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domingo, 7 de agosto de 2022

"Vacaciones abrasadoras y aburridas en el Madrid desierto de Ignacio Aldecoa" por Lourdes Ventura




"Cuando Elisa salió a la calle caía el sol tras de las altas casas del otro lado de la avenida [...] Casi no había tráfico y los pocos coches que pasaban lo hacían lentamente. Era la hora perezosa y misteriosa en que los juegos de los niños pasan a ser mágicos, en que los dibujos en el polvo se transforman en criptogramas cabalísticos y en el que las conversaciones se adormilan en susurros plenos de complicidad".

Así describe Ignacio Aldecoa (Vitoria, 1925 - Madrid, 1969) la hora del crepúsculo en el Madrid desierto del verano, en donde su protagonista se mueve a la deriva, entre las terrazas de los cafés y las tabernas populares a las que acude con un fotógrafo bohemio. La atmósfera de Los pájaros de Baden-Baden evoca la respiración interna de unos personajes burgueses aplastados por el calor y el aburrimiento. La acción del relato se desarrolla en un tiempo delimitado: los días de julio y agosto, hasta las primeras lluvias de septiembre. El calor en la ciudad despoblada es un protagonista más.
Una joven algo perdida se ha quedado en Madrid para escribir un libro. A mediados de los años 60 una mujer sin marido resultaba una mujer incompleta. Elisa, universitaria y bella, refugiada en las habitaciones sofocantes de su casa, tiene miedo de la futura derrota de su cuerpo: "Ahora la abrazaba el temor de la vergüenza de la edad: de sus treinta y cuatro años y su soltería".

Aun así, Elisa es capaz de sentarse sin compañía a la hora del ocaso en una terraza del paseo de Rosales. Ante una mujer atractiva y solitaria, rodeada de cuadernos de trabajo como un muro simbólico, los Rodríguez de aquellos calurosos veranos sólo se atrevían a franquear la muralla intelectual si previamente habían sido presentados. Para entender la sensualidad reprimida de aquel tiempo –y es un punto central que conecta directamente el deseo no exteriorizado con el calor manifiesto en este relato–, hay que fijarse en los diálogos a medias de los otros dos hombres que asedian a la protagonista con el mayor de los disimulos.

Ricardo, casado con una compañera de estudios de Elisa, la aborda por casualidad en la terraza de Rosales: "Pero ¿qué haces tan sola? Pero ¿qué haces aquí? Esto se avisa, traidora". Confianzudo, simpático, comenta que está guapísima y prepara el camino para volverla a ver otro día, en una piscina, en una terraza nocturna a las afueras de Madrid, huyendo del calor. Empieza, como táctica, dando un poco de pena: "Yo, de Rodríguez, como un perro sin amo. Por la mañana, el Ministerio. Como en cualquier parte. Luego la siesta y a aburrirme".

Un confidente maduro

Hay otro Don Juan llamado Pedro, un médico. También saldrá con Elisa a las terrazas. Su esposa y Elisa son buenas amigas. Él hace de confidente maduro; cuando los celos pueden con él, imaginamos que esta declaración inconclusa viene de lejos: "Si tú hubieras sido razonable… Elisa, si tú hubieras querido… Lo mismo en el verano que en el invierno… A veces no cuentas con que los demás, con que yo…". Elisa le corta bruscamente: "No sigas".

Sólo el fotógrafo artista, en su desenvoltura y a golpe de cubalibres, consigue conquistarla, para decepcionarla pronto. "Yo creo que en el estudio hace más calor, pero puede que usted esté más cómoda […] El blancor de los azulejos y el agua de las pilas dan una impresión de frescor".

Ella ha acudido a ver al artista para contratar unas fotos para su trabajo. El desorden de la casa bohemia, el joven que baja las escaleras, con shorts y una camisa atada a la cintura, a por "un gran trozo de hielo", las artísticas fotografías en las carpetas, el cubalibre que anuncia otras copas. El narrador omnisciente describe lo que debió pensar Elisa: "El hielo en los vasos estaba lleno de campanillas y luceritos".

En las novelas de veranos tórridos siempre se bebe un alcohol específico. Al inicio del relato de Aldecoa, Elisa toma un sorbo de cerveza para comprobar que está "desagradablemente tibia". Su amigo Ricardo llama al camarero y pide: "Cangrejos y cerveza muy fría". Con el bohemio, beberá cubalibre con mucho hielo. Los personajes de Los caballitos de Tarquinia, de Marguerite Duras, de veraneo en la calurosa provincia de Viterbo, beben sin parar Campari. Es esta novela de Duras una de las mejores historias sobre un verano abrasador. Profundo, existencial, amenazante, es el calor de Argel en El extranjero, de Camus.

En el entierro de la madre del protagonista "el resplandor del cielo era insostenible". En un momento dado el cortejo funerario pasa por un camino en obras recientes: "El sol había hecho saltar el alquitrán. Los pies se hundían en él y dejaban abierta su carne brillante". En El extranjero, el protagonista bebe café con leche, como en otros lugares de África donde se aplacan las altas temperaturas con bebidas calientes. En un relato de los Cuentos romanos, de Alberto Moravia, el calor de Roma invita a tomar Martinis.

Elisa, en Los pájaros de Baden-Baden, sentada en Rosales "como si estuviera en un mirador que al mismo tiempo fuese un muelle", ve tornarse de rojo la tarde madrileña como si se tratara del Mediterráneo. "Había dejado sus cuadernos abandonados sobre el mármol del velador y miraba al mar resultante de muchos mares de verano", escribe Aldecoa. El autor de Con el viento solano, más surrealista ibérico que realista, tertuliano insomne, esposo de la escritora Josefina Rodríguez, fue amado por el cine y Mario Camus llevó a la pantalla varias de sus obras, entre ellas estos Pájaros de Baden-Baden.

Nuestros padres y abuelos repetían en verano esta frase: "Madrid en agosto, con dinero y sin familia, Baden-Baden". Se atribuye a Francisco Silvela, Presidente del Consejo de Ministros entre 1899 y 1903. Una invención paradójica, comparar el lujoso balneario de la Belle Epoque, en Baden-Baden, al suroeste de Alemania, con el castizo Madrid de finales del XIX, caluroso, popular y de sillas al fresco con botijos. La ironía de Aldecoa es retratar a un puñado de seres varados en un Madrid marítimo y solitario y hacer un guiño al público con ese Baden-Baden lejano, fastuoso y soñado.

miércoles, 3 de agosto de 2022

"La redención americana de Lorca: así escribió 'Poeta en Nueva York' entre la depresión y el desamor" por Nuria Azancot




Era su primer viaje a América, pero al partir el 19 de junio hacia Estados Unidos a bordo del transatlántico Olympic desde el puerto de Southampton, el desánimo abrumaba a Federico García Lorca (Fuente Vaqueros, 1898 - Viznar, 1936). Por una parte, no lograba superar su ruptura sentimental con el escultor Emilio Aladrén, amigo de Salvador Dalí y de Maruja Mallo, que lo describía como "un lindo chico, muy guapo, muy guapo, como un efebo griego. Era un festejante mío (como dicen en Argentina) y Federico me lo quitó […]". Tras dos años de relación (1927-1928), Aladrén había abandonado al poeta por la inglesa Eleanor Dove.

Por si esto fuese poco, tras el éxito del Romancero gitano sufrió las burlas insidiosas (y tal vez tiznadas de envidia) de sus mejores amigos, Dalí y Luis Buñuel, que tildaron su poesía de "comerciable" y vulgarizadora. Y, finalmente, él mismo temió estar convirtiéndose en una suerte de autor folclórico dedicado a la gitanería.
Su depresión era tal (según Ian Gibson le rondó incluso la idea del suicidio) que Fernando de los Ríos, su antiguo profesor y amigo de la familia, le pidió que le acompañara a Nueva York. Y Lorca aceptó, a pesar de escribir al embajador de Chile, su íntimo Carlos Morla Lynch, que "New York me parece horrible pero por eso mismo me voy allí". Ya en el barco, poco antes de desembarcar, insistía: "Me siento deprimido y lleno de añoranzas. Tengo hambre de mi tierra. […] No sé para qué he partido; me lo pregunto cien veces al día. […] no me reconozco. Parezco otro Federico".




