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miércoles, 20 de abril de 2016

"La prostitución en el Madrid de Cervantes" por Jaime Noguera


En el siglo XVI  Madrid es el mayor lupanar de Europa. Según el libro de Néstor Luján, La vida cotidiana en el Siglo de Oro español, existen numerosos prostíbulos situados en la calle de Francos (curiosamente, Cervantes tuvo su última residencia en la calle del León esquina con Francos), donde acuden a desfogarse los hombres de clase alta; o en la calle Luzón, más visitados por los comerciantes y los turistas de la época. Las clases más populares se entregan al pecado en la bulliciosa Plaza del Alamillo y la peor clientela, la más peligrosa, hacen lo propio en la calle Primavera. Al menos hasta que tanto escándalo y tanto desenfreno hace a los alcaldes de Felipe II trasladar buena parte de aquellos puticlubs a las más discretas barriadas de San Martín y San Juan.
Todo está regulado y las arcas del Imperio donde no se pone el sol son generosamente alimentadas por esta profesión a la que se ven abocadas muchas mujeres por culpa de la pobreza y la necesidad.

Licencia para ejercer la prostitución

Ni estas desdichadas escapaban a la alambicada burocracia imperial. Si se quería ejercer la prostitución legalmente, debías:
-Ser mayor de doce años.
-Haber perdido la virginidad.
-Ser huérfana o de padres desconocidos o haber sido abandonada por la familia, siempre que esta no fuese del estamento noble.
Una vez satisfecho este apartado, la desdichada candidata a trabajadora sexual debía pasar una ceremonia ante un juez. El funcionario de turno pronunciaba un monótono sermón en el que sugería a las postulantes que cejasen en sus planes laborales. Una vez rechazado este punto, el juez les hacía acto de entrega de un documento que las autorizaba a hacer la calle. Esto, claro, cumpliendo una serie de estrictas reglas sanitarias y aceptando someterse a las inspecciones gubernamentales de las casas de lenocinio. Estaba prohibido mantener relaciones sexuales en caso de tener enfermedades venéreas. De incumplirse este punto, la infractora era castigada con una pena de cien azotes, la pérdida de todos los enseres o con el destierro de la ciudad.
Una vez en la calle, según tu clientela, tu edad o tu forma de vestir, podías recibir alguno de esta serie de epítetos:

Devota: Trabajaba fundamentalmente con gente de la Iglesia. Podía tratar con sus clientes en régimen de concubinato o estar a cargo de unos cuantos clérigos.
“Cada cual, como aquellos diezmos de Dios, así le venían luego a registrar para que mirase yo y aquellas sus devotas”. La Celestina (Fernando de Rojas).
Escalfafulleros: Prostituta “de baja calidad” que obtenía a su clientela de entre los fulleros, rufianes y valentones.
Gorrona de puchero en cinta: Mujeres que se prostituían a cambio de comida.
Lechuza de medio ojo: Puta callejera, tapada “a medio ojo” por el manto.
“¿Tú te comparas conmigo
que peco de mar a mar
si lechuza de medio ojo,
vas de zaguán en zaguán?”  (Francisco de Quevedo)
Marca godeña: Ramera principal que vestía ropas de calidad y ganaba hasta cinco ducados al día.
Maleta: Acompañaba a los soldados. Hacia 1640 se limitó su presencia a un ocho por ciento de la proporción de soldados. Se les llamaba también soldaderas.
“En la compañía éramos cerca de cincuenta…y con cinco mozas que llevábamos en el bagaje”. Vida y Hechos de Estebanillo González
Mujer de manto tendido: Moza joven que usaba como tapadera diversos oficios al tiempo que se prostituía por cuenta propia.
“Violante de Navarrete:
moza de manto tendido,
la bandera de rodete,
entre hembras luminaria
y entre lacayos cohete”. (Góngora)
Pandorga: Prostituta “grande, madura y fondona”. Conocidas también como “pandorgas de la lujuria”
“Porque sobre los Trigueros
pandorga de la lujuria,
respeto que fue de un tiempo
de Benito el de la Rubia”. Cancionero. (John Hill)
Piltrofera: Prostituta a domicilio que dormía en muchos piltros o camas.
“Mira qué vieja rasposa por vuestro mal sacáis el ajeno: puta vieja, cimitarra, piltrofera. Soislo vos desde que nacisteis”. La lozana andaluza (Francisco Delicado)
Trin tin y batín: Así se llamaba a las que cobraban en dinero contante y sonante. El nombre era una imitación del sonido de las monedas.
Trotona: Callejera.
Trucha: Prostituta muy joven y de cierta clase.
“Si llegamos a Alcalá, le tengo que servir allí…con un par de truchas que no pasen de los catorce, lindas a mil maravillas y no de mucha costa”. Quijote de Avellaneda.
Zurrapa: Prostituta “de muy baja calidad”.
“Las putas cotorreras y zurrapas,
alquitaras de pijas y carajos,
habiendo culeado los dos mapas
engarzada en cueros y en andrajos
cansadas de quitarse capas.
llenaron esta boda de zancajos”. La boda de la Linterna y el Tintero. (Francisco de Quevedo).

