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viernes, 22 de julio de 2022

Los rencores de Cervantes

Cervantes escapa por la ventana, con mucho sigilo, amparado por la oscuridad y el cierzo de marzo. La campana de la iglesia le encoge las tripas, detiene su huida por un instante. Se ha roto el silencio de la calle y la confianza de Miguel. Se caga en todos los santos y también en el sacristán que, de madrugada, ha tirado de la cuerda para avisar a todo el pueblo que son las cinco de la mañana. Cervantes resbala en la sillería de la fachada y escucha un tintineo de espadas que termina por acongojarlo. Cae en el empedrado y sobre él, antes de incorporarse, se abalanza un hombre embozado que lo insulta e intenta acuchillarlo con rabia. Cervantes esquiva los mandobles, se estira, no se nota herido por la caída e intenta escapar con los gregüescos enrollados en el brazo. Una mano recia lo agarra del pescuezo, lo devuelve a la piedra y le revienta las narices y los belfos. Después, el agresor, lo bautiza con agua envenenada: "hideputa", "así te hubieras podrido en la cárcel de Sevilla", "robacarnes", "fiduciario". El agresor huye, temeroso de que los cuadrilleros de la Santa Hermandad lo detengan y lo enmaromen. Cervantes se sorbe la sangre de la nariz y traga el jarabe, entre dulce y amargo. La jornada había sido buena hasta que saltó por la ventana. Nunca, en todas las noches de su vida se le había dado tan bien en casa ajena. La señora era dulce, olía a ámbar y a pan pintado. Nunca, en todas las noches de su vida, se había topado con el palo y la espada casi en cueros, medio desnudo. Había salido con premura de la casa, al aviso de la señora que retozaba a su lado. Los ruidos del portal eran indicio de que su marido había vuelto de improviso. A Miguel se le removió el rencor. Cuando se llegó hasta el morral de la mula, desembauló el manuscrito de su Quijote y borró el nombre del pueblo del que partía su protagonista en busca de aventuras. No, no iba a hacer famoso a ese lugar de La Mancha en donde tantos golpes había recibido, por muy sabrosas que fueran sus mujeres, por muy silenciosas que fueran sus calles.        

lunes, 11 de julio de 2022

Doña Emilia Pardo Bazán frente a los calzoncillos

Anteayer visité en la Biblioteca Nacional la exposición sobre doña Emilia Pardo Bazán. Siempre que en clase tratamos a esta escritora, trasciende una profunda admiración por su labor intelectual, enfrentada al establo masculino de finales del XIX y principios del XX. Al ver las fotos, las cartas, los artículos de periódico y algunos episodios de su biografía en la Biblioteca Nacional, mi admiración por doña Emilia ha alcanzado el clímax. Qué bemoles debía tener esta señora para enfrentarse ella sola a la rancia escena literaria, intelectual y social de esa época. Los ataques hacia su persona eran constantes, tanto en la prensa como en los libros. Se la intentó linchar mediáticamente. Una turba de eximios personajes, desde su marido y Menéndez Pelayo hasta Clarín, pasando por Juan Valera, arremetía contra ella sin piedad, como los más violentos hackers tuiteros. Se la ridiculizó por mar y por aire, con caricaturas, con chascarrillos, con chistes de mal gusto, con lo peor de la envidia española: "¿En qué se parece la Pardo Bazán al tranvía de Madrid?, en que pasa por Lista, pero no llega a Hermosilla." Y eran los supuestamente avanzados de la nación, los cabezas pensantes quienes llevaban a cabo este acoso y derribo. Patético y desgarrador. Y doña Emilia ni siquiera perdía el humor. Como hubiera dicho Rubén Darío, ¡admirable! 

No pudo entrar en la Academia de la Lengua, pero sí en el Ateneo, donde era vista con muy malos ojos. Debía tener un carácter a prueba de maza y martillo porque no me veo yo capaz de aguantar ni el más pequeño de los retos a los que se vio sometida esta señora por el mero hecho de ser mujer. Y algo en lo que caí al salir de la exposición: en ese ambiente viciado por la rebaba de los bigotes y el escroto, había otra condición casi inexcusable para entrar en el establo, la de pertenecer a la oligarquía. Si los cuentos de doña Emilia eran recogidos en los periódicos, si tenían en cuenta sus escritos -aunque solo fuera para insultarla- era porque pertenecía a esa casta de elegidos: era condesa, era noble. Gracias al dinero de la familia pudo publicar algunas de sus novelas y ensayos. Su condición de clase salvó, junto con sus arrestos, la dedicación literaria. En ese círculo del puro, el braguero y el crucifijo era requisito no imprescindible, pero sí muy recomendable, pertenecer a una familia de posibles y a poder ser de catolicismo acendrado. La turba clerical y la alta sociedad arremetió contra Clarín por La Regenta, la turba masculina y el propio Clarín arremetieron contra doña Emilia por su condición femenina. Producir semen, tener pazo y asistir a misa te aseguraban todos los privilegios. Si no cumplías el tercero, mal; si faltaba el segundo, muy mal; pero si no se daba el tercero, estabas bien jodida.         

miércoles, 30 de marzo de 2022

"Elogio de los libros que odias a los 15 años" por Javier Rodríguez Marcos




1 El futuro siempre tiene razón. Y dice: alguien de 75 años puede hacer una transferencia en un cajero automático, pero alguien de 15 no puede leer un texto escrito en su propio idioma.

2 Prueba de examen: A. “Te quiero ride como a mi bike / hazme un tape modo spike / yo la batí hasta que se montó / segundo es chingarte / lo primero Dios”. B. “El amor faz sotil al omne que es rudo; / faze le hablar fermoso al que antes es mudo”. ¿Cuál de ellos parece más medieval?

3 El texto A, los menores ya lo han adivinado, es de Rosalía. El B, tal vez lo recuerden los mayores, del Arcipreste de Hita. El primer disco de la cantante ―Los ángeles― incluye una versión de Aunque es de noche, de san Juan de la Cruz. El Arcipreste, por su parte, ha sido invocado como antecedente por una de las escritoras más contestatarias de la actualidad, Cristina Morales, autora además de una novela feminista titulada Introducción a Teresa de Jesús, redactada en un castellano que remeda el del siglo XVI. Cuesta creer que se hayan roto los puentes con el pasado. Por mucho que incomoden las películas en versión original. O en blanco y negro.

4 Hércules y Spiderman son lo mismo: superhéroes.

5 Un reciente estudio sobre la enseñanza de la literatura señala la torpeza de seguir utilizando como criterio la cronología y la nacionalidad. Muy cierto. Sobre todo si se le suma el regionalismo autonómico ―un poeta cacereño en lugar de Cernuda― y se insiste en obligar a los alumnos a memorizar nombres y títulos que olvidan cuando aprueban la EBAU.

6 A eso, nos dicen, hay que añadirle tres problemas: el aislamiento asociado al acto de leer, la longitud de los textos y su antigüedad. No es un tema menor: ahora parecen defectos lo que antes se consideraban virtudes.

7 “Fue escrito por un Balzac medieval. La guerra es para él, ante todo, una empresa financiera. Dado que la guerra es costosa, esta debe ser rentable. La cabeza del caballero, hasta que alguien se la corta, estaba siempre llena de cálculos”. Así analiza Wislawa Szymborska el Poema del Cid en sus Lecturas no obligatorias. Tal vez Balzac necesite una nota al pie, pero la interpretación “polaca” de la Reconquista no tiene desperdicio.

8 Lo obligatorio es anatema. Sin embargo, a cierta edad lo son las matemáticas y las espinacas. Todo depende de cómo se cocinen.

9 El dilema es este: formar estudiantes para los clásicos o reformar clásicos para los estudiantes. Es cuestión de grados: también Mozart tuvo su Luis Cobos.

10 El pasado siempre es sospechoso. Por eso nos empeñamos en decir que los fenicios eran como nosotros y que Velázquez retrata a la perfección la sociedad actual. Tal vez resultaría más interesante subrayar lo mucho que les debemos y lo poco que nos parecemos a ellos. Como los seres humanos de 15 años respecto a los de 75.

domingo, 18 de abril de 2021

"La generación del 50: versos contra la censura" por Carlos Mayoral



Ángel González llegó a Madrid cuando la infame década de los 40 se apagaba, encorvado y tuberculoso, preso aún de una guerra civil que se había llevado por delante a media familia. En la capital se refugió en el que por entonces era el único oasis literario para los escritores jóvenes: la casa de Aleixandre en Velintonia. Cuando años después decidió irse a Barcelona a probar suerte en otros quehaceres, acudió al maestro don Vicente para que este le guiase: «No tengas problema, ve a tal dirección y pregunta por mi amigo Carlos Barral». Eso hizo el asturiano, y Barral, fiándose del futuro Nobel, le invitó a una reunión con amigos que habría de celebrarse en su casa. Allí acudió don Ángel, y al penetrar en el domicilio se encontró en una oscura sala a cinco personas: José Agustín Goytisolo, su mujer, Asun Carandell, Jaime Gil de Biedma y el propio Carlos Barral. La tertulia era de lo más interesante. Literatura, pensamiento, historia… pero sobre todo política. Críticas a la dictadura, a la sociedad cómplice, a la torpe burguesía catalana. Ángel González no pudo intervenir en la charla… porque los participantes habían conversado en francés. Nadie volvió a fijarse en aquel silencioso asturiano, así que este se marchó sin ser visto. Solo cuando semanas después Barral recordó que un joven poeta recomendado por Aleixandre había presenciado la peligrosa conversación junto al resto de poetas, se dio cuenta: habían colado a un espía franquista en el grupo. Ángel González, con su humildad habitual, recordaría esta anécdota muchas décadas más tarde.

Introduzco al lector en el texto con esta anécdota para intentar aproximarle al ambiente agobiante, paranoico y represivo bajo el que hubo de germinar la maravillosa generación del 50, el grupo lírico más extraordinario a este lado de la guerra civil. El propio Ángel González reconocía en los dosmiles, con la dictadura ya borrosamente instalada en los recuerdos, que para escapar de esa censura, el grupo al que pertenecieron, además de los integrantes de la escena anterior, poetas de la talla de Caballero Bonald, Gamoneda, Ferrater, Julia Uceda o Claudio Rodríguez, tuvo que recurrir al arma que con más elegancia blande el simbolismo, la metáfora y el doble sentido; es decir, la mejor arma contra la censura y la represión franquista: el verso.