Y, sin embargo, cuando desde el buque tuvo su primera visión de Nueva York, el 26 de junio, le deslumbraron los rascacielos iluminados "que tocaban las estrellas", "las miles de luces, los ríos de autos" de aquella "Babilonia trepidante y enloquecedora". Tanto que apenas dos días después de desembarcar, escribió a su familia que "París me produjo gran impresión, Londres mucho más, y ahora New York me ha dado como un mazazo en la cabeza", y para subrayar lo increíble de la ciudad, les aseguraba que en solo tres de sus grandes edificios "cabe Granada entera. Son casillas donde caben 30.000 personas".
"Aprendiendo" inglés

Al final, pasaría nueve meses en Nueva York y otros tres meses en Cuba. Como si de un estudiante actual en viaje agosteño de estudios se tratara, el fin oficial de la aventura americana de Federico era aprender inglés. Lorca empezó a seguir cursos para extranjeros de la Universidad de Columbia en junio y julio, pero con tan poca dedicación como se temían quienes le conocían bien.

De hecho, antes de partir en La Gaceta Literaria se pudo leer: "¿A qué va Lorca a New York? ¿A aprender el inglés? […] Aprenderá el inglés en dos meses, con gramófono".
Lejos de las aulas, Lorca comenzó a frecuentar a León Felipe, Ángel Flores, Francisco Ágea, y se encontró con españoles de paso en la ciudad, como Julio Camba, Concha Espina, Antonia Mercé, Encarnación López (La Argentinita) o Ignacio Sánchez Mejías...

Cuando llegó agosto, el poeta, que no se había presentado al examen de inglés de la Universidad, escribió "El rey de Harlem", donde leemos "El sol que se desliza por los bosques / seguro de no encontrar una ninfa, / el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño, / el tatuado sol que baja por el río / y muge seguido de caimanes") y "1910 (Intermedio)", dos de los primeros poemas de lo que sería Poeta en Nueva York. También la revista Alhambra, que dirigía en Nueva York su nuevo amigo Ángel Flores, publicó dos romances traducidos al inglés y varias fotografías del poeta

Cielo abierto

Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba.
Cerca de las piedras sin jugo y los
insectos vacíos
no veré el duelo del sol con las
criaturas en carne viva.

Pero me iré al primer paisaje
de choques, líquidos y rumores.
que trasmina a niño recién nacido
y donde toda superficie es evitada,
para entender que lo que busco
tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor
y las arenas.

[...]
Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba;
pero me iré al primer paisaje de
humedades y latidos
para entender que lo que busco
tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor
y las arenas.

Vuelo fresco de siempre sobre lechos
vacíos,
sobre grupos de brisas y barcos
encallados.
Tropiezo vacilante por la dura
eternidad fija
y amor al fin sin alba. Amor.

Al tiempo, se multiplicaban las invitaciones para que pasase una temporada lejos de Nueva York, huyendo de las altísimas temperaturas de la ciudad. Finalmente, aceptará la de Philip Cummings e irá con su amigo a Eden Mills, en el estado de Vermont, un pintoresco pueblo fronterizo con Canadá.

Vacaciones en Vermont

Dicen los especialistas que la estancia en Vermont resultó clave para Lorca, pues el "paisaje prodigioso" le ayudo a soportar "una melancolía infinita" y resultó además muy fructífera en lo que a la creación poética se refiere. Escribió mucho y probablemente allí, en un estado de desesperación, nacieron los poemas "Cielo vivo", "Poema doble del Lago Edén" –con versos tan estremecedores como "Quiero llorar porque me da la gana / como lloran los niños del último banco, / porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, / pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado"–, "Vaca" y "Tierra y luna" de su futuro libro neoyorquino.

Y sin embargo, a pesar de la amabilidad de la familia Cummings, Lorca sentía que se ahogaba en aquella vida demasiado tranquila que no solo contrastaba con las seis bulliciosas semanas vividas en Nueva York sino que, al parecer, le despertaban unos recuerdos tristes que le quemaban, según le confesó a Ángel del Río en una carta de finales de agosto.


En los poemas escritos durante esas semanas, sin embargo, son escasas y difusas las alusiones a lo extremado del clima, pues lo cierto es que Lorca seguía profundamente impactado por el trato dispensado a la minoría negra. De ahí que los poemas agosteños de Poeta en Nueva York mencionados fuesen para el poeta y dramaturgo un verdadero grito de horror, de denuncia contra la injusticia y la discriminación, contra la deshumanización de la sociedad moderna y la alienación del ser humano.

El resto de las vacaciones lo pasó en Bushnellsville y en Newburgh, disfrutando la hospitalidad, primero, de Ángel del Río y, luego, de Federico de Onís. Probablemente de esos días datan "Vuelta de paseo", "Nocturno del hueco", "Paisaje con dos tumbas y un perro asirio", "Ruina" y "Muerte". En total, García Lorca pudo pasar unas cinco semanas fuera de la ciudad en las que no dejó de escribir su futuro libro, que, sin embargo, no pudo publicarse hasta 1940, cuatro años después de su muerte.

Sin embargo, su transformación poética y personal había sido tan completa esos meses, tan abrumadora, que cuando años más tarde (entre 1931 y 1935) pronunciaba en distintas ciudades su conferencia-recital "Un poeta en Nueva York", solía dirigirse al público precisando: "He dicho un poeta en Nueva York y he debido decir Nueva York en un poeta".

jueves, 21 de julio de 2022

"Noticias que nos traen las novelas" por Juan Gabriel Vásquez




En uno de sus muchos ensayos extraordinarios, ¿Cómo deberíamos leer un libro?, Virginia Woolf dice, palabras más o menos, que leer una novela es un arte difícil y complejo: el lector ha de ser capaz de una percepción muy fina, pero además de grandes audacias de la imaginación, si quiere hacer uso de todo lo que el novelista le puede dar. Me gusta todo en estas líneas: me gusta la defensa de la dificultad, que no es popular en nuestros tiempos, y me gusta la audacia aplicada a la imaginación (ya que no todas las imaginaciones son iguales); pero sobre todo me gusta el concepto de “hacer uso” de lo que ofrece el novelista, pues contradice el lugar común, que cada día me resulta más irritante, de que la ficción no sirve para nada: de que su importancia, si es que le reconocemos una, es la importancia de las cosas inútiles.

Pues bien, hace unos meses, en un festival de Lancaster, tuve la oportunidad de defender la convicción contraria, y creo haber recordado el ensayo de Woolf para poder hacerlo. Dije que los lectores, o cierto tipo de lectores, usamos la literatura; que la usamos como se usa una herramienta, y que la pregunta más bien debería ser: ¿para qué la usamos? Una respuesta posible es que la usamos como fuente de información o de conocimiento, para saber cosas que no podrían saberse de otra forma o para obtener lo que Javier Marías llama reconocimiento: la literatura como forma de “saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía”. He olvidado dónde encontré por primera vez estos versos de William Carlos Williams, pero sé que no soy el primero en traerlos a colación para defender la misma idea. La traducción es mía:

“Mi corazón se levanta

pensando en traerte noticias

de algo

que te concierne

y concierne a muchos hombres. Mira

lo que pasa por lo nuevo.

No lo encontrarás allí

sino en

poemas despreciados.

Es difícil

obtener noticias de los poemas

pero cada día los hombres mueren infelices

por falta

de lo que allí se encuentra”.

Los poemas como portadores de noticias: lo mismo puede decirse de las novelas, y acaso con algo de filología. Salvo algunas excepciones, como el español y el inglés, la mayor parte de Europa se refiere a las obras largas de ficción en prosa con una palabra derivada de romanice, que en latín medieval (esto me informan mis diccionarios) describe la lengua natural o común por oposición a la lengua escrita de los eruditos y las élites. Esta pequeña intuición etimológica me complace, debo confesarlo, porque refleja el impulso democrático que para mí es inseparable de la novela moderna: este género nacido con Rabelais o con el Lazarillo o con el Quijote, pero en todo caso con la idea de contar las vidas de gentes que nunca habían sido importantes. Pero nuestra hermosa palabra novela, que en italiano o en francés antiguo traía a cuestas el significado de “noticias”, me parece profundamente satisfactoria. Con su sugerencia de mensajeros que nos llegan desde países ignotos, con esa fascinación implícita por la realidad cotidiana —la que uno vería en los periódicos—, la novela promete hablarnos de lo que nos “concierne y concierne a muchos hombres”: en otras palabras, promete traernos noticias.

