía la misma historia una y otra vez. Sin embargo, esas peripecias recurrentes reflejaban fielmente la España de Franco. Durante casi cuarenta años, resultaba imposible mirar hacia atrás sin pensar que un cura, un agente municipal o un policía de gris te iba a arrear un estacazo sin una causa clara. Muchos años después, los que vivieron esa triste etapa aún se estremecen con pesadillas, soñando que vuelven cantar Cara al Sol en un patio vigilado por curas tan feroces como el implacable Manuel Ignacio Santa Cruz, legendario cabecilla carlista. El tebeo es un arte menor, pero las cosas pequeñas y humildes a veces aportan cosas esenciales. Los personajes de tebeo de esos años habitaban en una colmena semejante a la que imaginó Camilo José Cela. Testigos de un tiempo de infamias y agravios, sabían que la dignidad era un privilegio reservado a los que podían llenarse el estómago a diario, sin preocuparse de contar los céntimos y sin miedo a que una nueva subida de la luz los condenara a vivir a oscuras.

2

Si examinamos desde una perspectiva poco habitual a los personajes de La colmena, apreciaremos su paralelismo con los del tebeo español de la posguerra. Doña Rosa, la propietaria del café donde convergen tantas vidas rotas y tantos desengaños, es tan siniestra como doña Urraca. No es delgada, pero las dos visten de luto y se comportan como hienas con sus semejantes. Doña Rosa lee folletines sangrientos, bebe anís de Ojén y fuma tabaco caro. Su “tremendo trasero” se parece a un tsunami dispuesto a cobrarse el mayor número posible de víctimas. Algo perversa, sus ojos brillan cuando llega la primavera y las chicas jóvenes pasean con manga corta. Odia a todo el mundo. Sus dientes, pequeñitos y sucios, sonríen al recorrer el local, pero en realidad fantasean con triturar a la clientela que ocupa las mesas. No se conforma con expulsar de la cafetería a los que no pueden pagar. Además, ordena a los camareros que les propinen buenas patadas. Don Leonardo Meléndez es un sablista y un moroso. Se parece a Manolo, el pintor que vive con un gato negro en la azotea de 13, Rue del Percebe. Si bien es posterior en el tiempo, comparte con Meléndez la desfachatez de contraer deudas que jamás paga. Meléndez trata a los acreedores a patadas, pero con sus dotes de seductor logra que le sonrían y se excusen por importunarlo, atreviéndose a recordarle el dinero que le han prestado. En la cafetería casi siempre hay mucho bullicio, pero algunas tardes “la conversación muere de mesa en mesa”. Es el progresivo letargo de un corazón cuyo ritmo baja lentamente, preparándose para dejar de latir. Es la misma sensación que se experimenta en las historietas de don Pío, reiterativas y previsibles, o de Gordito Relleno, inocente hasta lo inverosímil. Vidas sin relieve que fluyen hacia el desagüe del olvido, existencias sin rumbo ni propósito. El dolor es el hilo con el que se teje su rutina. En la España de la posguerra, el día a día se parece a la tristeza de un grupo de niños que juegan al tren “sin esperanza, incluso sin caridad, como cumpliendo un penoso deber”.

Cela a veces se introduce en La colmena como una conciencia difusa que anuncia su presencia y luego se esfuerza en borrarla. Se parece a esos directores de cine que se insertan en una fugaz secuencia o a esos historietistas que se reservan la esquina en una viñeta. Cuando menciona a un personaje menor, advierte: “Digo todo esto porque, a lo mejor, después vuelve a salir”. ¿Qué pretende decirnos? ¿Hacernos saber que leemos una ficción? ¿Avisarnos de que las páginas que discurren entre nuestras manos son una simple pantomima? No lo creo. Solo nos recuerda que el autor y su obra, lejos de ser compartimentos estancos, mantienen una comunicación fluida. Paradójicamente, la ficción solo adquiere autonomía cuando reconoce ese vínculo. Cela y el tebeo español de posguerra rescatan a las vidas anónimas de su supuesta insignificancia, mostrando que no hay existencias banales. La marea de la historia no repara en lo pequeño, pero el arte no se resigna a que el olvido devore a las criaturas maltratadas y postergadas. Elvirita es una buscona que en la niñez solo conoció desprecios y calamidades. Nada en el libro de la historia; todo, en el pequeño reino de la literatura, donde lo nimio y desgraciado adquiere espesor y relieve. El tebeo omite estas historias, pero el hambre de Carpanta o la mediocre vida sentimental de don Pío insinúan que el mundo real esconde vastas regiones donde reina la penumbra moral. Don Pablo es tan miserable como el jefe de don Pío. Está muy satisfecho con sus partidas de ajedrez y sus líos de faldas. Se ríe de los pobres, a los que considera vagos sin remedio. Miente y manipula sin que le estorbe la conciencia. Si alguien le abriera el pecho, se toparía con “un corazón negro y pegajoso como la pez”. Doña Matilda se parece a esas mujeres de la pequeña burguesía que se pasean por las páginas de los tebeos de la época, ocupando un segundo plano: “huele mal y tiene una barriga tremenda, toda llena de agua”. Martín Marco, un poeta que se muere de hambre, parece una especie de Carpanta que hubiera leído a Baudelaire, pero que imitara la retórica falangista de la revista Escorial. Es un sablista consumado, un náufrago a la deriva y un perdedor nato. Vive con la angustia del animal acosado, temiendo que en cualquier momento se abalance sobre él un feroz depredador. Los tebeos raramente incluyen a los literatos como personajes, pero siempre están ahí, sosteniendo con su presencia cada viñeta. Los historietistas hacen filigranas con la imaginación y no se hacen ilusiones sobre la gloria. Saben que –en el mejor de los casos- su destino es ocupar un espacio modesto, marginal, un pie de página en la crónica de un porvenir que imaginan con clarividencia. Martín Marco no está en las viñetas como personaje, pero es el lápiz que recrea la sórdida posguerra, testimoniando que en la España de Franco la vida había quedado reducida a indigna supervivencia.