La guerra, no tan lejana

Una de las principales cargas que esta generación llevó consigo tuvo que ver con el hecho de necesitar definir el conflicto que asoló España desde el 36 hasta el 39 como lo que realmente fue: una guerra infame, una matanza entre hermanos promovida por un ejército reaccionario y secundada por una república marchita. Por supuesto, esa definición estaba muy lejos del relato que los vencedores habían promovido, esa especie de limpia que la España marxista y lujuriosa necesitaba. Los miembros de la generación, aquel lejano julio del 36, eran lo suficientemente jóvenes como para no haber tomado una posición activa en la contienda, pero también lo suficientemente conscientes para sentir el escozor que las heridas provocaban. Sin embargo, este escozor, que marcaría gran parte de su estrofa, tenía que esconderse, velarse bajo la capa invisible del verso. Véase el poema de Ángel González titulado «Primera evocación», donde el poeta va rememorando aquellos lejanos recuerdos de su madre en medio de la tormenta; tormenta que, por supuesto, tenía su correspondencia metonímica con el maldito conflicto.


Recuerdo
que yo no comprendía.
El viento se llevaba
silbando
las hojas de los árboles
[…]
sin embargo,
no devolvió lo arrebatado el viento,
ni la lluvia
pudo borrar las huellas de la sangre.

[Ángel González, «Primera evocación»]

A todos ellos les marcaron las ausencias, las oportunidades perdidas de entonces. Los casos de Ángel González, que como ya se ha dicho perdió a sus hermanos en la guerra, o de los Goytisolo, que perdieron a su madre, resultan especialmente trágicos. Pero incluso los que no hubieron de sufrir ninguna pérdida cercanísima también encontraban el vacío detrás del hecho simple de sobrevivir. La mayoría de los autores provenían de familias burguesas, de buen apellido y larga hacienda, lo que les permitió huir de la zona peligrosa. Es el caso de Gil de Biedma, a quien la guerra pilló en la finca familiar de Nava de la Asunción (Segovia), y la culpabilidad que le produjo el refugio paterno le provocó notables crisis de identidad. O el caso de Ana María Matute, segura bajo la fortuna familiar, pero a la que la guerra le produjo un terror psicológico que volcaría en su obra, donde los niños observan el horror, donde los adultos se refugian en la fantasía. La guerra es el dilema que todos afrontan, es el horror que todos disfrazan. Como en este poema de José Agustín Goytisolo, donde utiliza el parafraseo quevediano para hablar de aquellos años en que perdió a su madre.


Entre el humo y la sangre,
miré los muros
de la patria mía,
como ciego miré
por todas partes,
buscando un pecho,
una palabra, algo,
donde esconder el llanto.

[José Agustín Goytisolo, «La Guerra»]

Crisis social

Si por algo se caracterizó esta generación fue por tener la habilidad de retratar, casi en conjunto, los oscuros callejones de una realidad que a esas alturas de siglo se había tornado miserable. Prácticamente todos los integrantes coinciden a la hora de potenciar esta temática: la infelicidad del ser humano derivada del gris del contexto, angustia por un futuro no menos gris y áspero, la desigualdad, el hambre, la miseria, el exilio… Muy pronto se dan cuenta de que esta especie de columna es capaz de vertebrar a todos ellos, y al calor de la poesía se reúnen para poner sobre la mesa todos estos asuntos, moldearlos e incluirlos en el corpus de su poética. Se erigen en la voz de un pueblo callado, conscientes de que gracias al disfraz de la palabra podrán gritar, podrán protestar e incluso podrán esperanzar a un pueblo que solo encuentra refugio entre páginas. Este ejemplo de Julia Uceda es magnífico: utiliza la misma metáfora eólica que Ángel González en el poema reseñado antes, dejando claro que lo que el viento ha dejado es solo ruina, por la que revolotea, triste, la mariposa.


Nada te pido. Muerdo en mis entrañas
mi soledad, mi sal, mi aburrimiento,
mi corazón ahogado en telarañas
con un arado blanco y descontento.
Y destruida ciegamente vuelo
sin vida ya, sin muerte. Solo viento.

[Julia Uceda, «Mariposa en cenizas»]

Renglones atrás ha aparecido un concepto sumamente importante para entender lo que este grupo significó a la hora de sortear el elemento censor que toda dictadura trae consigo: las múltiples reuniones que celebraban. Los miembros del grupo se juntaban a menudo para establecer líneas estilísticas que no pudieran ser atacadas. Si un solo poeta, aislada e individualmente, publica una obra que «moleste», a la censura no le costará demasiado aplacar dicha molestia; sin embargo, si ese aspecto que puede inquietar al régimen llega desde las plumas de cada miembro del grupo literario más influyente del momento, detenerlo resultará más costoso. Y estas reuniones, además, están cargadas de un fuerte simbolismo.

Memorable fue la visita del grupo a Colliure, donde los miembros se fotografiaron frente a la tumba del maestro Antonio Machado, lugar molesto para la dictadura por razones evidentes. Como memorables serían también los encuentros que Carlos Barral, de alguna manera prócer del grupo, organizó en Formentor. Por no hablar de las pequeñas y esporádicas reuniones que fomentaban los lazos entre poetas, como por ejemplo la narrada al principio del texto. Toda esta cohesión permite que no sea un individuo el que se enfrente al contexto gris, al silencio, al llanto, sino un conjunto férreo de creadores, de artistas comprometidos difíciles de corromper. Y aparecen ya dos conceptos hasta entonces innombrables: paz y libertad.


Solicito
una sublevación
de paz, una tormenta
inmóvil.
[…]
Un mismo canto pide
la justicia y la
belleza.
Sea la luz
un acto humano.
Se puede
morir
por esta
libertad.

[Antonio Gamoneda, «Sublevación»]

Crisis personal

Y, en última instancia, la poesía acaba donde acaba siempre, es decir, en el dolor al que la herida propia te condena. Porque si bien es cierto que todos los miembros de este grupo fueron activistas de la realidad, comprometidos con su tiempo, que buscaban en su labor poética el auxilio social que ofrece el arte, no lo es menos que al final eran las propias tragedias individuales las que elevaban su verso.

Un ejemplo de esta tragedia velada es el suicidio. En algunos de sus componentes, el deseo de morir apareció de manera recurrente, acuciado entre otras cosas por la angustia descrita párrafos atrás. Obviamente, en una sociedad devota de María, donde la Iglesia había asumido el control de prácticamente todos los estamentos, el suicidio era un tema tabú, otro de esos incordios que la censura no admitiría. Por eso, cuando Gil de Biedma sintió, tumbado a las estrellas en su finca de la Nava, que habría de morir, que el suicidio era la única vía, muy rápido supo que no podría componer verso alguno que le salvara la vida si no utilizaba alguna artimaña que le permitiera salvar el feroz órgano censor. Para eso ideó el mecanismo: escribiría sobre la muerte de una segunda persona, que también sería él. Al poema lo llamó «Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma», y es una de sus mejores composiciones. No menos dramático fue el enfrentamiento entre la muerte y Gabriel Ferrater. Este había jurado que no permitiría que los cincuenta años de edad le alcanzaran, y cumplió su promesa: veinte días antes de que llegara el momento, una caja de barbitúricos se lo llevó. Las alusiones al suicidio, como en el caso de su amigo Gil de Biedma, habían sido lo menos explícitas posible.


Caminará por bosques
oscuros. No verá
la azagaya de luz
de la memoria súbita.
Y cuando esté tan lejos
que ya parezca muerto
podremos recordarle.

[Gabriel Ferrater, «El mutilado»]

En este sentido, los ejemplos de pequeñas tragedias personales son innumerables; y el eco en sus obras, infinito. Desde el problema de la España rural, donde habitan algunos de sus miembros, hasta el machismo que las mujeres del grupo han de soportar, pasando por la homosexualidad, las drogas, la promiscuidad o el exilio. Temas todos ellos vetados dentro de la estrecha libertad permitida por el régimen. Pero permita el lector que despida el texto con el que para mí es el miembro más brillante de todos ellos: Gil de Biedma. Un ser completísimo, un artista inenarrable. El poema «Contra Jaime Gil de Biedma», donde el poeta clama contra sí, en segunda persona de nuevo, y contra el sentimiento de culpabilidad que le corroe, derivado de su mala vida, de su coqueteo con el vicio y de su pasión por todo aquello que, en tiempos oscuros, suele estar prohibido. Hasta tal punto llega su desprecio, que se dice a sí mismo: «Si no fueses tan puta…».


¡Si no fueses tan puta!
Y si yo supiese, hace ya tiempo,
que tú eres fuerte cuando yo soy débil
y que eres débil cuando me enfurezco…

[Jaime Gil de Biedma, «Contra Jaime Gil de Biedma»]

lunes, 8 de marzo de 2021

"Rosalía rima con poesía" por Martha Asunción Alonso



La primera vez que escuché a Rosalía aún no sabía que sus canciones vuelan lejos de ser solo canciones y que requieren por eso ojos como platos. De modo que los cerré como suelo hacer cuando escucho música. En absoluto esperaba que aquella voz trenzada de oscuridades a medias me devolviera los grafitis en los soportales noventeros de mi barrio, como flechas indicando sueños de salida de un laberinto invisible. No confiaba tampoco en recuperar, por espacio de dos minutos y veintinueve segundos, a mis hermanas adolescentes esperando el tren del viernes por la noche, con el eyeliner ligeramente corrido, licra y plataformas para tensar y hacer temblar el andén —la galaxia— a su paso: asustar para sentir menos miedo.

Aquellos acordes motores, los rumores en la escalera, la voz en penumbra y el cristalito crujiendo me acertaron, como a millones de fans, en el centro de la diana. Al abrir los ojos e ir penetrando en la selva de imágenes que constituye el universo Rosalía, la afinidad, el entusiasmo y la emoción no hicieron más que acrecentarse. Tratando desde entonces de ahondar en el porqué, he llegado a esbozar algunas conclusiones.

