A las cinco de la madrugada me despertó un mal sueño y para
distraerlo leyendo me sumergí en una pesadilla. Pero es que hay libros
infecciosos que uno no puede dejar de leer, aunque, si lo hace antes de dormir,
es muy posible que después de haberle alterado la vigilia le siembren de
terrores los sueños. No estaba leyendo una novela de miedo. A estas alturas el
miedo de los libros o de las películas con muchas vísceras y cubos de sangre
demasiado roja ya no asusta a nadie. Drácula
y la criatura del Doctor Frankenstein
y hasta Freddy Krueger son ya figuras
recortadas de cuento infantil. Hannibal Lecter deleitándose con casquería
humana y con las Variaciones Goldberg es
un personaje ridículo. En el miedo, como en casi todo lo demás, las invenciones
de la imaginación son muy limitadas y tienden a la repetición y al aburrimiento
de lo previsible. Para sentir terror, en esta época, en esta era de Trump y
Putin y El Asad y Marine Le Pen y Geert Wilder y Kim Jong-un, no hay más que
consultar el periódico o poner la radio por la mañana. El pánico de un titular
o de una información dura minutos como máximo. El de un libro permanece durante
días, y como la mente humana, y más aún la mente lectora, puede tender al
masoquismo, el resultado es un agobio que se hace más grave según progresa la
lectura y que, buscando cuanto antes llegar al final, exagera su daño.
El libro que me ha quitado el sueño y el poco sosiego que tenía es
un ejemplo admirable de periodismo de investigación, de la máxima calidad
informativa y narrativa. Se titula Dark Money,
y lo publicó hace algo más de un año Jane Mayer, una escritora en The New Yorker. Como pasa con cierta
frecuencia, el libro tuvo su origen en un largo
artículo que Mayer había escrito hace ya siete años para la
revista: la crónica escalofriante de cómo dos hermanos, Charles y David Koch,
dueños de la segunda empresa más poderosa de Estados Unidos, llevaban más de
treinta años financiando
el activismo de la derecha más radical en Estados Unidos a
través de una fundación que les permite grandes ventajas fiscales y un grado de
anonimato que tiene mucho de impunidad. Cuando las leyes imponían limitaciones
a las cantidades de dinero que empresas o particulares podían gastar en
campañas políticas, los hermanos Koch se las saltaban encubriendo como
filantropía lo que era tráfico de influencias y compra directa de candidatos,
casi todos ellos republicanos. En 2010, el Tribunal Supremo suprimió esas
limitaciones legales, argumentando, no sin gran cinismo, que una empresa tiene
el mismo derecho a la libertad de expresión que un ciudadano individual, y que
por tanto poner límites al dinero que quieran gastar apoyando a un candidato es
como quitarle ese derecho.
Las cantidades de ese dinero oscuro que detalla Jane Mayer son
inconcebibles. Los hermanos Koch reúnen la tercera fortuna más grande de
Estados Unidos, después de Warren Buffett y Bill Gates. Su compañía, Koch
Industries, posee pozos de petróleo, refinerías, oleoductos, empresas
madereras, minas de carbón, papeleras. En los años setenta, alarmados por la
presión fiscal sobre los ricos y por las trabas que empezaban a poner a su
dominio despótico las primeras leyes de protección del medio ambiente y los
avances hacia un mínimo de equidad social —los derechos civiles, las políticas
contra la pobreza, las garantías sindicales para los trabajadores—, los
hermanos Koch emprendieron una batalla primero ideológica y luego directamente
política. Era una época en la que había ciertos consensos básicos entre
republicanos y demócratas en torno a algunos logros heredados del new deal de
Roosevelt y de la gran sociedad de Johnson. Se asocia a la derecha
con el conservadurismo y la conformidad ideológica, pero los Koch aplicaron la
fuerza inmensa de su dinero a un proyecto literalmente revolucionario:
desguazar el Estado para que no hubiera ninguna interferencia pública en el
funcionamiento del capitalismo; reducir o eliminar los impuestos a los ricos;
suprimir la asistencia médica gratuita a los viejos, los niños y los pobres;
desmantelar la Seguridad Social. Y, desde luego, desactivar cuanto antes las
nuevas leyes aprobadas en los primeros setenta —algunas durante la presidencia
de Richard Nixon— para remediar la contaminación del aire, de la tierra y de
las aguas que habían llevado a cabo impunemente durante más de un siglo las
empresas mineras y petroleras. Los Koch crearon una especie de club de
multimillonarios dedicado a una tarea doble de adoctrinamiento y descrédito.
Empezaron a financiar cátedras universitarias en las que se propagaban las
ideas ultraliberales más extremas. Fundaron publicaciones y patrocinaron a
autores de libros que desacreditaban todo lo que tuviera que ver con la acción
del Gobierno, y que calificaban cualquier norma protectora de los trabajadores
o de los débiles como una intromisión totalitaria en el albedrío de las personas,
en el funcionamiento libre de la sociedad y del mercado. Cuando la alarma sobre
el calentamiento global empezó a difundirse, contrataron a las mismas agencias
de relaciones públicas que en los años sesenta habían trabajado a sueldo de las
compañías tabaqueras para esconder el peligro mortal del tabaco. Para conseguir
el máximo beneficio, prescindían en sus minas y en sus refinerías de cualquier
medida sanitaria para proteger la salud de los trabajadores o de la gente que
vivía en las inmediaciones.
La enumeración documentada de horrores, extorsiones y abusos que
hace Jane Mayer lo deja a uno sin aliento. Pero más aún asombra el éxito de la
manipulación ideológica promovida por los hermanos Koch y sus células
subversivas de multimillonarios: no solo multiplican su riqueza y garantizan su
impunidad, sino que además convencen a una parte considerable de las víctimas
del expolio de que sus enemigos no son ellos: el enemigo es la gente liberal y
elitista que quiere subir impuestos, extender la sanidad accesible, imponer
leyes medioambientales, todo lo cual traerá pobreza y eliminará puestos de
trabajo.
A las cinco de la madrugada, lo primero que leí al abrir Dark Money fue una cita de Warren
Buffett, ese abuelete chispeante que tiene más dinero que varios países
medianos juntos, pero que, según propia confesión, paga menos impuestos que su
secretaria. Un periodista le pregunta si cree en la lucha de clases, y Buffett
responde: “Por supuesto que sí. La hemos ganado nosotros”.
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