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miércoles, 3 de agosto de 2022
"La redención americana de Lorca: así escribió 'Poeta en Nueva York' entre la depresión y el desamor" por Nuria Azancot
martes, 2 de agosto de 2022
Páncreas 6
En el hospital, junto a Eva, arrasada por el cáncer, paso tres tipos de noches: lúgubres, molestas y horrorosas. La última fue de las horrorosas. Ella, atiborrada de morfina, mira con ojos de ida, los cierra, los entreabre y giran desesperados detrás de los párpados. Apenas llega la noche, después de una tarde amodorrada y tranquila, se despierta el monstruo que la devora y comienza a martirizarla. Me llama cada cinco minutos, reclama mi mano, desvaría, dice disparates, me pide un beso, me grita, quiere agua con sal, quiere que le ponga la cuña una y otra vez, pregunta por cosas que tiene al alcance de la mano, se angustia por su desvarío. Llega un momento en que no puedo colocarle la cuña y le ponen un pañal. Parece que así se tranquilizará, pero no, sigue llamándome, desesperada. Cuando lo peor parece que ha pasado, sobre las cinco de la mañana, comienza a gemir. El dolor se ha despertado, a pesar de la morfina que la anega. Intentan aplacárselo, pero no pueden, me llama con más desesperación, le agarro la mano, le pongo paños húmedos en la frente y en los tobillos, sigue gimiendo, pequeña, casi llorando. Le pregunto, "¿qué quieres que haga?"; me responde, muy firme, con los ojos muy abiertos, "mátame".
Morimos peor que los perros, sin duda alguna. Todos sabemos, los médicos y las enfermeras mejor que nadie, que su dolencia no tiene solución y, a pesar de eso, continúan haciendo análisis clínicos, le transfieren cinco bolsas de sangre, la alimentan a través del gotero. Le alargan la vida con un denuedo que no termino de comprender. Está postrada en la cama, su cuerpo se parece cada vez más al de los judíos de Auschwitz, los parches cubren su espalda, dolorida por las llagas. Su despertar solo tiene una perspectiva, el dolor o el desvarío. Vuelven las enfermeras a entrar en la habitación, le miden la temperatura, la tensión, le introducen unos nuevos cables por la nariz, la médica propone hacerle una gastroscopia... Todos parecen confabulados para torturar sus últimos días y alargar su agonía cuanto más tiempo mejor. Mientras tanto, es verano, el sol abrasa las aceras y los torsos de los bañistas, allá lejos, en la piscina de la azotea, se ven tras la ventana, una imagen tan distante como las de la televisión.
lunes, 1 de agosto de 2022
La ausencia
La ausencia pesa de una forma agria. Todo el que la ha sufrido lo sabe. Llegar a casa y encontrarte con el vacío, con la respuesta muda de los objetos, de los espacios, es una sensación muy desagradable, que provoca un dolor intenso, nuevo, más allá de lo físico. La ausencia se digiere poco a poco, eso me han dicho los que la han sufrido. Cuando está reciente, es lo que puedo decir desde la experiencia, una congoja automática te descarga el llanto y poco, muy poco puedes hacer por concentrar la atención en cualquier otra cosa. Ella está en todas partes, en todas. Machado convocaba a Leonor, "dame tu mano y paseemos", porque tienes la extraña sensación de que está a tu lado, como siempre, esperando a que le digas algo, a que le comentes la rutina de la mañana. La gravedad de la ausencia es una compañera indigesta que no se separa por mucho que lo intentes. Llevo más de dos meses sin poder leer nada, sn poder ver una película, una serie, sin escribir, sin poder concentrar la atención en otro asunto que no sea su recuerdo. Porque ya la recordaba antes de morir, porque durante la enfermedad ya no era ella, ya la echaba en falta. La ausencia de un ser con el que lo has vivido todo es un flagelo que te va azotando en cada rincón, en cada paisaje, en cada sorbo de vino. La ausencia es una mano que te aprieta la garganta con saña en cuanto te despiertas.
