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domingo, 13 de enero de 2019

"Relatos sagrados" por Antonio Muñoz Molina

En su testimonio del campo de exterminio, Más allá del crimen y del castigo, Jean Améry anota que en Auschwitz tenían más capacidad de sobrevivir los prisioneros fortalecidos por creencias inquebrantables, religiosas o políticas: testigos de Jehová, rabinos ultraortodoxos, militantes comunistas. Para él, que era un hombre incrédulo y racionalista, un intelectual laico, el horror del campo no tenía límites, y el sinsentido lo minaba casi tanto como el hambre o la crueldad. Para los creyentes en un dogma sin incertidumbres, en una visión completa y cerrada del mundo, el sufrimiento extremo encajaba de un modo u otro en un devenir providencial establecido por Dios o por la necesidad histórica. Al solitario la persecución lo anula sin dificultad; al creyente le fortalece en su fe y lo une más todavía a la comunidad de los otros fieles, al grupo escogido de los mártires y los héroes. El perseguido es también el elegido. En último extremo su sacrificio encontrará recompensa en la vida eterna, o en su equivalente marxista, el paraíso comunista al final de la historia. A Jean Améry ni su talento literario ni su sofisticación intelectual le sirvieron de mucho. Judío sin fe, superviviente sin orgullo, se suicidó en 1978. En un libro apasionante de erudición histórica y fuerza imaginativa, La creación de lo sagrado, dice Walter Burkert: “La dominación opresiva es más fácil de soportar si el opresor a su vez es oprimido por un dios… Una respuesta última, aunque no empírica, a la dolorida pregunta ‘¿por qué?’ puede hacer tolerable la aflicción”.

Hasta hace no muchos años se suponía, al menos en Europa, que la religión era un fenómeno en declive, una de tantas reliquias de tiempos más oscuros que desaparecerían según avanzara la modernidad, igual que las enfermedades infecciosas, o que el analfabetismo. Pero más allá de unos pocos países occidentales en los que están vacías las iglesias, la fuerza y la influencia de las religiones se extienden a más velocidad que el cambio tecnológico, en muchos casos sacando ventaja de él; y, más desolador aún, el descreimiento religioso, allí donde sí se produce, no va acompañado por un avance de la racionalidad, sino por sustitutivos pseudorreligiosos que pueden ser más insensatos y más irracionales todavía, incluso, si se presenta, no menos sanguinarios. Hay quien deja de creer en Dios pero cree en Nostradamus o en esos horóscopos que por algún motivo intrigante publican en España todas las revistas femeninas, pero no las masculinas; y quien está dispuesto a dar la vida por su fe, o por su patria, o por su equipo de fútbol, puede decidir que también está dispuesto a dar de paso las vidas de otros.

Quien está dispuesto a dar la vida por su fe, o por su patria, o por su equipo de fútbol, puede decidir que también está dispuesto a dar de paso las vidas de otros.

La indagación en el origen y en la pervivencia de las religiones es un campo de conocimiento apasionante: también es de una gran urgencia práctica. Nos importa mucho comprender por qué hay hombres jóvenes impacientes por volarse con un cinturón de explosivos en un vagón de metro, y por qué millones de creyentes evangélicos han unido sus votos para elegir a individuos en apariencia tan poco cercanos a la piedad y la sencillez de los Evangelios como Jair Bolsonaro o Donald Trump.

Pero no hay bromas con la religión, y no sirven de nada para comprenderla. Como explica Walter Burkert, uno de los rasgos fundamentales de las religiones es que siempre son, de manera literal, mortalmente serias. Otro aún más revelador es su universalidad. La religión es uno de los universales humanos que han existido y existen en cualquier sociedad y en cualquier época, igual que el lenguaje, las historias, las artes, la música. De hecho, las religiones están relacionadas con cada uno de esos rasgos universales. Es el lenguaje el que permite invocar la presencia de hechos o seres invisibles. Son algunas de las historias fundamentales que se repiten en cada cultura las que forman los mitos y las historias de los dioses y los seres sobrenaturales. Es el arte el que da forma visible a criaturas sagradas que no existen: la primera representación que conocemos de un ser imaginario es una figura humana de marfil con cabeza de león de hace 40.000 años hallada en una cueva de Alemania. Y la música y la danza forman parte de todos los rituales religiosos que se han catalogado en el mundo.

Algo que no es central a la naturaleza humana no se repite en todas partes. Puede pensarse que por comparación con el alimento o el abrigo, las artes, los cuentos y los rituales son distracciones o adornos superfluos: pero si sociedades de pura supervivencia se han permitido el lujo de sostener a personas especializadas en esas tareas, y si tantas de ellas resuenan entre sí a través de las épocas y de las distancias geográficas, algún tipo de determinación puede estar actuando, un impulso evolutivo que en una especie cerebralmente tan compleja como la humana es inseparable de la inventiva y la transmisión cultural. Las religiones, los rituales, las historias, dice Burkert, sirven a un propósito cognitivo: “Frente a la acumulación siempre creciente de datos que se infiltran en la experiencia personal, es necesario simplificar el mundo común”. Una ecuación, un axioma geométrico, una fórmula simplifican de manera inteligible y práctica la multiplicidad de los fenómenos naturales. Un cuento o un mito cumplen una tarea equivalente. Dice Walter Burkert, con precisión luminosa: “El cuento es la forma a través de la cual una experiencia compleja se vuelve comunicable”.

El conocimiento vasto y riguroso tiene entre nosotros muy poco prestigio. Se supone que todo lo que hay que saber está en la Red, a la ya célebre distancia de un clic, y que cualquiera que explore en profundidad algo que no tenga interés inmediato es un pelmazo. Walter Burkert, que murió en 2015, era un erudito y también un sabio: hay que saber mucho para explorar historias, leyendas, mitos, lo mismo de Mesopotamia que de la Grecia arcaica o Roma, el mundo bíblico, el del cristianismo, rituales africanos, cuentos de hadas contados por campesinos rusos. Los cuentos de viajes en busca de tesoros son tan universales, y tan variados, como los rituales de purificación y sacrificio, y como los misteriosos juegos de correspondencia entre el dar y el recibir. El terror de un homínido inerme a ser cazado por un depredador nocturno aflora cada noche en nuestros sueños de angustia y persecución. Las historias más persuasivas no son las más verídicas, sino las que conceden mayor seguridad y consuelo: “La religión ofrece orientación dentro de un cosmos con significado para quienes se sienten desvalidos frente a la complejidad infinita”. Como Burkert advierte, el precio de esos consuelos, de esos significados, puede ser pavoroso.

sábado, 12 de enero de 2019

Clasificación del rechazo social en las aulas

No sé vosotros, pero yo sigo encontrando entre los alumnos unos prejuicios sociales, culturales y estéticos que señalan con mucha claridad de qué palo vamos los mayores. Apoyado en años de observación en institutos rurales, he elaborado una clasificación de los tipos adolescentes más susceptibles de sufrir rechazo social. Es puro análisis antropológico, sin más intención que la de detectar problemas para contrarrestar de alguna forma las causas del aislamiento involuntario. Avanzamos con brazadas de perezoso en la aceptación de lo distinto y en la asimilación de lo que se aleja de los moldes estéticos. Ahí va el ranking de los que, según mi apreciación, lo tienen más difícil: 
1. Magrebíes y negros (pobres).
2. Rumanos (pobres).
3. Sudamericanos (pobres).
4. Lesbianas.
5. Gays.
6. Gordas (pobres).
7. Feas (pobres).
8. Gordos (pobres).
9. Feos (pobres).
10. Empollones.
11. Chinos (pobres).
12. Hijos de profesores.
Si acabas de ingresar en un instituto y tienes la mala suerte de ser magrebí, lesbiana, gorda, fea y empollona, más te vale tener una personalidad de acero y un entorno familiar blindado (cosa harto difícil, teniendo en cuenta que tus padres habrán emigrado por huir de una vida posiblemente miserable o violenta) porque aguantar lo que te espera, con el pavo en todo lo alto, es tarea de heroínas (he conocido casos de superación increíbles). 