Cela explota el recurso del globo con pensamientos silenciados. Doña Rosa ordena a un camarero que, después de arrojarlo a la calle, pegue a Martín Marco unas buenas patadas por no pagar su consumición. “Un destellito de lascivia en el bigote” acompaña a sus palabras llenas de ira y sadismo. El camarero se abstiene de golpear al desgraciado, pero fantasea con ahogar a su jefa. Cela dibuja un Madrid con transeúntes tristes y que no saben a dónde ir. Es el mismo decorado que aparece en muchos tebeos de la época. Ciudades grises e impersonales con gitanillos que mendigan, señoras mayores vendiendo castañas, novios que se hacen arrumacos en un banco, serenos que realizan su ronda con un chuzo y una colilla entre los labios. Hombres y mujeres que “se conforman con poco”, pero que casi nunca logran materializar sus modestas expectativas. En la novela de Cela, hay muchas solteronas como las hermanas Gilda, mujeres que se han quedado para vestir santos; a veces por culpa de sus pecados de juventud, otras por su mala suerte. Algunas viajaron a Madrid pensando que allí se ataban los perros con longanizas, pero descubrieron demasiado tarde que los perros deambulaban por sus calles, muertos de hambre y con los ojos invadidos por la melancolía. Tal vez algunas se hicieron lesbianas, “soñadoras y silenciosas como varas de nardo”. Se parecen a esos bancos callejeros que se resignan a soportar lo que el azar les reserva: un viejecito asmático, un cura que hojea su breviario, un mendigo que explora su carne buscando piojos. “Madrid es una ciudad con un millón de cadáveres”, escribió Dámaso Alonso. Bajo la dictadura, la vida solo es un simulacro imperfecto, una fúnebre parodia. Cuando la noche cae, su corazón es un latido muy débil, casi un murmullo inaudible. En ese rumor, hay sueños que jamás se realizarán y temores que sí se harán realidad. La vida es muy desconsiderada y disfruta abortando cualquier esperanza. Madrid se parece al perro semihundido de Goya. Mira hacia lo alto, pero nada logra frenar su lenta desaparición en el lodo.

Los cadáveres que habitan Madrid no parecen humanos, sino peleles con el pescuezo rebanado, tristes títeres con la boca muy abierta. La ciudad es un gigantesco sepulcro, una colmena con un zumbido agónico. “Nadie piensa en el de al lado”, escribe Cela en el capítulo final. Muchos lloran y sufren como una ternera degollada en un matadero, sin despertar la más leve compasión. Los seres humanos son como matarifes que piensan en nimiedades, mientras destripan a sus semejantes. En el corazón de casi todos los hombres, hay un niño que se regocija con la agonía de un perro atropellado. La colmena de Cela se parece a esos tebeos que hojeaban los niños de mi generación. Cada viñeta era una celdilla aislada del resto. Las vidas burbujeaban, pero en un caldero de infelicidad.

He releído La colmena en DeBolsillo, una edición de Penguin Random House que me envió amablemente Gema Fernández. Con la edad, me he vuelto maniático y suelo preferir las ediciones de pasta dura, pero en esta ocasión he disfrutado con un formato sencillo, flexible y elegante que se adapta a cualquier circunstancia. Me he sentido más joven, recordando mis años universitarios, cuando leía en el Metro, desafiando a las aglomeraciones con un minúsculo lápiz en la mano, terco en mi propósito de subrayar las frases más elocuentes. Las ediciones cuidadas y con un precio asequible son una declaración de amor a los buenos libros. Surgen de la admirable conjunción de pedagogía, inteligencia y amor. Por cierto, hablé con Gema de mi loro Lorenzo, un papagayo de frente amarilla que lleva quince años conmigo. No se parece a Rabelais, el “loro procaz y sin principios” de La colmena. No dice ordinarieces con “una voz cascada de solterona vieja”, pero a veces se enfada y propina un picotazo a traición. Es imprevisible, o sea, muy humano. Los loros también aparecían a menudo en los tebeos de la posguerra. Quizás eran los seres más libres de esa época, pues aunque se hallaban enjaulados podían soltar cualquier “barbarismo” sin ser multados por el Tribunal de Orden Público. En estas situaciones, parece inevitable preguntarse si pertenecer a la especie humana es un privilegio o una triste fatalidad.

domingo, 19 de julio de 2020

Semblanza de Juan Marsé y Antonio Pérez


De Juan Marsé, además de sus novelas, recuerdo con mucho cariño las anécdotas que nos contó Antonio Pérez cuando lo entrevistamos para nuestro periódico escolar. El conquense estuvo con el catalán en París durante los años sesenta. Participaron ambos en la edición de una revista de resistencia llamada "El Ruedo Ibérico", de la que Antonio Pérez guardaba la nostalgia de la revolución. Eran jóvenes y se reunían en París los "refugiados intelectuales" de la resistencia antifranquista. Bebían, escribían y editaban pliegos de combate, además de pasar penurias, muchos de ellos. 
Antonio nos contó que él le había puesto nombre a un personaje señero de la obra de Marsé. Se trata de ese charnego murciano que aparece en Últimas tardes con Teresa, el "Pijoaparte". El mismo Marsé lo admitía: "La intuición fulgurante de Antonio Pérez me sopló al oído el apodo de un personaje de novela, el "Pijoaparte". Y también rememoraba el escritor sus paseos nocturnos por el RIvoli y Les Halles, así como sus sueños comunes: "Porque conozco algunos sueños de Antonio, porque he compartido con él unos cuantos -culturales, éticos, artísticos, gastronómicos y hasta alcohólicos- sé de dónde proviene este equilibrio roqueño y alado a la vez, esta armonía personal entre la raíz y la fronda". 
Cuando veo a Antonio Pérez, siempre recuerdo a Juan Marsé. Los imagino riendo, soñando y dando tumbos por las riberas del Sena, imaginando revoluciones, personajes e inventando historias que luego el escritor catalán plasmaría en las mejores novelas españolas de la segunda mitad del siglo. No sé por qué, pero tanto uno como otro siempre me transmitían sensación de honestidad. 
Esto nos dijo Antonio sobre Juan en 2008: "Me hice muy amigo de Juan Marsé en París. Carlos Barral, su editor, me lo envió para que le buscara trabajo. Cuando él estaba escribiendo Últimas tardes con Teresa (recuerdo que tomaba notas en un pequeño cuadernillo que llevaba siempre encima), lo llamé por teléfono desde Ginebra y le dije que ya tenía nombre para su protagonista murciano, "Pijoaparte", porque conocí a alguien real que se aproximaba mucho al de la ficción. Dice Juan, que su personaje, ese emigrante charnego que enamora a una chica bien, hoy sería un marroquí".
Aún tengo "Esa puta tan distinguida" en la estantería, a la espera; y la relectura de otras novelas suyas, para recrearme con su honestidad y su buena literatura. 

martes, 19 de mayo de 2020

"Manifiesto por un arte revolucionario independiente" por André Breton y León Trotski