Páncreas 5
Desde la ventana del hospital se ve una azotea donde los muchachos y muchachas juegan al pádel y se bañan en una piscina. Me siento como esos presos que contemplan ansiosos el transcurrir del mundo a través de las rejas, el tránsito de los coches, de las bicicletas, de los patinetes, el trino de un ruiseñor, el paseo de los hombres libres. La habitación se ha convertido en un zulo angustioso, como si me hubiera raptado un grupo terrorista y estuviera esperando el momento de la ejecución o anhelando la puesta en libertad. Ella ya no espera casi nada. La degradación a la que la está sometiendo la enfermedad no le deja respirar y le ha absorbido prácticamente todos sus ánimos y esperanzas. La única libertad es ahora la muerte, y eso no se termina de digerir bien. Recuerdo los consejos de Montaigne para aprender a morir y me parecen baldíos en su situación, porque es tanta la crueldad del cáncer y tanto el daño infligido que no hay forma de racionalizar este sufrimiento, porque está postrada en una cama, porque la adormece la morfina, porque cada día aparece una nueva tara que agrava su situación, porque los parches de la espalda señalan las llagas de su inmovilidad y de su desgracia. No, en este estado no se pueden seguir los consejos de Montaigne, ni los de nadie.
domingo, 31 de julio de 2022
Páncreas 4
Más de dos semanas en el hospital. Lo peor es la falta de esperanza, la sensación de que uno está aquí cuidando a la moribunda, temiendo que se acabe en cualquier momento. Ella ya no es ella. Nada tiene que ver este cuerpo famélico, derrengado, de hueso y piel de cartón, con aquella mujer de firme carácter y cuidado aspecto. Ella ya no es ella, es otra. Un pobre saco de huesos, que apenas come, solo líquidos y algún yogur; que apenas hace ruido, salvo los gemidos que anuncian que el efecto de la morfina ha bajado. Intento sentarla al borde de la cama, permanece ahí un momento, el justo para darle unos sorbos a una taza de leche y vuelve a su refugio, la cama. Se tumba en ella esperando que nadie la moleste, que nadie estorbe sus últimas horas en este mundo. Más de dos semanas y lo peor es saber que el ser humano es capaz de resistir hasta la extenuación, que pueden ser meses los que pasemos aquí, contemplando la degradación de su físico y de su mente. Porque la carga de morfina empieza a trabarle la lengua y empieza a desvariar, a no situar el momento del día, a desorientarse con facilidad. A veces pienso que sería mejor que perdiera del todo la consciencia, de qué le vale conocer la realidad del momento si no es para martirizarse aún más. ¿Para qué vivir así? Todo es triste, patético, humillante: ponerle la cuña para que orine; hacerle un enema para que no reviente; quitarle el pañal; lavarle el cuerpo con una esponja jabonosa; abrazarla con cuidado para subir su cuerpo frágil a lo más alto de la cama, porque se desliza intentando desaparecer entre las sábanas. El cáncer la está devorando. Las enfermeras la tratan con mucho mimo, como si fuera una niña desvalida, conocen su diagnóstico y se les nota la lástima y la misericordia en sus gestos. Saben que lo único que se puede hacer por ella es aliviarle el dolor, solo eso. En la habitación suena el pitido lánguido de los aparatos médicos, la respiración, el gemido de ella y un silencio sepulcral que solo rompen las enfermeras y auxiliares cuando entran con la prisa de muchos pacientes por atender. Ella no es ella, es una caricatura lastimosa de una mujer con la que he vivido más de 35 años.
