martes, 16 de agosto de 2022

Berlín 3: “El Primark no es lugar para arios”

 


Es la primera vez que tengo el placer inmenso de visitar un Primark (se trataba de una emergencia, pero yo me lo he tomado como una visita al Prado). Situado nada menos que en la Alexanderplatz. Sí, leí el libro y vi la película, “Berlín Alexanderplatz”, qué chasco. La apariencia moderna de la plaza me ha hundido a las dos: una explanada fría y árida (ríete tú de la nueva Puerta del Sol), rodeada de multinacionales y franquicias. Podríamos estar en Francia o en Inglaterra o en EEUU o en Australia. Nada distingue Alexanderplatz de otros engendros capitalistas del mundo. 

En el Primark, mayoría absoluta de gente oscura: hindúes, chinos, vietnamitas, sudamericanos, turcos, españoles… Al contrario de lo que ocurre en las calles. No, el Primark no es lugar para arios, ya lo predijo Goebbels. 

Hay algo en estas ciudades megalíticas que me incomoda, me desagrada. Los arquitectos, siguiendo seguramente los dictados de los poderosos delinearon estas avenidas y levantaron estos monumentos para constatar una evidencia: el pueblo llano (el volgst) es una mierda y se debe rendir al capricho y la voluntad del poderoso. Como en París, esa tendencia a la megalomanía me estomaga, no me resulta digerible. En Berlín solo se ha conservado una plazoleta medieval con iglesia para mostrar lo que era la ciudad habitable. El resto lo ha devorado el capitalismo y la megalomanía, ostentación y soberbia. 

Lo que me pregunto es si esta obsesión megalómana no tendrá que ver con el carácter de sus habitantes. Estoy convencido de que es así. Nunca me he topado con gente tan desagradable como en Berlín o París. La verdad es que dudo si ese trato agrio tiene que ver con la altura de los monumentos o con la oscuridad de nuestra piel y con la estridencia de nuestras voces. Vengo de Sevilla, del barrio de Santa Cruz: calles estrechas, habitables, rumor de fuentes, bares con camareros competentes y trato cordial. Y, claro, el contraste es brutal. Estas imponentes urbes impiden el buen comer, el servicio profesional, la restauración de calidad. Aquí la comida no es comida y el ritual sagrado de sentarse en torno a una mesa para compartir conversación y buenos alimentos no existe. Todo son franquicias, monopolios, falta de personalidad y de humanidad. No quiero caer en el tópico, pero este país, Alemania, está subdesarrollado en cuanto a bares, restaurantes y amabilidad se refiere. Sí, toda la apariencia de ser muy alternativos, muy veganos, muy tolerantes, muy ecologistas… solo fachada y postureo. Es todo tan falso y tan plastificado como la salchicha que me han dado esta mañana en el desayuno, poliuretano con amoniaco. Una delicatessen. La puerta de Brandeburgo es de cartón piedra. Y que me perdone Schiller.

domingo, 14 de agosto de 2022

Berlín 2



He explicado tantas veces el concepto de “catarsis” en clase que lo había convertido en un tópico más. Hasta hoy, en Berlín, cuando he asistido a un concierto de música clásica en una iglesia protestante. Un grupo de cámara de la Orquesta de Berlín, realzado por una soprano, ha interpretado el Canon de Pachelbel y la Tocata y Fuga de Bach, entre otras piezas. Nunca la música me había producido una emoción tan intensa y abrumadora. He llorado más que un concursante de Masterchef y me he purificado anímicamente por un momento, me he limpiado, he aplacado gran parte del dolor que llevo arrastrando desde la detección de la enfermedad mortal de Eva. Explicaba a los alumnos que la catarsis es una especie de purificación espiritual que el espectador experimenta cuando se identifica con las emociones extremas que los actores o los músicos despliegan sobre el escenario. Nunca he sabido a ciencia cierta qué es la purificación espiritual. A partir de hoy sí lo puedo explicar con conocimiento de causa, aunque la palabra nunca consigue llegar al meollo de estas sensaciones. En cuanto los violines han empezado a soñar  y la voz de la soprano rubia ha comenzado poblar el aire caliente del recinto, todo se ha transformado, un torbellino imparable se ha apoderado de mí ánimo y las lágrimas han brotado como la lluvia de las nubes grises, como fuerza natural y necesaria. Un llanto copioso, espontáneo, automático, como el manantial que brota tras derretirse la nieve del invierno. Nunca había experimentado el llanto como un proceso necesario, como el agua que rebosa del aljibe colmado.

La noche anterior asistimos a un concierto de jazz, mucho más original que las piezas de música clásica que he escuchado hoy, sin embargo no experimenté la catarsis. Porque no es algo racional ni voluntario, es una emoción espontánea determinada por la naturaleza, por la animalidad y no por lo intelectual. La música, el teatro, cuando activan esos resortes anímicos tan frágiles, se convierten en traumatólogos, en médicos cirujanos, en sanadores profesionales. Bálsamo de los padecimientos anímicos, medicina de los melancólicos, árnica de los apesadumbrados. 