La primera de ellas tiene que ver, valga la redundancia, con esa primera vez. El primer contacto ciego con las muchas voces dentro de la voz de Rosalía Vila Tobella.

Los entendidos ahora lo llaman beat, aunque ya existía en todos los descansillos de cualquier adolescencia estándar de extrarradio: madres y abuelas que venían de campos del sur meneaban la cabeza preocupadas al ver marchar a hijas y nietas rumbo al chundachunda. Suspiraban. Se santiguaban. Golpeaban el rodapié con la escoba. Palmeaban, repetían refranes y entonaban estribillos que a esas hijas o nietas les seguían zumbando en los oídos, aunque no lo quisieran o supieran, cuando entraban —entrábamos— fingiendo inmunidad en las discotecas de moda. En ese ritmo familiar, la memoria del corazón intercala además los pasos por el aula de todas las maestras de escuela que nos recitaron poemas con los ojitos brillantes. Me consta que no soy la única que en Rosalía volvió a percibir, sin esperarlo, algo muy parecido a ese beat que fuera canción de cuna. La vocación de aprender a respirar entre lo arcaico y lo futuro, lo mamífero y lo eléctrico, ellas y nosotras.

1. Rosalía lorquiana y hernandiana

Basta aguzar el corazón cuando Rosalía canta Que no salga la luna para escuchar de nuevo a aquellas madres y abuelas canturreando coplas, a aquellas maestras explicándonos el significado de los símbolos en la tragedia en verso Bodas de sangre (1931) de Federico García Lorca. El mal augurio de la luna brillando como el filo de un arma traicionera. La corona inmaculada de la novia virgen que, al dirigirse al altar, se arroja sin saberlo hacia un abismo de dolor.

La novia de Lorca, recordemos, avanza tocada de flores blancas de azahar. En el capítulo 2 (Boda) de El mal querer (2018), la de Rosalía lo hace coronada de brillantes y de perlas igualmente blancos.

Esa pureza alarmante del color blanco, esa luna mortal y los destellos metálicos resultan, en efecto, arteriales tanto en la poética lorquiana como en el universo simbólico de Rosalía. En Que no salga la luna nos deslumbra el fulgor amenazante de esta en anillos, puntas de navaja, hojas de cuchillos y esclavas de plata. También, si se mira con detenimiento, en todas y cada una de las visiones convocadas en este álbum nocturno bañado, desde el principio hasta el fin, por su sutil luz; y en pasajes capitales de ese periplo oscuro hacia un resquicio de claridad que es el disco Los Ángeles —escúchese y véase, por poner un único ejemplo, De plata—.

A veces, no se sabe bien si esa luna es la verdadera “o es un anuncio de la luna”, como escribió otro gran poeta andaluz, Juan Ramón Jiménez. Mas no importa, mientras alumbre.

Luna, luna.

La misma que nos vigila, además de en Bodas de sangre, desde textos lorquianos tan de todos como el Romance de la luna, luna, muchas veces musicado:

En el aire conmovido mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura, sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.

Si vinieran los gitanos, harían con tu corazón collares y anillos blancos.

Niño, déjame que baile.

Cuando vengan los gitanos,

te encontrarán sobre el yunque con los ojillos cerrados.

En estos versos, tiembla la tierra bajo los cascos desbocados de los caballos de los gitanos acercándose a la fragua. Los caballos, en Lorca, a menudo se asocian con el deseo sexual arrollador y con la violencia de cierta masculinidad. Volvemos a presentirlos y a temerlos, por ejemplo, en la Nana del caballo que no quiso el agua o Nana del caballo grande intercalada en la ya mencionada Bodas de sangre (acto I, cuadro II). Camarón de la Isla la versionó magistralmente en su mítico La leyenda del tiempo, del año 1979. Contó entonces con el talento del músico flamenco Jesús Bola para los arreglos. Casi cuarenta años después, el mismo Bola ha sido el arreglista de la seguiriya Reniego (cap. 5: Lamento) de El mal querer.

El original de Lorca y la reinterpretación de Camarón duelen hasta tal punto que “el caballo se pone a llorar”. En Rosalía, sobrecoge el grito de auxilio de una mujer que “ríe por fuera” y llora “por dentro”. Ambas versiones, como si de dos caras de la misma moneda de plata se tratara, lanzan al aire un mismo gemido estremecedor, capaz de romper el corazón en infinitos espejos —los vemos reducidos a añicos, por cierto, en el videoclip del tema de la artista—.

Pero ¿y los caballos? ¿Dónde y cómo trotan, galopan y relinchan los caballos lorquianos en Rosalía, si es que lo hacen? Lo hacen. Son eléctricos. Supersónicos. Motores. Tuneados. Coches, motos y camiones: para ganar carreras, algunas veces; para fingir que se deja ganar y conceder la ilusión de una relativa ventaja, otras. En cualquier caso, sabemos por el tema Con altura que siempre arrancan con “Camarón en la guantera” y que embisten, como la Kawasaki de A palé, “por seguiriyas”.

O como el miura de dos ruedas que derrapa en Malamente. Al hilo del videoclip de este tema plagado de metáforas visuales —los capotes urbanos o el nazareno en monopatín, por citar tan sólo dos—, cabe, por supuesto, seguir teniendo presente a Lorca. Su fascinación por la liturgia del toreo, por la religiosidad y por la cultura popular bien lo permite. No obstante, resulta casi imposible evocar la simbología taurina sin reivindicar la huella del alicantino Miguel Hernández, miembro de la Generación del 27, “poeta del pueblo” en cuya obra el toro sintetiza lo bello y lo terrible tanto del ser humano como del devenir español: amores, deseo, belleza, nobleza, furia, valor, dolor, destino, infortunio, muerte.

Observamos todos esos rostros de la vida, que a su vez nos observan fijamente, en Rosalía. Detengámonos a continuación en el último de ellos.

2. Rosalía elegíaca y matrioska

La muerte parece, sin lugar a dudas, el tema principal de Los Ángeles (2017), que podría por lo tanto clasificarse de trabajo eminentemente elegíaco. La austeridad de su estética en blanco y negro, su asociación con el Guernica de Picasso en una de sus puestas en escena más memorables y la sobriedad sonora —la voz de la artista acompañada en exclusiva por la guitarra española de Raül Refree— parecen subrayar esta dimensión elegíaca.

El título mismo nos remite a las ideas de fe y de tránsito divinos. La ópera prima de Rosalía se abre, de hecho, con el sonido angelical de una voz infantil recitando titubeante a la Niña de los Peines: “Toma este puñal dorado / Y ponte tú en las cuatro esquinas...”. No es en absoluto casual la elección de ese niño o de esa niña para el primer corte del disco. Con su presencia nueva, recién estrenada, nos situamos en el edén perdido, antes de todos los pecados y de la invención misma del llanto. Al inicio de la Odisea. En el nacimiento del río. Muy lejos aún de “ese mar que es el morir”, en palabras del poeta medieval Jorge Manrique en las celebérrimas Coplas a la muerte de su padre (1483).

Para arribar a la absolución del limbo que nos aguarda a todos por igual en la desembocadura al océano —en este disco, se corresponde con las pistas undécima y duodécima: Redentor y I See a Darkness, respectivamente—, hemos de explorar cada recodo del camino. Teniendo en cuenta el potente caudal de simbolismo religioso que contiene el número doce, no parece arbitrario que dicha senda discurra precisamente por una docena de temas. Doce eran los apóstoles de Jesús, doce los Frutos del Espíritu Santo y doce las puertas de la Jerusalén celeste, custodiadas por doce ángeles que esperaban a las doce tribus nacidas de los doce hijos de Israel, abocadas a vagar por los desiertos.

A lo ancho de una docena de temas, pues, confirmamos que en el viaje se suceden la aspereza implacable de la llanura y los oasis. Afectos y soledades, encuentros y pérdidas, guerras y treguas, árboles y aves que, a pesar del llanto, se obstinan en seguir cantando ocultas en “la verde oliva”. Verde esperanza, andaluz y lorquiano, una vez más.

El mensaje de ese color, sumado a la mención del olivo —árbol longevo donde los haya—, permite regresar al influjo hernandiano y descubrir que Los Ángeles, contrariamente a lo que pueda parecer en un primer momento, en realidad no versa en exclusiva sobre la muerte. Porque la muerte nunca existe por sí sola, sino hondamente imbricada en la vida. De modo que lo que vertebra el álbum son los tres grandes temas de toda creación o las tres heridas existenciales que cantara el poeta de Orihuela:

Con tres heridas yo:

la de la vida,

la de la muerte,

la del amor.

Hablando en plata —nunca mejor dicho—, Los Ángeles trata tanto de la vida como de su pérdida, y del amor: de aprender a vivir y de lograr amar incluso en la muerte o en su inevitable cercanía.

Y Rosalía los aborda proponiendo su personal actualización de una serie de cantes flamencos antiguos —alegrías, fandangos, tangos, saetas...— o, dicho de otra manera, de un conjunto de poemas cantados de honda raigambre popular.

Resulta, pues, lógico que la métrica de las reinterpretaciones de Los Ángeles recoja con soltura el testigo folklórico de las formas populares comunes del cancionero clásico flamenco y español. Encontramos, por ejemplo, sextetas o cuartetas. El tema Por mi puerta no lo pasen ofrece un emocionante ejemplo de este último tipo de estrofa, compuesta por cuatro versos octosílabos con rima consonante de esquema ABAB:

Ya yo he dicho que a tu entierro

No lo pasen por mi puerta

Porque mirarte no quiero

A la carita ni viva ni muerta.

Más acá de los aspectos formales —merecerían un análisis exhaustivo por sí solos, que dejaremos para otra ocasión—, lo capital parece comprender que Los Ángeles vibra poéticamente en un plano retórico y simbólico. También El mal querer. Resulta posible e interesante rastrear una poeticidad común a ambos trabajos, que constituyen de este modo los cimientos de un sólido universo poético con nombre propio, engarzado de tradición e innovación.

Aletean querubines, por ejemplo, en ambos discos. En el debut de Rosalía, se trata de una presencia marcadamente polifónica. Se acierta a escuchar un coro de voces seráficas doliéndose a las puertas de la muerte, propia o tan cercana que afecta como tal. Destacan el joven dueto de los huérfanos de madre en Nos quedamos solitos, el “hermanico” querido que asciende al cielo en Día 14 de abril o la joven hija de Juan Simón en la pista 10.