sábado, 30 de julio de 2022
Páncreas 3
La angustia de las noches de dolor. Postrada en la cama, recibe el chute de morfina. Hace efecto de forma instantánea y la sume en un sueño profundo, silencioso. Yo, a su lado, desde el sofá, intento dormir, pero, a veces, me supera la angustia de saber que en poco más de tres horas volverá a gemir. El efecto de la morfina se diluirá y el cáncer morderá de nuevo con impiedad las entrañas de Eva. La vida se reduce entonces a periodos de cuatro horas en los que prima la ansiedad de saber que el calmante no es continuo. Los pocos momentos en que ella renace sin dolor los ocupa en dormir (el sufrimiento es agotador). Solo podemos hablar, intercambiar pareceres durante unos breves instantes a lo largo del día. Como si ella solo estuviera presente durante un momento en la habitación. El resto del tiempo lo paso con un ser indefenso, aterido por el padecimiento, con un gemido tenue, apagado, casi un arrullo de paloma, que suena tan terrible como el chirrido de un sarcófago. Apenas come, el dolor no le deja alimentarse. Se le palpan las costillas y la musculatura ha desaparecido en casi todos sus miembros. Cuando la lavan y le cambian la ropa de cama, es tan liviana que apenas ofrece resistencia a las auxiliares. Su fragilidad es tan estremecedora que da miedo abrazarla por si se quiebra. Es una pieza de vidrio que ya no está aquí, que ya no es nuestra.
viernes, 29 de julio de 2022
Palacio de las Dueñas
Páncreas 2
El dolor es un carroñero voraz que no suelta a la presa una vez que ha olido la sangre enferma. Se ceba con ella, la retuerce, la hace gemir, sin ninguna piedad. El dolor se agarra a su vientre y a su espalda, a todo lo dañado, a sus debilidades. Ella no quiere despertar porque sabe que, en cuanto lo haga, se lanzará a por ella sin compasión, para hacerla gemir, para hacerla retorcerse en la cama. Ni siquiera la morfina es ya suficiente. Va comiéndole horas a su efecto hasta dejarla sin apenas respiro. Ella gime, leve, como un bebé moribundo, sin fuerzas, sin aliento, sin ganas de ver la luz. Hay que cerrar las cortinas, apagarlo todo e impedir el paso a la habitación, porque ella cree que así ahuyentará al dolor, lo ocultará en la oscuridad del sueño. A veces funciona, durante muy poco tiempo. El carroñero se burla con crueldad, se detiene un instante y vuelve con más fuerza para retorcerla en la cama, para recrearse en su sufrimiento. Ella solo vive ya para huir de él, del carroñero que tiene dentro, del animal que la devora poco a poco, con delectación y crueldad mayúsculas. Apenas le permite comer, porque, durante los pocos momentos en que la libera, ella prefiere esconderse tras el sueño, asustada, agotada, exhausta. Nadie lo ha vencido nunca en estas circunstancias: cuando la corrupción de los órganos se ha generalizado, cuando todo está devastado por la enfermedad, surge el animal más despiadado, más horrible, más sanguinario: el dolor, el asfixiante y apabullante dolor, acompañante inmisericorde del cáncer de páncreas.
jueves, 28 de julio de 2022
No ser
Ser plaza, ser piedra, árbol, sombra, paloma, azulejo árabe, ser recuerdo solamente. Ser parte insensible de la ciudad, ser arbusto, sillería, naranjo, pináculo, no sentir la congoja en cada rincón del barrio de Santa Cruz ni la llaga de la ausencia. Ser "aire inmortal, piedra inerte", ser ceniza como ella. Servir solo para el asueto y el solaz del turista. No escuchar a los guías, no pensar en que ella ya no está. No ser, no sentir, sombra fresca contra la canícula, sombra fresca contra la angustia.
Barrio de Santa Cruz
Una brisa dulce, una sombra acogedora. Los turistas en bandadas, llegan, vomitan y se van. Se van y retorna el silencio, el zureo de las palomas, el brazo amoroso que mece la plaza Elvira en el barrio de Santa Cruz. Vuelven, hacen dos, tres, cuatro fotos con el móvil, oyen la explicación sobre la casa de don Juan Tenorio y siguen al cabestro. Yo también lo he hecho, tampoco está tan mal, pero es más intensa la sensación que producen la pausa, el sosiego, el silencio, el banco de cerámica andalusí, el embelesamiento. Absorber la suavidad de Al-Ándalus, la galbana de la canícula, con el alma, sin piernas.
