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jueves, 19 de marzo de 2020

"Gloria, pasión y muerte del soneto" por Carlo Frabetti


Llega la ancianidad y el gran sujeto
de tanta inspiración surge triunfante:
¡es la muerte que asoma en el terceto!

José María Rojas Garrido, «La vida es soneto»

Se atribuye a Giacomo da Lentini, poeta siciliano del siglo XIII, la invención del soneto, aunque es más probable que fuera el resultado de una combinatoria de estrofas simples (cuartetos y tercetos) de la que, por evolución memética, acabó emergiendo una composición dominante que, apadrinada por Dante y Petrarca, se impuso con rapidez en la floreciente poesía renacentista italiana, para reinar luego durante siglos en toda la lírica occidental.
El soneto se compone de dos cuartetos y dos tercetos de arte mayor, normalmente endecasílabos, y aunque admite ligeras variantes, su estructura canónica es ABBA ABBA CDC DCD: el primer verso rima en consonante con el cuarto, el quinto y el octavo; el segundo, con el tercero, el sexto y el séptimo; el noveno, con el undécimo y el décimo tercero; y el décimo, con el duodécimo y el décimo cuarto.
El extraordinario éxito del soneto se debe, en buena medida, a su estructura «dramática», que lo hace especialmente idóneo para expresar, de forma tan intensa como sucinta, el eterno drama de la pasión, tanto de la espiritual como de la carnal, lo que llevó al poeta colombiano José María Rojas Garrido a decir —en un soneto, naturalmente— que «la vida es soneto». En el soneto clásico, el primer cuarteto suele hacer las veces de planteamiento, y el segundo, de nudo, mientras que los tercetos ofrecen, con su comedido cambio de ritmo, un desenlace en dos tiempos: reflexión y conclusión. 
El soneto llegó a España —para quedarse— en el siglo XV, de la mano de Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, con sus «Sonetos fechos al itálico modo»; poco después fue aclimatado al castellano por Juan Boscán y Garcilaso de la Vega, y alcanzó su máximo esplendor en el Siglo de Oro.
Entre los cultivadores del soneto en lengua castellana, que fueron muchos y algunos muy buenos, destaca de forma clara —sobre todo por lo que a la cantidad se refiere— Lope de Vega, a quien se le atribuyen unos tres mil. Para alcanzar ese récord hay que escribir una media de un soneto diario durante nueve años, por lo que es razonable suponer que no todos los que salieron de la pluma de Lope obedecían a esa necesidad imperiosa de compartir las entretelas del alma de la que hablaba Rilke. Decía Jorge Guillén que hay muy pocos poetas verdaderos e incluso esos pocos lo son pocas veces. Es indudable que Lope era un poeta verdadero, pero no lo era siempre: los ejercicios de estilo y los juegos de palabras ingeniosos prevalecen a menudo en sus versos sobre la intensidad poética, como en el terceto final de uno de sus sonetos más famosos:

Espera, pues, y escucha mis cuidados,
pero ¿cómo te digo que me esperes,
si estás para esperar los pies clavados?

Es de suponer que el desmesurado Lope quería explorar a fondo las posibilidades de la poderosa composición poética llegada de Italia; pero, dada su proverbial competitividad, es probable que, de manera más o menos consciente, quisiera también colonizar el nuevo territorio literario agotando las rimas más jugosas. Y le faltó poco para conseguirlo: no es fácil escribir un soneto de corte clásico sin que ninguna de sus estrofas «suene a Lope».
Solemos pensar que el lenguaje ofrece un sinfín de posibilidades, pero no es así; su combinatoria es inmensa, pero no infinita, y si la sometemos a determinadas reglas y limitaciones, puede reducirse drásticamente. Y la rima es una limitación rigurosa, máxime en el caso del soneto, cuyos cuartetos requieren dos grupos de cuatro palabras que rimen en consonante. Veamos cuáles son estas dobles cuaternas en algunos de los sonetos más famosos de Lope:

Violante delante consonante espante – aprieto soneto cuarteto terceto
amorosos poderosos piadosos hermosos – sueño leño dueño empeño
extraño daño estaño año – decoro adoro oro toro
procuras oscuras duras puras – mío rocío desvarío frío
furioso animoso reposo receloso – esquivo vivo altivo fugitivo
haces satisfaces pertinaces capaces – agradezco merezco padezco ofrezco
embelecos secos huecos ecos – quimerista conquista alquimista vista
tuvo detuvo estuvo entretuvo – huesos presos besos impresos
bueno veneno sereno condeno – malo regalo igualo señalo
espalda falda esmeralda guirnalda – maravilla orilla humilla canastilla

Hay muchísimas palabras terminadas en «ante», entre ellas los participios activos de los verbos de la primera conjugación; y también hay bastantes terminadas en «eto», como las primeras personas del singular del presente de indicativo de los verbos terminados en «etar». Pero para muchas de las terminaciones anteriores no hay más de unas pocas decenas de candidatas aceptables, y solo disponemos de una docena de palabras terminadas en «uvo», por lo que hay pocas maneras poéticamente viables de juntar cuatro de ellas.
Dando un paso más en el camino de la esquematización, podemos clasificar los sonetos, desde el punto de vista formal, por la pareja de terminaciones de sus cuartetos. Así, los diez seleccionados serían de los tipos: ante-eto, osos-eño, año-oro, uras-ío, oso-ivo, aces-ezco, ecos-ista, uvo-esos, eno-alo, alda-illa.
Si ampliamos la muestra de diez a cincuenta sonetos, podemos hacernos una primera idea de la amplia combinatoria formal explorada por Lope:

aba-ío. aces-ezco, ada-aso, ado-eves, alda-illa, alma-ento, amo-era, ano-ales, ante-eo, ante-eto, año-oro, argas-ido, aro-elo, astes-istes, ecos-ista, edra-ada, ega-ura, ejas-osa, eles-oro, elo-ano, elva-oca, enas-ío, eno-alo, era-ece, eras-esto, erno-eres, erno-uma, ero-ida, ía-ada, ía-erra, ías-ado, ican-eza, idos-aros, ilo-aro, ipe-echo, ira-ando, iro-ando, oces-ondas, ones-eras, ora-ellos, ores-erno, osa-ones, oso-ivo, osos-eño. umbre-osas, ura-ena, ura-ojas, uras-ío, uro-anto, uvo-esos. 

Las escasas repeticiones que se observan en este centenar de terminaciones, parecen confirmar la sospecha de que Lope quiso explorar a fondo las posibilidades de la rima consonante en relación con una estructura tan exigente como la del soneto. Y es posible que él mismo empezara a notar esa sensación de escasez de recursos verbales que legó a sus sucesores, como podría desprenderse de uno de los sonetos incluidos en este breve análisis: Boscán, tarde llegamos… 
Y si Boscán y Lope llegaron tarde, ¿qué decir de los que vinieron después? No hay que olvidar que muchas rimas italianas son prácticamente iguales en castellano, por lo que incluso los primeros cultivadores españoles del soneto llegaron a un terreno ya colonizado por el dolce stil nuovo. Y si al legado italiano le añadimos los tres mil sonetos de Lope, más los de Santillana, Boscán, Garcilaso, Góngora, Calderón, Quevedo, Cervantes, Herrera, Sor Juana…, entenderemos las dificultades de los sonetistas posteriores al Siglo de Oro para llegar a ser algo más que epígonos.
El soneto murió de éxito. Un éxito fulgurante que llevó al agotamiento al amante insaciable —ora espiritual, ora carnal— en que lo convirtieron los insaciables poetas. De vez en cuando vuelve de la tumba invocado por algún viejo brujo del vudú literario, como Borges, y aún puede deslumbrarnos con su belleza ultraterrena; pero el soneto ya no es de este mundo, si alguna vez lo fue.

