sábado, 18 de julio de 2020

Criaturas de "La muerte en bermudas". El páramo.

Cuando caía el crepúsculo, me abandonaba con melancolía en el sepulcro del páramo. Al fondo ladraban los perros, alterados por el paso del extraño. El oasis de un encinar me servía de refugio y aprendí a apreciar la calima de la tarde, como había hecho con la podredumbre de la muerte durante tantos años. Tampoco el sol de noviembre permitía otro lienzo que el turquesa de un cielo sin rastro de nubes, para disgusto de los agricultores, que ya adivinaban en esa sequía interminable la puntilla a sus endebles economías. Veía a algunos de ellos, plantados en mitad de una viña o de un rastrojo, como un injerto más del paisaje, como si la tierra los hubiera vestido con sus mismos colores y los hubiera parido para que padecieran con ella la dureza de la intemperie. O subidos a enormes tractores con cabina y sonido de alta fidelidad, empeñados todavía en arañar las piedras para buscar el sustento o la sepultura.

Presentación de "La muerte en bermudas" en San Clemente

Presentación de "La muerte en bermudas" en San Clemente. El viernes 11 de septiembre. Maridaje de literatura, vino y cervezas en la librería "Escalopendra". Me acompañará el amigo Javi Castellanos. Yo, vino; él, cerveza; la literatura, ya veremos por dónde se abre paso.