Ni siquiera el hecho de soliviantar a una espectadora vestida de negro al confundirla con una acomodadora, “Please, las toiletten?”, ha podido calmarme, ni sofocar los sollozos que me provocaban los gorgoritos de la soprano. Todo fluía, como se hinchan de aire mis pulmones, como bombea la sangre mi corazón, como la uretra me hincha la vejiga. Y tenía que ser en una iglesia donde yo comprendiera de veras el sentido de la catarsis, una fatalidad. Aunque en realidad, el altar presidido por un Cristo protestante, con cara de alelado y por un panal de vidrieras, la acercaba más al Guggenheim que a una catedral gótica. De todas formas, la arquitectura es lo de menos. Cuando la música se apodera de un espíritu dolorido, no hay otro sentido que se muestre activo que no sean el oído y la melancolía, esas puertas del delirio, de la catarsis. 

viernes, 12 de agosto de 2022

Berlín 1


Si el espíritu de Eva no estuviera impregnándolo todo, quizás podría disfrutar de las tinieblas de las calles de Berlín por la noche. En los alrededores del hotel, una luz amarilla y macilenta, decadente, alumbra con melancolía las aceras, amplias y de guijarros desiguales. Los restaurantes tienen ese aire de artificiosidad de los lugares turísticos. En este caso, se trata de una trattoría italiana cuya decoración es un tendedero de donde cuelgan prendas infantiles. Todo falso y de gusto cuestionable. Solo las cervezas, altas y espumosas, redimen el lugar. 

Por la mañana, todo se ve distinto, aunque el calor recuerda tanto al de España, que nos parece no haber viajado a ningún sitio. La calina también asuela Centroeuropa. Recorremos las grandes avenidas, la Unter der Linden Strasse, hasta llegar a la puerta de Brandeburgo. Antes hemos disfrutado de la delicadeza umbrosa de la isla de los museos. En sus jardines, Diana cazadora se disputa las piezas con un sátiro y con una ninfa. Holderlin bailaría de contento paseando entre estos setos mitológicos. Yo no puedo apartar a Eva de mi paseo. Me duele, me duele su ausencia como un cuchillo que uno no se puede sacar del estómago, una sangría constante que no detiene ningún apósito, una hemorragia de bilis que no permite disfrutar de la belleza con sosiego. 

Es curioso que en estas avenidas populosas, el silencio, el susurro, domine al bullicio de la multitud. Sí, somos distintos, diferentes. Los alemanes recogen al niño recién caído sin estridencias, con calma. Su padre no escandaliza a los que le rodean. Todo es más tenue, apagado, tranquilo, muerto. 

En el restaurante pedimos codillo y cerveza. La comida no es para recordarla, el trato de los camareros tampoco, salvo el de un griego que se esfuerza por hablarnos en español, “parakaló”. Nos habla de su experiencia en un país tan hostil como rico. La lengua, la fonética, dice mucho de nosotros. El alemán suena agresivo, cortante, duro, como una bofetada inesperada. Su escucha nos intimida, nos reduce a la vergüenza del turista de segunda. ¡Ay que ver lo que las lenguas han hecho por el clasismo! 

Y detrás de cada monumento, de cada sorbo de cerveza , de cada foto, de cada paseo, ella me ronda y me susurra al oído: “Llévame contigo”.

miércoles, 10 de agosto de 2022

Estoy vivo

 Estoy vivo y lo celebro, porque he pasado semanas, meses, abrazando al sufrimiento y a la muerte. Estoy vivo y lo celebro, lo celebro como ella querría que lo hiciera, porque el padecimiento de los hospitales es salado como el mar y hay que buscar la superficie para escupir el salitre del ahogo. Estoy vivo, muy vivo, tanto que siento pudor al recordarla. Estoy vivo, camino, hablo, como, sudo, sudo, como cualquiera que esté viviendo esta canícula eterna, y celebro el calor como nunca lo había hecho, porque si siento que me abraso es que siento, que estoy, que camino, hablo y como. Estoy vivo, lo celebro olvido lo que puedo y recuerdo lo que quiero.  

domingo, 7 de agosto de 2022

"La médica imaginaria" por Irene Vallejo


En los veranos de infancia y sed, tu madre repetía: no dejes de asombrarte cada vez que abras el grifo. Y cuando girabas la manija, te parecía que el chorro brotaba como riéndose y silbando, sorpresa, sorpresa. Ella intentaba que retuvieras ese instante de fascinación, que conservaras siempre viva la admiración por esos avances ya rutinarios. Con el paso del tiempo, cuando se borra el halo de novedad, cuando nadie recuerda que no siempre hubo carcajadas de agua en las casas, olvidas proteger el prodigio. Y así es como empiezas a perderlo.

