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jueves, 29 de diciembre de 2016
Un paseo con mi padre
Hoy he ido a caminar al monte. Como fue costumbre en mi padre en sus últimos años. Hoy he disfrutado de la naturaleza en soledad. Como fue costumbre en mi padre en sus últimos años. Durante todo el paseo me he arrepentido de no haber salido nunca con él. Su mutismo, su silencio, su distancia con el resto del mundo no hacían fácil el acercamiento, pero yo tampoco hice nada por recortarla.
Un año antes de su muerte me aproximé a él por casualidad. Me documentaba para escribir una novela sobre la posguerra y necesitaba su colaboración. Nunca creí que estuviera tan dispuesto a hablar, a confesar intimidades desconocidas para mí. Quizás ese mutismo, esa apariencia huraña y distante no eran más que una pose. Un comportamiento habitual entre los de su generación, una huida hacia adentro. Era difícil hablar con ellos, o eso me parecía a mí, hasta que comencé a preguntarle por sus inicios en el comercio, por la muerte de su padre tras salir de la cárcel, por sus juergas de juventud, por las miserias de posguerra. La conversación fluyó como nunca. Más de cuarenta años a su lado y nunca me había hablado con esa confianza. Nunca me había hablado.
Por eso me arrepiento de no haber salido a caminar a su lado. Él amaba el placer solitario del paseo. Se calaba el sombrero, agarraba el cayado y se calzaba las botas. Salía de casa antes de comer y a veces volvía con la piel quemada o los pies helados. Nunca se me ocurrió decirle: "Me voy contigo". Creíamos, como un asunto de fe, que su elección era firme: soledad y mutismo. Quizá no percibimos que necesitaba de nosotros para escapar de esa sucia mazmorra en la que estuvieron amordazados todos los que crecieron durante la posguerra. Quizás debiera haberle propuesto: "Me voy contigo". Y su soledad y su mutismo habrían acabado mucho antes. Quizás.
No sé si es demasiado tarde, pero, echando mano de la metafísica machadiana, hoy lo he acompañado.
martes, 27 de diciembre de 2016
"Unamuno, último acto" por Miguel Barrero
Si son las acciones las que definen a los hombres, aquel día Miguel
de Unamuno se mostró ante los demás con todas las de la ley. Corría el 12
de octubre de 1936 y la Universidad de Salamanca celebraba en su paraninfo el
solemne acto de apertura del curso. Francisco Franco había excusado
su asistencia, pero sí acudía en representación suya su mujer, la ovetense Carmen
Polo. También estaban allí, entre otros, el obispo de la diócesis, Enrique
Plá y Deniel, el poeta José María Pemán y el general africanista Millán-Astray,
quien llegó escoltado por un grupo de legionarios armados con metralletas. Los
sublevados del 18 de julio tenían instalado su cuartel general en la ciudad del
Tormes, convertida en epicentro de los fascismos ibéricos. Habían convertido el
Día de la Raza en una ceremonia de exaltación nacional. El evento universitario
era una parte más, acaso la más relevante, del programa diseñado para la
ocasión.
La ciudad donde habían impartido sus clases Fray Luis de León o Elio
Antonio de Nebrija era un lugar peligroso en aquellas fechas. Escribió Luciano
G. Egido un gran libro, Agonizar
en Salamanca (Tusquets), que recrea a la perfección el ambiente a la
vez hostil y estrafalario que se respiraba por sus calles en aquellos días
inciertos. El general Franco tenía instalado su despacho en el
palacio episcopal, se preparaba una gran ofensiva sobre Madrid —de donde se
apresuraban a salir las autoridades republicanas ante la inminencia de un
ataque— y parecía que la guerra se pondría pronto del lado de los rebeldes. En
la trastienda comenzaban las represalias contra aquellos que, con más o menos
entusiasmo, se habían adherido a la defensa del sistema legalmente establecido
y, en consecuencia, veían cómo se les declaraba enemigos acérrimos de la nueva
España que estaba por nacer.
Mientras ocurría todo esto, Miguel de Unamuno, rector de la
Universidad de Salamanca y uno de los intelectuales totémicos de la Generación del 98, se sumía en el
desconcierto. Nunca había sido un hombre que rehuyera los inconvenientes de la
duda, pero la situación política del país le estaba poniendo contra las
cuerdas. Él, que llegó a izar la bandera de la II República en el Ayuntamiento
de Salamanca en el cada vez más lejano abril de 1931, había acabado por
desencantarse ante el rumbo de los sucesivos gobiernos y se vio apoyando el
alzamiento militar, por entender que abriría una revolución humanista en la que
la lógica y la razón acabarían triunfando sobre el cerrilismo cainita. Cuando
en la mañana de aquel 12 de octubre de 1936 abandonó su casa y se puso a
caminar, calle Compañía arriba, hacia la Universidad, ya estaba seguro de
cuánto se había equivocado, aunque aún no se atreviera a confesarlo
abiertamente. No era sencillo. Incomprensiblemente, se había identificado
demasiado con una causa que no le pertenecía. A diario llegaban desde Madrid
las pullas que le lanzaban quienes, creyendo tenerlo a bordo de su barco, le
habían sorprendido navegando en compañía de la tripulación contraria, y él
mismo iba viendo cómo, lejos de perseverar por la senda de la regeneración, los
que se habían levantado en armas aprovechaban las posiciones que iban ganando
para tomarse la revancha contra quienes abrazaban la causa opuesta e imponer
sus odios y rencores sobre cualquier idea de reconciliación.
Aquella mañana, en el paraninfo, Unamuno no tenía
previsto intervenir. Su cometido se limitaba a abrir el acto y distribuir los
turnos de palabra, según le correspondía por su condición de rector. Sí
hablaron José María Pemán, que pronunció un discurso de corte
ultracatólico y fascista, y también el profesor Maldonado, que en la misma
línea llegó a tildar de «anti-España» a los vascos, los catalanes y, en
general, todos aquellos que se mostraban desafectos a la cruzada cuyo inicio
había tenido lugar unos meses antes en Marruecos. El viejo rector había
escuchado en silencio mientras tomaba notas en un papel que sacó del bolsillo
interior de su chaqueta. Luego se supo que se trataba de una carta que pocos
días atrás le había remitido la esposa de Atilano Coco, un íntimo amigo
suyo que había sido arrestado tras la sublevación y cuya liberación él mismo
había solicitado, sin ningún éxito, ante el gobernador civil. Cuando Maldonado puso
fin a su intervención, Unamuno respiró profundamente. El autor de
aquel ensayo titulado Del sentimiento trágico de la vida, que tanta
repercusión había tenido, estaba viendo cómo el último tramo de su existencia
se convertía en toda una tragedia a la que urgía escribir un final acorde con
su desarrollo. Por eso, en vez de limitarse a clausurar el acto, se levantó de
su asiento en la mesa presidencial y caminó lentamente hacia el estrado, con
aquel papel en el que había garabateado algunas anotaciones inconexas bien
apretado entre los dedos de su mano derecha.
—Estáis esperando mis
palabras, me conocéis bien y sabéis que sois incapaz de permanecer en silencio;
a veces, quedarse callado equivale a la aquiescencia —dijo tras ubicarse ante
el atril, la mirada fija en los asistentes—. Quiero hacer algunos comentarios
al discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado, que se
encuentra entre nosotros. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa
de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra
es sólo una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre
todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión. Dejaré
de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y
catalanes llamándolos «anti-España»; pues bien, con la misma razón pueden decir
ellos lo mismo. El señor obispo —añadió mirando a Plá y Deniel—, lo quiera
o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona, y aquí está para enseñar la
doctrina cristiana que no queréis conocer. Yo mismo, como sabéis, nací en
Bilbao y llevo toda mi vida enseñando la lengua española, que no sabéis.