jueves, 10 de enero de 2019

Reflexión de invierno

La ignorancia, como siempre la ignorancia, la madre de todos los males. O no. El miedo, el miedo a perder lo que tenemos (la vida, la salud, la casa, el trabajo, el coche, el móvil, los calzoncillos de fantasía...) como acicate para acogotar al ignorante y a alguno más. Y el egoísmo, el egoísmo del burgués capitalista que acentúa aquello de que "el hombre es un lobo para el hombre". 
La clase media se asienta en la convención. La mediocridad y la ignorancia acentúan ese apego exacerbado a los principios y "valores" tradicionales. Cualquier cuerpo extraño que amenaza esa convención es primero temido, luego rechazado y, si cabe, eliminado. No es difícil comprender por qué triunfan ideologías basadas en el odio al inmigrante o en el apego fanático a la tradición, por muy rancia que esta sea. El burgués medio no quiere ser molestado, no queremos que nuestro mundo cambie porque no nos enseñan a adaptarnos a lo nuevo, sino a que lo instalado perdure. ¿Por qué en Finlandia, cuna de la mejor educación (según PISA), está cogobernando un partido ultraderechista? Sin duda alguna, por ese miedo a perder los privilegios de los ricos, por el egoísmo de no querer compartir el estado del bienestar con alguien ajeno a su cultura, o por el miedo a que cambie a causa de la injerencia foránea. No, la educación, o mejor, el concepto actual de educación, no es la panacea para que los individuos sean mejores personas, ni menos egoístas, ni menos miedosos. Finlandia, Austria, EE. UU. y otros países prósperos son una prueba de ello. En la civilización capitalista de la competencia, no cabe el débil, no cabe un intruso que no se integra en la convención establecida y, además, la conturba. Se acepta al rico, por supuesto, igual que en España el inglés y el alemán no han tenido ningún problema de integración o racismo. 
Un adolescente que desarrolle un criterio propio de la diversión o de las costumbres lo pasará muy mal si no coinciden con las establecidas. Hay que tener una personalidad muy fuerte y una consistencia mental fuera de lo común para aguantar la presión de la manada del ritual. Si a esto le sumáramos que el adolescente procede de un país extranjero y, aún más, de una cultura diferente, el proceso de socialización se volvería casi imposible (lo he comprobado en todos los institutos en los que he dado clase). Los jóvenes reproducen los mecanismos de la sociedad en la que viven, adiestrados por la familia, la escuela y el entorno. Y una sociedad burguesa en un país occidental capitalista tiene unas normas tácitas de actuación según las cuales hay poca posibilidad de convivir con normalidad si no sigues los preceptos religiosos, económicos, sociales y culturales de la comunidad. 
Lo que es todavía más preocupante es que los que nos gobiernan sean todavía más ignorantes, más miedosos y más egoístas que la sociedad que dirigen; y aprovechen el miedo, la ignorancia y el egoísmo para constituir comunidades en donde el fanatismo y la aberración serán la siembra diaria. El fruto, siempre envenenado.      

domingo, 6 de enero de 2019

" ´Brackets` sin freno" por Álex Grijelmo

Decenas de miles de adolescentes, y también personas de mayor edad, muestran a cada rato una simpática sonrisa metálica porque su ortodoncista les ha colocado sobre los dientes unos aparatos llamados aquí brackets. Gracias a ellos, más tarde lucirán una dentadura ordenada y recta como las teclas de un piano.

La palabra inglesa ya lleva unos cuantos años entre nosotros sin que se haya extendido una alternativa en español. Pero ¿qué significa en inglés? Pues significa “paréntesis”, “abrazadera” o “soporte”. En el inglés común no se suele usar para referirse al aparato que se coloca en una dentadura. De hecho, se emplea para tal fin el vocablo braces, que en un contexto general quiere decir “abrazaderas” o “refuerzos”, pero que en lo referente a la dentadura significa “corrector”, según señala el diccionario Collins Universal (manejo la edición de 2005).

Así pues, brackets es un anglicismo que se dice poco en inglés…, pero mucho entre los dentistas que hablan español.

Algo parecido ocurre con otros anglicismos que, paradójicamente, hemos inventado los hispanohablantes, como footing o esmoquin.

En algunos países de América, tanto brackets como braces han sido desplazados por el más entendible “frenillo”, tal vez por alguna influencia de la palabra brake (freno), adaptada al español de aquel continente como “breque” para señalar en un principio el freno de los trenes (según recoge el Diccionario Panhispánico de Dudas).

Sin embargo, el objetivo de los brackets o los braces no consiste ni en frenar ni en soportar, sino en corregir la posición de los dientes para alinearlos mejor. El dentista o el ortodoncista que los encarga pretende que los dientes no se desvíen de su lugar adecuado, por razones estéticas o de salud bucal. Entonces, quizás la palabra más adecuada en español para desplazar a este anglicismo innecesario sea “corrector”.

De ese modo, podría decirse: “lleva un corrector en los dientes”, “me han instalado un corrector”…; o, más imaginativamente, “tengo una sonrisa corregida”.

Ahora que los correctores van desapareciendo de las imprentas, de los periódicos y de las editoriales, bien pudieran salir al rescate de esta palabra los dentistas.

Otra alternativa sería “alineador”, término que he visto usado para correctores dentales transparentes.

Pero me barrunto poco éxito con estas opciones españolas, porque todo lo que se nombra en inglés parece añadir valor y precisión al producto, principalmente a ojos de los más incautos.

Se anuncian con vocablos en inglés los relojes, los aparatos electrónicos, los automóviles. Y en español, los detergentes y el tinto de verano “pal calor”. La asociación de ideas que establece siempre aquella lengua permite relacionar sus palabras con algo más valioso, mientras que al español se le conceden a menudo los productos de menor cuantía.

Por eso mismo, cualquiera verá más importante contratar a un coach que a un entrenador, preferirá asistir a un party que a una fiesta, se llevará un pack aunque le salga más caro que un lote y creerá que se saca más dinero con un crowdfunding que con una colecta. La diferencia se halla en el prestigio de unas palabras frente a otras, pero también en su rendimiento.

Así que no parece probable que el sector del suministro dental se dedique a cambiar de nombre los brackets. Si los llamasen “correctores” o “frenillos”, tendrían que venderlos más baratos.

sábado, 22 de diciembre de 2018

"Guerra al calco anglicista" por Carlos Mayoral


La guerra del siglo XXI será lingüística o no será. Son numerosos los frentes abiertos alrededor de esta confrontación gramatical, que lo mismo incluye una tilde en un adverbio que una coma entre sujeto y verbo. Entre ambos fuegos se sitúa el castellanohablante, que ve cómo las balas sobrevuelan su cabeza, sin saber si será un proyectil en forma de imperativo o de posesivo el que se adentre en su corazón podrido por las clases de Lengua. No habrá paz hasta que los nazis gramaticales perezcan, ni fumaremos de su pipa hasta que los anarquistas ortográficos acaten la ley. Pero tranquilo, españolito que vienes al mundo. El día que una de las dos ortografías deje de helarte el corazón, solo podrá ser por dos motivos: o se ha extinguido la raza humana, o alguien con criterio le ha pegado fuego a la torre de Babel. Ya se ha dejado caer por el párrafo que el castellanohablante tiene más frentes abiertos que las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. Bien, pues de entre todos esos frentes hay uno con el que debe tener especial cuidado si no quiere perecer en el campo: la llegada descontrolada del calco semántico procedente del inglés. Decía Unamuno que la llegada de nuevas palabras debe servir para añadir nuevos matices e ideas al idioma… cuán equivocado estaba el viejo.

El problema de esta llegada irracional de nuevos términos originarios de la lengua de Shakespeare es que, a menudo, no aportan nada. ¿A qué se puede deber entonces este desembarco masivo de anglicismos innecesarios? Primero, a que España siempre ha observado las islas británicas con admiración. Desde que Fraga volvió de Londres con bombín hemos colocado a Dickens por encima de Galdós; a Clapton por encima de Paco de Lucía; a Churchill por encima de Hernán Cortés; a Beckham por encima de Raúl. Por otro lado, nuestro acomodo en el autobús capitalista ya es un hecho, y conducimos a gusto sobre esta american way of life mientras entonamos canciones de Rihanna a todo trapo. El anglófono ha colonizado nuestra otrora lengua dominante, y solo nos queda doblar la cerviz servilmente para no quedarnos atrás en este mundo globalizado.

