Secciones
Degollación de la rosa
(601)
Artículos
(441)
Crónicas desde la "indocencia"
(152)
Literatura Universal
(152)
Bachillerato
(128)
Eva
(76)
Libros
(63)
El Gambitero
(32)
Criaturas del Piripao
(27)
Torrente maldito
(27)
Te negarán la luz
(22)
Bilis
(19)
Fotomatón
(19)
La muerte en bermudas
(18)
Las mil y una noches
(15)
Sintaxis
(13)
El teatro
(10)
XXI
(6)
Reliquias paganas
(3)
Farsa y salvas del Rey Campechano
(2)
Caballero Reynaldo
(1)
domingo, 15 de enero de 2017
El paraguayo, mi tío, la muerte y diez ovejas
Con los labios arados por la intemperie, así lo recuerdo.
El paraguayo nos relata la muerte de Toni con delicadeza. Se remonta a la hora de la madrugada, cuando el ya difunto despertó y se levantó de la cama con lentitud. No debía alterar a los cinco bypass que esperaban cualquier agitación para enclaustrarlo de nuevo en el hospital. Toni odiaba los centros médicos, a pesar de las enfermeras. Los odiaba porque olían a sacristía y a linimento de futbolista.
Se remansa el paraguayo en la narración. Es muy importante para él no olvidar ningún detalle. Los hombres solo mueren una vez y los amigos también, aunque parezcan más veces. El paraguayo cuida con esmero las palabras. Algo que en esta parte del océano hemos olvidado. Le cuesta componerlas porque su lengua natal es el guaraní, pero para él contar los hechos de ese día supone algo tan importante como pronunciar una conferencia en la Sorbona. "Toni me llamó para que sacara el tractor. Yo le dije que hacía mucho frío, que la siembra podía esperar al día siguiente, pero él se empeñó. Anunciaron lluvias en el parte y si llueve no se puede sembrar. Desde que abandonó la escuela, Toni siempre se levantó con el sol, ustedes ya lo saben. Eso decía. Yo también me levanto con el sol, aunque no sé de escuelas". El paraguayo es pequeño, moreno, con las mejillas sonrosadas y los ojos pequeños, achicados por la honda tristeza. Cuando habla, saca las manos de la cazadora para que acompañen como se debe a las palabras. Unas manos de labrador, aún con restos de muerte y semillas. "Así que nos subimos al tractor y fuimos hasta el comercio del pienso. Allí cargamos tres sacos de simiente. Le dije a Toni que no tocara ninguno, pero aún me ayudó con el último. Cuando salimos a la calle, se quejó: Paco, ahora sí que tengo frío. Pero él estaba bien. Se reía de buena gana. Paramos a almorzar. Toni embolsó (comió) muy bien. Tenía muy buenas hambres. Se embolsó un buen bocadillo y se bebió casi un litro de zumo, pero seguía lamentándose del frío. Cuando terminamos, cargamos la tolva y fuimos al campo a sembrar. Yo iba delante, a pie. Preparaba el terreno. Toni conducía el tractor, como siempre. Las diez ovejas que nos quedaron, después de vender casi todo el ganado, seguían al vehículo. De repente, vi que se le volcaba el cuerpo sobre el tractor. Fui hacia él y lo frené como pude. Después lo cogí de los sobacos y lo incorporé. No me respondía. Intenté reanimarlo. Yo hice primeros auxilios en la mili, allá en Paraguay. Seguía sin responder. Llamé por teléfono a su hermano, que no andaba lejos, y entre los dos conseguimos bajarlo del tractor con mucho esfuerzo. Había cogido muchos kilos después del último ataque al corazón. Enseguida llegaron los muchachos de la ambulancia. También intentaron reanimarlo, pero ya estaba amoratado y no había nada que hacer. Se fue en un momento, sin despedirse y sin dar molestias. Así, con el frío metido en las entrañas".
Ni siquiera dio un ¡ay! al expirar. Vivió solo tanto tiempo que apenas hablaba. Bueno, solo no. Lo acompañaron siempre sus ovejas. Ellas, y en sus últimos años, una familia de paraguayos le aliviaron la desolación. Desde siempre trabajó en el campo, desde niño. Él era el sol: salía de amanecida y volvía a casa con el crepúsculo. El viento de solano le avisaba para recoger los hatos. Solo conoció a una mujer, la paraguaya con la que entabló una relación que duró apenas una semana. La arrolló un tren en un paso a nivel sin barreras. Después del primer infarto, comprobó que era peor estar encerrado en un hospital a que se te parara el corazón. No había tomado nunca ningún tipo de medicación. Por eso posiblemente cuando le dieron aquellas pastillas para descansar mejor, después del primer infarto, le provocaron alucinaciones. Salió a la calle, sonámbulo, a las cinco de la mañana, en calzoncillos y descalzo. Se cruzó todo el pueblo de esta guisa. Un panadero se lo encontró tiritando los cinco grados bajo cero, agarrado a una reja. No sabía quién era ni cómo se llamaba. Al día siguiente no recordaba nada.
Si hubiera guardado reposo como le ordenaron los médicos tras el primer bypass, habría muerto sin remisión. No habría habido ocasión de que le insertaran el segundo. Y así, de surco en surco, hasta cinco. Toni era hermano de mi madre. Ella lo quería como a uno de sus hijos. Era tan inocente y tan sencillo como la tierra que sembraba. Yo no hice nada por él. Solo este relato de su último día.
sábado, 14 de enero de 2017
"La risa de Eça de Queiroz" por Antonio Muñoz Molina
Hay paraísos practicables, paraísos inesperados y accesibles,
paraísos terrenales al alcance casi de cualquiera, espacios y habitaciones de
tiempo que se abren de golpe y que no necesitan durar mucho para colmar las
horas o los días que ocupan. Cuando era joven, me intrigaba mucho eso que dice Borges no recuerdo
dónde, que no hay día en que no pasemos al menos unos momentos en el paraíso.
De joven, uno tiene una predilección literaria y a veces insensatamente literal
por los infiernos. Ahora, cada vez que me encuentro en ese estado de serenidad,
de júbilo contenido y muchas veces secreto, me acuerdo de aquellas palabras
sabias de la vejez de Borges, y me doy cuenta de que las aficiones
contemplativas favorecen mucho esas epifanías. (Procuro eludir la palabra
“experiencia” porque los publicitarios la han vuelto al mismo tiempo
omnipresente y a estas alturas ya casi deleznable).
Un contemplativo no es un místico. Es alguien que se queda
extasiado de pura atención ante una maravilla cualquiera del mundo exterior: un
río, la gente que pasa tras las ventana de un café, un cuadro, un árbol, una
pieza de música, la belleza de alguien, el extrarradio de una ciudad
desplegándose en la ventanilla de un tren, la tipografía de un cartel, el
reflejo de la calle en un escaparate, un libro. La afición por la lectura
favorece más todavía el descubrimiento de los paraísos accesibles. Dice Don DeLillo que
la literatura es un oficio muy conveniente, porque se puede ejercer en
cualquier sitio y con los materiales más usuales y más baratos, una hoja de
papel y un lápiz. En este mundo de complicados paraísos tecnológicos, la
lectura es más llevadera todavía. En cualquier ciudad civilizada hay no solo
bibliotecas públicas y librerías abundantes, sino también puestos callejeros en
los que por uno o dos euros o dólares se pueden conseguir las obras más raras,
las mejores ediciones de toda la literatura universal. Con un libro que puede
haberte costado menos que una cerveza tienes la posibilidad de horas
extraordinarias de inmersión en un mundo que será todavía más deslumbrante y
más saludable para ti porque te forzará a prestar atención a historias que no
tienen nada que ver contigo, ni con tus amigos en las redes sociales, ni con tu
época, ni con nada que te halague y te confirme en tus prejuicios y tu
narcisismo y te convenza de que vives en el centro del mundo y en la cima del
tiempo, y que desde esa posición puedes mirar con condescendencia, con lástima,
incluso con desprecio, a todos los que han nacido antes que tú, lo mismo tus
padres que los romanos del tiempo de Augusto. Otro rasgo fundamental de estos
paraísos es que solo se encuentran por azar. En eso se diferencian también de
los paraísos de las agencias de viajes. Uno tiende a organizar demasiado sus
lecturas, o a dejarse guiar por lo que parece urgente leer en un momento dado:
el azar impone correctivos saludables, porque te saca de tus obsesiones y de
tus inercias, y te hace perderte por un inesperado camino lateral que resulta
ser mucho más estimulante que el de lo premeditado.