martes, 19 de abril de 2016

Cervantes y Shakespeare

Un recorrido vital y literario de Shakespeare y Cervantes: El viaje de los genios
Representaciones relacionadas con los dos genios de la literatura: Cervantes y Shakespeare en Broadway

lunes, 28 de marzo de 2016

"Tras el continente sumergido de ´La Celestina`" por Rocío García


“Oh, sorpresa de mí, cuando entro en La Celestina en profundidad y me encuentro con todo un continente sumergido”. Las palabras de José Luis Gómez (Huelva, 1940) cambian de ritmo y de tono. Suenan más bien a versos o patrones rítmicos, los mismos que ha aplicado a la prosa de la obra de Fernando de Rojas (1476-1541) en la versión que dirige e interpreta en su primera colaboración con la Compañía Nacional de Teatro Clásico y que se estrena en el Teatro de la Comedia el 6 de abril. Antes, hoy 27 de marzo, se celebra el Día Mundial del Teatro. El académico y director del Teatro de La Abadía, testarudo incansable, ha rastreado la época, ha analizado los personajes y el lenguaje, ha buceado en las profundidades ocultas del manuscrito inicial de Rojas —un judío converso en aquellos años de plomo y miedo dominado por el absolutismo confesional— y ha emergido con un clásico en el que ve una analogía perfecta con nuestro tiempo. Una obra que se inscribe más allá de una historia de amor desastrado, la de Calisto y Melibea, y que entra de lleno en el hondo drama del hombre en lucha con su destino. “Es la obra más inteligentemente corrosiva y negra de la literatura española de todos los tiempos”, dice.
 “Templa la voz”, “atento al ritmo”, “el tono sostenido”, “fluir pero no desdibujar”. Se van aclarando las sugerencias de Gómez a lo largo de una fatigosa y fructífera mañana de ensayos. Se ha puesto la falda larga de vuelo y la blusa anaranjada, y ha cogido un bolso grande y un pañuelo para recogerse en el personaje de Celestina, cabellera rala, arrugas profundas, un ojo malo. Va del escenario — “Toda la calle vengo / tras vosotros por alcanzaros, / y jamás he podido / con mis luengas faldas”— a la mesa de trabajo, susurrando y dudando. “He encontrado todo aquello que Rojas, sagacísimo encubridor, judío converso, escondió pero que la filología y estudios posteriores han sacado a la luz. Celestina es una obra que surge en un contexto en el que se implanta el absolutismo confesional en España, que provoca la salida de 250.000 españoles, judíos, lo mejor y más culto de la sociedad, valientes que se ven obligados a exiliarse, como siempre en nuestro país”, explica.
En este ambiente oscuro, que semeja a una cárcel común y abierta para todos, Rojas escribe una primera versión de la obra en la que el encuentro amoroso entre Calisto y Melibea es solo uno. Sobre este manuscrito inicial y no los posteriores que publicó —“sus amigos y lectores querían más aventuras y amores”— ha trabajado Gómez. Un texto que utiliza el artilugio de la tragicomedia y la reprensión moral a los amantes para “gualdraparse como los caballos” y evitar las heridas de las cornadas ante la inevitable arremetida de la Inquisición.
Fue tras el proyecto de Cómicos de la Lengua, desarrollado por la Real Academia Española, cuando el director y actor descubrió las dificultades verbales que ofrecía esa joya de la literatura española. “Llevo años clamando que el nivel de alocución generalizado en el teatro español está por debajo de las exigencias de la propia literatura dramática. El uso de la lengua en el teatro se limita muchas veces a pronunciar bien, a un hecho fonético, y es verdad que se pronuncia correctamente, pero la alocución escénica es otra cosa. Tiene que ver con la capacidad de, en el fluir de la palabra hecha habla, elucidar sentido siempre, más allá del sonido, y hacer posible que en las imágenes de las que están poblados muchos textos y, más en Celestina, emerjan con facilidad para el público”. Gómez se entusiasma con el espíritu de la palabra hablada, en esa constante labor investigadora que ha presidido su trabajo al frente de La Abadía, más allá de programar y hacer espectáculos. “En la Academia insisto mucho en que la palabra escrita carece de algo que tiene la palabra hablada y es que es naturalmente emotiva. ¿Por qué? Porque tiene soplo. ¿Y qué es soplo? Neuma. ¿Y que es neuma? Espíritu”.
Habla de la calle
No deja de sorprenderle La Celestina. Tras meses de estudio, descubre nuevas maravillas de un texto que combina grandeza literaria y habla de la calle, saber clásico y refranes populares y que Rojas advirtió de que era para “ser oído”. Gómez empezó a darse cuenta de que los periodos de frase, a pesar de estar escrita la obra en prosa, son octosílabos, endecasílabos, alejandrinos a veces. ¿Qué más puede pedir alguien enamorado del habla? Alguien a quien se le han ido apareciendo, a través de un túnel misterioso, las gitanas, las viejas de su tierra, las pescaderas, los acentos, los gestos, las manos... No se ha visto en la necesidad de copiar nada, todo le ha salido como un torrente de impresiones; de sopetón, le llegó todo lo que rodea a esta bruja alcahueta, brillante y mentirosa.

“Más que una mujer, Celestina es un ser andrógino, una extraordinaria figura poética, un conglomerado de sugerencias”, subraya quien interpreta por segunda vez en el teatro a un personaje femenino (la primera fue en Alemania, en sus años tempranos, con Madama Pace en Seis personajes en busca de autor, de Pirandello), y también por segunda dirige y protagoniza un montaje (el anterior fue La vida es sueño, de Calderón, en la que hacía de Segismundo). “He procurado no hacer eso porque me dedico más a la dirección que a mí como actor, y esto puede amenazar a mi Celestina. No está el horno para esos bollos porque sé que me van a medir con vara muy estricta”, añade. Gómez se identifica con esta seductora en la férrea voluntad de no arrugarse, de aguantar, de esforzarse sin desmayo. La advertencia de su padre — “nunca te arrugues”— la puso muchos años antes en palabras Celestina: “Jamás el esfuerzo desoye la fortuna”.