Puede afirmarse sin exageración que nunca como hoy nuestra civilización ha estado amenazada por tantos peligros. Los vándalos, usando sus medios bárbaros, es decir, extremadamente precarios, destruyeron la antigua civilización en un sector de Europa. En la actualidad, toda la civilización mundial, en la unidad de su destino histórico, es la que se tambalea bajo la amenaza de fuerzas reaccionarias armadas con toda la técnica moderna. No aludimos tan solo a la guerra que se avecina. Ya hoy, en tiempos de paz, la situación de la ciencia y el arte se ha vuelto intolerable. En aquello que de individual conserva en su génesis , en las cualidades subjetivas que pone en acción para revelar un hecho que signifique un enriquecimiento objetivo, un descubrimiento filosófico, sociológico, científico o artístico, aparece como un fruto de un azar precioso, es decir, como una manifestación más o menos espontánea de la necesidad. No hay que pasar por alto semejante aporte, ya sea desde el punto de vista del conocimiento general (que tiende a que se amplíe la interpretación del mundo), o bien desde el punto de vista revolucionario (que exige para llegar a la transformación del mundo tener una idea exacta de las leyes que rigen su movimiento). En particular, no es posible desentenderse de las condiciones mentales en que este enriquecimiento se manifiesta, no es posible cesar la vigilancia para que el respeto de las leyes específicas que rigen la creación intelectual sea garantizado. No obstante, el mundo actual nos ha obligado a constatar la violación cada vez más generalizada de estas leyes, violación a la que corresponde, necesariamente, un envilecimiento cada vez más notorio, no solo de la obra de arte, sino también de la personalidad “artística”. El fascismo hitleriano, después de haber eliminado en Alemania a todos los artistas en quienes se expresaba en alguna medida el amor de la libertad, aunque esta fuese solo una libertad formal, obligó a cuantos aún podían sostener la pluma o el pincel a convertirse en lacayos del régimen y a celebrarlo según órdenes y dentro de los límites exteriores del peor convencionalismo. Dejando de lado la publicidad, lo mismo ha ocurrido en la URSS durante el período de furiosa reacción que hoy llega a su apogeo. Ni que decir tiene que no nos solidarizamos ni un instante, cualquiera que sea su éxito actual, con la consigna: “Ni fascismo ni comunismo”, consigna que corresponde a la naturaleza del filisteo conservador y asustado que se aferra a los vestigios del pasado “democrático”. El verdadero arte, es decir aquel que no se satisface con las variaciones sobre modelos establecidos sino que se esfuerza por expresar las necesidades íntimas del hombre y de la humanidad actuales, no puede dejar de ser revolucionario, es decir, no puede sino aspirar a una reconstrucción completa y radical de la sociedad, aunque solo sea para liberar la creación intelectual de las cadenas que la atan y permitir a la humanidad entera elevarse a las alturas que solo genios solitarios habían alcanzado en el pasado.

Al mismo tiempo, reconocemos que únicamente una revolución social puede abrir el camino a una nueva cultura. Pues si rechazamos toda la solidaridad con la casta actualmente dirigente en la URSS es, precisamente, porque a nuestro juicio no representa el comunismo, sino su más pérfido y peligroso enemigo. Bajo la influencia del régimen totalitario de la URSS, y a través de los organismos llamados organismos “culturales” que dominan en otros países, se ha difundido en el mundo entero un profundo crepúsculo hostil a la eclosión de cualquier especie de valor espiritual. Crepúsculo de fango y sangre en el que, disfrazados de artistas e intelectuales, participan hombres que hicieron del servilismo su móvil, del abandono de sus principios un juego perverso, del falso testimonio venal un hábito y de la apología del crimen un placer. El arte oficial de la época estalinista refleja, con crudeza sin ejemplo en la historia, sus esfuerzos irrisorios por disimular y enmascarar su verdadera función mercenaria. La sorda reprobación que suscita en el mundo artístico esta negación desvergonzada de los principios a que el arte ha obedecido siempre y que incluso los Estados fundados en la esclavitud no se atrevieron a negar de modo tan absoluto debe dar lugar a una condenación implacable. La oposición artística constituye hoy una de las fuerzas que pueden contribuir de manera útil al desprestigio y a la ruina de los regímenes bajo los cuales se hunde, al mismo tiempo que el derecho de la clase explotada a aspirar a un mundo mejor, todo sentimiento de grandeza e incluso de dignidad humana. La revolución comunista no teme al arte. Sabe que al final de la investigación a que puede ser sometida la formación de la vocación artística en la sociedad capitalista que se derrumba, la determinación de tal vocación solo puede aparecer como resultado de una connivencia entre el hombre y cierto número de formas sociales que le son adversas. Esta coyuntura, en el grado de conciencia que de ella pueda adquirir, hace del artista su aliado predispuesto. El mecanismo de sublimación que actúa en tal caso, y que el psicoanálisis ha puesto de manifiesto, tiene como objeto restablecer el equilibrio roto entre el “yo” coherente y sus elementos reprimidos. Este restablecimiento se efectúa en provecho del “ideal de sí”, que alza contra la realidad, insoportable, las potencias del mundo interior, del sí, comunes a todos los hombres y permanentemente en proceso de expansión en el devenir. La necesidad de expansión del espíritu no tiene más que seguir su curso natural para ser llevada a fundirse y fortalecer en esta necesidad primordial: la exigencia de emancipación del hombre. En con secuencia, el arte no puede someterse sin decaer a ninguna directiva externa y llenar dócilmente los marcos que algunos creen poder imponerle confines pragmáticos extremadamente cortos. Vale más confiar en el don de prefiguración que constituye el patrimonio de todo artista auténtico, que implica un comienzo de superación (virtual) de las más graves contradicciones de su época y orienta el pensamiento de sus contemporáneos hacia la urgencia de la instauración de un orden nuevo. La idea que del escritor tenía el joven Marx exige en nuestros días ser reafirmada vigorosamente. Está claro que esta idea debe ser extendida, en el plano artístico y científico, a las diversas categorías de artistas e investigadores. “El escritor –decía Marx– debe naturalmente ganar dinero para poder vivir y escribir, pero en ningún caso debe vivir para ganar dinero... El escritor no considera en manera alguna sus trabajos como un medio. Son fines en sí; son tan escasamente medios en sí para él y para los demás, que en caso necesario sacrifica su propia existencia a la existencia de aquellos... La primera condición de la libertad de la prensa estriba en que no es un oficio.” Nunca será más oportuno blandir esta declaración contra quienes pretenden someter la actividad intelectual a fines exteriores a ella misma y, despreciando todas las determinaciones históricas que le son propias, regir, en función de presuntas razones de Estado, los temas del arte. La libre elección de esos temas y la ausencia absoluta de restricción en lo que respecta a su campo de exploración constituyen para el artista un bien que tiene derecho a reivindicar como inalienable. En materia de creación artística, importa esencialmente que la imaginación escape a toda coacción, que no permita con ningún pretexto que se le impongan sendas. A quienes nos inciten a consentir, ya sea para hoy, ya sea para mañana, que el arte se someta a una disciplina que consideramos incompatible radicalmente con sus medios, les oponemos una negativa sin apelación y nuestra voluntad deliberada de mantener la fórmula: toda libertad en el arte. Reconocemos, naturalmente, al Estado revolucionario el derecho de defenderse de la reacción burguesa, incluso cuando se cubre con el manto de la ciencia o del arte. Pero entre esas medidas impuestas y transitorias de autodefensa revolucionaria y la pretensión de ejercer una dirección sobre la creación intelectual de la sociedad, media un abismo. Si para desarrollar las fuerzas productivas materiales, la revolución tiene que erigir un régimen socialista de plan centralizado, en lo que respecta a la creación intelectual debe desde el mismo comienzo establecer y garantizar un régimen anarquista de libertad individual. ¡Ninguna autoridad, ninguna coacción, ni el menor rastro de mando! Las diversas asociaciones de hombres de ciencia y los grupos colectivos de artistas se dedicarán a resolver tareas que nunca habrán sido tan grandiosas, pueden surgir y desplegar un trabajo fecundo fundado únicamente en una libre amistad creadora, sin la menor coacción exterior.