domingo, 5 de enero de 2020

"Un experto en hurtar datos de su vida" por Rafael Narbona


Benito Pérez Galdós hizo todo lo posible por ser un hombre sin biografía. Leopoldo Alas puso en duda que el escritor canario no tuviera más historia que la de sus creaciones artísticas: “Sí las tendrá. Pero las tiene bajo siete llaves”. Eugenio d’Ors elogió esta discreción: “Nada de ti sabemos, Galdós misterioso. Y en verdad que en este desconocimiento nuestro se cifra tu más perfecta obra de arte”. Tímido, discreto, afectuoso, apasionado con las mujeres pero con miedo al compromiso, amante de los niños y los animales, cortés, paciente y desprendido hasta la temeridad, no todos los que trataron con él lo recuerdan como una persona entrañable: “Aunque bondadosamente afable –comenta Antonio Maura–, resultaba seco, glacial, reservadísimo”. Desde su muerte en Madrid el 4 de enero de 1920, se han escrito infinidad de biografías. Hasta la fecha, la más completa y exhaustiva es la de Pedro Ortiz-Armengol (Vida de Galdós, 1995), cuya densidad narrativa evoca la atmósfera de las mejores “novelas españolas contemporáneas”. Sería injusto no mencionar el trabajo pionero de Joaquín Casalduero (Vida y obra de Galdós, 1945) y la reciente biografía de Francisco Cánovas Sánchez (Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso, 2019).
La prudencia de Galdós no le impidió ser beligerante en cuestiones sociales y políticas. En Ángel Guerra (1891), denuncia la violencia revolucionaria, pero siempre apoyaría el reformismo liberal, abogando por una modernización de España. La antipatía hacia la Iglesia Católica no se tradujo en hostilidad hacia el mensaje cristiano. De hecho, el ciclo de “las novelas espirituales” incluye personajes que rozan la santidad, como Benina, Nazarín y Halma. Reacio al matrimonio, Galdós exhibió una exquisita sensibilidad para retratar el alma femenina. Marianela es un prodigio de delicadeza; Fortunata encarna las grandes virtudes de las clases populares, como la espontaneidad, la sencillez y la dignidad; Benina absuelve los pecados, un don reservado a los ungidos por la gracia de Dios; Guillermina Pacheco es “una rata de sacristía”, pero no escatima sacrificios para ayudar a los más desfavorecidos. María Zambrano ha subrayado que Galdós fue el primer escritor español que introduce en la literatura a mujeres “ontológicamente iguales al varón”.
Benito Pérez Galdós nació el 10 de mayo de 1843 en Las Palmas de Gran Canaria. Era el menor de los diez hijos engendrados por Sebastián Pérez, teniente coronel de la fortaleza de San Francisco, y María de los Dolores Galdós. Benitín, como le llamaban de niño, disfrutó de los cuidados de sus seis hermanas mayores, estableciendo un estrecho vínculo con María del Carmen, a la que pondría el afectuoso apodo de “la sabiduría”. La casa familiar, situada en el barrio de Triana, se hallaba cerca de la costa. Benitín creció en una familia tradicional que disfrutaba de una sólida posición económica. La condición de metrópoli atlántica de la ciudad favorecía un espíritu abierto a las ideas ilustradas que circulaban por Europa y América. Galdós fue un niño aplicado y tranquilo. Armando Palacio Valdés lo describe como un chico “flacucho y débil”, que jamás descalabró a nadie. Asmático, pasó mucho tiempo en casa, contemplando la calle desde la ventana. Algunos han visto un autorretrato en el Luisito Cadalso de Miau (1888). La relación con su madre nunca fue cálida y cordial. Se ha dicho que doña Perfecta, “maestra en dominar” y de “hechura biliosa”, podría recoger algunos rasgos de Dolores, una mujer fría y devota.
Galdós acude a menudo a la biblioteca del Ateneo, donde lee y relee a Cervantes, su maestro. Frecuenta restaurantes, tabernas y merenderos populares, recopilando anécdotas. Escucha al hombre de la calle, al burgués autocomplaciente o al funcionario con miedo a ser cesado, presta atención a los giros lingüísticos de la germanía, se complace oyendo a sus contertulios del Café Universal, ubicado en la Puerta del Sol. Se matricula en la Universidad Central, cursando estudios de Derecho. Entre sus profesores está “el divino Castelar”. Compatibiliza las clases con visitas a teatros y museos. Asiste a las representaciones de ópera en el Teatro Real. Su mente en ebullición está forjando su orbe literario. Aunque alcanzará la gloria como novelista, su sueño es convertirse en dramaturgo. En 1865 se incorpora al equipo de redacción del periódico progresista La Nación. Nunca cobrará un salario, pero el periodismo le dará a conocer y adiestrará su pluma. Sus artículos manifiestan su amor a Madrid, su sincero patriotismo y su compromiso con la regeneración espiritual y política de España. No esconde que simpatiza con el krausismo y la Constitución de 1812. Se puede decir que es un digno heredero de Larra, pues deplora la ignorancia, el atraso y la incultura del pueblo español. Describe las corridas de toros como un espectáculo “bárbaro y grotesco”. Conoce a Clarín en el Ateneo, que aprecia de inmediato su talento: “No habla mucho, prefiere oír. Podría ser el escritor que restaurara la novela popular”. Durante el bachillerato, Benito destacó en lectura, dibujo y humanidades. Se aficionó enseguida a los clásicos, leyendo a Cervantes, Alejandro Dumas y Dickens. Con escasas clases, aprendió a tocar el piano y dio sus primeros pasos como dibujante con apuntes al carboncillo y pequeños cuadros al óleo. Serio y pacífico, mantuvo una relación muy cordial con sus compañeros y maestros, que le distinguieron con su afecto. En 1861 publicó sus primeras colaboraciones periodísticas, textos en prosa y en verso de carácter costumbrista. En esas piezas ya están los rasgos esenciales de su literatura: agudo sentido de la observación, inagotable imaginación, ingenio y humor, penetración psicológica, un estilo ágil, elegante y fluido sin ecos crepusculares del Romanticismo tardío. El 9 de septiembre de 1862 se desplazó a Madrid, donde se impregnó del espíritu liberal, humanista y fraterno que inspiró el Sexenio Revolucionario. Por entonces, Madrid era una ciudad pequeña con 300.000 habitantes. Había varios madriles: el cortesano (Paseo de la Castellana, barrio de Salamanca), el de las clases medias (barrio de los Austrias y Argüelles) y el de los trabajadores e inmigrantes (Embajadores, Puerta de Toledo, Arganzuela). Galdós se familiarizó con todos, dejándonos retratos imborrables de sus gentes. “La patria de este artista es Madrid –escribe Leopoldo Alas–; lo es por adopción, por tendencia de su carácter estético, y hasta me parece… por agradecimiento”.
El fracaso del Sexenio Revolucionario le produce un profundo desaliento. Durante la Restauración, se identifica con el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. También se deja influir por el positivismo y el naturalismo. El éxito de los Episodios Nacionales lo convierte en un autor famoso. Encadena un libro tras otro. A veces escribe veinte cuartillas al día. No descuida la novela. Tras La Fontana de Oro, aparecen Doña Perfecta, Gloria, Marianela, La familia de León Roch. Son las “novelas de tesis”, que según Pereda “le meten de patitas en el charco de la novela volteriana”. Galdós desearía tener fe, pero su escepticismo se lo prohíbe. No obstante, aprecia el Sermón de la Montaña, con su exaltación de la misericordia y la fraternidad.La monarquía de Isabel II se tambalea. Se suceden los pronunciamientos militares. Galdós viaja con su sobrino José a París, “una ciudad luminosa y hospitalaria”. El estallido de la Gloriosa le sorprende en Barcelona. Escribe a favor del proyecto democrático del general Prim, que aboga por una sociedad laica y liberal. Combate con el mismo fervor a los carlistas y a los republicanos radicales que pretenden dividir la nación y disolver el ejército. Cuando muere su hermano mayor Domingo, su viuda Magdalena se traslada a Madrid con sus hijos. Le acompañan Carmen y Concha, hermanas de Galdós. Todos se instalan con Benito en el número 8 de la calle Serrano. Será el núcleo estable del escritor, que le permitirá afrontar su vocación literaria con mayor confianza y serenidad. En 1871, Magdalena financia la publicación de La Fontana de Oro, la primera novela de Galdós. Centrada en los problemas de las clases medias, la obra representa la superación de las tesis románticas, que exaltaban lo heroico y subjetivo. Un año más tarde, Galdós conoce a José María Pereda, carlista y clerical. La diferencia de opiniones no será obstáculo para una amistad que solo se interrumpirá con la muerte. Empieza a gestarse el proyecto de los Episodios Nacionales. Inesperadamente, conocerá al último superviviente de la batalla de Trafalgar, “un viejecito muy simpático” que había sido grumete en el Santísima Trinidad.
A pesar del éxito, sufre problemas económicos. En la España de entonces, ningún libro pasa de los 3.000 ejemplares, y, además,Galdós no pierde la ocasión de ayudar a los amigos en apuros. Mantiene varios idilios. El más sonado con Emilia Pardo Bazán. Engendra con Lorenza Cobián una hija, María, a la que reconoce. Se compra una casona en Santander y acepta un acta de diputado. Como parlamentario no se desvía de su hábito de escuchar en vez de perorar. En 1886 aparece la primera parte de Fortunata y Jacinta, obteniendo un gran éxito. La segunda parte será recibida con el mismo entusiasmo. Viaja por Europa en compañía de su amigo José Alcalá Galiano. En 1897 ingresa en la Real Academia con un discurso sobre “La sociedad presente como materia novelable”, contestado por Marcelino Menéndez Pelayo. Galdós captó la intrahistoria de nuestro país en sus Episodios Nacionales y demostró un fino oído para reproducir las distintas voces de la sociedad de su tiempo. María Zambrano afirma que Misericordia es la mejor novela española después del Quijote. Azorín asegura que la obra de Galdós “ha revelado España a los españoles”.
Los últimos años de Galdós son tristes. Se recrudece su anticlericalismo y se aproxima a los socialistas. El estreno de Electra en 1901 provoca una auténtica conmoción. La obra es un ataque a la influencia de las órdenes religiosas en la vida política y social. Su liberalismo le cuesta el Nobel. Ciego y con el bolsillo maltrecho, su muerte moviliza al pueblo de Madrid, pero la presencia institucional es escasa. ¿Cómo trabajaba Galdós? En invierno, escribía con una capa sobre los hombros, boina azul y una manta sobre las piernas. Siempre tenía a mano un café cargado y una jarra de leche muy caliente. Mientras trabajaba, no aceptaba visitas importunas: “No estoy para nadie, ni Cristo Padre ni Dios Bendito”. Comía poco y fumaba mucho. Muchas veces, le acompañaban varios perros y gatos, rescatados de la calle. Apenas leía a sus contemporáneos.
Probablemente le hubiera gustado al escritor ser recordado con las palabras del joven Ortega Munilla: “¡Extraña amalgama de nieve y pólvora! Dios ha querido poner juntas la actividad y la calma. Su mirada es una lente fotográfica. Pérez Galdós es un sublime filósofo observador”.