miércoles, 9 de marzo de 2016

"¿Vino o agua? Los trapicheos en las tabernas del Siglo de Oro" por Óscar Díaz


“Un vaso de vino al día es bueno para el corazón”. Hemos escuchado esta frase hasta la extenuación, nuestros abuelos ya la decían y también es repetida en muchos programas de televisión de salud (esos mismos que suelen ver nuestros abuelos). Siempre nos han dejado claro, eso sí, que las proporciones deben ser pequeñas. Se nos especifica la cantidad, pero no la calidad necesaria para que el vino realice esa magia ancestral en nuestro corazón ¿Nos salvará de la muerte de la misma manera un denominación de origen que un vino marca blanca en tetrabrik?
En el Madrid del Siglo de Oro, una ciudad definida por la precariedad y la miseria, el vino no era un complemento a una dieta equilibrada ni una bebida que se tomara en celebraciones excepcionales, sino que se convertía muchas veces en el único sustento del que disponían las clases más desfavorecidas. En el Lazarillo de Tormes, la primera comida que toma el protagonista son sopas de vino que le ofrecía el ciego y, con sólo ocho años, ya decía que “estaba hecho al vino y moriría por él”. Cuando existe una falta de recursos y el hambre arrecia, el paladar afloja sus exigencias, por lo que los caldos que se vendían en las tabernas no destacaban por su exquisitez.
La picaresca engullía a todas las profesiones de la época, no sólo a los maleantes, y los taberneros tuvieron que recurrir a remedios poco ortodoxos para poder conseguir el mayor beneficio posible. Vender gato por liebre era su máxima, y la aplicaban tanto a la comida, engañando en la mercancía, como en la bebida. Desde realizar trapicheos con el vino hasta servirlo con moscas y, la más extendida, aguarlos para conseguir una mayor cantidad.
Los literatos del Siglo de Oro apreciaban el vino en cantidad, por algo Quevedo llamaba a Góngora en su eterna trifulca el “sacerdote de Venus y Baco”, pero también estimaban la calidad, distinguiendo cuando un vino había sido mezclado con agua. La de tabernero es probablemente una de los oficios más maltratados por la literatura de la época ya que, como escribía Francisco de Rojas Zorilla en Lo que quería ver el marqués de Villena:
Si es vino de Madrid,
tan agua será como antes.
Como consecuencia de la rufianería de los dueños de las tabernas, se crearon bebidas que llegaron a ser muy apreciadas por los ciudadanos, como la carraspada, que mezclaba vino aguado con miel y especias y que se vendía sobre todo en Navidades; o la aloja, en la que el vino frío que se mezclaba con grandes cantidades de agua y canela, y se consumía como refresco en los corrales de comedia.

Vinos consumidos sin mesura y tabernas que servían de refugio e inspiración para poetas formaban parte del discurrir de la vida diaria de la época. Una copa de vino al día, desde luego, no hubiera sido una rutina bien recibida.

martes, 8 de marzo de 2016

José María Merino: "Nuestros gobernantes deberían leer Calila y Dimna" por Fernando Díaz de Quijano


Calila y Dimna. La mayoría conocemos de esta obra poco más que el título -seguramente con una arcaica e en lugar de y- como un recuerdo remoto de las soporíferas clases de literatura del bachillerato. Clases con una metodología que apenas ha mutado en los últimos tiempos: se estudia una breve sinopsis de la obra, autoría, fecha y cuatro virtudes que se dan por buenas porque las dice el libro de texto. Pero las obras nunca se leen ni se discuten, no hay tiempo para eso. Eso mismo le pasó al escritor y académico José María Merino (La Coruña, 1941), que ha dedicado años de esfuerzo en adaptar al español de hoy esta colección de cuentos que Alfonso X mandó traducir del árabe al castellano a mediados del siglo XIII, convirtiéndose en la primera obra narrativa en prosa de nuestra entonces incipiente lengua.

Merino leyó de niño una selección de cuentos del Calila en la antología Cuentos viejos de la vieja España y quedó fascinado por ellos. El origen de la obra se remonta a los cuentos del Panchatantra indio, del siglo III o IV a.C., y estos, a su vez, de una ancestral tradición oral, explica el escritor. Ya en el siglo III d.C. un conjunto de 70 cuentos, protagonizados por personas y por animales e insertados en una peculiar estructura de árbol o de muñecas rusas, se convirtieron en el Calila y Dimna definitivo. Poco después se vertió del sánscrito al persa y, de este idioma lo tradujo al árabe Ibn al-Mucafa, que añadió un prólogo en el que él mismo añadía otros minicuentos y advertía al posible lector "que debe apurarlo todo, pues hay muchas cosas que tienen un sentido encubierto y si no lo encontrase no le aprovechará la lectura, del mismo modo que para comer la nuez tenemos que quitarle la cáscara".

