domingo, 7 de agosto de 2022

"Vacaciones abrasadoras y aburridas en el Madrid desierto de Ignacio Aldecoa" por Lourdes Ventura




"Cuando Elisa salió a la calle caía el sol tras de las altas casas del otro lado de la avenida [...] Casi no había tráfico y los pocos coches que pasaban lo hacían lentamente. Era la hora perezosa y misteriosa en que los juegos de los niños pasan a ser mágicos, en que los dibujos en el polvo se transforman en criptogramas cabalísticos y en el que las conversaciones se adormilan en susurros plenos de complicidad".

Así describe Ignacio Aldecoa (Vitoria, 1925 - Madrid, 1969) la hora del crepúsculo en el Madrid desierto del verano, en donde su protagonista se mueve a la deriva, entre las terrazas de los cafés y las tabernas populares a las que acude con un fotógrafo bohemio. La atmósfera de Los pájaros de Baden-Baden evoca la respiración interna de unos personajes burgueses aplastados por el calor y el aburrimiento. La acción del relato se desarrolla en un tiempo delimitado: los días de julio y agosto, hasta las primeras lluvias de septiembre. El calor en la ciudad despoblada es un protagonista más.
Una joven algo perdida se ha quedado en Madrid para escribir un libro. A mediados de los años 60 una mujer sin marido resultaba una mujer incompleta. Elisa, universitaria y bella, refugiada en las habitaciones sofocantes de su casa, tiene miedo de la futura derrota de su cuerpo: "Ahora la abrazaba el temor de la vergüenza de la edad: de sus treinta y cuatro años y su soltería".

Aun así, Elisa es capaz de sentarse sin compañía a la hora del ocaso en una terraza del paseo de Rosales. Ante una mujer atractiva y solitaria, rodeada de cuadernos de trabajo como un muro simbólico, los Rodríguez de aquellos calurosos veranos sólo se atrevían a franquear la muralla intelectual si previamente habían sido presentados. Para entender la sensualidad reprimida de aquel tiempo –y es un punto central que conecta directamente el deseo no exteriorizado con el calor manifiesto en este relato–, hay que fijarse en los diálogos a medias de los otros dos hombres que asedian a la protagonista con el mayor de los disimulos.

Ricardo, casado con una compañera de estudios de Elisa, la aborda por casualidad en la terraza de Rosales: "Pero ¿qué haces tan sola? Pero ¿qué haces aquí? Esto se avisa, traidora". Confianzudo, simpático, comenta que está guapísima y prepara el camino para volverla a ver otro día, en una piscina, en una terraza nocturna a las afueras de Madrid, huyendo del calor. Empieza, como táctica, dando un poco de pena: "Yo, de Rodríguez, como un perro sin amo. Por la mañana, el Ministerio. Como en cualquier parte. Luego la siesta y a aburrirme".

Un confidente maduro

Hay otro Don Juan llamado Pedro, un médico. También saldrá con Elisa a las terrazas. Su esposa y Elisa son buenas amigas. Él hace de confidente maduro; cuando los celos pueden con él, imaginamos que esta declaración inconclusa viene de lejos: "Si tú hubieras sido razonable… Elisa, si tú hubieras querido… Lo mismo en el verano que en el invierno… A veces no cuentas con que los demás, con que yo…". Elisa le corta bruscamente: "No sigas".

Sólo el fotógrafo artista, en su desenvoltura y a golpe de cubalibres, consigue conquistarla, para decepcionarla pronto. "Yo creo que en el estudio hace más calor, pero puede que usted esté más cómoda […] El blancor de los azulejos y el agua de las pilas dan una impresión de frescor".

Ella ha acudido a ver al artista para contratar unas fotos para su trabajo. El desorden de la casa bohemia, el joven que baja las escaleras, con shorts y una camisa atada a la cintura, a por "un gran trozo de hielo", las artísticas fotografías en las carpetas, el cubalibre que anuncia otras copas. El narrador omnisciente describe lo que debió pensar Elisa: "El hielo en los vasos estaba lleno de campanillas y luceritos".

