lunes, 9 de julio de 2018

"Blonde" de Joyce Carol Oates


La literatura, la narrativa, a veces te proporciona emociones más intensas que la vida, mucho más. Esto ocurre con Blonde de Joyce Coral Oates. Al finalizar la lectura he sentido la impotencia, la rabia y la desazón de no haber podido ayudar a esa pobre muchacha que muere a manos de los hombres poderosos, he experimentado la angustia de haber vivido junto a Norma Jean y me he lamentado por no poder actuar para que su vida fuera de otra manera. La ficción, la buena ficción, te somete a estos trances. 
He estado sumergido durante varias semanas en el mundo de Holliwood de los años 50, en la neurosis permanente de una actriz que sufrió los manoseos, los abusos, las violaciones, las tropelías de un mundo de lujo, "glamur", capitalista y profundamente inhumano. 
No sé si Norma Jean Baker sería así, pero la ficción de Joyce Carol Oates ("Blonde") nos hace creer que todo fue así realmente. Una narración impresionista, estimulante, en la que las voces de la protagonista y sus alrededores suenan tan próximas como si de veras estuviéramos tomando Nembutal o leyendo a Chéjov o asistiendo a la felación de un presidente de los Estados Unidos. El personaje que crea Joyce, sea o no próximo a la verdadera Norma Jean, es un verdadero prodigio narrativo que nos subyuga y nos somete a esa experiencia mágica de la literatura: la de enredarnos en un mundo ajeno en el que satisfacer la perversión del voyeur sin mancharnos, por obra y gracia de la pericia de autoras como ésta.
Marilyn Monroe es un personaje de culebrón, de novela sentimental, que Joyce consigue realzar hasta la altura de una creación literaria sólida y de una riqueza sublime. Norma Jean es paria desde su infancia (una madre loca e incendiaria y un padre imaginario) y víctima, desde su adolescencia, de la violencia de los hombres y de la envidia de las mujeres (su madre adoptiva la casa a los 16 años para evitar las miradas lascivas de su marido). El fotógrafo que la descubre actúa con ella como casi todos lo van a hacer: como un desaprensivo. La explota como la van a explotar los hombres de la industria del cine que ven en ella a un producto sexual del que gozar y al que sacarle provecho monetario. Y el drama de sus historias reside en una clave: ella es demasiado consciente de todo esto. 
Marilyn tiene el don de la actuación espontánea y, además, quiere cultivarse, en la música, en la literatura, en el teatro, en el cine. Está ávida de conocimientos y estos conocimientos provocan en ella una desolación absoluta que la desespera. La única solución que encuentra para calmar su ansiedad está en las pastillas, en esos calmantes y somníferos que su madre consume en dosis industriales y que la aletargan, la sedan, para no sufrir la crudeza del mundo. 
Las escenas impresionistas que retratan a algunos de sus hombres (Bucky Dougherty, Cass Chaplin, Edward G. Robinson Jr., el exdeportista Dimagio, el dramaturgo Miller, el presidente Kennedy...) son claves para entender los anhelos y las desdichas de una mujer que persigue el amor y la vocación de actriz con un cuerpo (el de Marilyn Monroe) que no es apto para romanticismos. Recela de que todo el mundo quiere reírse de ella, de que solo sirve para la diversión de los otros, mientras que ella no disfruta ni siquiera del sexo. Norma Jean se ve obligada a pasar por los despachos de los productores/violadores, por los caprichosos espacios de drogas y sexo de los hijos de las estrellas, por las veleidades pornográficas de los actores con los que comparte reparto... Se convierte en otra, en una especie de invención de su maquillador y de su médico, una esclava de una imagen que no es la suya. Un producto artificial que los productores han vendido al público. Y todo con la conciencia de que ella no es Marilyn Monroe, de que ella no es una rubia tonta cuyas únicas virtudes residen en complacer las necesidades sexuales de los hombres. Lee a Schopenhauer, a Dostoievski, a Freud, a Darwin..., intenta comprender el mundo para salvarse de él, pero solo consigue enfangarse más y más en su suciedad. Se obsesiona con la maternidad y aborta una y otra vez. Su vida es un continuo vapuleo del que siempre sale sola. "¡Me lo estoy pasando tan bien en la vida que creo que van a castigarme!", esto lo escribe en su diario, en su diario de niña. Pero Marilyn destrozará a Norma Jean porque, como dice John Huston: "Monroe arrastraba a los hombres como una hembra en celo. Cuanto menos les daba, más deseaban ellos." Mantiene una relación de temor con el público porque "todo actor arrastra una maldición y es que siempre necesita público. Y cuando el público ve esa necesidad, es como si oliera la sangre. Empieza su crueldad." 
En cada una de sus películas, desde Niágara hasta Vidas rebeldes, Norma Jean se transforma en su personaje, vive su personaje y se lo lleva a casa para utilizarlo. Joyce sabe introducirnos en la obsesión a la que se sometía Norma Jean con sus actuaciones. Tiene a sus personajes protagonistas siempre presentes, como si en la vida real también estuviera actuando y, a veces, se siente Angel (La jungla de asfalto), Rose (Niágara), Lorelei Lee (Los caballeros las prefieren rubias), Nell (La tentación vive arriba), Cherie (Bus Stop), Elsie (El príncipe y la corista), Sugar Kane (Con faldas y a lo loco), Roslyn (Vidas rebeldes)... Se siente todas ellas en diferentes episodios de su vida, como se siente Marilyn o Norma Jean según su maquillaje.
A la protagonista de Blonde, un "francotirador" a sueldo de la "agencia" (la CIA) la asesina con una inyección de Nembutal. Ella no se suicida porque no quiere morir. No sabe cómo vivir, pero, desde luego, no quiere morir. De todas formas, su destino fatal, el de Norma Jean, estaba escrito en una de las baldosas de su casa: "CURIUM PERFICIO" ("Estoy llegando al final de un viaje"). Su amigo Chaplin llegó unas semanas antes, a su amigo Brando le dolió su partida, pero ninguno de los dos estaba junto a ella.      

sábado, 7 de julio de 2018

"Nietzsche y el caballo de Turín" por Rafael Narbona


Nietzsche sigue fascinando a los jóvenes, pero su prosa deslumbrante y su indudable originalidad no deberían ocultar las miserias de su filosofía. No sirve alegar que reproduce la mentalidad de una época, pues la Ilustración, que le precede en el tiempo, luchó por un mundo más libre, humano y compasivo, estableciendo las bases teóricas de las sociedades plurales y tolerantes, donde el hombre ya no es un súbdito, sino un ciudadano con derechos inalienables. El punto de vista de Nietzsche no es el del Antiguo Régimen, sino el de Atenas y Esparta, con sus políticas eugenésicas y su exaltación de la guerra. “La cultura debe verse desde el punto de vista de la raza”, afirma una y otra vez. En El Anticristo (1888) se muestra aún más explícito: “Los débiles y los malogrados deben desaparecer: artículo primero de nuestro amor a los hombres. Y además se debe ayudarles a perecer”.

Nietzsche sostiene que corresponde a los “mejoradores de la humanidad” actuar como “policía sanitaria”, imponiendo prohibiciones y restricciones a la libertad y, si es necesario, castraciones. […] La propia vida no reconoce solidaridad alguna, ninguna igualdad de derechos entre las partes sanas y las partes enfermas de un organismo; estas últimas deben ser amputadas o el todo sucumbe. Compasión con los decadentes, igualdad de derechos para los fracasados; si esta fuera la más profunda moralidad, sería la contra-naturaleza misma como moral” (El crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofa a martillazos, 1889). La admiración de Nietzsche hacia la cultura griega, donde la virtud se identifica con la fuerza y la excelencia, le prohíbe cualquier forma de simpatía hacia las tendencias igualitarias. La agudeza de sus opiniones en el campo filológico no le impide participar del horror de la burguesía ante la agitación obrera: “El hombre que se ha liberado, y ¡cuánto más el espíritu que se ha liberado!, pisotea la despreciable manera de bienestar con la que sueñan tenderos, cristianos, vacas, mujeres, ingleses y otros demócratas”.

La insurrección del proletariado es la “rebelión de los esclavos”. Su triunfo significaría el fin de la cultura, su irremediable destrucción. En Más allá del bien y del mal (1886), Nietzsche define el aristocraticismo como la consecuencia inevitable de la profunda diferencia entre los hombres en virtud de su origen y cualidades. Esta diferencia justifica la esclavitud. Los aristócratas (es decir, los mejores) no deben permitir que les afecten las promesas humanitarias ante “el sacrificio de un sinnúmero de hombres”. Es completamente legítimo que los inferiores –pueblos o individuos– sean “rebajados y disminuidos hasta convertirse en hombres incompletos, esclavos, instrumentos”. A fin de cuentas, la vida no es más que “apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, anexión y, al menos en el caso más suave, explotación”.