La trama superficial de Calila y Dimna comienza con el rey Sirechuel y su médico Berzebuey, que es enviado a la India para recoger unas hierbas que supuestamente reviven a los muertos. Cuando llega allí, los sabios de la zona le sacan de su error: la planta milagrosa es en realidad el conocimiento, y la resurrección que consigue no es otra cosa que el paso de la ignorancia a la sabiduría, que se transmite con este conjunto de historias ejemplarizantes que a su vez le contó al rey Diselem su asesor Burduben, y que contienen todas las pasiones y comportamientos humanos, con especial énfasis en aquellos que pretende prevenir: "la ambición de poder, el fingimiento, la deslealtad, la traición, la ira destructora, la adulación, la hipocresía, la falsedad, la corrupción, pero también el espíritu solidario y la amistad verdadera...", explica Merino. Aunque las tramas principales que envuelven la estructura y algunos cuentos están protagonizados por humanos, los personajes de la mayoría de ellos son leones, bueyes, palomas, zorras, búhos, cuervos y todo tipo de animales. Quienes dan título al libro, por ejemplo, son dos hermanos chacales, especie desconocida en la España de la Edad Media y que se cambió por linces.
Hoy, editado con esmero por Páginas de Espuma, lo que era una "antigualla impenetrable" que solo podían leer hasta ahora los expertos medievalistas, regresa para todos los lectores como una obra viva que tiene mucho que ofrecer a los lectores de hoy. "Cuando le quitas a la obra su viejo ropaje lingüístico del siglo XIII te das cuenta de que la obra nos cuenta la vida tal y como es hoy, vivimos en un mundo que sigue siendo como lo describe el libro".
Los primeros microrrelatos
La modernidad del Calila también queda patente en su estructura de matrioskas y en la proliferación de microrrelatos. "Hoy se dice mucho que el microrrelato es el género del siglo XXI, pero ya lo encontramos en abundancia en este libro, que es seguramente el primero del género. Posiblemente el cuento literario clásico es muy posterior a este tipo de narraciones breves, que tienen su origen en la cultura oral. Hay que tener en cuenta que la ficción está con nosotros desde que somos especie, ha sido una manera de intentar descifrar el mundo mucho antes de la aparición de la filosofía y la ciencia. Borges decía que el día que desaparezca la novela seguiremos escribiendo cuentos porque está en nuestros orígenes.

Para Merino, no hay duda de que el Calila contribuyó a que arraigaran en nuestra literatura personajes arquetípicos como los pícaros y alcahuetas, muy presentes en esta obra. Además, "como los verdaderos clásicos, el tiempo ha ido haciendo cristalizar los valores del libro, que se comunica con nosotros sin estridencias. La fábula, el apólogo, la parábola, nos han ido llegando a través de los siglos y sedimentándose en nuestra cultura con toda normalidad. Pienso en Andersen, en Kafka, en Borges, pero no olvido elementos muy populares, cómics como La zorra y el cuervo, ni dibujos animados tan familiares como los que ha ido realizando desde hace años la factoría Disney, o los más contemporáneos de Bob Esponja...".
Aunque el narrador Berzebuey resalta las virtudes de la religión para hallar el sentido de la vida y la salvación del alma, el Calila "es un libro muy civil" que tenía por objeto instruir a los príncipes, como evidencia su estructura dialogada entre monarcas y consejeros. Un siglo después del Calila castellano, el infante don Juan Manuel empleó la misma estructura en su libro de cuentos El conde Lucanor. En esta línea, Merino señala que el Calila "sería de enorme utilidad para la educación de nuestros gobernantes".

El escritor y académico ha tenido que lidiar con un lenguaje y unas estructuras sintácticas "extrañísimas", pero no ha consultado a nadie para realizar esta versión. "Quería que toda la responsabilidad recayera sobre mí y creo que el resultado es fiel al original en un porcentaje altísimo". No obstante, le llevó mucho tiempo traducir al español actual algunas expresiones cuyo significado solo podía intuir. Pone como ejemplo "los hombres que aman a los niños a mala parte". "Le di mil vueltas y, aunque entendía que se refería más o menos a la pedofilia, decidí traducirlo como "los hombres que aman a los niños con mal fin". Como evidencia este ejemplo, el libro trata asuntos turbios que las pocas versiones adaptadas al español contemporáneo han obviado por tratarse de ediciones escolares. "Yo he mantenido todas las cosas no aptas para menores que tiene el Calila: hay prostitutas, alcahuetas, parricidios, infidelidades conyugales y, sobre todo, mucha corrupción", explica Merino.

sábado, 27 de febrero de 2016

"Cervantes en el garito" por Javier Rioyo


Miguel de Cervantes sigue dando sorpresas. Su vida fue tránsito por muchos caminos inciertos, peligrosos e ilegales. Vivió en compañía de villanos y rufianes, de jugadores de ventaja y tahúres. Una biografía llena de aventuras, naufragios, prisiones, cárceles y garitos. Amigo del naipe, conocedor de tretas, jugador de ventaja, compañero de ganchos y cómplice de tahúres. Por esa senda se tropezó con altos eclesiásticos, duques y reyes, con poetas y editores.
El mundo de esos jugadores, de esos buscadores del oro en la baraja aparece en el opúsculo de Arsenio Lope Huerta. Además de un breve retrato del juego en los tiempos del Quijote, se nos recuerda que en aquellos años de esplendor y decadencia, de riquezas y picardías, el juego era parada y fonda de la plebe y de los poderosos.
Poetas tan profundos como Góngora se transformaban ante una partida de cartas. Compulsivo jugador que pasaba de sus “soledades” a sus garitos. Quevedo dijo: “Yace aquí el capellán del Rey de bastos, / Que en Córdoba nació, murió en Barajas, / Y en las Pintas le dieron sepultura… La sotana traía / Por Sota, más no por clerecía”.
El rey Felipe III, beato, abúlico, meapilas y dominado por sus validos, que no “sacaba los pasos de los conventos de monjas, ni los oídos de las consultas de frailes”, fue uno de los mayores tahúres de la Corte. Perdió grandes cantidades al juego mientras dejaba que crecieran la fastuosidad y la corrupción en su propia casa. El rey reza, se enriquece, juega y disimula. El pueblo peca y juega. Todo está bien, todo en desorden.
En Madrid, capital de la política y la picaresca, se jugaba dinero, muebles, esclavos, propiedades y hasta la honra. Todo se jugaba en aquellas “casas de conversación”. Famosa fue en Madrid la de la calle del Olivo. Había que entrar sabiendo “de qué paño eran sus gariteros”. Recuerda Deleito y Piñuela que “atraían a los jugadores con embustes, amaños, lisonjas, pequeñas atenciones, como brasero en invierno y agua fresca en verano, convidan con el traguillo de buen vino, con el bocadillo en conserva, para explotarlos mejor con naipes señalados, quedándose con sus alhajas, y ropas en sus garras, a cuenta de préstamos usurarios”.
Cervantes nunca olvidó el juego, sus trampas y sus actores. Astrana dedica páginas a su conocimiento de los juegos y su afición. Documenta alguna fortuna conseguida en los garitos que le permitió pagar deudas y fianzas, vivir en “hotel lujoso” y hasta hacer préstamos.
Eran tiempos pícaros, tiempos de vivir peligrosamente con la colaboración de alguaciles y corchetes, de profesores de valentía, espadachines y matasietes. Picaresca ociosa de falsos ermitaños, mendigos, birladores, ladrones y rufianes. “Había tenderos de cuchilladas como de mercería. La germanía tenía allí su solio y asiento preferente”. De todo esto que vivió, jugó, perdió y hasta tuvo fortuna, el jugador Miguel nos supo traducir en la mejor literatura de nuestra lengua. Vale.