En el capítulo 9 de El mal querer resuenan de algún modo ecos de ese coro celestial, convertido en estremecedora Nana al hijo perdido y entonada por una madre rota por el luto cuyas lágrimas lava la lluvia: “Detrás de cada gota, te mira un ángel”. La fatalidad de la muerte sobrevenida en la flor de la vida o el peso de la vida aún por vivir, aspirando a cierta ligereza y a la lumbre a pesar del trauma de la muerte tempranamente descubierta, se nos muestran desnudos en ambos trabajos.

Algo similar ocurre con la reflexión amorosa, pluralmente entendida. Hay en Rosalía amores románticos, destructores como ciclones; amores filiales, amores espirituales y, por fin, amor propio.

Para llegar a este último y experimentar el renacimiento, el empoderamiento, la libertad y la metamorfosis íntima, en definitiva, que el amor propio procura, se aborda la necesidad de padecer primero el calvario y los múltiples barrotes del amor tóxico. En la apertura de Preso (cap. 6: Clausura), la voz de la actriz Rossy de Palma lo resume como sigue:

Bueno, yo por amor, uf, bueno, hasta bajé al infierno

Eso sí, como subí con dos ángeles

(Duele, duele, duele, duele)

Pues, no me arrepiento de haber bajado

Pero bajar, bajé, ¡eh!

Bajar, bajé

(Duele, duele, duele, duele).

Las imágenes del infierno y de la prisión se relacionan con tópicos literarios cuyos orígenes se remontan a la Francia medieval y a los preceptos del amor cortés, que volveremos a evocar en el epígrafe 3. En la tradición poética clásica, las composiciones que juegan con la alegoría del amor como prisión se denominan “carceleras”. En efecto, ese bagaje queda patente en composiciones como Di mi nombre (cap. 8: Éxtasis), donde se contorsiona la amante literalmente encerrada y esposada; o como A ningún hombre (cap. 11: Poder), que nos sitúa en el momento exacto de la asunción con estos versos:

Hasta que fuiste carcelero

Yo era tuya, compañero

Hasta que fuiste carcelero

La estación central del vía crucis, del purgatorio o de la peregrinación desde la cárcel de amor a la liberación serían los celos, explorados con lucidez por la artista catalana en ambas propuestas. Los ojos-puñales que hienden el pecho del amante celoso en Pienso en tu mirá (cap. 3: Celos) acechaban ya en Los Ángeles, en el tema Día 14 de abril:

Cuando me miras, me matas

Y si no me miras más

Cuando me miras, me matas

Son puñales que me clavas

Y los vuelves a sacar

Y los vuelves a sacar.

Ocurre que, en El mal querer, esta metáfora —popular, flamenca y lorquiana donde las haya— se moderniza visualmente de forma radical, como ya lo hicieran toros y caballos. Los ojos-puñales se trocan, por arte de celos, en modernas armas de fuego, porras y armas blancas de todo tipo esgrimidas en un paisaje industrial hecho de hormigón, remolques, palés y containers.

Quizás haya que buscar una de las claves del éxito rotundo de la retórica de Rosalía justo en esa antagonía, en esa oposición, en esa mudanza de elementos variados de la tradición añeja al horizonte contemporáneo, urbano, obrero y poligonero. A muchas ese decorado nos recuerda dónde permanecen enterradas nuestras raíces.

En mi barrio, cuando empecé a adentrarme en los milagros de la poesía, aún donde no llegaba el metro y los libros de texto, nos enseñaban a buscarla quietecita en una torre de marfil. Pero el vuelo, en cuanto las niñas nos dábamos media vuelta o fingíamos cerrar los ojos para hacernos las dormidas, iba además —sobre todo— por lejanos derroteros. La poesía sobrevolaba nuestras ciudades dormitorio, los descampados, los hangares, las grúas, las fábricas y los pasos elevados, tambaleándose sobre las carreteras de circunvalación.

Encuentro que hablar exclusivamente de música al hablar de Rosalía sería como considerar solo la parte esperada de aquel vuelo. Negar lo salvaje y que la mariposa poética, se pongan como se pongan los académicos, se las arregla para lograrse a sí misma donde y como nadie la aguarda.

La poesía —la buena poesía— sorprende. Brinca. Se disfraza. Aletea con igual brillo donde le da la real gana: en la flor o en el barr(i)o. En un endecasílabo o en un videoclip. En el Palace o en el chino. Decirle dónde debe hacer un alto equivaldría a disecarla.

Reducirla a estrecheces canónicas implicaría afirmar que solo entre las altas murallas inmaculadas de los grandes mu seos cabe el arte o que la música resuena exclusivamente en los refinados escenarios de las óperas. Artificialidad. Taxidermia. Haría falta caminar bajo este sol con el corazón hermético para pensar así. ¡Qué difícil, latiendo sangre, respirar de ese modo!

Defiendo que la obra de Rosalía Vila Tobella, también en ese sentido, rebosa poesía. Me acuerdo, tecleando esta última frase, de una polémica antología de poetas aragonesas que se publicó ya hace algunos años en Zaragoza. La cantante Eva Amaral estaba incluida en la nómina de autoras. Personalmente, me pareció un gran acierto. ¿Qué pasará cuando a alguien se le ocurra la osadía de incluir a Rosalía en una antología de poesía reciente española? ¿Les quedarán a los puristas vestiduras que rasgarse? El argumento que con mayor vehemencia esgrimen en sus juicios es tan manido como soporífero: la pureza. ¿A quién ángeles le importa la pureza? ¡Muera la pureza y sigan los puristas pasando fríos! Existen pocos poemas más hermosos que un uniforme hecho trizas.

Esa pulsión de desgarro recorre la totalidad del trabajo de Rosalía. Tiene que ver con el movimiento de la mirada que se desborda a sí misma: vertical, ancha, porosa y elástica. Ojos que todo lo cuestionan, devoran y redefinen. No entienden de prejuicios. O tal vez sí, pero escogen en su lugar la alegre desmesura. La sorpresa en construcción. La poeticidad del contraste. La hermosura de la adulteración. Los extremos. La hibridación abierta. El sincretismo. El reciclaje. La permeabilidad. El mestizaje. La mixtura. La impureza. Lo plural. Lo cosmopolita. Lo charnego. Lo criollo. El viaje, en fin, por lo abisal de las cuatro esquinas del mapa: por esos cuatro angelitos de la guarda que nos velaban la cama cuando, recién inventadas, aprendíamos a aprender a cantar y, lo que es más importante, a jugar a reinventarnos. Así, en mayúsculas.

En los espejos que Rosalía juega a ponernos ante los ojos cerrados se dan la mano infinitas mujeres. Hijas, madres y abuelas, como ya sabemos. También brujas negras de los juicios de Salem. Inmaculadas azulinas de Murillo. Barrocas Marías Magdalenas esculpidas por Pedro de Mena. Dolorosas sevillanas. Majas goyescas. Gitanas de Julio Romero de Torres. Nazarenas con tacones. Diosas que Miguel Ángel se olvidó de pintar, al otro lado de la mano extendida de Adán, en los frescos de la Capilla Sixtina. Adolescentes anudándose el hiyab a la puerta del instituto. Fridas con la doble columna rota en mil pedacitos de noche llena.

La artista ensambla una poética que desbarata toda lógica jerárquica y logra aunar, en un eficaz caos creativo, un enjambre de apariciones y ecos de muy diversas latitudes. El resultado es una fiesta de los sentidos, como ocurre con todo buen poema. Esa celebración nos habla también de la esencialidad de la poesía. Incluso cuando golpea o desgarra, la lírica se alza en brindis. Levantar la copa cuando más duele es comenzar a curarse. Por eso, al pensar en grandes poemas o en las mejores canciones de Rosalía, algunas vemos esa trenza laaarga por donde se escapan las princesas cautivas de los cuentos.

Y pensamos en conjuros donde retumban palabras como palimpsesto o crisol. En vestidos que se ensanchan para que todas quepamos dentro. En ese prodigio poético que son las muñequitas rusas. Eso es: como en una matrioska. Exactamente así se imbrican en el poema de Rosalía los compases todos, desde el pop a lo sacro, pasando por los ritmos sintetizados, latinos, raperos, traperos, callejeros; la literatura, las artes plásticas, la performance, la fotografía, la interpretación, la escenografía, la danza, la moda, el folklore...

¿Qué hay más poético? No sobra recordar, llegadas a este punto, la etimología del término poesía, pues insinúa sendas posibles donde ensanchar aún más la respuesta al interrogante: no es ningún secreto que ποίησις proviene del verbo griego ποιεῖν, cuyo significado apela a crear. Construir. Y, sobre todo, hacer.

3. Rosalía mística y cortés

Es cosa sabida que el amor se hace. Para los poetas místicos, el amor se hace retirándose al silencio, desapegándose de los placeres mundanos, manteniendo viva la llama de la fe hasta confrontar la “noche oscura del alma”, estremecedora y perfecta, donde el hombre se une al fin con Dios. Rosalía homenajea esta tradición revisitando en Aunque es de noche uno de los poemas cumbres del místico castellano San Juan de la Cruz, ya versionado por el flamenco Enrique Morente en los años ochenta. ¿A nadie más le parece un milagro que millones de personas de todo el mundo entonen con fervor, seis siglos después, la plegaria iluminada del santo de Ávila?

Que bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche.

Aquella eterna fonte está escondida, que bien sé yo do tiene su manida, aunque es de noche...

Aproximadamente dos siglos antes de que San Juan de la Cruz rezara estos versos en una cárcel toledana, allá por el año 1578, manos anónimas escribieron en lengua occitana esa novela anónima, en verso, en cuya heroína —la desdichada Flamenca— sabemos que se inspira El mal querer.