"Spinoza superstar" por Ramón Andrés


Cualquiera de las ventanas de Pieter de Hooch, esas de marco blanco y reblandecido por la lluvia sobre el ladrillo rojo, podría ser la del estudio de Spinoza. No permanecía mucho tiempo en el mismo lugar. Como hiciera Nietzsche en busca de un clima benigno, él iba en pos de una mayor tranquilidad. No por la inclemencia del prójimo, sino por la necesidad de recluirse en silencio y pensar. Rijns­burg, Voorburg, La Haya, recala siempre en estancias no muy amplias, una de ellas, la última, separada en dos ambientes —el dormitorio y el taller— por una biblioteca de unos 160 volúmenes, entre los que se encontraban varios títulos de Descartes, los Elementa philosophica de Cive de Hobbes, Flavio Josefo, Maquiavelo, la Utopía de Moro, el Dictionarium rabbi­nicum de Nathan ben Jechiel, el De vita solitaria de Petrarca, también Los diálogos de amor de León Hebreo, en fin, libros de poemas de Quevedo y Góngora, las Novelas ejemplares de Cervantes y cinco biblias, entre ellas la Biblia sacra hebraica en la edición de Basilea de 1618.
Escribe de noche, contracorriente de unas ideas que están haciendo de Europa una encrucijada, esa Europa que ya delineaba, sin darse cuenta, el organigrama de la desesperación: lo estable e imperecedero, la duración implícita de nuestras empresas y creencias en las que nos afirmamos son ilusorios. Su imposible cumplimiento marcará un continente abocado a una sistemática autoaniquilación que ya forma parte argumental de un devenir histórico, que se alimenta de sus apocalipsis y del resentimiento que depara lo no alcanzado. Dios, inquebrantable hasta ese siglo XVII, ya no recuerda su pasado. En esta amnesia está el núcleo de la Modernidad, surge de ese olvido, del estrépito de una enorme grieta que se ha abierto en el suelo de las convicciones. Las máquinas perfectas, la apoteosis de la técnica, las invenciones más asombrosas, el arte, las ciencias, la audacia del juicio y de la imaginación fueron despojando de sus funciones a un Ser supremo que llevaba en cada mano un haz de destinos y los repartía. Pero después del alejarse de ese Dios cielo adentro y desaparecer, quedamos, al fin, nosotros, los creadores de realidad, los productores de caducidad. Porque el cepo está, una vez más, en la naturaleza de nuestra Razón que percibe “las cosas como poseyendo una especie de eternidad”, según se lee en la Ética.
Él, que fuma en pipa como los personajes que tosen en la pintura de Adriaen Brouwer, que canturrea mientras pule las lentes con insólita perfección en su pequeño estudio, era visto como un descastado, es decir, como un hombre sin fe. Los católicos lo aborrecían, los protestantes lo vituperaban y los miembros de su comunidad judía, que abandonó por hastío, lo odiaban. Un biógrafo llamado Kortholt, sin duda malicioso, sabedor de que el filósofo había fallecido con placidez a los 44 años, se preguntaba “si tal calidad de muerte puede corresponder a un ateo”, a un “panteísta” que fue a descansar en un ataúd que costó 18 florines, hecho además por un cantor luterano con buenas manos para la carpintería.Spinoza piensa para sus adentros que lo divisible, por esencia, es imperfecto; que la libertad de conciencia solo puede darse en un mundo laico. Frunce el ceño cuando se habla del más allá. No, la actividad divina no responde a una creación del azar, sino a lo que él llamaba “causalidad necesaria e inmanente”. Está persuadido de que aquello que “es” no podría existir de otro modo a como existe, y que la esencia no implica existencia. Pese a las promesas del racionalismo, el ser humano no es, ni será jamás, un mundo autónomo, bien al contrario: es fruto de la contingencia, puro pertenecer a un orden infinito. Descartes no está en lo cierto, pero reconoce que el suyo ha sido un sutilísimo ingenio, pues, como antes hicieran otros, dice Spinoza, ha buscado “algo intermedio entre el ser y la nada”, y esta búsqueda es vana porque implica apartarse de la verdad.
Se comprende que Spinoza sea el menos amargo de los filósofos, el menos agraviado por su condición de mortal, por eso escribe en la Ética que quien se siente libre es porque no piensa en la muerte. La desenmascara como estrategia de coacción de los poderes políticos y religiosos. Eso hace tolerante a aquel judío de origen español, indulgente con las carencias de la condición humana. Somos, a duras penas, lo que somos. De ahí que le disgustara, por ejemplo, la representación pictórica de la vanitas, porque en ella hay intransigencia hacia nuestras debilidades. Y la tristeza, qué hacer con la tristeza. ¿No es un disfraz del miedo, la victoria anticipada de un sistema que nos imposibilita? Incluso la esperanza y la necesidad de vivir a resguardo son siervos suyos. Nada es tan conveniente como apagar la melancolía, al igual que la sed y el hambre. Y todo esto lo formulaba desde el corazón de una Europa que había empezado a cimentar el simulacro, a propagar la hipocresía como táctica, una hipocresía a veces llamada poder; otras, revolución; otras, abundancia; otras, igualdad. El vivir en este largo fingimiento ha terminado por confirmar que nuestra situación es accesoria, y que trabajamos con un probado ahínco en la gran y estrepitosa mentira.Cuenta Johannes Colerus que el filósofo frecuentaba en Ámsterdam las clases que el indómito y escéptico Frans van den Enden daba en una librería y almacén de arte de su propiedad. Se murmuraba que allí se respiraba un aire ateísta. Comoquiera que recriminó a Spinoza que era impropio de su inquietud no tener un latín fluido, le sugirió que su hija, Clara María, se convirtiera en su maestra. Y así fue. Aquella muchacha dominaba tanto la lengua latina como la música, y eso lo cautivó. Cabe imaginarlo como a una de las proverbiales figuras de la pintura holandesa que escuchan a una joven mientras la miran con ademán discreto. Y eso que el autor de la Ética no era demasiado aficionado a la música, y menos a la que obedecía a una moda creciente entonces que destacaba, sobre todo, la melodía. Lo único que podía atraerlo era bien distinto: la simultaneidad de notas que conforman un todo, los acordes, su engranaje y progresión armónica. La capacidad narrativa de la melodía frente al acontecer de lo plural; el discurso explícito, pero ligero, frente al perfecto armazón de un orden de sonidos geométricamente demostrado. Solo nos hemos servido de una metáfora, pero ayuda a entender un pensamiento como el de Spinoza, que admite la existencia de una infinidad de formas infinitas que, si bien atribuibles a Dios, también son propiedad de las cosas finitas. ¿Y cómo así? Porque la verdad no depende en ningún caso de la duración.

miércoles, 15 de julio de 2020

Criaturas de "La muerte en bermudas". Servando, el psicólogo a distancia.