Los logros que hoy disfrutamos son fruto de una larga cadena de esfuerzos y riesgos. Conocemos la peripecia de la griega Agnódice a través de Higino, un escritor de origen hispano, primero esclavo y luego liberto del emperador Augusto. Contó en sus Fábulas que la avanzada democracia ateniense prohibía —bajo pena de muerte— estudiar medicina a los esclavos y las mujeres. Un asunto tan vital como el nacimiento de los herederos no podía quedar en manos de personas sospechosas de inferioridad moral. Para aprender los secretos de la profesión, la atrevida Agnódice se cortó el pelo y se vistió de hombre. Cuando ya ejercía, siempre con ropa masculina, sus colegas empezaron a envidiar el éxito que conseguía entre las pacientes. Obsesionados por la infidelidad, los atenienses recelaron de ese médico joven, delicado y depilado, y lo denunciaron por seducir a las damas casadas y cansadas del encierro en el gineceo. En el juicio, sin otra salida, Agnódice levantó su túnica hasta el cuello. Fue un error: los médicos exigieron su ejecución por la osadía de disfrazarse de hombre. Como reacción, las mujeres se movilizaron: amenazaron con no tener relaciones sexuales y librarse de parir. “Si ella no puede acercarse a nuestros cuerpos enfermos, tampoco lo haréis vosotros a nuestros cuerpos sanos”. La revuelta femenina surtió efecto y la médica fue absuelta. Un año después, una nueva ley permitió a las atenienses estudiar y practicar la medicina, con una condición: solo atenderían a otras mujeres.

Nunca sabremos si Agnódice existió en realidad, pero la fuerza de las historias es tan poderosa que —incluso si son imaginarias— pueden tener consecuencias históricas. En 1869 la británica Sophia Jex-Blake logró ser la primera mujer admitida en la Facultad de Medicina de Edimburgo. Consciente del prestigio de los clásicos, su alegato se basó en el relato de Higino sobre aquella audaz ateniense.

En la España de 1841, un alumno reservado y huidizo de la Facultad de Derecho de Madrid —capa, pelo corto— fue desenmascarado: se trataba de la joven Concepción Arenal. El rector quiso expulsarla, pero ella argumentó, insistió, resistió. Finalmente le permitieron acudir como oyente, pero sin exámenes ni título. Cada mañana, un bedel la esperaba en la puerta y la conducía a una habitación cerrada. El profesor recogía allí a Concepción, la custodiaba camino al aula, la sentaba en un rincón apartado y, al concluir, la devolvía a la habitación. La escena parece anunciar la llegada de los primeros estudiantes negros a las universidades del sur de Estados Unidos, más de un siglo después, escoltados por tropas federales.

En buena parte del planeta no existen ya barreras legales que impidan el acceso a la educación. Sin embargo, persiste una que bien conocía Sancho Panza: “Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener; y antes se toma el pulso al haber que al saber”. Cervantes no ignoraba los apuros de las familias sin pedigrí: su licenciado Vidriera, hijo de labradores, solo puede asistir a clase en Salamanca como criado de dos ricos estudiantes —”gente antojadiza y gastadora”—. En el presente, las becas son la clave de bóveda que permite traspasar los muros; esos grifos de agua que no deberíamos cerrar con indiferencia. La palabra “beca” daba nombre a una prenda de vestir y, más tarde, a una prebenda económica para alumnos sin medios. Simbólicamente representa la esperanza de que nadie deba disfrazarse —como hicieron Agnódice o Concepción— para abrir las puertas del saber: el sueño de que la universidad sea de verdad una casa universal.

"Vacaciones abrasadoras y aburridas en el Madrid desierto de Ignacio Aldecoa" por Lourdes Ventura




"Cuando Elisa salió a la calle caía el sol tras de las altas casas del otro lado de la avenida [...] Casi no había tráfico y los pocos coches que pasaban lo hacían lentamente. Era la hora perezosa y misteriosa en que los juegos de los niños pasan a ser mágicos, en que los dibujos en el polvo se transforman en criptogramas cabalísticos y en el que las conversaciones se adormilan en susurros plenos de complicidad".

Así describe Ignacio Aldecoa (Vitoria, 1925 - Madrid, 1969) la hora del crepúsculo en el Madrid desierto del verano, en donde su protagonista se mueve a la deriva, entre las terrazas de los cafés y las tabernas populares a las que acude con un fotógrafo bohemio. La atmósfera de Los pájaros de Baden-Baden evoca la respiración interna de unos personajes burgueses aplastados por el calor y el aburrimiento. La acción del relato se desarrolla en un tiempo delimitado: los días de julio y agosto, hasta las primeras lluvias de septiembre. El calor en la ciudad despoblada es un protagonista más.
Una joven algo perdida se ha quedado en Madrid para escribir un libro. A mediados de los años 60 una mujer sin marido resultaba una mujer incompleta. Elisa, universitaria y bella, refugiada en las habitaciones sofocantes de su casa, tiene miedo de la futura derrota de su cuerpo: "Ahora la abrazaba el temor de la vergüenza de la edad: de sus treinta y cuatro años y su soltería".