Cuando Stendhal era
un niño de luto porque acababa de morir su madre y su padre era un sombrío
integrista que lo llevó a vivir con él en una casa lóbrega, descubrió por
casualidad, entre los tomos severos de la biblioteca paterna, una edición
ilustrada de Don Quijote. Sin
saber lo que era aquel libro, guiado solo por las ilustraciones, se puso a
leerlo. Toda su vida recordó con gratitud que la primera vez que soltó una
carcajada después de la muerte de su madre fue leyendo Don Quijote.
Me he acordado de esas carcajada de Stendhal imaginando,
escuchando, la que suena en un momento de La ciudad y las sierras, la gran novela póstuma de Eça de
Queiroz. El protagonista, un aristócrata portugués que vive en París
ensombrecido por la depresión y la hartura de tenerlo todo, de poseer y manejar
todas las novedades del lujo y la tecnología de entonces, se ríe a carcajadas
por primera vez hacia la mitad de la novela leyendo un Don Quijote que ha encontrado también por casualidad,
porque un contratiempo de viaje lo ha privado de todos los libros que traía
preparados consigo.
Yo he tenido un paraíso inesperado de lector volviendo por puro
azar a las novelas de Eça de Queiroz, que me han gustado siempre tanto, y a las
que hacía mucho que no regresaba. Estaba en otras lecturas muy lejanas. Pero
una tarde, en el invierno suave de Lisboa, en la biblioteca de un hotel muy
recogido, lo bastante anacrónico para tener una biblioteca y no tener música
ambiental, he encontrado una hilera con las obras de Eça, en volúmenes de
bolsillo, de tapa dura, antiguos, con las tapas de tela azul, con páginas de
tipografía clara y anchos márgenes. La biblioteca tenía una terraza que daba al
río y a los muelles de Alcántara. También tenía unos sillones de cuero
perfectos para la lectura, con los brazos muy rozados por generaciones de
huéspedes lectores. Algunas mañanas, el río y los tejados de la ciudad y el
horizonte desaparecían en la niebla. Otras, el aire limpio y el sol lo volvían
todo transparente y exacto, como recién lavado. Yo pasaba horas leyendo La ciudad y las sierras, estremecido
por esa maestría a la vez jubilosa y ácida de Eça de Queiroz, un novelista que
tiene la alegría del joven Dickens de los Pickwick Papers, la desmesura cómica de Cervantes,
la agudeza quirúrgica en la observación social de Flaubert y Zola; y además una
desvergüenza erótica y una irreverencia religiosa que no tiene equivalencia en
el siglo XIX, y que viene más bien de los enciclopedistas y los libertinos del
XVIII, de Diderot y Choderlos de Laclos, con un amor idéntico por los placeres
terrenales y por la libertad de espíritu.
Vuelvo en el avión para Madrid, acordándome del paraíso lector que
he dejado en esa biblioteca de Lisboa, donde terminé de leer La ciudad y las sierras con esa
rara melancolía de despedida de un mundo con la que se cierran las mejores
novelas. Pero una parte del paraíso la traigo conmigo, porque vengo leyendo La reliquia. No hay un novelista
que se haya reído tan libremente como Eça de Queiroz del beaterío católico y de
las ridiculeces de una religiosidad mezquina y milagrera.
jueves, 12 de enero de 2017
"No me convenzes, ni con Z ni con C" por Sergio del Molino
Había leído y escuchado a tanta gente
cabreada por Convénzeme, con Z de Zweig, el programa de libros de Mercedes
Milá en Mediaset, que me vi tentado de comprobar si era tan irritante como
decían. Y la verdad es que no lo es, y eso no es bueno para el programa, si se
hace caso a su manifiesto fundacional, expresado por la propia Milá: “No
queremos escritores, ni editores, ni críticos: han tenido su tiempo, han
hablado de todo lo que han querido y a los lectores nunca nos han hecho caso.
Jamás nos han preguntado por qué leemos, por qué nos gusta tanto un libro o por
qué nos disgusta otro. Ha llegado nuestro momento”. Hay una beligerancia contra
los escritores, editores y críticos, entendidos como un establishment sordo y
ciego a los gustos y pasiones del pueblo oprimido. Es decir, es un programa
contra mí, o debería sentirlo contra mí. Debería enfadarme, hacerme retorcer en
mi sillón de orejas y provocar que se me cayesen la pipa, el monóculo y la copa
de brandy. Y, sin embargo, me quedo como estoy. El programa me deja
indiferente. Si acaso, si lo pienso un poco, algo triste, pero esa tristeza
viene por mi propia reflexión, no es culpa del programa en sí.
Digo triste porque sé de sobra lo
dificilísimo que es abrir ventanas en la tele y en la radio (incluso en la
prensa, cada vez más) para hablar de libros. Sé (porque me lo han dicho
mientras tomaban un vino conmigo, no son suposiciones) de tres o cuatro prestigiosas
presentadoras, y algún presentador, que llevan años suplicando que les dejen
montar un programa de libros o de contenidos culturales, y no hay manera.
Incluso en televisiones públicas, que llevan en su razón de ser el encargo de
divulgar la cultura, el tiempo dedicado a los libros es rácano y sus
responsables trabajan siempre con una espada de Damocles porque sus jefes
tienen pánico a dejar hablar a un escritor más de cinco minutos, no sea que se
esfume la poca audiencia que se tiene. Hay tan poquita cosa y es tan improbable
que un libro arañe un ratito de tele, que cuando se consigue, hay que hacerlo
muy bien. Un programa como Convénzeme podría tener sentido en un
panorama audiovisual donde fuera cierto eso que dice Milá de que “han tenido su
tiempo” y “han hablado de todo lo que han querido”. ¿Dónde? ¿En qué cadena?
¿Cuándo fue eso? ¿Por qué me lo perdí? Si hubiera una oferta de programas
culturales decente, se podría complementar con todas las tonterías y boutades que
se quieran, pero, que yo sepa, Convénzeme es el único espacio que
Mediaset dedica a los libros en todos sus canales, que suman muchísimas horas
de programación. Es también el único programa dedicado a los libros emitido por
una televisión privada. Si ese es el compromiso de la tele con la literatura,
sólo puedo tomármelo a broma. Mediaset nos quiere contar un chiste, nada más.
Un programa grabado en una librería
(propiedad de la presentadora) con teléfonos móviles en lugar de cámaras. Ahora
se llama innovación lo que antes era cutrerío, hacer las cosas con el
presupuesto de un Bollicao y con el espíritu de unos alumnos haciendo prácticas
para aprobar una asignatura. Cuando un medio de comunicación apuesta por algo,
se nota principalmente en que tiran la casa por la ventana. En plató, recursos,
gente, técnica, lo que sea. Convénzeme parece más una concesión
contractual para retener a una estrella, como si pide cerezas y champán en el
camerino. ¿Que quiere media horita para sus cosas de libros? Pues se compran
unos iPhones y se apaña, que caprichos más raros se han concedido. Luego se
coloca en la parrilla de uno de esos canales de la TDT que nadie ve y que no se
sabe qué hacer con ellos. Mínima molestia para Mediaset, y Mercedes Milá, tan
contenta con su juguete nuevo.