En las novelas de veranos tórridos siempre se bebe un alcohol específico. Al inicio del relato de Aldecoa, Elisa toma un sorbo de cerveza para comprobar que está "desagradablemente tibia". Su amigo Ricardo llama al camarero y pide: "Cangrejos y cerveza muy fría". Con el bohemio, beberá cubalibre con mucho hielo. Los personajes de Los caballitos de Tarquinia, de Marguerite Duras, de veraneo en la calurosa provincia de Viterbo, beben sin parar Campari. Es esta novela de Duras una de las mejores historias sobre un verano abrasador. Profundo, existencial, amenazante, es el calor de Argel en El extranjero, de Camus.

En el entierro de la madre del protagonista "el resplandor del cielo era insostenible". En un momento dado el cortejo funerario pasa por un camino en obras recientes: "El sol había hecho saltar el alquitrán. Los pies se hundían en él y dejaban abierta su carne brillante". En El extranjero, el protagonista bebe café con leche, como en otros lugares de África donde se aplacan las altas temperaturas con bebidas calientes. En un relato de los Cuentos romanos, de Alberto Moravia, el calor de Roma invita a tomar Martinis.

Elisa, en Los pájaros de Baden-Baden, sentada en Rosales "como si estuviera en un mirador que al mismo tiempo fuese un muelle", ve tornarse de rojo la tarde madrileña como si se tratara del Mediterráneo. "Había dejado sus cuadernos abandonados sobre el mármol del velador y miraba al mar resultante de muchos mares de verano", escribe Aldecoa. El autor de Con el viento solano, más surrealista ibérico que realista, tertuliano insomne, esposo de la escritora Josefina Rodríguez, fue amado por el cine y Mario Camus llevó a la pantalla varias de sus obras, entre ellas estos Pájaros de Baden-Baden.

Nuestros padres y abuelos repetían en verano esta frase: "Madrid en agosto, con dinero y sin familia, Baden-Baden". Se atribuye a Francisco Silvela, Presidente del Consejo de Ministros entre 1899 y 1903. Una invención paradójica, comparar el lujoso balneario de la Belle Epoque, en Baden-Baden, al suroeste de Alemania, con el castizo Madrid de finales del XIX, caluroso, popular y de sillas al fresco con botijos. La ironía de Aldecoa es retratar a un puñado de seres varados en un Madrid marítimo y solitario y hacer un guiño al público con ese Baden-Baden lejano, fastuoso y soñado.

jueves, 4 de agosto de 2022

Ando

Ando y ando y ando y ando y ando, para esquivarme, para huir, para darme esquinazo, para no encontrarme, para alejarme de mí, para escapar de la conciencia y del recuerdo. Ando y ando y ando y ando, con la intención de dejar atrás a los demonios, para desprenderme de los malos hados, de los vapores agrios. Ando y ando y ando y no dejo atrás nada, la conciencia es un viajero obstinado y molesto que no te abandona así como así. Ando y ando, me trago los quilómetros sin ver en las orillas de los caminos ningún muerto, ningún recuerdo, ningún trasgo. Me acompañan, me siguen, no consigo despistarlos, a pesar de mi empeño, a pesar de la velocidad, a pesar del polvo del camino. Ando sin rumbo, con desesperación, con el brío del maldito. Vuelvo la vista atrás y no, no hay nada, la angustia sigue conmigo.  

miércoles, 3 de agosto de 2022

"La redención americana de Lorca: así escribió 'Poeta en Nueva York' entre la depresión y el desamor" por Nuria Azancot




Era su primer viaje a América, pero al partir el 19 de junio hacia Estados Unidos a bordo del transatlántico Olympic desde el puerto de Southampton, el desánimo abrumaba a Federico García Lorca (Fuente Vaqueros, 1898 - Viznar, 1936). Por una parte, no lograba superar su ruptura sentimental con el escultor Emilio Aladrén, amigo de Salvador Dalí y de Maruja Mallo, que lo describía como "un lindo chico, muy guapo, muy guapo, como un efebo griego. Era un festejante mío (como dicen en Argentina) y Federico me lo quitó […]". Tras dos años de relación (1927-1928), Aladrén había abandonado al poeta por la inglesa Eleanor Dove.