Cuentan que, en ese instante, Millán-Astray empezó a
gritar: «¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?». Sus escoltas enarbolaban las
metralletas como si el mando les hubiese requerido que presentaran armas.
Alguien desde el público gritó: «¡Viva la muerte!». Justo después, en lo que Dionisio
Ridruejo, que estaba presente, calificaría como «un exhibicionismo fríamente
calculado», el militar alzó la voz: «¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y
Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de
España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío
bisturí!». La excitación le impidió seguir hablando. Se cuadró, alguien desde
la bancada profirió un «¡Viva España!» y el paraninfo quedó sumido en un
silencio sepulcral. Unos sonreían orgullosos. Otros dirigían angustiadas
miradas de soslayo al anciano rector, que seguía de pie en el estrado y retomó
pronto la palabra.
—Acabo de oír el
necrófilo e insensato grito de «¡Viva la muerte!» —dijo con la misma serenidad
con que Fray Luis de León había referido, unos siglos atrás, su «Como
decíamos ayer» al iniciar su primera clase tras la condena impuesta por los
tribunales inquisitoriales—. Esto me suena lo mismo que «¡Muera la vida!». Y
yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos
que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta
ridícula paradoja me parece repelente. Como ha sido proclamada en homenaje al
último orador, entiendo que va dirigida a él, si bien de una forma excesiva y
tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El
general Millán-Astray es un inválido —el aludido, tuerto y cojo como
consecuencia de varias heridas que había sufrido en la guerra de Marruecos, se
revolvió en su asiento—. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo.
Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no
sirven como norma. Desgraciadamente en España hay actualmente demasiados
mutilados. Y si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el
pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la
psicología de las masas. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes,
que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus
mutilaciones, un inválido, como he dicho, que no tenga esa superioridad de
espíritu es de esperar que encuentre un alivio viendo cómo se multiplican los
mutilados a su alrededor. El general Millán-Astray desea crear una
España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por eso
quisiera una España mutilada.
Hubo testigos presenciales que aseguraron que, tras escuchar esto, Millán-Astray se
llevó la mano a la pistola, y que si no abrió fuego contra el rector fue porque Carmen
Polo, con un leve gesto, le hizo abandonar sus intenciones. Preso de la furia,
el militar gritó: «¡Muera la inteligencia!», a lo que un sorprendido Pemán opuso:
«¡No! ¡Mueran los malos intelectuales!». Sobre el alboroto de insultos y
proclamas patriotas, Unamuno continuó su intervención sin amilanarse:
—Éste es el templo de la
inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado
recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi
propio país. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no
convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir
necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil
el pediros que penséis en España. He dicho.
Algunos se encararon con Unamuno e intentaron agredirle. Millán-Astray,
que logró contener sus impulsos, le ordenó que se cogiera del brazo de Carmen
Polo para abandonar el lugar sin incidentes. Él así lo hizo. Una
fotografía célebre le muestra saliendo de la sede universitaria rodeado de
individuos que escenifican el saludo fascista. Es una imagen curiosa: si algo
abunda en ella son las figuras humanas, pero hay algo que mueve a quien la
observa a concluir, aun desconociendo su contexto, que el rector anciano y
exhausto, que ocupa el centro de la composición, se encuentra terriblemente
solo.
Apenas tres años después, cuando se disponía a salir con sus
familiares camino del exilio, el poeta Antonio Machado dejó acuñadas
unas palabras cuya resignación no esquivaba la esperanza en una futura justicia
poética: «Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo
está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro…
Quizá la hemos ganado». En la mañana del 12 de octubre de 1936, Miguel de
Unamuno se redimía ante la Historia al mismo tiempo que daba por
finiquitada su propia biografía. Tras los sucesos del paraninfo —Franco, tras
enterarse de lo ocurrido, dictaminaría que Millán-Astray había
actuado correctamente—, se le despojó de su cargo de rector y se le condenó a
un arresto domiciliario que le mantendría confinado en su vivienda de la calle
Bordadores hasta el final de sus días. El mismo Unamuno que había
sido presentado como uno de los adalides intelectuales del levantamiento pasó a
convertirse en un despojo al que convenía evitar y cuya memoria debía relegarse
forzosamente al ostracismo. Murió poco después, el 31 de diciembre de 1936, en
medio de una gran nevada que convertía las calles de la ciudad en una alfombra
blanca sobre la que se iban dibujando las huellas indelebles del oprobio. La
casa donde exhaló su último suspiro aún existe. En su fachada se grabaron hace
tiempo las últimas estrofas de la conmovedora oda que dedicó a su tierra
adoptiva.
Del corazón en las
honduras guardo
tu alma robusta; cuando
yo me muera
guarda, dorada Salamanca
mía,
tú mi recuerdo.
También acertó en eso. Cuando se cumplen ochenta años de su
muerte, la figura de Miguel de Unamuno resulta imprescindible para
comprender la literatura y el pensamiento en la España que atravesaba atónita
la primera mitad del siglo XX. Su recuerdo jamás ha dejado de estar presente en
el acontecer diario de la ciudad que baña el Tormes. El eco de aquel
«Venceréis, pero no convenceréis» con que rubricó el último acto de su vida aún
resuena de cuando en cuando, como resuenan los ecos de esas profecías que, por
mucho tiempo que pase.
domingo, 25 de diciembre de 2016
"Matadero Cinco" de Kurt Vonnegut
Un autor imprescindible, maestro de la ironía, del humor y del enredo metaliterario. En Matadero Cinco narra un episodio terrible de la Segunda Guerra Mundial (el bombardeo de Dresde que causó 135.000 muertos) desde un punto de vista desconcertante. En la guerra todos los personajes son ridículos: una Cruzada de Niños sin heroísmos posibles. Un fragmento del libro:
"La gente no debe mirar hacia atrás. Ciertamente, yo no volveré a hacerlo. Ahora que he terminado mi libro de guerra, prometo que el próximo que escriba será divertido.
Porque este será un fracaso. Y tiene que serlo a la fuerza, ya que está escrito por una estatua de sal. Empieza así:
Oíd:
Billy Pilgrim ha volado fuera del tiempo...
Y termina así:
¿Pío-pío-pi?".
sábado, 24 de diciembre de 2016
"Gente de pocas palabras" por Juan Tallón
Hablar no es malo, pero hablar poco es mejor. Se acaba antes. En
general, hablar debería ser una operación breve más a menudo. No hay tanto que
decir, a fin de cuentas. Todo debiera ser relativamente breve, casi siempre,
para pasar al siguiente punto, o irse a casa. Ciertas frases, después del
primer verbo, se vuelven muros grasientos, infranqueables. Pronunciarse con
brevedad encierra su dificultad, claro. No todo el mundo vale para ser gente de
pocas palabras. Digamos que no basta callar, sin más. Un individuo parco,
reservado, no es alguien silencioso, que nunca tiene nada que decir. En
absoluto. Es más, tiene probablemente mucho que decir, pero renuncia, o lo dice
en corto, codificado, hacia dentro. Pocas palabras no es simplemente mucho
silencio a su alrededor. Las pocas palabras son otra cosa. De
entrada, son las que son, las justas, las que se necesitan, ni una más. Pocas,
aunque algunas. Son cierta filosofía de la sobriedad, y la idea de que la vida
pasa enseguida, en especial cuando la cuentas con muchas frases. Esa actitud hay
que poseerla. No se imposta. Ni se improvisa, a menos que lleves toda la
vida ensayándola. Alguna vez leí que cuando William Faulkner murió,
en su pueblo natal de Oxford, Mississippi, los negocios locales pusieron un
cartel que decía: “En memoria de William Faulkner, este negocio permanecerá
cerrado desde las 2.00 hasta las 2.15 pm. 7 de julio de 1962”. Fue un homenaje
modesto, corto, brevísimo, pero que la historia no olvidó. La brevedad es
efectiva, y no por ello breve, si deja eco.