En cuanto al contenido, el enfoque populista,
marca registrada de Milá en casi todos sus productos, causa más risa que
indignación. Tiene que ver con esa creencia totalizadora, fermentada en las
redes sociales, de que el pueblo ha tomado la palabra, arrebatándosela a los sacerdotes
que la tenían secuestrada. Yo creo, de nuevo, que es simple pereza y chapuza: a
los lectores espontáneos que salen no hay que pagarles. Buscar colaboradores
cualificados que sepan de lo que hablan no sólo cuesta dinero, sino que
requiere tiempo y esfuerzo para seleccionarlos, y ni Mediaset ni Mercedes Milá
están para recoger currículos ni hacer pruebas de cámara. Llenar el programa
con aportaciones espontáneas libera también la partida de guionistas del
presupuesto. Cuando una cadena presume de dejar participar a la audiencia o
incluso le dice que ella forma parte del equipo es porque quiere que la
audiencia le haga el programa gratis.
Cabe preguntarse qué interés tienen los
juicios literarios de lectores que pasaban por allí, de quienes no sabemos nada,
ni su bagaje cultural, ni de dónde vienen, ni adónde van. A los críticos,
escritores, periodistas y escritores se les podrá tener en cuenta o no, pero se
trabajan su credibilidad. Ustedes podrán tomarse en serio las recomendaciones
que dejo aquí cada semana o pensar que soy un idiota iletrado, pero no soy un
misterio: si ponen mi nombre en google averiguarán un montón de cosas sobre mi
trayectoria, mis libros, mis artículos, mis intervenciones, mis conferencias,
etcétera, y esa información les servirá para poner en contexto mis juicios y
decidir si merece la pena perder el tiempo con ellos. A mí no me interesan las
recomendaciones que trae el viento. A usted, tampoco. ¿O valora por igual los
consejos de todos sus amigos? Cuando necesita una guía, una recomendación o una
pista, ¿pregunta al azar a la primera persona que se cruza por la calle o
procura acercarse a alguien que sabe del asunto que le preocupa? Cuando se va
un fin de semana a Londres, ¿a quién le pregunta por un restaurante? ¿Al amigo
que ha vivido diez años en Londres o al que nunca ha salido de su pueblo? Que
un completo extraño, cuya relación con la literatura ignoro, me diga que hay
que leer o que desleer tal o cual libro, ¿qué me aclara?
Hay en España periodistas, escritores,
guionistas y presentadores con enorme talento y oficio, capaces de producir
contenidos culturales para un público generalista que no den vergüenza ni
parezcan el trabajo de fin de curso de unos alumnos de segundo de periodismo. Convénzeme es
una burla a la vocación y el trabajo de toda esa gente. Una burla tan gratuita
como el coste del programa. Una burla que sólo se consiente en el ámbito de la
cultura, porque no veo que se hagan programas de deportes o de política con
intervenciones de tipos espontáneos. Las cadenas no consentirían que entrase
cualquiera a hablar de esos temas. Para eso sí que hay selección y
profesionalización. Para los libros… Total, si sólo son libros, ¿qué más da?
Rellena como sea y termina rápido.
miércoles, 11 de enero de 2017
Un profesor pirata: Alberto Sacido
Un profesor pirata, un colega de veras que propone unos métodos de enseñanza distintos que sirven para enseñar y no para adocenar.
sábado, 7 de enero de 2017
"La verdad sobre editores y autores" por Juan Bonilla
Kurt Wolff pensaba que había dos clases de escritores: los
que se presentaban al editor mediante una carta en la que trataban de defender
lo que habían escrito y los que se presentaban directamente en el despacho del
editor convencidos de que su presencia era indispensable para que se produjera
el encantamiento. Robert Walser pertenecía al primer tipo: sus cartas
eran maravillosas descripciones de los libros de relatos que enviaba (y Wolff
sabía que aquellos relatos no alcanzarían a más de 100 lectores, pero se convenció
de que merecía la pena poner en mano de esos 100 lectores los cuentos de
Walser, que hubieron de esperar muchos años, a una reedición de Suhrkamp, para merecer una tirada de
1.000 ejemplares).
Gustav Meyrink era el capitán de los escritores del segundo
tipo: se presentó en el despacho del editor y empezó a vender las bondades de
su obra y, luego de media hora de monólogo, dio por hecho que Wolff estaría
encantado de ocuparse de la edición de sus novelas. Todavía faltaría un tercer
tipo de escritor: lo representaba Kafka, también en esto un adelantado, aunque
involuntariamente. Sin que tuviera precedente en la experiencia del joven
editor Wolff, Kafka les llegó por una tercera persona: Max Brod. Algo así
como un agente. Lo que Brod contaba de los textos de Kafka tenía tal convicción
que los editores le insistieron en que les llevase al genio o les mostrase sus
fantasías. Un genio que, en persona, parecía muy poco seguro de su
genialidad, o más bien poco seguro de que su genialidad pudiera despertar el
menor interés en nadie, a pesar de lo cual Wolff publicó Contemplación, una brevísima gavilla de
textos que necesitó de amplios márgenes para lograr dar el grosor de un delgado
volumen.
Wolff -que dio a conocer no solo a Walser y Kafka sino también a
autores como Karl Kraus, Georg Trakl o Heinrich Mann- pensaba que había
dos tipos de editores: los que editan los libros que merecían ser leídos y los
que editan los libros que la gente quiere leer. Los de la segunda categoría,
como nuestra afamada folclórica, «se deben a su público». Los primeros se
aventuran en la empresa de crear un público. Naturalmente para Kurt Wolff, los
editores de la segunda categoría apenas merecían el nombre de editores.
Pero ¿no podía darse en alguna ocasión la circunstancia, todo lo
dichosa que se quiera, de que lo que la gente quisiera leer fuera precisamente
aquello que merecía ser leído, por utilizar los dos rangos de Kurt Wolff? Y en
cualquier caso, para detectar en la gente ese deseo de leer algo y ofrecérselo,
¿no era necesario asimismo un talento, un olfato, una capacidad que
sí que hacía merecedor del nombre de editor a quien lo ostentara? Maxwell
Perkins tenía ese olfato y ese talento. Cuando llegó a sus manos la primera
versión de la primera novela de Scott Fitzgerald (A este lado del Paraíso, 1920) enseguida vio que aquel muchacho
desconocido conseguía captar la atmósfera de la época y que una legión de
jóvenes iban a sentirse reflejados en aquellas páginas en las que el cuidado
verbal se daba la mano con una asombrosa capacidad para retratar personajes e
indagar en ellos a través de sus hechos. La novela lanzó al, acaso, más formidable
novelista americano del siglo XX, en cualquier caso a uno de los
indispensables («To Maxwell Perkins in apreciation of much literary help and
encouragement», se lee en la dedicatoria de Hermosos
y malditos, 1922). Perkins venció toda reticencia para que aquella novela
viese la luz y para empujar a Scott Fitzgerald a una vida de escritor -de la
que sacaría grandes réditos tanto económicos como literarios, pues sus
artículos recordando la época en la que pagaban muchos dólares por un relato,
escritos cuando el negocio estaba en quiebra y su talento se apagaba, son una
delicia: pueden leerse en Mi ciudad
perdida, libro del que Scott entregó a Perkins un índice, aunque no llegó a
editarse en vida del autor, entre otras cosas porque Perkins consideraba que lo
que mejor convenía a Scott era publicar ficción-.
Otro de los autores con los que Perkins trabó una consolidada
amistad que fue más allá del negocio literario fue Hemingway, a quien, cuando
éste se recluyó en Cuba, le escribía largas cartas pidiéndole que dejara
de preocuparse de si sus libros funcionaban o no, de si subían en la tabla de
los más vendidos. Tenía la intuición de que Por quién doblan las campanas iba a devolverle a Hemingway la
fortaleza y el prestigio que se habían ido diluyendo entre las élites sin que
perdiera por ello la atención de los miles de lectores que le tenían por el
novelista americano más notable del siglo.