Por si esto fuese poco, tras el éxito del Romancero gitano sufrió las burlas insidiosas (y tal vez tiznadas de envidia) de sus mejores amigos, Dalí y Luis Buñuel, que tildaron su poesía de "comerciable" y vulgarizadora. Y, finalmente, él mismo temió estar convirtiéndose en una suerte de autor folclórico dedicado a la gitanería.
Su depresión era tal (según Ian Gibson le rondó incluso la idea del suicidio) que Fernando de los Ríos, su antiguo profesor y amigo de la familia, le pidió que le acompañara a Nueva York. Y Lorca aceptó, a pesar de escribir al embajador de Chile, su íntimo Carlos Morla Lynch, que "New York me parece horrible pero por eso mismo me voy allí". Ya en el barco, poco antes de desembarcar, insistía: "Me siento deprimido y lleno de añoranzas. Tengo hambre de mi tierra. […] No sé para qué he partido; me lo pregunto cien veces al día. […] no me reconozco. Parezco otro Federico".




Y, sin embargo, cuando desde el buque tuvo su primera visión de Nueva York, el 26 de junio, le deslumbraron los rascacielos iluminados "que tocaban las estrellas", "las miles de luces, los ríos de autos" de aquella "Babilonia trepidante y enloquecedora". Tanto que apenas dos días después de desembarcar, escribió a su familia que "París me produjo gran impresión, Londres mucho más, y ahora New York me ha dado como un mazazo en la cabeza", y para subrayar lo increíble de la ciudad, les aseguraba que en solo tres de sus grandes edificios "cabe Granada entera. Son casillas donde caben 30.000 personas".
"Aprendiendo" inglés

Al final, pasaría nueve meses en Nueva York y otros tres meses en Cuba. Como si de un estudiante actual en viaje agosteño de estudios se tratara, el fin oficial de la aventura americana de Federico era aprender inglés. Lorca empezó a seguir cursos para extranjeros de la Universidad de Columbia en junio y julio, pero con tan poca dedicación como se temían quienes le conocían bien.

De hecho, antes de partir en La Gaceta Literaria se pudo leer: "¿A qué va Lorca a New York? ¿A aprender el inglés? […] Aprenderá el inglés en dos meses, con gramófono".
Lejos de las aulas, Lorca comenzó a frecuentar a León Felipe, Ángel Flores, Francisco Ágea, y se encontró con españoles de paso en la ciudad, como Julio Camba, Concha Espina, Antonia Mercé, Encarnación López (La Argentinita) o Ignacio Sánchez Mejías...

Cuando llegó agosto, el poeta, que no se había presentado al examen de inglés de la Universidad, escribió "El rey de Harlem", donde leemos "El sol que se desliza por los bosques / seguro de no encontrar una ninfa, / el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño, / el tatuado sol que baja por el río / y muge seguido de caimanes") y "1910 (Intermedio)", dos de los primeros poemas de lo que sería Poeta en Nueva York. También la revista Alhambra, que dirigía en Nueva York su nuevo amigo Ángel Flores, publicó dos romances traducidos al inglés y varias fotografías del poeta

Cielo abierto

Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba.
Cerca de las piedras sin jugo y los
insectos vacíos
no veré el duelo del sol con las
criaturas en carne viva.

Pero me iré al primer paisaje
de choques, líquidos y rumores.
que trasmina a niño recién nacido
y donde toda superficie es evitada,
para entender que lo que busco
tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor
y las arenas.

[...]
Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba;
pero me iré al primer paisaje de
humedades y latidos
para entender que lo que busco
tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor
y las arenas.

Vuelo fresco de siempre sobre lechos
vacíos,
sobre grupos de brisas y barcos
encallados.
Tropiezo vacilante por la dura
eternidad fija
y amor al fin sin alba. Amor.

Al tiempo, se multiplicaban las invitaciones para que pasase una temporada lejos de Nueva York, huyendo de las altísimas temperaturas de la ciudad. Finalmente, aceptará la de Philip Cummings e irá con su amigo a Eden Mills, en el estado de Vermont, un pintoresco pueblo fronterizo con Canadá.

Vacaciones en Vermont

Dicen los especialistas que la estancia en Vermont resultó clave para Lorca, pues el "paisaje prodigioso" le ayudo a soportar "una melancolía infinita" y resultó además muy fructífera en lo que a la creación poética se refiere. Escribió mucho y probablemente allí, en un estado de desesperación, nacieron los poemas "Cielo vivo", "Poema doble del Lago Edén" –con versos tan estremecedores como "Quiero llorar porque me da la gana / como lloran los niños del último banco, / porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, / pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado"–, "Vaca" y "Tierra y luna" de su futuro libro neoyorquino.