Páncreas 1
Abro los ojos, me despierto y mi única obsesión es que ella siga durmiendo todavía, con la esperanza de que el dolor no la desgarre. El sueño como refugio del padecimiento. Los parches de morfina sirven para evitar la realidad, para vadearla. Dormir junto a alguien que sufre, junto a alguien que está siendo devorada por un cáncer implacable, es como sentir la enfermedad a tu lado, latente, siempre dispuesta a morderle las entrañas; como yacer junto a un perro rabioso sin saber cuándo va a clavar la dentellada hiriente o mortal.
Le duele la espalda, el vientre, los riñones, le duele todo. Los ojos se le vidrian y no parece ella cuando habla. Un hilo de voz más agudo que el habitual, como de niña, sale de su boca, pide agua fresca, otra pastilla, "no, comida, no", un bálsamo que le apague el fuego que la abrasa. Quienes pelean contra un dolor así se ven obligados a olvidarse del mundo, se abstraen de la realidad que les rodea, no quieren leer, ni ver la tele, ni oír a nadie, solo se nutren de silencio y oscuridad. Molestan las persianas subidas, las voces de los visitantes, la vida. Es como si ya estuvieran enganchados en el otro lado, como si la realidad les fuera ajena. "Dejadme en paz, ¡mecagüendiós!", fue una de las últimas expresiones de mi padre antes de morir. La moribunda se encuentra ya en un estadio como de ensueño, más allá de lo utilitario, de lo sensual. Si te fijas bien, sus ojos, aunque abiertos, no observan la ropa de la cama, ni el armario, ni al familiar que acaba de entrar en la alcoba, no. Una mirada extraña, profunda, vidriosa, nos avisa de que esos ojos escrutan, hacia adentro, la nueva condición de su estado. Los moribundos no están con nosotros, se ausentan ante el abismo: "¡Qué solos se quedan los muertos!", decía Bécquer. Aún más solos quedan los moribundos.
lunes, 25 de julio de 2022
Despedida
Eva ha sido mi compañera durante más de treinta y cinco años, mi amiga, mi confidente, mi amante, mi colega de viajes, mi páncreas. Sí, mi páncreas, porque ella era la que con sus ácidos hacía digeribles mis actuaciones. Yo era alto porque ella me veía alto (y no sé a quién estoy citando). Era alto, muy alto y, ahora, soy bajo, muy bajo y tremendamente limitado. Tenía un carácter arrollador, una belleza atronadora, una rectitud apabullante, no como yo, blando y desordenado. Yo era el residuo de su páncreas, el flujo de su deseo, el resultado de su lubricante. Me estaba preparando para la prueba final, para su páncreas, porque era ese hijo de puta y no otro el que ha provocado su desgracia. Setenta y cuatro días malditos, setenta y cuatro días de desgracia, setenta y cuatro días en los que ella ha sufrido más de lo que debe sufrir un ser humano. Yo intenté sostenerla porque tenía su fuerza, sus registros. Su páncreas se agrietó, consintió que un monstruo letal lo asolara y acabara con ella. Su páncreas la traicionó cuando ella era mi páncreas, yo era alto porque ella me veía alto (y no sé a quién cito). Un páncreas que me protegió, que me irradió sus ácidos desde hace más de treinta y cinco años. Un páncreas mío, tan solidario como traicionero ha sido el suyo. Reviente la naturaleza y reviente el mundo. Nadie, ni el malvado más retorcido, podría haber inventado un final tan infeliz para ella. Reviente la naturaleza y reviente el mundo. Ahora soy muy bajito, mucho, muy bajito, porque ella no está, porque ella me pensaba alto y yo, al sentir su pensamiento, me veía alto (y no sé a quién cito). Muy bajito, tanto, que puedo susurrar en su tumba lo mucho que la necesito.