Ahora le han dedicado una película (mediocre) a Perkins. Se
interesa en su relación de maestro con el novelista Thomas Wolfe, a quien
prácticamente esculpe, disolviendo todas sus dudas, dirigiendo sus pasos, un
poco como un director de orquesta que no sabe tocar el violín pero consigue que 10
violinistas saquen al aire la melodía que quiere escuchar. De los dos
papeles de Perkins, aunque el más legendario sea el de tallador de escritores,
el más útil, para hacernos idea de lo que fue, quizá sea el de amigo de sus
autores, el que trata de igual a igual a Scott Fitzgerald y Hemingway, aquel
cuyas cartas a sus autores pudieron recopilarse en un volumen lleno de detalles
de vida cotidiana y consejos y también muchas dudas, pero, sobre todo,
rebosante de una ciega confianza en la eficacia y belleza de lo que escribían
sus autores. Naturalmente Kurt Wolff hubiera afeado a Perkins que estuviese tan
pendiente del impacto de los libros de sus autores y, naturalmente, Perkins le
hubiese respondido que había algo a lo que él, como editor asalariado que era,
tenía que responder ante Charles Scribner's Sons & Wolff: la cuenta de
resultados.
También T.S. Eliot tenía que responder a la cuenta de
resultados: ésta no es un invento de las últimas décadas en las que todo el
mundo da por bueno que vivimos en tiempos de literatura comercial, masticable,
que necesita rendir beneficios para merecer salir a la luz (seguramente no ha
habido otra época como la nuestra en la que tantos libros que salen a la luz
sean deficitarios y haya tantos Kurts Wolffs buscando a 100 lectores para sus
Roberts Walsers). Ciertamente, las opiniones de grandes editores como Jason
Epstein en La industria del libro
y Andre Schiffrin en La edición sin
editores parecen inclinar la balanza hacia un panorama desastroso en el que
«la edición de calidad» fue aniquilada en favor del libro comercial que
satisface la demanda del día. Son testimonios tajantes que se proponen de
alguna forma como algo más que un síntoma: la transformación del
mundo editorial es resultado de los efectos de las doctrinas liberales sobre la
difusión de la cultura, para lo cual el libro no puede ser más que una mercancía sobre
la que obtener grandes beneficios.
Puede que esos días lleguen -o puede que no-, pero lo cierto es
que basta darse un paseo por una librería bien surtida para darse cuenta de que
ni el panorama es tan aterrador ni es tan verdad que la edición de
calidad ha sido arrasada. Y, aunque sea cierto que la necesidad de producción
es enloquecedora y las novedades apenas duran unas semanas en las librerías,
también lo es que internet se ha convertido en una librería de fondo como las
de los años 60 y 70, en las que era fácil encontrar libros publicados una
década antes. Así que acaso el problema no esté en la calidad de las ediciones,
ni en las decisiones de los Perkins de hoy, sino más bien en la curiosidad de
los lectores, en sus necesidades o quizá en la peligrosa apuesta de la autoridad
competente, que rige la educación, que parece empeñada en convencer a quien la
padezca de que la literatura no es una necesidad.
Como se sabe, Pound hizo de editor de Eliot -como Kurt Wolff,
empezó buscando 100 lectores para obras que creía que los merecían-. Aunque no
firmaba con su nombre, sabía aliarse con pequeños editores para producir preciosos
volúmenes. Eliot le mostró un largo poema que había escrito después de publicar Prufrock y otras observaciones. Pound
aplicó una tijera salvaje sobre el poema. La tijera es la herramienta favorita
de los editores americanos, piénsese en lo que hizo Gordon Lish con los cuentos
de Carver, que luego salieron en su versión original para que podamos comprobar
si acaso no se pasó un poco con aquellos trasquilones que, en efecto,
añadían misterio: Barry Hannah llegó a declarar que Gordon Lish era un genio:
tachaba de una página quince líneas y dejaba sólo cinco, y por mucho que le
doliera al autor, Gordon Lish llevaba razón. "Era un genio", dijo
Hanna. Genio es
precisamente el título original de la película sobre Perkins.
En el caso de Pound y Eliot, el resultado es La tierra baldía. Las intervenciones de Pound transformaron un
poema al que le sobraban datos y explicaciones en un misterioso artefacto que
todavía hoy conmueve y pone en pie un mundo -el que empieza tras la Gran
Guerra-. Después Eliot asumió labores de editor en la casa Faber
& Faber y allí dio cobijo a nuevos poetas que renovarían la poesía inglesa:
Auden y Spender, primero, a comienzos de los años 30, y Ted Hughes más tarde.
También publicó en el año 39 ese cacao titulado Finnegans Wake con que se cerraba la obra de Joyce. Joyce tuvo
también una editora colosal cuando nadie parecía interesado en su producción: Sylvia
Beach, librera de la parisina Shakespeare and Company, en cuyas memorias
brilla emocionante una página en la que tiene que ir a la estación de tren para
recoger los primeros volúmenes del Ulysses,
publicado con cubierta de azul griego. En su caso, la obra precede a la
editorial: se hizo editora solo para publicar el Ulysses.
Pero ser editor es también una profesión de riesgo: hay leyendas
que todos conocemos acerca de manuscritos de obras colosales
arrojadas a la papelera por un editor. Y rechazos famosos como el protagonizado
por Proust y Gide -el segundo era editor de la NRF cuando le llegó el primer
volumen de la novela de Proust-. En su caso fue la pereza la que le empujó a
echar a un lado el tocho que Proust acabó imprimiendo a sus expensas.
viernes, 6 de enero de 2017
"Si una noche de invierno un viajero" de Italo Calvino
En la novela de Italo Calvino Si una noche de invierno un viajero, el autor reflexiona sobre la desaparición del tiempo y del lugar durante el viaje en avión:
"Te abrochas el cinturón. El avión está aterrizando. Volar es lo contrario del viaje: atraviesas una discontinuidad del espacio, desapareces en el vacío, aceptas no estar en ningún lugar durante un tiempo que es también una espacio de vacío en el tiempo; luego reapareces, en un lugar y en un momento sin relación con el dónde y el cuándo en que habías desaparecido.
Mientras tanto, ¿qué haces?, ¿cómo ocupas esta ausencia tuya del mundo y del mundo de ti? Lees..."
miércoles, 4 de enero de 2017
Don Quijote es de Lisboa
En esta teoría estoy: después de viajar a Lisboa y pasar cuatro días allí, me ronda la idea de que el hidalgo español que Cervantes retrató, el viejo melancólico que recorrió La Mancha armado como un caballero medieval, no era originario de un pueblo manchego, sino de una calle de Lisboa. La descripción inicial que nos da Cervantes de su personaje es una falacia, uno más de los muchos engaños que contiene la historia. No, don Quijote no estaba loco, ni mucho menos. Don Quijote padecía de saudade y tenía inscrito en su carácter ese espíritu desdichado y nebuloso que he podido observar en muchos de sus compatriotas allende las fronteras de la Extremadura. No es gravedad, ni antipatía, ni por supuesto misantropía. El Caballero de la Triste Figura es un taxista lisboeta callado, taciturno que quiere dejar su trabajo, desea abandonar el eterno asiento de su Mercedes sin suspensión para subirse a lomos de algo que se mueva, pero que se mueva de veras. Y no andar al lado de turistas, burócratas o adolescentes ebrios, aguantando sus lenguas ininteligibles y sus ínfulas del primer mundo. Don Quijote es un hidalgo de Lisboa, con el espíritu entristecido por una ciudad monótona, sin brillo y por una música que nunca anima al baile. Don Quijote vive junto a Pessoa en una calle empedrada por donde el tranvía circula atestado de turistas, salvando a los muchachos que se sientan al sol en el filo de la acera, sin nada que hacer, sin ningún juego entre las piernas. Don Quijote era de comer frugal, de vela y abstinencia, de mucho leer y poco reír, como los conserjes de los hoteles de Lisboa: amables, enjutos e impasibles. Arañados por la conciencia del morir, sus ojos siempre están traspasados por la guadaña de quien añora la vida. Ese es don Quijote, sin duda: un recepcionista de hotel o un taxista que trabaja y vive a orillas de un estuario y que se ha rebelado contra su destino.
viernes, 30 de diciembre de 2016
Joseph K. y las compañías telefónicas
Protagonista de esta historia: Joseph K. (personaje robado a Kafka), con trabajo fijo, familia fija y torpeza contrastada.