Y sin embargo, a pesar de la amabilidad de la familia Cummings, Lorca sentía que se ahogaba en aquella vida demasiado tranquila que no solo contrastaba con las seis bulliciosas semanas vividas en Nueva York sino que, al parecer, le despertaban unos recuerdos tristes que le quemaban, según le confesó a Ángel del Río en una carta de finales de agosto.


En los poemas escritos durante esas semanas, sin embargo, son escasas y difusas las alusiones a lo extremado del clima, pues lo cierto es que Lorca seguía profundamente impactado por el trato dispensado a la minoría negra. De ahí que los poemas agosteños de Poeta en Nueva York mencionados fuesen para el poeta y dramaturgo un verdadero grito de horror, de denuncia contra la injusticia y la discriminación, contra la deshumanización de la sociedad moderna y la alienación del ser humano.

El resto de las vacaciones lo pasó en Bushnellsville y en Newburgh, disfrutando la hospitalidad, primero, de Ángel del Río y, luego, de Federico de Onís. Probablemente de esos días datan "Vuelta de paseo", "Nocturno del hueco", "Paisaje con dos tumbas y un perro asirio", "Ruina" y "Muerte". En total, García Lorca pudo pasar unas cinco semanas fuera de la ciudad en las que no dejó de escribir su futuro libro, que, sin embargo, no pudo publicarse hasta 1940, cuatro años después de su muerte.

Sin embargo, su transformación poética y personal había sido tan completa esos meses, tan abrumadora, que cuando años más tarde (entre 1931 y 1935) pronunciaba en distintas ciudades su conferencia-recital "Un poeta en Nueva York", solía dirigirse al público precisando: "He dicho un poeta en Nueva York y he debido decir Nueva York en un poeta".

martes, 2 de agosto de 2022

Páncreas 6

En el hospital, junto a Eva, arrasada por el cáncer, paso tres tipos de noches: lúgubres, molestas y horrorosas. La última fue de las horrorosas. Ella, atiborrada de morfina, mira con ojos de ida, los cierra, los entreabre y giran desesperados detrás de los párpados. Apenas llega la noche, después de una tarde amodorrada y tranquila, se despierta el monstruo que la devora y comienza a martirizarla. Me llama cada cinco minutos, reclama mi mano, desvaría, dice disparates, me pide un beso, me grita, quiere agua con sal, quiere que le ponga la cuña una y otra vez, pregunta por cosas que tiene al alcance de la mano, se angustia por su desvarío. Llega un momento en que no puedo colocarle la cuña y le ponen un pañal. Parece que así se tranquilizará, pero no, sigue llamándome, desesperada. Cuando lo peor parece que ha pasado, sobre las cinco de la mañana, comienza a gemir. El dolor se ha despertado, a pesar de la morfina que la anega. Intentan aplacárselo, pero no pueden, me llama con más desesperación, le agarro la mano, le pongo paños húmedos en la frente y en los tobillos, sigue gimiendo, pequeña, casi llorando. Le pregunto, "¿qué quieres que haga?"; me responde, muy firme, con los ojos muy abiertos, "mátame". 

Morimos peor que los perros, sin duda alguna. Todos sabemos, los médicos y las enfermeras mejor que nadie, que su dolencia no tiene solución y, a pesar de eso, continúan haciendo análisis clínicos, le transfieren cinco bolsas de sangre, la alimentan a través del gotero. Le alargan la vida con un denuedo que no termino de comprender. Está postrada en la cama, su cuerpo se parece cada vez más al de los judíos de Auschwitz, los parches cubren su espalda, dolorida por las llagas. Su despertar solo tiene una perspectiva, el dolor o el desvarío. Vuelven las enfermeras a entrar en la habitación, le miden la temperatura, la tensión, le introducen unos nuevos cables por la nariz, la médica propone hacerle una gastroscopia... Todos parecen confabulados para torturar sus últimos días y alargar su agonía cuanto más tiempo mejor. Mientras tanto, es verano, el sol abrasa las aceras y los torsos de los bañistas, allá lejos, en la piscina de la azotea, se ven tras la ventana, una imagen tan distante como las de la televisión.