Ahora bien, una cosa es dejar la puerta del préstamo lingüístico abierta para enriquecer nuestra lengua con novedades llegadas allende los mares, y otra muy diferente es que en esta guerra se cuele un término como «bizarro». Sí, el horror. Según la RAE, este palabro ya puede utilizarse para referirse a la «rareza». Hasta hace no mucho, la Academia decía esto: «En español significa “valiente, esforzado” […] debe evitarse su uso con el sentido de raro o extravagante, calco semántico censurable del inglés bizarre». Sucumbimos a la moda anglófona y el pueblo ya utiliza «bizarro» para referirse a lo raro cuando antes ya contaba con maravillas como estrafalario, extravagante, esperpéntico, peculiar, estrambótico, insólito, infrecuente, inusual… Todas ellas formas hermosas, con sus pequeños matices. ¿Quién necesita bizarros en esta lengua?

Luego está el asunto informático. Es un hecho que la tecnología nos ha secuestrado las meninges y ha añadido cookies, webs, links, routers, users, passwords, hackers y quién sabe cuántos términos demoníacos más a nuestro imaginario. Sin embargo, cada vez que la palabra «remover» es utilizada con el significado «borrar», en un calco horripilante del inglés to remove, la guerra recrudece, los cañones resuenan estruendosos, las banderas se agitan al aire y el apocalipsis bélico alcanza su cota más alta. ¿Quién demonios decide utilizar «remover» en lugar de borrar, suprimir o eliminar sin que su alma se vuelva negra como el retrato de Dorian en la bodega? ¿De verdad añade algún tipo de matiz esta relación semántica? ¿No le bastaba a «remover» con su sempiterna definición: «Mover algo, agitándolo o dándole vueltas, generalmente para que sus distintos elementos se mezclen»?

Como en toda guerra, el asunto sexual tiene mucho peso en el correcto desempeñar de los quehaceres bélicos. Troya fue arrasada por una mirada de Helena, la Península fue ocupada por los musulmanes gracias a un lío de faldas y todos sabemos cómo acabó Egipto después de que el Senado de Roma se hartara de los favores que Marco Antonio le dispensaba a Cleopatra. En esta guerra ortográfica, el sexo también tiene mucho que decir. ¿En qué momento de la línea cronológica del castellano, alguien decidió que podemos «tener sexo»? Parece que este calco horrible (del inglés to have sex) no sabe que todos tenemos sexo, a menos que alguien haya perdido sus órganos genitales por mutilación o malformación, o quizás nos tomen a todos por maniquíes de la calle Preciados, con nuestra entrepierna difuminada por el pudor. Menos tener sexo y más follar, castellanohablantes, o habrán ganado ellos la guerra sin paliativos.

En este mismo plano también habrá que censurar la aparición del adjetivo «excitante» cuando alguien quiere referirse a algo emocionante, apasionante, emotivo, conmovedor… Este calco del inglés exciting le roba la identidad a nuestro viejo verbo «excitar», que cuenta con definiciones tan maravillosas como «Ocasionar o estimular un sentimiento o pasión» y «Despertar deseo sexual». Definitivamente, cuando en las series americanas un padre encuentra «excitante» la actuación de su hijo en el último partido de béisbol del curso, no se está refiriendo al mismo tipo de excitación que hemos conocido aquí durante todos estos años de paz lingüística hoy quebrantada. Fuera del terreno del sexo, empiezan a surgir por el campo de batalla aquellos que, sin morir al cometer semejante atrocidad, se deciden por el término «colapsar» para referirse al verbo «derrumbar» (to collapse). Para derrumbe o, esperen, que voy a lucirme, derribo, demolición, destrozo, destrucción, hundimiento o ruina, ya tenemos este idioma que se oculta famélico detrás de las trincheras. No sé si colapsado, pero seguro que sí harto de ver cómo se despersonaliza en favor de la lengua global. Otro crimen se produce cuando en cada capítulo de CSI los científicos encuentran «evidencias» en lugar de «pruebas». El detective Pepe Carvalho se revolverá en su tumba previendo que serán evidencias y no indicios, pistas o señales aquello que marque sus novelas. Lo único que evidencia este batiburrillo de calcos, dicho sea de paso, es que pronto terminará la guerra y dará con nuestros huesos en el calabozo.

Otro asunto, este ya desde el frente sintáctico, es la utilización de «esperar por» en vez del castellanísimo «esperar a». Este calco, triunfo del anglicista wait for, consigue que ahora espere por ti en lugar de esperarte a ti, que es como se ha esperado aquí toda la vida desde que Sara Montiel esperara fumando quién sabe a quién en alguna película de los años cincuenta. La preposición «por» en esta construcción hace tanto daño que casi obliga a retroceder hasta la fortaleza buscando víveres. Algo parecido ocurre con el verbo «aplicar». Verbo transitivo donde los haya (el DRAE aporta hasta siete acepciones diferentes, todas ellas transitivas), de un tiempo a esta parte se ha ido utilizando de manera intransitiva, calco del inglés apply. De esta forma, los castellanohablantes se inclinan por decir, ahora, que tal o cual cosa no aplica. Solo queda, cielo nublado mediante, beber té sobre una pradera del Saddleworth. En este mismo plano, no es menos humillante el último de los calcos. Ya me he encontrado varias veces con pancartas dirigidas al corazón del idioma en las que puede leerse «Vota Rajoy» o «Vota Pdro», en lugar de la clásica construcción sintáctica «Vota por Rajoy» o «Vota a Pdro». Ni siquiera en la política, vicio inmutable que el hispano carga sobre sus espaldas, nos mantenemos originales.

Al otro lado del fuego, la guerra sigue. El calco continúa avanzando y sus ráfagas se sienten en el frente cada vez con más fuerza. Es muy probable que pronto gane la batalla y el ejército pureta, cautivo y desarmado, vea cómo las tropas anglicistas alcanzan sus últimos objetivos militares. Solo queda esperar (no sé si aquí cabe «esperar por») que en el resto de frentes la cosa vaya mejor. Porque la guerra del siglo XXI será lingüística o no será.

domingo, 16 de diciembre de 2018

"La meditación" por Rafael Narbona

Meditar no es un ejercicio de relajación, sino de tensión. El que medita busca el límite, no la armonía. No se escala una cumbre para descansar, sino para contemplar el abismo. En el mundo actual, nos mueve el ansia de no perder el tiempo, de llenar cada minuto con una actividad productiva, de no enredarnos en menudencias que produzcan horas muertas. Ignoramos que esas horas muertas tal vez son la forma más humana de existir. En ese tiempo presuntamente desperdiciado se halla la semilla de la meditación, que nos enseña a convivir con los estratos más profundos de nuestra conciencia. Meditar es aprender a estar con uno mismo, sin rehuir el sufrimiento. Pablo d’Ors ha explicado su experiencia con la meditación en Biografía del silencio (2012), después de explorar en su propia mente y en su propia carne una técnica que se desconoce o malinterpreta. En la meditación no hay calma ni paz interior, sino riesgo e intensidad: “El dolor es nuestro principal maestro”. Meditar es un acto de despojamiento, que relega al yo a segundo término. Se parece a respirar, pero sin la abrumadora conciencia de ser un individuo escindido del todo. No es un estado de placidez, sino un abandonarse a las cosas, una apertura a la realidad que profundiza nuestra percepción. No se persigue una meta racional, sino una epifanía. La meditación se rebela contra el sentido práctico. Bajo la perspectiva de la utilidad, unas viejas botas campesinas sólo son un cachivache inútil. En cambio, el que medita descubre que esconden una historia. Las botas hablan de la siembra y la cosecha, de la espera y el fruto, de lo incipiente y la plenitud. Meditar es pensar poéticamente, trágicamente.