En Más allá del bien y del mal y en La genealogía de la moral (1887), Nietzsche propone la transmutación definitiva de todos los valores. Hay que abolir la moral cristiana para restaurar el sentido original de la virtud. La virtud no tiene otro fundamento que el instinto, que repudia la libertad y la igualdad. Hay que recuperar el sentido aristocrático de la moral, un sentido que implica “jerarquía”. Bueno es todo lo que eleva, todo lo que implica grandeza, poder. Lo santo no es la piedad hacia los otros, sino el espíritu de conquista del soldado. La moral aristocrática es ante todo una moral de virtudes guerreras, que establece diferencias esenciales entre los individuos. La moral cristiana es una moral plebeya, que nace de la pobreza de instintos, de la anemia, de la carencia de fuerza. La matriz del cristianismo es el rencor, la impotencia. Las culturas superiores se caracterizan, en cambio, por su poder afirmativo. Su crueldad es el rasgo característico de su grandeza. Procede de su alegría, de su ebriedad de vida.

La derrota definitiva de la moral cristiana desborda el campo de la especulación filosófica. Hace falta una “gran política”. “Será preciso preparar grandes empresas colectivas de disciplina y selección”, conducidas por “una especie nueva de filósofos y de jefes” (Más allá del bien y del mal). Esa “gran política” será “como un martillo que hará pedazos a las razas decadentes y agonizantes, para apartarlas de camino y abrir el paso a un nuevo orden de vida, o para inspirar a los seres degenerados y lánguidos el deseo de morir” (La voluntad de poder, póstumo). En El estado griego(1871), obra inacabada concebida en sus orígenes como ampliación de El nacimiento de la tragedia(1872), Nietzsche sostiene que “a fin de que haya un amplio, profundo y fructífero suelo terrestre para un desarrollo del arte, la inmensa mayoría tiene que estar sometida como esclava al servicio de una minoría”. La “necesidad de la vida” está por encima de las “necesidades individuales”. Desde esta perspectiva, la reducción de la jornada laboral, la abolición del trabajo infantil o la creación de asociaciones obreras, se convierten en demandas inaceptables. Nietzsche se opone a estas reformas en Basilea durante sus años de catedrático de lengua y literatura griega, pero recomienda que no se extenúe al trabajador, pues una innecesaria dureza podría malograr su rendimiento y el de su descendencia.

Nietzsche profetizó “guerras tales como no se han visto jamás” y se refirió al superhombre como “ese forastero que llama a la puerta, el más horrible que hayamos visto. [… ] Se precisa tener mucha fuerza para poder vivir y olvidar hasta qué punto vivir y ser injusto es lo mismo”. Esta es la razón de que el superhombre sea el hombre en el cual “son máximas las propiedades específicas de la vida: la injusticia, la mentira, la explotación”. Nietzsche no escatimó elogios para el soldado que “vuelve a casa, tras una serie abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas, con igual petulancia que si volviera de una travesura infantil” (Humano, demasiado humano, 1878). Tampoco ocultó su simpatía por la guerra: “No hay buena causa que santifique la guerra, sino que es esta la que santifica toda causa”. En El crepúsculo de los ídolos, se detalla un programa eugenésico de escala planetaria, llamado “moral para médicos”, que libraría al mundo de enfermos y desvalidos, sentando las bases de una higiene racial que permitiera regular la selección, cría y reproducción de la especie humana.

Thomas Mann consideraba que Nietzsche no era un bárbaro ni un precursor del nazismo, sino un alma trágica que se dejó llevar por la “embriaguez estética”. En ese sentido, se parece a Oscar Wilde, fascinado por el mal desde un punto de vista del Romanticismo tardío, con grandes dosis de ingenuidad e inmadurez. “Nosotros que hemos conocido el mal en toda su miseria –escribe Thomas Mann-, y ya no somos lo bastante estetas como para tener miedo a proclamar nuestra fe en el bien, como para avergonzarnos de conceptos y de pautas tan triviales como la libertad, la verdad, la justicia. A fin de cuentas, también el esteticismo, bajo cuyo signo los espíritus libres atacaron la moral burguesa, pertenece a la edad burguesa. Y superar esa edad significa salir de una época estética y penetrar en una época moral y social” (Schopenhauer, Nietzsche, Freud). Nietzsche continúa seduciendo a las mentes más jóvenes y no tan jóvenes, pero debería hacerlo por sus reflexiones sobre el lenguaje, los conceptos, el tiempo, la poesía, la religión o el amor fati, no por su “gran moral”, que se gestó como un ataque contra el cristianismo, el humanismo, la Ilustración y el igualitarismo democrático. Es cierto que su reivindicación de la vida como algo trágico y finito nos ayuda a reconciliarnos con el mundo, con sus grandezas e insuficiencias, pero no es menos real que proporcionó argumentos al nazismo, exaltando la guerra, la esclavitud y la eugenesia. Nietzsche escribió con la arrogancia de los ídolos, sin reparar en las consecuencias de sus palabras. Podemos apreciarle como poeta y pensador, pero no como moralista. La embriaguez dionisiaca puede inspirar un éxtasis lírico, pero también contiene la flecha del arquero, preparada para hundirse en el corazón de las “formas de vida sin valor” (es decir, los débiles y enfermos). Paradójicamente, Nietzsche no era un nuevo Zaratustra, el profeta del superhombre, y, menos aún, un bárbaro, sino un tímido profesor que se abrazó al cuello de un caballo en Turín para evitar que un brutal cochero continuara azotándolo.

"Arte de la novela" por Antonio Muñoz Molina


He terminado de leer The Other House y me he quedado un rato con el libro en las manos, sin hacer nada, dejando que la novela cale en mí, como cuando termina una película en el cine y uno está tan empapado en ella que no se mueve de su asiento y no tiene ganas de levantarse ni de salir todavía a la calle. (Debería haber momentos así en un concierto, al final de una obra, paréntesis respetuosos de silencio, antes del frenesí algo exhibicionista de los aplausos). He terminado The Other House y al cabo de un rato he vuelto al principio y me he concentrado de nuevo en la lectura, ahora con la claridad de la segunda vez, que me permite darme cuenta de todas las sugerencias que Henry James va insinuando desde la primera página. Uno está distraído cuando empieza una novela. Es como entrar desde la calle en una habitación en penumbra. Hay pormenores fundamentales que no se advierten de primeras: motivos que se enuncian muy pronto, pero que el oído aún no sabe distinguir. Por eso una novela que merezca ser leída ha de leerse al menos dos veces, y a ser posible sin pausa, para no dar tiempo a que actúe el olvido.

Es en la segunda lectura cuando me doy cuenta de verdad de cómo está hecha la novela. Quizá me gusta todavía más porque he tardado muchos años en llegar a ella. Algunas novelas nos esperan. Esperan a que alcancemos el grado necesario de madurez, o a que encontremos un periodo sostenido de sosiego, o a que dominemos mejor el idioma en el que están escritas. Yo sé que compré The Other House hace 13 años porque he encontrado entre sus páginas el recibo de una librería de Nueva York que ya no existe, Crawford Doyle, con su escaparate a la sombra de un toldo azul en una acera de la parte lujosa de Madison Avenue. Es una de esas ediciones sólidas y atractivas de The New York Review of Books. Atrae al tacto igual que a la mirada. Quizá la empecé entonces, pero la dejé a un lado, porque exigiría una atención de la que yo no era capaz en aquel momento. No la leí, pero siguió conmigo en mudanzas diversas, en mi biblioteca errante que iba creciendo o reduciéndose según el espacio de cada domicilio, y según la necesidad de aliviarse uno la vida y de desprenderse del peso muerto de lo acumulado porque sí.

Es bueno que los libros ocupen un lugar visible en el espacio. En una nueva estantería, en otra ciudad, al otro lado del océano, lo que queda de la biblioteca resume una parte de lo mejor de aquellos años de mi vida. Rescatados del guardamuebles donde han permanecido casi un año, sacados de las cajas, los libros son a la vez un recordatorio y un proyecto, el testimonio de lo ya leído y la promesa seductora de todo lo que hay en los que me faltaba por leer. En otra casa de otra ciudad el primer libro que he empezado a leer ha sido The Other House, tal vez inducido por su título, que en su simplicidad misteriosa contiene cifrada la novela entera. Alba la tiene publicada en español en una edición igual de atractiva. Empecé la lectura en la cama, pero aunque el tono me seducía desde la primera frase con esa música sinuosa de James, no me enteré de mucho, porque tenía sueño, y al día siguiente no recordaba nada.