En mi último puesto de trabajo remunerado, en un ministerio que no
viene al caso, había un ordenanza en la segunda planta, pequeño y calvo, que te
abría la puerta y te daba muy bien los buenos días, apenas en dos palabras, y
cuando le preguntabas cómo estaba, te respondía “chst”, en solo una,
encogiéndose de hombros. Así durante 11 meses, hasta que me echaron y les dije
“chao”, en italo-gallego, y muy brevemente también. Muchas veces la gente de
pocas palabras, a la que hablar le produce gran pereza, incluso frustración,
porque sospechan que no sirve de nada, resulta más interesante que aquella
locuaz. Lo digo por el ordenanza, que hasta dónde averigüé, preparaba un ensayo
sobre el chotis desde hacía 30 años. Los individuos que guardan silencio
después de unas breves palabras, también pueden ser elocuentes, a su manera.
Nunca aburren. El secreto de aburrir es contarlo todo, como si fueses un vulgar
y exhaustivo escritor de diarios. David Padilla, artista jienense conocido
por ser hombre de pocas palabras, ejerce la soltura en la comunicación a través
solo del arte, en silencio. Hablar sobre algo que de por sí ya se explica, le
parece una pérdida de tiempo, de ahí que su última exposición se titule Mejor
pintar. Es decir, mejor pintar que dar cháchara. Hay teóricos de la creación, y
a su vez creadores, como Jean Echenoz, que consideran que el autor poco
tiene que decir de su obra. “Un libro no se escribe para después hablar de él,
sino para no tener que hablar, sobre todo para no tener que hablar”, sostiene.
Los grandes discursos se pudren enseguida. Con el tiempo, como
muchísimo sobrevive una frase, aguda, inmortal, hecha de pocas palabras, y bajo
la que late el espíritu inconfundible de lo breve. Esa resistencia suya al paso
del tiempo, inquebrantable, es la prueba de que tampoco había tanto que decir. Italo
Calvino abordaba el tema en la línea de Echenoz. O viceversa. Él lo dijo
antes. Y corto: “No es seguro que el autor sepa más de sí mismo que el lector.
Lo que cuenta es la obra. Los que hablan de sí mismos mienten siempre. Yo,
además, no repito nunca igual la misma historia dos veces seguidas, porque
sería muy aburrido. Así que en mí es mejor no confiar”. La parquedad de Calvino
procedía de sus antepasados. Era, digamos, una parte de una herencia. En su
familia siempre tuvieron la costumbre de la timidez y el silencio, salpicado solo
de vez en cuando por una frase. Cuentan que en 1984 Italo estaba en Sevilla con
su mujer, Chichita, argentina de origen. En un hotel de la ciudad, Jorge
Luis Borges, ciego desde hacía tiempo, estaba reunido con un grupo de amigos.
Llegaron también los Calvino. Mientras Chichita hablaban con su compatriota,
Italo, como era norma de la casa, se mantenía a una prudente distancia. Su
mujer, que lo conocía bien, le susurró al autor bonaerense: “Borges, Italo
también ha venido…”. Apoyado en su bastón, Jorge Luis Borges irguió la barbilla
y dijo con la hermosa calma de los ciegos: “Lo he reconocido por su silencio”.
No es que Borges fuese un charlatán, ojo. Hubo un encuentro entre él y Juan
José Arreola, en 1978, durante una visita del escritor argentino a México.
Arreola era conocido por su capacidad para hablar durante horas, buscando,
infructuosamente, el punto final. Pese a ello, el encuentro acabó. Al salir, le
preguntaron a Borges qué tal le había ido con Arreloa. “Bien, él hablaba, y me
dejó intercalar algunos silencios”, confesó.
Hablar se vuelve por momentos una montaña escarpada, traicionera,
en cuya cima no hay gran cosa, salvo vistas a la niebla y bajas temperaturas.
Cada frase es una tribulación, el martirio. Hay que concebirla, pensarla,
estructurarla, enunciarla, esperar que se entienda, lo que a menudo no ocurre,
afrontar las reacciones, y comenzar otra vez, frase nueva, pensar, estructurar… Juan
Carlos Onetti, camino ya de sus años cabizbajos, en su piso madrileño de la
Avenida de América, recibió un día una invitación para impartir una conferencia
en México D.F., en el marco de un congreso de escritores. Todo el mundo sabía
cómo era Onetti de parco. Le costaba dar conferencias, incluso dar monosílabos.
Tal vez por eso evitó decir “no”, y se limitó a hacer una pregunta
esclarecedora a los organizadores: “¿Y en esa conferencia, tengo que hablar?”
Hablar es a veces lo único que no está dispuesta a hacer incluso la gente muy
expresiva, como Onetti, capaz de desnudar al individuo en una frase, a cambio de
que sea escrita. Nadie le entendió mejor que Juan Rulfo, que quizá era más
hermético que él. Por eso, cuando coincidían en algún evento literario, se
buscaban para hablar en el bar del hotel, a su estilo, en un silencio
líquido. “Yo quiero mucho a Juan —contaba el propio Onetti—. Cuando me
encuentro con él, que suele ser en congresos, nos decimos: ‘¿Qué tal estás tú,
Juan?’, y él me dice: ‘¿Qué tal estás tú, Juan?’, y él se sienta con su
Coca-Cola y yo con mi whisky, y nos pasamos horas sin decirnos nada”.
No me rompas las pelotas
Hablar. Como si hubiese algo de que hablar. En sus momentos más
brillantes y solipsistas, Clarice Lispector defendía que la
comunicación era inviable, no ya en un mundo en el que habitaban millones y
millones de personas, sino en una cocina americana en la que solo había dos. Ni
siquiera cuando escribes consigues trasladar al papel exactamente eso que
piensas o imaginas. La mayoría siempre se pierde en el traslado. Una mudanza, a
la postre, siempre es una desaparición. En el fondo no puedes comunicarte.
Siempre habrá un adjetivo erróneo, un problema sintáctico, una coma mal puesta,
una metáfora indescifrable, una ambigüedad que se vuelve contra ti y te apuñala
por la espalda.
Cuando todavía compatibilizaba tabaco y baloncesto, en cadetes,
tuve un entrenador con ideas de esta clase. No creía demasiado en las palabras.
Era más de gestos, dibujos, guiños. En la charla táctica, minutos antes de
comenzar cada partido, nos reunía a pie de banquillo, formando un coro, y nos
lanzaba su perorata: “Chavales, ya sabéis…”. Eso era todo. “Chavales, ya
sabéis”. No sé si sabíamos, pero después de eso salíamos a la cancha
soliviantados, llenos de entusiasmo, tratando de saber, y habitualmente
perdíamos. De aquella época me quedaron grabadas no tanto las derrotas, como la
tendencia al esquematismo del entrenador. No volví a cruzarme con nadie así
hasta que empecé a tratar con algunos camellos. El camello es un individuo que
nunca te da la chapa. Solo quiere cobrar y perderte de vista. A menudo su frase
favorita es “Pírate, y no me rompas las pelotas”. El cineasta Kevin Smith capturó
a la perfección su naturaleza, cuando creó a Jay y Bob el Silencioso, dos
personajes más o menos patéticos que aparecen en casi todas sus películas.
Venden marihuana y se pasan el tiempo esperando clientes ante un supermercado,
en New Jersey. Jay habla por los codos y suelta tacos sin parar, mientras que
Bob, el camello por antonomasia, el camello de toda la vida, no suelta prenda,
aunque dice al menos un frase en cada película en la que aparece. Eso, cuando
vendes droga, basta.