lunes, 23 de diciembre de 2019

"Ni ‘Babieca’ ni ‘Tizona’: desmontando mitos sobre el Cid" por Jacinto Antón


El Cid real, el Rodrigo Díaz de Vivar histórico, no tenía dos espadas denominadas Colada y Tizona, ni un caballo que respondiera al nombre de Babieca, ni obligó nunca a jurar en Santa Gadea al rey Alfonso VI, que no había tenido nada que ver con la muerte del hermano del monarca. Sus hijas no se llamaban Elvira y Sol, sino María y Cristina, y además había un hijo varón, Diego. A las chicas tampoco las ultrajaron ni hicieron de todo los infantes de Carrión en la legendaria afrenta de Corpes tras las bodas, ni hubo batalla ganada después de la muerte. De hecho, hasta puede que nadie hubiera llamado Cid al Cid en toda su vida (aunque sí se le conocía y él firmaba como “Campeador”, de campidoctus, “señor del campo de batalla”). Pero todo eso no quiere decir que la existencia y hechos del personaje de verdad (¿Vivar, 1040?-Valencia, 1099) que dio pábulo a la leyenda no fueran extraordinarios.
Ahora, el historiador David Porrinas (Castañar de Ibar, Cáceres, 1977), investigador y profesor en la Universidad de Extremadura y un reconocido estudioso de la guerra en la Edad Media y del propio Campeador, arroja luz sobre el de Vivar en un ensayo desmitificador, tan erudito como apasionante. El Cid, historia y mito de un señor de la guerra (Desperta Ferro Ediciones, 2019), con prólogo del catedrático de Historia Medieval y acreditado cidista Francisco García Fitz, se centra especialmente en la actividad bélica de Rodrigo Díaz y lo muestra como un gran hombre de acción. Un guerrero aventurero y oportunista que se mueve con habilidad y pragmatismo extremos en la frontera difusa entre la cristiandad y el islam al frente de una hueste de tropas híbridas, compuestas por su propia mesnada y contingentes musulmanes. Un mercenario en busca de botín y señor al que servir en un mundo mestizo, en el que los reinos cristianos y las taifas musulmanas guerrean unos contra otros y todos entre sí, aliándose sin importar la religión. Y un combatiente temible que puede ser brutal (hace torturar a civiles y quemar vivo al cadí de Valencia) y que se granjea fama de invencible en la batalla.
Un personaje y un escenario, como se ve, que coinciden poderosamente con los de Sidi, la última novela de Arturo Pérez-Reverte (Alfaguara, 2019), aunque en esta hay jura, Tizona y otros mitos.
“Es muy complicado depurar al verdadero Cid histórico de la leyenda tejida a su alrededor”, explica Porrinas, que subraya que hay unas ideas fijadas durante siglos, unos clichés que cuesta desterrar, y valga la palabra. El caso, recalca, es que hay muy buenas fuentes históricas que nos permiten saber cómo era en realidad. “Es seguramente el personaje que mayor cobertura informativa recibió en su tiempo, más incluso que el propio emperador Alfonso VI. Es absolutamente excepcional disponer de tanta información de alguien del siglo XI que no era ni miembro de la realeza ni un alto cargo eclesiástico”.
Porrinas cita entre esas fuentes la Historia Roderici, contemporánea del Cid o de poco después, y las informaciones coetáneas de cronistas musulmanes que narran la conquista de Valencia (la gran realización del Campeador), algunos de los cuales incluso vivieron el asedio. Disponemos asimismo, apunta, de la carta de arras del matrimonio con Jimena y hasta de un documento firmado de puño y letra por el Cid, que signó “ego ruderico” (el trazo no es muy seguro, así que probablemente el Cid manejaba mejor la espada que la pluma).
Pese a las fuentes, continúa, “el Cantar de mio Cid, puesto por escrito a partir de versiones juglarescas entre finales del siglo XII y primeros del XIII y convertido en la obra cumbre de la literatura medieval española, establece una imagen literaria muy distinta de la histórica, pero llamada a tener mucho más éxito”. Fue, explica, el empeño de Ramón Menéndez Pidal desde 1929 en considerar el Cantar y los romances sobre el Cid fuentes históricas válidas para el conocimiento del personaje lo que ha creado tanta confusión. Por no hablar de la apropiación franquista y de la película de 1961, con Charlton Heston.
Es la del Cantar una imagen heroica, “muy cinematográfica”, con “evidentes concesiones a la sensiblería, la fantasía y el dramatismo morboso”. De los episodios más famosos para los mortales comunes de la vida del Cid, Porrinas recalca que “no hay nada de eso”, y que son todo imágenes que se forjan con posterioridad. El duelo con el padre de Jimena, por ejemplo, no aparece hasta el siglo XIV. En cuanto a la jura de Santa Gadea, no se empieza a hablar de ella hasta el siglo XIII, en una obra del historiador eclesiástico Lucas de Tuy, y sería imposible que se hubiera producido: ningún noble podía desafiar así al poder haciendo jurar a un rey.

Muerte del hijo

De Diego, el hijo del Cid, dicen las fuentes que murió luchando contra los musulmanes en Consuegra (Toledo), en 1097. “Fue un mazazo para el Cid, que perdió la esperanza de crear una línea dinástica para perpetuar su recién conquistado principado de Valencia, aunque consiguió casar bien a sus hijas” (María se desposó con Ramón Berenguer III, conde de Barcelona). En cuanto a la victoria después de muerto, atado al arzón de su caballo, señala que forma parte de la leyenda elaborada por los monjes del monasterio de Cardeña (Burgos) donde fue enterrado el Cid —luego sus restos se dispersaron— tras sacarlo embalsamado de la Valencia amenazada por los almorávides. El historiador indica que no hay pruebas de que en su época le llamaran Sidi o Cid. “La primera vez que vemos esa denominación es en el Poema de Almería, de mediados del siglo XII, donde se menciona a Rodrigo como Cid”.
Sorprende que el Cid fuera un mercenario... “Suena peyorativo, pero esa es la definición del que combate por dinero o por beneficio propio. Rodrigo, un gran pragmático, entiende que su servicio al rey Al Mutamin de Zaragoza y sus sucesores es lo mejor para cumplir su propósito último de hacerse con Valencia. No se puede entender al Campeador sin su relación de mestizaje militar, político y cultural con los musulmanes”. El historiador dice que no ha leído aún la novela de PérezReverte, del que se declara admirador. El ensayo de Porrinas y Sidi coinciden en destacar los aspectos militares del Cid, como el uso decisivo de la carga de caballería y la lanza. También en mostrar el mundo fronterizo de la Península como un escenario turbulento y sin ley, un Far West medieval.