The Other House empieza pareciendo una comedia inglesa de costumbres y deriva gradualmente en una historia de horror. Solo al leerla por segunda vez es posible darse cuenta de los pasos que llevan como por azar de la claridad a la negrura, con una naturalidad semejante a la del paso de las horas en un solo día, de la mañana a la noche, de la cotidianidad trivial a la desgracia, de los buenos modales al crimen. The Other House empezó siendo el boceto de una obra teatral que James no llegó a escribir. Su infortunio como autor dramático fue una ventaja para nosotros, sus lectores futuros. La forma teatral determina lo limitado de los espacios de la historia y la compresión del tiempo, y también la polifonía del diálogo, y la sensación de simetría. La primera parte sucede en un solo lugar, en una mañana; la novela continúa y culmina cuatro años después, de la mañana a la noche. El fluir del tiempo se hace todavía más visible en las escenas finales, cuando el atardecer da paso a la noche, y los personajes hablan sin darse cuenta de que está oscureciendo, y se quedan mudos cuando alguien entra trayendo una lámpara. Hay una casa y otra, cercanas pero separadas por un río, unidas por el puente que va de un jardín a otro. Hay un narrador que parece moverse invisiblemente entre los personajes, porque no está en el patio de butacas, sino en el mismo escenario, de modo que puede acercarse como en primeros planos de cine, o bien observar desde un rincón, o atisbar por las ventanas abiertas lo que sucede al otro lado, en la otra casa, y también detrás de esas puertas teatrales que no se llegan a abrir, o en ese fondo que podría ser un paisaje pintado. Como en el teatro, los personajes son mensajeros que llegan para contar lo que no es lícito que veamos en escena, lo que es tan espantoso que nos haría apartar los ojos si pudiéramos verlo. Hay que estar muy despierto y muy lúcido para leer una novela. Y el grado de concentración exigido es mayor cuando se trata de una novela de Henry James, porque sus historias tratan de lo que sucede por debajo de las apariencias y lo que permanece oculto bajo las palabras que las personas se dicen entre sí, y lo que están diciendo sin decir, y lo que nunca cuentan y casi no llega a saberse, lo que es posible adivinar o intuir, sin lograr nunca una certeza, o descubriendo de golpe algo inaudito o atroz: una frase trivial segrega el veneno que intoxica una vida; en una tarde de verano, en un jardín inglés, puede irrumpir un fantasma, o se cometerá un crimen.

Hay una sensación de plenitud al terminar la segunda lectura. Han valido la pena los años de espera. No hay arte narrativo como el de las novelas. Escribiéndolas uno está preso de sus propias limitaciones, sus errores, sus angustias, sus incertidumbres. Es en leer las mejores novelas de otros donde está la felicidad.

Clases virtuales

15  de septiembre de 2018. Clase de Lengua de 2º de bachillerato. En un instituto cualquiera de la provincia de Cuenca. Un aula de 50 metros cuadrados, 38 bigardos y señoritas de 17 y 18 años.
El profesor entra en clase con dificultades para abrir la puerta. El alumnado se enreda y vocifera como si aquello fuera un corral de comedias antes de comenzar la representación. En abigarrada componenda, se pueden advertir los mosqueteros, los privilegiados, las mujeres de la cazuela, los herederos de Cristiano Ronaldo... Pero aquí no hay lugares destinados para cada grupo, se hacinan, se confunden, se trompican en graciosa multitud de voces y torsos. El profesor se sube sobre la mesa para captar la atención, como el cómico que sale al escenario para presentar la obra. Con su postura, su atuendo desastrado y su silencio, consigue calmar a la turba.
-Profesor.- Comenzaremos con la loa, como corresponde a cualquier tragedia que se precie. Cantemos entonando la música del salmo religioso, "Santo, santo, santo es el Señor". Vamos todos:
"Santa, santa, santa es Cospedal
ella dictó normas,
éstos las respetan
y todos juntitos
sufrimos sus proezas.
Santa, santa, santa es Cospedal."
-Profesor.- Mañana el primer acto: "Subordinadas sustantivas entre vítores y sudores."

domingo, 24 de junio de 2018

"Antonio Machado: cántico y meditación" por Rafael Narbona


En Españoles de tres mundos, Juan Ramón Jiménez describe a Antonio Machado como “perpetuo marinero en tierra eterna”. Se trata de una descripción de 1919, cuando España bullía en mil conflictos, pero aún no se atisbaba la catástrofe moral que representaría la Guerra Civil. Juan Ramón atribuye la condición de marinero a un poeta afincado tierra adentro, con el alma dividida entre el paisaje andaluz de su infancia y la desnudez de los campos de Castilla, donde conocerá el amor y la pérdida, la plenitud y el vacío, la paz y el desgarro interior. “Perpetuo marinero” porque el alma de un poeta siempre está de viaje, buscando nuevos horizontes. “Tierra eterna” porque no se trata de un viaje físico, sino de una exploración interminable por las regiones del espíritu, perennemente hambrientas de infinitud. Ferviente anticlerical, Antonio Machado se identifica –no obstante– con la metafísica platónica, que sostiene la existencia de una realidad espiritual opuesta al mundo sensible. Casi nadie ignora que la sangre jacobina de Antonio Machado se inclinó desde el primer momento por la causa de la Segunda República. De hecho, alzó la bandera republicana en el balcón del ayuntamiento de Segovia. Su postura le costaría el exilio y la vida. Enterrado el 22 de febrero de 1939 con su madre en el cementerio de Colliure, Francia, la infamia de su muerte se redobló con la expulsión del cuerpo de catedráticos de instituto en 1941. Sin embargo, los poetas de la revista Escorial –especialmente, Dionisio Ridruejo– reivindicarán su legado, asegurando que su obra es una depurada expresión del alma española.

La figura de Antonio Machado no ha dejado de crecer con el tiempo hasta adquirir la condición de “poeta nacional”, trascendiendo los debates ideológicos que desangraron a España en un pasado reciente. Nadie repudia su legado, nadie cuestiona su obra. Casi todos le consideran un poeta de altas calidades líricas e impecable conciencia cívica. La admirable Biblioteca Castro, que no cesa de brindarnos magníficas ediciones de nuestros clásicos, acaba de publicar en un solo volumen su obra esencial, con una rigurosa, extensa y clarificadora introducción de Pedro Cerezo Galán, catedrático emérito, notable ensayista y autor de la obra de referencia Palabra en el tiempo: Poesía y filosofía en Antonio Machado (1975), que marca un hito en los estudios sobre el poeta. Pedro Cerezo destaca la universalidad de la obra machadiana y su búsqueda incansable de la verdad: “La palabra poética obedece, en su obra, a un doble imperativo: el de la esencialidad de guardar un núcleo de creencias y experiencias, que cualquier hombre puede reconocer como suyas, y el de la autenticidad existencial, que depura sus cristales interiores para dejar paso a la luz de lo verdadero”. Antonio Machado nunca se olvidó de sus orígenes, ni de su coyuntura histórica. Su identidad de poeta se forja a partir de sus vivencias, con la muerte como perspectiva última, pero también como eterno interrogante. Su convicción socrática de que la verdad habita –y palpita– en nuestro interior explica que sus símbolos, genuinas intuiciones y no previsibles alegorías, surjan de experiencias biográficas. Al igual que Heidegger, Machado siempre buscó la palabra originaria, elemental, gestada al calor del conocimiento primordial de las cosas. La palabra exacta es un espejo –o, si se prefiere, una derivación– de ese momento inicial, cuando el lenguaje comienza su andadura y aún no ha caído en la escisión, el olvido y la dispersión.

El Machado de las Soledades no es un tardorromántico afligido por desengaños sentimentales, sino un poeta que descubre con frustración el carácter agónico del amor y la irreversible finitud de la vida: “Donde acaba el pobre río, la inmensa mar nos espera”. Por su angustia existencial y su incursión en el mundo de los sueños, Antonio Machado pertenece al siglo XX y no al XIX, como han señalado algunos críticos. Pedro Cerezo aventura que al escribir “¿Qué buscas, poeta, en el ocaso?”, Antonio Machado alude a la muerte de Dios, que deja a la conciencia a la intemperie. O tal vez se refiere a “un Dios imposible”, cuyo rostro se confunde con la nada. La intuición de la nada no excluye la posibilidad de una secreta armonía en el mundo. La zozobra existencial de Soledades se aplaca con Campos de Castilla, donde el poeta inicia un nuevo itinerario hacia la objetividad, que paliará el sentimiento de desamparo de una subjetividad exacerbada y trágicamente escindida. La circunstancia, como advirtió Ortega y Gasset, salva al yo, y le permite concebir el futuro como apertura, proyecto, labor. Pedro Cerezo cita a José María Valverde, que aprecia en este nuevo tramo de la obra machadiana una exaltación del paisaje como “expresión de una realidad nacional e histórica” y no como un reflejo del estado del alma. El impresionismo del Machado modernista, que se limita a esbozar formas y colores, se transforma en descripción precisa y objetiva. Cuando habla de Castilla, con sus “decrépitas ciudades” y sus “sombrías soledades”, lo real y concreto desplaza a la vaga ensoñación. Escribe Pedro Cerezo: “Es un paisaje con alma, pero no del alma, pues la melancolía está en la cosa misma: se ha vuelto objetiva, por así decirlo, y, a la vez, entrañable”.