Nombres de las tres empresas de telefonías móviles: X, Y y Z. Expertas en extorsiones, chanchullos y enredos de folletín.
Joseph K. está cansado de que su compañía X de telefonía móvil le estafe. No respetan las condiciones del contrato y no tiene ganas de pleitos. Decide llamar a la compañía Y para ver otra alternativa. Una operadora de Y (ecuatoriana) le plantea la posibilidad de cambiar de compañía sin ningún esfuerzo y sin ningún coste para Joseph K. Ellos se encargan de todos los trámites. Joseph K. acepta la propuesta.
Cuando el técnico (de Usera) llega para instalar el router y la línea fija le informa de que le asignarán un nuevo número de teléfono, pero en dos días recuperará el antiguo. Después de un mes, Joseph K. no ha recuperado su número antiguo. Los contactos que llaman a su fijo se pierden en el limbo de las líneas telefónicas.
Llama a una operadora (dominicana) de la compañía Y. Le aseguran que en dos días recuperará el teléfono. La portabilidad está en trámite. Pasan dos meses y medio y Joseph K. no ha recuperado su antiguo número de teléfono. Según otra operadora (de Vallecas), debe esperar otro mes. Mientras tanto, llega un recibo de su antigua compañía X por un servicio del que ya no disfruta, el de su perdido número fijo. Desesperado por las interminables gestiones y de que cada operador (de España, Sudamérica y Europa del Este) le dé una razón distinta, decide contactar con otra compañía.
Llama a las operadoras de la compañía Z (todas de Algete). Muy amables, le ofrecen cambiar de compañía sin ningún coste. Ellos, la compañía Z, se encargan de todos los trámites. Le instalan un router nuevo ( el tercero).
El técnico (de Requena) le informa de que le asignarán un nuevo número de teléfono, pero pronto recuperará el antiguo. Para evitar problemas anteriores, da de baja el número fijo que le había instalado la compañía Y. Le amenazan con cobrarle una penalización. Cuando llama a la compañía Z para que no le ocurra lo mismo que en la compañía Y con su fijo, está a punto de romper todos los teléfonos, los routers y los móviles. La operadora (de Algete) le pasa con otro departamento. Una nueva operadora (de Algete) le mantiene a la espera hasta que se corta la comunicación. Así durante dos horas y media.
Por fin consigue contactar con una operadora (de Burgos) decidida a solucionar el problema. Ella solicitará la portabilidad del número fijo antiguo, pero Joseph K. debe firmar un nuevo contrato. Después, la compañía fundirá el fijo de la portabilidad con los móviles contratados anteriormente y luego se dará de baja el fijo nuevo que le instaló la compañía. Joseph K. en su torpeza y confusión accede.
A los pocos días recibe otro router de la compañía Z ( el cuarto). La compañía X le comunica que debe pagar una penalización por la portabilidad de su fijo antiguo. La compañía Y le comunica que debe pagar una penalización por la cancelación de su número fijo. La compañía Z le comunica que debe pagar una penalización por la cancelación del número fijo que le instalaron con el primer router. Joseph K. ya no se dedica a su negocio, ya no piensa en su familia. Su vida está entregada a hablar con las operadoras de las compañías X, Y y Z (de todo el mundo). Es una nueva vida, absurda y cosmopolita. Sueña con routers y discute con máquinas. La conversación más inteligente que ha mantenido en el último mes ha sido esta:
Z: Si es cliente de Z, marque 1; si quiere dar de baja algún servicio, marque 2; si su consulta es cualquier otra, marque 3.
(Marca 1)
Z: El tiempo de espera estimado es de dos a cinco minutos.
(Música de sanatorio)
Z: El tiempo de espera estimado es de dos a cinco minutos.
(La misma música de sanatorio)
Z: Buenas tardes, ¿en qué puedo servirle?
Joseph K.: Quisiera casarme con usted.
Z: Si es usted cliente, marque 1; si quiere dar de baja algún servicio, marque 2...
(Música de sanatorio. Al fondo alguien llora)
(Se repite la escena cinco veces).
No lo dude, si quiere convertirse en un personaje de Kafka, cambie de compañía telefónica.
jueves, 29 de diciembre de 2016
"Espacio: Juan Ramón Jiménez y lo eterno" por Rafael Narbona
“El lenguaje es la morada del ser -afirma Heidegger en su Carta sobre el humanismo (1949)-.
En su morada habita el hombre. Los pensadores y los poetas son los guardianes
de esa morada”. Juan Ramón Jiménez (Moguer, 1881-San Juan, Puerto
Rico, 1958) escribió entre 1936 y 1942 un conjunto de poemas que más tarde
se agruparían bajo el título En el
otro costado. El libro incluye dos de sus obras fundamentales: Romances de Coral Gables y Espacio, que inicialmente se publicaron
de forma independiente. Romances de
Coral Gables apareció en México en 1948, y Espacio en la revista Poesía
Española, en 1954. La primera edición de En el otro costado no vio la luz hasta 1974, cuando la
poetisa, profesora y crítica literaria Aurora Albornoz editó póstumamente la
obra, resolviendo con enorme sensibilidad e inteligencia los múltiples
problemas que planteaba el manuscrito original. Juan Ramón había pensando como
primer título El Ausente y,
más tarde, Lírica de una Atlántida,
que prefirió reservar como título general para los poemas de su última época. Los
textos que surgieron en esos años constituyen el primer tramo de su marcha
ascendente hacia una poesía estrictamente depurada, con una percepción
fructífera de la muerte, una exigente introspección y un diálogo ininterrumpido
con un dios inmanente, que se intuye como la suma de los procesos internos de
la conciencia poética. “Espacio”, un largo poema en prosa dividido en tres
fragmentos, sintetiza el espíritu de una época que encara la poesía como una
forma de conocimiento abocada a la experiencia de lo inefable, con sus cimas y
sus caídas. El desplazamiento de la poesía de Juan Ramón hacia la prosa
poética refleja la búsqueda de nuevas formas que expresen el latido más
profundo de lo real. La poesía no puede transigir con los límites de la
gramática y la lógica, cuyo objetivo último es ordenar, clasificar y manipular.
El poeta anhela otro orden, que no se corresponde con criterios de
funcionalidad. Por eso, ignora -o transgrede- la gramática y vulnera los
principios de la lógica, abriendo un espacio que posibilita la manifestación de
lo esencial. “Liberar al lenguaje de la gramática para ganar un orden esencial
más originario es algo reservado al pensar y poetizar”, escribe Heidegger. El
anhelo de superar la contingencia de un yo inseparable de su peculiaridad
material se advierte tanto en los “borradores silvestres” como en la obra de
madurez de Juan Ramón Jiménez. A lo largo de casi toda su producción, el poeta
opone el caos a la armonía pitagórica, la penumbra de la razón a la luz
mística, el olvido a la eternidad, recurriendo a símbolos como el círculo, la
fuente o la rosa para expresar ese orden esencial, originario, donde el ser
comparece como lo más próximo y el hombre como su necesario interlocutor.