sábado, 2 de noviembre de 2019

Galdós cumple cien años


El primer recuerdo que tengo de Galdós es neutro, Trafalgar, uno de sus episodios nacionales. Me avisó de que la novela es mucho más que la historia: una ficción que transmite vida, como no lo hacen las crónicas. Sin embargo, el aroma de esa novelita, que aún persiste en mi memoria, me dejó un no sé qué de antiguo, un no sé qué de tramoya al aire.
Fue mucho después cuando percibí el verdadero vigor del canario. Las lecturas de Fortunata y Jacinta, Tormento, Miau y Misericordia me descubrieron un Galdós moderno, notario de un mundo burgués decadente y alejado del lenguaje oxidado de Valera, Pereda y muchos de sus contemporáneos. Galdós es Dickens, es Dostoyevski, es Clarín, es Balzac. Y todo esto es decir mucho, mucho. Galdós cae bien (es anticlerical), es un tipo que pocas veces aparece en sus novelas y, a pesar de su invisibilidad, simpatiza con el lector.
 Se le critica por su falta de estilo y es esa crítica la que lo eleva. Es muy difícil no encumbrarse cuando se tiene delante una página en blanco y todavía más contar algo sin dejar un rastro de baba. He vivido más de cerca el Madrid del siglo XIX en sus novelas que en la mayoría de los viajes reales que he hecho al Madrid del siglo XX y XXI. Y las he vivido en un transporte donde no se veía al conductor.  
Don Benito es garbancero, sí, como quisieron afeárselo Valle y Umbral. Equivocaban el tiro. No se puede criticar a un escritor por hacernos percibir el sabor de un cocido o de un chocolate de jícara, a no haber por medio un ánimo elitista, muy habitual entre nuestra élite intelectual. Y he disfrutado tanto o más de Umbral y de Valle como de Galdós, pero subyace en ese menosprecio un qué sé yo de pedantería, de esnobismo, que me los hace, en esa crítica, antipáticos.
Galdós tiene el aura de Homero, los dos son vates ciegos que le dieron voz limpia a sus edades: el griego es mar, lorigas y dioses; el canario, Madrid, chalinas y adulterios.          

viernes, 1 de noviembre de 2019

"Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso" por Rafael Narbona



La imagen de Galdós (1843-1920) ya forma parte de la historia de España. Ataviado con un abrigo de paño grueso, chalina o bufanda al cuello, una gorra de lana y un bastón recio, su estampa decimonónica se pasea por la memoria colectiva, invocando el Madrid castizo, la Guerra de Independencia, las conspiraciones liberales y las insurrecciones carlistas. Patriota, humanista y solidario, Galdós inspira simpatía casi sin esfuerzo. “Jornalero de las letras”, según sus propias palabras, su ética del trabajo le permitió elaborar una vasta obra que recrea los grandes acontecimientos de la historia y las humildes peripecias de la existencia cotidiana. Fumador empedernido, amante de los animales y particularmente afectuoso con los niños, su carácter tolerante y bondadoso le permitió cultivar la amistad con espíritus de convicciones opuestas, como José María Pereda y Marcelino Menéndez Pelayo. Su republicanismo, que incluyó severas críticas a la monarquía, no le impidió solicitar una entrevista con Isabel II. La reina accedió y, tras el encuentro, Galdós compuso un retrato benévolo, afirmando que siempre había actuado de buena fe, pero con escaso tino: “La nación era para ella una familia”. Era una forma de decir que carecía de visión de Estado. Años más tarde, escribió su necrológica, mostrándose aún más indulgente: “Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo”.

Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso, del profesor, investigador e historiador Francisco Cánovas Sánchez (1949), nos ofrece un retrato muy humano de un autor que preservó su intimidad con extremo rigor. Cánovas Sánchez no incurre en la bellaquería de airear trapos sucios y, en ningún momento, rebaja la estatura del personaje. Tampoco lo idealiza. Se atiene a los hechos con escrupuloso buen gusto. Galdós siempre fue reacio a hablar sobre cuestiones personales, pero esa omisión es irrelevante en una trayectoria que adquirió desde muy temprano una clamorosa dimensión pública. Sin pretenderlo, el escritor se convirtió en la conciencia nacional de un país convulso. Laico, liberal y republicano, condenó con la misma contundencia la impaciencia revolucionaria y el tradicionalismo intransigente. En su juventud, apostó por la emergente clase media. La renovación de sociedad española sólo sería posible mediante una burguesía que liderara un cambio progresivo y realista. En sus últimos años, decepcionado por el conformismo burgués, apeló al pueblo, pero sin incitar a la revuelta. Admirador del krausismo, siempre creyó que la educación era la herramienta más eficaz para cualquier transformación social. El porvenir debía construirse con pedagogía y no con violencia.

Galdós era anticlerical. Opinaba que la iglesia se había aliado con el ejército y los caciques para consolidar sus privilegios. Lejos de practicar la caridad, los sacerdotes manipulaban las conciencias. El desdén por los “agrestes clérigos” no implicaba hostilidad hacia el legado cristiano. No creía en Dios. La duda había echado raíces en su interior, ensombreciendo su ánimo: “Pereda no duda, yo sí. Él es un espíritu sereno; yo, un espíritu turbado, inquieto”. A pesar de eso, contemplaba con simpatía la figura de Cristo. Nazarín y Benina son cristianos auténticos. Viven para los demás, perdonando toda clase de agravios. Austero y discreto, Galdós se aproxima al ideal de santo laico, con una existencia ejemplar y comprometida con los más débiles. Cuando unos pintores destruyeron los nidos de golondrina de San Quintín, su residencia de Santander, lamentó que se tratara así a unas criaturas “tan buenas, leales y consecuentes”. Las golondrinas volvieron a anidar en balcones y cornisas, provocando su regocijo. A pesar de su aversión a la tauromaquia, se hizo muy amigo del matador “Machaquito” y su hija Rafaelita, a la que trataba con muchísima dulzura. El Bachiller Corchuelo, pseudónimo del periodista Enrique González Fiol, escribió: “Los niños le adoran; […] por su ternura es digno de ser abuelo”. Sus problemas con su madre, fría y autoritaria, mantuvieron a Galdós alejado del matrimonio. Mantuvo varios romances, el más sonado con Emilia Pardo Bazán, pero no fue un donjuán. Jamás se desentendió de la suerte de sus amantes y reconoció a su única hija, María, concebida con Lorenza Cobián. Hacia el final de su vida, cuando ya disfrutaba de fama y reconocimiento, se lanzó a la aventura política, luchando por el entendimiento entre republicanos y socialistas. Su salud ya había comenzado a declinar, particularmente la de sus ojos, cada vez más fatigados y reacios a la luz, pero consideró que su obligación era implicarse en la modernización de España. Su compromiso le costó el Nobel, pues los sectores más conservadores se movilizaron para evitar que le concedieran el galardón.
Cánovas Sánchez aborda todas las facetas de Galdós, destacando aspectos poco conocidos por el gran público, como su pasión por el dibujo, la arquitectura y la música. Buen dibujante y aceptable pianista, escribió críticas de exposiciones de arte y crónicas de representaciones operísticas. Se opuso a la pintura histórica, reclamando a los artistas que prestaran más atención a la vida contemporánea. No se sintió atraído por el clasicismo, sino por la humanísima imperfección de los modelos de Leonardo, Van Dyck y Andrea del Sarto, con sus bocas torcidas y sus narices aplastadas. La biografía de Cánovas Sánchez pertenece al terreno de la alta divulgación: fluida, amena, elegante y rigurosa. El capítulo dedicado a la relación de Galdós con Santander es particularmente emotivo. Entristece saber que la dictadura franquista desdeñó el legado del escritor, lo cual provocó –entre otras cosas– que la Universidad de Harvard adquiriera el manuscrito de Fortunata y Jacinta. Galdós no se hizo rico con su obra. Tuvo que trabajar hasta la vejez, dictando sus últimos libros, pues sus ojos enfermos lo recluyeron en una cruel penumbra. En 1914, La Esfera entrevista al escritor. El redactor no oculta su indignación. “Es el patriarca, el maestro, el padre espiritual de todos los escritores jóvenes”, pero su aspecto se corresponde con “la visión horrible del menesteroso”. Encorvado, casi ciego y con el gabán desgastado, su timidez acentúa su fragilidad. El coloquio finaliza con un lamento de La Esfera, que había apoyado su candidatura al Nobel: “¡Nuestra tristeza ha sido profundísima!”. Galdós aún tiene tiempo de manifestar su apoyo a la causa aliada, pero su salud empeora. Atendido por Gregorio Marañón, muere en la madrugada del 4 de enero de 1920. El traslado de sus restos al cementerio de La Almudena suscita un homenaje multitudinario del pueblo de Madrid, pero la presencia institucional es puramente testimonial. “La España oficial, fría, seca, protocolaria –escribe José Ortega y Gasset– ha estado ausente en la unánime demostración de pena”. No creo que a Galdós le hubiera dolido mucho, pues su pluma siempre estuvo al servicio de las clases populares.
¿Se ha pasado la época de Galdós? En absoluto. Galdós fue un pionero. Promovió la emancipación de la mujer, la democracia y el laicismo. “Es nuestro contemporáneo”, asegura Cánovas Sánchez. “Me inclino ante el maestro”, escribió Valle-Inclán. Habría sido más justo decir: “¡Me quito el cráneo!”. Don Benito no fue “un garbancero”, como se apunta con malicia en Luces de bohemia, sino el mejor discípulo de Cervantes –sus personajes “vivirán siempre como él los echó al mundo” (Sainz de Robles)- y un cronista extraordinario de la historia de España. En tiempos revueltos, conviene releerlo, pues nos da una lección de convivencia, tolerancia y amor al prójimo.