lunes, 1 de agosto de 2022

La ausencia

La ausencia pesa de una forma agria. Todo el que la ha sufrido lo sabe. Llegar a casa y encontrarte con el vacío, con la respuesta muda de los objetos, de los espacios, es una sensación muy desagradable, que provoca un dolor intenso, nuevo, más allá de lo físico. La ausencia se digiere poco a poco, eso me han dicho los que la han sufrido. Cuando está reciente, es lo que puedo decir desde la experiencia, una congoja automática te descarga el llanto y poco, muy poco puedes hacer por concentrar la atención en cualquier otra cosa. Ella está en todas partes, en todas. Machado convocaba a Leonor, "dame tu mano y paseemos",  porque tienes la extraña sensación de que está a tu lado, como siempre, esperando a que le digas algo, a que le comentes la rutina de la mañana. La gravedad de la ausencia es una compañera indigesta que no se separa por mucho que lo intentes. Llevo más de dos meses sin poder leer nada, sn poder ver una película, una serie, sin escribir, sin poder concentrar la atención en otro asunto que no sea su recuerdo. Porque ya la recordaba antes de morir, porque durante la enfermedad ya no era ella, ya la echaba en falta. La ausencia de un ser con el que lo has vivido todo es un flagelo que te va azotando en cada rincón, en cada paisaje, en cada sorbo de vino. La ausencia es una mano que te aprieta la garganta con saña en cuanto te despiertas.  

Páncreas 5

Desde la ventana del hospital se ve una azotea donde los muchachos y muchachas juegan al pádel y se bañan en una piscina. Me siento como esos presos que contemplan ansiosos el transcurrir del mundo a través de las rejas, el tránsito de los coches, de las bicicletas, de los patinetes, el trino de un ruiseñor, el paseo de los hombres libres. La habitación se ha convertido en un zulo angustioso, como si me hubiera raptado un grupo terrorista y estuviera esperando el momento de la ejecución o anhelando la puesta en libertad. Ella ya no espera casi nada. La degradación a la que la está sometiendo la enfermedad no le deja respirar y le ha absorbido prácticamente todos sus ánimos y esperanzas. La única libertad es ahora la muerte, y eso no se termina de digerir bien. Recuerdo los consejos de Montaigne para aprender a morir y me parecen baldíos en su situación, porque es tanta la crueldad del cáncer y tanto el daño infligido que no hay forma de racionalizar este sufrimiento, porque está postrada en una cama, porque la adormece la morfina, porque cada día aparece una nueva tara que agrava su situación, porque los parches de la espalda señalan las llagas de su inmovilidad y de su desgracia. No, en este estado no se pueden seguir los consejos de Montaigne, ni los de nadie.   

domingo, 31 de julio de 2022

Páncreas 4

Más de dos semanas en el hospital. Lo peor es la falta de esperanza, la sensación de que uno está aquí cuidando a la moribunda, temiendo que se acabe en cualquier momento. Ella ya no es ella. Nada tiene que ver este cuerpo famélico, derrengado, de hueso y piel de cartón, con aquella mujer de firme carácter y cuidado aspecto. Ella ya no es ella, es otra. Un pobre saco de huesos, que apenas come, solo líquidos y algún yogur; que apenas hace ruido, salvo los gemidos que anuncian que el efecto de la morfina ha bajado. Intento sentarla al borde de la cama, permanece ahí un momento, el justo para darle unos sorbos a una taza de leche y vuelve a su refugio, la cama. Se tumba en ella esperando que nadie la moleste, que nadie estorbe sus últimas horas en este mundo. Más de dos semanas y lo peor es saber que el ser humano es capaz de resistir hasta la extenuación, que pueden ser meses los que pasemos aquí, contemplando la degradación de su físico y de su mente. Porque la carga de morfina empieza a trabarle la lengua y empieza a desvariar, a no situar el momento del día, a desorientarse con facilidad. A veces pienso que sería mejor que perdiera del todo la consciencia, de qué le vale conocer la realidad del momento si no es para martirizarse aún más. ¿Para qué vivir así? Todo es triste, patético, humillante: ponerle la cuña para que orine; hacerle un enema para que no reviente; quitarle el pañal; lavarle el cuerpo con una esponja jabonosa; abrazarla con cuidado para subir su cuerpo frágil a lo más alto de la cama, porque se desliza intentando desaparecer entre las sábanas. El cáncer la está devorando. Las enfermeras la tratan con mucho mimo, como si fuera una niña desvalida, conocen su diagnóstico y se les nota la lástima y la misericordia en sus gestos. Saben que lo único que se puede hacer por ella es aliviarle el dolor, solo eso. En la habitación suena el pitido lánguido de los aparatos médicos, la respiración, el gemido de ella y un silencio sepulcral que solo rompen las enfermeras y auxiliares cuando entran con la prisa de muchos pacientes por atender. Ella no es ella, es una caricatura lastimosa de una mujer con la que he vivido más de 35 años. 