La meditación se parece a la búsqueda espiritual de los místicos. Santa Teresa de Jesús deambula por las moradas de un castillo interior. San Juan de la Cruz peregrina hacia el Monte Carmelo, huyendo de la noche oscura. Ambos desean ver “con los ojos del alma”. Ambos “pierden el tiempo”, pues saben que ese aparente abandono es el preámbulo de una verdad inasequible a la razón. Su intención es trascender la rueda del tiempo cotidiano, impulsada por la impaciencia, la futilidad y lo efímero. Su hambre de eternidad nace del silencio, de la escucha, de la soledad. Como advierte Santa Teresa en El Libro de la Vida, “ya se ve que, si el pozo no mana, que nosotros no podemos poner el agua. Verdad es que no hemos de estar descuidados, para que, cuando la haya, sacarla”. ¿Existe algún lugar donde el agua mane en abundancia, reconfortando al alma con su frescor? Pablo d’Ors responde que en “el desierto”. Solo la experiencia del desierto hace posible que escuchemos “lo que el desierto quiere decirnos a nuestro pesar”. Edmond Jabès opina algo semejante: “Toda claridad nos viene del desierto. […] Del alma, el desierto es el despertar”. El desierto se parece a la estepa castellana. En mi caso, es mi paisaje cotidiano. De joven, casi niño, no entendía que los poetas se emocionaran con los campos de Castilla. No advertía nada poético en esas llanuras infinitas, que contemplaba mientras viajaba en coche o tren hacia tierras de Levante. Verano tras el verano, el paisaje siempre era el mismo: campos roturados por la siembra, que enseñaban sus entrañas esponjosas; matas y jaras que manchaban de verde y amarillo lomas y cerros; rebaños de ovejas con pastores protegiéndose del calor con sombreros de paja; hileras de árboles delatando la presencia de un arroyo. Y, de vez en cuando, un pueblecito, con sus casas bajas, sus mujeres enlutadas, sus perros famélicos y su espadaña, una torre que sobresalía entre los tejados como el ciprés de un cementerio.

En los años sesenta, los viajes se hacían interminables. En muchos tramos, las carreteras ni siquiera se hallaban asfaltadas y los coches circulaban lentamente, levantando nubes de polvo. Era inevitable pensar en las diligencias, con sus balanceos de animal viejo y enfermo. La sensación de fatiga y de relativa inmovilidad se convertía en júbilo cuando el mar revelaba su cercanía, con su olor a brisa y salitre. El corazón se agitaba al sentir la inminencia de algo grandioso. A veces se escuchaban las olas, rompiendo detrás unos pinos jóvenes, que sombreaban una tierra tan árida como Castilla, pero con el mar lamiendo sus bordes. Cuando por fin surgían las gaviotas y sus pequeños barcos de vela, sentía que dejaba atrás un sombrío páramo para adentrarme en la palpitante claridad del Mediterráneo, con sus olas suaves y sus playas blancas. Ahora pienso que la estepa y el mar no son tan diferentes. Los dos se caracterizan por la luz, el espacio, el vacío. De hecho, los campos de trigo y cebada se bañan en el mismo sol fenicio. En esa quietud, manda el silencio, que nos conmina a observar la vida y a mirar más allá de la vida. Esa mirada nos descentra, nos hace diferentes. Escribe Jabès: “En el desierto uno se vuelve otro”. La meditación nos enseña a salir de uno mismo, a amar el silencio, a no temer la soledad, a coexistir con el dolor, a lidiar con la disonancia y el vértigo, a bajar hasta lo más hondo. Algunos se topan con Dios; otros, se reconcilian con la finitud. Meditar es anticipar la nada o la eternidad. Sea como sea, merece la pena un viaje para el que no hacen falta alforjas, sino afán de aventura y humildad.

lunes, 3 de diciembre de 2018

"¿Invisibiliza nuestra lengua a la mujer?" por Álex Grijelmo


Una corriente feminista muy presente en los medios asegura que la mujer se siente excluida del llamado “masculino genérico”. Algunas de sus promotoras (sociólogas, juristas…, raramente las filólogas) consideran machista este rasgo de la lengua española y propugnan que en una artificial “lengua cultivada”, certera denominación de Juan Carlos Moreno Cabrera (Diversidad lingüística y diversidad cultural, 2011), se pronuncien duplicaciones como “ciudadanos y ciudadanas”, “españoles y españolas”, “todos y todas”, a fin de evitar la “invisibilidad” de la mujer.

Para aportar nuevas reflexiones sobre este asunto, con otro punto de vista, partiremos de la diferencia entre “significado” y “significante”.

Lo mismo sucede con expresiones como “Estatuto de los Trabajadores” o “Congreso de los Diputados”. Los significantes femeninos “trabajadoras” y “diputadas” no se hallan presentes ahí, pero sí se activan sus significados. Porque, igual que al oír “casa” pensamos en ventanas, conocemos que la legislación laboral afecta del mismo modo a las trabajadoras y que en los escaños se sientan también las diputadas, aunque ni unas ni otras se mencionen. Los contextos compartidos completan, pues, los significados. El significante “casa” (es decir, la palabra “casa” pronunciada o escrita) nos hace pensar en la imagen (el significado) de un edificio con puertas y ventanas, tal vez también con chimenea. Al pronunciarse el significante “casa” no se expresan los significantes “ventana”, “puerta” y “chimenea”; sin embargo, todos los conceptos que ellos representan vienen a nuestra mente en el significado cuando oímos o leemos la palabra “casa”. La ideación activada por el significante “casa” incluye esos elementos porque están en nuestra memoria de una casa. Por tanto, el significante “casa” son unas letras o unos sonidos. Y el significado, la idea que tenemos de una casa. Las ventanas y la puerta no están en el significante, pero sí en el significado.

Por todo ello, como explican las investigadoras feministas en el uso del lenguaje Aguasvivas Catalá y Enriqueta García Pascual (Ideología sexista y lenguaje,1995), no hay que confundir ausencia con invisibilidad. Es decir, no se debe confundir “ausencia del género femenino” en el significante con “invisibilidad de las mujeres” en el significado.

Así pues, al analizar el significado de una palabra conviene observar a la vez su sentido (entendemos aquí el sentido como “el significado más el contexto”). Veamos. La palabra “copa” se vincula a bote pronto en una conversación familiar con un recipiente de cristal; pero con un trofeo en la conversación entre futbolistas, o con la parte superior de un árbol si habla un grupo de ingenieros forestales. El contexto de cada caso influye en el sentido que activa el significante en nuestra mente.

El sistema lingüístico del español acoge fenómenos similares en algunos otros supuestos. Por ejemplo, cuando el singular representa al plural del mismo modo que el masculino representa al femenino. Si hablamos de que “este año se ha adelantado la caída de la hoja”, el significante “la hoja” se expresa en singular, pero la representación mental nos hace imaginar una pluralidad de hojas. Lo mismo sucedería con una oración como “tiene mucha afición al naipe” (ante la cual nadie imagina que se experimente tal inclinación por una sola carta).

Estamos aquí ante lo que los filólogos llaman “automerónimos”. Victoria Escandell, una de los grandes especialistas españoles en pragmática (el estudio del sentido más allá de los significados exactos), compara el caso del genérico masculino con ejemplos como “noche” y “día” (Reflexiones sobre el género como categoría gramatical, 2018). Cuando decimos que alguien “tardó tres días en llegar”, en ese periodo se sucedieron la noche y el día durante tres fechas. El término “noches” no ha figurado en el significante, “días”, pero esa idea no está ausente de lo que se entiende al oír “tres días”. Así pues, “día” engloba “noche” y “día”, del mismo modo que “los trabajadores de la empresa” engloba a los trabajadores y a las trabajadoras. En todos estos casos, una palabra puede abarcar a su opuesta conjuntamente o sólo a sí misma por separado. El contexto lo descifra con facilidad.

El dominio social masculino

Quienes entienden que el masculino genérico “invisibiliza” a las mujeres ponen en juego factores emocionales legítimos, basados en una realidad injusta, y proyectan sobre la lengua algunos problemas y discriminaciones que se dan en ámbitos ajenos a ella. De ese modo el dominio masculino en la sociedad se presenta como origen del predominio masculino en los géneros gramaticales.

Esa relación de causa-efecto (es decir, que el dominio social masculino provocó el masculino genérico) puede parecerse a la teoría de los dos relojes formulada hace siglos (con otro propósito) por el holandés Arnold Geulincx: Dos relojes de pared marchan perfectamente. Uno marca la hora y el otro da las campanadas, de modo que si miramos al uno y oímos al de al lado podría pensarse que el primero hace sonar al segundo.Se trata de una traslación fácil, que parece de cajón. Sin embargo, nos hallamos ante “una hipótesis científicamente indemostrable” (María Márquez Guerrero, Bases epistemológicas del debate sobre el sexismo lingüístico, 2016), aunque la veamos como probable con nuestros ojos de hoy. Pero, repetida tantas veces sin discusión, hasta se hace difícil contradecirla, por la influyente presión general y porque quienes la sostienen están defendiendo una lucha justa.