La desnudez y totalidad que caracterizan el último tramo de la
poesía juanramoniana brotan de una disposición de escucha claramente opuesta a
la voluntad de poder de la razón técnico-instrumental. De acuerdo con el
programa expuesto en Diario de un
poeta recién casado (1916), se pretende ir a la cosa misma, no dejarla
caer, permitir que se muestre en su plenitud y en su misterio, en su gozosa
materialidad y en su perdurable espiritualidad. Las distintas formas de vida
-un chopo, un río, un hombre- no se agotan en su individualidad. No son simples
objetos, sino “elementos eternos” orientados a “la vida verdadera”. Sin
embargo, la razón sólo advierte su dimensión como entes, sin reparar en el
despliegue del ser que soporta su existir. Ese reduccionismo surge de la
instrumentalización del lenguaje como simple herramienta, sin otro cometido que
asignar un valor de uso a las cosas. La autenticidad del poeta se mide por su
capacidad de emancipar al lenguaje de ataduras y conceptos, asumiendo un
proyecto que paradójicamente puede conducir al silencio: “Creo que en la
escritura poética, como en la música y la pintura -confiesa a Luis Cernuda en
una carta escrita en Washington en 1943-, el asunto es la retórica, ‘lo que
queda’, la poesía. Mi ilusión ha sido ser más cada vez el poeta de ‘lo
que queda’, hasta llegar un día a no escribir”. Como ha señalado Francisco
Javier Blasco, Juan Ramón establece una importante distinción entre poesía y
literatura: “Lo que generalmente se quiere imponer como poesía es literatura;
lo que nosotros queremos imponer como poesía es alma”. El verdadero poeta
no se conforma con producir belleza formal, relativa: “La poesía está mucho más
allá de la belleza relativa, y su espresión pretende la belleza absoluta”. La
literatura no es forma, sino esencia: “La letra (la literatura) mata. Es la
esencia la que vive, la que contagia, la que comunica, la que descubre…”. La
literatura es arte que acontece en el tiempo y el espacio. La poesía trasciende
el tiempo y el espacio, afincándose en la eternidad. Aunque la poesía pura y
abierta de Juan Ramón Jiménez nunca pierde “su raíz existencial”, su origen
último es -con palabras de Blasco- “la fuerza de irradiación y transformación
de una realidad misteriosa e inefable, sin la cual jamás habrá poesía posible.
Dicha fuerza se puede experimentar, pero no definir conceptualmente. Escapa por
ello al análisis y a la selección”.
Juan Ramón Jiménez empleó trece años en escribir “Espacio”.
Durante ese período, leyó -entre otros- a Spinoza y Hegel, realizando pequeñas
incursiones en la física de Einstein mediante textos divulgativos. De Spinoza,
asimiló la idea de un dios inmanente, indiscernible de la naturaleza. Aunque el
filósofo judío holandés niega la inmortalidad individual, admite que todo lo
existente experimenta la compulsión de subsistir, de perdurar indefinidamente.
Juan Ramón asumió ese conflicto como un diálogo permanente entre la conciencia
interior y la conciencia absoluta, entre el yo finito y una infinitud inmanente
que fluye sin descanso, reuniendo los distintos momentos del devenir. De Hegel,
aprendió que el Espíritu se objetiva progresivamente, de acuerdo con una
perfectibilidad creciente. Esa idea le ayudó a preservar la esperanza, no ya de
un más allá inteligible, sino de un mundo capaz de redimir sus conflictos
mediante la fraternidad universal. La vida del Espíritu no sólo salva a la
humanidad, sino que además ofrece un mañana a las cosas, pues nada es
despreciable en un proceso de perfección. “Espacio” puede leerse como una
recreación de la historia del Espíritu, que sortea el riesgo del nihilismo,
postulando el carácter inaudito e irrepetible de cada brizna de realidad. Por
último, Juan Ramón Jiménez incorporó a su poesía la descripción de la realidad
psíquica como un “flujo de conciencia”, un movimiento que responde a reacciones
inmediatas con el entorno y no a pautas lógicas preestablecidas. Esta teoría,
formulada por William James, se combinó en muchas ocasiones con las
investigaciones de Freud sobre el inconsciente, según las cuales las pulsiones
primarias proceden del instinto. El monólogo interior de James Joyce y la
escritura automática de los surrealistas intentaron reproducir el “flujo de
conciencia”, a veces prescindiendo de cualquier pretensión de sentido. Juan
Ramón procedió de modo parecido en “Espacio”, pero conteniendo la dispersión y
preservando el significado. Como ha señalado Víctor García de la Concha, el
poeta de Moguer “parte no tanto de ideas cuanto de ritmos y emociones”.
En el prólogo de “Espacio”, Juan Ramón apunta que siempre ha
fantaseado con un poema “sin asunto concreto, sostenido sólo por la sorpresa,
el ritmo, el hallazgo, la luz”. En otro lugar, afirma que “Espacio” nació “en
una embriaguez rapsódica”, como “una fuga interminable”. Y -de nuevo en el
prólogo- aclara: “Lo que esta escritura sea ha venido libre a mi conciencia
poética y a mi espresión relativa, a su debido tiempo, como una respuesta
formada de la misma esencia de mi pregunta o, más bien, del ansia mía de buena
parte de mi vida, por esta creación singular”. No sin cierto eco
órfico-pitagórico, afirma en el Fragmento primero: “Pasan vientos como
pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas soles como yo,
como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como
dioses”. Juan Ramón escribe dios en minúscula, distanciándose de la teología
católica, que atribuye a Dios omnipotencia, providencia y omnisciencia. “¿Quién
sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios, puede, ha podido, podrá decirme
a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es?”. La insistencia en escribir dios
en minúscula retrasó la aparición de “Espacio” en España, pues en la inmediata
posguerra la censura eclesiástica oponía su veto a cualquier ejercicio de
libertad, particularmente si se aplicaba a sus dogmas. ¿De qué dios habla el
poeta? ¿De un dios identificado con la conciencia interior, con un yo romántico
hipostasiado como suprema objetivación del espíritu? ¿De un dios que se
confunde con la naturaleza? ¿Estamos ante una interpretación panteísta de la
divinidad? Juan Ramón no se baña en las aguas de la exasperación romántica, con
su subjetividad exacerbada. Tampoco se adhiere al credo panteísta. El dios
al que alude es un absoluto al que se accede mediante la contemplación y la
experiencia interior. Un absoluto inmanente, que deviene y crece con la cosecha
del tiempo. Un absoluto que reúne la identidad y la alteridad, lo uno y lo
múltiple. Es un absoluto que nos hace salir de nosotros mismos y regresar con
la conciencia iluminada por un chispazo de logos. Logos que no es razón
cartesiana, instrumental, sino razón poética, que funde lo central y lo
periférico, la subjetividad y la otredad. Pese a que Juan Ramón aseguró haber
visto “en lo místico panteísta, la forma suprema de lo bello”, su intimismo
-que convoca al yo con su inevitable historia- siempre apunta al otro, al
“hombre hermano”. El dios intuido por el poeta es la fuente de “esa esperanza
májica” que llamamos eternidad. No se refiere a la eternidad anunciada por la
iglesia católica, con la que rompió en 1917, sino a una eternidad que suma y no
resta, “la suma que es el todo y no acaba”. La eternidad vive. No es algo
inmóvil y, menos aún, un bucle. El círculo que fascina al poeta no esconde el
eterno retorno, sino una apertura. La eternidad es suma, pero la suma no es
cantidad, sino amor. La eternidad no es duración ilimitada (“grande es lo
breve”), sino abundancia, profusión. Sólo podemos entender la naturaleza de lo
eterno mediante imágenes, como el mar, quizás la metáfora más poderosa del
segundo Juan Ramón: “Para acordarme de por qué he nacido, vuelvo a ti, mar”. La
eternidad es un ideal y la conciencia finita no puede vivir sin ideales:
“Hombres, mujeres, hombres; hay que encontrar el ideal, que existe”. Mirando
hacia atrás, rectifica: “No, no era todo menos, como dije un día, ‘todo es
menos’; todo era más, y por haberlo sido, es más morir para ser más, del todo
más”. La fecundidad de la muerte, que añade y no resta, revela la verdadera
dimensión del presente: “¡Sí, todo, todo, ha sido más y todo será más! No es el
presente sino un punto de apoyo o de comparación, más breve cada vez; y lo que
deja y lo que coje, más, más grande”.