viernes, 12 de febrero de 2016

"Escrituras al pie del abismo: literatura y periodismo durante la Gran Guerra" por Luis Pousa


Antes de Joyce, Kafka y Proust
El 2 de agosto de 1914 Franz Kafka anotaba en sus deslumbrantes diarios:
Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Tarde, escuela de natación.
Escribía Kafka, claro, en un mundo sin Franz Kafka. En un mundo sin James Joyce. En un mundo sin Marcel Proust. Los tres autores que exploraron abismos hasta entonces desconocidos y que pusieron patas arriba la literatura del siglo XX (y, tal vez, la literatura desde sus orígenes mismos) todavía no habían emergido.
Kafka, como se sabe, no fue Kafka hasta junio de 1924. Después de muerto. El estallido de la Gran Guerra llegó mientras el joven autor estaba escribiendo El proceso y En la colonia penitenciaria. Apenas tenía obra publicada (solo el volumen Meditaciones), pero entre 1913 y 1919, aquejado ya de los primeros síntomas de la tuberculosis, escribió nada menos que La transformación, La condena y Un médico rural. Casi nada.
James Joyce publicaba ese mismo año 14, en el que todo amenazaba con derrumbarse entre las tinieblas, una prodigiosa colección de relatos titulada Dublineses. No llegaría hasta 1916, todavía en plena guerra, Retrato del artista adolescente, y mientras Europa se desangraba en los campos de batalla, Joyce acometía la tarea épica de dar forma a su inabarcable Ulises.
Proust tampoco era Proust en agosto de 1914. Había iniciado en 1907 la formidable aventura de escribir (y publicar) En busca del tiempo perdido, interrumpida a su muerte en 1922. El primer volumen de esta formidable novela, Por el camino de Swann, apareció en 1913 y la Gran Guerra provocó un intermedio forzoso en la edición de la obra maestra de Proust hasta 1919, cuando se publicó A la sombra de las muchachas en flor, que obtuvo un éxito fulminante a raíz de la concesión del premio Goncourt.
En las trincheras estaba naciendo, a sangre y fuego, una nueva Europa y en la trastienda del conflicto Franz Kakfa, James Joyce y Marcel Proust reinventaban la literatura moderna. Paradojas del homo sapiens.
Muy lejos de estas coordenadas estéticas navegaba felizmente Gilbert Keith Chesterton, que al arrancar la Gran Guerra ya había publicado dos entregas de la saga detectivesca del padre Brown y títulos como El Napoleón de Notting Hill o El hombre que fue jueves (una pesadilla). Brillante polemista, Chesterton había criticado muy duramente la guerra de los boers, pero fue un firme defensor de la participación de Inglaterra en la Primera Guerra Mundial, sobre la que señaló tajante en su Autobiografía:
Los hombres cuyos nombres están escritos en el monumento a los caídos de Beaconsfield murieron para evitar que Beaconsfield fuera eclipsado inmediatamente por Berlín, que todas sus reformas siguieran el modelo de Berlín y que todos sus productos fueran utilizados para los propósitos internacionales de Berlín, a pesar de que el rey de Prusia no se proclamara explícitamente soberano del rey de Inglaterra. Murieron para evitarlo y lo evitaron. A pesar de los que insisten en que murieron en vano, y además disfrutan con la idea.

Ortega entra en escena
En 1914 aparecía en el sello de la Residencia de Estudiantes de Madrid uno de esos libros cruciales, destinados a priori a cambiar el curso de la historia de una cultura, pero que luego, en un país poco dado a adentrarse en la profundidad de sus grandes voces, no tuvo el alcance ni la repercusión que merecía el contenido de sus páginas. El ensayo, titulado Meditaciones del Quijote, lo firmaba el profesor de Metafísica José Ortega y Gasset. Siguiendo las huellas del texto más extraordinario de la literatura española, Ortega sentaba algunas líneas maestras de su posterior teoría de la razón vital. Ese mismo año nacía en Madrid Julián Marías, y ya en 1950 el gran discípulo de Ortega se lamentaba de que este libro singular no había sido leído en serio «por más allá de media docena de personas». En esas seguimos.