Dicho de un modo más rural: sabemos que el canto de los gallos no hace que salga el sol.

Si el dominio del sexo masculino en la sociedad fuera la causa inequívoca del predominio del género masculino en la lengua, eso habría de ejecutarse en todo tipo de condiciones, del mismo modo que dos y dos son cuatro en cualquier clase de problema.

Todos podemos observar, sin embargo, que con una misma lengua se dan sociedades machistas y sociedades más próximas a la igualdad. Unos idiomas tan extendidos como el español o el inglés ofrecen muchas posibilidades al respecto.

Por otro lado, si se cumpliera esa relación entre el predominio social masculino y el uso del genérico masculino en el idioma, las sociedades que hablan lenguas “inclusivas” deberían ser menos machistas. Por ejemplo, el idioma magiar no tiene género, de lo cual debería deducirse que la sociedad húngara es más igualitaria que la sociedad española. Y lo mismo sucede con el turco, un idioma con escasísimas palabras dotadas de género. Y con el farsi (o persa), la lengua que se habla en Irán. Si la sociedad iraní no ha dado lugar a un idioma de predominio masculino, eso habría de estar relacionado con la supuesta realidad de una sociedad menos masculina que la española.

Y otro tanto pasa con el quechua, empleado por una sociedad que fue poligámica y donde funcionaban los harenes (Araceli López Serena. Usos lingüísticos sexistas y medios de comunicación).

También se hablan en el mundo algunas lenguas que tienen el femenino como genérico (varias caribeñas, entre ellas el guajiro; además del koyra en Malí y el afaro en Etiopía), y no se corresponden precisamente con sociedades ni igualitarias ni matriarcales. Por ejemplo, el zaise o zayse es hablado por 30.000 etíopes que forman una “marcada organización social patriarcal” (Bárbara Marqueta, ‘El concepto de género en la teoría lingüística’; en la obra colectiva Algunas formas de violencia. Mujer, conflicto y género, 2016).

Sin embargo, otras lenguas con femenino genérico, como el mohawk o mohaqués (ahora 3.000 hablantes en EE UU y Canadá), sí se dieron en sociedades con notables rasgos matriarcales.

Dos tipos de dobletes

Asimismo, si el supuesto dominio masculino del idioma español hubiera respondido a un impulso machista o patriarcal, este habría dominado todos los aspectos de la lengua, y no solamente algunos. El mismo sistema que no activó durante siglos “juez” y “jueza”, ni “corresponsal” y “corresponsala”, ni “criminal” y “criminala” o “mártir” y “mártira” sí permite “bailarín” y “bailarina” o “benjamín” y “benjamina”.

Y en efecto, el genérico “niños” engloba a niños y niñas; pero el masculino “yernos” no engloba a las nueras; ni “curas” engloba a las monjas. No podemos decir “mañana vienen mis yernos” si en el grupo hay nueras. Eso sí sería lenguaje no inclusivo. Y habría de afirmarse por tanto “mañana vienen mis yernos y mis nueras”; del mismo modo, una reunión de curas y monjas no se puede definir como “una reunión de curas”. Ni una asamblea de hombres y mujeres como “asamblea de hombres”.

Si hubiera existido algún día esa directriz machista original y duradera, el mismo masculino que se impone en los dobletes morfológicos (es decir, “los niños” para nombrar a “niños” y “niñas”) se habría impuesto también al femenino en todos los dobletes que no son de carácter morfológico sino léxico (“toro / vaca”, “jinete / amazona”, “dama / caballero”, “marido / esposa”…).

Asimismo, esas teorías que aquí cuestionamos deberían considerar más igualitario el laísmo castellano (con su desdoblamiento “la dije” a ella / “le dije” a él) que el uso general en español (“le dije” tanto para ella como para él). Sin embargo, ese laísmo igualitario sería rechazado seguramente por la mayoría de las hablantes. Eso no sucede, como señala Victoria Escandell, cuando la referencia a varones o mujeres, o machos y hembras, está lexicalizada. Así pues, añade, la oposición masculino-femenino se neutraliza en unos casos, pero no en otros.

De todos estos ejemplos se puede deducir, si así se desea, que no existe una relación comprobada de causa-efecto entre la sociedad y la lengua en cuanto al dominio masculino.

Plantear esa relación como si fuera cierta y tenaz equivale a ver el problema en un plano (la desigualdad real) y poner la solución en otro (la gramática).

Hipótesis inversa (falsa)

Es cierto que la mujer sufre una discriminación insoportable, y eso dispara los juicios y los prejuicios contra el genérico masculino una vez que éste ha sido erigido como símbolo de la dominación del varón. Lo curioso es que si la sociedad discriminara al hombre (lo cual planteamos solamente a efectos dialécticos, pues sabemos que no sucede así) unas hipotéticas (y absurdas) organizaciones masculinistas tendrían también argumentos (o falacias) para culpar al lenguaje. Es decir, podrían plantear sus propios relojes de Geulincx.

Esa visión igualmente desenfocada (aunque en distinto grado) daría lugar a hipotéticas razones como éstas (que serían en realidad unas cuantas sinrazones):

1. La circunstancia de que un mismo significante sirva para el genérico masculino y también para el masculino específico (del mismo modo que el significante “día” abarca el significado del día y de la noche) priva a los hombres de un género propio e individualizado como sí tienen las mujeres. Los hombres deben compartir su género, pero las mujeres no.

Veamos este ejemplo que recogen las mencionadas Catalá y García Pascual,según el cual John Major era (en un texto tomado de EL PAÍS del 15 de diciembre de 1990) “el primer representante varón del Reino Unido en una cumbre comunitaria desde hace 11 años”.

El término “varón” hace falta ahí porque el masculino no se basta a sí mismo para identificar a un hombre si el contexto implica que se incluye a mujeres (como sucedía claramente en ese caso, pues en aquellas fechas era de general conocimiento que Margaret Thatcher había precedido a Major).

Si en esa noticia se suprimiera el término “varón”, Major quedaría como “el primer representante del Reino Unido en una cumbre comunitaria desde hace 11 años”, lo que resultaría falso (pues no era la primera vez que el Reino Unido estaba representado ahí). Así pues, la necesidad de añadir “varón” demuestra que el genérico masculino incluye objetivamente a las mujeres.

2. Por otro lado, el genérico masculino excluye supuestamente a las mujeres de las acciones meliorativas (aquellas en las que se suele pretender la visibilidad), pero también de las peyorativas: Veamos esta afirmación: “Han entrado unos ladrones y se lo llevaron todo”. Siguiendo las teorías de una parte del feminismo, con esa afirmación se excluye la posibilidad de unas ladronas; a pesar de que se desconoce la autoría del latrocinio. Un sistema lingüístico construido para beneficiar a los hombres habría impedido eso. Y en una hipotética situación de inferioridad social masculina, esta circunstancia gramatical habría podido usarse para reforzar (absurdamente) sus reivindicaciones.

El contexto cambia el significado

En cualquier caso, en el debate sobre lenguaje inclusivo se suelen analizar las palabras aisladas, como en un laboratorio. Y el lenguaje sólo se entiende en su uso, en su aplicación concreta.

Como hemos visto, ante la palabra “casa” construimos nuestro significado a partir del contexto que conocemos (y por eso imaginamos las ventanas). El contexto, en efecto, rige el sentido de lo que expresamos.

Imagine usted, atento lector o atenta lectora, que lee esta oración:

“Hernández es representante de España en la ONU y una estrella de la diplomacia”.

¿Ha pensado usted en un hombre o en una mujer? Seguramente en un hombre, porque eso es lo que proyecta el contexto compartido. Pero no hay ninguna marca de género masculino en esa oración (al contrario, se cuentan más palabras en femenino). Si su conocimiento de la realidad le permitiese saber que “Hernández” es una mujer, pese al predominio de diplomáticos varones, la interpretación habría sido la contraria incluso con esa misma frase.

Entonces, podemos pensar si no será mejor actuar sobre la realidad que sobre el lenguaje. Cuando la realidad cambie, el contexto alterará el significado de las palabras sin necesidad de alterar su significante, del mismo modo que el término “coche” mantiene sus letras pero ha cambiado con el tiempo la representación mental que provoca (desde los coches tirados por la potencia de los caballos a los caballos de potencia que tiran ahora de los coches).