El peregrinar amoroso de Flamenca no se comprende sin el contexto de los tratados poéticos medievales sobre el «fin’ amors», los amores “de lejos” o “de oídas” y, en fin, los preceptos del amor cortés o buen amor. Es preciso pensar, para entender a Flamenca, en juglares y en trovadores, en un mundo donde la poesía irrigaba todas las artes. De modo especial, se impone recordar al primer trovador conocido en lengua occitana, Guillermo IX de Aquitania, para quien el buen querer pasaba por crear, construir, hacer canciones-poemas “non er de mi ni d’autra gen”, es decir, “ni de uno mismo ni de los demás”. Versos entonados “durmiendo a lomos de un caballo”, que trataran “sobre el infierno de nuestro amor y sobre el paraíso de nuestro amor”, “dulces y dañinos” por igual. Así lo abrevia Loquillo en un curioso tema repleto de guiños a la composición más célebre del duque de Aquitania —con letra del poeta Luis Alberto de Cuenca—. Y, por supuesto, hay que evocar a la reina Leonor de Aquitania, nieta de Guillermo IX: mujer, poeta, guerrera, mecenas, amante, poderosa, herida, juzgada, libre...

4. Rosalía criolla y caníbal

No diré nada nuevo, pero igualmente me autorizo a pronunciarlo: Rosalía, al metabolizar desde la frescura todas estas —y otras— influencias heterogéneas, democratiza poesía, flamenco y creación en general. Arranca el cercado de los cotos vedados de la tradición. Sostiene que la ortodoxia, lo castizo, lo selecto y lo inmaculado valen poco. Seamos cristalinas: nada. Lo que se impone como importante, en cambio, es desguazar las puertas del templo para quienes no nacimos dentro. Invitarnos a entrar con los zapatos que traigamos de casa, o incluso con los pies descalzos. Pero entrar. Pasearnos por los altares con los ojos muy abiertos, sin mapa, las manos extendidas; y, sobre todo, sin temor a quebrar las estatuas al rozarlas.

De este modo, siguiendo libre de culpa las miguitas eléctricas de pan, se puede ir llegando, como acabamos de ver, a Lorca, Hernández, Juan Ramón, San Juan de la Cruz, Guillermo IX, Leonor de Aquitania, Camarón de la Isla, Manuel Vallejo, Tomás Pavón, Pepe Marchena, Rafael Farina, La Repompa de Málaga, Gabriel Macandé, Enrique Morente... Poco importa que se llegue tarde, mientras se llegue bien, con ánimo de quedarnos a comprender.

Desde los acelerones o frenazos que se escuchan en muchos de sus temas es imposible no deslizarse a los milagros del cajón, el zapateo que exorciza toda pena y el lirismo del palmeo. Descubrir que no hay emoción comparable a la sentida cuando la bailaora se golpea el pecho o el muslo, zapatea, da palmas; que el sonido y el oscilar del cuerpo —la más primitiva y sublime de las percusiones— conmueven como el soneto más perfecto. Encontrar intacto bajo los samples ese quejío antiguo del verso que pugna por encontrar un idioma para lograrse. Cuerpos para tiritar.

En el temblor se advierte, por cierto, tanta fragilidad como punta de lanza. La explicación poética, por ejemplo, a esas uñas kilométricas decoradas con manicuras vertiginosas, en apariencia siempre a punto de quebrarse. Menos mal que las apariencias engañan. En lugar de romperse, centellean con el brillo de mil cotas de malla. La joya, ante el miedo, se torna arma capaz de rasgar y clavarse como las garras o los colmillos de un animal amenazado.

El imaginario de Rosalía, una vez desbordada la angostura del concepto mismo de poema, se sostiene sobre esa verticalidad siempre perseguida, pero de inagotable resiliencia. Erguirse a pesar de todo y de todos. Como el bambú que tiende hacia el cielo y tal vez se inclina, mas se niega a romperse bajo el vendaval. Sabe aprovechar la violencia del medio, llegado el caso, para volverse daga.

Es justo aclarar que el hallazgo de esta potente imagen de la mujer-bambú inquebrantable, guerrera, en constante pugna contra la horizontalidad de la derrota y del victimismo, se la debo a un poeta antillano de expresión francófona: el guadalupeño Daniel Maximin.

La heroína Rosalía encaja en ese arquetipo de la “mujer bambú”, enraizada en la fragilidad pero capaz de crecer hasta ganarse el nombre de potomitan. Con esta palabra fascinante se refieren en criollo de Haití al pilar central e inquebrantable que sostiene los templos vudúes, lugares por excelencia del culto a lo híbrido.

La matriz de la criollidad amplia y ricamente entendida esconde otra llave maestra para esclarecer la maraña que envuelve el fenómeno Rosalía. Para recordar que nunca escribimos, pintamos, dibujamos, danzamos, componemos, fotografiamos, cantamos, representamos o esculpimos —o todo a la vez— desnudos de genealogía, sino siempre saltando entre islas. O, mejor dicho, con las islas a cuestas.

Toda creación, pues, conlleva cierta apropiación. Alquimia. Asimilación. Masticación. Nutrición. Que la digestión sea buena o mala, al igual que ocurre en la mesa, depende de multitud de factores: el hambre, el plato, la(s) mano(s) que cocina(n)...

En Rosalía, fascinan sobremanera el apetito voraz, pantagruélico; la capacidad de nutrirse al tiempo en los mercados populares y en las cocinas de palacio; la pericia para sazonar en la medida exacta de picante lo agridulce, de salado lo amargo y viceversa; la intuición para propinar los bocados adecuados en el momento preciso, metabolizándolos siempre en nueva avidez poética.

¿En el momento preciso? Quizás sería más apropiado escribir “en el lugar preciso”. Continúo pensando —deformación filológica— en las literaturas caribeñas criollas. Más concretamente, en el Manifiesto antropófago, un ensayo poético firmado por el poeta brasileño Oswald de Andrade (1890-1954) en los años veinte del siglo pasado y que sirvió de inspiración a la novelista caribeña Maryse Condé para escribir un libro apasionante sobre la forja en libertad de una mujer artista: Histoire de la femme cannibale (2003).

El Manifiesto propone un antídoto brillante contra la mediocridad creadora, un método infalible para desbordar la rigidez opresora de los moldes impuestos. Sugiere al artista emular metafóricamente a los indios tupíes, adaptando al proceso creativo una peculiar costumbre: el canibalismo selectivo. Los tupíes, al parecer, creían que cocinar el corazón de sus opresores los volvía mejores: más aguerridos, nobles, inteligentes, bellos, ¡gigantes! Ante la imposibilidad artística de partir de la tabula rasa, la solución creadora para el oprimido pasaría, según de Andrade, por explorar incluso los polos más opuestos con apetito de saborear cada mendrugo de fuerza y de hermosura posibles.

En Rosalía, en fin, nos vive una poeta tupí a quien felizmente sólo le interesa explorar eso que no es del todo suyo. Ni de nadie.

Tupi or not tupi, that is the question.

sábado, 6 de febrero de 2021

"Larra, el periodismo que coqueteó con la muerte" por Carlos Mayoral





Aún se queja su alma vagamente,
el oscuro vacío de su vida.

(«A Larra, con unas violetas», de Luis Cernuda)

Febrero del año 1837. El rumor de pasos se apaga al pisar el último escalón. El leve sonido lo provocan Dolores Armijo y su cuñada, que ya se marchan tras haber cumplido con el último cometido. Arriba, en la soledad del desamor y del invierno, Mariano José de Larra, además de percibir cómo el rumor de pasos se ha perdido entre el fragor de la calle Santa Clara, sostiene las cartas que ha venido a entregarle Dolores, el último estertor de un amor sacrílego, intenso, romántico y mortal. Su amante tardará exactamente siete minutos en volver a los brazos de su marido, que a esa hora habrá de tomar café tranquilamente en alguno de los locales cercanos al Teatro Real. No lo piensa demasiado. Pocos segundos más tarde, coge su pistola de bolsillo, la cachorrillo, que descansa en el interior del cajón. El tacto de su empuñadura de madera tallada, rematada al extremo con una palmeta de tipo neoclásico, es áspero y triste. Aunque solo es superado en crudeza por el tacto helado del cañón rayado sobre la sien. En última instancia, para qué más detalles: la detonación, el proyectil y la muerte. Su desgracia se completa con un último error de cálculo: el cadáver lo descubre Adela, su hija de seis años.

Ahora bien, ¿qué se quedaba atrás con este disparo? ¿Un dandi de la cultura? ¿Un afrancesado enamorado de las letras? ¿Un veinteañero capaz de revolucionar la literatura? ¿La pluma que más cobraba por párrafo de toda la prensa madrileña? Era todo eso, aunque más como consecuencia que como esencia. En este último plano, la frase que primariamente define a Larra es mucho más simple y a la vez más compleja: con aquel disparo que rompió la quietud de la calle Santa Clara se marchaba el primer hombre que supo observar la actualidad con ojos de la más alta literatura.

¿Por qué periodismo?

El pequeño Mariano José había aprendido que el drama había llegado para quedarse, y entre los numerosos desastres que asolaron su niñez y su adolescencia están los años de destierro en Francia, que más tarde imprimirían en él un carácter especialmente ilustrado, y el vagabundeo por las distintas ciudades españolas mientras su padre intentaba alejarse del estigma afrancesado. Sin saberse de lugar alguno, el Larra casi impúber deambula por la vida perdido. Flirtea con determinados círculos absolutistas, quizás por retirar al fin el estigma de su padre. A manos de esta figura, por cierto, termina de conocer el engaño: una mañana ya de juventud descubre que la mujer que ama es, en realidad, la amante de su propio padre. Su relación con la realidad empieza a oscurecerse, lo que le lleva irremediablemente a la literatura como única puerta de salida.

No accede a ninguno de los ámbitos académicos que persigue: quiso ser médico y abogado, con sendos fracasos. Se casa joven con una mujer a la que no ama. Tiene varios hijos, alguno de ellos no reconocido, y paga con ellos los rigores del mal ejemplo que había recibido de su familia. No los aprecia, como sus padres le habían despreciado a él. Parecía apagarse la figura de aquel niño prodigio que con apenas una decena de años traducía del griego la homérica Ilíada. Sin embargo, ese Larra que ya no era de ninguna parte descubrió que su lugar en el mundo estuvo siempre a mano: era la realidad misma. Y de esa visión surgió el mejor periodismo nunca antes ni después escrito.