Los Proverbios y cantares prosiguen ese camino. La conciencia ya no se deja seducir por los sueños. Está despierta y asume la necesidad de afrontar la vida con una visión ética. Machado conjuga estoicismo y cristianismo primitivo para desplegar una mirada indulgente y benévola sobre sus semejantes. La inesperada muerte de su joven esposa, Leonor Izquierdo, colapsa su impulso creador. Piensa en el suicidio, pero el éxito de Campos de Castilla le anima a continuar. No tiene derecho a quitarse la vida, pues la voz del poeta pertenece a todos y no puede callar por razones personales. El ciclo de poemas dedicados a Leonor se mece entre la desesperación y la tibia esperanza: “Late, corazón… No todo / se lo ha tragado la tierra”. La conciencia política y social de Machado se agudiza en esos años. España es un país atrasado y con grandes desigualdades. El poeta considera que esos males sólo se corregirán, aboliendo el poder de los caciques y los curas. No concibe otra alternativa que una república laica, comprometida con las reformas sociales y la creación de escuelas donde puedan formarse las clases populares. Su visión política procede de sus maestros krausistas, pero su acercamiento al socialismo lo convierte –según Pedro Cerezo– en “un Gramsci español” que reflexiona desde su “rincón/atalaya de Baeza”.

En los apuntes que servirán para componer Los complementarios, Antonio Machado se muestra partidario de “una poesía desnuda y francamente humana”, que se distancie de la deshumanización del arte postulada por las vanguardias. El arte es un juego, pero también una forma de conocimiento y un diálogo abierto al otro. La poética machadiana ya no se conforma con la objetividad. No es posible ser completamente humano sin “el tú esencial”. Al mirar al otro podemos cosificarlo, despojándole de su humanidad, pero también podemos comprenderlo y acogerlo en su alteridad. Pedro Cerezo clarifica esta posibilidad: “La apertura al tú no es, sin embargo, una nueva tesis filosófica, sino, ante todo, una nueva fe cordial, poética; es decir, una aventura de búsqueda, que implica descentración y alteración radical del yo”. El yo encuentra en el tú su complementario: “Busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y suele ser tu contrario”. Sin el otro, el yo queda incompleto: “Poned atención: / un corazón solitario / no es un corazón”. Con el otro, el yo puede realizarse y comprender la inutilidad de la violencia. Destruir o dañar a nuestro antagonista, lesiona nuestro yo, degradándolo y empobreciéndolo.

La invención de los apócrifos –Abel Martín, Juan de Mairena– surge de un descubrimiento inesperado: el otro está en lo ajeno, sí, pero también en nuestra propia intimidad. El yo contiene un número indeterminado de personajes que cuestionan el mito de la identidad. Siempre hay un yo dominante, pero el yo –apunta Pedro Cerezo– es “polifónico, conforme a la heterogeneidad del ser”. Abel Martín experimenta “la sed metafísica de lo esencialmente otro”, pero no logra trascender su soledad. En cambio, Juan de Mairena, retórico, sofista y librepensador, sí consigue llegar al otro, especialmente después del romance con Guiomar. En una segunda etapa, Mairena se convierte en un educador socrático, un librepensador que no comulga con dogmas ni ideologías. Su mente no busca certezas, sino espacios abiertos por los que vagabundear sin rumbo fijo. Solo de ese modo podemos llegar a lo esencial, como la ineludible confrontación con la muerte, “un acontecimiento interior de la existencia”, y la “comunión cordial” con los otros. El amor fraterno puede hacer “arder un grano del pensar”, pues –lejos cualquier planteamiento nihilista o solipsista– cree ardientemente “en la realidad absoluta, en la existencia en sí del otro”. Esa convicción conlleva comprender que “nadie es más que nadie”, como se dice popularmente en Castilla, pues “por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre”.

Durante la Guerra Civil, Antonio Machado escribe para el pueblo. Aunque los señoritos presumen de patriotismo, el verdadero amor a España es un sentimiento popular y la rebelión de los militares constituye un crimen contra la patria. Del mismo modo, no debe confundirse el cristianismo evangélico con los intereses de la Iglesia católica, que solo lucha por sus privilegios. Machado simpatiza con la figura de Cristo, pero no como rey, sino como hombre que ha expiado en la cruz los pecados del viejo Dios mosaico. El Dios omnisciente y todopoderoso es una fantasía terrorífica: “¡Que Dios nos libre de él!”. Juan de Mairena aconseja buscar al Dios que se revela “como un tú de todos, objeto de la comunión amorosa, que de ningún modo puede ser un alter ego […] sino un Tú que es Él”. La metafísica de Machado alcanza su madurez con esta reflexión, apunta Pedro Cerezo. Solo Miguel de Unamuno llegará hasta ese nivel de “conciencia vigilante”, dolorosamente adquirida mediante una pasión intelectual que apura hasta las heces su vocación de saber y comprender. Antonio Machado nunca se afilió a un partido político, pero fantaseó con una utópica convergencia entre el cristianismo evangélico y el comunismo solidario. Durante la Guerra Civil, aún compone poemas apreciables, pero el pesimismo y la enfermedad apagan poco a poco su voz. “Un poeta nunca escribe su último verso”, asegura Pedro Cerezo y, en el caso de Antonio Machado, es particularmente cierto. Cántico y meditación, su obra pervive como un admirable testimonio de exigencia artística y compromiso moral.

jueves, 14 de junio de 2018

Premonición

Estaba sola en el parque, sin la defensa de sus paredes y edredones. Estaba sola, nadie podía protegerla y ella lo sabía. Detrás de los cristales, un hombre advirtió su vulnerabilidad y, a pesar de la testosterona, no salió de casa, no la abordó en el banco en el que estaba sentada, ni siquiera hizo intención de moverse del sofá. Se quedó allí, viendo cómo España recibía goles de Portugal, sin que el mundo se deshiciera. Se quedó allí, apoltronado, como una piedra soportando lagartijas. Pero ella no iba a llamar a su casa, y, por supuesto, no entraría en su salón porque no quería abandonar las amenazas.
La veía, protegido, a través de los cristales sucios de un ventanal que imitaba sin éxito a la televisión. No pudo con ella. Portugal seguía metiendo goles y los aficionados españoles abandonaban el estadio ruso, pilosos algunos; otros, constipados. Él aún mantenía la esperanza de levantar el siete a cero, no quería salir de allí, no quería caer en la tentación de aquella chica, que miraba a la lejanía con el pavor del amianto en el tejado del colegio. Sola, en mitad de la clase envenenada. Sabía que si se atrevía a salir y a sentarse junto a ella en el banco, en el parque, no lo habría rechazado. Estaba desesperada, sin materia. Él la podía completar, lo sabía y, aun así, no salió, no movió un músculo. Lo deseaba, pero no se movió del sofá, a pesar de que le había caído el octavo a la selección española. Lloró desconsoladamente, no por la selección, sino por haberse convertido en piedra, por advertir la mirada de ella entre las ramas y no hacer ni un mínimo esfuerzo por devolvérsela.