sábado, 30 de julio de 2022

Páncreas 3

La angustia de las noches de dolor. Postrada en la cama, recibe el chute de morfina. Hace efecto de forma instantánea y la sume en un sueño profundo, silencioso. Yo, a su lado, desde el sofá, intento dormir, pero, a veces, me supera la angustia de saber que en poco más de tres horas volverá a gemir. El efecto de la morfina se diluirá y el cáncer morderá de nuevo con impiedad las entrañas de Eva. La vida se reduce entonces a periodos de cuatro horas en los que prima la ansiedad de saber que el calmante no es continuo. Los pocos momentos en que ella renace sin dolor los ocupa en dormir (el sufrimiento es agotador). Solo podemos hablar, intercambiar pareceres durante unos breves instantes a lo largo del día. Como si ella solo estuviera presente durante un momento en la habitación. El resto del tiempo lo paso con un ser indefenso, aterido por el padecimiento, con un gemido tenue, apagado, casi un arrullo de paloma, que suena tan terrible como el chirrido de un sarcófago. Apenas come, el dolor no le deja alimentarse. Se le palpan las costillas y la musculatura ha desaparecido en casi todos sus miembros. Cuando la lavan y le cambian la ropa de cama, es tan liviana que apenas ofrece resistencia a las auxiliares. Su fragilidad es tan estremecedora que da miedo abrazarla por si se quiebra. Es una pieza de vidrio que ya no está aquí, que ya no es nuestra.  

viernes, 29 de julio de 2022

Palacio de las Dueñas

El Palacio de las Dueñas expone bien a las claras las dos Españas de las que Machado hablaba: la del poeta del pueblo, con su recuerdo infantil de hombre bueno y la de esa aristocracia vana que llevó a la desgracia al país, como él mismo profetizó. La familia más representativa de esa casta, los Alba, son los dueños del palacio. Como una gracia de los poderosos, permiten que el vulgo visite los jardines y algunas de las estancias. Los toros, los caballos, las vírgenes, la España de Frascuelo y de María, de la que Machado renegaba, está bien representada en cada una de sus habitaciones. Los retratos de esa gente ridícula y haragana, que tanto detestaba el poeta, pueblan las mesas y las paredes. Hay que salir a los patios para recordar a Machado, para aspirar sus versos, para oler los limoneros, para desprenderse de ese hedor a braguero y a sillas de montar. Hasta el tonto por excelencia de la última pandemia aparece en sus paredes. No, el interior del palacio de las Dueñas no representa al poeta. Solo sus fuentes, los pájaros, la naturaleza reviven su infancia. La melancolía del agua, las galerías, las buganvillas, la sombra fresca, contrasta con la barahúnda mostrenca, con el moho, con la rebaba hedionda del señorito inútil, al que tanto aborrecía el poeta.  