De cuanto se ha dicho, se deduce claramente que al defender la libertad de la creación, no pretendemos en manera alguna justificar la indiferencia política y que está lejos de nuestro ánimo querer resucitar un pretendido arte “puro” que ordinariamente está al servicio de los más impuros fines de la reacción. No; tenemos una idea muy elevada de la función del arte para rehusarle una influencia sobre el destino de la sociedad. Consideramos que la suprema tarea del arte en nuestra época es participar consciente y activamente en la preparación de la revolución. Sin embargo, el artista solo puede servir a la lucha emancipadora cuando está penetrado de su contenido social e individual, cuando ha asimilado el sentido y el drama en sus nervios, cuando busca encarnar artísticamente su mundo interior. En el periodo actual, caracterizado por la agonía del capitalismo, tanto democrático como fascista, el artista, aunque no tenga necesidad de dar a su disidencia social una forma manifiesta, se ve amenazado con la privación del derecho de vivirla y continuar su obra, a causa del acceso imposible de esta a los medios de difusión. Es natural, entonces, que se vuelva

hacia las organizaciones estalinistas que le ofrecen la posibilidad de escapar a su aislamiento. Pero su renuncia a cuanto puede constituir su propio mensaje y las complacencias terriblemente degradantes que esas organizaciones exigen de él, a cambio de ciertas ventajas materiales, le prohíben permanecer en ellas, por poco que la desmoralización se manifieste impotente para destruir su carácter. Es necesario, a partir de este instante, que comprenda que su lugar está en otra parte, no entre quienes traicionan la causa de la revolución al mismo tiempo, necesariamente, que la causa del hombre, si no entre quienes demuestran su fidelidad inquebrantable a los principios de esa revolución, entre quienes, por ese hecho, siguen siendo los únicos capaces de ayudarla a consumarse y garantizar por ella la libre expresión de todas las formas del genio humano.

La finalidad de este manifiesto es hallar un terreno en el que reunir a los mantenedores revolucionarios del arte, para servir la revolución con los métodos del arte y defender la libertad del arte contra los usurpadores de la revolución. Estamos profundamente convencidos de que el encuentro en ese terreno es posible para los representantes de tendencias estéticas, filosóficas y políticas, aun un tanto divergentes. Los marxistas pueden marchar ahí de la mano con los anarquistas, a condición de que unos y otros rompan implacablemente con el espíritu policíaco reaccionario, esté representado por José Stalin o por su vasallo García Oliver. Miles y miles de artistas y pensadores aislados, cuyas voces son ahogadas por el odioso tumulto de los falsificadores regimentados, están actualmente dispersos por

el mundo. Numerosas revistas locales intentan agrupar en torno suyo a fuerzas jóvenes que buscan nuevos caminos y no subsidios. Toda tendencia progresiva en arte es acusada por el fascismo de degeneración. Toda creación libre es declarada fascista por los estalinistas. El arte revolucionario independiente debe unirse para luchar

contra las persecuciones reaccionarias y proclamar altamente su derecho a la existencia. Un agrupamiento de estas características es el fin de la Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente (FIARI), cuya creación juzgamos necesaria. No tenemos intención alguna de imponer todas las ideas contenidas en este llamamiento, que consideramos un primer paso en el nuevo camino. A todos los representantes del arte, a todos sus amigos y defensores que no pueden dejar de comprender la necesidad del presente llamamiento, les pedimos que alcen la voz inmediatamente. Dirigimos el mismo llamamiento a todas las publicaciones independientes de izquierda que estén dispuestas a tomar parte en la creación de la Federación internacional y en el examen de las tareas y de los métodos de acción. Cuando se haya establecido el primer contacto internacional por la prensa y la correspondencia, procederemos a la organización de modestos congresos locales

y nacionales. En la etapa siguiente deberá reunirse un congreso mundial que consagrará oficialmente la fundación de la Federación internacional.



ANDRÉ BRETON Y TROSKI (FIRMADO TAMBIÉN POR DIEGO RIVERA), 25 de julio de 1938.

martes, 12 de mayo de 2020

"Romance del romance" por Carlo Frabetti



La vocación narrativa del romance es evidente desde el principio, es decir, desde su nombre. En francés, le roman es la novela, y en italiano también: romanzo, y en otras lenguas romances: en portugués, en rumano… Sin embargo, en castellano no es sinónimo de novela este término, ¿por qué? Porque la propia importancia que en España tuvo y tiene el romance ha mantenido su significado indemne. O casi: también se llama romance al idilio breve; pero si hablamos de géneros literarios, se mantiene el sentido original de este término, que es este:
Un romance es un poema de arte menor donde riman los pares en asonante (quiere decir que terminan con las vocales iguales), y los impares se libran de rimar, son versos libres. Los versos son de ocho sílabas, aunque hay algunas variantes, como el del duque de Rivas que se pone como ejemplo, en muchas antologías, de romance endecasílabo o heroico, ese que decía que «Entran de dos en dos en la estacada…». Poesía popular por excelencia, con vocación narrativa, de cadencia sosegada, rica y a la vez sencilla, adoptada y adaptada por la lengua de Castilla.
Ramón Menéndez Pidal aplicó al Cantar de Mío Cid un poderoso y nuevo método histórico-crítico, que le llevó a propugnar su neotradicionalismo, según el cual los romances tienen su origen antiguo en fragmentos de cantares de gesta que, al repetirlos oralmente muchas veces, se volvieron conocidos de todos, formando parte del acervo colectivo, y luego, en el siglo XV, se comenzó a transcribirlos, surgieron los romanceros, como se llamó a los libros de romances, por ejemplo, el de Hernando del Castillo, y otro fechado en el año 1525.
El romance más antiguo del que noticia se tiene, copiado en un cartapacio en 1420, es el que empieza diciendo por boca de una mujer: «Gentil dona, gentil dona, / dona de bell paresser, / los pies tingo en la verdura / esperando este plazer». Unos años posterior, el Cancionero de Rennert, que está en el British Museum, en sus páginas ofrece las versiones manuscritas de algunos romances breves. Ya en el siglo XVI, en su año 47, se publica el Cancionero de Romances en Amberes, que propició que surgieran, en el siglo XVII, los poetas romancistas, que llegaron hasta el XX.
Juan Ramón y Federico García Lorca, Machado y Unamuno, entre otros, el romance cultivaron. Es mundialmente famoso el Romancero gitano («El jinete se acercaba / tocando el tambor del llano», escribía Federico en su Granada), y Machado, en su Campos de Castilla, tiene un romance llamado La tierra de Alvargonzález, que es su poema más largo, porque, como buen romance, más que poema es relato («En la laguna sin fondo / al padre muerto arrojaron. / No duerme bajo la tierra / el que la tierra ha labrado», nos cuenta con la voz llana del pueblo Antonio Machado).
Y aunque algunos piensen que la rima está superada y el verso libre se impone, se impone la rima blanca, el romance sigue vivo, hoy, en la copla cantada: la cuarteta de romance con ropaje musical y fuego en las entretelas, en la que lo popular y lo culto se confunden en una misma sustancia. Como dice otro Machado, Manuel, en versos del alma:

Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.
Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.