Aun así, Elisa es capaz de sentarse sin compañía a la hora del ocaso en una terraza del paseo de Rosales. Ante una mujer atractiva y solitaria, rodeada de cuadernos de trabajo como un muro simbólico, los Rodríguez de aquellos calurosos veranos sólo se atrevían a franquear la muralla intelectual si previamente habían sido presentados. Para entender la sensualidad reprimida de aquel tiempo –y es un punto central que conecta directamente el deseo no exteriorizado con el calor manifiesto en este relato–, hay que fijarse en los diálogos a medias de los otros dos hombres que asedian a la protagonista con el mayor de los disimulos.

Ricardo, casado con una compañera de estudios de Elisa, la aborda por casualidad en la terraza de Rosales: "Pero ¿qué haces tan sola? Pero ¿qué haces aquí? Esto se avisa, traidora". Confianzudo, simpático, comenta que está guapísima y prepara el camino para volverla a ver otro día, en una piscina, en una terraza nocturna a las afueras de Madrid, huyendo del calor. Empieza, como táctica, dando un poco de pena: "Yo, de Rodríguez, como un perro sin amo. Por la mañana, el Ministerio. Como en cualquier parte. Luego la siesta y a aburrirme".

Un confidente maduro

Hay otro Don Juan llamado Pedro, un médico. También saldrá con Elisa a las terrazas. Su esposa y Elisa son buenas amigas. Él hace de confidente maduro; cuando los celos pueden con él, imaginamos que esta declaración inconclusa viene de lejos: "Si tú hubieras sido razonable… Elisa, si tú hubieras querido… Lo mismo en el verano que en el invierno… A veces no cuentas con que los demás, con que yo…". Elisa le corta bruscamente: "No sigas".

Sólo el fotógrafo artista, en su desenvoltura y a golpe de cubalibres, consigue conquistarla, para decepcionarla pronto. "Yo creo que en el estudio hace más calor, pero puede que usted esté más cómoda […] El blancor de los azulejos y el agua de las pilas dan una impresión de frescor".

Ella ha acudido a ver al artista para contratar unas fotos para su trabajo. El desorden de la casa bohemia, el joven que baja las escaleras, con shorts y una camisa atada a la cintura, a por "un gran trozo de hielo", las artísticas fotografías en las carpetas, el cubalibre que anuncia otras copas. El narrador omnisciente describe lo que debió pensar Elisa: "El hielo en los vasos estaba lleno de campanillas y luceritos".

En las novelas de veranos tórridos siempre se bebe un alcohol específico. Al inicio del relato de Aldecoa, Elisa toma un sorbo de cerveza para comprobar que está "desagradablemente tibia". Su amigo Ricardo llama al camarero y pide: "Cangrejos y cerveza muy fría". Con el bohemio, beberá cubalibre con mucho hielo. Los personajes de Los caballitos de Tarquinia, de Marguerite Duras, de veraneo en la calurosa provincia de Viterbo, beben sin parar Campari. Es esta novela de Duras una de las mejores historias sobre un verano abrasador. Profundo, existencial, amenazante, es el calor de Argel en El extranjero, de Camus.

En el entierro de la madre del protagonista "el resplandor del cielo era insostenible". En un momento dado el cortejo funerario pasa por un camino en obras recientes: "El sol había hecho saltar el alquitrán. Los pies se hundían en él y dejaban abierta su carne brillante". En El extranjero, el protagonista bebe café con leche, como en otros lugares de África donde se aplacan las altas temperaturas con bebidas calientes. En un relato de los Cuentos romanos, de Alberto Moravia, el calor de Roma invita a tomar Martinis.

Elisa, en Los pájaros de Baden-Baden, sentada en Rosales "como si estuviera en un mirador que al mismo tiempo fuese un muelle", ve tornarse de rojo la tarde madrileña como si se tratara del Mediterráneo. "Había dejado sus cuadernos abandonados sobre el mármol del velador y miraba al mar resultante de muchos mares de verano", escribe Aldecoa. El autor de Con el viento solano, más surrealista ibérico que realista, tertuliano insomne, esposo de la escritora Josefina Rodríguez, fue amado por el cine y Mario Camus llevó a la pantalla varias de sus obras, entre ellas estos Pájaros de Baden-Baden.