Ahora bien: la naturaleza de estas noticias siempre ha sido difícil de definir. Desde luego, no se trata de la información que buscamos en el periodismo o en la historia, por muy preciada que sea; no se trata de una información cuantificable ni que pueda confirmarse empíricamente, y muchos de los malentendidos acerca de las novelas surgen cuando se espera de ellas esa información. Por supuesto, cualquier lector atento cerrará El jugador de Dostoievski sabiendo más que antes sobre casinos, y probablemente aprenderá con La defensa de Nabokov muchas cosas que no sabía sobre el ajedrez. Pero si eso es todo lo que el lector obtiene —o todo lo que buscaba—, decir que ha perdido el tiempo es quizás un eufemismo cariñoso.

La novela que llamamos histórica ha sido a menudo víctima de este tipo de malentendidos. De nuevo: todos los lectores de La guerra del fin del mundo recogerán datos interesantes sobre la revolución de Canudos en el Brasil decimonónico, y no puedo sino alegrarme de que lo hagan, del mismo modo que todos los lectores de Wolf Hall aprenderán mucho sobre la corte de Enrique VIII. Pero tanto Vargas Llosa como Hilary Mantel, sospecho yo, quieren mucho más que ser tan precisos como la historia: quieren, sobre todo, contarnos algo que la historia no nos cuenta. La mejor historia es insustituible como fuente de cierto tipo de informaciones. ¿Qué sentido tendría utilizar la ficción para dar a los lectores más de lo mismo? La única razón de ser de la novela, dice Hermann Broch, es decir lo que sólo la novela puede decir. Las noticias que nos dan las novelas de A. S. Byatt o de Sebald o de Javier Marías —sobre el pasado, sobre el presente, aun sobre el futuro: pensemos en Tu rostro mañana— no se encuentran en ningún otro lugar del mundo.

Carlos Fuentes se preguntaba qué es la imaginación sino la transformación de la experiencia en conocimiento. Y así es: la ficción es conocimiento y siempre lo ha sido; y, aunque es cierto que se trata de un conocimiento ambiguo, impreciso e irónico, los lectores de novelas sabemos que nuestra comprensión del mundo sería incompleta sin él, o fragmentaria, o incluso gravemente defectuosa. Esto es lo que ofrece la ficción: para esto la usamos. Puede que me equivoque, pero me parece que esta idea cobró un nuevo significado para muchos en los meses de la pandemia (que ahora tratamos como si se hubiera ido, como si ya no estuviera). Para mí, desde luego, así ocurrió.

Me contagié del virus a finales de febrero de 2020, tan pronto que las pruebas de mi país no pudieron diagnosticarlo correctamente; durante unos meses, tras superar una neumonía y recuperarme sin consecuencias graves, estuve convencido de haber tenido un virus diferente, aunque cada nuevo síntoma confirmado por los medios de comunicación resultó estar presente en mi caso. La incertidumbre que sentí entonces cedió el paso con el tiempo a nuestra incertidumbre general, a la dificultad colectiva para saber cómo debía tratarse todo aquello. Hoy me parece, cuando miro por mis ventanas digitales (a través de las cuales prácticamente ningún lugar del mundo escapa a nuestra mirada), que la pandemia ha anulado o mermado nuestra capacidad de imaginar a los demás —su ansiedad, su dolor, su miedo— y ha agotado nuestras estrategias para afrontar nuestro propio miedo, nuestro propio dolor, nuestra propia ansiedad.

En esos meses difíciles, me consta que cientos o quizá miles de lectores echaron mano de La peste de Albert Camus, o del Diario del año de la peste, el libro tramposo y maravilloso de Daniel Defoe. Hay algo fascinante en este comportamiento, que contiene un impulso casi religioso (los creyentes buscando respuestas en un libro) y al mismo tiempo profundamente práctico y materialista: las novelas como intérpretes de nuestras enfermedades, si se me permite tomar prestado el hermoso título de Jhumpa Lahiri; o, por decirlo de otro modo, la ficción como vademécum. Estas palabras, sabrán los lectores, significan “ven conmigo”. Eso es lo que pido a mis ficciones predilectas: que vengan conmigo, que me acompañen, que me ayuden a interpretar lo que nos pasa y, al hacerlo, que me traigan noticias del mundo.

miércoles, 20 de julio de 2022

"Todas las vidas de Pessoa" por Antonio Muñoz Molina



Fernando Pessoa tenía una gran afición a los sellos de caucho, a los objetos diversos de papelería, a las máquinas de escribir, a los papeles de calco, a las tarjetas de visita, a las hojas con membrete de los negocios y las oficinas donde se ganaba la vida, nunca como empleado fijo, sino como colaborador eventual. Fernando Pessoa iba atareadamente de un lado a otro por las calles de la Baixa de Lisboa, y las que suben al Chiado o al Campo de Ourique, las que se extienden paralelas al río y a los muelles, el Cais do Sodré, el de Alcântara, ensimismado siempre, incluso cuando lo acompañaba algún amigo, llevando bajo el brazo su cartera muy gastada de cuero, en la que podía guardar de todo: cartas de negocios recién traducidas o borradores de poemas o de horóscopos, o de cartas al director para algún periódico de Lisboa o de Londres o Glasgow, que rara vez se publicaban, y que muchas veces él no enviaba, y ni siquiera llegaba a terminar.

En la cartera, bajo el brazo, sobre todo en los últimos años, Pessoa solía llevar también una botella mediana, y cada noche, antes de subir a su casa, pasaba por el ultramarino de la esquina y el tendero, que lo conocía bien, se la llenaba de coñac barato a granel, y sin que él lo pidiera le daba también un paquete de cigarrillos y un envoltorio con algo de queso y de pan. Unas veces el señor Pessoa, tan educado y amable, pagaba de inmediato, y otras veces dejaba a deber la cuenta, que por temporadas se acumulaba sin que el tendero llegara a inquietarse mucho, y menos todavía dejara de atenderlo. Tampoco le negaba nunca sus servicios, aunque se retrasara mucho en los pagos, el peluquero de la misma calle, que le cortaba el pelo y le afeitaba todas las mañanas.

En la casa que compartía con la familia de su hermana, y en la que vivió los últimos 15 años de su vida, Pessoa ocupaba un cuarto mínimo, oscuro, sin ventana, con una cama estrecha y un baúl enorme en el que iba guardando todas las cosas que escribía. En su cuartillo Pessoa escribía con letra diminuta y tenue, fumaba, bebía coñac. No permitía que nadie entrara a limpiar ni a poner algo de orden, lo cual a su hermana Teca la sacaba de quicio. Cualquier día iba a incendiar la cama y los papeles del baúl y la casa entera. Los papeles, los ceniceros, las colillas, los libros, las botellas, escapaban del cuarto y se expandían por la casa. Pero también era un hermano muy afectuoso y tenía un gran talento para divertir a sus sobrinos. Salía a la calle, y los niños se asomaban al balcón para decirle adiós. Entonces él hacía como que se chocaba contra una farola y se caía al suelo, con su silueta y sus gestos de cómico de cine mudo, y los niños se morían de risa.

Pessoa estaba escribiendo siempre. Escribía a mano en su cuarto a la luz de una lámpara y también en las oficinas donde pasaba unas horas traduciendo cartas comerciales al inglés o al francés, a veces redactando anuncios para una agencia de publicidad. El primer anuncio de Coca-Cola en Portugal lo inventó Fernando Pessoa en 1929. Le gustaba quedarse en una oficina cuando todo el mundo se había marchado ya y escribir a máquina en la soledad y el silencio, convirtiéndose en alguno de sus personajes heterónimos, como un actor a solas sobre un escenario. Era el ingeniero naval Álvaro de Campos, o el poeta campesino Alberto Caeiro, que murió tan joven, o el riguroso latinista Ricardo Reis, o el ayudante de contabilidad Bernardo Soares, quizás el que llevaba una vida más semejante a la suya y escribía y escribía fragmentos destinados a un libro que ni se acercaba a su fin ni llegaba a tomar forma.

Pessoa no terminaba nada y no dejaba nunca de escribir, pero la literatura no era su dedicación exclusiva. También escribía las reglas de juegos de mesa que había inventado él, o las de un sistema de taquigrafía al que dedicó mucho tiempo sin llegar a nada, o consagraba centenares de páginas minuciosas a la elaboración de horóscopos y a la transcripción embarullada de mensajes del más allá recibidos durante sesiones de espiritismo. Todo acababa en el baúl. En una foto de poco después de su muerte se ve el baúl abierto y rebosando de papeles, más de 30.000 hojas escritas en una caligrafía críptica que los estudiosos llevan más de 80 años explorando, como egiptólogos en una tumba inagotable.