Pocas palabras a veces son muchas. Incluso cuando decides callar,
el silencio se vuelve numeroso, bocazas, insoportable. Le pasaba a Paul
Wittgenstein con su hermano, cuando vivían en la mansión familiar de
Viena. Paul tuvo que interrumpir un día sus ejercicios de piano a una mano —no
tenía más— para golpear la pared que daba a los aposentos de Ludwig, donde
este escribía en silencio el Tractatus. “¡Cómo pretendes que toque el
piano con tu escepticismo metiéndose por debajo de la puerta!”, le gritó.
Existe una gran heterogeneidad entre la gente de pocas palabras.
Hay sacerdotes parcos, informáticos parcos, funcionarios parcos, políticos
parcos, camareros parcos, periodistas parcos. En mi época negra de redactor de
tercera fila, tuve una jefa de sección que tenía dos frases breves que
entrenaba a diario conmigo: “Esto, esto y esto, mal”, era una; la otra era
“¿Llamaste a la Diputación?”. Gente de pocas palabras son a menudo también
algunos deportistas y toreros, que como Echenoz con los libros, se muestran partidarios
de hablar solo en el terreno de juego o en la plaza. Hace 90 años, en
El Taquito, un local madrileño frecuentado por gente del gremio, se le ofreció
un ágape a Manolete. Aquello coincidió con la ruptura del convenio taurino
hispano-mexicano, que al parecer tenía gran trascendencia, y los comensales le
pidieron al maestro que hablara al respecto, para fijar posición. Manolete se
puso en pie y tan sóolo dijo: “Señores, yo hablo en los ruedos, muchas
gracias”. Y se sentó. La hermandad del toro es de pocas palabras,
tradicionalmente. Ahí está José Tomás. No se pronuncia nunca, salvo para
hablarle a la muerte cuando lo cornean. Entre las frases breves del toreo es
habitual citar la de Juan Belmonte, cuando Valle-Inclán, después de
soltar una arenga larga y jabonosa, remató con un ceremonioso: “Solo te falta
morir en la plaza”. El torero, parco de naturaleza, apenas añadió: “Se hará lo
que se pueda, don Ramón”, y agachó la cabeza.
En todo caso, la brevedad tuvo un maestro supremo: Augusto
Monterroso. Aborrecía la conversación. Era tan de pocas palabras, que llamarse
Augusto Monterroso le parecía latoso, casi un discurso, y con los años lo podó
hasta dejarlo reducido a Tito. Su brevedad fue célebre, en tal grado, que para algunos
se hacía incluso larga. Fue el caso de la mujer de un cónsul a la que le
presentaron durante una recepción en una embajada. Le explicaron que Augusto
era el autor del famoso cuento del dinosaurio. Se saludaron, y durante el
saludo, la mujer comentó: “Ah, el cuento del dinosaurio, recién lo estoy
leyendo, ya le contaré cuando termine”.
Regala "Te negarán la luz". Un producto dietético y lúbrico
Sé elegante: regala libros. Sé elegante y original: no compres best sellers, regala "Te negarán la luz". No solo conseguirás que tus amistades hablen mejor, además, mejorarán su figura. Porque quien se adentra en sus páginas se ve tan absorbido que no pica entre horas, se olvida de las comidas y cancela cenas. Porque tiene propiedades lúbricas: levanta el deseo del viejo impotente, aventa la libido del maduro abúlico y al joven tímido lo convierte en conquistador animoso. Y si nada de esto te convence, si en realidad no quieres que tus amigos adelgacen, regálatelo tú. Nadie se niega el bien a sí mismo.
viernes, 23 de diciembre de 2016
"Abre la boca y cierra los ojos" por Josep Lapidario
Leyendo la novela Pasos,
de Jerzy Kosinski, me topé con esta descripción sencilla, poética y
precisa de una felación: “Tenerlo en la boca es una sensación extraña. Es
como si de pronto todo el cuerpo del hombre, todo, se hubiera encogido y
reducido a esa única cosa. Y entonces crece y te llena la boca. Se convierte en
algo rebosante de fuerza, pero a la vez sigue siendo frágil y vulnerable.
Podría asfixiarme. O yo podría arrancarlo de un bocado. Y cuando crece, soy yo
quien le da vida; mi aliento lo mantiene, y se desenrosca como una lengua
enorme. Me ha gustado lo que ha salido de ti: como cera caliente, se fundía de
pronto sobre mí, en mi cuello y mis pechos y mi abdomen. Me sentía como si me
bautizaran: era tan blanco y puro”.
Ahí tenemos resumida la filosofía de la fellatio: la mezcla de fuerza y vulnerabilidad extremas, la
concentración sensorial en un solo punto, el cumshot bautismal. Dándole vueltas a ese párrafo y a otros
similares me fueron viniendo a la cabeza muchas preguntas sobre el sexo oral:
¿Por qué hay mayor prevalencia de felaciones respecto a cunnilingus? ¿Es cierto
que el esperma es nutritivo? ¿Qué diferencia hay entre fellatio e irrumatio?
Este artículo dará respuesta a estas preguntas sin pretender ser
una guía práctica, aunque si eso es lo que buscáis, la educadora
sexual Violet Blue ha escrito todo lo que hay que saber sobre cómo hacer cunnilingus y felaciones. Pretendo más
bien un somero repaso cultural y sociológico a la afición humana por acercar la
boca a los genitales; un hobby que, como tantos otros, empieza por
uno mismo.
1. El consuelo del forever alone
“Si tuviera un clon de mí mismo, consideraría establecer una
relación seria con él. Salir con tu propio clon no puede considerarse
gay”. Jarod Kintz
Sentado sobre un montículo en las aguas primordiales de Nu, el
dios egipcio Atum, “el completo”, el Sol
del Atardecer, único ser existente en el universo, se aburre. La solución
que encuentra es curiosamente parecida a la mía en estos casos: masturbarse. No
le basta con utilizar la mano en su sagrado miembro, así que se da placer con
la boca, formando un círculo sobre sí mismo (pensad en esa perturbadora imagen
la próxima vez que veáis un ourobouros,
la imagen de la serpiente que se muerde la cola). Al sentir el semen en su
boca, Atum no lo engulle, a pesar de sus divinas proteínas, sino que lo escupe,
y de esa mezcla de esperma y saliva surgen Shu (dios del aire) y Tefnut (diosa
de la humedad y el rocío).
Este ejemplo mitológico de autarquía sexual lleva inevitablemente
a pensar en las posibilidades del sexo oral autónomo. Aparentemente, menos de
un 1% de hombres puede alcanzarse el propio pene, y solo un 0,2% tiene la
flexibilidad suficiente para realizar una autofelación completa y tratar de
engendrar dioses al escupir después su propio esperma. Me pregunto qué
divinidades habrán surgido de Ron Jeremy, uno de los pocos actores porno
de cuya capacidad autofeladora ha quedado constancia. Las mujeres lo tienen a
priori más difícil para autosatisfacerse oralmente: tienen que avanzar unos
centímetros extra. Y para cualquier género es una actividad proclive a
contracturas y peligros: me viene a la cabeza el famoso diálogo de Clerks sobre el tipo que se rompió
la espalda intentando llegar hasta su propio pene y logró la victoria después
de muerto, como el Cid campeador.
Otra forma de acceder al sexo oral sin partenaire ni
peligro de muerte es mediante soluciones mecánicas. En el caso masculino, más
allá de las muñecas hinchables a lo Wilt con
lo que en catalán se llama boqueta petonera, existen aparatos parecidos a
latas aterciopeladas que con muy poca fortuna (o eso dicen, ejem) tratan de
imitar la sensación de una fellatio.
El utensilio femenino equivalente sería el Sqweel, nombre
comercial de un invento delirante formado por pequeñas lenguas giratorias. En
la entrada del Sex Machine Museum de
Praga hay expuesto uno bastante antiguo y de aspecto más amenazador que otra
cosa. Y en webs especializadas en bricosexo puede encontrarse una sierra
mecánica simuladora de cunnilingus
llamada Lick-a-chick.