Nuestros padres y abuelos repetían en verano esta frase: "Madrid en agosto, con dinero y sin familia, Baden-Baden". Se atribuye a Francisco Silvela, Presidente del Consejo de Ministros entre 1899 y 1903. Una invención paradójica, comparar el lujoso balneario de la Belle Epoque, en Baden-Baden, al suroeste de Alemania, con el castizo Madrid de finales del XIX, caluroso, popular y de sillas al fresco con botijos. La ironía de Aldecoa es retratar a un puñado de seres varados en un Madrid marítimo y solitario y hacer un guiño al público con ese Baden-Baden lejano, fastuoso y soñado.

jueves, 4 de agosto de 2022

Ando

Ando y ando y ando y ando y ando, para esquivarme, para huir, para darme esquinazo, para no encontrarme, para alejarme de mí, para escapar de la conciencia y del recuerdo. Ando y ando y ando y ando, con la intención de dejar atrás a los demonios, para desprenderme de los malos hados, de los vapores agrios. Ando y ando y ando y no dejo atrás nada, la conciencia es un viajero obstinado y molesto que no te abandona así como así. Ando y ando, me trago los quilómetros sin ver en las orillas de los caminos ningún muerto, ningún recuerdo, ningún trasgo. Me acompañan, me siguen, no consigo despistarlos, a pesar de mi empeño, a pesar de la velocidad, a pesar del polvo del camino. Ando sin rumbo, con desesperación, con el brío del maldito. Vuelvo la vista atrás y no, no hay nada, la angustia sigue conmigo.  

miércoles, 3 de agosto de 2022

"La redención americana de Lorca: así escribió 'Poeta en Nueva York' entre la depresión y el desamor" por Nuria Azancot




Era su primer viaje a América, pero al partir el 19 de junio hacia Estados Unidos a bordo del transatlántico Olympic desde el puerto de Southampton, el desánimo abrumaba a Federico García Lorca (Fuente Vaqueros, 1898 - Viznar, 1936). Por una parte, no lograba superar su ruptura sentimental con el escultor Emilio Aladrén, amigo de Salvador Dalí y de Maruja Mallo, que lo describía como "un lindo chico, muy guapo, muy guapo, como un efebo griego. Era un festejante mío (como dicen en Argentina) y Federico me lo quitó […]". Tras dos años de relación (1927-1928), Aladrén había abandonado al poeta por la inglesa Eleanor Dove.

Por si esto fuese poco, tras el éxito del Romancero gitano sufrió las burlas insidiosas (y tal vez tiznadas de envidia) de sus mejores amigos, Dalí y Luis Buñuel, que tildaron su poesía de "comerciable" y vulgarizadora. Y, finalmente, él mismo temió estar convirtiéndose en una suerte de autor folclórico dedicado a la gitanería.
Su depresión era tal (según Ian Gibson le rondó incluso la idea del suicidio) que Fernando de los Ríos, su antiguo profesor y amigo de la familia, le pidió que le acompañara a Nueva York. Y Lorca aceptó, a pesar de escribir al embajador de Chile, su íntimo Carlos Morla Lynch, que "New York me parece horrible pero por eso mismo me voy allí". Ya en el barco, poco antes de desembarcar, insistía: "Me siento deprimido y lleno de añoranzas. Tengo hambre de mi tierra. […] No sé para qué he partido; me lo pregunto cien veces al día. […] no me reconozco. Parezco otro Federico".




Y, sin embargo, cuando desde el buque tuvo su primera visión de Nueva York, el 26 de junio, le deslumbraron los rascacielos iluminados "que tocaban las estrellas", "las miles de luces, los ríos de autos" de aquella "Babilonia trepidante y enloquecedora". Tanto que apenas dos días después de desembarcar, escribió a su familia que "París me produjo gran impresión, Londres mucho más, y ahora New York me ha dado como un mazazo en la cabeza", y para subrayar lo increíble de la ciudad, les aseguraba que en solo tres de sus grandes edificios "cabe Granada entera. Son casillas donde caben 30.000 personas".
"Aprendiendo" inglés

Al final, pasaría nueve meses en Nueva York y otros tres meses en Cuba. Como si de un estudiante actual en viaje agosteño de estudios se tratara, el fin oficial de la aventura americana de Federico era aprender inglés. Lorca empezó a seguir cursos para extranjeros de la Universidad de Columbia en junio y julio, pero con tan poca dedicación como se temían quienes le conocían bien.

De hecho, antes de partir en La Gaceta Literaria se pudo leer: "¿A qué va Lorca a New York? ¿A aprender el inglés? […] Aprenderá el inglés en dos meses, con gramófono".
Lejos de las aulas, Lorca comenzó a frecuentar a León Felipe, Ángel Flores, Francisco Ágea, y se encontró con españoles de paso en la ciudad, como Julio Camba, Concha Espina, Antonia Mercé, Encarnación López (La Argentinita) o Ignacio Sánchez Mejías...

Cuando llegó agosto, el poeta, que no se había presentado al examen de inglés de la Universidad, escribió "El rey de Harlem", donde leemos "El sol que se desliza por los bosques / seguro de no encontrar una ninfa, / el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño, / el tatuado sol que baja por el río / y muge seguido de caimanes") y "1910 (Intermedio)", dos de los primeros poemas de lo que sería Poeta en Nueva York. También la revista Alhambra, que dirigía en Nueva York su nuevo amigo Ángel Flores, publicó dos romances traducidos al inglés y varias fotografías del poeta

Cielo abierto

Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba.
Cerca de las piedras sin jugo y los
insectos vacíos
no veré el duelo del sol con las
criaturas en carne viva.