El más constante, que yo sepa, es el profesor Richard Zenith, autor de la edición más completa, dentro de lo conjetural, del Libro del desasosiego. Ahora Zenith ha completado su tarea de editor con la de biógrafo. Su Pessoa. An Experimental Life es el relato en más de 1.000 páginas de una vida de solo 47 años en la que exteriormente pasaron muy pocas cosas, y de una imaginación que desbordaba su conciencia individual y se multiplicaba en un dédalo de personajes y de voces, en el reparto de un drama em gente que tenía como escenario la ciudad entera de Lisboa pero que existía sobre todo en las ensoñaciones muchas veces desatinadas de su autor. La erudición de Richard Zenith es casi tan asombrosa como su paciencia: no hay dato de la vida exterior de Pessoa que no haya registrado; no hay testimonio tan ocasional o dudoso que no merezca su atención; no hay borrador, hoja suelta, poema adolescente, organigrama empresarial o editorial destinado al fracaso que Richard Zenith no estudie tan meditadamente como el manuscrito de una obra maestra. Ninguna pseudociencia era lo bastante disparatada como para no merecer el respetuoso estudio y hasta la adhesión de Fernando Pessoa: la cábala, el rosacrucismo, la alquimia, la quiromancia, la metempsicosis, la mística de los templarios, la astrología, los viajes astrales. El hombre de traje oscuro y gafas redondas con la cartera bajo el brazo que era tan parecido a todos los que se cruzaban con él era también el más raro de todos. La obsesión de Richard Zenith por abarcarlo todo pone a prueba de vez en cuando la paciencia del lector, pero está siempre animada por un alto sentido narrativo y una extrema sensibilidad, literaria y humana: quizás no sea posible un retrato más aproximado de un personaje tan huidizo y tan plural como Fernando Pessoa, de todas las vidas que pueden caber en una sola.

martes, 12 de julio de 2022

"Chéjov on the beach" por Marta Rebón




Frente marítimo de Yalta, última primavera del siglo XIX: dos hombres pasean por la mañana. No están solos, pues la costa sur de Crimea es el destino preferido de la élite de turistas rusos y de los enfermos que buscan alivio a orillas del mar Negro. Es la «zona de especialistas del pulmón», como definió esa ciudad-balneario Nabokov en sus memorias. Quedan algunos años de calma —no muchos— previos a la gran tormenta, cuando los cañones retumben y el padre del futuro autor de Lolita anote en su diario, antes de partir con su familia al inevitable exilio: «Inquietud. Miedo. Infinito sentimiento de opresión…».

Los paseantes de la escena inicial son escritores y, entre otras cosas, les une su pasión por ese océano de tierra que es la estepa. Un lugar idóneo, como la alta mar, para leer el cielo nocturno. Esto lo afirma el de mayor edad, Antón Chéjov, a quien la tuberculosis ha desterrado al sur. Le habría gustado instalarse en su Taganrog natal, en lo alto de la escalinata inspirada en la de la Acrópolis que desciende hasta las aguas poco profundas del mar de Azov, pero se ha acostumbrado a las comodidades de las grandes ciudades. En la «Dacha blanca», la casa que se ha hecho construir en Yalta después del éxito de La gaviota, escribe los que sabe que serán sus últimos relatos y obras de teatro, fiel a la idea de que hay que trabajar toda la vida sin escatimar esfuerzos. Escribir, siempre escribir. Creía que eso era lo que a uno podía salvarlo de la estupidez y el tedio. Su acompañante, Iván Bunin, todavía no había dado el salto definitivo al relato y se lo conocía por su poesía. «¿Escribe mucho?», le preguntó una vez. «Muy poco», le confesó Bunin. Y con voz profunda y algo de sequedad en el tono, le recordó que el único secreto era trabajar, trabajar duro… «Un escritor debe saber que, si no escribe, si se entrega a la pereza, puede morir de hambre».

Aunque Chéjov recibía constantes visitas —no siempre deseadas—, sentía por Bunin un cariño genuino. Podían pasarse largas horas callados en su escritorio. Y cuando este se ausentaba de Yalta, añoraba su compañía, aunque no se lo dijera. A lo sumo le soltaba: «¡Asegúrese de llegar temprano mañana!». Juntos parecían los dos tipos de personajes de El jardín de los cerezos: Bunin era hijo de una familia de nobles venidos a menos; Chéjov descendía de un linaje de siervos que había prosperado. Uno era petulante y supersticioso, el otro odiaba ser el centro de atención y aceptaba el destino con estoicismo. Una vez que estaban sentados en un banco, Bunin le preguntó:

—¿Le gusta el mar?

—Sí, pero lo encuentro demasiado vacío.

—Esa es su belleza.

—(…) Es muy difícil describir el mar. ¿Sabe lo que leí en un cuaderno escolar? «El mar es grande». Solo eso. Maravilloso.

A principios de ese mismo año, Chéjov había escrito a Gorki algo parecido sobre la necesidad de describir la naturaleza de la forma más sencilla posible. Le elogió que no cayera en la trampa de recargarla con expresiones del tipo «el mar susurra», «el mar habla», «el mar está desconsolado» y cosas por el estilo. ¿Qué es más efectivo que «el sol se puso», «empezó a oscurecer» y «llovía»?

Más tarde, en sus últimos días, Bunin rescataría este y otros recuerdos de la amistad compartida frente al mar con el autor de Tío Vania. Lo hizo casi medio siglo después de que muriese su referente absoluto en las letras, a quien acudió para pedirle consejo cuando era un principiante con una carta en la que se definía como uno de esos aspirantes a literato que acosaban a editores, poetas y escritores para que le dieran su opinión. ¿Por qué el primer nobel ruso de literatura dedicó su último texto, que dictó ya enfermo, como un testamento, al escritor de quien se sentía discípulo? Después de recibir una edición soviética de la correspondencia de Chéjov, descubrió, por cartas a terceros, la consideración y el gran afecto con los que hablaba de él. La gratitud y la emoción avivaron sus recuerdos. En las horas insomnes de su último año de vida, se pasaba el tiempo garabateando en trozos de papel y cajetillas de cigarrillos los detalles que le venían a la cabeza.

Entre las instantáneas que Bunin hizo aflorar de su memoria estaba la de una noche en que Chéjov lo llamó de improviso para proponerle un paseo en coche de punto. «Es tarde, puede pescar un catarro», objetó Bunin, que no dudó en preguntarle qué le pasaba. «Me he enamorado… No discuta, joven, y obedezca», oyó por teléfono. Al cabo de poco, ambos iban en dirección a Oreanda, a unos cinco kilómetros de Yalta. Bunin describió esa noche de cielo azul profundo y luna llena, el bosque con el encaje de sombras, las siluetas de los cipreses trepando por el cielo, las ruinas de un palacio neogriego. De fondo, el rugido sordo del mar Negro:

—¿Sabe cuántos años más me leerán? Siete —auguró Chéjov.

—¿Por qué siete? —le preguntó Bunin.

—Que sean siete y medio…

—Hoy parece triste, Antón Pávlovich…

—Aunque me leerán otros siete años, me quedan menos por vivir, solo seis.

Se equivocó en ambas cosas, apuntó Bunin, cuyas notas —incompletas, espontáneas— se publicaron póstumamente tal como las dejó. Son especiales por su carácter fragmentario y porque en ellas recupera al Chéjov meridional, el de los baños de sol y las caminatas tempranas junto al mar. Al prestar atención al desarrollo de su enfermedad en su correspondencia, Bunin llegó a la conclusión de que en Yalta la salud de Chéjov empeoró: «Fue la pasión por el mar lo que acortó su vida». Al fin y al cabo, Chéjov había crecido entre gente del mar y comerciantes griegos, italianos, ingleses y otomanos. En la tienda de ultramarinos de su déspota padre, abierta día y noche, atendía a personajes de lo más variopintos llegados de Monte Athos, Venecia, Alejandría. Taganrog, antes que San Petersburgo, fue el primer experimento de sede de la nueva flota rusa de Pedro I. Cuando Chéjov nació, en 1860, todavía era el principal puerto comercial del Imperio, tan cercano a Teherán como a la entonces capital, pero su declive era imparable, a favor de otras ciudades cercanas, a las que sí llegó el tendido del tren.

Desde una de las alas de la planta superior de la casa, justo encima de la tienda, los hermanos Chéjov pasaban largas horas observando las velas de los pesqueros y los barcos de vapor. Sus lecturas de expediciones y de las aventuras de importantes exploradores alimentaron su pulsión por el viaje y la aventura. Tal vez fuera la férrea e implacable disciplina paterna lo que alentara esas escapadas imaginarias que fue postergando hasta la edad adulta, debido a la suerte que corrió su familia, propia de una novela de Dickens, y cuyo peso tuvo que cargarse a la espalda ya de adolescente.