martes, 15 de octubre de 2019

"Don Quijote, liberado" por José Manuel Fajardo


La literatura triunfa cuando consigue incorporar a un personaje de ficción a la galería de los seres humanos de carne y hueso. Son personajes que se vuelven referencias cotidianas. Tan reales como cualquiera de nosotros, pues bien podemos decir que somos solitarios como Robinson, enamorados como Romeo, luchadores como Sandokán, viajeros como Ulises, o locos soñadores como don Quijote. Más allá del estilo, del arte de la palabra, incluso cuando ese arte pueda presentar fallas, una obra literaria se consagra fundamentalmente al consagrar al personaje que crea. ¿Qué decir entonces cuando a esa capacidad de dar vida a una criatura de ficción se unen un lenguaje extraordinario y una estructura narrativa inteligente y original? Bueno, a eso es a lo que llamamos una obra maestra. Y ese es el caso de El Quijote: un libro que ha alcanzado el unánime reconocimiento mundial y es considerado no solo la más alta expresión de la literatura en lengua española sino también la obra fundadora de la novela moderna.
En su caso, ese calificativo de obra maestra viene certificado por el más severo juez: el tiempo. En realidad, una obra puede considerarse realmente maestra (obviando los comentarios apasionados de los coetáneos, que suelen apresurarse a declarar como tales obras que luego no resisten el paso del tiempo) cuando goza ya de una vida más que centenaria. Es decir, cuando su valor no responde a la percepción de un momento histórico concreto sino que ha sido reconocido por sucesivas generaciones o ha sido recuperado del olvido por los lectores del futuro.
El asunto es que ese reiterado reconocimiento y su definitiva entronización como obra de referencia, significa también la entrada de la obra en cuestión en lo que podríamos llamar el Museo de la Literatura. El canon. Un honor, sin duda, pero también un riesgo: el de quedar convertida en pieza de museo, es decir, en algo hermoso pero muerto. Y ahí está el problema, pues precisamente la maestría de una obra radica en su capacidad de generar diálogo con la vida. La gran literatura se avecina a la vida, tiene ansia de vida. Su conversión en pieza de museo de alguna manera la traiciona y la niega.
Y el efecto más negativo de esa consagración es que, al convertir la obra esencialmente en objeto de estudio académico, la saca de la dimensión placentera que la vio nacer. El caso de El Quijote es en este punto casi escandaloso. Cervantes escribió su novela con la declarada intención de hacer reír a los lectores, de divertirles, enredándolos en su laberinto de historias a la vez que desgranaba su pensamiento. Pero El Quijote se ha convertido con el paso de los siglos en libro de obligada lectura y estudio escolar, y está sometido a un discurso académico que muchas veces cae en la pedantería, que es la perversión kitsch de la inteligencia y que en muchas ocasiones, a fuerza de piruetas retóricas, acaba rayando en la pura tontería. Recuerdo el horror que me inspiraba su obligada lectura en mi infancia: era como una de esas visitas infantiles a lejanas tías abuelas que apenas uno conoce y con las que no se tiene nada en común. Me resultaba ajeno e incomprensible, me olía a viejo.
Me llevó años descubrir el placer de la lectura de las aventuras de don Quijote y solo lo logré cuando por fin me olvidé de admirarlo y fui capaz de dejarme seducir por su historia y su lenguaje. Es decir, cuando lo bajé del pedestal y lo saqué en mi cabeza de ese Museo de la Literatura que tiene tanto de celda.

La primera tarea, pues, que todo lector debe emprender cuando toma en sus manos una obra maestra es liberarla del docto y atosigante amor de sus exégetas. Sacarla de los pañales que la asfixian. Abrir las ventanas del cuarto donde cría moho y dejar que entre por ella la vida a chorros. ¿Qué vida? La del propio lector. Porque es el lector quien nutre de vida los libros. Es en el espejo de su mirada en el que la literatura se cumple, más allá del momento de la escritura, pues esta no deja de ser una propuesta, una invitación, un navío de palabras a bordo del cual lanzarse a la aventura. Sin embargo, los paisajes que atraviesa el barco imaginario que el escritor lanzó a los mares de la vida son los de la existencia y de la memoria de cada uno de sus lectores. Por eso ningún libro es igual para todos los que lo leen. Hay tantos El Quijote, tantos Cien años de soledad, tantos Olvidado rey Gudú, tantas Rayuela, tantas La Regenta, como personas los han leído.
Dentro de esa infinidad de lecturas de cada libro, adquieren especial relieve aquellas que realizan otros escritores. Porque ese lector privilegiado e inquieto que es cada escritor se nutre a su vez de la escritura de los otros y, en particular, de aquellos autores que son las grandes referencias de la literatura. Por eso en el espejo de la figura de don Quijote se han mirado muchos otros autores a lo largo de estos cinco siglos. Desde Laurence Sterne y Diderot hasta García Márquez. Las huellas de los personajes de Cervantes se encuentran en las más diferentes culturas. Resuenan en las páginas del checo Jaroslav Hašek y su valeroso soldado Švejk. Y en las andanzas de los británicos protagonistas de Los papeles póstumos del Club Pickwick, de Charles Dickens. Hay un corazón cervantino en los hijos de la medianoche del nacimiento de la India, que retrata Salman Rushdie. Y en las pedantes elucubraciones que Flaubert atribuye a los franceses Bouvard y Pecuchet. También en la locura arbórea del barón rampante de Italo Calvino. Y, por supuesto, en el formidable diálogo con la obra cervantina que es La vida de Don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno.
Bien puede decirse que cada época ha hecho su propia lectura de El Quijote y que dicha lectura nos dice mucho de la sociedad de ese momento. La generación de 1898 hizo de la enjuta figura del hidalgo soñador un símbolo del afán regenerador de una España en crisis en la que la idea de libertad seguía pareciendo cosa de locos. ¿Cuál será la lectura quijotesca de nuestros temibles tiempos, de estos balbuceantes y sangrientos inicios del siglo XXI en los que el odio y la solidaridad libran un pulso tan desigual que hasta se ha llegado a acuñar un insulto, “buenista”, que trata a la bondad no como virtud sino como debilidad?
La respuesta seguramente se está construyendo colectivamente en estos mismos momentos. La están dando aquellos escritores que hoy se atreven a soñar y a intentar dar vida a nuevas criaturas de ficción, y todos aquellos lectores que de nuevo visitan las páginas de Miguel de Cervantes y se embarcan en las aventuras de su criatura, con ojos inevitablemente nuevos, pues son los nuestros, nuestros ojos del presente, los mismos ojos que se fatigan ante la pantalla de un ordenador o se extasían ante las maravillas que nos traen los imágenes que los satélites nos envían desde otros planetas.
Lo apasionante, lo hermoso, lo increíble es que al releer las peripecias de aquel hidalgo loco que recorría las tierras de España creyéndose un caballero andante y empeñado en hacer verdad sus ideales, uno siente que, de alguna manera, la voz del Quijote atraviesa la barrera del tiempo para hablarnos directamente, para nombrar también nuestro mundo, para recordarnos que…

“la libertad es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre. Por la libertad puede y debe aventurarse la vida”.

y también que:

“los oficios mudan las costumbres, y podría ser que viéndoos gobernador no conocieseis a la madre que os parió”.

Sin duda, don Quijote sigue bien vivo.

domingo, 22 de septiembre de 2019

"Unamuno: agonía y contradicción" por Andrés Trapiello



La única virtud que no tuvo don Miguel de Unamuno fue el humor, carecía de él por completo. En un hombre que escribió uno de los ensayos más originales sobre la vida de don Quijote y Sancho puede resultar extraño, pero no: el humor fue cosa de Cervantes más que de don Quijote, y Unamuno creyó siempre más en don Quijote que en Cervantes, al que se pasó la vida (genio y figura) enmendándole la plana. ¿Tenía razón Unamuno? En esto yo creo que no, porque ni don Quijote ni Sancho son concebibles sin la mirada, humanidad y humor de Cervantes. Don Quijote podía no tenerlo, pero Cervantes lo dotó de esa vis cómica muy parecida a la de Buster Keaton, que resulta hilarante apenas asoma su faz equina en la pantalla. Así sucedió con don Quijote y su traza estrambótica: no había rincón del orbe en el que su sola mención o su triste figura no moviera al regocijo de las gentes.