Pero me iré al primer paisaje
de choques, líquidos y rumores.
que trasmina a niño recién nacido
y donde toda superficie es evitada,
para entender que lo que busco
tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor
y las arenas.

[...]
Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba;
pero me iré al primer paisaje de
humedades y latidos
para entender que lo que busco
tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor
y las arenas.

Vuelo fresco de siempre sobre lechos
vacíos,
sobre grupos de brisas y barcos
encallados.
Tropiezo vacilante por la dura
eternidad fija
y amor al fin sin alba. Amor.

Al tiempo, se multiplicaban las invitaciones para que pasase una temporada lejos de Nueva York, huyendo de las altísimas temperaturas de la ciudad. Finalmente, aceptará la de Philip Cummings e irá con su amigo a Eden Mills, en el estado de Vermont, un pintoresco pueblo fronterizo con Canadá.

Vacaciones en Vermont

Dicen los especialistas que la estancia en Vermont resultó clave para Lorca, pues el "paisaje prodigioso" le ayudo a soportar "una melancolía infinita" y resultó además muy fructífera en lo que a la creación poética se refiere. Escribió mucho y probablemente allí, en un estado de desesperación, nacieron los poemas "Cielo vivo", "Poema doble del Lago Edén" –con versos tan estremecedores como "Quiero llorar porque me da la gana / como lloran los niños del último banco, / porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, / pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado"–, "Vaca" y "Tierra y luna" de su futuro libro neoyorquino.

Y sin embargo, a pesar de la amabilidad de la familia Cummings, Lorca sentía que se ahogaba en aquella vida demasiado tranquila que no solo contrastaba con las seis bulliciosas semanas vividas en Nueva York sino que, al parecer, le despertaban unos recuerdos tristes que le quemaban, según le confesó a Ángel del Río en una carta de finales de agosto.


En los poemas escritos durante esas semanas, sin embargo, son escasas y difusas las alusiones a lo extremado del clima, pues lo cierto es que Lorca seguía profundamente impactado por el trato dispensado a la minoría negra. De ahí que los poemas agosteños de Poeta en Nueva York mencionados fuesen para el poeta y dramaturgo un verdadero grito de horror, de denuncia contra la injusticia y la discriminación, contra la deshumanización de la sociedad moderna y la alienación del ser humano.

El resto de las vacaciones lo pasó en Bushnellsville y en Newburgh, disfrutando la hospitalidad, primero, de Ángel del Río y, luego, de Federico de Onís. Probablemente de esos días datan "Vuelta de paseo", "Nocturno del hueco", "Paisaje con dos tumbas y un perro asirio", "Ruina" y "Muerte". En total, García Lorca pudo pasar unas cinco semanas fuera de la ciudad en las que no dejó de escribir su futuro libro, que, sin embargo, no pudo publicarse hasta 1940, cuatro años después de su muerte.

Sin embargo, su transformación poética y personal había sido tan completa esos meses, tan abrumadora, que cuando años más tarde (entre 1931 y 1935) pronunciaba en distintas ciudades su conferencia-recital "Un poeta en Nueva York", solía dirigirse al público precisando: "He dicho un poeta en Nueva York y he debido decir Nueva York en un poeta".

martes, 2 de agosto de 2022

Páncreas 6

En el hospital, junto a Eva, arrasada por el cáncer, paso tres tipos de noches: lúgubres, molestas y horrorosas. La última fue de las horrorosas. Ella, atiborrada de morfina, mira con ojos de ida, los cierra, los entreabre y giran desesperados detrás de los párpados. Apenas llega la noche, después de una tarde amodorrada y tranquila, se despierta el monstruo que la devora y comienza a martirizarla. Me llama cada cinco minutos, reclama mi mano, desvaría, dice disparates, me pide un beso, me grita, quiere agua con sal, quiere que le ponga la cuña una y otra vez, pregunta por cosas que tiene al alcance de la mano, se angustia por su desvarío. Llega un momento en que no puedo colocarle la cuña y le ponen un pañal. Parece que así se tranquilizará, pero no, sigue llamándome, desesperada. Cuando lo peor parece que ha pasado, sobre las cinco de la mañana, comienza a gemir. El dolor se ha despertado, a pesar de la morfina que la anega. Intentan aplacárselo, pero no pueden, me llama con más desesperación, le agarro la mano, le pongo paños húmedos en la frente y en los tobillos, sigue gimiendo, pequeña, casi llorando. Le pregunto, "¿qué quieres que haga?"; me responde, muy firme, con los ojos muy abiertos, "mátame". 