Un volcán llamado doña Emilia
En 1914 la Pardo Bazán ya era doña Emilia. Había publicado sus grandes obras (La piedra angular, La tribuna yLos pazos de Ulloa) y estaba en la cima de su carrera. El 5 de diciembre de 1916 acudía a la Residencia de Estudiantes para impartir una conferencia titulada Porvenir de la literatura española después de la guerra, en la que expresaba sus temores sobre la perturbación que la contienda podría suponer para la futura narrativa:
Temo también si he de decir la verdad, al cambio inminente. El sacudimiento es tan violento, los sucesos tan decisivos, el trastorno tan completo, venza quien venza, que la más probable de las hipótesis es la de su influencia arrolladora en las letras y en el arte, al menos mientras vivan los que presenciaron y padecieron la tragedia. Temo una literatura excesivamente impregnada de elementos sociales, políticos, morales y patrióticos. He dicho que la temo, aunque de ella resulte quizá un bien general, esto no lo discuto. Como artista, antepongo a la utilidad la belleza. Reconozco todos los peligros de aquel individualismo romántico que emancipó la personalidad, que reclamó para el artista y el escritor la libertad de afirmarse contra todo y contra todos; reconozco igualmente la exaltación ilimitada de tal principio en el segundo romanticismo neoidealista, pero también reconozco que son bellos y que en tales evoluciones hubo un germen vital. No fue época muerta. Y el arte es vida intensa, hirviente, libre. Y después de la guerra, ese germen y su florecimiento individualista han de ser reprimidos y hasta condenados. ¿No notáis ya cómo todo se opone a la expansión individualista? ¿No oís las máximas, no observáis cómo cuajan los programas futuros? Escuchad lo que se repite: organización, organización, disciplina, disciplina. Formémonos, alineémonos, no consintamos que se salga de filas nadie. Bien sé yo que en España se corre poco riesgo de adoptar semejante dogma; nadie es menos reductible a organizaciones compactas y bien trabadas que el español. Sin embargo, o un fenómeno constante habrá de desmentirse ahora, o cuando toda Europa esté empantanada en la literatura útil, nosotros también seguiremos el movimiento. Y se dará el espectáculo curioso de un pueblo muy anárquico en la vida y muy disciplinado en el arte. Más valiera que fuese al revés.

Valle-Inclán se va al frente
Valle-Inclán no se limitaba entonces a sus poemas, a su kif, a su prosa infinita. No fue un espectador pasivo de «la más alta ocasión que vieron los siglos». El 21 de enero de 1916 llegaba a París con el objetivo de pisar las trincheras y ejercer de corresponsal de guerra de El Imparcial, de Madrid, y de La Nación, de Buenos Aires.
Además de las crónicas para la prensa, de su intensa experiencia en el frente occidental —que incluyó un periplo en avión militar sobre cuya veracidad los expertos no acaban de ponerse de acuerdo— emergieron dos libros de extremada fiereza literaria y vital: La media noche y su prolongación, En la luz del día, donde retrata muy a su manera la peripecia bélica. Así avanzaba el propio autor su objetivo:
La guerra no se puede ver como unas cuantas granadas que caen aquí o allá, ni como unos cuantos muertos y heridos que se cuentan luego en las estadísticas; hay que verla desde una estrella, amigo mío, fuera del tiempo, fuera del tiempo y del espacio.
Y así arrancaba, a fin de cuentas, La media noche:
Son las doce de la noche. La luna navega por cielos de claras estrellas, por cielos azules, por cielos nebulosos. Desde los bosques montañeros de la región alsaciana, hasta la costa brava del mar norteño, se acechan los dos ejércitos agazapados en los fosos de su atrincheramiento, donde hiede a muerto como en la jaula de las hienas. El francés, hijo de la loba latina, y el bárbaro germano, espurio de toda tradición, están otra vez en guerra. Doscientas leguas alcanza la línea de sus defensas desde los cantiles del mar hasta los montes que dominan la verde plana del Rhin. Son cientos de miles, y solamente los ojos de las estrellas pueden verlos combatir al mismo tiempo, en los dos cabos de esta línea tan larga, a toda hora llena del relampagueo de la pólvora y con el trueno del cañón rodante por su cielo.
Valle, empotrado con el ejército francés en el frente, no escondía su predilección por el bando aliado y arremetió sin piedad contra alemanes y germanófilos.
Así describe, en La media noche, el ambiente entre las tropas galas:
Los oficiales se encorvan consultando las grandes cartas geográficas. Cuando alguna vez nombran a los alemanes lo hacen sin odio ni jactancia […] De tarde en tarde aparece en la puerta un oficial que saluda cuadrándose: viene de la oscuridad, del barro, de la lluvia, y trae un pliego. El general le estrecha la mano y le ofrece una taza de café caliente. Después, le ruega que hable, con esa noble cortesía que es la tradición de las armas francesas.
En cambio, reflejaba de esta guisa la atmósfera en las trincheras alemanas:
Las bombas caen en lluvia sobre las trincheras alemanas. Los soldados, atónitos, huraños a los jefes, esperan el ataque de la infantería enemiga, sin una idea en la mente, ajenos a la victoria, ajenos a la esperanza.
[…]
Los jefes sienten la muda repulsa del soldado. A los que sirven las ametralladoras se les trinca con ellas para que no puedan desertar, y el látigo de los oficiales, que recorren la línea de vanguardia, pasa siempre azotando.
Valle transitaba esos días su viaje interior desde el modernismo al esperpento, que ya afilaba sus zarpas en la prosa del gigante:
Dicen que es la guerra… ¡Mentira! Nunca el quemar y el violar ha sido una necesidad de la guerra. Es la barbarie atávica que se impone… Todavía esos hombres tienen muy próximo el abuelo de las selvas, y en estos grandes momentos revive en ellos. Es su verdadera personalidad que la guerra ha determinado y puesto de relieve, como hace el vino con los borrachos.