El mundo es muy complicado, no puede uno arriesgarse a reventar las convenciones, ni a servir de antídoto a las amenazas de la radioactividad.

sábado, 9 de junio de 2018

"El hijo del joyero" por Juan José Millás


En una clase de escritura creativa, después de que una alumna hubiera leído un texto de encargo, pregunté a uno de sus compañeros qué le había parecido. 
—Me ha gustado mucho porque lo he entendido y a mí me gustan las cosas que entiendo —dijo. 
Su afirmación acerca de las virtudes de lo inteligible fue tan categórica, tan agresiva incluso, que no me atreví a replicar. Esperé a la siguiente clase para decir algo. 
—¿Te gusta alguna cosa que no entiendas? —le pregunté con cautela. 
—No —repitió tajante—, lo que no entiendo no me gusta. Desconecto, me voy. 
Estuve por hurgar un poco en el asunto. Pero juzgué que no era el momento. Además, no quería poner en aprietos al chico, que me caía bien; era un buen tipo. Había acudido al taller para aprender a escribir como se habla porque pretendía hacer diálogos para el cine y la televisión. 
—Si quieres escribir como se habla —le dije al principio—, no me necesitas a mí. Basta con que grabes a la gente y transcribas a continuación la cinta. 
—Sospecho que hay un truco —respondió él. 
—El truco —le dije— consiste en otorgar a la escritura una apariencia de oralidad. 
—¿Una apariencia? —dijo él. 
—Una apariencia —dije yo. 
—¿Significa que parezca oral, pero que no lo sea? —dijo él. 
—Exactamente —dije yo. 
—¿Y eso cómo se logra? —preguntó él. 
—Buscándose uno la vida —respondí yo. 
Por alguna misteriosa razón, pensaba mucho en este chico. Había en él una suerte de opacidad que me resultaba conmovedora. Un día leí en el taller la primera frase de La Regenta, la novela de Clarín. 
—Escuchad esto —pronuncié abriendo el libro—: “La heroica ciudad dormía la siesta”. 
Me dirigí luego al chico al que solo le gustaba lo que entendía y al que en el futuro llamaremos Pedro: 
—Pedro, ¿te gusta este comienzo? 
—¿Te importaría volver a leerlo? —dijo él. 
—“La heroica ciudad dormía la siesta” —repetí yo. 
—Está bien —dijo él. 
—¿Pero es una obra maestra? —dije yo. 
—Hombre, tanto como obra maestra… —dudó él. 
—A lo mejor no lo has entendido —aventuré yo. 
—Sí que lo he entendido —se ofendió él—. Dice que la heroica ciudad dormía la siesta. No tiene más misterio. 
—¿Y tú te imaginas a un héroe durmiendo la siesta? —pregunté yo. 
—Perfectamente —dijo él. 
—Ponme un ejemplo —dije yo. 
—Mi padre —dijo él—. Mi padre se levanta a las tres de la madrugada, va al mercado central, compra la carne del día, la transporta hasta su puesto en el mercado del barrio, la coloca, abre la tienda, atiende a los clientes. Mi padre pesa 120 kilos. Es un gigante, no le tiene miedo a nada. Y después de comer da una cabezada en el sofá. 
¿Qué responder a eso? El heroico padre de Pedro dormía la siesta. Un día que fuimos a tomar una cerveza al terminar la clase le pregunté: 
—Pedro, ¿tú me entiendes? 
—No —dijo. 
—¿Y te gusto como profesor? 
—No —respondió sin vacilar. 
—¿Por qué vienes entonces a mis clases?
—Porque sabes algo sobre la construcción de los diálogos que yo no sé. 
Al día siguiente, leí en clase el comienzo de un cuento de Raymond Chandler que dice así: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”. Pregunté a Pedro si le parecía genial. 
—Creo que sí —dijo—, creo que es muy bueno. 
—¿Por qué? —pregunté yo. 
—Porque da, en muy poco espacio, mucha información sobre el que habla. Nos dice que es un tipo cansado. 
—¿Y crees que las personas se expresan de ese modo? 
Dudó. Me dirigí a la clase y pregunté si la gente, en la vida real, habla como los personajes en las novelas y en el cine. Los alumnos se miraron unos a otros. No era un grupo muy participativo. Saqué de mi cartera un papel donde llevaba impreso el famoso diálogo entre los dos protagonistas de Johnny Guitar: 
Él: ¿A cuántos hombres has olvidado? 
Ella: A tantos como mujeres tú recuerdas. 
Él: No te vayas. 
Ella: No me he movido. 
Él: Dime algo agradable. 
Ella: Claro, qué quieres que te diga. 
Él: Miénteme, dime que me has esperado todos estos años. Dímelo. 
Ella: Te he esperado todos estos años. 
Él: Dime que habrías muerto si yo no hubiese vuelto. 
Ella: Habría muerto si no hubieses vuelto. 
Él: Dime que aún me quieres como yo te quiero. 
Ella: Aún te quiero como tú me quieres. 
Él: Gracias, muchas gracias. 
Me volví de nuevo a la clase. Volví a preguntar si la gente hablaba así en la vida. Tuvieron que aceptar que no. Les dije que el día anterior, preparando la clase, había tropezado en Internet con una curiosa demanda. Alguien solicitaba una especie de catálogo de frases típicas de telenovela. La respuesta con más puntos citaba las siguientes: 
—No soy más que una simple criada. 
—¿Por qué tuve que nacer ciega? 
—Hay que impedirlo a toda costa. 
—Estoy esperando un hijo tuyo. 
Los alumnos rieron al reconocer el lenguaje del melodrama, muy parecido al lenguaje de la vida. La vida les hacía gracia. Pedro, en cambio, se había quedado pensativo. Me pidió que desmontara la frase con la que había comenzado todo: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”. Se trataba de un ejercicio, el de desmontar frases, que hacíamos a veces, y que les gustaba. Les solicité que pensaran en avenidas y en callejones. Dije que a veces uno camina por la avenida principal de una ciudad cuando le sale al paso un callejón más atractivo, en el que se introduce con la intuición de que romperá así la monotonía grandiosa, aunque previsible, de la avenida. 
—Lo curioso —añadí— es que todo el mundo sabe lo que es un callejón, pero no todo el mundo sabe lo que es una oración subordinada. 
La que nos habíamos propuesto desmontar era una oración compuesta por una principal (era uno de esos hermosos días de finales de abril) y una subordinada (si a uno le importan esas cosas). La principal, les expliqué, era principal porque podría sobrevivir sin la subordinada, y la subordinada era subordinada porque carecía de sentido por sí sola. Ahora bien, añadí, la principal, pese a su capacidad de supervivencia, parecía idiota. “Era uno de esos hermosos días de finales de abril” se le ocurre a cualquiera. De hecho la inteligencia de la frase residía en la subordinada (“si a uno le importan esas cosas”). Observad, les pedí, la capacidad irónica de ese callejón gramatical. Repetimos: si a uno le importan esas cosas. De súbito, y gracias a su subordinada, la frase principal, que por sí misma no valía un céntimo, adquiere una fuerza asombrosa. Bueno, estaba intentando explicarles (y explicar a Pedro en particular) lo que diferencia a la escritura creativa de la prosa común, del habla. Una frase pretenciosa, manoseada, mala (era uno de esos hermosos días de finales de abril) se convierte en buena si haces salir de ella, a modo de apéndice, un callejón inesperado (si a uno le importan esas cosas).
El lenguaje literario era en cierto modo un intruso que intentaba pasar inadvertido entre el lenguaje común. Parte de su interés, si no todo, residía en esa capacidad no ya de ser tolerado por el sistema siendo tan diferente a él, sino de confundirse con él hasta el punto de que mucha gente, como Pedro, suponía que aprender a escribir diálogos consistía en aprender a escribir como se habla. Confundía la literatura con la vida. Quería llevar su vida (su habla) a la escritura, quizá quería convertir su vida en una película. ¿Qué distingue a las frases magnéticas de las comunes? Que en su interior sucede un drama de carácter semántico. “La heroica ciudad dormía la siesta”. “Era uno de esos hermosos días de finales de abril si a uno le importan esas cosas”. Por cierto, que Pedro, mi alumno del taller de escritura, era un tipo magnético, aunque de un magnetismo turbio, oscuro, un magnetismo con lagunas de opacidad. En una ocasión leí en el taller un verso de Anne Sexton que dice así: “Cuando fuiste mía llevabas un audífono”. Se rieron todos, menos Pedro. 
—¿Por qué os reís? —pregunté. 
Las explicaciones fueron al principio confusas, pero poco a poco fuimos aproximándonos a la cuestión. “Cuando fuiste mía”, la oración subordinada, en este caso, carecía de interés. La sorpresa salta al leer la principal, “llevabas un audífono”. ¡Dios mío!, a quién, si no a un genio, se le ocurriría completarla de este modo. Llevabas un audífono. Cuando fuiste mía llevabas un audífono. Si ustedes escriben en Google el sintagma “cuando fuiste mía”, les salen 3.480.000 resultados. Es el primer verso de miles canciones. Pero ninguno, de entre esos millones de “cuando fuiste mía”, se completa con un “llevabas un audífono”. En este caso, la frase principal es la intrusa. ¿Qué rayos hace ahí el “llevabas un audífono”? Se enfrenta al tópico, lo destroza, lo vuelve a su favor. Engaña a la lengua, al monstruo, le hace creer que va a escribir un poema romántico, un poema idiota, un texto de todo a cien, y al dar la vuelta a la frase le da esquinazo, le cuela el “llevabas un audífono”. En resumen, “llevabas un audífono” hace antiliteratura, que es la única forma posible de hacer literatura. Un día leí en el periódico la reseña de una novela a la que el crítico calificaba de “rara”. Imaginé el caso contrario, una crítica sobre una novela cualquiera de la que se dijera que era normal. Tienen ante ustedes una novela normal. ¿Hay novelas normales? Quizá sí. Y quizá sean las que definan el gusto dominante. Las novelas normales poseen una facultad que no tiene precio: que se entienden. Se entienden, digámoslo todo, al modo en que Pedro había entendido el ejercicio de la alumna al que aludíamos al principio de estas líneas. Y no solo se entienden, sino que te entienden. Saben que estás agotado, que tienes en la cabeza mil cosas que resolver. Hay que llamar al servicio técnico del gas para que vengan a hacer la revisión anual, has de llevar el coche a la ITV y el gato al veterinario. La vida diaria está repleta de pequeñas ansiedades que dificultan la concentración. Si aún te queda un hueco para leer una novela, le pides entenderla y que te entienda, es decir, que te dé la razón. ¿Quién quiere una novela que no le dé la razón? ¿Quién quiere un poema de amor que diga que cuando fuiste mía llevabas un audífono? Cuando fuiste mía, no sé, la tormenta arreciaba, o se escuchó el canto de una alondra. Pasaron los años y un día tropecé con Pedro en la calle. Iba vestido como un ejecutivo de éxito. Intercambiamos las frases habituales, tópicas, las frases que nos ordenaba decir la lengua y que jamás se dirían los personajes de una novela. ¡Cuánto tiempo!, ¿cómo te va?, ¿vives en Madrid?, etcétera. Una vez agotado el repertorio, le pregunté si le apetecía tomar un café. 
—Claro —dijo él. 
Nos metimos en un bar y continuamos intercambiando banalidades. Casi a punto de despedirnos, Pedro me apuntó con el dedo y me dijo con una sonrisa rara, una sonrisa que podía ser la imitación de una sonrisa: 
—De modo que la heroica ciudad dormía la siesta. 
—Sí —dije yo—, y cuando fuiste mía llevabas un audífono. 
—Verás —dijo él—, entendí perfectamente, a la primera, la heroica ciudad dormía la siesta. La entendí tanto que me asustó y por eso intenté devaluarla. Mi padre no tenía una carnicería ni se levantaba a las tres de la madrugada para ir al mercado central ni pesaba 120 kilos. Mi padre no era un héroe. Mi padre tenía cinco joyerías, cinco; ahora tenemos diez porque me he incorporado yo al negocio. Y me gusta. Entonces, no. Estaba en la época de la rebeldía. No quería parecerme a mi padre. Ignoraba que escribir como se habla era un modo de parecerme a él por otra vía. Tú, sin darte cuenta, me hiciste ver que en el fondo quería ser como él. Un día dijiste en clase que se escribe desde el conflicto, que si no hay conflicto se puede escribir el código penal pero no Crimen y castigo. Yo creía que quería escribir Crimen y castigo, pero no era cierto. Me interesa más el código penal, lo entiendo mejor que Crimen y castigo. Gracias de todo corazón por abrirme los ojos. 
Me quedé perplejo. Pedro no había acudido al taller para aprender a escribir, sino para aprender a escribirse. Cada vez que abría una joyería, añadía un capítulo a su existencia. Un capítulo de un libro que entendía a la perfección, un capítulo de una novela “normal”, perfectamente inteligible. Y de esto era de lo que pretendíamos hablar desde el principio de estas líneas, de las fronteras entre lo inteligible y lo ininteligible; de los problemas de lo que entendemos y las virtudes de lo que no entendemos; de la diferencia entre hablar y ser hablado o escribir y ser escrito. Juan Benet decía que con los libros nos pasa a los seres humanos lo mismo que les pasa a los hombres con las mujeres y a las mujeres con los hombres. Desde el punto de vista del hombre, hay mujeres que nos gustan, pero que no nos interesan, y mujeres que nos interesan, pero que no nos gustan. Nos casamos cuando coinciden el interés y el gusto. Quizá sea así. En todo caso, es verdad que hay libros que nos gustan y libros que nos interesan. No podemos entregarnos solo a los que nos gustan por el mero hecho de que los entendamos. Son los que nos dan la razón, cuando lo que hay que buscar en los libros, y en los cónyuges, es que nos la quiten.