Morimos peor que los perros, sin duda alguna. Todos sabemos, los médicos y las enfermeras mejor que nadie, que su dolencia no tiene solución y, a pesar de eso, continúan haciendo análisis clínicos, le transfieren cinco bolsas de sangre, la alimentan a través del gotero. Le alargan la vida con un denuedo que no termino de comprender. Está postrada en la cama, su cuerpo se parece cada vez más al de los judíos de Auschwitz, los parches cubren su espalda, dolorida por las llagas. Su despertar solo tiene una perspectiva, el dolor o el desvarío. Vuelven las enfermeras a entrar en la habitación, le miden la temperatura, la tensión, le introducen unos nuevos cables por la nariz, la médica propone hacerle una gastroscopia... Todos parecen confabulados para torturar sus últimos días y alargar su agonía cuanto más tiempo mejor. Mientras tanto, es verano, el sol abrasa las aceras y los torsos de los bañistas, allá lejos, en la piscina de la azotea, se ven tras la ventana, una imagen tan distante como las de la televisión.

lunes, 1 de agosto de 2022

La ausencia

La ausencia pesa de una forma agria. Todo el que la ha sufrido lo sabe. Llegar a casa y encontrarte con el vacío, con la respuesta muda de los objetos, de los espacios, es una sensación muy desagradable, que provoca un dolor intenso, nuevo, más allá de lo físico. La ausencia se digiere poco a poco, eso me han dicho los que la han sufrido. Cuando está reciente, es lo que puedo decir desde la experiencia, una congoja automática te descarga el llanto y poco, muy poco puedes hacer por concentrar la atención en cualquier otra cosa. Ella está en todas partes, en todas. Machado convocaba a Leonor, "dame tu mano y paseemos",  porque tienes la extraña sensación de que está a tu lado, como siempre, esperando a que le digas algo, a que le comentes la rutina de la mañana. La gravedad de la ausencia es una compañera indigesta que no se separa por mucho que lo intentes. Llevo más de dos meses sin poder leer nada, sn poder ver una película, una serie, sin escribir, sin poder concentrar la atención en otro asunto que no sea su recuerdo. Porque ya la recordaba antes de morir, porque durante la enfermedad ya no era ella, ya la echaba en falta. La ausencia de un ser con el que lo has vivido todo es un flagelo que te va azotando en cada rincón, en cada paisaje, en cada sorbo de vino. La ausencia es una mano que te aprieta la garganta con saña en cuanto te despiertas.  

Páncreas 5

Desde la ventana del hospital se ve una azotea donde los muchachos y muchachas juegan al pádel y se bañan en una piscina. Me siento como esos presos que contemplan ansiosos el transcurrir del mundo a través de las rejas, el tránsito de los coches, de las bicicletas, de los patinetes, el trino de un ruiseñor, el paseo de los hombres libres. La habitación se ha convertido en un zulo angustioso, como si me hubiera raptado un grupo terrorista y estuviera esperando el momento de la ejecución o anhelando la puesta en libertad. Ella ya no espera casi nada. La degradación a la que la está sometiendo la enfermedad no le deja respirar y le ha absorbido prácticamente todos sus ánimos y esperanzas. La única libertad es ahora la muerte, y eso no se termina de digerir bien. Recuerdo los consejos de Montaigne para aprender a morir y me parecen baldíos en su situación, porque es tanta la crueldad del cáncer y tanto el daño infligido que no hay forma de racionalizar este sufrimiento, porque está postrada en una cama, porque la adormece la morfina, porque cada día aparece una nueva tara que agrava su situación, porque los parches de la espalda señalan las llagas de su inmovilidad y de su desgracia. No, en este estado no se pueden seguir los consejos de Montaigne, ni los de nadie.   

domingo, 31 de julio de 2022

Páncreas 4

Más de dos semanas en el hospital. Lo peor es la falta de esperanza, la sensación de que uno está aquí cuidando a la moribunda, temiendo que se acabe en cualquier momento. Ella ya no es ella. Nada tiene que ver este cuerpo famélico, derrengado, de hueso y piel de cartón, con aquella mujer de firme carácter y cuidado aspecto. Ella ya no es ella, es otra. Un pobre saco de huesos, que apenas come, solo líquidos y algún yogur; que apenas hace ruido, salvo los gemidos que anuncian que el efecto de la morfina ha bajado. Intento sentarla al borde de la cama, permanece ahí un momento, el justo para darle unos sorbos a una taza de leche y vuelve a su refugio, la cama. Se tumba en ella esperando que nadie la moleste, que nadie estorbe sus últimas horas en este mundo. Más de dos semanas y lo peor es saber que el ser humano es capaz de resistir hasta la extenuación, que pueden ser meses los que pasemos aquí, contemplando la degradación de su físico y de su mente. Porque la carga de morfina empieza a trabarle la lengua y empieza a desvariar, a no situar el momento del día, a desorientarse con facilidad. A veces pienso que sería mejor que perdiera del todo la consciencia, de qué le vale conocer la realidad del momento si no es para martirizarse aún más. ¿Para qué vivir así? Todo es triste, patético, humillante: ponerle la cuña para que orine; hacerle un enema para que no reviente; quitarle el pañal; lavarle el cuerpo con una esponja jabonosa; abrazarla con cuidado para subir su cuerpo frágil a lo más alto de la cama, porque se desliza intentando desaparecer entre las sábanas. El cáncer la está devorando. Las enfermeras la tratan con mucho mimo, como si fuera una niña desvalida, conocen su diagnóstico y se les nota la lástima y la misericordia en sus gestos. Saben que lo único que se puede hacer por ella es aliviarle el dolor, solo eso. En la habitación suena el pitido lánguido de los aparatos médicos, la respiración, el gemido de ella y un silencio sepulcral que solo rompen las enfermeras y auxiliares cuando entran con la prisa de muchos pacientes por atender. Ella no es ella, es una caricatura lastimosa de una mujer con la que he vivido más de 35 años. 