Por todo ello, al observar el supuesto machismo del lenguaje no se pueden analizar los significantes y los significados en ausencia del contexto que les aporta el sentido.

Pero ante este problema también compartimos la propuesta que formulan las ya mencionadas Catalá y García Pascual: Que las mujeres se apropien de los genéricos, en vez de excluirse de ellos.

Hay precedentes. Por ejemplo, una mujer puede recibir un “homenaje” porque las mujeres se han apropiado de esa palabra de forma que ya nadie recuerda que dentro de tal vocablo se encuentra la raíz home (“hombre”, en el occitano de origen). Del mismo modo, las mujeres tienen “patrimonio” y “patria potestad”; porque a lo largo de los años se han apropiado de esos términos de raíz masculina (pater) en vez de sentirse excluidas de ellos; como han hecho a su vez los homosexuales varones con la palabra “matrimonio” (de mater), de la que también se han apropiado venturosamente.

Si dijésemos (tomo un ejemplo que aporta Escandell) “Margarita ganó la plaza de catedrática”, eso implicaría que sólo podían presentarse mujeres. Pero si Margarita gana la plaza de catedrático, en ese momento invade felizmente el ámbito del genérico masculino. Se apropia de él.

Si las mujeres se adueñan de los genéricos “trabajadores” o “mineros”, o “policías”, o de “la diplomacia”, porque el contexto activa tal ideación, se estarán apropiando de los significados y del sentido del discurso, para dejar a los significantes en su papel residual de simples “accidentes gramaticales” (María Ángeles Calero, Sexismo lingüístico, 1999), portadores de conceptos que van cambiando sin alterar la palabra que los nombra.

Todo eso no impide (y la lengua lo permite) que se usen fórmulas como “señoras y señores”, “amigos y amigas” si así lo desea quien habla. Ya estaban en el Mio Cid (siglo XII): “Exien lo ver mugieres e varones, burgeses e burgesas por las finiestras son”.

Una moderada duplicación —sobre todo en la “lengua cultivada”, en la actuación lingüística concreta— servirá legítimamente hoy como símbolo de que se comparte esa lucha por la igualdad; siempre que esto no implique considerar machista a quien use el genérico masculino por creerlo igualmente inclusivo.

Tampoco está de más evitar masculinos “genéricos abusivos” (en expresión de María Márquez) y decir “la persona” en vez de “el hombre”, o huir de usos asimétricos como “mi señora” o “mi parienta” (puesto que no se emplean “mi señor” ni “mi pariente”); o evitar el elogio de llamar “machada” a una hazaña deportiva, entre otros consejos válidos que suelen partir de filólogas feministas.

Con este mismo sistema de lengua (el sistema es una cosa y los usos son otra) se puede construir una sociedad más justa si nos aplicamos a ello, si desterramos la violencia machista, la brecha salarial o la publicidad sexista, si aplicamos una enseñanza igualitaria o si corregimos el tratamiento de la mujer en los videojuegos, entre otros muchos asuntos.

Cuando todos esos problemas estén resueltos (ojalá pronto) y la igualdad sea completa, el género gramatical perderá seguramente toda la trascendencia que ahora se le otorga. La realidad habrá cambiado los contextos; los contextos habrán transformado el sentido, y los genéricos masculinos se convertirán en una mera convención porque habrán sido asaltados por las mujeres, como ya ocurrió con “homenaje” o “patrimonio”.

Cuando ese momento llegue, quizás a nadie le importe ya la gramática. Pero mientras tanto, es entendible que el genérico masculino siga pagando los platos rotos.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Idiocia colectiva



La idiocia es una deficiencia mental adquirida en la niñez y generalmente de origen congénito. Siempre ha existido una idiocia colectiva, una idiocia contraída por contagio social más que por herencia. Arrastra a una comunidad a comportarse como un ente ciego, sin raciocinio. La idiocia colectiva es capaz de aupar al poder a un imbécil, a un inepto y hasta a un psicópata para que rija los destinos de la sociedad. En el siglo XXI, con el acceso fácil a la información y a la cultura, esta idiocia colectiva se tendría que haber atenuado, pero no. La idiocia colectiva sigue vigorosa. Ha llevado a muchos de sus campeones a gobernar países poderosos: Trump, Putin, Bolsonaro, Salvini... Personas que deberían ser tratadas de su dolencia firman tratados y manejan armamento. 
Si bajamos a nuestra cotidianidad, comprobamos que la idiocia colectiva ha aupado a necios declarados en medios de comunicación, cargos empresariales, dirección de hospitales, rectoría de las universidades, en la cabeza de los partidos políticos, en los órganos de decisión de los institutos de enseñanza, de las guarderías, de los clubes deportivos... Es espeluznante ver a los incapaces mentales, a los menguados en cargos de gobierno, enredados en el complejísimo arte de organizar una colectividad. Y lo mejor es que los hemos elegido nosotros, víctimas de una idiocia contagiosa que nos hace votar como si no rigiera la razón en nuestros actos, sino el interés particular, la insania y la irresponsabilidad. 
En nuestros casos domésticos, esta nueva idiocia colectiva se agrava con nuestra atávica propensión a la envidia y a la soberbia. Nos molesta ver a un sabio, a una persona trabajadora, a una mujer competente, a un hombre honesto, dirigirnos, porque nos resulta más complicado criticarlos o arremeter contra ellos. Porque comprobamos, angustiados, que nosotros no podríamos hacerlo mejor. Nos puede la perversión de elegir a un incompetente, a un necio, a un menguado, a un gandul, para tener la sensación malsana de que su papel lo podría hacer uno mucho mejor. Para regodearnos en el barro de su fracaso, que aunque también es el nuestro, sobre todo es el suyo. 
Todo comienza cuando al lelo o al gamberro lo elegimos delegado de clase, para reírnos de él o para provocar conflictos innecesarios (ellos tienen perdón, están sin cultivar). El problema es que el personal de presunta "alta cualificación" es tan propenso a la idiocia colectiva como los infantes. La ética se pierde por los agujeros de los bolsillos (apolillados por los intereses) y la razón se abandona en pro del espectáculo del lelo gobernando asuntos que maneja con dificultad el sabio. Qué eufónica palabra, idiocia, y qué peligrosa.

martes, 27 de noviembre de 2018

"En la clase de lengua" por Lola Pons Rodríguez


De la larga lista de preposiciones que aprendíamos en el colegio dos me resultaban intrigantes: cabe y so. No recuerdo si alguna maestra se apiadó de nosotros y nos explicó que esas preposiciones ya no se usaban (como sí antiguamente: cabe el monte, so pena), pero igualmente ahí quedaron ambas en la lista, año tras año. Las preposiciones —en la gramática, básicamente palabras que vinculan elementos entre sí: lápiz con goma, libro sobre arte— se convirtieron para el alumnado de mi generación en una cadena de unidades que funcionaban solo en esa lista. Sabérsela era un fin en sí mismo.

Entre los contenidos que los escolares españoles de primaria estudian antes de los nueve años se incluyen conceptos como saber qué es un determinante, qué es la sílaba tónica o qué es un adjetivo. La que firma es una profesora de Lengua a la que esto le parece espeluznante, ya que, en la práctica, supone que al tiempo que se está enseñando a los niños a leer y a escribir, el maestro se ve obligado a explicar (lo dice la normativa, lo pone en los libros) que un adjetivo acompaña al sustantivo y lo explica o especifica según su posición, o a exponer que este y otro son determinantes, o que hay sílabas átonas y tónicas. La hipertrofia del metalenguaje en primaria resulta llamativa en tanto que estos contenidos no resultan particularmente difíciles de entender ni de aplicar en secundaria. Es lógico que los estudiantes piensen que la gramática sigue siendo para ellos un intangible que les causa extrañeza y es lícito que los profesores bufen porque los alumnos ya no recuerdan un contenido que se les lleva enseñando desde pequeños; transmitir ese metalenguaje en edades cortas roba tiempo para lo fundamental: aprender a expresarse, a leer con gusto, a saber hablar en público... Son los otros objetivos que se recogen en los programas y que resultan perjudicados por el peso de la enseñanza teórica: la inflación de contenidos metalingüísticos en las escuelas merma la capacidad de los profesores para enseñar a expresarse.Enseñar la lengua es, claro, enseñar un lenguaje especializado (que llamamos técnicamente metalenguaje, en tanto que usamos las palabras para hablar de las palabras); tecnicismos de la lingüística son etiquetas como sujeto, oración coordinada o la propia de preposición. Este metalenguaje respalda a una teoría que puede ayudar a mejorar nuestra práctica del idioma: saber de metalenguaje, entre otras cosas, sirve para conocer los componentes que usamos al hablar y sus estructuras subyacentes, y puede ser un buen auxilio cuando se aprende una segunda lengua. Nadie niega que este sea un contenido relevante en el proceso educativo, pero viendo cómo están las cosas en nuestros libros de textos y qué conseguimos con ellos en los resultados de nuestros alumnos, a lo mejor es necesario pararse a reflexionar sobre cuánto metalenguaje enseñamos y, sobre todo, cuándo lo hacemos.