2. Breve historia del congreso bucal
“Clinton mintió. Un hombre puede olvidar dónde aparcó el coche o
dónde vive, pero nunca olvida el sexo oral, por malo que sea”. Barbara
Bush
Pero volvamos al Antiguo Egipto, tierra de pirámides y sexo oral.
Tras una pequeña diferencia de opinión, el dios Seth primero entierra vivo y
más tarde descuartiza en catorce pedazos a su hermano Osiris. La viuda Isis se
lanza a la búsqueda de los fragmentos y los encuentra todos menos uno, el pene,
que ha sido devorado por los peces. Frustrada, Isis fabrica un falo de barro
cocido (quién sabe si del mismo tamaño que el original), lo une al cadáver y lo
besa, “soplando” la vida en su interior y resucitando a su marido. Thierry
Leguay, autor de Histoire raisonnée
de la fellation, fija en este mito la mención más antigua al sexo oral.
No es la única. Como expliqué en el Jot Down número 3, una leyenda
atribuye a Cleopatra la invención del vibrador empleando un tubo de
cobre relleno de abejas. Y otra historia apócrifa la sitúa como experta
feladora, probablemente por su nombre griego Merichane, que significa “la boquiabierta”, “la de boca grande” o
“Julia Roberts”, pero que en un alarde de imaginación se ha traducido a veces
como “la boca de los diez mil hombres”. Una improbable leyenda similar atribuye
a la emperatriz china Wu Zetian un decreto por el que los embajadores
de otras tierras debían rendirle pleitesía mediante un cunnilingus. Y en una
lectura atenta del Cantar de los
Cantares de la Biblia resulta sospechoso el versículo “Tu ombligo es
un cántaro en el que no falta el vino aromático”, que tiene más sentido,
como defienden
ciertos lingüistas, traduciendo “vulva” en lugar de
“ombligo”. En el Kama Sutra,
escrito alrededor del s. III a. C., existen referencias ilustradas al “congreso
bucal” o auparishtaka. Y más explícitas y hasta cómicas resultan
las piezas
pornográficas de cerámica de la cultura moche, que floreció en
Perú entre el 200 y el 700 d. C.
Podemos seguir el rastro histórico del cunnilingus a través de
expresiones populares camufladas. Por ejemplo, tipping the velvet, expresión extraída del porno victoriano y usada
por Sarah Waters como título de una lésbica novela traducida aquí
como El lustre de la perla. O la
frase moustache ride (“cabalgada
de bigote”), orgulloso eufemismo cowboy
originado en Texas en el siglo XIX para describir a la mujer sentada sobre la
cara del hombre. En cuanto a su representación gráfica, ya
comenté que es complicado encontrar en el arte imágenes
explícitas de vulvas. En los frescos eróticos conservados en Pompeya
podemos ver varias escenas de cunnilingus,
pero a los romanos les dedicaré una sección entera más adelante. Alguna de las
representaciones pictóricas más precisas y ponedoras de cunnilingus las realizó Édouard Henri-Avril, que bajo el
pseudónimo de Paul Avril pintó a finales del siglo XIX escenas eróticas de todo
tipo con habilidad y elegancia.
Pero la gran explosión del sexo oral, y en particular de la fellatio, en el imaginario popular
llegó en 1972 con la película Deep
Throat (Garganta profunda) y
su lisérgico argumento: una chica descubre que su clítoris está alojado en la
garganta, por lo que las felaciones profundas (y, supongo, los ataques de tos)
le producen arrebatadores orgasmos. Existe constancia histórica del clítoris
movedizo de Marie Bonaparte, pero todo tiene un límite.
Reconozco la importancia de Deep Throat como
icono liberador de masas, pero nunca me ha gustado la película en sí. Su actriz
protagonista, Linda Lovelace, aparentemente rodaba porno bajo la amenaza
constante de un marido alcohólico y maltratador. Años más tarde Linda se
convertiría en ferviente activista antiporno, aunque afirmó amargamente en una
ocasión que se sentía explotada por las abolicionistas. Desde mi punto de
vista, erradicar la pornografía porque existan abusos en su seno es como querer
eliminar las zapatillas deportivas por los talleres ilegales de Camboya. Sin
embargo, cierto es que el porno necesita una renovación a fondo, y dejar de
santificar Deep Throat sería
un buen comienzo.
En películas recientes se muestran felaciones y cunnilingus no simulados en un contexto
no pornográfico: The Brown Bunny, con Chloë
Sevigny (como ya comenté), Baise-moi, Intimacy, Shortbus, Nine
songs… O el tórrido cunnilingus
de James Bullard en Ken
Park, que llegó al cartel de la
película. Pero la apoteosis sociológica de la fellatio llegó con la no
ficción: Monica Lewinsky y su “relación impropia” con el
presidente Clinton. Semanas de discusiones sobre si podían o no
considerarse adulterio una mamada y la inserción de un habano. Y, como colofón,
una mancha en un vestido que bien podría haber exhibido Andy
Warhol como pop art.
3. La sutil
diferencia entre fellatio e irrumatio
“Pedicabo ego vos et irrumabo”. Gayo Valerio Catulo, Carmen 16
En el fantástico ensayo El
sexo y el espanto, de Pascal Quignard, se analiza la sexualidad grecorromana
desde todos los ángulos posibles. Su moral sexual no distinguía especialmente
entre homosexualidad y heterosexualidad (conceptos que no utilizaban), sino
entre actividad y pasividad. La sodomía activa no representaba ningún problema,
pero un homosexual pasivo no podía participar en política ni tenía derechos
ciudadanos. Un dominus que
sodomizara a uno de sus esclavos no tendría problema, pero uno que se hiciera
sodomizar por un esclavo cometería una infamia.
Con el sexo oral ocurría algo parecido. En una fellatio la parte activa se
introduce el miembro en la boca mientras que el dueño del pene “se deja hacer”.
Para un ciudadano romano ese chupar espontáneamente (fellare significa “chupar”) sería incomprensible. La irrumatio la realizaban penetrando
activa y repetidamente la boca del receptor pasivo: lo que en argot actual se
llama face fucking. Para un
romano la sodomía activa (pedicare) y
la irrumación eran virtuosas; la felación y la pasividad anal, infames.
La boca es el órgano de la oratoria y la política: silenciar a un
ciudadano irrumándole, es decir, metiéndole el miembro en la boca, era un
insulto, una demostración de poder. De ahí la amenaza de Catulo en Carmen 16: ante un par de amigos que le consideran
impúdico o sensiblero, el poeta responde “pedicabo ego vos et irrumabo”, es
decir, “os follaré el culo y la boca”, reafirmaré mi hombría (virtus).
El cunnilingus tenía tan
mala fama como la fellatio. Se
le atribuía a las mujeres griegas de Lesbos (el verbo lesbiázein significaba “lamer”), y según Quignard, “esta
práctica, tolerable en los gineceos, en el caso del hombre libre era
considerada una infamia a partir del momento en que le crecía la barba”. Y no
precisamente porque los pelos fueran a resultarle rasposos en la vulva a la
mujer. Sin embargo, el cunnilingus
tuvo un insospechado defensor: al emperador Tiberio le apasionaba
lamer la vulva de las matronas. Y es que los Princeps (emperadores) tenían poder y autoridad para realizar lo
prohibido, aunque eso no les librase de una cierta chirigota popular. Cuando
una dama noble llamada Malonia prefirió suicidarse antes que dejarse
lamer por Tiberio, una sátira inmortalizó la frase Hircum vetulum capreis naturam ligurire (“el chivo viejo lame
las partes naturales de las cabras”).