sábado, 30 de julio de 2022

Páncreas 3

La angustia de las noches de dolor. Postrada en la cama, recibe el chute de morfina. Hace efecto de forma instantánea y la sume en un sueño profundo, silencioso. Yo, a su lado, desde el sofá, intento dormir, pero, a veces, me supera la angustia de saber que en poco más de tres horas volverá a gemir. El efecto de la morfina se diluirá y el cáncer morderá de nuevo con impiedad las entrañas de Eva. La vida se reduce entonces a periodos de cuatro horas en los que prima la ansiedad de saber que el calmante no es continuo. Los pocos momentos en que ella renace sin dolor los ocupa en dormir (el sufrimiento es agotador). Solo podemos hablar, intercambiar pareceres durante unos breves instantes a lo largo del día. Como si ella solo estuviera presente durante un momento en la habitación. El resto del tiempo lo paso con un ser indefenso, aterido por el padecimiento, con un gemido tenue, apagado, casi un arrullo de paloma, que suena tan terrible como el chirrido de un sarcófago. Apenas come, el dolor no le deja alimentarse. Se le palpan las costillas y la musculatura ha desaparecido en casi todos sus miembros. Cuando la lavan y le cambian la ropa de cama, es tan liviana que apenas ofrece resistencia a las auxiliares. Su fragilidad es tan estremecedora que da miedo abrazarla por si se quiebra. Es una pieza de vidrio que ya no está aquí, que ya no es nuestra.  

viernes, 29 de julio de 2022

Palacio de las Dueñas

El Palacio de las Dueñas expone bien a las claras las dos Españas de las que Machado hablaba: la del poeta del pueblo, con su recuerdo infantil de hombre bueno y la de esa aristocracia vana que llevó a la desgracia al país, como él mismo profetizó. La familia más representativa de esa casta, los Alba, son los dueños del palacio. Como una gracia de los poderosos, permiten que el vulgo visite los jardines y algunas de las estancias. Los toros, los caballos, las vírgenes, la España de Frascuelo y de María, de la que Machado renegaba, está bien representada en cada una de sus habitaciones. Los retratos de esa gente ridícula y haragana, que tanto detestaba el poeta, pueblan las mesas y las paredes. Hay que salir a los patios para recordar a Machado, para aspirar sus versos, para oler los limoneros, para desprenderse de ese hedor a braguero y a sillas de montar. Hasta el tonto por excelencia de la última pandemia aparece en sus paredes. No, el interior del palacio de las Dueñas no representa al poeta. Solo sus fuentes, los pájaros, la naturaleza reviven su infancia. La melancolía del agua, las galerías, las buganvillas, la sombra fresca, contrasta con la barahúnda mostrenca, con el moho, con la rebaba hedionda del señorito inútil, al que tanto aborrecía el poeta.  

Páncreas 2

El dolor es un carroñero voraz que no suelta a la presa una vez que ha olido la sangre enferma. Se ceba con ella, la retuerce, la hace gemir, sin ninguna piedad. El dolor se agarra a su vientre y a su espalda, a todo lo dañado, a sus debilidades. Ella no quiere despertar porque sabe que, en cuanto lo haga, se lanzará a por ella sin compasión, para hacerla gemir, para hacerla retorcerse en la cama. Ni siquiera la morfina es ya suficiente. Va comiéndole horas a su efecto hasta dejarla sin apenas respiro. Ella gime, leve, como un bebé moribundo, sin fuerzas, sin aliento, sin ganas de ver la luz. Hay que cerrar las cortinas, apagarlo todo e impedir el paso a la habitación, porque ella cree que así ahuyentará al dolor, lo ocultará en la oscuridad del sueño. A veces funciona, durante muy poco tiempo. El carroñero se burla con crueldad, se detiene un instante y vuelve con más fuerza para retorcerla en la cama, para recrearse en su sufrimiento. Ella solo vive ya para huir de él, del carroñero que tiene dentro, del animal que la devora poco a poco, con delectación y crueldad mayúsculas. Apenas le permite comer, porque, durante los pocos momentos en que la libera, ella prefiere esconderse tras el sueño, asustada, agotada, exhausta. Nadie lo ha vencido nunca en estas circunstancias: cuando la corrupción de los órganos se ha generalizado, cuando todo está devastado por la enfermedad, surge el animal más despiadado, más horrible, más sanguinario: el dolor, el asfixiante y apabullante dolor, acompañante inmisericorde del cáncer de páncreas.