Servando siempre ha sido mi proveedor de frases de Facebook, además de mi consejero de cabecera. Ni en Almente pude desprenderme de él. Oía sus palabras de aliento cada lunes, a través del teléfono móvil, como una cita con el psiquiatra. Me animaba a que aguantara con firmeza en mi exilio, a levantar la vista y a seguir contemplando el sol abrasador de julio sin parpadear.

martes, 14 de julio de 2020

Nostalgia de la guillotina

Hace poco vi un análisis estadístico (dudo de todos ellos) según el cual los estudiantes de las universidades privadas obtenían trabajo más fácilmente que los de las públicas. Bien, pese a mis dudas (todos estos estudios tienen un fin perverso e interesado, promocionar lo privado contra lo público), nuestro sistema de meritocracia se puede comprender con un ejemplo práctico. Imaginad a una chica que ha hecho la carrera de periodismo o se ha formado en la profesión de cocinera. Ha concluido sus máster, no encuentra trabajo digno y enciende la televisión pública. Comprueba, indignada, cómo Tamara Falcó (sin ninguna titulación periodística, ni formación en cocina, ni en el arte de la retórica) es la copresentadora de un programa de cocina. La chica que se ha desvivido por su formación comprenderá rápidamente que las oligarquías siguen manteniendo los privilegios medievales. El pobre, en la sociedad del siglo XXI, todavía, debe luchar, sin guillotina, contra la sangre azul (triste), incluso en la televisión pública.

Criaturas de "La muerte en bermudas". Román de la Vega, hijo adolescente del alcalde.

El discurso de Román era sosegado. No se alteraba lo más mínimo, por muchas amenazas y palabras graves que pronunciara. La defensa del pueblo no solo la exponía en los programas de la televisión regional, sino en cualquier lado, solo había que ver dónde estábamos. No importaba que los vapores insanos de los urinarios agriaran las palabras, él se mantenía al margen de los elementos.

Criaturas de "La muerte en bermudas". Adriss, el inmigrante argelino.

El pelo ensortijado de Adriss y su cómico rostro me recordaron a los personajes de Pasolini. Se quedaba sonriendo en mitad de la frase, con el plano detenido, como si lo hubieran sacado del Decamerón para contar, no una historia erótica, sino su miserable periplo por tierras de Canarias, Andalucía y Castilla. Hasta el cuento de sus desgracias en la patera lo intercalaba con estampas de una sonrisa inocente y cariada. Detenía el gesto en una breve pausa para digerir las penas sin tanta gravedad.

domingo, 12 de julio de 2020

"El infinito en un junco" de Irene Vallejo


El infinito en un junco es una clase monumental de introducción a la literatura universal. La prosa ligera de Irene Vallejo y su empeño en hacernos partícipes de la Antigüedad griega y latina, a través de continuas visitas a nuestra cultura actual, convierten este ensayo en una delicia para cualquiera que sea aficionado o amante de la palabra. Desde el papiro, pasando por las tablillas de cera, el pergamino, los códices y la piedra Rosetta, la autora repasa la historia de los libros en sus primeros pasos y nos ofrece un magnífico trampolín desde donde conocer las obras fundamentales que han pervivido a pesar del empeño del fuego, los insectos y los fanáticos por que la tradición cultural se perdiera. No solo menciona a los monumentos escritos, sino que también repara en la importancia de la literatura oral. Trata el tema como si de una biografía se tratara, desde el nacimiento de los alfabetos fenicio y griego, hasta el almacenamiento electrónico actual de los libros.   
La desaparecida biblioteca de Alejandría es el Olimpo de Irene Vallejo. El ensayo parte de este lugar, que los griegos quisieron convertir en despensa cultural de Oriente y Occidente, en un intento mastodóntico que el fanatismo religioso no podía consentir. 
Consigue la autora algo que los profesores de Literatura Universal pretendemos lograr en nuestras clases: entusiasmar al potencial lector y hacerles ver que no hay magia tan soberbia como la de las palabras. He disfrutado viendo pasar en la lectura a todos los autores y libros que destripamos en clase y no solo eso. Una serie de episodios no demasiado importantes han hecho de este ensayo algo muy especial, por ejemplo la alusión a El lector de Bernard Schlink (lo leemos en clase) o a las latomías de Siracusa (hace poco estuvimos allí de vacaciones) o el proceso de fabricación del papiro (visitamos en Siracusa un museo del papiro) o la mención de Haneke y La cinta blanca (una de mis películas favoritas)... Es curioso cómo a veces los libros ajenos ponen en tus manos experiencias propias y las gozas con especial delectación. 
En El infinito en un junco desfilan los libros mayores de griegos y latinos, se les dota de una vida propia que enlaza directamente con nuestro mundo de internet. Un placer y una suerte contar con autoras y editores que transmitan de manera tan sencilla el gusto y el honor de ser herederos de griegos y romanos y no precisamente por celebrar sus batallas.