Quitando esta pequeña tacha, uno solo ve en Unamuno virtudes literarias y humanas colosales. Nadie en España se le pudo comparar en su época, y eso tratándose del segundo siglo de oro de la literatura española es portentoso. Y en Europa lo mismo, codeándose de igual a igual con los pensadores más influyentes, de Bergson a Croce, de Russell a Husserl. Una novela como Niebla puede que no sea superior a las de Valle-Inclán o Baroja, pero no es inferior a la mejor de cada uno de ellos, y lo mismo diríamos de los poemas de Unamuno en relación a los de Darío, Machado o Juan Ramón Jiménez. Sus libros de viajes están a la altura de los de Azorín y leemos sus ensayos con tanto o mayor provecho que los de Ortega, al que aventajó en la concepción misma de la filosofía como la alianza nietzscheana de pensamiento y poesía (a Ortega diríamos que le estorbaba la poesía cuando filosofaba, o para ser más exactos, que al verse incapaz de alcanzarla, trataba de disimular tal carencia echando mano de esa cursilería suya de altísimo vuelo, "dizque poética", tan característica de su prosa y sin menoscabo de su valor).

De sus artículos de periódico, miles y escritos a lo largo de cincuenta años, solo cabe decir que muchos de ellos fueron el pulmón de España, a través de los cuales lo mejor de este país pudo respirar y mantenerse vivo en épocas negras de su historia, cuando no dormía profundamente en medio de prolongadísimas y peligrosas apneas. Los lectores españoles, y muchos hispanoamericanos, pues los artículos de Unamuno se buscaban en una y otra parte del océano, sabían que el artículo suyo que se encontraban esa mañana en el periódico (y no solo en un periódico, sino a menudo en varios, pues de todos ellos necesitaba para pensar y pagar la factura del carbón) iba a poner en movimiento dentro en su cabeza lo mejor de sí y a hacerlo a toda máquina: tanto para discutir (casi siempre: con Unamuno lo normal es discutir, lo cual no quiere decir, ni mucho menos, no estar de acuerdo con él, sino completarlo, del mismo modo que creía él que sus observaciones sobre don Quijote o sus disensiones con Cervantes los completaban a uno y otro), tanto para discutir, decía, como para sacar del "hondón de nuestra alma" (expresión suya) lo mejor de nosotros mismos. Sí, no hay nadie a quien la lectura de Unamuno deje indiferente. Claro que para ello hay que leerlo.

Por lo que uno ha ido viendo a lo largo de estos años, con Unamuno se produce un hecho del todo extravagante: gentes que en absoluto lo han leído, o lo han leído en el pasado o muy someramente, tienen de él una idea firme y acorazada. A mí, sin embargo, me sucede lo contrario. Excepto sus obras de teatro, que no he leído ni visto representar nunca, se precia uno de conocer bastante bien sus poemas, novelas, ensayos y artículos, de estos unos más ligeros y otros menos, así como centenares de cartas y entrevistas, y cada vez que releo algo de él reconozco: "Es mejor, mucho mejor de lo que recordaba". Incluso cuando halla uno en tal o cual pasaje algo en lo que el tiempo le haya quitado la razón o vuelto viejo, siempre me parece que el arranque, el núcleo, el origen de tal o cual idea es de una originalidad y fuerza formidables. Leer a Unamuno es asistir al nacimiento de un hecho y a su desarrollo.

Dicho de otro modo, a Unamuno o se le coge o de le deja, o gusta en general o produce rechazo, casi siempre de una forma emocional.

Probablemente no haya en toda la historia de la literatura en español alguien de tal complejidad y a la vez de tal naturalidad. La complejidad la expresó en forma de paradojas. Ya en su tiempo le acusaron de ello, de ser un ser demasiado contradictorio y extravagante y de no saber nunca por dónde iba a salir. Él se justificaba y decía, muy cervantino en eso y luchando contra su temperamento conceptista, que si un pensador no pierde por carta de más, jamás ganará nada. Y eso es lo que hacen las paradojas, forzar la jugada. Se exponía con ello, claro, a ser malinterpretado (como cuando escribió aquel "que inventen ellos", en el que cifraron algunos el energumenismo o cerrilismo español), o a que lo fusilaran (como el día que profirió otra de sus frases más recordadas, "Venceréis pero no convenceréis", en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, frente Millán Astray, en octubre del año 36, en un gesto de valor que habría merecido tres laureadas de san Fernando).
Ese amor por los juegos de palabras (él habría dicho por los "jugos" del idioma, aprovechando su apellido materno, Jugo) es de corte barroco y conceptista, pero se daba en él aquello que decía Juan Ramón de que la naturalidad en un temperamento barroco es el barroquismo. Lo vemos en su manera de escribir y pensar, siguiendo el hilo, sin detenerse, dejándose llevar, como aquel que atraviesa un riachuelo saltando de piedra en piedra sobre la corriente.

Advertimos, de vez en cuando, que Unamuno apoya mal un argumento o una idea, y mete el pie (no me atrevería a decir la pata) en el agua, pero ese traspiés no le detiene y sigue decidido el camino trazado, hasta llegar a la otra orilla. Porque Unamuno se pasó la vida cruzando ríos, y metiéndose en charcos. Un gran charco fue, por ejemplo, el quedarse prácticamente solo en su lucha contra el dictador Primo de Rivera, que lo desterró a la isla de Fuerteventura, de la que acabó fugándose para iniciar un exilio en Francia que puso fin el advenimiento de la República. Y charcos fueron los sucesivos desencuentros con las autoridades republicanas, primero, y con las franquista luego, durante la guerra.

La gracia de Unamuno no es que pensara de mil asuntos, pequeños y grandes (ya digo, tenía que escribir mucho porque tenía muchas bocas que alimentar, pero no solo por esto), sino el que lo hiciera desde lugares siempre insólitos, únicos, presentándonos la realidad como nunca antes hubiéramos imaginado que podría mirarse.

Todo ello le originó infinitos inconvenientes y disgustos, y se pasó la vida de pendencia en pendencia. Unamuno teorizó mucho lo de la lucha, la agonía, y habló de ella como del motor del ser humano, en particular, y de los pueblos en general, y algunos años antes de la guerra civil pedía una para España, convencido de que sacudiría un poco la modorra nacional y purificaría el ambiente. Luego llegó la de verdad, y quedó tan espantado como todos (empezando por su propia familia y dos hijos luchando cada uno en bandos enfrentados).

A mí me admira cada vez más el modo en que llevó a cabo su obra monumental, trabajando no solo de catedrático de griego (no pudo sacar la cátedra de filosofía, que era la que pretendió), sino de rector, escribiendo, como he dicho, a destajo en los periódicos, atendiendo su correspondencia (unas cincuenta mil son las cartas que escribió, algunas extensas como un artículo), atendiendo a su activismo político (que pasó por asistencia a mítines, conferencias, manifiestos, sesiones en al ayuntamiento o en las cortes constituyentes), y llevando adelante toda su ingente obra literaria.

Y la manifiesta y suprema paradoja: en medio de esa vida atropellada, ruidosa, épica, trágica en algunos tramos de ella, logró llevar dentro de sí un rincón silencioso, a resguardo de todo, donde lograba aislarse y escribir su poesía, eminentemente lírica, y a la que él daba la mayor importancia. Cuando repasamos su Diario poético, escrito en los últimos diez años de su vida, más de mil setecientas composiciones fechadas, nos maravilla comprobar la portentosa fuerza de ese caudal. No sé, como estar asomado a la boca de un volcán que mana sin destruirnos una lava benéfica.

A esa facilidad y a su capacidad de trabajo, incluso a la naturalidad con la que se mostraba su enorme talento, se las tuvo, como no podía ser menos en España, por un inconveniente o una limitación y no una virtud fuera de lo común. Si a Baroja se le comparaba con Valle Inclán, o a Machado con Juan Ramón, por ejemplo, para mostrar nuestra preferencia por uno o por otro, a Unamuno no suele comparársele con nadie, solo con él mismo y en detrimento de sí, como si de todos estos Unamuno (el poeta, el novelista, el articulista, el ensayista, el político, el profesor) solo pudiéramos quedarnos con uno en detrimento de otro. Eso explica el consenso general al que se ha llegado, que tienen en cuenta al Unamuno pensador sobre todos los demás, como si no hubiera pensamiento en sus poemas o novelas, y, desde luego, perdonándole un poco la vida.