Desconfiaríamos de una profesora de flauta que no consiguiera tras un año entero de clases que nuestro hijo tocase al menos una melodía fácil con el instrumento. Pídale a un niño de primaria que explique qué pasó ayer por la tarde en la plaza y verá si es capaz de hacer un discurso coherente, con riqueza léxica y argumentando un punto de vista. Tal debería ser el objetivo de una clase de Lengua impartida a un niño. De su logro se beneficiarían todas las otras materias escolares.

Por supuesto, las sucesivas reformas educativas (o sea, la reforma de la contrarreforma de la enésima ley educativa no consensuada) han ido introduciendo la necesidad de enseñar a usar la lengua. Y claro que hay maestros que se esfuerzan por poner a sus alumnos a hacer cosas con palabras: los espacios docentes en la Red nos han permitido asomarnos a los blogs de clase de profesores que nos muestran a alumnos escribiendo de forma creativa, argumentando, explicándose. Pero, cuidado: también ellos han tenido que perder un buen rato explicando a los de segundo de primaria qué es un adjetivo.

No tiene sentido que saber usar la lengua sea lo que nos queda cuando olvidamos lo que aprendimos en las clases de Lengua del colegio. Por eso, si usted ve que el maestro de Lengua de su hijo lo pone a preparar una entrevista, o a hacer fotos de carteles de la calle para que entienda que vive en una sociedad multilingüe, si su hija tiene que hacer un trabajo de Lengua que consiste en leer y contar a los demás una noticia de prensa, si la profesora del niño monta una obra de teatro en clase, si entre los deberes del fin de semana está aprender un poema o ir a una biblioteca y hacer una ficha de un libro, o si en el colegio lo están estimulando a leer dos libros al mes, piense que su hijo está recibiendo la enseñanza de Lengua más importante. Está aprendiendo a hacer cosas con, contra, de, para, por, sobre las palabras. Y el resto de preposiciones de esta frase las puede completar el lector si aún recuerda la lista que le enseñaron en la clase de Lengua.

martes, 6 de noviembre de 2018

"¿Por qué escribir?" por Rafael Narbona


Philip Roth murió sin recibir el Nobel. Igual que Borges, Joyce, Henry James, Proust y otros grandes escritores. En una entrevista, afirmó con ironía que si hubiese titulado de otro modo El lamento de Portnoy, una feroz introspección sobre las filigranas y paradojas de la mente humana para abordar y satisfacer el deseo sexual, quizás la Academia sueca se hubiera decidido a concederle el ansiado galardón. Probablemente, un título más pomposo, como ‘El orgasmo bajo el capitalismo rapaz', habría vencido todas las objeciones y reparos. Provocador nato, a Roth nunca le preocupó molestar, incomodar o incluso perturbar. En ¿Por qué escribir?, una recopilación de ensayos, entrevistas y discursos, confiesa que nunca ha experimentado la creación literaria como un placer. Durante cincuenta años, se enfrentó a la página en blanco con angustia y sentimiento de indefensión. “Para mí, escribir era una hazaña de supervivencia. La obstinación, no el talento, me salvó”. 
Para escribir, según Roth, hay que olvidarse de cualquier anhelo de felicidad. El escritor se impone a sí mismo una “tarea irrealizable”. Si se compadece de su sufrimiento, abandonará su trabajo. Roth admite que escribir es una forma de huir de la culpabilidad, la autodestrucción y el nihilismo. Tal vez por eso nunca ha dejado de realizar incursiones en la literatura de Kafka. Aficionado a las ucronías, Roth inventa una vida alternativa para el autor de La metamorfosis, que titula “Siempre he querido que admiraseis mi ayuno”. Kafka emigra a Estados Unidos y se establece en Newark, New Jersey, enseñando hebreo y la Torá en una sinagoga. Entre sus alumnos, se halla el niño Philip Roth, que le adjudica un mote despectivo. Sus padres invitan a comer a Kafka y organizan un encuentro con la tía Rhoda, con la intención de poner en marcha un romance que acabe en boda. Kafka actúa con la máxima corrección, pero cuando al fin se cita con Rhoda, su inhibición emocional y sexual provoca una catástrofe. El tímido y discretísimo profesor de hebreo nunca podrá formar una familia, ni mantener una relación normal con una mujer. Solo es feliz en la seguridad de su madriguera. Fallece en 1948. No deja supervivientes. Ni libros. Sólo cuatro cartas enfermizas que conserva tía Rhoda, sin prestarles mucha atención. 

La “otra vida” de Kafka es la única pieza de ficción. En los ensayos y entrevistas, Roth habla de muchos temas, pero concede una especial atención a la creación literaria y a la identidad judía. En el siglo XX, el escritor se ha despegado de la realidad. Su prosa, en particular cuando es musculosa y enfática, gira alrededor de su ego, incurriendo en el onanismo, lo cual reduce faltamente sus posibilidades narrativas. Ese fenómeno no constituye un brote de narcisismo, sino la constatación del divorcio entre el escritor y la sociedad. Roth se ha ocupado de su yo, pero no ha descuidado los problemas de su tiempo. 

Su estilo ha pretendido captar “la espontaneidad y la soltura del lenguaje hablado”, pero con las dosis de “ironía, precisión y ambigüedad” que han caracterizado a la retórica literaria más clásica. Se ha negado a amordazar su pluma con tabúes e inhibiciones. La función del escritor es incordiar. Con frescura, descaro y valentía.

Adoptar esa actitud con el tema de la identidad judía, le ha causado muchos disgustos. Acusado de antisemitismo, ha respondido que airear las manías y los vicios de la comunidad judía, no implica un odio patológico. Roth no reniega de su condición de judío. Solamente quiere dejar claro que la mayor virtud del pueblo judío es su capacidad de renacer y reinventarse después de siglos de persecuciones y pogromos, no la de imitar la beligerancia de otras naciones. 

Ante los reproches de supuesta misoginia, Roth aclara: “No he entonado la alabanza de la superioridad masculina, sino que más bien he presentado a la masculinidad vacilante, constreñida, humillada, devastada y derribada”. Más que entrevistar, Roth dialoga con Primo Levi, Aharon Appelfeld, Milan Kundera y otros escritores. Appelfeld apunta que el pueblo judío, a pesar de todos los agravios y matanzas, “no ha perdido su rostro humano”. Kundera afirma que la novela no puede prosperar en países gobernados por el fanatismo político y religioso. Primo Levi, un hombre lleno de “vivacidad y arraigo”, elogia el trabajo como vocación, tan distinto del Arbeit de Auschwitz, fuente inagotable de padecimientos. 

En un breve y esclarecedor ensayo, Roth reconoce su deuda con Saul Bellow: “Fue el Cristóbal Colón de la gente como yo, de los nietos de inmigrantes que quisieron ser escritores norteamericanos”. Después de releer todos sus libros y dar por finalizada su trayectoria como escritor, Roth utiliza unas palabras del campeón de boxeo Joe Louis para formular una conclusión: “Lo he hecho lo mejor que podía con lo que tenía”. 

