martes, 5 de mayo de 2015

"Metidos en el "jardín" de Las flores del mal" por Winston Manrique Sabogal


Ese es. Ahí está parte del corazón de Charles Baudelaire en Las flores del mal. Poemas preñados de fervor y furia bajo la luminosa oscuridad del amor y del deseo. Baudelaire (1821-1867) se convierte en un asaltador de la belleza donde los demás no la ven, o la penalizan, o la mezquinan, o la destierran. Un libro con 126 poemas publicado en 1857 que cerró el Romanticismo y abrió la modernidad que acaba de ver la luz en una nueva y arriesgada traducción bilingüe en la editorial Vaso Roto, a cargo de Manuel J. Santayana. Ha apostado por una traducción que busca no solo el ritmo, sino la endiablada métrica original.
Antes que Santayana, ya lo hicieron a su manera Antonio Martínez Sarrión, Luis Martínez de Merlo, Pedro Provencio y Enrique López Castellón. Ellos saben lo que es, de verdad, entrar en ese jardín literario dionisiaco y apolíneo a la vez para sacarlo del francés al insuflarle nueva vida en español. Conocen senderos-latidos de Baudelaire como:
“Y tu cuerpo se estira y se ladea / cual frágil navecilla / que hunde sus palos bajo la marea / cuando roza la orilla”. O “Tu mano roza en vano mi pecho que se arroba; / lo que ella busca, amiga, es sitio que ha saqueado / la mujer con sus garras y sus dientes de loba. / No hay corazón; las bestias ya lo han devorado”.
Sentidos baudelaireanos que confrontan al ser humano con su naturaleza para descubrirle las cosas que piensa y desea sin saberlo. Aún. O que centellea lo que en cada uno aguarda agazapado y anhelante para hacerse visible.
El último en revivirlo ha sido Santayana. Entró en Las flores del mal allá por 1974, ya en el exilio en EE UU, con su francés precario. Leyó diversas y autorizadas ediciones francesas críticas: “Durante muchos años abandoné el proyecto, pero en 2012 regresó el impulso, tras una intensa relectura de la obra completa, y me di a la tarea trabajando, como dice un octosílabo de mi venerado Alfonso Reyes, ‘a hurtos de la labor”.
Entrar en ese jardín, recuerda el traductor, es dialogar con un espíritu incomparable: “Acceder al horror, a la admiración y a la piedad. Y a un fervor y una fe en la poesía más allá de toda vanidad”. La aportación del maestro francés es su “ejemplo de exactitud formal para desnudar los abismos de la conciencia humana y revelar —poéticamente— la complejidad de la inteligencia, la sensibilidad y la imaginación de un ser humano, sus perplejidades y contradicciones”.
Lo más complicado de trasladar esos bordes del precipicio, reconoce Santayana, son las dificultades del rigor: “Sintácticas, silábicas, métricas. Vencerlas depende de las aptitudes que el traductor ponga al servicio de su objetivo”. De elegir un poema, él se queda con Recogimiento, entre los breves:
“Sé juiciosa, oh mi pena, y a la calma ya vuelve. / Pedías el Ocaso; ya desciende, aquí llega; / una atmósfera oscura a la ciudad envuelve, / y a unos trae la paz que a los otros les niega”.
Y entre los más largos elige, El viaje, uno de cuyos pasajes aclara: “Pero viajeros solo son aquellos que parten / por partir; corazones como globos, ligeros, / sin que de un fatal sino ellos jamás se aparten, / y siempre: ¡vamos! A ignotos derroteros”.
El viaje de Enrique López Castellón por el territorio Baudelaire empezó en los años noventa con una traducción literal en bolsillo para Busma. Siguió recorriendo lento sus caminos y su biografía y su época, hasta que empezó a preparar una nueva traducción para la editorial Abada en 2012. “Quería mantener la métrica, pero no el ritmo, porque es imposible. Es un jardín muy complicado, porque Baudelaire expresa nuevas sensaciones del hombre moderno en lenguaje popular, corriente o ramplón, y poetiza el lenguaje periodístico, que al verterlo resulta difícil. Su estética es revolucionaria”. Ahí está, dice, el arranque de su inolvidable El balcón:
“¡Madre de los recuerdos, la amante más querida, / Tú, mis placeres todos! ¡Tú, todos mis deberes! / Te acordarás de cada caricia compartida, / del hogar, del hechizo de los atardeceres, / ¡madre de los recuerdos, la amante más querida!”.
Hace 40 años este poeta maldito empezó a llegar con gozosa claridad a España. Quien decidió darlo a conocer en serio fue Antonio Martínez Sarrión. Lo hizo para desagraviarlo. Un día de 1974, Sarrión entró a una librería, cogió un tomo de Las flores del mal, de editorial Río Nuevo, y quedó consternado “ante esa traducción infame”. Fue a su casa, abrió una edición en francés al azar y tradujo tres poemas que en 1975 publicó en la revista La ilustración poética española e iberoamericana, en la que colaboraba junto a José Esteban y Jesús Munárriz. El poeta Jaime Gil de Biedma y el editor y también poeta Carlos Barral leyeron esas versiones y le dijeron que debía traducir toda la obra.
Dos años después, en 1977, La Gaya Ciencia publicó su versión con tal éxito que se agotó y se convirtió en referencia. Después, Javier Pradera, editor de Alianza, le dijo que le gustaría publicar el libro. Sarrión aceptó y eligió hacerlo en formato bolsillo, “porque al ser más barata todos podrían leer a Baudelaire”. Llegó a las librerías en 1982. La última se publicó en 2012, tras 22 ediciones y más de 60.000 ejemplares vendidos, “revisada y con algunos ajustes”. Lo hizo a petición del editor. Sarrión, con 73 años, pensó que estaría bien hacerlo “antes de desaparecer de este mundo”.
Mientras, Baudelaire le susurra: “Haces bien en ocuparte de mis flores; que te paguen lo que a mí no me pagaron”. De ese jardín prefiere Una que pasaba, en cuya segunda estrofa muchos se ven, en secreto y sin saberlo: “Ágil y noble, alzando su pierna escultural. / Yo bebía, crispado en grotesca postura, / de sus ojos de cielo que el huracán augura / el dolor que fascina y el deleite fatal”.