Algunas referencias curiosas de El infinito en un junco:

-"En el palacio de Hattusa (capital hitita), en Turquía, se han encontrado varios especímenes de un curioso género literario: oraciones para combatir la impotencia sexual".
 -"Los orgullosos aristócratas tuvieron que soportar a un número creciente de advenedizos que, con atrevimiento insoportable, pretendían iniciar a sus hijos en los secretos de la escritura y estaban dispuestos a pagar para conseguirlo. Así nació la escuela". 
-Un vendedor de libros: "Cuando le vendes un libro a alguien, no solamente le estás vendiendo doce onzas de papel, tinta y pegamento. Le estás vendiendo una vida totalmente nueva. Amor, amistad y humor y barcos que navegan en la noche. en un libro cabe todo, el cielo y la tierra, en un libro de verdad, quiero decir".
-"En la época helenística, la "paideia" (en griego, "educación") se transforma para algunos en la única tarea a la que merece la pena consagrarse en la vida".
-"La risa es molesta al poder. Por eso no queda ninguna obra de Menandro".
-Consejos de Ausonio (s. V) a su nieto sobre la escuela: "Ver a un maestro no es una cosa tan espantosa. Aunque tenga una voz desagradable y amenace con ásperos regaños arrugando la frente, te acostumbrarás a él. No te asustes si en la escuela resuenan muchos golpes de fusta. Que no te perturbe el griterío cuando el mango de la vara vibre y vuestros banquitos se muevan por los temblores y el miedo".       

viernes, 10 de julio de 2020

Criaturas de "La muerte en bermudas". La pobreza.

"La pobreza te desposee hasta del nombre. Se ríe de los caprichos, de los melindres y termina difuminando la dignidad hasta que te conviertes en humo y no te importa pasearte desnudo o cubierto de andrajos porque nadie te ve, nadie va a tocarte, nadie va a pedirte que te cubras, ni va a ofrecerte un traje nuevo, ni un cuerpo sin quemaduras. Cuando pasamos cerca de la miseria, nos tapamos las narices para no contagiarnos con el hedor. La pobreza te nutre de estas cosas: asco e indiferencia. Te avisa de que hasta el animal solo hay un escalón y de este a la nada ninguno".

https://www.plateroeditorial.es/libro/la-muerte-en-bermudas_108918/

jueves, 9 de julio de 2020

Criaturas de "La muerte en bermudas". Miguel, el "Fantástico", médico y bailarín.

El médico forense también parecía sacado de una ficción, del saloon de una película del Oeste. Su desaliño, su barba de tres días y el aliento de benceno me lo retrataron como un personaje de Sergio Leone o del último Tarantino. (...) Los hábitos de Miguel, el “Fantástico”, se apartaban tanto de los mandamientos de la salud y las costumbres, que los pobladores del tanatorio le auguraban lo peor. No consentían que el comportamiento de Miguel alterara la monotonía de las tardes y el sopor de las noches, mientras ellos paseaban a la muerte de la mano.

miércoles, 8 de julio de 2020

Criaturas de "La muerte en bermudas". Agustín (Áigor), el loco.

"Miguel me explicó que Áigor —Agustín— no andaba muy bien de la cabeza. Que se le había ido el ojo a un lado a la vez que un manojo de circunvoluciones cerebrales. No parecía una definición muy científica, aunque tampoco era el momento de analizar la teoría de su locura. El tarado nos vendía a las chicas como si fuera su proxeneta. Ellas lo miraban entre la diversión y la resignación".

Criaturas de "La muerte en bermudas". Agnes, la adolescente de Tallin.