Aunque hoy en día la centralidad de la irrumatio haya sido sustituida por la fellatio, su carga de dominio y sumisión
se mantiene. Vemos un buen ejemplo en este fragmento de El animal moribundo, de Phillip
Roth, donde una irrumatio provoca
una cruenta batalla de sexos, sin prisioneros y a cara de perro:
Cierta noche, cuando ella
estaba tendida en la cama, pasivamente boca arriba, a la espera de que le
separase las piernas y me deslizara adentro, en lugar de hacer eso le apoyé la
cabeza en ángulo contra la cabecera de la cama, y con mis rodillas a uno y otro
lado de su cuerpo, me incliné hacia su cara y rítmicamente, sin interrupción,
la follé por la boca. (…) Con la intención de conmocionarla la mantuve allí inmóvil
tomando un mechón de su cabello y rodeándome el puño con él, como una tralla,
como una correa, como las riendas que se fijan al bocado de la brida. (…) Ese
acto de dominio le permite pensar: ‘Esto es precisamente lo que yo imaginaba
que era el sexo. Es bestial… este tío no es un bestia pero se encamina hacia la
bestialidad’. Después de correrme, cuando me retiré, Consuelo no solo parecía
horrorizada, sino también enfurecida. (…) Todavía me encontraba encima de ella
(arrodillando y goteando sobre ella), y nos mirábamos fríamente a los ojos
cuando, después de tragar con dificultad, dentelló. De improviso. Cruelmente. A
mí. No lo fingía. Era instintivo. Dentelló empleando toda la fuerza de los
músculos masticatorios para alzar con violencia la mandíbula inferior. Era como
si me estuviera diciendo: ‘esto es lo que podría haber hecho, esto es lo que
quería hacer y esto es lo que no he hecho’. Por fin la respuesta directa,
incisiva y elemental de la reservada belleza clásica. (…) Ese fue el verdadero
comienzo de su dominio, el dominio en el que mi dominio la había iniciado. Soy
el autor de su dominio sobre mí.
No se bromea con la vagina dentata. Aunque ya que hablamos de mordiscos: hace poco me hablaron
de una escena clave de La muerte de
Mikel, película de Imanol Uribe de 1984, en la que un
criptohomosexual Imanol Arias pone a prueba su matrimonio mordiéndole
por sorpresa la vulva a su esposa en pleno cunnilingus.
Pero busquemos un reposo momentáneo a tanta lucha de poder con un
interludio gastronómico.
4. Cocinar con
ingredientes naturales
“Una cucharadita de semen contiene la misma cantidad de proteínas
que la clara de un huevo. Sin embargo, su obtención puede ser mucho más
divertida”. Miriam Stoppard
Hace tiempo, mientras buscaba argumentos para convencer a posibles partenaires de
la riqueza de proteínas, vitaminas y minerales de mi esperma, topé con un libro
que recomiendo calurosamente: Cosecha
natural. No solo elogia las propiedades organolépticas del semen (sabor
dinámico dependiente de la dieta del proveedor, olor agradable, textura suave),
sino que proporciona trucos y recetas para cocinarlo. Platos de nouvelle cuisine como “Caviar
ligeramente más salado”, “Ostras artesanas”, “Batido de fresa rico en
proteínas” o cócteles como el lebowskiano “Ruso casi Blanco”. En algún caso el
libro recomienda añadir el ingrediente clave ante los comensales, justo antes
de servir el plato, para que tenga la mayor frescura posible.
Entiendo que pueda parecer una dieta chocante, pero tampoco es tan
extraña. En varias tribus de Papúa Nueva Guinea existen rituales de paso a
la edad adulta que incluyen la ingestión de semen de personajes notables de la
aldea, como forma de alcanzar la masculinidad y la madurez sexual. Pero no muy
lejos de allí, en Malasia, tanto la sodomía como la felación son consideradas
antinaturales y (al menos teóricamente) castigadas con penas de hasta veinte
años de cárcel y un número similar de latigazos. Vivimos en un mundo extraño.
En cualquier caso, la ingesta de semen tiene un beneficio
reconocido para la salud. La preclampsia (una peligrosa complicación del
embarazo) está causada por el rechazo biológico de la madre a las proteínas
“externas” de feto y placenta, que contienen la carga genética ajena del padre.
Así pues, la ingestión regular del esperma del padre podría aumentar la
tolerancia inmunológica de la madre a esas proteínas, reduciendo a la mitad el
riesgo de preclampsia… suponiendo que el esperma ingerido sea el del auténtico
padre, ejem.
5. You never go ass to mouth!
“Hoy en día puedes hacer lo que quieras —anal, oral, fisting— pero tienes que llevar
guantes, condones, protección”. Slavoj Žižek
Hay quien cree erróneamente que el sexo oral está completamente
exento de riesgos de ETS. Pero ay, el único comportamiento con riesgo cero es,
tristemente, la abstinencia. El sexo oral es comparativamente muchísimo menos
peligroso que el vaginal o anal, pero no está exento de posibilidad de contagio
de VIH, HPV o algún otro simpático virus, sobre todo si hay heriditas en las
encías o la lengua. Lo mejor es asegurarse de la salud del partenaire,
pero en caso de dudas, se recomienda usar preservativo para las felaciones y
una barrera de látex para el cunnilingus.
¿Incómodo? Pues sí, qué se le va a hacer.
Otro factor higiénico a tener en cuenta durante una felación es
qué estaba haciendo justo antes el miembro irrumador o felado. Y aquí podemos
recurrir de nuevo a la sabiduría de Kevin Smith, esta vez en Clerks 2: “You never go ass to mouth!”,
es decir: “¡Nunca del culo a la boca!”. Supongo que no es necesario que entre
en detalles.
Hay quien se preocupa por el riesgo de embarazo mediante sexo oral
de forma indirecta. Boris Becker hizo nacer en 2001 una leyenda
urbana al respecto que siempre he encontrado particularmente graciosa. Cuando
una modelo rusa llamada Angela Ermakova la acusó de ser el padre de
su hija recién nacida, Becker sostuvo que eso era imposible, porque solo había
mantenido sexo oral con ella (je, como Clinton). Pero al resultar positiva
la prueba de paternidad, los abogados de Becker sostuvieron que la concepción
había sido un plan de la mafia rusa. La modelo habría retenido el esperma en la
boca, congelándolo antes de diez minutos, para inseminarse y poder chantajear
al tenista. Ignoro cuánto tiempo mantuvo Boris esa estupidez, pero la historia
terminó cambiando a un más plausible polvo de cinco minutos en un armario de
artículos de limpieza.
Y ya que entramos en el mundo de los deportistas, me permito una
advertencia. El barcelonés Dani Plaza, medalla de oro en 20 km marcha en
Barcelona 92, practicó un larguísimo cunnilingus
a su mujer embarazada la noche antes del control antidopaje y dio positivo en
nandrolona. La relación causa-efecto entre ambos fenómenos parece tenue al
primer vistazo, pero no más que el chuletón de Contador o las
explicaciones de Dennis Mitchell (“di positivo en testosterona porque
la noche anterior tomé cinco cervezas, follé cuatro veces y no dormí”).
6. ¿Hoy por ti, mañana
por mí?