El cronista de la costumbre

Cuando alguien se refiere a Larra como un simple costumbrista, los cimientos de la literatura romántica tiemblan. La labor de Mariano José empezaba en la costumbre, eso es cierto, sea esta una boda tempranamente planificada, error cometido muy a menudo en la España de la época, entre otros por él, o un retraso burocrático motivado por la mala organización funcionarial del Estado. Pero es a partir de esta realidad costumbrista y gris, realidad que tanto le había escocido párrafos atrás, cuando de veras aparece la magia del escritor madrileño: a la elegancia lingüística le añade una mordacidad y un ingenio maravillosos. Es la magia de lo que hoy todo periodista llama «el enfoque».

Era aquella una España tortuosa, recién salida de una cruenta guerra que enfrentó a hombres de a pie contra gigantes napoleónicos; una España que había visto como su rey, otrora deseado, ahora felón, implantaba un absolutismo feroz que atacaba directamente a la base intelectual de liberales como Larra. Fíjese el lector en el impacto que la aparición de este joven causó en la España de la época. La prensa era, claro, una de las principales víctimas del carácter censor del régimen fernandino. Sin embargo, un joven de apenas veinte años se salta cualquier censura a través de recursos como la ironía o la metáfora, y es capaz de contar las miserias de aquella sociedad con un colmillo imprevisible y genial. Al talento natural le añade un conocimiento minucioso de la literatura europea y algunos coletazos de luz dieciochesca en casi cada párrafo… Un cóctel que terminó convirtiéndole en lo que ya es: el primer escritor que consiguió que la literatura y la crónica se diesen la mano. El resultado, como ya digo, era el esperado: una sociedad rendida a su columna, la columna del periodista mejor pagado del momento.

La caída

Lo que Larra también sabía es que abrazar la miseria social para elevarla en la columna del domingo podía acarrear que dicha miseria se hiciese perpetua entre sístole y diástole. Mariano José había agitado el panorama español a través de su contacto constante con esa España oscura que era necesario denunciar. En artículos como «Un reo de muerte» o «Los barateros» consigue mostrar ese país a medio camino entre la ruina y la esperanza, dicotomía romántica donde las haya. En «Vuelva usted mañana» o en «El casarse pronto y mal», ya deslizados sutilmente por el texto, en «El castellano viejo», en «Las circunstancias», en «Horas de invierno»…, textos que van aposentando, con el paso de los años, la carcoma de la injusticia social en el frágil corazón de un Larra que, a esas alturas de su fama, ya le debe tanto a la realidad que casi no puede luchar contra sus males. La muerte, omnipresente en el romántico arranque del XIX, empieza a coquetear con él y con su periodismo.

Por otro lado, Dolores Armijo, mujer casada de quien se había enamorado fervientemente el pequeño Larra, ha decidido que su amor era otro de los idealismos del escritor. Algunos meses antes de su muerte, hastiado ya, decide largarse de España por Lisboa no sin antes pretender encontrarse con Dolores en Badajoz. Este encuentro, como todos, finaliza sin éxito, y en una carta dirigida a su amigo Ventura de la Vega, Mariano José empieza a diluirse:

Me voy lleno de disgustos (…) bebo para distraerme y aunque tengo abiertas las mejores sociedades, hago en ellas el papel de una estatua. Si toda la vida ha de ser como la que llevo vivida, te juro que j’en ai assez [ya tengo bastante]

Su amigo el liberal Mendizábal sube al poder y, tras varios meses de periplo europeo, Larra vuelve a España y es recibido como un héroe. Ficha por El Español con un sueldo astronómico, y con renovada fuerza vuelve a poner su pluma al servicio de la, esta vez ilusionante, realidad. Pero ahora ha decidido que habría que pasar de las musas al teatro, y además de ofrecerle su prosa a la injusticia social ofreció también su tiempo, pues es nombrado diputado por Ávila. En estas últimas horas la preocupación por España ya se mezcla indivisiblemente con su trágico amor por Dolores, pues esta última residía en Ávila, y los historiadores no son capaces de discernir si fue la patria o fue la Armijo la encargada de sentar al madrileño en el escaño.

Muy pronto todo terminó de hundirse. Mendizábal fracasó, Larra no llegó a tomar posesión de su cargo, y Dolores ni siquiera quiso verlo durante aquellos meses. El buen cronista tiene la ventaja de que, ante la tragedia, puede dar rienda suelta a la melancolía justificadamente. Estas últimas semanas escribe los mejores textos de su vida, sobre todo los dos más emblemáticos: «Día de difuntos de 1836» («Aquí yace media España; murió de la otra media») y «Nochebuena del 1836» («Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor […] ¿Llegará ese “mañana” fatídico?»). El mañana fatídico. El mañana que no llegaría: el coqueteo con la muerte había pasado de las palabras a los hechos.

La muerte

Febrero del año 37. Con el suicidio del articulista más brillante se apaga una época. La época del romanticismo más trágico, que se hizo prosa periodística a manos de la sublime tinta que para siempre nos legó Mariano José de Larra. Pero a la vez empezaba una nueva era. A su entierro acudieron centenares de personas, entre ellas Zorrilla, que leyó su célebre y ripioso poema «A la memoria desgraciada del joven literato». Aquel público ya era consciente de ese cambio de paradigma. A partir de ese momento, la realidad ya no estaba ahí para ser contada, sino que ahora debía elevarse sobre el papel de periódico. Y todo gracias a las pupilas de aquel joven de veintisiete años al que trágicamente se le había tragado la tierra.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

"Gustavo Adolfo Bécquer: la aristocracia del espíritu" por Rafael Narbona



Siempre he imaginado la poesía de Bécquer como la nota de un arpa circulando por las ruinas de una vieja abadía. El arpa simboliza el anhelo de descifrar la realidad mediante la belleza y la analogía, lejos de la retórica del clasicismo y la grandilocuencia romántica. En su concepción del verso, Bécquer está más cerca del simbolismo que del romanticismo, pero su visión de la historia y la moral se corresponde con la de un tradicionalista, lleno de nostalgia por el pasado y enemistado con las ideas ilustradas y los valores de la Revolución francesa. Influido por El genio del cristianismo de François-René de Chateaubriand, Bécquer concibió su obra como una exaltación de la fe y de los sentimientos frente al escepticismo religioso y la fría racionalidad de los philosophes. Si el arpa aboga por la analogía como la única llave posible para comprender los misterios del universo, las ruinas de la abadía recuerdan que la belleza es impotente sin el concurso de la fe. ¿Fue Bécquer un reaccionario? Desde la perspectiva del ideal de progreso de los ilustrados, solo cabe responder afirmativamente, pues nunca ocultó su apego por el Antiguo Régimen y su fervorosa identificación con el catolicismo. De hecho, lanzó anatemas contra el progreso científico y la filosofía moderna, repudiando el libre examen y la autonomía moral. En cambio, si nos limitamos a la perspectiva estética, Bécquer es un innovador, pues su ruptura con el neoclasicismo no se estancó en la exaltación del Romanticismo, sino que prefiguró el simbolismo, afirmando que la creación lírica no debe gestarse en mitad de grandes emociones, sino desde la serenidad del recuerdo, que permite vislumbrar el sistema de correspondencias que regula el Cosmos. Bécquer es plenamente moderno, pues su interpretación de lo real no es ingenua. El poeta no se limita a generar belleza. Su misión es hallar las claves que esconden las apariencias, buscando el sentido último de las cosas. Bécquer piensa que todo es Espíritu y suscribe la famosa frase de Novalis: “Estamos más estrechamente ligados a lo invisible que a lo visible”. La poesía no es un simple género literario, sino “la representación del alma”, por utilizar una expresión del autor de los Himnos a la noche. No es posible comprender las Rimas y las Leyendas de Bécquer sin reparar en que su obra es una síntesis de neoplatonismo, cristianismo y romanticismo, una combinación que anticipa las claves estéticas del simbolismo y la concepción de la poesía como autobiografía espiritual. 

Un poeta innovador

Carlos Bousoño afirma que desde Bécquer se escribe de otro modo. Su técnica literaria se basa en el paralelismo formal y el paralelismo conceptual. No emplea esos recursos de forma evidente, sino con la habilidad de un escenógrafo que oculta con habilidad la tramoya. Bécquer ha pasado a la posteridad como un clásico, pero lo cierto es que para sus contemporáneos solo fue un periodista que publicó un puñado de poemas. Salvo sus amigos, nadie le consideró un genio lírico, ni calibró el potencial renovador que contenía su poética, cuidadosamente elaborada desde la reflexión y el análisis. En el prólogo que escribió para La Soledad, un libro de poemas, su amigo Augusto Ferrán, Bécquer explicó su concepción de la poesía: “Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y del arte, que se engaña con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura. Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificios, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía… La una es fruto divino de la unión del arte y la fantasía. La otra es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento y de la pasión”. Evidentemente, Bécquer cultiva esa poesía “natural, breve, seca”, “desnuda de artificios” y con “una forma libre” que prescinde de la pompa sonora y la majestuosidad. Eso explica que Rubén Darío, los Machado, Juan Ramón Jiménez y la generación del 27 (especialmente, Luis Cernuda) reivindicaran una poesía que ha sido acusada injustamente de cursi y banal. Bécquer no es solo el poeta de las golondrinas, las campanillas azules y los conventos sombríos. También es el poeta que medita sobre la relación entre la imagen y el concepto, la intuición y la razón, la emoción y la creación. Escribe Juan Ramón Jiménez: “Las Rimas de Bécquer, como las de otros poetas muy personales y subjetivos, no son cursis en sí mismas. Las hacen cursis sus imitadores, sus falsos comprendedores”. Bécquer ayudó a Juan Ramón Jiménez a reinventarse, abandonando la sensualidad modernista. Gracias a su poesía limpia y desnuda, recobró “la seguridad instintiva de llegar algún día a mí mismo, y a lo nuevo que yo entreveía y necesitaba, por mi propio ser interior”. Para Bécquer, la palabra poética no es algo que se adquiere espontáneamente, sino el fruto del recuerdo tamizado por la reflexión. Su meta es prescindir del artificio para llegar a lo esencial. O, lo que es lo mismo, permitir al yo hablar, libre de lastres y distorsiones. Eso no significa que la poesía sea fruto de una teoría. La expresión lírica siempre es la estación final de un largo camino. Bécquer es un poeta místico y, como tal, sabe que las iluminaciones no aparecen hasta que se han cumplido todas las etapas de la ascesis. La mística no es un atajo, sino la culminación de un proceso.