"Agnes también lucía cabello dorado y andaba desplazada. Era una de esas criaturas que se quedan al margen y no consiguen familiarizarse con quienes los rodean. Sufren su violencia sin que nadie haga nada por evitarlo. El negro de sus labios y uñas contrastaba con la palidez de rostro y manos. Los aretes en la nariz y las cejas eran desafíos contra la gente que no la reconocía, que la miraba como a una criatura extraña a quien ignorar o expulsar. Sin duda, tanto ella como Tatiana habrían sido presas fáciles para cualquier secta mandinga, satánica o hasta católica".

martes, 7 de julio de 2020

"Platón y la sombra de Sócrates" por Rafael Narbona



Platón fue un místico. Así lo creía Simone Weil. Su obra es una manifestación de fe. No en el Dios cristiano, que no conoció, sino en la profundidad del ser, cuya matriz última solo puede conocerse por medio de la razón. Es imposible deslindar su figura de la de su maestro, Sócrates, que se bautizó a sí mismo como el “tábano de Atenas”. Su ironía, que desmontaba con implacable rigor los argumentos de sus adversarios, no brota de la insolencia, sino del propósito de enseñar a los hombres a ejercitar su propia razón, tal como señaló Condorcet en su Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Es imposible averiguar hasta qué punto Platón atribuyó teorías propias a Sócrates. Platón es un misterio. Conocemos bastantes cosas sobre su vida, pero muy pocas de su intimidad. Aparentemente, no se casó ni tuvo hijos. O tal vez ni siquiera lo mencionó, por considerarlo irrelevante. Tampoco podemos descartar la posibilidad de que abrazara un ideal ascético para consagrar todo su tiempo al estudio. Quizás, pensó que los lazos sentimentales solo eran un estorbo. Diógenes Laercio nos contó que su verdadero nombre era Aristocles y que Platón era un apodo, que significa “el que tiene las espaldas anchas”. Se lo puso su profesor de gimnasia. Nadie cuestiona la importancia de su filosofía, una bisagra entre Occidente y Oriente. Es conocida la frase del filósofo y matemático inglés Alfred Whitehead, según el cual la historia de la filosofía europea solo es un conjunto de notas a pie de página del pensamiento de Platón. 

Platón, que elaboró tantos mitos, ya es un mito, como Sócrates o Aristóteles. Todos caminaron por la historia, pero ahora lo hacen por esa Academia celeste pintada por Rafael Sanzio, indicándonos que el centro del saber es un eterno debate entre la tierra y el cielo, la caducidad de la materia y la perennidad del espíritu. Coleridge dijo que todos los hombres nacen platónicos o aristotélicos. Yo, sin negar el genio de Aristóteles, me siento más cerca de Platón. En su Oda a un ruiseñor, John Keats escribió: “Pero tú no naciste para la muerte, ¡oh, pájaro inmortal!”. Pienso que el canto del ruiseñor triunfará sobre la muerte. La belleza no es una ínfima mota en la corriente del ser. El devenir solo adquiere sentido sub specie aeternitatis. 

Platón nació en Atenas en 427 a.C. De linaje aristocrático, nunca creyó en las bondades de la democracia. El primo de su madre, Critias, fue uno de los Treinta Tiranos. Platón siempre se mostró partidario de que gobernasen los mejores, una elite de sabios y guerreros. Se especula que fue alumno de Cratilo, seguidor de las enseñanzas de Heráclito. En 407 se produjo el acontecimiento capital de su vida: conoció a Sócrates. Durante ocho años, fue su discípulo. Sócrates le enseñó que la filosofía no es un certamen agonístico, sino una divagación de resultado incierto. Esa perspectiva no agradó a sus conciudadanos, que entendían el debate filosófico como un concurso entre oradores que arrojaba vencedores y vencidos. No comprendían que se pudiera discutir tan solo para tantear, explorar, esbozar, conformándose con un final infructuoso. Platón aprendió de Sócrates, “un samurái de la sabiduría, impasible, sencillo, sin afectación” (Yvon Belaval), que la filosofía es autodominio, una victoria sostenida sobre uno mismo. La sabiduría no es un saber positivo y empírico. Platón muestra a Sócrates buscando inútilmente una definición universal del valor (Laques), la piedad (Eutifrón) o la moderación (Cármides). En el Hipias mayor, no se atreve a definir la belleza, pues no sabe con claridad en qué consiste, y no oculta sus vacilaciones y dudas: “Ando errante por todas partes en perpetua incertidumbre”. Sócrates solo desea pasar a la posteridad como una comadrona que ayudó a alumbrar ideas. No presume de certezas, pero no es un hombre sin convicciones. Piensa que no hay que responder a la injusticia con otra injusticia. Hay que hacer el bien por sí mismo, sin esperar recompensa. No es pesimista. Entiende que solo el bien engendra alegría. La virtud no es una pasión triste. Nuestra naturaleza nos inclina a hacer el bien y solo cuando obedecemos ese impulso, logramos paz y serenidad. El mal solo es insuficiencia, carencia de bien. 