“Se la he chupado a algún tío simplemente porque en ese momento me
quedé sin conversación”. Anne Lamott, Crooked Little Heart
Según ciertas
encuestas, solo un 32% de mujeres y un porcentaje inferior de
hombres obtienen placer proporcionando sexo oral; a ellos dedicaré las últimas
frases del artículo. Pero antes, pongámonos en la situación de la
desafortunada persona que no disfruta engullendo obeliscos ni hocicando vulvas
pero sí obtiene placer de que otro se afane entre sus genitales. El impulso que
le lleva a practicar activamente sexo oral está bien estudiado por la
sociología: el altruismo recíproco. El hoy por ti, mañana por mí, el “quid pro
quo, señorita Starling” de Hannibal Lecter. Y conste que, aunque lo diga el
caníbal, quid pro quo no
significa “una cosa a cambio de otra”, sino “confundir una cosa con otra”; más
correcto sería do ut des, this
for that, da y recibirás, los generosos heredarán la Tierra. Un
comportamiento en el que no se pide algo explícitamente, pero cuando se otorga
se espera recibir un pago similar a cambio, aunque no sea en ese mismo momento
o incluso procedente de la misma persona. Los regalos de valor cuidadosamente
calculado entre japoneses, los banquetes recíprocos de los indios Yanomami, los
hobbits y sus mathoms (regalos inútiles pero
siempre correspondidos). Para mucha gente las felaciones y cunnilingus siguen un patrón similar: algo cansado y costoso, pero
que puede verse recompensado con una sesión oral equivalente u otro tipo de
estimulación sexual percibida como unidireccional. Lame y serás lamido. Es un
deber hacia la humanidad castigar el egoísmo: si se aísla sexualmente a los
individuos “tramposos” que se niegan a corresponder, ese comportamiento irá
desapareciendo evolutivamente y viviremos en un mundo mejor.
Hay quien intenta no equiparar felación y cunnilingus empleando la leyenda negra de la vulva maloliente, que
convertiría el sexo oral femenino en una tortura intrínseca y algo que
practicar solo muy de vez en cuando. Tonterías. Ya dije y mantengo que un coño
limpio y libre de vaginosis huele y sabe de maravilla. Ni siquiera hace falta
recurrir a la Honey de El perfume del invisible de Milo Manara.
Los motivos por los que practicar sexo oral son muchos y variados,
sea como juego previo al coito o práctica sexual en sí misma. Siempre me han
intrigado las metáforas de béisbol de las películas americanas de institutos,
en las que el sexo oral debe ser más que “llegar a la segunda base” pero menos
que un home run; en cualquier caso una actividad que permite intimidad
sexual entre adolescentes sin perder la virginidad ni arriesgarse a un embarazo
(excepto si eres Boris Becker).
Pero el principal motivo por el que hacerlo es, evidentemente,
porque se disfruta. Así quiero terminar este pequeño repaso a la oralidad
sexual: homenajeando a ese poco más del 30% de personas que disfrutan
enormemente del hecho de estar proporcionando placer; héroes y heroínas que
pasan horas concentrados en un acto zen, un paréntesis plácido en el
espacio-tiempo que reduce todo el universo, todo, a una boca, unos genitales y una
cara. Porque el rostro de la persona que recibe la felación o el cunnilingus es en realidad el auténtico
protagonista. Zor Neurobashing,
de Omnia-X, tiene claro que hay que
llevar la contraria al título de este artículo y mantener los ojos bien
abiertos: “lo que excita son las caras, los gemiditos y los retorcimientos de
la chica. Y cuanto más les gusta, mejores caras ponen y claro, el
condicionamiento es muy bueno”. Como en toda artesanía, la práctica constante
permite la excelencia. Así sea.
"Melville o la maldición de Ahab" por Marta Fernández
Desde su ventana no veía el mar. Pero podía oírlo en su cabeza.
Las olas no habían dejado de batir. Le acompañaba aquel rugido y la sensación
de que la tinta resbalaba sucia sobre los papeles como un día lo había hecho su
cuerpo sobre la cubierta del Acushnet.
Arrastrado por la galerna. Golpeado por las palabras. Herman Melville se
ha vuelto loco, pero no lo sabe todavía. Se ha entregado a un libro que lo pide
todo. Un libro que le obsesiona hasta el desvarío. Navega a barlovento desde la
buhardilla de esa granja a la que ha bautizado con nombre de barco, Arrowhead. «Mi habitación parece un
camarote y por las noches, cuando me despierto y oigo cómo chilla el viento,
casi se me antoja que la casa tiene demasiada vela y que debiera subirme al
tejado y aparejar la chimenea». Aunque hace semanas que ya no duerme. Ni tiene
ojos para otra cosa que no sean sus propios párrafos. Su historia. Su Leviatán: Moby Dick.
Había llegado a Pittsfield buscando tranquilidad, pero encontró el
vértigo. El campo tenía algo de la vastedad asfixiante del océano. Le recordaba
al mar. Salió huyendo de Nueva York con la esperanza de que lejos de la ciudad
recuperaría su ritmo de trabajo. Esa fuerza titánica que le había llevado a
acabar Redburn y Chaqueta
blanca en solo cuatro meses.
«Escribo una novela sobre mi experiencia en la caza de ballenas».
Cuando lo dice todavía no ha llegado al momento inevitable en el que todo autor
miente a su editor. O, al menos, no en lo sustancial. Porque lo que Melville no
contaba es que nunca se alistó como arponero. Si alguna vez llegó a serlo, tuvo
que ser por fuerza a bordo del Charles
& Henry, en el que pasó menos de seis meses. Y aunque no era demasiado
para presentarse como cazador de monstruos marinos, sí que lo fue para su
inspiración. O para su desesperación.
Herman Melville, en su océano de ficción, en ese lugar que no
aparece en los mapas, está a punto de descubrir que lo que late ante sus ojos,
en las páginas emborronadas, es un libro distinto al que había planeado. No es
un relato de aventuras. Es una caza que le va a cambiar la vida. La que va a
terminar de arruinar su mente dividida entre la melancolía y la vehemencia.
Entre la tierra y el mar.
No deja que le interrumpan. No quiere comer. Tiene en la nariz el
olor del aceite de ballena. Siente el Atlántico arrogante bajo los pies. Le
lleva. Le eleva. Le hunde. Le arrastra. Herman Melville ha caído en una locura
monomaníaca. Está obsesionado por acabar este libro. En algún momento, en
aquella mesa frente al monte Greylock, el libro abrió sus fauces y se tragó su
razón.
Melville ha comenzado su historia sin sospechar dónde se embarca.
Como todas las travesías. Como las que acaban en tragedia. Como la que ha
encendido su imaginación. La vieja odisea que los balleneros cuentan de New
Bedford a Nantucket. La tragedia del Essex
hundido por una ballena. Un cachalote demoniaco había atacado al barco. Con la
determinación de un asesino. Lo había embestido y había esperado a que la
tripulación se agotara achicando el agua para volver y rematar el trabajo.
Aquel mastodonte sabía lo que hacía. Sabía que el golpe sería fatal. Y, sin
embargo, lo peor estaba todavía por llegar. Se atrevería a escribirlo en 1821 Owen
Chase, el segundo de a bordo del desgraciado Essex: evitaron las islas más cercanas porque estaban habitadas por
salvajes caníbales, pero en su viaje desesperado en las precarias balsas que
pudieron salvar terminaron comiéndose los unos a los otros. Porque la justicia
poética, la mayoría de las veces, funciona al revés.
«La lectura de esta historia asombrosa, aquí en el mar sin tierra,
tan cerca de la verdadera latitud del naufragio, ha tenido un efecto
sorprendente en mí». Herman Melville descubre el suceso a bordo del Acushnet. Acaban de cruzarse con otro
ballenero, el Lima, no lejos de las
islas Marquesas y, como es costumbre, las tripulaciones comparten unas
jornadas. Y charla. Y alcohol. Y miedos. Así conoce Melville al hijo de Owen
Chase, que le dejaría una copia del libro de su padre. Nunca nada le había
impresionado tanto. Tenía veintidós años. La historia se quedó con él.
Casi una década después, el relato del naufragio del infortunado Essex aleteaba todavía en su cabeza. Con
la fuerza de una ballena de esperma. Como el coletazo definitivo que ya no se
salva con un golpe de timón. Y, sin embargo, o quizá por la obsesión con la que
le golpea, Melville no consigue avanzar. Varado frente a la página en blanco,
necesita un viento que no encuentra. Y el viento llegará. En forma de tormenta.