Sofía Casanova, en las trincheras
Un caso excepcional fue el de Sofía Casanova. Casada con un diplomático polaco, el estallido de las hostilidades la sorprendió en Varsovia, donde luego trabajó como voluntaria de Cruz Roja y desde 1915 ejerció de corresponsal de guerra para ABC, diario para el que también cubrió la Revolución rusa y la invasión nazi de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial.
En diciembre de 1917, Sofía Casanova, un talento sin equivalentes en el periodismo de su tiempo, entrevistó en San Petersburgo a León Trotsky, al que interrogó sobre el posible fin de la contienda:
Nuestra política es la única que puede hacerse en el presente. El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la esperanza de que se haga no la paz aislada de Rusia, sino la general, la de todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo de recibir un radiotelegrama de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de armisticio y de gestiones pacifistas.
Casanova, tras la charla, dedicó unas palabras proféticas a los revolucionarios:
Al fanatismo jerárquico del Imperio sustituye el otro, el de la ergástula en rebeldía. ¿Qué pueblo podrá ser feliz gobernado por el terrorismo de abajo?
En sus textos de la época, recogidos parcialmente en De la guerra, destilaba Sofía Casanova una asombrosa profesionalidad:
Combato las noticias escritas, discuto los hechos que me comunican, indago, deduzco, doy ejemplos de la barbarie de todos […] Y me duele la confusión, el recelo, el dolor de todos y el esfuerzo que hago equilibrándome, buscando el punto de apoyo de la verdad en la vorágine de nombres, cifras, muertes, martirios, sangres y llamas.
Católica y pacifista hasta el tuétano, calificaba la guerra como «un horrendo crimen» que «bestializa a los hombres y ciega sus almas con un odio colectivo». Amén.
En febrero de 1917 La Voz de Galicia, donde la periodista colaboraba ocasionalmente, se hacía eco en la portada de la publicación de De la guerra, que recogía «la serie de admirables crónicas escritas desde Polonia y Rusia por la notable escritora y distinguida coterránea nuestra, Sofía Casanova». «Es Sofía Casanova el único español que ha visto y ha sentido la guerra, y tal vez por eso la describe como nadie», subrayaba la nota, publicada bajo un artículo enviado desde Madrid por una firma clásica del diario en la época, Francisco Camba, hermano pequeño (pero no menor) del enorme Julio.

Camba, un periodista de otro mundo
Fue Julio Camba un periodista de otra galaxia, único en su especie. No tuvo antecesores, ni tiene sucesores. Fue testigo excepcional (en muchos sentidos de la palabra) de la Gran Guerra. En el otoño de 1913 fichó por ABC y debutó como corresponsal en un Berlín donde ya retumbaban los tambores de guerra. En Alemania asistió al estallido de la contienda y allí permaneció hasta marzo de 1915, cuando su diario lo envió a Londres. Estuvo otro año en el Reino Unido, aunque, como en Berlín, tendía a escapar del omnipresente monotema de las batallas y, fiel a su estilo, se deslizaba por las calles a la caza de esa trastienda de las ciudades que él buscaba (y encontraba) como nadie. En Berlín contaba anécdotas mínimas de las terrazas de los cafés y de la semana blanca, y en Londres, en lugar de analizar la geoestrategia ministerial, se dedicaba a recorrer y describir losnight clubs.
En la primera página de Alemania, ya incluía una rotunda «advertencia del autor»:
Este libro fue escrito en los meses inmediatamente anteriores a la primera Gran Guerra. Así era en aquella época Alemania y así éramos nosotros. Desde entonces, a nosotros se nos han caído algunos dientes y bastante pelo, y a Alemania no solo se le cayeron las fábricas, los puentes, los altos hornos y las catedrales, sino que hasta se le llegaron a caer provincias enteras; pero, en lo fundamental, quizá ni Alemania ni nosotros estamos tan cambiados o tan disminuidos como pudiera parecer a primera vista.
Antes de que rematase la Gran Guerra tuvo tiempo de ejercer de corresponsal en otros dos países. Pasó doce meses en Nueva York, tiempo que plasmó en las crónicas de Un año en el otro mundo, y al volver a Madrid en 1917 abandonó el conservador ABC para fichar por el liberal El Sol, que de inmediato lo despachó rumbo a París para que asistiese en la capital de Francia a los estertores de la contienda.
Había estado en cuatro escenarios privilegiados para narrar el conflicto, pero no había contado su particular visión de la lucha. Solo a toro pasado, en las postrimerías, se zambulló en la cuestión. Lo podemos leer en La rana viajera (Una nueva batracomiaquia), donde apuntó:
La guerra ha terminado en todo el mundo excepto en España. Los alemanes se han rendido, pero no así los germanófilos, quienes siguen apoyando al káiser y cantando las victorias de Hindenburg. Los aliados, por nuestra parte, seguimos creyendo que Inglaterra y Francia representan la libertad, la democracia, el derecho de los pueblos, etc.
Camba se despachaba a gusto con germanófilos y teutones, por ejemplo, en el delicioso texto titulado Si los alemanes hubiesen ganado:
Si los alemanes hubiesen ganado, en efecto, el problema de las nacionalidades dejaría de ser un conflicto, porque todos seríamos alemanes. Todos seríamos alemanes, y hasta es posible que todos fuésemos rubios. Y, siendo alemanes todos los hombres, no tan solo no habría conflictos internacionales, sino que no habría tampoco discusiones particulares. Todos tendríamos las mismas ideas.
Y en El libro futuro apostillaba, como sutil indagador de la realidad humana:
Todo el mundo sabe que los alemanes no suelen reír los chistes hasta veinticuatro horas después de haberlos oído, que es cuando «les ven la punta». Dentro de veinte años le verán también la punta a la guerra europea y romperán a llorar. Llorarán en verso y llorarán en música. Llorarán todos los violines, todas las arpas, todas las gaitas, todos los saxofones, todos los contrabajos del eximperio. Alemania entera llorará, y llorará mucho; pero llorará tarde.
Pero esa ya es otra historia. Esta acaba en el bosque de Compiègne el 11 de noviembre de 1918. Diez millones de muertos después, ha concluido la Gran Guerra.
Ese día Kakfa no se asomó a sus diarios. De hecho, no escribió ni una sola línea durante 1918.
Pero el 4 de agosto de 1917, tres años después de su tarde en la escuela de natación de Praga, había anotado premonitoriamente en su cuaderno:
Las trompetas resonantes de la nada.