* * *

La temporada que más tiempo pasó fuera de Rusia fue en la costa Azul. De esos días es también la historia del retrato que le hicieron seis años antes de morir, aunque el cuadro se empezó a pintar en su casa de Mélijovo, al sur de Moscú. «En él parece como si acabara de oler un rábano picante», le escribió desde Niza a una amiga acerca de su expresión en el lienzo de un metro por ochenta, en el que aparece sentado en una butaca Voltaire verde esmeralda, el rictus serio, incluso adusto. La mirada, entre esquiva e intensa, se escuda detrás de su célebre pince-nez, como si posara apático y dominado por la toská, esa emoción específicamente rusa en la que confluyen inquietudes anímicas como el miedo, la nostalgia, el tedio o la aversión. El proyecto del cuadro arrancó a principios de 1897, cuando el arquitecto Fiódor Shéjtel le comunicó a su amigo, por entonces ya en la cima literaria y reconocido en el extranjero, que el filántropo Pável Tretiakov quería incluirlo en su particular iconostasio de intelectuales, en el que pocos son los que sonríen: rostros severos, concentrados, sobrios, como si hubieran tenido el presentimiento de la revolución futura que nacionalizaría aquella y otras colecciones de arte privadas, así como el fatal destino de muchos de los de su clase social. El encargo recayó en el joven pintor odesita Ósip Braz, que residía en San Petersburgo.

La historia de aquel retrato estuvo marcada por los obstáculos que aparecieron desde el principio. En vísperas del viaje a la capital para posar ante Braz, los pulmones de Chéjov —aquejados de una tuberculosis no diagnosticada, aunque con síntomas intermitentes desde hacía años— manifestaron la enfermedad que los estaba devorando. Ocurrió mientras cenaba con Alekséi Suvorin, editor y amigo, en su restaurante favorito de Moscú. «Empezó a escupir sangre. Pidió hielo, trató de chupar algunos trozos, pero la sangre no dejaba de manar, esa sangre roja y amenazadora como una llama». Así describió la escena Irène Némirovsky en la biografía novelada sobre su autor ruso preferido que escribió en Issy-l’Évêque —el último lugar donde vivió antes de ser deportada y asesinada en Auschwitz— y que se publicó póstumamente. El médico que atendió a Chéjov no logró contener la hemorragia, aunque trató de reconfortarlo asegurándole que no era grave. Cuando este se marchó, Chéjov comentó: «Para tranquilizar a los pacientes cuando tienen tos, les decimos que se trata de algo estomacal…, pero no existe la tos derivada de un problema gástrico. Si hay hemorragia siempre tiene que ver con los pulmones».

Poco dado a preocupar a su entorno, accedió a los ruegos de su amigo y acudió a una clínica, donde estuvo ingresado más de dos semanas. En su cuaderno anotó: «Hemorragia. Tengo encharcados los dos pulmones, congestión en el lóbulo superior derecho. El 28 de marzo Lev Tolstói vino a verme. Hablamos de la inmortalidad». Durante la convalecencia se le prescribió guardar silencio, pero tras la visita del autor de Guerra y paz, si bien este llevó el peso de la conversación, Chéjov sufrió una recaída. Por mucho que quisiera quitarle hierro a su estado de salud, su ánimo empeoró cuando alguien aludió al deshielo del río Moscova. «Haga lo que haga será inútil. Me iré en primavera, con la crecida del río», recordó que le decían los campesinos a los que trataba de la plaga blanca.

Fue Ósip Braz, por tanto, quien tuvo que desplazarse a Mélijovo. El encargo progresó mal. Chéjov no estaba por la labor, se sentía débil y, además, no confiaba en el talento del pintor de veintitantos años. Trabajaba despacio con el pincel, se exasperaba e inquietaba al retratado. Después de diecisiete días, el cuadro seguía inacabado. Acordaron dejarlo para más adelante. Braz se había topado con un modelo que era, a su vez, un fino observador. Pintar un retrato, escribir una biografía y dar con el diagnóstico de una enfermedad son actividades que requieren esfuerzo de imaginación y de empatía. Los dos amores de Chéjov, la medicina y el arte, se espoleaban mutuamente. William Carlos Williams describió ese diálogo entre disciplinas en el relato autobiográfico «La práctica médica»:


El hecho de visitar a la gente, a cualquier hora y en cualquier circunstancia, de enfrentarse con lo más íntimo de su vida, al nacer y al morir, de presenciar el instante de su muerte, de verlos recuperarse de la enfermedad, siempre me ha absorbido. Me he abstraído en lo más recóndito de su mente: al menos durante un rato me convertía realmente en ellos. (…) Por eso, como escritor nunca he sentido que la medicina me fuera un estorbo, sino que más bien ha sido un alimento, un acicate que verdaderamente ha hecho posible que yo escribiera. ¿Acaso no era el ser humano lo que me interesaba? Allí estaba la cosa, justo delante de mí. Podía tocarla, olerla. Era yo mismo, desnudo, tal cual, sin aderezos.

Los médicos le recomendaron un cambio de vida radical: reposo, comidas copiosas, silencio. Se dio cuenta de que debía evitar otro invierno en Moscú. A principios de septiembre se dirigió en tren a París. Siete días después llegó a Biarritz, donde pasó dos semanas leyendo periódicos junto al paseo marítimo y disfrutando de la gastronomía. «Todos los rusos de Biarritz se quejan de que aquí hay muchos rusos», escribió. Hastiado del tiempo desapacible, abandonó el tempestuoso Atlántico para trasladarse a la plácida Niza, a la sazón una especie de pequeña Rusia mediterránea y capital europea de los tuberculosos. Aunque la vida en Francia no fuera excesivamente cara y estuviera rodeado de compatriotas, a Chéjov le resultaba difícil crear en el extranjero. Escribir en una mesa ajena era tan extraño para él como si tuviera que hacerlo colgado boca abajo de una pierna, le confesó a su hermana. Niza, a su modo de ver, era la ciudad perfecta para leer, no para escribir. Aun así, redactó cartas, más de doscientas, para matar el aburrimiento. Las historias que nacieron allí tratan de personajes atrapados en provincias remotas de Rusia. Llegó a la conclusión de que los rusos no eran capaces de trabajar si no hacía mal tiempo. Como a Tsvietáieva, tal vez esa belleza mediterránea le acababa pesando porque lo obligaba a estar en «un estado de admiración permanente».

Braz llegó con sus pinceles a Niza para acabar el retrato. Esta vez Chéjov solo posó para él, en un taller de la ciudad, diez mañanas, en traje negro. Coincidieron con las últimas semanas, un tanto apagadas, de la estancia del escritor en Francia. «Braz continúa pintando mi retrato. Lleva tiempo con ello, ¿no? La cabeza ya casi la ha terminado; dicen que el parecido conmigo es enorme, pero a mí el retrato no me parece interesante. Hay algo en él que no es mío y falta algo de mí». Pero en el fondo aquella falta no se la achacaba al pintor, pues, si se había vuelto pesimista y lúgubre, eso tenía que transmitirse de algún modo. Al menos nadie le negará un mérito al cuadro de Braz, y es que aclaró un dato que las fotografías en blanco y negro no habían resuelto: la creencia de que Chéjov tenía los ojos azules era infundada.

Ya en Crimea, Chéjov puso el punto final a La dama del perrito. Aunque la acción se desarrolla en Yalta, algo de Niza trasluce en aquella historia de amor adúltero, tal vez imaginada al ver a alguna de las paseantes en el paseo de los Ingleses, pues decía que escribía a partir de la memoria, cuando esta había hecho su trabajo de filtrado y se decantaba el argumento. Dos personajes también van en coche de punto a Oreanda:


Se sentaron en un banco, no lejos de la iglesia, y se quedaron mirando el mar en silencio. (…) Se oía el ruido sordo y monótono del mar, que llegaba desde abajo, hablaba del sosiego, del sueño eterno que nos espera. Así era su rumor cuando ni Yalta ni Oreanda existían, así era ahora y así seguirá siendo, sordo y monótono, cuando nada quede de nosotros. En esa constancia, en esa total indiferencia a la vida y la muerte de cada ser humano reside, quizá, la prueba de nuestra salvación eterna, del movimiento ininterrumpido de la vida sobre la tierra. (…) Gúrov reflexionaba que, en realidad, si uno se para a pensarlo, todo es bello en este mundo, salvo lo que nosotros mismos discurrimos y hacemos cuando olvidamos los fines supremos de la existencia y nuestra dignidad humana.