Es verdad que Unamuno, "metiéndose" con todo lo humano y lo divino, y sobre todo con tantos humanos que van de divinos, dio pie a que se metieran con él y con su obra, tomando del personaje lo único que está al alcance de los más tontos, que es la impertinencia. Y todo en vez de admitir de una vez por todas que tenemos en Unamuno a cinco o seis escritores de primer orden, capaz él de constituir por sí solo todo un siglo de oro. Contra lo que se ha creído, Unamuno no era un hombre que tuviera de sí más alto concepto del que le correspondía. También él, como don Quijote, pudo haber dicho: "Yo sé quien soy". "El genio es el que llega a ser voz de un pueblo: el genio es un pueblo individualizado", escribió, y desde luego que no pensaba en él, porque no le hacía falta. Pero yo sí, y para mí Unamuno es lo mejor de ese pueblo, sea pueblo lo que cada cual quiera entender.

sábado, 7 de septiembre de 2019

"Cervantes proverbial" por Yolanda Gándara


Resulta curioso que una de las frases más célebres atribuidas a don Quijote, «Ladran, Sancho, luego cabalgamos», no aparezca, ni de esta forma ni parecida, en la obra de Cervantes. La cita apócrifa parece tener su origen en un poema de Goethe. 

Cabalgamos por el mundo
en busca de fortuna y de placeres
mas siempre atrás nos ladran,
ladran con fuerza…
Quisieran los perros del potrero
por siempre acompañarnos
pero sus estridentes ladridos
solo son señal de que cabalgamos.

De los últimos versos surgiría el dicho, al que en algún momento se añadió la palabra «Sancho», probablemente por el hábito de recurrir al Quijote como fuente de sentencias, y se popularizó esta fórmula ya en el siglo XX.

Dejando a un lado la anécdota, Cervantes muestra auténtico deleite en los refranes. El Quijote no solo recoge una gran cantidad de ellos de diversos temas y orígenes (bíblicos, de tradición oral…) y en todas las formas imaginables (truncados, hilados, trastocados, etc.), sino que aporta definiciones e instrucciones de su uso correcto y moderado, de tal modo que conforma un manual de este tipo de expresiones, la mayoría de las cuales siguen vigentes en el habla actual, sin duda gracias a la difusión de la propia obra. Así, Cervantes vive en nuestra lengua como nuestra lengua vive en Cervantes.
La mayoría de estos dichos son puestos en boca de Sancho, convirtiéndose esta forma de expresarse en un rasgo de su personalidad y un atributo de clase. Aun adjudicando en su mayor parte el uso de refranes a los iletrados, Cervantes reivindica su valor como transmisores de la erudición popular a través de don Quijote, expresado en una de las sentencias más reiterada: la experiencia es la madre de todas las ciencias.

Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas.

Es la medida y la oportunidad del uso lo que diferencia al caballero del escudero. Las retahílas de refranes pronunciados por Sancho, que exasperan a don Quijote, son un recurso cómico que Cervantes utiliza en varias ocasiones. En el capítulo II-XLIII, en el que podemos encontrar un interesante diálogo sobre el poder del vulgo sobre la lengua, se produce un debate que pone de manifiesto la pugna entre la locuacidad de uno y la mesura del otro.

—También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la muchedumbre de refranes que sueles, que, puesto que los refranes son sentencias breves, muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen disparates que sentencias.
—Eso Dios lo puede remediar —respondió Sancho—, porque sé más refranes que un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas yo tendré cuenta de aquí adelante de decir los que convengan a la gravedad de mi cargo, que en casa llena, presto se guisa la cena, y quien destaja, no baraja, y a buen salvo está el que repica, y el dar y el tener, seso ha menester.
—¡Eso sí, Sancho! —dijo don Quijote—. ¡Encaja, ensarta, enhila refranes, que nadie te va a la mano! ¡Castígame mi madre, y yo trómpogelas! Estoyte diciendo que escuses refranes, y en un instante has echado aquí una letanía dellos, que así cuadran con lo que vamos tratando como por los cerros de Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a propósito; pero cargar y ensartar refranes a troche moche hace la plática desmayada y baja.

Este enfrentamiento es recreado en otros pasajes similares e incluso tiene parangón en un diálogo entre Sancho y su mujer en el que este es el que reprende la verborrea de Teresa.

En el repertorio de paremias del Quijote podemos encontrar versiones truncadas, en las que el refrán se insinúa con cierta retranca. En el capítulo II-LXXI Sancho dice «no se toman truchas… y no digo más» como alusión a un refrán muy popular que aparece también en la Celestina: No se toman truchas a bragas enjutas y que tiene un significado similar al moderno El que quiera peces, que se moje el culo. La misma fórmula utiliza en el capítulo I-XLV: «pero allá van leyes… y no digo más» en referencia a Allá van leyes, do quieren reyes, refrán que Cervantes utiliza en varias ocasiones y que viene a decir que los poderosos acomodan la ley a su conveniencia. Curiosamente aparece con otro recurso cómico, la alteración del orden de los elementos: «allá van reyes do quieren leyes» en boca de Teresa (II-V). Un caso parecido es la transformación que, con afilada ironía, Cervantes hace del refrán La mujer honrada, la pierna quebrada y en casa, que en boca de Sancho se convierte en El buen gobernador, la pierna quebrada y en casa (II-XXXIIII). Estos retruécanos humorísticos permiten al autor hacer una crítica solapada.

Sancho llega a hilar refranes trastocados de modo que produce un efecto cómico acumulado: «Y advierta que ya tengo edad para dar consejos, y que este que le doy le viene de molde, y que más vale pájaro en mano que buitre volando, porque quien bien tiene y mal escoge, por bien que se enoja no se venga» (I-XXXI). El primer refrán es bien conocido y Cervantes lo usa en dos ocasiones con la inclusión del insólito buitre. El segundo es una transfiguración de Quien bien tiene y mal escoge, por mal que le venga no se enoje.

También hallamos versiones extendidas, como En otras casas cuecen habas, y en la mía a calderadas, en la que la adición «y en la mía a calderadas» señala lo que podríamos llamar «la viga en el propio ojo», proverbio este, el de la paja en el ojo ajeno, de origen bíblico que también encontramos en el Quijote así formulado El que vee la mota en el ojo ajeno, vea la viga en el suyo (II- XLIII). 
Cervantes utiliza numerosa técnicas para narrar, caracterizar e ilustrar mediante los refranes y los va insertando en mayor cantidad según avanza la historia (la proporción es mucho más abultada en la segunda parte), como si fuera sintiéndose más cómodo con esta forma de hacer hablar a sus personajes. Tanto explícita como implícitamente, el Quijote es una lección magistral sobre su empleo.

Además de recopilar refranes, algunas frases del Quijote se han convertido en sentencias. Una de las más célebres es Con la iglesia hemos topado, que proviene de lo dicho por don Quijote al encontrarse con este edificio buscando el palacio de Dulcinea.

Guio don Quijote, y habiendo andado como docientos pasos, dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:
—Con la iglesia hemos dado, Sancho.

Mucho se ha escrito sobre si la frase original encierra o no doble sentido. Como quiera que fuese, el vulgo la ha transformado con el ligero matiz semántico que aporta «topar» frente al más inocente «dar» para hacerla más contundente y apropiársela. Así, Cervantes vive en nuestra lengua… y no digo más.

sábado, 24 de agosto de 2019

La maldición de la ficción en el Quijote


Una de las mayores obsesiones de Cervantes en el Quijote es la de convencer al oyente o lector de que no todo lo que está en letra escrita es imagen fidedigna de la realidad. Hacía poco más de cien años que se había inventado la imprenta y existía un convencimiento general de que la palabra escrita era prácticamente sagrada: todo lo que se leía en la plaza del pueblo era "palabra de Dios", sin espacio para la duda. Esta sacralización de la letra impresa producía interpretaciones tan aberrantes como la de don Quijote: creer que los caballeros andantes y toda la caterva de endriagos, encantadores, gigantes, etc., existieron de veras. 
Don Quijote es un paradigma del lector engañado, del lector confundido. Pero no solo preocupa esta confusión a Cervantes en cuanto a la novela de caballerías se refiere, también critica que los autores de comedias (sobre todos, Lope) recojan todo tipo de disparates en sus textos (y que, encima, dieron el triunfo a Lope en las tablas), con el peligro de que los espectadores los crean y construyan en su magín una realidad fantástica que nada tiene que ver con la realidad pedestre. 
El protagonista de la novela de Cervantes es el vivo ejemplo de la confusión que padece un lector cuando se enfrenta a libros mentirosos y falsos. Porque todo aquello que yacía escrito era tenido por reflejo indudable de lo real. Se desvive Cervantes por convencer al lector del peligro de esa comunión escritura/verdad y juega con ella desde todos los puntos de vista. Su propio héroe, de ficción, es identificado como personaje real en la segunda parte, ¿por qué?, porque ya andaba en libro escrito su aventura. Hay textos engañosos que se aprovechan de la buena fe (ignorancia) de los oyentes/lectores para hacerles comulgar con ruedas de "gigantes" y, por esa razón, Cervantes condena a esos autores (y se condena a sí mismo). No pone el dedo en la llaga del lector, sino del autor. Los lectores van a tender (en su mayoría) a creérselo todo y es el autor el que debe evitar este equívoco. La locura de don Quijote se soluciona con su muerte, solo se podría haber aliviado si el cura hubiera quemado antes los libros de caballerías. No engañéis, malditos autores a los ingenuos lectores con vuestras patrañas, ceñíos a la realidad, no disparatéis, no mintáis, no escribáis libros como el Quijote. Cervantes es un moralista inmoral, un tratadista que se ríe de su tratado. 
Podríamos pensar que esta tesis y antítesis de Cervantes ya no se puede aplicar en la actualidad porque el lector/oyente es mucho más avispado y leído y distingue perfectamente la verdad de la ficción. En absoluto, solo tenéis que recordar el éxito de los bulos en las redes sociales y en el periodismo ("fakenews"). 
Como prueba más concreta y libresca, me remito a una experiencia personal. Hace unos años publiqué un libro (Bilis), en el que recogía episodios domésticos de la posguerra civil junto a materiales de ficción. El juego consistía en mezclar realidad y ficción (como ocurre, por otra parte, en cualquier narración) y propició apuntes de los lectores francamente sorprendentes, que los emparentaban con los oyentes del XVII. Algunos viejecitos afirmaban haber conocido a ciertos personajes inventados por mí y me hablaban de ellos como si realmente hubieran existido. Y no solo eso, uno de ellos participó en un hecho que yo había inventado y otra fue la mujer clave de un episodio dramático que no tenía asiento ninguno en la realidad. 
Todos necesitamos de la ficción, necesitamos hacer real la fantasía y nos apasionamos cuando lo real y lo ficticio está tan confundidos que nos insuflan aire para aguantar lo cotidiano. Maldito bachiller Sansón Carrasco que derrotó a don Quijote en la playa de Barcelona, maldito por siempre, por transformar al Caballero de la Triste Figura en Alonso Quijano y provocar su muerte, la muerte de la divina confusión.         