Jorge Guillén afirma que la imaginación creadora de Bécquer no cesa de especular sobre lo fugaz y soñado, intentando averiguar cuáles son los límites del conocimiento. Su poesía no es emotiva, sino metafísica. Nace de una interpretación de la realidad heredada del neoplatonismo. Lo real solo es la máscara de lo espiritual, pero no lo apreciamos, pues no sabemos mirar, especialmente desde que la razón se erigió en criterio supremo de intelección. Lo cierto es –como apunta Novalis- que “el mundo espiritual está ya abierto para nosotros, ya es visible. Si cobrásemos de repente la elasticidad necesaria veríamos que estamos en medio de ese mundo”. La poesía de Bécquer gira alrededor de los sueños y lo evanescente. Su tradicionalismo es una forma de distanciarse de la realidad inmediata, siempre imperfecta, para refugiarse en el mito de una Edad Media cristiana, refinada y luminosa. Bécquer observa con horror las convulsiones revolucionarias de la época que le tocó vivir, donde una burguesía ascendente intentaba desplazar a Dios por un nuevo ídolo: el progreso. Frente a ese fenómeno, el poeta sevillano aboga por el regreso a la tradición y el ideal. Al igual que Novalis, identifica a Europa con la Cristiandad y, como los trovadores de la Baja Edad Media, exalta a la mujer. Dios es luz y lo femenino belleza. Bécquer nunca se desviará de ese credo poético y filosófico. 

Una vida desdichada

¿Cómo era Gustavo Adolfo Bécquer? Según el novelista y dramaturgo Julio Nombela, uno de sus mejores amigos, tenía un carácter melancólico y estoico: “Siempre fue serio. No rechazaba la broma, pero la esquivaba. Nunca le vi reír; sonreír, siempre, hasta cuando sufría. Tampoco le vi llorar; lloraba hacia dentro. Era paciente, sufrido, resignado, amante, bondadoso. Sabía compadecer, perdonar, admirar lo bueno y ocultar asimismo lo mísero y malo”. Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida nació en Sevilla el 17 de febrero de 1836. Su padre fue el pintor José Domínguez Insausti, que utilizaba un viejo apellido familiar para firmar sus cuadros como José Domínguez Bécquer. Gustavo Adolfo y su hermano Valeriano, que se dedicará a la pintura, también se apropiaron del apellido de origen flamenco. Los Becker o Bécquer eran una noble familia de comerciantes que se instaló en Sevilla en el siglo XVI y que prosperó hasta el extremo de poseer capilla y sepultura en la catedral. José Domínguez Bécquer se especializó en pintar escenas costumbristas de la vida andaluza. Su carrera fue corta, pues murió cuando Gustavo Adolfo solo tenía cuatro años. A los diez años, el futuro poeta ingresa en el Real Colegio de Humanidades de San Telmo, donde conoce a Narciso Campillo, que le enseña a nadar en el Guadalquivir y a manejar la espada. No tardan en compartir aficiones literarias, componiendo un drama disparatado, una novela satírica y miles de versos que acaban quemando, conscientes de su mediocridad. En el Real Colegio de San Telmo, Gustavo Adolfo fue alumno de Francisco Rodríguez Zapata, discípulo de Alberto Lista, que le puso en contacto con la poesía lírica del Siglo de Oro, Horacio y los poetas románticos. En 1847, los hermanos Bécquer pierden a su madre, Joaquina Bastida Vargas y una tía materna los adopta. Algo después, Gustavo Adolfo se marcha a vivir con su madrina, Manuela Monnheay Moreno, una mujer joven de origen francés con un próspero comercio y una selecta biblioteca. Allí lee a Chateubriand, madame de Staël, George Sand, Balzac, Musset, Victor Hugo, Lamartine y Espronceda. Sin una vocación definida, Bécquer estudia dibujo y pintura en el estudio de su tío paterno, que le auguró que jamás sería un buen pintor y no pasaría de mediocre literato. Apasionado por la ópera italiana, Bécquer aprende de memoria arias de Donizetti y Bellini. Publica algunos artículos en periódicos locales y en 1852 aparece su primera poesía amorosa en el periódico local La Aurora. En 1854 se establece en Madrid, llevando una vida bohemia. Escribe con pseudónimo comedias y libretos de zarzuela, y traduce del francés. Ocasionalmente, dibuja. Lee a Byron, que le deslumbra, y a Heine, al que lee en las traducciones de su amigo Eulogio Florentino Sanz. Concibe la idea de escribir una Historia de los templos de España y viaja a Toledo, que se convertirá para él en una especie de Atenas cristiana, un lugar al que peregrinar una y otra vez. En 1857 se manifiestan los primeros síntomas de la tuberculosis que acabará con su vida. Consigue un modesto empleo en la Dirección de Bienes Nacionales, pero es despedido cuando su jefe lo descubre escribiendo poemas. Vive en un pequeño cuarto situado en la planta baja de una mísera pensión. Apenas tiene dinero para comer y su estado de ánimo bordea la depresión. Su hermano Valeriano y su patrona le prestan ayuda emocional y material. Empieza a escribir el primer volumen de su proyectada Historia de los templos de España. Su idea es estudiar el arte español, fundiendo religión, arquitectura e historia: “La tradición religiosa es el eje de diamante sobre el que gira nuestro pasado. Estudiar el templo, manifestación visible de la primera, para hacer en un solo libro la síntesis del segundo: he aquí nuestro propósito”. Solo llegará a escribir el primer tomo de su proyecto, que se publicará con ilustraciones de Valeriano. En 1858 conoce a Julia Espín, cantante de ópera. Se enamora de ella y escribe para ella las primeras Rimas, pero no es correspondido. En esas fechas, descubre a Chopin, al que admirará con fervor el resto de su breve vida. Entre 1859 y 1860, ama a una misteriosa dama de Valladolid a la que se identificó durante mucho tiempo con Elisa Guillén, pero hoy se duda de su existencia. Escribe en el diario conservador La Época y en 1860 publica sus Cartas literarias a una mujer, explicando la poética que inspira sus Rimas. Se casa con Casta Esteban y Navarro, con la que tiene tres hijos. Es un matrimonio desdichado, pues ella le engaña con otro. Nunca llegará a saber si su tercer hijo es fruto de esa relación adúltera. Entre 1860 y 1865, escribe en El Contemporáneo, cobrando un pequeño sueldo por sus crónicas de sociedad y sus artículos sobre política y literatura. Un agravamiento de su tuberculosis le obliga a pasar una temporada con su hermano Valeriano en el Monasterio cisterciense de Veruela, levantado en las faldas del Moncayo, Zaragoza. Allí escribe sus Cartas desde mi celda y algunas de sus Leyendas, que ambientará en ese escenario con un gran encanto para la sensibilidad romántica. Tras mejorar, se marcha a Sevilla, donde su hermano pinta su famoso retrato, que hoy puede contemplarse en el Museo de Bellas Artes y que revela una notable influencia de Velázquez, pues concentra toda la expresividad en el rostro, fuertemente iluminado, y deja el fondo en penumbra, logrando una aguda penetración psicológica. El político conservador Luis González Bravo, amigo y mecenas de los Bécquer, le consigue un puesto de censor con un sueldo de veinticuatro mil reales, lo cual le permite volver a Madrid. El año 1868 es particularmente dramático. Descubre la infidelidad de su mujer y desaparece el manuscrito de las Rimas, que había confiado a González Bravo y que probablemente ardió con la casa del político, incendiada por una turba enloquecida. Pasa una temporada en Toledo como director de La Ilustración de Madrid. El 23 de septiembre de 1870 muere su hermano Valeriano, lo cual le sume en un profundo abatimiento. Un catarro invernal agrava su tuberculosis y fallece el 22 de diciembre, tres meses después que su querido hermano. Durante su agonía, pide a su amigo el poeta Augusto Ferrán que queme su correspondencia e intente publicar sus versos: “Tengo el presentimiento de que muerto seré más y mejor conocido que vivo”. Sus últimas palabras fueron: “Todo mortal”. Sus amigos organizan una suscripción pública para recaudar dinero y poder publicar su obra. El pintor Casado del Alisal juega un papel fundamental en esta iniciativa, sin la cual no habría visto la luz el trabajo literario del poeta. En 1871 aparece en dos volúmenes la primera edición de las Obras Completas de Bécquer. 

Todos los testimonios sobre la personalidad de Bécquer reiteran su propensión a la seriedad y la melancolía. El escritor Eusebio Blasco señalaba que el cuarto bajo en el que vivía al poco de llegar a Madrid “parecía una cárcel… Su conversación como su persona, era triste. Todo lo veía bajo un prisma distinto de los demás mortales. En cuanto tenía un puñado de duros, se iba a Toledo o al monasterio de Veruela… no vivía a gusto sino en lugares aislados y melancólicos: había algo de trapense en aquel hombre”. Bécquer se declaraba “conservador, sin duda porque el lujo, la fastuosidad de que hacen alarde estos partidos, se acomodaba mejor con su temperamento de artista”. Julia Bécquer, hija de Valeriano, cuenta en sus Memorias que los hijos de su tío Gustavo Adolfo fueron tan desdichados como su padre: “El pequeño, Jorge, enfermizo, va a la guerra de Cuba; allí acaba de enfermar y muere desamparado. El mayor, que se llamó Gustavo como él, poseía cualidades excepcionales para el dibujo y la pintura, y aguardando ser pensionado para Roma muere en la miseria”. Tanto sufrimiento parece el terrible pago de buscar la “perfección imposible” (Vicente Aleixandre) en el arte. Lo cierto es que –como apunta Pérez Galdós- gracias a Bécquer “la espontaneidad vuelve a ser la fuente principal y más pura de la poesía, y el arte subjetivo sustituye al arte conceptuoso y retórico, sin que tal novedad pueda considerarse entre nosotros como imitadores de los alemanes”. Galdós nos dejó unas palabras sobre Bécquer que condensan su peripecia vital y su aciago destino, pues la gloria llegó de forma póstuma: “Muerto en edad prematura, lo mismo que su hermano el célebre dibujante, ha tenido el triste privilegio, propio de los hombres notables de nuestra edad, de recibir en el sepulcro las alabanzas y la recompensa que en vano pidió cuando paseaba por las calles de Madrid, sin que nadie cayera en la cuenta de que el talento es una aristocracia. No le faltaría al pobre escritor el presentimiento de esa ovación póstuma, y demasiado conocería, que una vez se quitara de en medio, los de aquí le perdonarían su superioridad”. 