¿Has observado, lector o lectora, que este artículo es un romance apaisado? Al leerlo de corrido, no se nota; sin embargo, si lo leyeras con ritmo, haciendo cada ocho sílabas una pausa, un corte fino (/), se volvería un poema sin alterar su sentido. Lo que demuestra —o lo muestra, cuando menos— cuan vecino el romance es de la prosa, su talante narrativo. Y nos ayuda a entender la razón del formalismo de escribir las poesías en columnas. Esto dicho, te dejo, caro lector o lectora, me despido con la esperanza de que al menos te hayas reído.

miércoles, 22 de abril de 2020

"En favor de Pérez Galdós" por Mario Vargas Llosa


Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor, tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan confuso. Es también un valiente. Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable.
En la muy civilizada polémica que tuvo sobre Benito Pérez Galdós hace algún tiempo con Antonio Muñoz Molina, Cercas dijo que la prosa del autor de Fortunata y Jacinta no le gustaba. “Entre gustos y colores, no han escrito los autores”, decía mi abuelo Pedro. Todo el mundo tiene derecho a sus opiniones, desde luego, y también los escritores; que dijera aquello en el centenario de la muerte de Pérez Galdós, cuando toda España lo recuerda y lo celebra, tenía algo de provocación. A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años lo oculté. Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo (que a mí me gustan tanto). Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó su manuscrito, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide (se arrepintió el resto de su vida de este error). Todo esto para decir que, en aquella polémica, estuve al lado de Muñoz Molina y en oposición a mi amigo Javier Cercas.

Había nacido en Las Palmas de Gran Canaria, el 10 de mayo de 1843, hijo del teniente coronel Sebastián Pérez, jefe militar de la isla, que, además, tenía tierras y varios negocios a los que dedicaba buena parte de su tiempo. Tuvo 10 hermanos y la madre, doña María de los Dolores de Galdós, de mucho carácter, llevaba los pantalones de la casa. Ella decidió que Benito, quien, al parecer, enamoraba a una prima que a ella no le gustaba, se viniera a Madrid cuando tenía 19 años a estudiar Derecho. Benito le obedeció, vino a Madrid, se matriculó en la Complutense, pero se desencantó muy rápido de las leyes. Lo atrajeron más el periodismo y la bohemia madrileña —la vida de los cafés donde se reunían pintores, escribidores, periodistas y políticos— y se orientó más bien hacia la literatura. Lo hizo con un amor a Madrid que no ha tenido ningún otro escritor, ni antes ni después que él. Fue el más fiel y el mejor conocedor de sus calles, comercios y pensiones, sus tipos humanos, costumbres y oficios, y, por supuesto, de su historia.Creo injusto decir que Benito Pérez Galdós fuera un mal escritor. No sería un genio —hay muy pocos—, pero fue el mejor escritor español del siglo XIX, y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua. En aquellos tiempos en España o América Latina era imposible que un escritor viviera de sus derechos de autor, pero Pérez Galdós tuvo la suerte de tener una familia próspera, que lo admiraba y que lo mantuvo, garantizándole el ejercicio de su vocación y, sobre todo, la independencia, que le permitía escribir con libertad.
Hay fotos que muestran la gran concentración de madrileños el día de su entierro, el 5 de enero de 1920, que acompañaron sus restos hasta el cementerio de la Almudena; al menos treinta mil personas acudieron a rendirle ese póstumo homenaje. Aunque todos aquellos que siguieron su carroza funeraria no lo hubieran leído, había adquirido enorme popularidad. ¿A qué se debía? A los Episodios nacionales. Él hizo lo que Balzac, Zola y Dickens, por los que sintió siempre admiración, hicieron en sus respectivas naciones: contar en novelas la historia y la realidad social de su país, y, aunque sin duda no superó ni al francés ni al inglés (pero sí a Émile Zola), con sus Episodios estuvo en la línea de aquellos, convirtiendo en materia literaria el pasado vivido, poniendo al alcance del gran público una versión amena, animada, bien escrita, con personajes vivos y documentación solvente, de un siglo decisivo de la historia española: la invasión francesa, las luchas por la independencia contra los ejércitos de Napoleón, la reacción absolutista de Fernando VII, las guerras carlistas.
Su mérito no es haberlo hecho sino cómo lo hizo: con objetividad y un espíritu comprensivo y generoso, sin parti pris ideológico, tratando de distinguir lo tolerable y lo intolerable, el fanatismo y el idealismo, la generosidad y la mezquindad en el seno mismo de los adversarios. Eso es lo que más llama la atención leyendo los Episodios: un escritor que se esfuerza por ser imparcial. Nada hay más lejos del español recalcitrante y apodíctico de las caricaturas que Benito Pérez Galdós. Era un hombre civil y liberal, que, incluso, en ciertas épocas se sintió republicano, pero, antes que político, fue un hombre decente y sereno; al narrar un período neurálgico de la historia de España, se esforzó por hacerlo con imparcialidad, diferenciando el bien del mal y procurando establecer que había brotes de los dos en ambos adversarios. Esa limpieza moral da a los Episodios nacionales su aire justiciero y por eso sentimos sus lectores, desde Trafalgar hasta Cánovas, gran cercanía con su autor.
Escribía así porque era un hombre de buena entraña o, como decimos en el Perú, muy buena gente. No siempre lo son los escritores; algunos pecan de lo contrario, sin dejar de ser magníficos escribidores. El talento de Pérez Galdós estaba enriquecido por un espíritu de equidad que lo hacía irremediablemente amable y creíble.
Se advierte también en su vida privada. Permaneció soltero y sus biógrafos han detectado que tuvo tres amantes duraderas y, al parecer, muchas otras transeúntes. A la primera, Lorenza Cobián González, una asturiana humilde, madre de su hija María (a la que reconoció y dejó como heredera), que era analfabeta, le enseñó a escribir y leer. Sus amoríos con doña Emilia Pardo Bazán, mujer ardiente salvo cuando escribía novelas, son bastante inflamados. “Te aplastaré”, le dice ella en una de sus cartas. No hay que tomarlo como licencia poética; doña Emilia, escritora púdica, era, por lo visto, un diablillo lujurioso. La tercera fue una aprendiz de actriz, bastante más joven que él: Concepción Morell Nicolau. Pérez Galdós apoyó su carrera teatral y el rompimiento, en el que intervinieron varios amigos, fue discreto.
Su gran defecto como escritor fue ser preflaubertiano: no haber entendido que el primer personaje que inventa un novelista es el narrador de sus historias, que éste es siempre —personaje o narrador omnisciente— una invención. Por eso sus narradores suelen ser personajes “omniscientes”, que, como Gabriel Araceli y Salvador Monsalud, tienen un conocimiento imposible de los pensamientos y sentimientos de los otros personajes, algo que conspira contra el “realismo” de la historia. Pérez Galdós disimulaba esto atribuyendo aquel conocimiento a los “historiadores” y testigos, algo que introducía una sombra de irrealidad en sus historias; pasaban, a la larga, desapercibidos, pero sus lectores más avezados debían de adaptar su conciencia a aquellos deslices, después de que Flaubert, en las cartas que escribió a Louise Colet mientras hacía y rehacía Madame Bovary, dejara claro esta revolucionaria concepción del narrador como personaje central, aunque a menudo invisible, de toda narración.