domingo, 3 de junio de 2018

"Los cuenteros de Zacapa" por Mario Vargas Llosa


Si va usted a Guatemala, después de visitar las estelas y pirámides mayas y esa joya colonial que es Antigua, le ruego que vaya al Oriente del país y haga un alto en la ciudad de Zacapa. Esta es una región menos turística que otras pero, raspando un poco, está también llena de sorpresas y maravillas. Para comprobarlo, diríjase sin vacilar a la Tercera calle, en el barrio de Las Flores, donde, en el número 1794, encontrará una antigua casa que ostenta este título singular en su fachada: “Asociación zacapaneca de contadores de cuentos y anécdotas”.
La señora Vilma Elizabeth Sánchez, que preside la institución, le explicará que esta tiene ya treinta y tres años de fundada y que su razón de ser es perpetuar la “oralidad” del valle medio del río Motagua, un territorio que, además de ser candente y famoso por su ron, es el más fértil del país y acaso de toda Centroamérica en el antiquísimo y civilizado arte de inventar y contar historias. La “oralidad” quiere decir la preliteratura, aquella que existía solo gracias a la voz humana, antes de que apareciera la escritura. Y esta misma señora, de canas y maneras elegantes, o uno de los socios, por ejemplo, el joven poeta y cuentacuentos Jorge Pinto, le revelará que la gente de Zacapa, después del trabajo, cuando cae la tarde y disminuye el calor, suele sacar sus sillas y mecedoras a las altas veredas de la calle; y, mientras toman el fresco reparador y van viendo aparecer las estrellas en el cielo, se refieren historias que engalanan los recuerdos o los sustituyen con fantasías tenebrosas o amables, de amores o aventuras, realistas o fantásticas, una tradición que aquí sigue siempre sana y robusta en tanto que va desapareciendo poco a poco en el resto del mundo. Zacapa es uno de esos islotes que todavía mantienen viva aquella viejísima costumbre de crear historias con la imaginación y la palabra, y contarlas para vivirlas y hacerlas vivir a quienes las escuchan. Me conmueve mucho la idea de todo un pueblo que espera el anochecer fantaseando una vida paralela a la real, más intensa, variada y atrevida que la meramente vivida, una vida que nos desagravia de lo que le falta a la verdadera para hacernos felices.
Esta es la más antigua de las tradiciones de la humanidad, un quehacer que han practicado todas las culturas del planeta sin una sola excepción, la más exclusivamente humana que exista y que yo he tenido la suerte de ver operando en lugares y pueblos tan alejados entre sí como los sertones del interior de Bahía, donde los contadores de cuentos ambulan de feria en feria y se acompañan con vihuelas y guitarras, en la ciudad de Peshawar en Pakistán (en la que, en la calle de “Los contadores de cuentos”, por unos pocos centavos, unos aedas a menudo ciegos recitan historias a los visitantes (solo que en lengua pastún), o entre las aldeas machiguengas dispersas por la Amazonía peruana. Me ha impresionado descubrir que esta costumbre que arrancó en los albores de la historia humana todavía vive y colea en esta ciudad del oriente guatemalteco en la que las iglesias católicas y los templos evangélicos se disputan las calles y las plazas y una esbelta glorieta decimonónica (donde todavía debe de haber retretas con banda de música los domingos que frecuentan las parejas de enamorados) preside su parque central.
Contar cuentos es el antecedente remoto de la literatura, de la historia, de las religiones, y acaso, indirectamente, la locomotora del progreso. La “oralidad” contribuyó de manera decisiva a impulsar la civilización desde las épocas de la caverna, el canibalismo y las pinturas rupestres hasta el viaje de los hombres a las estrellas. Los cuentos, las historias inventadas, hacían vivir más a nuestros ancestros, sacaban a hombres y mujeres de las cárceles asfixiantes que eran sus vidas y los hacían viajar por el espacio y por el tiempo, y vivir las vidas que no tenían ni tendrían nunca en su menuda y escueta realidad. Salir de sí mismos, ser otros, otras, gracias a la fantasía, nos entretiene y enriquece. Pero, además, nos enseña lo pequeño que es el mundo real comparado con los mundos que somos capaces de fantasear, y asimismo nos incita a actuar para que nuestros sueños se vuelvan realidades. El progreso nació así, de la insatisfacción y el malestar con el mundo real que inspiraba a los humanos la misma ficción que los hacía gozar.
Las historias que inventamos constituyen la vida secreta de todas las sociedades, aquella dimensión de la existencia que aunque no tuvo nunca ocasión de realizarse, de alguna manera fue vivida por los seres humanos, en la incierta realidad de los deseos, las fantasías, las pesadillas, las invenciones, toda esa proyección de la vida que no tuvimos y por eso debimos inventarla. Ella existió siempre en la memoria de las gentes, pero solo la fijó y le dio permanencia objetiva la escritura, muchos siglos después de que naciera, alrededor de las fogatas, cuando nuestros antepasados, aquellos bípedos más animales que humanos todavía, se contaban historias en la noche para olvidarse del miedo al trueno, a las apariciones y a las fieras y a los miles de peligros que los acechaban por doquier.
La Asociación de Zacapa tiene 28 miembros cotizantes, porque a ella la mantienen sus socios, no el Estado ni el Gobierno, que jamás han puesto dinero en esta institución ni ella se lo ha pedido: es la sociedad civil la que la creó y la mantiene. Ocupa una amplia y hermosa casa de techo de tejas y un pequeño jardín donde crece un mango altísimo. A su sombra se celebran recitales y sesiones donde los cuenteros profesionales o espontáneos hacen las delicias de un público en el que se mezclan niños y viejos y todas las clases sociales. La asociación dispone de una biblioteca y una sala de lectura, graba las improvisaciones, publica antologías y cada cierto tiempo dedica una función exclusivamente a los niños, para aficionarlos y despertar entre ellos vocaciones de cuentacuentos. Asimismo, lleva narradores orales a los colegios, a los sindicatos, a las cárceles.
También mantiene vínculos con otras organizaciones de la misma índole, en Guatemala y en el extranjero, y a veces recibe contadores de otras lenguas y geografías. Y también envía a sus mejores cuentistas a otros países a participar en ferias y espectáculos dedicados a la “oralidad”. En una de las paredes veo, por ejemplo, carteles de una expedición que “los cuenteros de Zacapa” hicieron a los Estados Unidos, donde actuaron en Chicago y en Miami. Hay voluntarios que asean el local, preparan las funciones y las promocionan.
Zacapa ya es conocida en el mundo por el ron que produce, una de esas bebidas ardientes de las que no me atrevería a hablar porque nunca las he probado. Pero debería serlo también por sus cuenteros y por mantener viva aquella herencia que llega hasta nosotros desde las remotísimas épocas prehistóricas, y gracias a la cual la vida ha sido menos incomprensible, dura y rutinaria, tanto que nos vimos obligados para no extinguirnos de tristeza, a inventarnos esa magia, inventar y contar, a fin de hacer la vida más digna y llevadera. Sin ella nunca hubieran nacido los libros de Cervantes ni los dramas de Shakespeare, y acaso jamás habríamos renunciado al garrote, ni a beber la sangre de los enemigos.