Cuando leo este pasaje, recuerdo su paseo nocturno con Bunin en Oreanda y que Chéjov le aconsejaba a su hermano que al escribir no incluyera paisajes que no hubiera visto, ni inventara sufrimientos que no hubiera experimentado, «ya que en el cuento la mentira resulta más molesta que en una conversación».

"La buena muerte" por Mar Gómez



En los últimos años la muerte penetra en nuestra vida con una frecuencia y un volumen insoportables. La muerte es el destino ineludible de cada nacido, y el momento de morir, quizá, el más importante de nuestra existencia.

Hace unas semanas, el escritor Luis Mateo Díez visitó mi clase. Una de mis alumnas le preguntó por la muerte. Él contestó que en sí no era un problema, que podía ser algo feliz, ¿acaso no lo demostró Tolstói en su genial novela La muerte de Ivan Illich? Lo complejo es cómo morir. Las muertes repentinas y violentas, fuera de tiempo, nos trastornan ferozmente, nos enfrentan a un azar terrible y engañoso. La filosofía ha reflexionado mucho sobre el tema: “El que aprende a morir, aprende a no servir”, decía Montaigne. Julia Kristeva hablaba del cadáver como un límite que lo invalida todo, que nos expulsa y no nos permite ser. Frente a la muerte, los seres humanos somos un poquito menos. Muchos otros nombres podrían sumarse a estas reflexiones, pero hablar públicamente de la muerte continúa siendo un tema espinoso. No siempre fue así.

Durante los siglos XVI y XVII, la muerte era tan real como la vida. Los poetas advertían sobre su llegada: “No labres sin fundamento / máquinas de vanidad, / pues la mayor majestad / en un sepulcro se encierra”, decía Calderón. Había que prepararse para morir y ayudar en este proceso era parte de las obligaciones de las amistades y la familia. En los manuales de muerte, o ars morendi, de la tradición católica se describen las tentaciones que se experimentaban en la agonía como las más terribles. El demonio atacaba fieramente y los devocionarios y consejos del alma trataban de enseñar el camino a Dios, mientras ofrecían el cuerpo a la tierra. Este doble entendimiento del ser humano no era una abstracción teórica, sino un principio organizador de las costumbres funerarias. En otras tradiciones, como en el budismo tántrico, encontramos el mal traducido Libro tibetano de los muertos, o Bardo thodol, que podemos interpretar como: Liberación mediante audición en el estado intermedio. Este texto del siglo VIII ayuda al alma a avanzar en el ciclo del samsara y buscar una buena reencarnación en la próxima vida. Al recitarlo, durante 49 días junto al moribundo y el cadáver, también se ayuda a los familiares del difunto a despedirse y pasar el duelo.

La sociedad secular necesita encontrar formas para encarar la muerte. Pensar en el fin no supone una actitud derrotista. Aunque nadie quiere morir, reflexionar sobre ello de vez en cuando, es quizá la forma más coherente que tenemos de afirmar la vida. Hasta Steve Jobs alabó la muerte como la mejor invención de la vida. Después de trabajar trece años con personas con padecimientos incurables, la enfermera Tenzin Kiyosaki recogió en un libro reciente los arrepentimientos más comunes de los moribundos. Estos eran: haber pospuesto los sueños, no haber expresado suficiente los sentimientos a los seres queridos y no haber perdonado. En la misma línea, otros trabajos anteriores mencionan también la pesadumbre por haber trabajado demasiado. Afirmación que vendría corroborada por el fenómeno de “la gran renuncia” en Estados Unidos que detonó la pandemia y que en nuestro país podría explicar porqué hay más de 100.000 demandas de empleo sin cubrir, a pesar de las cifras de paro. La sociedad es más inteligente de lo que asumen los poderosos. Si el trabajo es una herramienta para la vida, hay que desecharlo cuando sus condiciones no permiten el desarrollo digno de la misma.

La muerte se ha conceptualizado como un error de la naturaleza. Hay científicos que trabajan —subvencionados por individuos con nombres propios como Jeff Bezos con miles de millones de dólares— en la eliminación de la muerte. La consideran una enfermedad que tiene que ser tratada. La idea de inmortalidad nunca ha estado tan presente. Morir solo tiene sentido si se relaciona con la comunidad. La inmortalidad, sin embargo, es algo individual. Se relaciona con la preservación del propio ego.

En su lado más perverso la comunidad justificaría la guerra o el terrorismo y alentaría el sacrificio individual. Me pregunto si el ejercicio de pensar un poco más en la muerte propia y menos en la de los demás no podría acercarnos a la reflexión que reclama Hannah Arendt para no actuar por órdenes sin cuestionamiento, vengan estas del ejército o del mercado. Me pregunto si entender la importancia del momento de la muerte no podría ayudarnos a frenar, al menos en parte, la violencia.

La agonía es un instante de alta sensibilidad, incluso meditar sobre ello remueve los sentimientos. Al escribir estas líneas me recorren muchas emociones, como no me sucede con otros temas, pero es que son precisamente las emociones, nos recuerda la filósofa Ana Carrasco-Conde en su libro Decir el mal: La destrucción del nosotros, “lo que nos pone en contacto con los demás y con nosotros mismos”, y nos libera de la apatía, que es un poco, si me permiten, la peor muerte de todas: la muerte en vida.

lunes, 11 de julio de 2022

"Spinoza, el filósofo invisible" por Rafael Narbona




Spinoza soñó con ser invisible. En su filosofía y en su vida ordinaria. Su única pasión fue el conocimiento racional. Nunca transigió con el sentimentalismo. Jamás se preocupó de seducir al lector con artificios. Su estilo intentó copiar el rigor de la geometría, despojándose de cualquier adorno o filigrana. Spinoza nunca habría aprobado el proceder de pensadores como Unamuno, Sartre o Nietzsche, aficionados a la nota autobiográfica, la anécdota colorida y la pirueta verbal. Lejos de los filósofos que flirtean con lo literario, imitó la sobriedad y desnudez del lenguaje matemático, siguiendo el ejemplo del cartesianismo.

Su propósito no era describir o valorar el mundo, sino hacerlo inteligible. El sentimiento no es clarificador. No ayuda a conocer la verdad. Las certezas solo se obtienen mediante el razonamiento lógico. Lo personal estorba a la hora de buscar la verdad. Spinoza no suscribió todas las hipótesis de Descartes. De hecho, repudió la idea de un Dios trascendente o la existencia de dos sustancias misteriosamente coordinadas, pero es evidente que su pensamiento habría sido muy diferente sin la exaltación cartesiana de la razón y la identificación de la verdad con certezas tan indubitables como un axioma matemático.

La única referencia autobiográfica que Spinoza deslizó en su obra se halla al inicio de su inacabado Tratado de la reforma del entendimiento. Ahí refiere que la experiencia le enseñó la vanidad de la gloria, las riquezas y el placer. Dado que su principal anhelo era "gozar eternamente de una alegría continua y suprema", concentró sus energías en la filosofía, verdadero bien y auténtica fuente de felicidad duradera. Este planteamiento no constituye una novedad. Se inscribe en las enseñanzas de la tradición estoica. Séneca, Marco Aurelio y Montaigne ya habían expresado la misma idea, desdeñando las fútiles ambiciones que esclavizan a la mayoría de los hombres, condenándolos a una insatisfacción perpetua.
Para Spinoza, la filosofía no es algo abstracto o meramente teórico, sino un saber eminentemente práctico, pues su fin último es averiguar en qué consiste la felicidad. Aunque hizo de la impersonalidad un signo de identidad, su vocación filosófica nace de un legítimo deseo de dicha, lo cual revela que no era un frío geómetra, obsesionado con los planos, los ángulos y las curvas, sino un hombre acechado por la misma fragilidad que el resto de sus semejantes.

¿Cómo era ese hombre, que el mito representa inclinado, tallando lentes mientras el polvo de cristal invadía sus pulmones? En el prefacio que escribió para su Opera Posthuma, Jarig Jelles, uno de sus amigos y mecenas, nos cuenta que Spinoza manifestó el deseo de que su Ética se publicara omitiendo su nombre. ¿Se trataba de una petición sincera? Todo indica que sí.