El presente no es algo desdeñable, sino un milagro sucesivo, una
teofanía en progreso. Con sensibilidad franciscana, Juan Ramón Jiménez celebra
el canto de un pájaro: “¡Cómo te llamo, cómo te escucho, cómo te adoro, hermano
eterno, pájaro de la gracia y de la gloria, humilde, delicado, ajeno; ánjel del
aire nuestro, derramador de música completa!”. Para comprender, no hay que
elaborar conceptos. Para comprender, hay que cantar y amar. “Pájaro, amor, luz,
esperanza; nunca te he comprendido como ahora; nunca he visto tu dios como hoy
lo veo, el dios que acaso fuiste tú y que me comprende”. Juan Ramón
finaliza el Fragmento primero con optimismo dionisíaco: “¡Qué regalo
de mundo, qué universo májico, y todo para todos, para mí, yo! […] Todo es
nuestro y no se nos acaba nunca! ¡Amor, contigo y con la luz todo se hace, y lo
que haces, amor, no acaba nunca!”. Podemos vislumbrar la eternidad en “la
presencia concreta” de las “imájenes de amor”. Esa presencia está al alcance de
todos, pero sólo la percibe el poeta -y poeta es todo hombre que reconoce la
belleza absoluta. “Suma gracia y gloria de la imajen”, escribe Juan Ramón. La
imagen no es algo efímero o imposible, sino la verdad profunda del ser.
No es casual que Juan Ramón Jiménez colaborara durante su exilio
con Orígenes, la revista fundada
por José Lezama Lima. Ambos poetas concebían al hombre como un ser para la
eternidad, pero con una importante diferencia: Lezama creía en la resurrección
del cuerpo y el alma; Juan Ramón, en cambio, sólo esperaba una inmortalidad
impersonal, que podíamos intuir al descubrir el rumor del universo en nuestro
interior, con su espacio, su tiempo y su luz, expandiéndose como una
interminable obertura. En cualquier caso, el camino hacia la eternidad
pasa necesariamente por la poesía, que convierte el pasado -aparentemente
inerte- y el futuro -aún inexistente- en luminosa presencia.
Un paseo con mi padre
Hoy he ido a caminar al monte. Como fue costumbre en mi padre en sus últimos años. Hoy he disfrutado de la naturaleza en soledad. Como fue costumbre en mi padre en sus últimos años. Durante todo el paseo me he arrepentido de no haber salido nunca con él. Su mutismo, su silencio, su distancia con el resto del mundo no hacían fácil el acercamiento, pero yo tampoco hice nada por recortarla.
Un año antes de su muerte me aproximé a él por casualidad. Me documentaba para escribir una novela sobre la posguerra y necesitaba su colaboración. Nunca creí que estuviera tan dispuesto a hablar, a confesar intimidades desconocidas para mí. Quizás ese mutismo, esa apariencia huraña y distante no eran más que una pose. Un comportamiento habitual entre los de su generación, una huida hacia adentro. Era difícil hablar con ellos, o eso me parecía a mí, hasta que comencé a preguntarle por sus inicios en el comercio, por la muerte de su padre tras salir de la cárcel, por sus juergas de juventud, por las miserias de posguerra. La conversación fluyó como nunca. Más de cuarenta años a su lado y nunca me había hablado con esa confianza. Nunca me había hablado.
Por eso me arrepiento de no haber salido a caminar a su lado. Él amaba el placer solitario del paseo. Se calaba el sombrero, agarraba el cayado y se calzaba las botas. Salía de casa antes de comer y a veces volvía con la piel quemada o los pies helados. Nunca se me ocurrió decirle: "Me voy contigo". Creíamos, como un asunto de fe, que su elección era firme: soledad y mutismo. Quizá no percibimos que necesitaba de nosotros para escapar de esa sucia mazmorra en la que estuvieron amordazados todos los que crecieron durante la posguerra. Quizás debiera haberle propuesto: "Me voy contigo". Y su soledad y su mutismo habrían acabado mucho antes. Quizás.
No sé si es demasiado tarde, pero, echando mano de la metafísica machadiana, hoy lo he acompañado.
martes, 27 de diciembre de 2016
"Unamuno, último acto" por Miguel Barrero
Si son las acciones las que definen a los hombres, aquel día Miguel
de Unamuno se mostró ante los demás con todas las de la ley. Corría el 12
de octubre de 1936 y la Universidad de Salamanca celebraba en su paraninfo el
solemne acto de apertura del curso. Francisco Franco había excusado
su asistencia, pero sí acudía en representación suya su mujer, la ovetense Carmen
Polo. También estaban allí, entre otros, el obispo de la diócesis, Enrique
Plá y Deniel, el poeta José María Pemán y el general africanista Millán-Astray,
quien llegó escoltado por un grupo de legionarios armados con metralletas. Los
sublevados del 18 de julio tenían instalado su cuartel general en la ciudad del
Tormes, convertida en epicentro de los fascismos ibéricos. Habían convertido el
Día de la Raza en una ceremonia de exaltación nacional. El evento universitario
era una parte más, acaso la más relevante, del programa diseñado para la
ocasión.
La ciudad donde habían impartido sus clases Fray Luis de León o Elio
Antonio de Nebrija era un lugar peligroso en aquellas fechas. Escribió Luciano
G. Egido un gran libro, Agonizar
en Salamanca (Tusquets), que recrea a la perfección el ambiente a la
vez hostil y estrafalario que se respiraba por sus calles en aquellos días
inciertos. El general Franco tenía instalado su despacho en el
palacio episcopal, se preparaba una gran ofensiva sobre Madrid —de donde se
apresuraban a salir las autoridades republicanas ante la inminencia de un
ataque— y parecía que la guerra se pondría pronto del lado de los rebeldes. En
la trastienda comenzaban las represalias contra aquellos que, con más o menos
entusiasmo, se habían adherido a la defensa del sistema legalmente establecido
y, en consecuencia, veían cómo se les declaraba enemigos acérrimos de la nueva
España que estaba por nacer.
Mientras ocurría todo esto, Miguel de Unamuno, rector de la
Universidad de Salamanca y uno de los intelectuales totémicos de la Generación del 98, se sumía en el
desconcierto. Nunca había sido un hombre que rehuyera los inconvenientes de la
duda, pero la situación política del país le estaba poniendo contra las
cuerdas. Él, que llegó a izar la bandera de la II República en el Ayuntamiento
de Salamanca en el cada vez más lejano abril de 1931, había acabado por
desencantarse ante el rumbo de los sucesivos gobiernos y se vio apoyando el
alzamiento militar, por entender que abriría una revolución humanista en la que
la lógica y la razón acabarían triunfando sobre el cerrilismo cainita. Cuando
en la mañana de aquel 12 de octubre de 1936 abandonó su casa y se puso a
caminar, calle Compañía arriba, hacia la Universidad, ya estaba seguro de
cuánto se había equivocado, aunque aún no se atreviera a confesarlo
abiertamente. No era sencillo. Incomprensiblemente, se había identificado
demasiado con una causa que no le pertenecía. A diario llegaban desde Madrid
las pullas que le lanzaban quienes, creyendo tenerlo a bordo de su barco, le
habían sorprendido navegando en compañía de la tripulación contraria, y él
mismo iba viendo cómo, lejos de perseverar por la senda de la regeneración, los
que se habían levantado en armas aprovechaban las posiciones que iban ganando
para tomarse la revancha contra quienes abrazaban la causa opuesta e imponer
sus odios y rencores sobre cualquier idea de reconciliación.