domingo, 27 de mayo de 2018

"Antiguas influencias" por Antonio Muñoz Molina



Max Aub no llega a desaparecer nunca y nunca llega a estar del todo presente, reconocido y visible en la cultura literaria española. “Vuelvo, pero no vuelvo”, dijo al llegar a España en 1969, después de 30 años justos de exilio, para indicar que no regresaba sino que venía de visita, porque le parecía indecente regresar y establecerse en el país de la dictadura. Hay algo muy suyo en ese sí pero no, no pero sí, un indicio de su condición inquieta, en lo político y en lo vital, siempre en zonas fronterizas, entre identidades mezcladas y dudosas, entre lealtades a las que nunca se entregaba del todo, con la sola excepción de su lealtad a la República española.
Era cordial y también parece que era agrio, de ángulos tan secos y afilados como los que tiene a veces su prosa. Era español en México y judío sin adscripción religiosa ni sionista; era socialista pero los socialistas lo expulsaron del partido al mismo tiempo que a Juan Negrín, y solo le devolvieron el carnet cuando llevaba muchos años muerto. Pareció que volvía a los teatros cuando Juan Carlos Pérez de la Fuente dirigió hará 20 años un montaje espléndido de su tragedia San Juan, pero un poco después ya se había ido de ellos o lo habían echado de nuevo. Y sus novelas están y no están, en ediciones dispersas y descatalogadas, en librerías de segunda mano, novelas en gran medida invisibles en la narración oficiosa de la literatura española de posguerra. Está bien acordarse de La colmena, de Nada, La plaça del diamant, Tiempo de silencio. Pero a lo largo de los años en que esas novelas se publicaban en la España sombría Max Aub estaba escribiendo y publicando en México, en un robinsonismo tenaz de escritor extranjero y sin público, un ciclo narrativo de ambición asombrosa, con una cualidad testimonial como la de Arturo Barea, con una fecundidad de invención novelesca que no había existido en español desde Pérez Galdós.

Los cinco volúmenes de El laberinto mágico los editó Alfaguara en los últimos años setenta, con aquella austera dignidad de sus diseños de entonces. Algo de esa belleza, visual y táctil, la ha rescatado ahora en Granada la editorial Cuadernos del Vigía, que vuelve a publicar esa incomparable secuencia narrativa en la que está contenida entera la Guerra Civil. Hace 40 años era imprescindible leer esas novelas para aprender algo sobre una España vencida y proscrita. Ahora su lectura es más urgente todavía, en parte como un antídoto de lucidez y complejidad contra las nuevas simplificaciones entre sectarias y blandengues que están imponiéndose; en parte, también, como ejemplo de una literatura que abraza sin apuro la narración de lo real y al mismo tiempo se atiene a un rigor inflexible de estilo y a un empeño de exploración formal.

Max Aub vuelve cuando parecía haberse ido, desde lugares inesperados, entre inquieto y furtivo, nunca aceptado del todo, nunca ausente a pesar de las rachas de silencio. Es como esas semillas de muy lenta germinación que sin embargo resisten bajo tierra a las peores sequías. A los pocos días de encontrar la nueva edición de El laberinto mágico pongo al azar la televisión y encuentro recién empezada una película que no había vuelto a ver en treinta y tantos años pero que reconozco de inmediato: la cara triste y perpleja de Ovidi Montllor, los ojos grandes de Marilina Ross, los rasgos leñosos y la voz áspera de Francisco Algora, la comitiva de refugiados y de soldados vencidos que avanza por una carretera. Estaban poniendo en La 2 Soldados, de Alfonso Ungría, que está basada en gran parte en Las buenas intenciones, de Max Aub, y que recoge temas y atmósferas de El laberinto mágico: los días finales de la guerra, la retirada de los soldados de la República hacia el puerto de Alicante, donde se rumoreaba que podrían encontrar refugio en barcos extranjeros y escapar así a la venganza segura de los triunfadores.

Debí de ver esa película el año 1978, en Granada, en un cine, en una época en la que el cine era un estímulo estético tan poderoso como la literatura. Volví a la sala dos o tres veces, a lo largo de los pocos días que estuvo proyectándose. Porque era una película, el efecto que tuvo sobre mi imaginación narrativa fue aún más hondo. Ahora comprendo que si me seducía tanto era porque me enseñaba que a través de la imaginación narrativa y visual uno podía hacer plenamente suya una parte del mundo anterior a su propia vida: contar como en primera persona experiencias leídas en los libros o aprendidas de las rememoraciones en voz alta de sus mayores. Las vidas privadas se intercalaban en los acontecimientos públicos y eran arrastradas por ellos como por inundaciones o riadas de las que no podía escapar nadie.

Inmóvil frente al televisor, tan hechizado como en la sala de cine hace 40 años, veía, como en veladuras simultáneas, el talento para hacer puro cine de Alfonso Ungría, para lograr el máximo de expresión con medios visiblemente muy limitados, en una equivalencia perfecta con la concisión narrativa y los saltos sincopados en el tiempo de Max Aub, sus yuxtaposiciones, sus elipsis. Caí en la cuenta de algo que se le olvida a uno a veces, que en su educación de escritor no ha ido aprendiendo solo de los libros. Yo empezaba entonces a tantear una novela que aún tardó varios años en empezar a existir. Soldados influyó sobre mí igual que El espíritu de la colmena y El sur, de Víctor Erice, o La prima Angélica, de Carlos Saura. Aprendía de la forma de contar y mirar de Alfonso Ungría, con un estremecimiento interior que era estético, y también político, y sentimental. En los comienzos del porvenir democrático de nuestro país los que éramos muy jóvenes necesitábamos hacer nuestro a través de la imaginación el tiempo de heroísmo y tragedia que no habíamos conocido.