Hijo de padres judíos de origen portugués, Spinoza nació en Ámsterdam en 1632. Algunos le consideran el "último medieval" por su estilo escolástico. Otros opinan que fue el "primer ilustrado". Su padre, Miguel, fue propietario de un próspero comercio de importación de frutos secos y un miembro destacado de la comunidad judía holandesa. Se casó tres veces y engendró cinco hijos, todos durante su segundo matrimonio. A los cinco años, Baruch fue inscrito por su padre en la escuela "Ets Haim" (Árbol de la vida), que enseñaba hebreo bíblico y su traducción al español. Formado por los rabinos Saúl Leví Morteira y Menasseh ben Israel, estudió el Antiguo Testamento y el Talmud.

La muerte de su hermano Isaac le obligará a compatibilizar los estudios con el trabajo en el negocio familiar. En 1654, perderá a su padre y renunciará a su herencia para abandonar la actividad comercial. Solo reclamará una cama con su lino para poder descansar, no sin antes litigar con sus hermanos, que intentan despojarle de todo. Dos años después será excomulgado por sus ideas heréticas, lo cual significará el ostracismo, el desarraigo y el menosprecio. La sinagoga emitirá un anatema particularmente despiadado: "Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone".


¿Cómo llegó Spinoza a convertirse en un hereje? Durante sus años de formación, lee a Maimónides, Crescas y Gersónidas. Aunque recibe clases para ser rabino, frecuenta los círculos cristianos. Allí encuentra maestros que le enseñan latín y le inician en la geometría, la física y la filosofía de Descartes. Sus lecturas e investigaciones le hacen rechazar la ley de Moisés, la idea de un Dios personal y la inmortalidad del alma, acercándose a las tesis del deísmo, el materialismo y el saduceísmo.

Son las mismas convicciones por las que quince años atrás fue excomulgado Uriel da Costa, que incapaz de soportar la expulsión se suicidó, disparándose dos balas. La primera falló; la segunda, acabó con su vida. A diferencia de Spinoza, Uriel se retractó y aceptó ser azotado y pisoteado en la sinagoga para ser exonerado y readmitido en la comunidad, pero la humillación desbordó su resistencia psicológica. En su autobiografía, Exemplar humanae vitae, narró que su arrepentimiento fue fingido, pues nunca cambió de ideas.

Spinoza nunca manifestó el deseo de ser perdonado por los rabinos, cuya influencia en las autoridades civiles logró que a la pena de excomunión se añadiera la de destierro por blasfemo. Se estableció en Voorburg, a media legua de La Haya, y se relacionó con los círculos de menonitas y colegiantes (protestantes liberales de convicciones pacifistas). Su temperamento cordial y discreto, su inteligencia y su desinterés por los bienes materiales le granjearon muchas amistades. Admirador de Jan de Witt, Gran Pensionario de las Provincias Unidas, y su hermano Cornelio, que habían promovido la libertad de pensamiento y la tolerancia religiosa, escribió una nota de repulsa cuando una multitud los asesinó cumpliendo órdenes de Guillermo III de Inglaterra. No está claro si la dejó en el lugar de los hechos o si el hospedero impidió que saliera a la calle para proteger su vida.

Enfermo de tuberculosis, Spinoza murió en 1677 con cuarenta y cuatro años. Su vida ordenada le permitió escribir seis obras –algunas inacabadas– y una nutrida correspondencia. Su Ética demostrada según el orden geométrico es una de las obras más importantes del siglo XVII y uno de los grandes clásicos de la filosofía. Para muchos es un auténtica "consolación de la filosofía" compuesta por un santo laico. Conviene aclarar que la santidad de Spinoza no tiene nada que ver con la ética cristiana, pues el filósofo judío considera que la compasión es indeseable por su efecto perturbador. Obrar éticamente no significa afligirse con la desgracia ajena, sino combatir las injusticias que la provocan. No por humanidad, sino por un imperativo racional.

El Dios de Spinoza es un Dios sin un rostro humano. No es padre ni se encarnó y, por supuesto, no creó al hombre a su imagen y semejanza. Toda imagen o representación de Dios solo es una proyección de nuestra imaginación. Dios es irrepresentable, pues está más allá de nuestra experiencia. Solo podemos conocerlo mediante un esfuerzo del pensamiento puro. El escaso interés de Spinoza por el arte –solo lo menciona una vez en la Ética– muestra que su filosofía creció al margen de la influencia griega y mediterránea. Con dominio de distintos idiomas (holandés, latín, español, hebreo), nunca se adscribió a ningún grupo o capilla. Su relativo aislamiento siempre le pareció una garantía de libertad.

Gracias a esa posición periférica, no le costó romper con la imagen tradicional de Dios, pero no lo hizo con un lenguaje nuevo, sino reinventando el que ya había empleado la escolástica. Para Spinoza, Dios es causa de sí, lo cual significa que su esencia implica la existencia, "o lo que es lo mismo, aquello cuya naturaleza solo puede concebirse como existente". Dios es "un ser absolutamente infinito, esto es, una sustancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita". Es libre, pues "existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza" y obra exclusivamente por sí mismo, sin que nada determine su despliegue. Es eterno porque su existir no se corresponde con la duración, que posee comienzo y fin.


Hasta aquí, Spinoza parece mantenerse dentro del canon de la teología judía y cristiana, pero no tarda en aclarar que Dios es material e indistinguible de la Naturaleza. De hecho, utiliza la expresión "Dios sive Natura". "El ser eterno e infinito al que llamamos Dios o Naturaleza obra en virtud de la misma necesidad por la que existe –escribe en la Ética–. Así, pues, la razón o causa por la que Dios, o sea, la naturaleza, obra, y la razón o causa por la cual existe, son una sola y misma cosa". Dios es la única sustancia, es decir, lo único que "es en sí y se concibe por sí, es decir, aquello cuyo concepto puede formarse independientemente del concepto de otra cosa".

Dios es simultáneamente principio creador (Natura naturans) y realidad creada (Natura naturata). No crea por un acto de voluntad, sino por necesidad. Crear está en su naturaleza. Si no fuera así, no sería Dios. La asimilación de Dios y la Naturaleza acarreó a Spinoza la acusación de panteísmo, lo cual no es cierto en el sentido tradicional, y ateísmo, algo también infundado. El filósofo holandés nunca creyó que todo estuviera lleno de dioses y su materialismo no careció de una dimensión espiritual. Eso sí, su espiritualismo fue de carácter puramente intelectual.

Spinoza considera un acto de ignorancia distinguir entre creador y creación. Dios no es un artífice y la Naturaleza, el artefacto que ha creado. Esa distinción solo es una ficción. Si Dios se distinguiera de la Naturaleza, se hallaría limitado por algo externo con atributos propios y diferentes. No hay causas sobrenaturales o trascendentes. Solo hay un sistema único y omnicomprensivo al que llamamos Dios o la Naturaleza. Carece de sentido imaginar algo fuera de ese sistema. Se trata de un sistema eterno, pues carece de fin o principio, algo que algunos científicos ya han apuntado para explicar el universo.

El panteísmo de Spinoza está más cerca del programa de una ciencia unificada que de concepciones místicas, mágicas o animistas. Su argumento central es que todo cambio natural es un efecto determinado por un sistema de causas. Spinoza es ateo si eso significa no creer en un Dios personal. Sin embargo, no es ateo si esa expresión conlleva negar la existencia de lo infinito y la posibilidad de participar en él.

La fuerza creadora de Dios está presente en todas las cosas. Es el conatus que incita a la vida y que experimentamos como una urgencia, pero que también podemos conocer por medio de la reflexión. Al percibirlo, descubrimos nuestra conexión con la totalidad de la Naturaleza o, lo que es lo mismo, con Dios. Lo místico no es una alteración de conciencia, sino un ejercicio de comprensión.

Spinoza llama "amor intelectual de Dios" a ese estado de conocimiento donde comprendemos el orden de la Naturaleza. No es un mero conocimiento teórico, sino beatitud, perfección espiritual. La religión filosófica de Spinoza consiste en ser consciente de que la diversidad no es simple proliferación, sino abundancia vinculada a la potencia creadora de la Naturaleza. Descubrir ese hecho constituye es la mayor forma de alegría y no conlleva ninguna forma de penitencia ni arrepentimiento. El Dios de Spinoza no vela por nosotros ni garantiza la perennidad de nuestro ser, pero nos hace más libres, dignos y sabios.