Para sus contemporáneos, Sócrates fue un pez torpedo, que marea, paraliza y desconcierta, obligando a rectificar el rumbo. Su sabiduría les resultó una provocación con tintes de bufonada. Cuando en 399 fue acusado de ateísmo y de corromper a los jóvenes, y condenado a quitarse la vida con una copa de cicuta, Platón huyó a Megara, temiendo sufrir alguna clase de represalia. No presenció la muerte de Sócrates, pero reconstruyó sus últimos momentos en el Fedón, basándose en los testimonios de los testigos presenciales. En los años posteriores, Platón viajó a Egipto, la Cirenaica (una meseta situada en la costa noroeste de lo que hoy es Libia) y a la Italia meridional, donde se relacionó con los círculos pitagóricos. Se dice que Filolao le vendió los escritos secretos de Pitágoras. En esas fechas, comienza a escribir sus primeros diálogos: Apología de Sócrates, el Protágoras, el Gorgias, el Menón. 

En 388 viaja a Siracusa para asesorar a Dionosio I, soñando con instruirlo hasta convertirlo en rey-filósofo, pero el tirano se harta de sus consejos y lo vende como esclavo. Rescatado por un amigo, vuelve a Atenas y en 387 funda la Academia, la primera gran escuela de la Antigüedad, con aulas y biblioteca. La institución se mantendría en funcionamiento hasta que Juliano I ordenó cerrarla en el 529 d.C., alegando que todas las escuelas paganas representaban un peligro contra el cristianismo. En esa época escribe sus grandes diálogos: el Fedón, el Banquete, el Fedro y comienza la República. A la muerte de Dionisio I, su sobrino Dión, habla con Platón y le pide que vuelva a Siracusa para educar a Dionisio II, el Joven. Cuando desembarca en la isla, descubre que Dión, caído en desgracia, ha sido desterrado. Platón se convierte en un huésped no deseado. Durante un año, vivió casi como un prisionero. De regreso en Atenas, escribió el Parménides, el Teeteto, el Sofista, el Político y el Filebo. Dionsio II, el Joven, invita de nuevo a Platón y este acepta. No podemos negarle el don de la tenacidad. El resultado será catastrófico. Confinado en una villa, Platón logra abandonar Siracusa a duras penas. Ya a salvo, declara que jamás volverá a inmiscuirse en cuestiones políticas. Sin embargo, su última obra, Leyes, que queda inconclusa, redunda en el asunto del gobierno de la polis. Muere en 347 a.C. Su vida sigue envuelta en el misterio. Quizás es el destino de los grandes hombres que rompen la monotonía del devenir histórico.

Platón nos dejó en sus diálogos un conmovedor y elocuente retrato de Sócrates, cuya filosofía es una invitación a vivir bien, es decir, con sabiduría y justicia. El hombre solo se separa del reino de los brutos cuando ejerce la razón. Aunque estaba en juego su vida, Sócrates no halagó ni suplicó al tribunal que lo juzgó, como solía ser costumbre. En su Apología, Platón nos cuenta que habló con el mismo tono irónico que empleaba en el ágora. Cuando le preguntan si no ha preparado su defensa, responde que su único alegato es su vida, enteramente dedicada a “considerar qué es lo justo y lo injusto” y a “practicar la justicia y a huir de la iniquidad”. No acepta las acusaciones de sofista, señalando que nunca ha cobrado por sus clases. Aclara que solo busca una sabiduría “a la medida del hombre”. 