Un huracán llamado Nathaniel Hawthorne.
Se conocieron el verano en el que Melville llegó a Pittsfield.
Eran los primeros días luminosos lejos de su nostalgia ya casi cotidiana. Le
gustaba el lugar y la compañía. Aquel pedazo de Massachusetts se había
convertido en un refugio de poetas y literatos. Y no dudó en sumarse a ellos
para compartir un día de campo, una excursión que había preparado un abogado de
la zona fascinado por aquella tribu ilustrada. Melville esperó el lunes 5 de
agosto de 1850 con ansiedad. Amaneció el día con una bruma impropia del verano.
Pero los caminantes no iban a renunciar a su pequeña conquista de Monument Mountain. ¿Qué podía pasar?
Pasó que la tormenta descargó con la furia de latitudes que Melville recordaba
muy bien. Y mientras los otros reían y gritaban, lo que quedaba en él del joven
marinero le llevó al borde de un precipicio para retar al viento. Como si
navegara en popa cerrada en medio del temporal. Y como si el gesto fuera una
provocación, la tempestad arreció. Herman Melville y Nathaniel Hawthorne
buscaron refugio en una hendidura entre las rocas de la montaña. Pasaron dos
horas allí. Y la historia de la literatura cambió. Porque aquel día de agosto,
Herman y Nathaniel se hicieron amigos. Descubrieron que compartían ideas,
sentimientos, dudas, aspiraciones. Hablaron de las letras y de la vida. Y lo
que no suele pasar, pasó. Se encontraron dos seres que solo podían
comprenderse. Herman empezó, por fin, a ser Herman. Y la ballena comenzó a ser Moby Dick.
A los pocos días, Melville había destripado su pobre manuscrito.
Decía que era una revisión, pero lo había reventado desde el mismo corazón del
texto. Como quien busca el aceite en la profundidad de la cabeza de un
cachalote. En algún lugar, entre aquellos párrafos que se le habían resistido
durante meses, entre los recuerdos difusos de las noches en cubierta, escondido
en las palabras que tan trabajosamente había encadenado, estaba el libro que
siempre quiso escribir. Lo iba a lograr pasara lo que pasara. «Como búho me
muevo en el ocaso, debido al ocaso de mis ojos». Se atrevía a confesárselo a su
fiel amigo Evert Duyckinck, editor de Literary World. Pero el ocaso de sus ojos era el de un visionario.
Algo en él había cambiado. En su mesa, en la buhardilla de una granja de
Massachusetts, tierra adentro, Herman Melville se había convertido en Ahab.
¿Es eso que avista más allá del horizonte de sus balleneros la
verdadera historia que desea contar? ¿Es esta la epifanía que esperaba? ¿El
viento que lo impulsaría? ¿Es este monstruo el que tendrá que vencer? Este es.
Misiva a misiva, Melville comparte con Hawthorne la inevitable
tortura en la que se estaba convirtiendo Moby Dick. Lo habían hablado los dos en una de esas largas noches
de confesiones. Herman quería arrancarse un libro del cerebro, que la idea se
hiciera palabra sin tener que atravesar su cuerpo, ni su recuerdo, ni su dolor.
Pero para eso había que atreverse a algo peor: a arrancar el pensamiento de la
mente. «Es comparable a la delicada y peligrosa empresa de separar la pintura
de su panel: hay que raspar todo el cerebro para que la operación pueda hacerse
con seguridad».
Melville sabía lo que le estaba pasando. Sabía que había libros de
dos clases: los que exigen la tinta y «los que se beben la sangre». Y su
ballena es un vampiro. Aquí está la paradoja: había evitado contar el episodio
de canibalismo de los supervivientes del Essex y, por una extraña ley de la
compensación, la novela le estaba devorando a él. Leviatán comiendo a su padre.
El único destino posible cuando se firma un pacto con el diablo. La única
salida: sucumbir, sumergirse, perder pie. Caer en la maldición de Ahab.
Por eso el Pequod es un
manicomio. Un barco conducido por un iluminado, cargado de marineros que han
dejado en tierra la razón. Sabe Melville, porque lo ha vivido, que solo con una
dosis de locura se pueden afrontar esas travesías. Así eran los hombres que
había conocido cuando, adolescente, huérfano y arruinado, él también se tuvo
que hacer a la mar. Quizá entonces ya estaba allí el germen del delirio. El mal
bicho que poseería su cabeza. La monomanía. La sombra de la ballena mitológica
que nunca llegó a ver. Esa pieza inalcanzable que uno nunca se termina de
cobrar. El final que nunca se alcanza porque para eso es el final. El éxito
quizá. El dinero que no había vuelto a ganar desde sus primeras novelas. Aquellas
que no pasarían a la historia pero que le habían dado el aplauso popular. Y que
ahora parecían tan lejanas. «Aunque escribiera los Evangelios de este siglo
moriría en la pobreza», se había lamentado en una carta a Hawthorne. Tenía
razón.
Lo sabía bien Melville, que había trajinado la Biblia de los Salmos al Eclesiastés.
Había paseado por el otro Paraíso, el
de Milton. Se había admirado al ver al doctor Frankenstein fabricando a su
criatura. Se había dejado seducir por la reina Mab. Había caído rendido ante
los versos de Shakespeare. Había envidiado a Hawthorne. Y como un Alonso
Quijano, poseído por las lecturas y las letras que le laceraban, había perdido
la cordura.
«Los Harper consideran que Melville se ha vuelto un poco loco». Lo
escribe un primo de Hawthorne. Ha acabado Moby Dick y su enajenación es una evidencia. Habría bastado
con leer cuidadosamente el primer párrafo del libro para comprender que el
estado de ánimo de su autor era, en el mejor de los casos, tan turbio como el
de Ismael, «con un noviembre húmedo y lluvioso sobre su alma».
Si un sub-subbibliotecario hubiera recopilado los extractos de su
declive en la prensa de aquellos días no habría quedado duda: «Herman Melville,
loco». «Su fantasía está enferma». «Debe sospecharse que Melville ha salido de
un manicomio». «Lo mejor sería que a corto plazo encerraran a este autor».
Apenas recaudaría quinientos cincuenta y seis dólares con Moby Dick. Y la sorpresa espantada de la
crítica, que se confirmaría en su siguiente novela, Pierre o las ambigüedades, terminó de sepultarlo. Melville no se
iba a recuperar. Confinado en la galera de los malditos, comprendió que la
ballena le había hundido.
«No lo compre», le escribió a su amada Sarah Morewood. «No lo
lea cuando salga, porque este no es libro para usted. No es un pedazo de fina
seda de Spitalfields, sino que tiene el horrible tacto de una tela tejida con
los cables y las amarras de los barcos. Sopla a través de él un viento polar, y
lo sobrevuelan aves de presa».
Las mismas aves de presa que cercaban su mente. Esas que
impresionarían a su amigo Nathaniel Hawthorne cuando, años después, se
reencontraban en Inglaterra. Más viejo, más triste. Derrotado. Vagando por el
mundo. Sin dar con Moby Dick.
«Hay ciertos momentos únicos, ciertas ocasiones, en este extraño
asunto al que llamamos vida, en los que un hombre toma todo el universo por una
tremenda broma, y a pesar de que no llega a percibirlo con claridad, queda la
sospecha de que la burla no es a expensas de nadie más que de él mismo».
Lo sospechó Melville en el capítulo cuarenta y nueve de su novela.
Que en el centro mismo del océano de la locura, ante las fauces de la ballena
que nunca habrá de existir, estaba él: demente y desesperado, Ahab sin barco y
sin presa, incapaz de dar caza a su obsesión. Incapaz de escapar de su propio
Leviatán. Devorado por la pálida ilusión de Moby
Dick.
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