LA GRACIA Y EL ABISMO DE ÁNGEL RUPÉREZ



Algunos hechos marcaron para siempre la vida de Baudelaire (1821-1867) y, sin duda, contribuyeron a que forjara una visión sombría de la existencia que, a su vez, penetró en todos los intersticios de su poesía. Se quedó huérfano de padre a los seis años y, a partir de entonces, estableció una profunda e intensa relación con su madre que duró hasta que esta decidió casarse de nuevo. Este hecho supuso para él el fin del idilio, cuyo causante fue su padrastro, al que vio, sin duda, como el peor ladrón, el intruso más intolerable, el más bárbaro Atila que arrasó con su infancia dorada e irrecuperable.

A partir de aquí empieza el descalabro, la mala vida, el lujo inmoderado, los burdeles oscuros, la bohemia de altura, el dandismo más exaltado y la poesía más original, descarnada, profunda y anhelante que quepa imaginar. Se puede decir que de esa grieta existencial incurable nació el remedio doloroso de su poesía, que empezó a escribir pronto, “con paciencia y con furia”, y a la que le puso distintos títulos — Las Lesbianas, Los limbos— hasta que acabara siendo Las flores del mal.
La primera edición tuvo lugar en 1857, con el consiguiente proceso judicial, que acabó en condena y escándalo. Baudelaire tuvo que quitar seis poemas de su libro en la reedición de 1861, entre ellos el magnífico Mujeres condenadas (es decir, lesbianas), por no hablar del portentoso Una mártir, que termina de una manera tan escabrosa que, sin duda, tuvo que horrorizar a los jueces que lo condenaron. Estos poemas excluidos reaparecieron en la edición de 1866, hecha en Bruselas por el gran escudero del poeta, su editor Auguste Poulet-Malassis. A esta edición le siguió la de 1868, ya póstuma y con nuevos añadidos a los que ya se habían producido en la segunda edición, la de 1861.
La traducción y la edición que celebramos ahora se apoya en esas dos ediciones, la del 61 y la del 68. El diseño como tal es rompedor, atrevido, fantasioso y recuerda a una caja multicolor, con los bordes (el canto) rojos, en cuyo interior se encuentra ¡ese regalo, esa joya!, los poemas gloriosos de Baudelaire. El diseñador es Quim Díaz y la fotógrafa, Fiona Morrison, autora de las fotos que entrelazan la figura mayestática y dandística de Baudelaire, junto con unas floraciones multicolores que expanden la mirada del poeta a ¿sus paraísos artificiales?
Y luego está la traducción de Manuel J. Santayana, que ha apostado por la métrica y la rima más estrictas. Para calibrar esa audaz opción —llena de peligros— hay que mirar los resultados y los resultados son excelentes, con muchos aciertos brillantes, con un respeto escrupuloso por el sentido del original, con muy pocas cabriolas —o ninguna— que lo desfiguren en favor de las geniales ocurrencias del traductor de turno.
Su patrón métrico básico es el alejandrino, siguiendo al alejandrino francés, pero también usa el endecasílabo, el heptasílabo, el eneasílabo, siempre según la pauta marcada por el original. A este estricto rigor métrico se suman las rimas, siempre consonantes, con una disposición que calca la del poema baudelairiano. El esfuerzo es, sin duda, titánico y los resultados son regularmente buenos, sin los temibles ripios al acecho, o esas otras componendas ridículas que, para facilitar la rima, se convierten en horrísonas patochadas, que afectan tanto al sonido como al sentido. Poemas fabulosos como Moesta et Errabunda ( Tristes y errantes), La campana quebrada, Paisaje, Las viejecitas, A una que pasaba o El cisne, entre otros, están fenomenalmente traducidos y suenan muy bien cuando se leen en voz alta.
A veces resuena Rubén Darío, o cualquiera de sus discípulos hispanos, como en este fragmento del poema La Belleza: “Yo reino en el azur, esfinge postergada; / mi blancura es de cisne y mi corazón, nieve; / porque enreda las líneas, odio lo que se mueve / y no río jamás y no lloro por nada”. Otras, sin más, se oye, en español —¡milagro de las buenas traducciones!—, esa voz baudelairiana del desgarro moderno, como ocurre en el maravilloso A una que pasaba: “Un fulgor… ¡y la noche! Fugitiva beldad, / cuyo mirar me ha hecho nacer una vez más, / ¿no te veré ya nunca, sino en la Eternidad? / ¡Lejos de aquí! ¡Muy tarde! ¡Quién sabe si jamás! / Pues tú ignoras mi rumbo, yo no sé adónde irías, / ¡tú, a quien yo hubiera amado, oh tú, que lo sabías!”.
Cada época debe traducir a los grandes de otras lenguas para sentirse viva. Este Baudelaire vive a lo grande en español. ¡Bienvenido sea!

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