Sócrates no presumía de exponer teorías incontrovertibles. Solo compartía su perplejidad con los demás. Cuando Querefonte, ciudadano de notoria virtud, interrogó al oráculo de Delfos, preguntándole quién era el hombre más sabio, respondió que Sócrates, pues era el único hombre que comprendía la magnitud de su ignorancia. Ese reconocimiento es particularmente fecundo, pues constituye un irrenunciable punto de partida para avanzar hacia un saber libre de dogmas, absolutos y supersticiones. Sócrates atacó a la elite de Atenas: oradores, políticos, técnicos, hombres de negocios, poetas. Lo hizo porque apreció que no les movía el anhelo de verdad y belleza, sino una insaciable voluntad de poder. Su desafío no quedó impune, pues se le consideró un peligro para los intereses de las clases dominantes. En el juicio contra Sócrates, Meleto representa a los poetas, Licón, a los oradores, y Anito, a los políticos y hombres de negocios. No era fácil encontrar frentes vulnerables contra un hombre que no había acumulado riquezas ni privilegios. Su integridad y coraje eran su único patrimonio. ¿Por qué le consideran una amenaza? Porque los jóvenes lo escuchaban con fervor y lo imitaban, preguntándose si la polis está gobernada por los hombres apropiados. Porque removía las conciencias. Porque examinaba la tradición con una perspectiva crítica. Humano, demasiado humano, se equivocaba y rectificaba, sin sentir que se humillara por reconocer un error. Sentía un profundo amor por Atenas, pero ese sentimiento no oscurecía su mente. Pensaba que el afecto solo es fecundo cuando señala las imperfecciones. Un caballo brioso y de buena raza es torpe y pesado sin un tábano que lo pique y lo despierte. 

Sócrates no deseaba tener discípulos, sino amigos. Su discurso es político y pedagógico, pero sobre todo es moral y filosófico. En la Apología, comenta: “Nunca he sido yo maestro de nadie. Pero si alguien tiene ganas de oírme cuando hablo y cumplo mi misión, sea joven o viejo, no se lo prohíbo”. Sócrates intenta desenmascarar lo falso, mostrando los abusos e inconsistencias de quienes se erigen en jueces y se atribuyen el poder de decidir sobre la vida de sus conciudadanos. La vida de Sócrates es un ejemplo de responsabilidad cívica y exigencia moral. No conspira ni se plantea utilizar la fuerza para hacerse con el poder. Únicamente invita a pensar, sacudiendo la ceguera que acarrea vivir apegado a la rutina y el conformismo. Cuando los jueces le plantean varias penas, rechaza todas las alternativas. No quiere ser un prisionero que vive a expensas de las arcas públicas. No tiene dinero para pagar una multa. No está dispuesto a cerrar la boca, pues se niega a desobedecer a la voz de su conciencia, a ese dios que le instiga sin cesar, obligándole a pensar y hablar. La posibilidad del destierro le resulta inaceptable: “¡Sí que iba a ser hermosa la existencia para mí, a mi edad, partiendo para el destierro, cambiando siempre de residencia, de ciudad en ciudad, expulsado de todas!”. Ser condenado a muerte no le preocupa. El alma es demasiado valiosa para acompañar al cuerpo en su proceso de putrefacción. 

Confinado en una villa para que ejecute él mismo la sentencia, su amigo Critón lo visita, suplicándole que huya. Nadie lo perseguirá. Sócrates responde que su compromiso cívico le impide infringir la ley, aunque la pena impuesta sea injusta. Sócrates muere rodeado de sus amigos. Platón escribe con dolor que la polis acabó con la vida del mejor y más sabio de los hombres. Su injusto final será el punto de partida de su determinación de filosofar. No tardará en concluir que abominaciones como la condena de muerte contra su maestro solo podrán evitarse cuando los gobernantes sean filósofos. Su catastrófica experiencia en Siracusa le aconseja olvidar la política, pero no renuncia a su ideal del rey-filósofo. Eso sí, subraya que la filosofía no puede ser simple retórica, sino un pensamiento claro y consecuente. Por eso, no todos pueden participar en los asuntos de la política. Solo los mejores deben gobernar la polis. Sería deseable una sabiduría colectiva, pero esa esperanza es vana. La excelencia solo es una meta asequible para una exigua minoría.

En La sociedad abierta y sus enemigos, Karl R. Popper colocó a Platón entre los enemigos de la libertad, asegurando que utopía apuntaba hacia la dominación totalitaria. ¿Merece ese juicio? ¿Heredó esa perspectiva de Sócrates, su maestro? Sería absurdo juzgar el pensamiento de dos griegos de la Grecia clásica con el criterio de nuestro tiempo. Si lo hacemos, solo llegaremos a conclusiones grotescas. Lo cierto es que hoy nadie cuestiona la necesidad de una pedagogía selectiva que promocione a las inteligencias más notables para asumir la gestión de las áreas más complejas. Si se quiere rebatir a Sócrates y Platón, hay que impugnar la autoridad de la razón, invocando otros valores, como el genio irracional y la voluntad de poder. Es lo que hizo Nietzsche. La sombra de Sócrates ha llegado hasta nuestros días. Sus ideas aún nos ayudan a clarificar el presente. Erasmo de Rotterdam escribió: ¡Sancte Socrates, ora pro nobis! No se me ocurre ningún motivo para interpretar sus palabras como una hipérbole.