martes, 15 de diciembre de 2015

"¿Pueden los poetas ser buenos amigos?" por Manuel Vicent


Un día de otoño de 1977, cuando la Academia sueca lanzó el nombre de Vicente Aleixandre como premio Nobel de Literatura, unos periodistas ingleses llamaron a la Embajada española en Londres para que les facilitara información acerca del galardonado. Alguien les hizo saber que, en efecto, se trataba de un gran poeta español, pero que era más conocido como actor de cine y teatro. A bote pronto, aquel tipo de la embajada lo había confundido con el cómico Manuel Alexandre y así salió la noticia en la primera edición de algún periódico. Ese error persistió mucho tiempo también en España. Algunos admiradores se acercaban a la tertulia del café Gijón para felicitarle: “¡Enhorabuena, don Manuel, por ese Nobel tan merecido!”. Lo siguieron felicitando en plena calle cuando Vicente Aleixandre ya había muerto y el actor terminó por dar las gracias.
Vicente Aleixandre, el Nobel auténtico, había nacido en Sevilla en 1898. Pasó la primera juventud en Málaga, donde conoció y se hizo amigo del poeta Emilio Prados. Instalado en Madrid, estudió Derecho y fue profesor de Mercantil en la Escuela de Comercio. Pero en 1925 una tuberculosis nefrítica lo condenó a pasar gran parte de su vida entre la cama y el sillón, convertido en un convaleciente profesional. Durante la Guerra Civil, a causa de una denuncia anónima, sufrió el interrogatorio toda una noche en la famosa y siniestra checa del Bellas Artes, de la que le salvó Pablo Neruda, cónsul de Chile en Madrid.
Vicente Aleixandre llevaba con suma discreción su homosexualidad. Varado en su sillón de orejas en el chalé de la calle Velintonia, 3, en la colonia del Metropolitano de Madrid, ejerció el papel de representante del exilio interior cuando la mayoría de sus compañeros de la Generación del 27 fue aventada a las tinieblas exteriores o triturada con la muerte y la cárcel por la represión franquista. Otros también se quedaron. Cuando al poeta Gerardo Diego se le invitó a trasladarse a Valencia junto con Antonio Machado y otros intelectuales, el aludido exclamó: “¿Cómo me voy a ir al exilio si me acabo de comprar un piano?”.
En el mundo de la literatura pende siempre una pregunta insidiosa: ¿pueden ser realmente grandes amigos los poetas y escritores? Vicente Aleixandre es la respuesta, porque él ejerció la amistad como su mejor poema, con un oficio casi sagrado. Aun con una movilidad limitada, sin abandonar el sillón, con una manta en las rodillas y un perro junto a las babuchas, fue el nudo limpio y propicio entre varias generaciones de poetas, siempre dispuesto a evitar o solventar rencillas. Cualquier escritor tiene un memorial de agravios y sabe que jamás será citado por un determinado crítico o periodista cultural, y en su paranoia creerá que los elogios a otro colega afín siempre son dardos que desde la oscuridad del resentimiento o de la envidia se disparan en su contra.
En aquella Residencia de Estudiantes, paradigma de la clara inteligencia de una élite juvenil, Lorca, Dalí y Buñuel ¿eran amigos de verdad o más bien estaban devorados por los celos? ¿Qué gatos guardaba Alberti en la tripa contra Lorca? ¿Por qué aquellos poetas exquisitos despreciaban a Miguel Hernández? Alrededor de la generosidad y bonhomía de Vicente Aleixandre se movía aquel grupo de poetas: Dámaso Alonso, Cernuda, Altolaguirre, Prados, Lorca, Alberti... En una ocasión, Lorca había decidido visitar a Aleixandre y alguien le advirtió que Miguel Hernández estaba allí en ese momento. Lorca exclamó: “Si está ese, no voy”.
Versos soleados
Miguel Hernández había llegado a Madrid con unos cuadernos llenos de versos soleados que olían como el propio autor a campo y cabrío. El joven poeta iba calzado con albarcas de pastor y llevaba todo su origen rural a cuestas, pero en aquel pequeño cotarro de evanescentes narcisos donde cayó como un ser extraño el único que desde el principio ponderó su talento y le dio amparo afectuoso fue Vicente Aleixandre.
Durante la noche oscura del franquismo, el chalé de Velintonia, 3, siempre abierto, fue el apeadero por donde pasaban los nuevos poetas para ser bendecidos, animados o confortados. Jaime Gil de Biedma estuvo muchas veces allí y fue el emisario que llevó el espíritu de Aleixandre al grupo de poetas de Barcelona: Carlos Barral, Gabriel Ferrater, José Agustín Goytisolo... Gil de Biedma narra en su diario de 1956 una de sus primeros encuentros, con poco más de 20 años. “Visita a Vicente Aleixandre, algo envejecido pero siempre dispuesto a interesarse y a entender… larga conversación en el jardín…”.
Una tarde, en la tertulia del café Gijón una señora de provincias se acercó al actor Alexandre y le dijo: “Hay que ver lo bien que le sienta a usted el Nobel, don Manuel”. Y le pidió un autógrafo.