Aquella mañana, en el paraninfo, Unamuno no tenía
previsto intervenir. Su cometido se limitaba a abrir el acto y distribuir los
turnos de palabra, según le correspondía por su condición de rector. Sí
hablaron José María Pemán, que pronunció un discurso de corte
ultracatólico y fascista, y también el profesor Maldonado, que en la misma
línea llegó a tildar de «anti-España» a los vascos, los catalanes y, en
general, todos aquellos que se mostraban desafectos a la cruzada cuyo inicio
había tenido lugar unos meses antes en Marruecos. El viejo rector había
escuchado en silencio mientras tomaba notas en un papel que sacó del bolsillo
interior de su chaqueta. Luego se supo que se trataba de una carta que pocos
días atrás le había remitido la esposa de Atilano Coco, un íntimo amigo
suyo que había sido arrestado tras la sublevación y cuya liberación él mismo
había solicitado, sin ningún éxito, ante el gobernador civil. Cuando Maldonado puso
fin a su intervención, Unamuno respiró profundamente. El autor de
aquel ensayo titulado Del sentimiento trágico de la vida, que tanta
repercusión había tenido, estaba viendo cómo el último tramo de su existencia
se convertía en toda una tragedia a la que urgía escribir un final acorde con
su desarrollo. Por eso, en vez de limitarse a clausurar el acto, se levantó de
su asiento en la mesa presidencial y caminó lentamente hacia el estrado, con
aquel papel en el que había garabateado algunas anotaciones inconexas bien
apretado entre los dedos de su mano derecha.
—Estáis esperando mis
palabras, me conocéis bien y sabéis que sois incapaz de permanecer en silencio;
a veces, quedarse callado equivale a la aquiescencia —dijo tras ubicarse ante
el atril, la mirada fija en los asistentes—. Quiero hacer algunos comentarios
al discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado, que se
encuentra entre nosotros. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa
de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra
es sólo una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre
todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión. Dejaré
de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y
catalanes llamándolos «anti-España»; pues bien, con la misma razón pueden decir
ellos lo mismo. El señor obispo —añadió mirando a Plá y Deniel—, lo quiera
o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona, y aquí está para enseñar la
doctrina cristiana que no queréis conocer. Yo mismo, como sabéis, nací en
Bilbao y llevo toda mi vida enseñando la lengua española, que no sabéis.
Cuentan que, en ese instante, Millán-Astray empezó a
gritar: «¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?». Sus escoltas enarbolaban las
metralletas como si el mando les hubiese requerido que presentaran armas.
Alguien desde el público gritó: «¡Viva la muerte!». Justo después, en lo que Dionisio
Ridruejo, que estaba presente, calificaría como «un exhibicionismo fríamente
calculado», el militar alzó la voz: «¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y
Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de
España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío
bisturí!». La excitación le impidió seguir hablando. Se cuadró, alguien desde
la bancada profirió un «¡Viva España!» y el paraninfo quedó sumido en un
silencio sepulcral. Unos sonreían orgullosos. Otros dirigían angustiadas
miradas de soslayo al anciano rector, que seguía de pie en el estrado y retomó
pronto la palabra.
—Acabo de oír el
necrófilo e insensato grito de «¡Viva la muerte!» —dijo con la misma serenidad
con que Fray Luis de León había referido, unos siglos atrás, su «Como
decíamos ayer» al iniciar su primera clase tras la condena impuesta por los
tribunales inquisitoriales—. Esto me suena lo mismo que «¡Muera la vida!». Y
yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos
que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta
ridícula paradoja me parece repelente. Como ha sido proclamada en homenaje al
último orador, entiendo que va dirigida a él, si bien de una forma excesiva y
tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El
general Millán-Astray es un inválido —el aludido, tuerto y cojo como
consecuencia de varias heridas que había sufrido en la guerra de Marruecos, se
revolvió en su asiento—. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo.
Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no
sirven como norma. Desgraciadamente en España hay actualmente demasiados
mutilados. Y si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el
pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la
psicología de las masas. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes,
que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus
mutilaciones, un inválido, como he dicho, que no tenga esa superioridad de
espíritu es de esperar que encuentre un alivio viendo cómo se multiplican los
mutilados a su alrededor. El general Millán-Astray desea crear una
España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por eso
quisiera una España mutilada.
Hubo testigos presenciales que aseguraron que, tras escuchar esto, Millán-Astray se
llevó la mano a la pistola, y que si no abrió fuego contra el rector fue porque Carmen
Polo, con un leve gesto, le hizo abandonar sus intenciones. Preso de la furia,
el militar gritó: «¡Muera la inteligencia!», a lo que un sorprendido Pemán opuso:
«¡No! ¡Mueran los malos intelectuales!». Sobre el alboroto de insultos y
proclamas patriotas, Unamuno continuó su intervención sin amilanarse:
—Éste es el templo de la
inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado
recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi
propio país. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no
convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir
necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil
el pediros que penséis en España. He dicho.
Algunos se encararon con Unamuno e intentaron agredirle. Millán-Astray,
que logró contener sus impulsos, le ordenó que se cogiera del brazo de Carmen
Polo para abandonar el lugar sin incidentes. Él así lo hizo. Una
fotografía célebre le muestra saliendo de la sede universitaria rodeado de
individuos que escenifican el saludo fascista. Es una imagen curiosa: si algo
abunda en ella son las figuras humanas, pero hay algo que mueve a quien la
observa a concluir, aun desconociendo su contexto, que el rector anciano y
exhausto, que ocupa el centro de la composición, se encuentra terriblemente
solo.
Apenas tres años después, cuando se disponía a salir con sus
familiares camino del exilio, el poeta Antonio Machado dejó acuñadas
unas palabras cuya resignación no esquivaba la esperanza en una futura justicia
poética: «Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo
está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro…
Quizá la hemos ganado». En la mañana del 12 de octubre de 1936, Miguel de
Unamuno se redimía ante la Historia al mismo tiempo que daba por
finiquitada su propia biografía. Tras los sucesos del paraninfo —Franco, tras
enterarse de lo ocurrido, dictaminaría que Millán-Astray había
actuado correctamente—, se le despojó de su cargo de rector y se le condenó a
un arresto domiciliario que le mantendría confinado en su vivienda de la calle
Bordadores hasta el final de sus días. El mismo Unamuno que había
sido presentado como uno de los adalides intelectuales del levantamiento pasó a
convertirse en un despojo al que convenía evitar y cuya memoria debía relegarse
forzosamente al ostracismo. Murió poco después, el 31 de diciembre de 1936, en
medio de una gran nevada que convertía las calles de la ciudad en una alfombra
blanca sobre la que se iban dibujando las huellas indelebles del oprobio. La
casa donde exhaló su último suspiro aún existe. En su fachada se grabaron hace
tiempo las últimas estrofas de la conmovedora oda que dedicó a su tierra
adoptiva.
Del corazón en las
honduras guardo
tu alma robusta; cuando
yo me muera
guarda, dorada Salamanca
mía,
tú mi recuerdo.
También acertó en eso. Cuando se cumplen ochenta años de su
muerte, la figura de Miguel de Unamuno resulta imprescindible para
comprender la literatura y el pensamiento en la España que atravesaba atónita
la primera mitad del siglo XX. Su recuerdo jamás ha dejado de estar presente en
el acontecer diario de la ciudad que baña el Tormes. El eco de aquel
«Venceréis, pero no convenceréis» con que rubricó el último acto de su vida aún
resuena de cuando en cuando, como resuenan los ecos de esas profecías que, por
mucho tiempo que pase.
domingo, 25 de diciembre de 2016
"Matadero Cinco" de Kurt Vonnegut
Un autor imprescindible, maestro de la ironía, del humor y del enredo metaliterario. En Matadero Cinco narra un episodio terrible de la Segunda Guerra Mundial (el bombardeo de Dresde que causó 135.000 muertos) desde un punto de vista desconcertante. En la guerra todos los personajes son ridículos: una Cruzada de Niños sin heroísmos posibles. Un fragmento del libro:
"La gente no debe mirar hacia atrás. Ciertamente, yo no volveré a hacerlo. Ahora que he terminado mi libro de guerra, prometo que el próximo que escriba será divertido.
Porque este será un fracaso. Y tiene que serlo a la fuerza, ya que está escrito por una estatua de sal. Empieza así:
Oíd:
Billy Pilgrim ha volado fuera del tiempo...
Y termina así:
¿Pío-pío-pi?".
Suscribirse a:
Entradas (Atom)