En los años centrales del régimen republicano, los escritores que habían hecho sus primeras armas en la crisis final de la Restauración alcanzaron su madurez creativa. Mientras se agotaba el primer bienio de la República, la voz de la Generación del 27 imprimió a su producción literaria una calidad lírica que colocaba a la poesía española en un lugar de privilegio pocas veces alcanzado antes o después de aquella época intensa.
La década anterior había visto a estos hombres poner a prueba su estatura en los desafíos del vanguardismo. La lengua española había mostrado su vigor y flexibilidad en manos de unos autores tocados por el genio, y tan capaces de entregarse a la recuperación de la métrica tradicional y popular como de alzarse sobre la imaginativa arquitectura verbal del creacionismo o del surrealismo. Las primeras tentativas de los años veinte, aunque hubieran dado lugar a espléndidas muestras de inteligencia poética y hubieran sido saludadas con entusiasmo por los dos grandes maestros de los inicios del siglo, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, fueron superadas por la plenitud creativa a la que asistió España antes del estallido de la Guerra Civil.
¿Puede hablarse de la búsqueda de una idea de España sin hacer referencia al trabajo de esta promoción de honda sensibilidad e inagotables recursos, cuya destreza se había formado en el riguroso examen de nuestra cultura? Porque la experiencia de aquellos años fue, también, la salida a flote de una conciencia magnífica del propio idioma, la voluntad de mejorarlo, de innovar su tradición, de dotarlo de mayor fuerza expresiva, de dignificarlo hasta darle un lugar de liderazgo estético en la cultura europea de entreguerras. La defensa de la realidad de España se encontraba también ahí, en la creación poética, en la laboriosa exactitud de las palabras, en la exquisita brillantez de sus imágenes, en la conmovedora humanidad de su belleza.
Antes de que la literatura española se tendiera sobre el campo ensangrentado de las tierras de España; antes de que diera cuenta y razón de la tragedia de nuestra guerra; antes de que España fuera nombrada con idéntica pasión por hermanos en lucha, los hombres del 27 habían llegado ya a la edad del cumplimiento de la gran promesa proclamada en los años de la dictadura de Primo de Rivera. Y lo habían hecho con el mérito de empuñar una misma lengua de manera distinta, con la madurez suficiente para dar cauces formales diversos a la tarea de reivindicar idéntico idioma y de viajar por una profunda conciencia nacional.
En 1933, Vicente Aleixandre publicaba «Espadas como labios», libro en el que mostró la soberbia plasticidad de un lenguaje caudaloso que nombraba al mundo identificándose con su amplitud. Aleixandre siempre habría de mostrar la fuerza expansiva de esa detonación poética, que parece arrojarnos al abismo del ser total de la tierra, a la incesante emoción de quienes la pueblan y a la innumerable afirmación del hecho de vivir.
Pedro Salinas publicó también en 1933 «La voz a ti debida», que en su mismo título era el homenaje a la continuidad literaria española que nunca dejó de brillar en el trabajo de estos autores. La alegría y la insatisfacción permanente del amor, el descubrimiento entusiasta de existir a través de otro, pudieron expresarse en un lenguaje menos dilatado que el de Aleixandre, pero igualmente eficaz. Aquel libro, escrito como una sola meditación sobre la «alegría de vivir sintiéndose vivido» se convirtió, junto con su desenlace «Razón de amor», en el breviario afectivo de generaciones enteras de españoles a quienes se proporcionaba una lengua que también sabía vestirse de discreción y austeridad.
Poesía de la experiencia
Federico García Lorca, que había mostrado un insaciable apetito de quemar etapas y poner a prueba todos los registros, estrenó en marzo de aquel año prodigioso «Bodas de sangre», primera obra de una trilogía que puso de manifiesto la superioridad inalcanzable de este granadino de poco más de treinta años, capaz de llenar de abundancia y densidad lírica las escenas teatrales de un argumento realista.
Otro andaluz, destinado a ser un autor de hondísima influencia en los poetas de la posguerra, estaba escribiendo, en el mismo 1933, la quinta parte de la obra poética que reuniría, a partir de 1936 y hasta su muerte, en sucesivas ediciones de «La realidad y el deseo». El homenaje de Salinas a Garcilaso fue sustituido por el que se hacía a Bécquer. «Donde habite el olvido» era el primer paso dado por Luis Cernudapara alejarse de la pirotecnia distante de la poesía pura o de los ejercicios espirituales del surrealismo.
No hay nada tan difícil en el oficio de un poeta como describir el dolor del corazón con esa contención casi pudorosa, sin caer nunca en la banalidad o en el prosaísmo. En ese arriesgado lugar en el que la emoción debe ser comunicable para poder ser compartida literariamente, Cernuda empezó a poner los cimientos de una de las corrientes que más fortuna ha hecho en la lírica española posterior, la poesía de la experiencia.
Para aquella nación, consciente del altísimo nivel de un acervo cultural común, justamente cuando asomaban las primeras nubes de una tormenta que pronto habría de abatir las esperanzas de convivencia de los españoles, parecen haberse escrito los versos con que Cernuda cerró uno de los poemas de «Donde habite el olvido»: «Cuando la muerte quiera/una verdad quitar de entre mis manos,/las hallará vacías, como en la adolescencia/ ardientes de deseo, tendidas hacia el aire».
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