martes, 21 de abril de 2020

"Unamunícese" por Carlos Mayoral


Querido lector intelectualoide, le traigo un consejo: unamunícese. Odie, falte, sea desagradable. Si alguien aparece por sus reflexiones, por sus análisis, por sus tribunas, por sus ensayos, haga lo que haría don Miguel de Unamuno y Jugo con él: descuartícelo. ¿Que se trata de un amigo? No importa, más confianza para estamparle sus debilidades a la cara. ¿Que ya no le quedan amigos? Estupendo, ha cumplido con el objetivo de este texto. En cualquier caso, insisto, clave usted el pendón del yo en las tertulias, no deje títere con cabeza en los cafés del centro, déjeles claro a sus alumnos que su cociente intelectual es superior, monte una masacre en cada prólogo. Pero no lo haga por simple carnaza para el ego, sino como condición indispensable para alcanzar la puerta de la sabiduría. Odie como odió Unamuno.
Es cierto que nuestras acomodadas posiciones del siglo XXI no animan a forjar ese carácter huraño, pero debemos esforzarnos. Unamuno lo había hecho en las tripas del XIX, bajo los bombardeos guerracarlistas contra el Bilbao sitiado de su infancia. Desde entonces, ya no le abandonó. Ya sin el estruendo de los proyectiles liberales y sin el ruido de los asaltos carlistas, Unamuno abandonó su querido País Vasco para recalar en Madrid con el objetivo de estudiar Filosofía y Letras primero, y de sacar adelante unas oposiciones a la cátedra de Románicas en la Universidad Central de Madrid después. A don Miguel, por supuesto, ese Madrid ruidoso y vivo le resultó despreciable. Aquellas oposiciones (que perdió, por cierto, contra un joven desconocido llamado Menéndez Pidal) las preparó junto a otra mente brillante: el granaíno Ángel Ganivet. Cuentan que, visitando ambos la ciudad de la Alhambra, un Unamuno ya residente en Salamanca sugirió: «Mi cátedra por no volver a escuchar una guitarra». La hurañía ya estaba lo suficientemente macerada como para sacudirse a sus doctos parásitos.
Así que, lector, busque usted hurañizarse cuanto antes según el ejemplo unamuniano. Si lo que desea es limpiarse de sus compañeros de patria chica para poder escapar al universalismo reinante, fíjese en cómo Unamuno hizo lo propio con Sabino Arana, paisano con quien había tenido ya sus disputas a propósito del supuesto españolismo de don Miguel. Así que este, aprovechando el adjetivo «maquetos» que Arana le había colocado al resto de españoles, llegó a asegurar: «Sabino Arana, aunque no de talento, carece en absoluto de sentido histórico, a pesar de las historias de que tiene atiborrada la mollera, y se muestra en sus escritos ayuno por completo de cultura científica en cuestiones sociales». Pero no solo del problema vasco podrá alimentarse su misantropía. Si quiere hacerlo con asuntos literarios, hágalo como dicta el precepto unamuniano: císquese primero en los poetas, soldados del género canónico. El propio Miguel lo hizo con Rubén Darío, el versificador más famoso del momento. Fue Unamuno quien difundió la burla que afirmaba que Darío tenía buena pluma, pero buena pluma de indio. Valle-Inclán recogió la susodicha burla y la convirtió en carne de imaginario, hasta que todo el mundo terminó por conocerla. Pero no se quede ahí. Abra fronteras. Unamuno lo hizo y también cargó contra el maestro de Darío, Paul Verlaine, de quien le parecía infumable su musicalidad: «La columna de humo se disipa entera / algo que no es música es la poesía».
A la hora de unamunizarse, procure cambiar de género. Váyase al teatro, por ejemplo, y odie a todos allí. Hablaba este texto poco antes de Valle-Inclán, cómplice de Unamuno en su guerra contra Darío y espada de la reforma teatral del XX con su esperpento. Pues bien, cuentan que, en cierta ocasión, paseaban Baroja y el bilbaíno por Madrid cuando se encontraron con el gallego. Fue tal la discusión entre Unamuno y Valle, por lo visto a cuenta del auge del alejandrino en la poesía modernista, que cuando esta hubo terminado, con don Ramón María a punto de desenfundar el bastón en varias ocasiones, Baroja se encontró solo ante la huida de los dos escritores. Y si con el teatro no se contenta su odio, pásese a la novela, género popular por excelencia. Nuestro prócer Unamuno odió a los dos más grandes del momento. Del propio Pío llegó a decir que deseaba recibir sus obras completas, pero, a ser posible, encuadernadas con su propia piel. Y con el otro gigante del momento, más icónico si cabe, don Benito Pérez Galdós, no fue más simpático: «Es un novelista inferior a otros de su tiempo como Pardo Bazán o Blasco Ibáñez, y su único mérito fue la laboriosidad con fines económicos».
Sea rancio con todos aquellos que osen pasearse por su capacidad analítica como así hizo don Miguel. Haga que sufran las consecuencias. Si este análisis incluye política, pues política toca. En ese plano sufrieron su mordacidad Alfonso XIII («pretoriano imperialista»); Primo de Rivera padre, quien lo desterró a la por entonces perdida isla de Fuerteventura; Azaña, al que tildó de «monodialoguista»; y por supuesto Millán Astray, de cuya polémica con el vasco quieren retirar los historiadores la frase que sí le otorgó la historia: «Venceréis, pero no convenceréis». Y no se olviden de odiar también en el plano filosófico. De hecho, dentro de este decálogo del odio unamuniano, me he reservado el último apartado para su más enconado enemigo: don José Ortega y Gasset. Con él discutió durante años, con dardos certeros desde la tribuna del periódico de turno, defendiendo (en palabras de Joaquín Costa) el africanismo frente al europeísmo de Ortega, y más tarde obviando la ciencia extranjera —que tanto remarcó el filósofo madrileño— para elevar la mística y la metafísica hispánicas. Para Unamuno, no solo se alcanza la sabiduría inventando ferrocarriles o haciendo lucir bombillas, a la manera europea; también se alcanza la sabiduría a través de la lúcida irracionalidad del Quijote, por ejemplo, exclusiva de esta tierra celtíbera. El vasco cerraría su polémica con el madrileño propinándole el que para mí es el mejor insulto de los aquí expuestos: «Bachiller Carrasco del regeneracionismo europeizante».
Así que, querido lector, unamunícese cuanto antes. Unamunicémonos todos, de hecho. Recluyámonos en la cárcel de nuestras propias reflexiones, odiemos, faltemos, seamos desagradables. Visto lo visto, es la única manera de acceder a la puerta trasera de la más alta inteligencia.