lunes, 6 de julio de 2020

Cafés del siglo XIX


Los cafés del siglo XIX se inventaron para conversar, fumar cigarros y beber absenta en vasos pequeños. Eran grandes salones con el suelo de madera, mesas de forja con tabla de mármol y sillas modernistas. El solitario se retrepaba en su atalaya, apoyaba la espalda en el diván y dejaba que murieran las horas aspirando el humo de los cigarros y sorbiendo el aliento de camareros con chaquetilla blanca. La enamorada esperaba, apoyado el codo en la barra, al joven con el que compartiría una paloma o un carajillo de anís, para luego dejarse magrear en un callejón oscuro.  El hombre de sociedad, el desharrapado, el poeta, el pintor, el delincuente, el faccioso, el comunista, el noctámbulo, todos ellos buscaban en esos antros a sus compadres, a sus enemigos, a sus dispensadores de cazalla. Las charlas bulliciosas partían la niebla de los cigarros y los jugadores de cartas se rompían los nudillos sobre los tapetes de fieltro verde. 
Fue en 1800, pero el fervor de solitarios, enamorados, conversadores, fumadores, tahúres y bohemios, continuó durante el siglo XX. Los cafés se convirtieron en escenario de tertulias famosas, novelas, películas y redadas. Valle-Inclán, Rubén Darío, Gómez de la Serna y luego Cela les dieron carta de asiento entre los lugares que los artistas debían visitar para compartir sus neuras, sus copas de aguardiente y sus bastonazos. 
En mi pueblo, Utiel, pese a sus escasos diez mil habitantes, tuvimos la suerte de contar con dos cafés del XIX. En cuanto a diseño, poco le tenían que envidiar a los de la capital. El café Gijón no era más decadente que al café salón Pérez, no. El suelo de madera vieja, las columnas modernistas de hierro forjado, la botillería empolvada, los divanes corridos, las mesas de mármol, la magia de los espejos, conformaban un espacio de culto, una catedral del vicio y la palabra. 
Pasé gran parte de mi adolescencia en ese café. A una parte graznábamos los jóvenes; en la otra, los viejos se consumían con sus cigarros y jugaban al "hijoputa". Los divanes centrales dividían una y otra etapa de la vida. A la izquierda, la pócima preferida era el coñá; a la derecha, el Trinaranjus y el cubalitro. No hay nada como la organización espontánea y anárquica de la sociedad. Recuerdo la muerte sosegada de uno de los viejos que contemplaba a los tahúres con el caliqueño en el rincón de la boca. Cayó sobre el respaldo de la silla como la ceniza del cigarro.
En el siglo XXI muchos de estos cafés han desaparecido o agonizan. Por suerte, el café salón Pérez lo están restaurando para abrirlo al público de nuevo. Es una gran alegría. Cómo hemos podido ensalzar los Starbucks y abandonar los cafés del XIX. Es como preferir beber agua de un cenagal, teniendo al lado una fuente fresca rodeada de praderas y pájaros cantores. En cuanto lo abran, buscaré un diván a la izquierda, junto a los que en el siglo XX abrevaban Fundador y quemaban el mármol con las colillas. 

"LA MUERTE EN BERMUDAS" A LA VENTA


Ya ha salido en preventa mi última novela "La muerte en bermudas". De momento solo se puede adquirir en el enlace de la editorial. A partir de septiembre, después de la presentación, aparecerá en librerías. Andrés Rubio, un excompañero, lector empedernido, opina sobre la historia: "El páramo de "La muerte en bermudas" es un lugar sin lindes, entre ficción y realidad y en cuyo suelo apenas el esparto sobrevive. El páramo no está bajo nuestros pies, sino en las mentes. Una novela cruda, bella en su desnudez, devastadora, genial. De verdad. No dejará a nadie indiferente". Mi madre ya la ha comprado. https://www.plateroeditorial.es/libro/la-muerte-en-bermudas_108918/