Páncreas 2

El dolor es un carroñero voraz que no suelta a la presa una vez que ha olido la sangre enferma. Se ceba con ella, la retuerce, la hace gemir, sin ninguna piedad. El dolor se agarra a su vientre y a su espalda, a todo lo dañado, a sus debilidades. Ella no quiere despertar porque sabe que, en cuanto lo haga, se lanzará a por ella sin compasión, para hacerla gemir, para hacerla retorcerse en la cama. Ni siquiera la morfina es ya suficiente. Va comiéndole horas a su efecto hasta dejarla sin apenas respiro. Ella gime, leve, como un bebé moribundo, sin fuerzas, sin aliento, sin ganas de ver la luz. Hay que cerrar las cortinas, apagarlo todo e impedir el paso a la habitación, porque ella cree que así ahuyentará al dolor, lo ocultará en la oscuridad del sueño. A veces funciona, durante muy poco tiempo. El carroñero se burla con crueldad, se detiene un instante y vuelve con más fuerza para retorcerla en la cama, para recrearse en su sufrimiento. Ella solo vive ya para huir de él, del carroñero que tiene dentro, del animal que la devora poco a poco, con delectación y crueldad mayúsculas. Apenas le permite comer, porque, durante los pocos momentos en que la libera, ella prefiere esconderse tras el sueño, asustada, agotada, exhausta. Nadie lo ha vencido nunca en estas circunstancias: cuando la corrupción de los órganos se ha generalizado, cuando todo está devastado por la enfermedad, surge el animal más despiadado, más horrible, más sanguinario: el dolor, el asfixiante y apabullante dolor, acompañante inmisericorde del cáncer de páncreas. 

jueves, 28 de julio de 2022

No ser

Ser plaza, ser piedra, árbol, sombra, paloma, azulejo árabe, ser recuerdo solamente. Ser parte insensible de la ciudad, ser arbusto, sillería, naranjo, pináculo, no sentir la congoja en cada rincón del barrio de Santa Cruz ni la llaga de la ausencia. Ser "aire inmortal, piedra inerte", ser ceniza como ella. Servir solo para el asueto y el solaz del turista. No escuchar a los guías, no pensar en que ella ya no está. No ser, no sentir, sombra fresca contra la canícula, sombra fresca contra la angustia. 

Barrio de Santa Cruz

Una brisa dulce, una sombra acogedora. Los turistas en bandadas, llegan, vomitan y se van. Se van y retorna el silencio, el zureo de las palomas, el brazo amoroso que mece la plaza Elvira en el barrio de Santa Cruz. Vuelven, hacen dos, tres, cuatro fotos con el móvil, oyen la explicación sobre la casa de don Juan Tenorio y siguen al cabestro. Yo también lo he hecho, tampoco está tan mal, pero es más intensa la sensación que producen la pausa, el sosiego, el silencio, el banco de cerámica andalusí, el embelesamiento. Absorber la suavidad de Al-Ándalus, la galbana de la canícula, con el alma, sin piernas.  

Páncreas 1

Abro los ojos, me despierto y mi única obsesión es que ella siga durmiendo todavía, con la esperanza de que el dolor no la desgarre. El sueño como refugio del padecimiento. Los parches de morfina sirven para evitar la realidad, para vadearla. Dormir junto a alguien que sufre, junto a alguien que está siendo devorada por un cáncer implacable, es como sentir la enfermedad a tu lado, latente, siempre dispuesta a morderle las entrañas; como yacer junto a un perro rabioso sin saber cuándo va a clavar la dentellada hiriente o mortal. 

Le duele la espalda, el vientre, los riñones, le duele todo. Los ojos se le vidrian y no parece ella cuando habla. Un hilo de voz más agudo que el habitual, como de niña, sale de su boca, pide agua fresca, otra pastilla, "no, comida, no", un bálsamo que le apague el fuego que la abrasa. Quienes pelean contra un dolor así se ven obligados a olvidarse del mundo, se abstraen de la realidad que les rodea, no quieren leer, ni ver la tele, ni oír a nadie, solo se nutren de silencio y oscuridad. Molestan las persianas subidas, las voces de los visitantes, la vida. Es como si ya estuvieran enganchados en el otro lado, como si la realidad les fuera ajena. "Dejadme en paz, ¡mecagüendiós!", fue una de las últimas expresiones de mi padre antes de morir. La moribunda se encuentra ya en un estadio como de ensueño, más allá de lo utilitario, de lo sensual. Si te fijas bien, sus ojos, aunque abiertos, no observan la ropa de la cama, ni el armario, ni al familiar que acaba de entrar en la alcoba, no. Una mirada extraña, profunda, vidriosa, nos avisa de que esos ojos escrutan, hacia adentro, la nueva condición de su estado. Los moribundos no están con nosotros, se ausentan ante el abismo: "¡Qué solos se quedan los muertos!", decía Bécquer. Aún más solos quedan los moribundos.     