sábado, 21 de marzo de 2020

"Miedo al Quijote" por Andrés Trapiello


Hay tres maneras más o menos fiables de saber si alguien ha leído o no el Quijote
Se refiere uno, claro, a personas que por una u otra razón muestran algún interés por la lectura, se trate de un best seller, de una novela de Baroja o de En busca del tiempo perdido. Plantear esta cuestión entre quienes no leen nunca ninguna clase de libros no tiene ningún sentido. 
La primera de estas maneras de saber si alguien ha leído o no el Quijote suele tener lugar en ambientes de cierta confianza o intimidad, entre personas cercanas, colegas, parientes o amigos. Sucede cuando alguien, en un arranque de sinceridad, admite: «Yo no he leído el Quijote». 
Por lo general esta confesión no suele ser ni arrogante, ni presuntuosa, ni cínica. No es habitual que alguien añada que no lo ha leído «porque es un libro que no me interesa absolutamente nada» o «porque no voy a perder el tiempo en un libro lleno de notas» o algo parecido. Al contrario, quien admite no haber leído el Quijote suele reconocer con humildad y pesadumbre que «tendría que leerlo» o que «lo he empezado muchas veces» o que «siempre que he querido hacerlo, se ha interpuesto algo».
Las dos siguientes maneras de saber si alguien ha leído o no el Quijote son también bastante elementales. 
La primera de ellas es la más frecuente: «Yo lo leí de pequeño, en el colegio. Teníamos un profesor entusiasta del Quijote, y lo leíamos en clase».
Si uno pregunta la edad en la que eso ocurría, se encuentra con que la mayoría de los que afirman haber leído el Quijote en clase, lo hicieron a edades relativamente tempranas, entre los diez y los catorce años, lo cual tiene su lógica, porque a los catorce años la subida de testosterona hace ingobernable cualquier grupo de más de una docena de púberes. Lo único probablemente que mantendría atentos y en silencio a más de treinta chicos de entre catorce y diecisiete años sería una película porno o el funeral de un amigo.
No es difícil hacer un cálculo del tiempo que se tarda en leer el Quijote. Hay una grabación, hecha por actores profesionales, cuarenta cedés, que editó Audio Libros Paloma Negra de Turner Overlook hace diez años. Dura unas cuarenta horas. Manuel Arroyo, el editor, recuerda aún las vicisitudes esperpénticas de aquellas grabaciones y cómo los actores no entendían la mayor parte de las cosas que leían, que leían muchas veces como papagayos, pero ponían tanta pasión y énfasis al hacerlo que no se nota. Es muy agradable dejarse llevar por el sonido de sus palabras, por la música cervantina, aunque a la mayor parte de los que oigan esa grabación, u otras parecidas, les sucederá lo mismo que a los actores, porque hay tantas cosas que no se entienden y el hipérbaton y los tiempos verbales son a veces tan intrincados y alejados de los nuestros, que se requerirían muchas interrupciones o vueltas atrás para saber qué han dicho y quién lo dice. Así que, finalmente, uno sigue esa lectura como cuando vamos en la popa de un barco, prendida la mirada en la estela que va dejando y las olas que se forman a su paso para desvanecerse al poco tiempo, sin saber qué deja en nosotros y en el mar ese camino.
Yo he contado las notas que hay en la edición reducida del Quijote de Rico: cinco mil quinientas cincuenta y dos. La lectura de esas notas, sin muchas de las cuales ni siquiera un lector cultivado no especialista entiende la mitad de lo que está leyendo, supongo que se puede llevar otras cuarenta horas, y si a esto añadimos las idas y venidas del texto a las notas y de las notas al texto, y las veces que a uno se le va el santo al cielo y las que tiene que reconsiderar qué es lo que estaba leyendo, podemos decir que la lectura del Quijote se puede ir a setenta o más horas, dependiendo de esas y otras circunstancias. Si se mira bien, no son muchas. Pero las horas de literatura o de lengua por curso en los planes de estudios son muchas menos que esas. Hace mucho que no tiene uno contacto con el mundo de la enseñanza, pero recuerdo que en mi época, y aun en la de mis hijos, las clases de lengua y literatura eran tres a la semana; haciendo un cálculo somero, unas, ¿cuántas, cincuenta, sesenta?, cada curso (porque es de suponer que el Quijote se lo leerían, a esos que dicen haberlo leído en clase, profesores de lengua o de literatura, y no de química o matemáticas).
Pido un poco de paciencia al lector, porque ya sabe uno que todas las operaciones de esta índole son muy aburridas. 
Estábamos en lo de que un alumno de lengua o literatura tiene unas cincuenta horas de clase por curso. Admitamos el caso de un profesor entusiasta de literatura. Admitámoslo incluso lo bastante forofo del Quijote para querer leérselo a sus alumnos cada día de clase. Es de suponer también que, además de leérselo, dedicará un tiempo a enseñarles la asignatura. ¿Ponemos, generosamente, una media hora por clase para la lectura? De esa media, lo probable es que dedique un cuarto de hora a comentar lo leído y leer las notas mientras los chicos y chicas meten ruido, se distraen, levantan la mano y gritan «profe, profe, porfa, yo» y esas y otras cosas que se dicen a esa edad. 
Bien, tenemos, pues, que siendo muy generosos en los cálculos y poniendo «de añadidura» o propina, como se dice en el Quijote, algunas horas más, andaríamos alrededor de las veinte horas al año dedicadas a la lectura del Quijote. Por tanto, para completar la lectura del Quijote en clase se necesitarían cuatro o cinco cursos.
Y todo esto, sin haber entrado en la cuestión de fondo: ¿qué es lo que uno puede entender del Quijote con doce años, y sobre todo, qué puede uno recordar a los cuarenta de lo que le leyeron a los doce, aparte del recuerdo del recuerdo y de cierto aroma que el tiempo irá desleyendo, por muy penetrante que sea, y el del Quijote lo es sin duda?
Hay también una versión adulta de todo esto: los que aseguran que lo tuvieron que leer en la universidad para un examen, en el caso de los alumnos de Filología. No está claro si leer para un examen es lo mismo que leer. Por ejemplo, el Quijote es un libro mucho más estudiado que leído y, como la mayoría de los clásicos, mucho menos leído que venerado.
