domingo, 24 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" I: "El domador".


Primer error: confundió el bloque de ladrillos cara vista con una carpa de circo. Segundo error: se creyó domador y se pertrechó de todo lo necesario (látigo, casaca roja con botones dorados, pantalones bombachos, chistera tremenda, botas altas de charol y bigote de fantasía). Entró en la clase de 1º de ESO vestido de esta guisa y cometió un tercer error: quiso transformar el estómago carnívoro de los que allí habitaban  en "panza, redecilla, libro y cuajar" (se empeñó en cambiarles la dieta de carne de gacela por canónigos salvajes y pasto sin sangre. Craso error).
Cuando esgrimió el látigo por primera vez, salpicó de estrellas chispeantes el aire herido, callaron durante un momento, pero observaron su aspecto ridículo, apedrearon su chistera y, por supuesto, no consiguió domesticarlos ni cambiar su naturaleza carroñera. Con el paso de los días, perdió el látigo, lo engulleron ellos poco a poco y lo vomitaban en forma de grafías malheridas. También notó cómo su casaca iba perdiendo color, apenas impresionó su atuendo a la concurrencia y, deprimida, se fue desvayendo hasta convertirse en un jersey de lana gris. Los botones dorados cayeron por el suelo y los recogieron ellos para sustituir al compás y dibujar círculos perfectos sobre cuadernos cuadriculados. Las botas se llenaron de polvo y comenzó la desidia diaria de no frotarlas con betún. Del bigote poco diré: el ansia de respeto que escondía lo transformaron ellos en chifla y pitorreo. Pronto habría que afeitarse para no ocupar, sin derecho, la plaza del payaso.
Penúltimo error: les hizo hablar para entenderlos. "Mi padre tiene una oveja a la que le salieron pelotas", "yo, yo, yo", "tengo una cosechadora roja, el otro día se estropeó", "mi padre ha embestido en un banco" "yo quiero ser astrónomo, pero no de telescopio, de los que viajan a las estrellas para ver cómo son", "yo, yo, yo", "¿cuántos años tienes?, 77", "no, 23", "yo quiero ser gigoló y mecánico", "yo, yo, yo" "ha dicho que languidecer significa comenzar a morir, pues como mi abuelo, él está lan-gui-de-cien-do".
Cuando solo le quedaban la chistera, el jersey gris (los pantalones bombachos tuvo que donarlos a la caridad del instituto) y unos calzoncillos con manchas de leopardo que le sentaban muy bien, comenzó a notar que ya no necesitaba darles hierba para que perdieran los colmillos, que el secreto estaba en convertirse él mismo en carnívoro y participar de sus pitanzas, y pudo escribir en la pizarra sin que sonaran silbidos a su espalda y pudo hablar despacio sin que lo interumpieran un bostezo o un temblor furioso de labios.
       Último y definitivo error: creyó haber encontrado la fórmula para que lo escucharan.

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