¿Por qué escribir? es un festín para la inteligencia. Divertido, irreverente, lúcido, imprevisible. Cuando Philip Roth pide a Wikipedia que corrija un error en su entrada sobre La mancha humana, la enciclopedia le contesta que sin duda es la mayor autoridad sobre su obra, pero no puede atender su petición, si no le facilita una fuente secundaria fiable. En sus últimos años, Roth dejó de maltratarse a sí mismo con el áspero oficio de escribir, limitándose a esperar la venida de la muerte con la mayor dignidad posible.

domingo, 28 de octubre de 2018

"Gabriel Miró y los gitanos" por Rafael Narbona


Gabriel Miró (Alicante, 1879-Madrid, 1930) es uno de los mejores prosistas de la Edad de Plata, pero su obra apenas se lee. Para algunos, solo es un autor costumbrista, apegado a lo rural y con un estilo innecesariamente moroso, que impide a sus novelas adquirir el ritmo necesario para emocionar al lector. Ortega reconoció su maestría formal, pero le acusó de malograr el conjunto con un esteticismo que convertía cada página es un deslumbrante (y extenuante) prodigio, incompatible con la construcción de una trama y unos personajes. Yo no aprecio nada de eso. Miró no es un autor costumbrista, pues rehúye el tópico y el color local. Su mirada es profunda, crítica e innovadora. No es un espectador, sino un testigo que viaja al fondo de las cosas, expresando su malestar cuando presencia una injusticia. Su visión de España no es autocomplaciente. No le tiembla la pluma al hablar de la violencia que soportan los niños, los animales, las mujeres y los grupos sociales más vulnerables. Más cerca de Ortega que de Unamuno, sueña con la reforma social de un país política y culturalmente atrasado, pero sortea con elegancia la trampa del radicalismo, que sí sedujo al último Valle-Inclán. Su pasión por el campo no es una veleidad provinciana, sino la expresión de una honda inquietud espiritual. Al igual que un fenomenólogo, Miró observa la naturaleza, intentando capturar esencias, no simples reflejos. Su prosa se muestra tan exigente como la de Proust, Joyce o Virginia Woolf. No hay esteticismo, sino una aguda exigencia intelectual que no cesa de buscar el punto de encuentro entre la palabra y la materia.

“Gitanos” es una estampa o capítulo de Años y leguas, su último libro. Publicado en 1928, el protagonista una vez más es Sigüenza, trasunto o posible heterónimo de Miró, que deambula por el Levante como un peregrino con sed de absoluto. El escritor siempre profesó un cristianismo semejante al de Pérez Galdós, lejos de cualquier forma de intolerancia o dogmatismo. Su ternura con los más débiles nace de su identificación con las enseñanzas del Sermón de la Montaña. Poco amigo de penitencias, su literatura rebosa misericordia y un ardiente deseo de renovación espiritual e institucional. El obispo leproso (1926) ha pasado a la historia como una obra anticlerical. Miró estudió con los jesuitas y se mostró muy crítico con su modelo de enseñanza, autoritario e intransigente. Sin embargo, ese punto de vista convive con una fe firme, sin fisuras. No es Unamuno, atrapado por terribles dudas. Al igual que el prelado de El obispo leproso, Miró cree que es posible otra Iglesia, con un mensaje más humano y compasivo, opuesta al fanatismo y la dureza de corazón. “Gitanos” es un ejemplo de la sensibilidad del verdadero cristiano, que “no odia porque sabe comprender” y manifiesta “sentimientos de paz, porque ama” (Es Cristo que pasa). El capítulo comienza con una alusión humorística al trabajo literario, que presupone orden, disciplina, claridad. Sigüenza se rodea de libros, tabaco y promesas, pero su sosiego se quebranta cuando una mosca logra burlar la red metálica concebida para cortar el paso a los insectos. En un pequeño cuarto encalado, con una mesa sin barnizar y unas sillas de esparto, una mosca “con sus ojos hinchados de color café” y su trompa latiendo, puede ser más perturbadora que “un grito”. La irrupción de una avispa añade dramatismo a la situación, pues su aguijón puede hundirse dolorosamente en la carne. Sigüenza logra aplastarla con un “bárbaro golpe”. Después, contempla de cerca “su cintura, su vientre, su corpezuelo afilado, su vello estremecido”. La muerte no ha logrado borrar su belleza. El escritor puede parapetarse en una trama de palabras, pero el mundo nunca se cansará de convocarle, mostrándole la ambivalencia de la vida, con su carga de sufrimiento y sus explosiones de júbilo.

Sigüenza se asoma al balcón y se embriaga con “la avidez del verano”. En el medio rural, se nota más el peso del tiempo, el tránsito “del paisaje tierno a los campos en rastrojos”. De repente, se escucha la voz “maja y zalamera” de un gitano, que habla con la labradora del casalicio donde el escritor se ha alojado. Se trata de una labradora “vieja y desmedrada” que no disimula su miedo ante “un mozallón, roído de viruela, con un alboroto de tufos de pringue, la mirada caliente y los colmillos blancos como de mastín”. Al joven le acompaña “una tribu andrajosa”, con niños sucios, viejos flacos como galgos, mujeres con ropa mugrienta y jumentos que tiemblan de hambre y miedo. El conjunto desprende una sombra lúgubre, casi podrida, que se tiende en el camino como un animal extenuado. El gitano pide un costal de paja para “una mujer enferma, que no tiene dónde recostarse, lo mismo que la Virgen Santísima”. La labradora se niega con terquedad, alegando que la paja no es de su propiedad, sino de los campesinos que trillan en la era. El gitano gime, se desespera, escupe y acecha el interior de la casa, con ojos de aguilucho. Sigüenza interviene, pidiéndole contundentemente que se marche con su gente. Su puño crispado en el bolsillo de la americana insinúa que tal vez esconde un arma. El gitano baja la cabeza y, humillado, se retira, no sin murmurar y maldecir. La rabia y la consternación se reflejan en la mirada de viejos, mujeres y niños, que reemprenden la marcha, levantando “un polvo y vaho de muladar”, mientras se lamentan de su negra suerte. La labradora agradece a Sigüenza su gesto, con una exclamación que parece “un salmo”. El escritor vuelve a su aposento y saca la mano del bolsillo, depositando sobre la mesa una petaca de cuero, el estuche de unos anteojos, yesca para hacer fuego y una pluma estilográfica. En su rostro resplandece “una sonrisa de buen sabor de vida”. Piensa que ha obrado como un héroe.

A la caída de la tarde, Sigüenza parte hacia el pueblo más cercano para realizar unas compras. La labradora le advierte que los gitanos quizá le esperen en un recodo del camino para vengarse, especialmente si se entretiene demasiado y anochece. Sigüenza está a punto de desistir, pero el orgullo le anima a no renunciar a su plan. Se adentra en la carretera, escrutando la lejanía. Cuando llega a su destino, despuntan las primeras estrellas. Entra en la tienda y hace sus compras, rodeado de labradores y mujeres de negro. Aún le queda tiempo de subir a la diligencia y no hacer el camino de vuelta de pie y a oscuras, pero quiere demostrarse a sí mismo que no tiene miedo. Se despide del tendero, comentando que espera tener suerte y no toparse con los gitanos. Está a punto de narrar su proeza, pero el comerciante se adelanta, explicándole que ya están muy lejos: “Yo los vi. No tenían paja; y una de sus mujeres daba compasión porque había parido en el suelo como una borrega…”.

El conmovedor texto de Gabriel Miró es un acto de desagravio particularmente necesario en nuestras letras. Aún cuesta digerir las duras e injustas palabras de Cervantes en La gitanilla (1613) sobre una comunidad que ha sufrido toda clase de ultrajes y persecuciones. Las grandes dotes de narrador de Gabriel Miró se ponen de manifiesto en este capítulo. El paisaje no es un telón de fondo, sino una realidad viva y cambiante que se concierta con las emociones de los personajes. Sigüenza no es un simple contemplador. Su aguda conciencia estética y moral alumbra un lenguaje sensual, pictórico, reflexivo. Comencé a leer a Gabriel Miró en ediciones sueltas. En 1931 apareció en Madrid la primera edición de sus obras completas, elaborada por los “Amigos de Gabriel Miró”. En 1942, Biblioteca Nueva publicó toda su obra en un solo volumen. Entre 2006 y 2008, la Biblioteca Castró reunió todos sus libros en tres volúmenes, incluyendo sus dos primeras novelas, repudiadas por el autor, y varios textos inéditos. Se hizo cargo de la edición Miguel Ángel Lozano Marco, catedrático de la Universidad de Alicante, que elaboró excelentes estudios introductorios y una exhaustiva y selecta bibliografía. Gabriel Miro es uno de nuestros clásicos más olvidados, pero en sus libros fulgura la belleza y se intuye la eternidad.