En fin, uno, en principio, cree a todo el mundo, pero sabe que la mayor parte de los que aseguran haber leído el Quijote en el colegio, y aun en la universidad, y no han vuelto a leerlo desde entonces, lo han leído, en el mejor de los casos, parcialmente y, en todo caso, es como si no lo hubieran leído en absoluto, porque ya no recuerdan nada de él, fuera de esos episodios que, en España al menos, recuerdan incluso los que no lo han leído nunca: la aventura de los molinos, la de los pellejos de vino, la de Clavileño acaso, la derrota del caballero en la marina de Barcelona. Es decir, como si dijéramos que conocemos tal o cual ciudad a la que nos llevaron de niños nuestros padres y en la que pasamos unas horas, y a la que no hemos vuelto en treinta años. Nada que vaya más allá de la corteza de la letra.
¿Y por qué este comportamiento tan extraño? ¿Por qué la gente cree haber leído el Quijote o dice haberlo hecho? Seguramente porque prefieren creer lo que no sucedió nunca o no sucedió como creen, a admitir la intolerable idea de que no haya sucedido nunca. Todo antes que admitir que no han podido culminar no ya un libro, sino un acto cívico de primer orden, pues se les ha presentado a menudo el de la lectura del Quijote como un deber patriótico del tipo de la jura de la bandera o como un deber hacia la lengua que hablamos y a la que debemos la mayor parte de las cosas que tienen que ver con nuestra vida. ¿Qué menos que devolverle a la lengua que nos permite estudiar, declarar afectos, defendernos, divertirnos, comunicar nuestros pensamientos más íntimos un poco de atención y reconocimiento, leyendo una de las obras donde ella está mejor representada?
Solo quedan, en fin, los del tercer grupo, esos que aseguran que lo han leído de forma salteada… «a trozos»; todo, pero saltando de unos capítulos a otros. Sí, basta oír a alguien asegurar que él o ella lo han leído a trozos, para saber que no han leído probablemente ni la mitad de él, pero lo expresan de ese modo porque piensan que esos fragmentos les habilitan como verdaderos lectores del Quijote, tal y como sucede, por ejemplo, con una ciudad o un museo: haber visto una parte de París o unas salas del Louvre nos da derecho a decir que conocemos París o el Louvre. Haber leído una parte del Quijote nos hace del escogido y prestigiado (y heroico) grupo de sus lectores.
Yo no creo, ni mucho menos, que la gente no haya querido leer en España ni en la América hispanohablante el Quijote. Al contrario, creo que en España, y en todos los países hispanohablantes, hay millones de personas que lo han querido leer (y nadie hasta ahora, en una sociedad que hace encuestas de todo, hasta de las mayores chorradas y cada dos por cuatro, ha querido saber cuánta gente ha leído el Quijote, acaso para no llevarse un profundo chasco), hay millones, decía, que lo han querido leer y se han dado de bruces con él, con una lengua que, al que la conoce más o menos, le parece maravillosa, y al que no, ardua y difícil. El temor de reconocer y confesar que no comprenden un libro escrito en la lengua que ellos mismos creen hablar, «la lengua de Cervantes», les lleva a silenciar que no lo han leído, o a engañarse, o a mentir.
Y todo porque nadie les ha explicado aún que no han podido leer el Quijote porque este se escribió en una lengua, el castellano del siglo XVII, que no hablamos y que, a medida que nos alejamos de él, entendemos ya cada vez menos; que no es verdad que la lengua de Cervantes y la nuestra sean ya exactamente la misma. 
Esa es la razón por la que empecé a ponerlo en castellano actual hace catorce años.
Apenas se supo lo que yo había hecho, empezaron a oírse las voces, literalmente voces, de quienes lo consideraban un crimen de lesa humanidad. ¿Qué temían?
Así como el temor de los que no han leído el Quijote es muy respetable (y por respeto a ese temor ha traducido uno el Quijote con el mayor respeto), el temor de los que piensan que yo he querido acabar con el Quijote es ridículo.
Porque no cuestionan mi trabajo (que no han podido evaluar aún), sino la sola posibilidad de que nadie ponga sus manos en ese libro «sagrado».
Hubo unas cuantas polémicas en los periódicos, y en todas ellas dije lo mismo: «No se sabe por qué los alemanes, franceses, italianos, ingleses o los de cualquier otra a la que esté traducido pueden leer el Quijote en sus respectivas lenguas actualizadas —quiero decir, que un francés lo lee en el francés del siglo XXI, no en una versión del XVII, que existe, como puede leer también a Montaigne (su Cervantes) traducido al francés del XXI, si quiere, o los ingleses a Shakespeare en inglés también del XXI—, y a los españoles e hispanohablantes se les obliga a hacerlo en esa lengua que, insisto, apenas comprenden, si no es con esfuerzo y tenacidad».
Y cuando les decía que nadie les impediría seguir leyendo el Quijote en su «prístino estado», y que podrían seguir haciéndolo, se cerraban en banda con un cerrilismo bastante exasperante, como si pensaran: «no, no, aquí todo el mundo tendría que joderse y leer el Quijote y sus cinco mil quinientas cincuenta y dos notas, como hemos hecho todos», sin duda molestos de que un compatriota suyo pueda leer el Quijote con la misma soltura y gusto con los que leemos Guerra y paz o Las mil y una noches aquellos que no sabemos ni ruso ni árabe, o como se leía el propio Quijote hace cuatrocientos años, y como han de leerse las novelas… y todo lo demás.
Yo creo que el temor de los que no hayan podido leer el Quijote, queriendo haberlo hecho, quizá se disipe, porque podrán hacerlo a partir de ahora en su lengua viva, pero el de los otros no se disipará. Encontrarán razones para seguir dando la matraca y tratarán además de meter el miedo a todo el mundo para que no lean nada que no sea el Quijote tal y como apareció en 1605 y 1615 (incluso con sus mismas erratas, ¿por qué no?, o en griego, como la Ilíada, o en latín, como la Eneida, o en inglés, como Borges), porque de lo contrario sobrevendrá a la comunidad de hispanohablantes una infinidad de plagas, propias de estos tiempos degenerados en los que ya no se respeta nada. Yo a estos puedo oírles desde mi casa clamar al cielo: «¿Adónde vamos a llegar?». A esos yo les respondería: adonde ya estábamos antes, no temáis, al Quijote.