Qué raro que una película así, tan bien hecha, tan bien interpretada, tan llena de una tensión prometedora de comienzo, pasara más bien sin pena ni gloria, y no tuviera continuidad. Llegaron los años ochenta y el cine español y la vida y la cultura españolas tomaron otros caminos. La estética de Almodóvar y sus derivaciones provocaban un deslumbramiento que borró otros esplendores de coloridos menos fuertes. Celebrar el presente parecía un proyecto más atractivo que imaginar un pasado de pronto envejecido, mustio, anacrónico. Pero ahí siguen, al cabo de los años, pertinaces, intactos, Max Aub, Alfonso Ungría, Soldados, influyendo igual que entonces al que todavía quiere aprender.

miércoles, 23 de mayo de 2018

"Cómo el cristianismo asesinó la cultura clásica" por Silvia Colomé


Las destrozadas estatuas de Palmira hablan de atrocidades. Sus mármoles ojos han visto con inmovilizado horror cómo hombres barbudos vestidos de negro se lanzaban contra ellas en nombre de una fe que no compartían. Y no hablamos de los recientes ataques de los yihadistas del ISIS, que también, sino de cristianos que los precedieron muchos siglos antes, cuando la nueva religión se imponía a golpes de fanatismo y de terror.
“Durante los siglos IV y V la Iglesia cristiana demolió, destrozó y fundió una cantidad de obras de arte simplemente asombrosa”, explica la historiadora y periodista cultural de The Times Cahterine Nixey, que acaba de publicar el libro La edad de la penumbra (Taurus) con el objetivo de aportar luz a uno de los episodios más oscuros de la historia: cómo el cristianismo triunfó aniquilando mucho más que la cultura clásica, imponiendo un nuevo modelo que premiaba la fe y condenaba el conocimiento.
“El cristianismo también contenía aspectos positivos en su ideología”, justifica la autora, “pero su triunfo armó con gran efecto la ignorancia y el fanatismo”, analiza. Algo que fue posible gracias a una “combinación de ley, retórica y violencia”. “A medida que transcurría el siglo IV, cualquiera que hiciera sacrificios a los antiguos dioses podría, según decía la ley, ser ejecutado”.
Con la ley a su favor, los pensadores cristianos atizaron la llama del terror. San Agustín, por ejemplo, exclamó: “¡Que toda superstición de paganos debe ser aniquilada es lo que Dios quiere, Dios ordena, Dios proclama!”. “Dijo que no era crueldad sino bondad vencer con varas a quienes tenían creencias incorrectas y al final la violencia fue terrible”, cuenta Nixey. “En la ciudad de Harran, las personas que no se convirtieron fueron ejecutadas y sus extremidades, colgadas en la calle”, ejemplifica. “El pensamiento libre difícilmente puede sobrevivir en un mundo así”.
Los intelectuales de la época quizás pecaron de condescendientes ignorando o menospreciando una religión que no valía la pena ni rebatir porque sus creencias no se basaban en experimentos u observaciones, pero que finalmente acabaría con la mismísima Academia de Atenas y sus filósofos. “Muchos pensadores veían como una estupidez la enseñanza cristiana y para ellos Jesús era un simple embaucador”, apunta Nixey.
Solo algunas voces como la de Celso en el 170 d.C. lanzó ataques contra esas creencias que consideraban irracionales, desde la supuesta virginidad de María a la doctrina de la resurrección. “Describió a los cristianos como estúpidos y al Antiguo Testamento como basura”, añade la historiadora. “¿Cómo puede ser inmortal un muerto?”, se preguntaba Celso sarcásticamente a la vez que también lanzaba fuego contra el mito de la creación. Cabe tener en cuenta que en aquella época ganaba peso entre las élites la teoría del atomismo de Demócrito que consideraba que el mundo había sido creado por la colisión y la combinación de átomos.
Pero todo cambió por orden casi divina. Cuando el emperador Constantino, que proclamaba “un dios, un emperador”, legalizó el cristianismo abrió, quizás sin saberlo, la caja de Pandora. “No fueron solo las piedras las que fueron atacadas, pronto todos tenían que ser cristianos o pagar un precio por ello”. Los que han pasado a la historia con el epíteto de ‘paganos’ “fueron perseguidos de todas las maneras posibles: legal, financiera y físicamente”.
En cambio, los que empuñaban martillos y piedras “no fueron vistos como criminales”, al contrario “fueron elogiados y santificados”, aclara Nixey. “En la Galia, San Martín fue aplaudido por su habilidad para reducir templos antiguos a escombros”, explica.
Los no cristianos “estaban horrorizados por estos matones barbudos y vestidos de negro que recorrían el campo destrozando con palos y barras de hierro”, cuenta Nixey. La desolación avanzaba a pasos gigantescos. “Sabemos exactamente lo que las personas cultas pensaban mientras veían tales actos de violencia porque nos han llegado sus palabras”, añade. Por ejemplo, un poeta escribió: “Somos hombres reducidos a cenizas. Porque todo se ha vuelto en nuestra contra”. Un filósofo inmortalizó desesperado: “Estamos siendo arrastrados por el torrente”.
Tal figura retórica no era para nada gratuita. En tan solo un siglo, los cristianos pasaron a ser del 10% al 90% de la población del imperio. Los números se invirtieron gracias a “muchas personas que se convirtieron felizmente al cristianismo”, pero también debido a la “violencia y a su hermana aún más eficiente, el miedo a la violencia”, argumenta Nixey.

Arte destrozado y personas silenciadas

La autora realiza un gran trabajo de recopilación de arte destrozado en La edad de la penumbra, detallando las grandes obras que perdió la humanidad a manos de la barbarie cristiana. No solo se derrumbaron las estatuas de la ciudad de Palmira, también cayeron las del Partenón de Atenas y se desfiguraron las imágenes del templo egipcio de Dendera, dedicado a la diosa Hathor.
El templo más hermoso del mundo, el Serapis de Alejandría, fue arrasado por orden del obispo Teófilo. Evidentemente, tampoco se salvó el Museion, el templo dedicado a las musas. La lista es interminable. “Este período presenció la mayor destrucción de arte que la historia humana haya visto jamás, desde Antioquía a España”, detalla la autora.
Nixey también repasa las voces que fueron silenciadas, como la de la famosa matemática Hipatia de Alejandría, desollada viva “porque los cristianos creían que era una criatura satánica del infierno porque usaba símbolos matemáticos de apariencia demoníaca”.
Unas pocas décadas después, se lanzó una persecución contra los filósofos no cristianos de la ciudad. “Como era de esperar, la filosofía disminuyó precipitadamente”, ironiza a la vez que recuerda que una de las pérdidas más irreparables fue la destrucción “de todo lo que quedaba en la Gran Biblioteca de Alejandría”.
El físico italiano Carlo Rovelli calificó que la pérdida de todas las obras del pensador griego Demócrito fue “la mayor tragedia intelectual derivada del colapso de la antigua civilización clásica”. El filósofo y matemático griego “dijo que no había necesidad de temer a los dioses porque el mundo está hecho de átomos, que todo lo que vemos y sentimos solo son átomos que se unen y se separan”, recuerda Nixey.
“En términos de cultura, nunca recuperaremos lo que se perdió”, resume la historiadora británica. Se estima que el 90% de toda la literatura clásica se desvaneció en los siglos posteriores a la cristianización. La famosa hoguera de las vanidades de Savonarola en el Renacimiento parece una broma insignificante al lado de la sabiduría que desapareció para siempre entre las llamas de los cristianos que pretendían enviar al infierno el conocimiento clásico.
Pero no todas las obras se redujeron a cenizas. Algunas se rasparon para aprovechar los caros pergaminos “con temas mas elevados”, ironiza Nixey. Así pues, Agustín escribió comentarios a los Salmos encima del único ejemplar que quedaba de Sobre la república de Cicerón. Otro ejemplo: una obra biográfica de Séneca desapareció para copiar un Antiguo Testamento.
“¿Qué pasaría si aún tuviéramos a Demócrito, a todos los Arquímides, a todos los Cicerón?”, se pregunta Nixey. “Para mí la mayor pérdida es algo más intangible: la forma en que hablamos y nos vemos a nosotros mismos”, valora. “Desde el cristianismo, el mundo se ha roto en líneas religiosas”.
Así pues, los vientos oprimidos del cristianismo golpearon sin piedad los fundamentos de la civilización conocida hasta entonces, cuya debilidad “era la pluralidad”, según la autora. El mundo clásico fue tambaleándose hasta desmenuzarse en el suelo hecho añicos. De sus restos, el Cristianismo construyó su nuevo mundo, levantando iglesias de los mármoles de los templos caídos. “La historia la escriben los vencedores, y la victoria cristiana fue absoluta”, concluye Nixey.