domingo, 23 de junio de 2019

San Juan de la Cruz: "Dios excede al entendimiento" por Rafael Narbona



Juan de Yepes y Álvarez nació en 1542 en Fontiveros, una aldea situada a mitad de camino entre Ávila y Salamanca. Su padre, Gonzalo de Yepes, era hijo de un próspero comerciante de seda de Toledo, pero se casó con Catalina Álvarez, una muchacha pobre y huérfana, que se ganaba la vida como tejedora. El gesto le costó perder su herencia y la ruptura con sus tíos, que ocupaban importantes cargos eclesiásticos (cuatro canónigos, un arcediano y hasta un inquisidor). Se ha especulado que se trataba de una familia de “cristianos nuevos” o judeoconversos, pero no hay pruebas. Gonzalo murió prematuramente, dejando a su mujer y tres hijos en una desoladora pobreza. En 1551, la viuda se trasladó a Medina del Campo y, al carecer de medios, internó al pequeño Juan en un orfanato, el Colegio de la Doctrina, donde aprendió a leer y escribir. Gracias a su afición a la lectura y a su carácter piadoso y humilde, se dispuso su ingreso en un colegio de jesuitas. Al finalizar los estudios, se le ofreció ser capellán de un hospital, pero prefirió vestir los hábitos en el convento carmelita de Santa Ana, con el nombre de fray Juan de Santo Matía. Su formación era insuficiente para ordenarle sacerdote y se le envió a la Universidad de Salamanca. Es tentador pensar que asistió a las clases de fray Luis de León, pero no hay ningún dato al respecto.

En 1567, conoció en Medina del Campo a Teresa de Jesús. En esas fechas, había acumulado un profundo descontento con la relajación de su orden y se había refugiado en la soledad y la vida contemplativa. Teresa de Jesús apreció de inmediato su honda espiritualidad y le consideró el más indicado para reformar el Carmelo: “Aunque es chico, entiendo que es grande a los ojos de Dios”. Los restos óseos del carmelita han revelado que su estatura apenas superaba el metro y sesenta centímetros, lo cual explica que santa Teresa –una mujer de buena talla- le llamara “medio fraile”, con más afecto que malicia. Esa estima se refleja repetidamente en sus libros y en su correspondencia. En El Libro de las Fundaciones, escribe: “Era un hombre tan bueno que por lo menos yo podría haber aprendido más de él que él de mí. Sin embargo, no lo hice y me limité a mostrarle cómo viven las hermanas”. En noviembre de 1568, se funda en Duruelo, Ávila, el primer convento de carmelitas descalzos. Fray Juan de Santo Matía, que había cumplido veintiséis años, se convierte en san Juan de la Cruz. Promete con otros dos frailes vivir según la regla primitiva establecida por san Alberto en 1247 y se viste con un sencillo hábito tejido expresamente para él por Teresa de Jesús, que entonces tenía 52 años.
En 1572 acude al Convento de la Encarnación de Ávila y permanece allí hasta 1577, ejerciendo de vicario y confesor de las monjas. Viaja con la reformadora, colaborando en las nuevas fundaciones de conventos de carmelitas descalzas. El 3 de diciembre de 1577 los carmelitas calzados detienen a Juan de la Cruz y le confinan durante nueve meses en un convento de Toledo. Encerrado en un diminuto calabozo, le invaden los piojos, pues no le permiten mudarse de ropa ni asearse. Le azotan y le humillan a diario. Su alimentación consiste en mendrugos de pan y alguna sardina. Contrae disentería y adelgaza hasta quedarse en la piel y los huesos. Teresa de Jesús escribe a Felipe II, pues ignora su paradero y confiesa que preferiría saber que lo han secuestrado los moros y no los calzados, “pues aquellos tendrían más piedad”. En esas condiciones tan penosas, Juan de la Cruz compone las primeras estrofas del Cántico espiritual, varios romances y algún poema. Gracias a la ayuda de un carcelero que se apiada de su estado, logra huir y, con el auxilio de las carmelitas descalzas, se esconde en el Hospital de Santa Cruz.

Durante los años siguientes, ocupa cargos de importancia creciente y realiza fundaciones en Baeza, Segovia y Alcalá de Henares, pero en 1590 cae en desgracia y pierde todos sus privilegios. En 1591 enferma y se le traslada a Úbeda. Muere la noche del 13 al 14 de diciembre, rodeado de frailes que recitan el De Profundis y el Miserere. Pide que le lean unos versos del Cantar de los Cantares. Sus últimas palabras fueron: “Hoy estaré en el cielo diciendo maitines”. Sus restos corren la misma suerte que los de santa Teresa de Jesús. Convertidos en reliquias, se dispersan hasta encontrar reposo en Segovia. Fue canonizado en 1726 y Pío XI le nombró Doctor de la Iglesia en 1926.

San Juan de la Cruz es el místico más fascinante y enigmático de las letras españolas. Santa Teresa de Jesús clama con admiración: “No lo entiendo. Espiritualiza hasta el extremo”. El Cántico espiritual es su obra cumbre y en sus versos resuena el Cantar de los Cantares y las figuras literarias de la lírica mística musulmana, que explotan el contraste entre la luz y la oscuridad. Se ha dicho que trasfunde el versículo hebreo al castellano, trascendiendo cualquier equivalencia idiomática. Los tratados en prosa (Subida al Monte Carmelo, 1583 y el inconcluso Noche oscura, 1579) solo profundizan el misterio: “Dios excede al entendimiento”. La razón solo aparta de Dios. Por eso, san Juan de la Cruz juega con la yuxtaposición, la indeterminación, el deliro, la alusión y la analogía. Juan Ramón Jiménez considera que se trata de una “poesía simbolista” y nunca está de más recordar la advertencia del propio san Juan de la Cruz: “Entreme donde no supe”.

Hay infinidad de estudios y ediciones de la obra del carmelita descalzo. Me voy a permitir recomendar la bellísima y esmerada edición de la Biblioteca Castro, que ha lanzado una caja con dos tomos, donde se recoge la obra de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz. No es una feliz conjunción, sino una conjunción necesaria, pues ambos místicos se iluminan mutuamente. Los dos buscan la unión con Dios y luchan contra las limitaciones del lenguaje, adoptando soluciones distintas e inevitablemente insatisfactorias, pues lo inefable es una ladera infinita, un camino que solo puede recorrerse hasta el final con la fe. En el excelente prólogo de Francisco Javier Díez de Revenga, se apunta que el Cántico espiritual es “un poema erótico […] de un alto calado íntimo”. Díez de Revenga cita la inspirada edición de Gerald Brenan, según el cual no hay “palabras superfluas u ornamentales” en el místico, pues el erotismo que se despliega no es el de la experiencia sexual, sino el del Amor a Dios, con su palpitante y misteriosa belleza. Dios parece un cachivache inútil en el siglo XXI, pero la literatura, la filosofía, la ciencia y el arte no cesan de dialogar con la única alternativa capaz de neutralizar el pesimismo y abrir la puerta a la esperanza.