Una obra inefable

La fama de Bécquer se fundamenta en las Rimas, que aparecieron póstumamente e inicialmente se titularon Libro de los gorriones. Dado que Bécquer reconstruyó la obra de memoria después de que se extraviara el manuscrito original durante la revolución de 1868, nunca conoceremos la cronología exacta de los poemas. Solo sabemos que el primero se publicó en 1859 y que en vida del poeta únicamente vieron la luz otros catorce. Aún se discute si la ordenación que ha llegado hasta nosotros fue establecida por Bécquer o por los amigos que se encargaron de la edición póstuma. Los temas principales de las Rimas son la búsqueda de la perfección artística, el enamoramiento, la pérdida, el desengaño, el fracaso, la soledad, la angustia, la muerte. Es un universo con semejanzas con el Canzionere de Petrarca y con la desolación del orbe lírico de Leopardi, siempre en busca –infructuosa- del amor y la belleza. Dámaso Alonso señala que Bécquer incorporó a la poesía española “lo sugerido y callado, la velada armonía, el tono menor”. Esos hallazgos constituyen “una profecía luminosa” del rumbo que adoptarán sus herederos literarios. Las Rimas deben leerse como la historia de un idilio que trasciende lo meramente anecdótico para expresar una meta existencial: “…por escuchar los latidos / de tu corazón inquieto / y reclinar tu dormida / cabeza sobre mi pecho, / ¡diera, alma mía, / cuanto poseo / la luz, el aire / y el pensamiento!”. Bécquer no trabajaba al calor de las emociones, sino distanciándose de ellas: “…por lo que a mí toca, puedo asegurarte que cuando siento no escribo. Guardo, eso sí, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; estas ligeras hijas de la sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes, que bullen con un zumbido extraño, y cruzan, otra vez a mis ojos como una visión luminosa y magnífica”. 

Las Rimas son un poema de amor total, donde el yo se expresa desde una subjetividad exacerbada, narrando sus peripecias existenciales. Solo en tres ocasiones utiliza Bécquer la tercera persona. El verso siempre nace de un yo que se dirige a un tú ausente. No se trata de un diálogo, sino de la exaltación de un absoluto inalcanzable que se encarna fugazmente en lo concreto, en lo femenino, y se aleja de inmediato. El poeta no habla a una mujer, sino a un ideal: “¿Qué es poesía?, dices mientras clavas / en mi pupila tu pupila azul; / ¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas? / Poesía… eres tú”. Bécquer cultiva la insinuación, la sugerencia, lo incompleto, pues siente que no encuentra las palabras adecuadas para expresar sus sentimientos y ensoñaciones. Ella, el tú, la amada, son los nombres de un ideal de carácter espiritual. “¿Y qué es la poesía –se pregunta Novalis- sino la representación del alma?”. Bécquer piensa que Gérad de Nerval no se equivocaba al afirmar que el sueño es “una segunda vida”. Dormir significa acceder a un mundo invisible que no podemos conocer ni comprender por medio de la razón. Bécquer cree que el mundo sensible, con sus imágenes, sonidos, luces y olores, solo es el velo o el reflejo del mundo espiritual, verdadero origen de la vida y destino último de la humanidad. El mundo del sentimiento, donde se gesta la poesía, es el puente entre esas dos realidades. El poeta nos guía hacia lo espiritual por dos caminos: uno sobrenatural, que desemboca en Dios; y otro terrestre, que nos lleva a la mujer. Para Bécquer, la poesía es amor y el amor es religión. Al igual que el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, las Rimas buscan el amor más puro y hermoso, el amor que es sinónimo de infinito. La luz es el hilo que nos orienta en la oscuridad del mundo sensible, acercándonos a las cimas intemporales del espíritu. Algo importante diferencia a san Juan de la Cruz de Bécquer. El carmelita descalzo cultiva la abstracción, desdeñando lo concreto. Santa Teresa de Jesús le recrimina que no se le entiende, que espiritualiza demasiado. En cambio, Bécquer se aferra a lo concreto, a la mujer, que es carne, luz, calor, frenesí. “Yo soy ardiente, yo soy morena, / yo soy el símbolo de la pasión, / de ansias de goces mi alma está llena. / ¿A mí me buscas? / -No es a ti: no”. Lo espiritual se manifiesta como luz, pero también como belleza femenina. La mujer es una escala hacia ese infinito que no podemos captar de forma abstracta, desencarnada. 

En sus Cartas literarias a una mujer, Bécquer explica que “la poesía es el sentimiento” y “el amor es la causa del sentimiento”. El amor no es solo un afecto, un querer, sino “la suprema ley del universo”. “Las mujeres son la poesía del mundo” porque nos permiten sentir, experimentar esa ley cósmica. En último término, la poesía es religión, pues nos pone en contacto con lo sublime, con esa verdad que se transparenta en la luz, forma impalpable de lo divino. Las Rimas pueden leerse como encantadores poemas de amor, pero eso significa quedarse en la superficie. Han alcanzado una extraordinaria popularidad y eso tal vez ha ocultado su significado último, rebajando a Bécquer a poeta que habla de sus amores y desengaños, pero lo cierto es que contienen una metafísica de raigambre neoplatónica y cristiana. Las Rimas reflejan el esfuerzo de plasmar en formas la coincidencia del bien y la belleza como expresión superior de una verdad trascendente. En las Cartas literarias a una mujer, Bécquer nos explica que sus Leyendas obedecen al mismo propósito. El pasado y los sueños pertenecen a ese mundo espiritual que solo conocemos por medio de analogías y metáforas. Ni el pasado ni los sueños gozan del respaldo sensitivo de lo inmediato, pero condicionan nuestra existencia de forma decisiva. Si prescindimos del pasado, que es tradición, y de los sueños, que son espíritu, nos exponemos a quedarnos sin una brújula moral que guíe nuestros actos y sin esa esperanza, sin la cual la vida solo puede ser desesperación. Bécquer concibió sus Leyendas como apólogos que expresaban su ideología tradicionalista. María Rosa Lida señala “el tono fuertemente ortodoxo y edificante” de narraciones como Creed en Dios, donde todos sus personajes muestran falta de fe, vanidad, sensualidad, orgullo, codicia, egoísmo. El narrador no simpatiza con ellos y deja muy clara cuál es su alternativa: convertirse y arrepentirse o sufrir la ira de Dios. Frente a esos personajes indignos, la voz narrativa elogia la búsqueda de la trascendencia en el amor (Los ojos verdes) y el anhelo de perfección en el arte (El Miserere). Los héroes de Bécquer son poetas que inmolan sus vidas en la búsqueda del ideal. A veces, son seducidos por espejismos y escogen el camino equivocado, desembocando en la locura o la muerte, pero no condenan sus almas, pues han obrado movidos por el bien. En las Leyendas, los personajes principales suelen ser arquetipos y carecen de complejidad. En cambio, los secundarios –criados, guías, montoneros- son dibujados con mucho más detalle, revelando el talento de Bécquer para la caracterización psicológica. En el terreno de la prosa, el poeta no experimenta tanta impotencia como en el de la lírica, donde confiesa que sabe “un himno gigante y extraño”, pero “el rebelde, mezquino idioma” se resiste a expresarlo con fidelidad y exactitud. 

En sus cartas Desde mi celda, Bécquer subraya su apego a la tradición: “En el fondo de mi alma consagro como una especie de culto, una veneración profunda, por todo lo que pertenece al pasado”. Ese aprecio convive con la desolación que le produce contemplar cómo se transforman las ciudades españolas por culpa del progreso: “¿Dónde están las cancelas y las celosías morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los aleros salientes de maderas labradas, los balcones con su guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas de vidrio, los muros de los jardines por donde rebosa la verdura, las encrucijadas medrosas, los carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios de los templos?”. En su inacabada Historia de los templos de España, Bécquer explica que su fascinación por las iglesias, las sinagogas, las columnas y la piedra verdosa nace de la búsqueda de la tradición escondida en las formas: “Nosotros pensamos que la tradición es al edificio lo que el perfume a la flor, lo que el espíritu al cuerpo; una parte inmaterial que se desprende de él y que dando nombre y carácter a sus muros les presta encanto y poesía”. Los poetas, que “guardan como un tesoro la memoria viva de lo que han sentido”, sienten predilección por las ruinas. No es algo meramente estético, sino un gesto coherente con su vocación de revivir lo que fue devorado por el tiempo, garantizando su permanencia. En su artículo El castillo real de Olite, Bécquer escribe: “Para el soñador, para el poeta, suponen poco los estragos del tiempo; lo que está caído lo levanta; lo que no se ve, lo adivina; lo que ha muerto, lo saca del sepulcro y le manda que ande, como Cristo a Lázaro”. En un mundo en proceso de cambio, donde las revoluciones burguesas cuestionan la herencia del pasado, Bécquer reivindica “la idea cristiana, cuya expresión más genuina era la catedral, con sus líneas extrañas, sus sombras y sus misterios”. A los poetas les corresponde ser los guardianes de esa herencia, restituyendo el esplendor de esa Europa cristiana donde los hombres se sentían hijos de Dios y no hojas moribundas flotando en el río de la historia: “Solo un poder existe capaz de devolveros por un instante vuestro perdido esplendor y hermosura: el poder de la exaltada mente del poeta. Sí; yo puedo reanimaros”. 

Melancólico, nostálgico, soñador, Bécquer nos enseñó que la verdadera aristocracia es un privilegio del espíritu. Su obra abrió nuevos cauces a la poesía, sin dejar de exaltar el pasado. Tradición y modernidad convergieron en un latido que aún se escucha en nuestra poesía, como la nota de un arpa que se hubiera quedado suspendida entre las ruinas de una vieja abadía.