Spinoza deseó ser invisible. No escribió para la gloria de su nombre, sino para ayudar a sus semejantes a comprender mejor la realidad y a gozar de mayor libertad. Aunque era determinista, creía que conocer las causas de nuestros actos nos ayuda a incrementar nuestra capacidad de autodeterminación. Su Dios carecía de rostro, pero se hallaba en todas partes: en los astros, en las lentes que pulía, en los canales de la dulce Holanda, en las palabras que enlazaba con rigor geométrico. Spinoza no logró ser invisible. Su obra no ha dejado de leerse y estudiarse desde su muerte. No alcanzó esa inmortalidad personal en la que no creía, pero sí la eternidad reservada a las ideas que mejor han desentrañado la realidad. Imagino que se sentiría satisfecho.

lunes, 27 de junio de 2022

"Montaigne y el arte del buen morir" por Rafael Narbona




Se conoce a Montaigne por su epicureísmo, sabiamente matizado por sus convicciones estoicas. Su filosofía —si es que su pensamiento admite ese calificativo sin ejercer violencia sobre su negativa a incluirse en la nómina de Sócrates, Platón o Aristóteles— se muestra escéptica sobre la posibilidad de hallar la verdad. De hecho, admite que los grandes misterios, como la existencia de Dios, superan la capacidad de comprensión del conocimiento racional. No le parece una desgracia, pues la duda y el límite son el alimento espiritual de la tolerancia.

Por el contrario, el que alardea de poseer la verdad absoluta no tarda en levantar hogueras para combatir las opiniones divergentes. La filosofía de Montaigne tiene un propósito muy sencillo: explicar en qué consiste el buen vivir. La felicidad no se obtiene con grandes pasiones ni con renuncias heroicas, sino con placeres sencillos y un espíritu benevolente. El arte de buen vivir ha de incluir necesariamente el arte del buen morir, pues la muerte es el destino final de todos, lo cual siembra inquietud y zozobra, malogrando muchas veces el gozo que podemos hallar en un instante de plenitud.

Montaigne se enfrentó a la muerte muchas veces. Perdió a cinco hijos y presenció los estragos de la peste en Burdeos, donde ocupó el cargo de alcalde. De hecho, la epidemia le arrebató a su mejor amigo, Étienne de la Boétie, al que había conocido en los tribunales y con él que se compenetró de tal manera que casi desapareció la distinción entre uno y otro, creando la sensación de que componían una sola alma desdoblada en dos cuerpos.
Cuando Étienne falleció prematuramente, Montaigne escribió desolado: "Desde el día en que le perdí no hago más que arrastrarme lánguidamente; y aun los placeres que se me ofrecen, en lugar de consolarme, redoblan mi dolor por haberlo perdido. Estaba tan hecho y acostumbrado a ser en todo uno de dos, que ahora me parece ser solamente medio".

En el libro I, capítulo XIX, de sus Ensayos, Montaigne diserta sobre la muerte, partiendo de la idea de que filosofar es —como apuntaron Sócrates, Platón y Cicerón— preparase para decir adiós a la vida. La verdadera sabiduría consiste en no tener miedo de morir, pues no hay otra forma de vivir bien y felizmente. El fin natural de la existencia es el placer, no el malestar o el sufrimiento. Montaigne se burla de los que identifican la virtud con el sacrificio y la abnegación. No se vive para sudar sangre, sino para disfrutar. No de las pasiones turbulentas, que desordenan nuestro espíritu, sino de los placeres sencillos.


La perspectiva de la muerte no debería oscurecer la capacidad de hallar placer en las cosas buenas y nobles. No pensar en la muerte, como hace el vulgo, no es una buena alternativa, pues la muerte no se olvida de nosotros y puede interrumpir nuestra rutina en cualquier instante. Montaigne cita el caso de su hermano, un hombre joven que jugando a la pelota sufrió un fuerte golpe en la cabeza y murió unos días más tarde.

Si uno no piensa en la muerte, cuando esta le golpee, arrancándole a uno de sus seres queridos, sufrirá terriblemente, pues no será capaz de asumirlo. La muerte no es un enemigo que se pueda evitar. Saldrá a nuestro paso antes o después. Solo hay una forma de oponerle resistencia. Frecuentarla continuamente, acostumbrarse a ella.

Montaigne cuenta que la muerte siempre está presente en su cabeza, especialmente en los momentos de alegría y regocijo. Cita el ejemplo de los egipcios, que en mitad de los banquetes exhibían un esqueleto, invitando a los comensales a disfrutar de las viandas, pues algún día —quizás muy pronto— solo serían polvo. La premeditación de la muerte es un ejercicio de libertad. Nos ayuda a superar la servidumbre del miedo. Saber que la muerte no es un mal, sino un aspecto de la vida y una necesidad, nos libera de la angustia y el terror. Si los individuos no murieran, el mundo no se renovaría. Hay que dejar sitio a los que vienen detrás.

Montaigne afirma que pensar en la muerte sin temor le permite afrontar la salud con despreocupación y la enfermedad con indiferencia. Hace tiempo que aprendió a estar listo para soltar amarras en cualquier instante: "Jamás nadie se preparó para abandonar el mundo de manera más absoluta y plena, ni se desprendió más completamente de él de lo que yo me esfuerzo en hacer". Montaigne anhelaba que la muerte le sorprendiera cuidando sus coles en su descuidado jardín. Opinaba que para morir en paz hay que familiarizarse con los cementerios y los cadáveres.

La naturaleza a veces nos ayuda a encarar nuestro final. Si la muerte aparece repentinamente, no llegamos a tener tiempo de temerla. Si va precedida de una agonía lenta, el dolor nos quita el deseo de vivir. ¿Por qué afligirnos cuando estamos a punto de desprendernos de un cuerpo enfermo? Además, la muerte es breve, casi un parpadeo. ¿Es sensato empañar décadas de vida por algo que dura tan poco? Lo único que debe preocuparnos es no llegar al término de nuestra existencia y descubrir que no hemos sido felices. En su poema El remordimiento, Borges admite haber fracasado en lo esencial:

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.

Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz.

Montaigne habría leído con pesar esos versos. Morir no es nada al lado de la desdicha. Transitar por el mundo con pesar y melancolía es mucho peor que extinguirse al concluir nuestro ciclo vital. Las reflexiones de Montaigne sobre la muerte no han perdido vigencia. Se ha dicho que sus Ensayos representan el genio de Francia, así como la Comedia de Dante representa a Italia o el Quijote a España. Yo creo que trascienden el marco de la gloria nacional. Su universalidad y atemporalidad los ha convertido en patrimonio de todos.


Vivimos en un tiempo que ignora los consejos de Montaigne sobre la muerte. Los cementerios se levantan en la periferia de las ciudades, los cadáveres apenas se exhiben, se lucha contra la biología para frenar el envejecimiento. "Deja sitio a los otros como te dejaron sitio a ti", escribe Montaigne. La muerte es imprescindible. Sin ella, no habría progreso. Cada vida que despunta aporta una perspectiva nueva y diferente. No hay dos seres humanos iguales. Pensar en la muerte, preparase para su llegada no es malo, siempre y cuando que se haga desde la serenidad y la razón.

Morir no es irracional. Lo irracional sería vivir eternamente, al menos en este mundo. Los inmortales de Jonathan Swift y Borges son seres patéticos que han perdido su identidad. Su memoria hace tiempo que dejó de almacenar datos y ya no es capaz de aprender nada. En una secuencia infinita, todo se vuelve insignificante y redundante. La finitud es lo que da sentido a la existencia. Se recuerda a un ser humano por sus obras y por su forma de morir, que muchas veces expresa su visión más íntima de las cosas. Cervantes lo comprendió así. Alonso Quijano muere desengañado. Sabe que su idealismo ha sido derrotado por el mundo. No renuncia a su sueño caballeresco. Solo reconoce su impotencia.

Montaigne no era ateo. Creía en Dios y en la vida eterna. Eso sí, renunció a las fintas teológicas, pues estaba convencido de que la razón no puede explicar lo sobrenatural. Sus reflexiones sobre la muerte se atienen a este mundo, no a un hipotético más allá. Pienso que no se equivocaba al recomendarnos que disfrutáramos de los placeres sencillos y nos olvidáramos de las pasiones desbocadas. No debe preocuparnos morir, sino no alcanzar la felicidad. No descuidemos esa meta y no la aplacemos. La muerte puede aguardarnos en el próximo minuto. La dicha, también. Que no nos quite el sueño morir, pero sobre todo no desperdiciemos la oportunidad de gozar de unas flores de almendro, una noche suave de verano o una buena copa de vino.