lunes, 25 de julio de 2022

Despedida

Eva ha sido mi compañera durante más de treinta y cinco años, mi amiga, mi confidente, mi amante, mi colega de viajes, mi páncreas. Sí, mi páncreas, porque ella era la que con sus ácidos hacía digeribles mis actuaciones. Yo era alto porque ella me veía alto (y no sé a quién estoy citando). Era alto, muy alto y, ahora, soy bajo, muy bajo y tremendamente limitado. Tenía un carácter arrollador, una belleza atronadora, una rectitud apabullante, no como yo, blando y desordenado. Yo era el residuo de su páncreas, el flujo de su deseo, el resultado de su lubricante. Me estaba preparando para la prueba final, para su páncreas, porque era ese hijo de puta y no otro el que ha provocado su desgracia. Setenta y cuatro días malditos, setenta y cuatro días de desgracia, setenta y cuatro días en los que ella ha sufrido más de lo que debe sufrir un ser humano. Yo intenté sostenerla porque tenía su fuerza, sus registros. Su páncreas se agrietó, consintió que un monstruo letal lo asolara y acabara con ella. Su páncreas la traicionó cuando ella era mi páncreas, yo era alto porque ella me veía alto (y no sé a quién cito). Un páncreas que me protegió, que me irradió sus ácidos desde hace más de treinta y cinco años. Un páncreas mío, tan solidario como traicionero ha sido el suyo. Reviente la naturaleza y reviente el mundo. Nadie, ni el malvado más retorcido, podría haber inventado un final tan infeliz para ella. Reviente la naturaleza y reviente el mundo. Ahora soy muy bajito, mucho, muy bajito, porque ella no está, porque ella me pensaba alto y yo, al sentir su pensamiento, me veía alto (y no sé a quién cito). Muy bajito, tanto, que puedo susurrar en su tumba lo mucho que la necesito.  

viernes, 22 de julio de 2022

Los rencores de Cervantes

Cervantes escapa por la ventana, con mucho sigilo, amparado por la oscuridad y el cierzo de marzo. La campana de la iglesia le encoge las tripas, detiene su huida por un instante. Se ha roto el silencio de la calle y la confianza de Miguel. Se caga en todos los santos y también en el sacristán que, de madrugada, ha tirado de la cuerda para avisar a todo el pueblo que son las cinco de la mañana. Cervantes resbala en la sillería de la fachada y escucha un tintineo de espadas que termina por acongojarlo. Cae en el empedrado y sobre él, antes de incorporarse, se abalanza un hombre embozado que lo insulta e intenta acuchillarlo con rabia. Cervantes esquiva los mandobles, se estira, no se nota herido por la caída e intenta escapar con los gregüescos enrollados en el brazo. Una mano recia lo agarra del pescuezo, lo devuelve a la piedra y le revienta las narices y los belfos. Después, el agresor, lo bautiza con agua envenenada: "hideputa", "así te hubieras podrido en la cárcel de Sevilla", "robacarnes", "fiduciario". El agresor huye, temeroso de que los cuadrilleros de la Santa Hermandad lo detengan y lo enmaromen. Cervantes se sorbe la sangre de la nariz y traga el jarabe, entre dulce y amargo. La jornada había sido buena hasta que saltó por la ventana. Nunca, en todas las noches de su vida se le había dado tan bien en casa ajena. La señora era dulce, olía a ámbar y a pan pintado. Nunca, en todas las noches de su vida, se había topado con el palo y la espada casi en cueros, medio desnudo. Había salido con premura de la casa, al aviso de la señora que retozaba a su lado. Los ruidos del portal eran indicio de que su marido había vuelto de improviso. A Miguel se le removió el rencor. Cuando se llegó hasta el morral de la mula, desembauló el manuscrito de su Quijote y borró el nombre del pueblo del que partía su protagonista en busca de aventuras. No, no iba a hacer famoso a ese lugar de La Mancha en donde tantos golpes había recibido, por muy sabrosas que fueran sus mujeres, por muy silenciosas que fueran sus calles.