miércoles, 3 de agosto de 2022

"La redención americana de Lorca: así escribió 'Poeta en Nueva York' entre la depresión y el desamor" por Nuria Azancot




Era su primer viaje a América, pero al partir el 19 de junio hacia Estados Unidos a bordo del transatlántico Olympic desde el puerto de Southampton, el desánimo abrumaba a Federico García Lorca (Fuente Vaqueros, 1898 - Viznar, 1936). Por una parte, no lograba superar su ruptura sentimental con el escultor Emilio Aladrén, amigo de Salvador Dalí y de Maruja Mallo, que lo describía como "un lindo chico, muy guapo, muy guapo, como un efebo griego. Era un festejante mío (como dicen en Argentina) y Federico me lo quitó […]". Tras dos años de relación (1927-1928), Aladrén había abandonado al poeta por la inglesa Eleanor Dove.

Por si esto fuese poco, tras el éxito del Romancero gitano sufrió las burlas insidiosas (y tal vez tiznadas de envidia) de sus mejores amigos, Dalí y Luis Buñuel, que tildaron su poesía de "comerciable" y vulgarizadora. Y, finalmente, él mismo temió estar convirtiéndose en una suerte de autor folclórico dedicado a la gitanería.
Su depresión era tal (según Ian Gibson le rondó incluso la idea del suicidio) que Fernando de los Ríos, su antiguo profesor y amigo de la familia, le pidió que le acompañara a Nueva York. Y Lorca aceptó, a pesar de escribir al embajador de Chile, su íntimo Carlos Morla Lynch, que "New York me parece horrible pero por eso mismo me voy allí". Ya en el barco, poco antes de desembarcar, insistía: "Me siento deprimido y lleno de añoranzas. Tengo hambre de mi tierra. […] No sé para qué he partido; me lo pregunto cien veces al día. […] no me reconozco. Parezco otro Federico".




Y, sin embargo, cuando desde el buque tuvo su primera visión de Nueva York, el 26 de junio, le deslumbraron los rascacielos iluminados "que tocaban las estrellas", "las miles de luces, los ríos de autos" de aquella "Babilonia trepidante y enloquecedora". Tanto que apenas dos días después de desembarcar, escribió a su familia que "París me produjo gran impresión, Londres mucho más, y ahora New York me ha dado como un mazazo en la cabeza", y para subrayar lo increíble de la ciudad, les aseguraba que en solo tres de sus grandes edificios "cabe Granada entera. Son casillas donde caben 30.000 personas".
"Aprendiendo" inglés

Al final, pasaría nueve meses en Nueva York y otros tres meses en Cuba. Como si de un estudiante actual en viaje agosteño de estudios se tratara, el fin oficial de la aventura americana de Federico era aprender inglés. Lorca empezó a seguir cursos para extranjeros de la Universidad de Columbia en junio y julio, pero con tan poca dedicación como se temían quienes le conocían bien.

De hecho, antes de partir en La Gaceta Literaria se pudo leer: "¿A qué va Lorca a New York? ¿A aprender el inglés? […] Aprenderá el inglés en dos meses, con gramófono".
Lejos de las aulas, Lorca comenzó a frecuentar a León Felipe, Ángel Flores, Francisco Ágea, y se encontró con españoles de paso en la ciudad, como Julio Camba, Concha Espina, Antonia Mercé, Encarnación López (La Argentinita) o Ignacio Sánchez Mejías...

Cuando llegó agosto, el poeta, que no se había presentado al examen de inglés de la Universidad, escribió "El rey de Harlem", donde leemos "El sol que se desliza por los bosques / seguro de no encontrar una ninfa, / el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño, / el tatuado sol que baja por el río / y muge seguido de caimanes") y "1910 (Intermedio)", dos de los primeros poemas de lo que sería Poeta en Nueva York. También la revista Alhambra, que dirigía en Nueva York su nuevo amigo Ángel Flores, publicó dos romances traducidos al inglés y varias fotografías del poeta

Cielo abierto

Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba.
Cerca de las piedras sin jugo y los
insectos vacíos
no veré el duelo del sol con las
criaturas en carne viva.

Pero me iré al primer paisaje
de choques, líquidos y rumores.
que trasmina a niño recién nacido
y donde toda superficie es evitada,
para entender que lo que busco
tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor
y las arenas.

[...]
Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba;
pero me iré al primer paisaje de
humedades y latidos
para entender que lo que busco
tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor
y las arenas.

Vuelo fresco de siempre sobre lechos
vacíos,
sobre grupos de brisas y barcos
encallados.
Tropiezo vacilante por la dura
eternidad fija
y amor al fin sin alba. Amor.

Al tiempo, se multiplicaban las invitaciones para que pasase una temporada lejos de Nueva York, huyendo de las altísimas temperaturas de la ciudad. Finalmente, aceptará la de Philip Cummings e irá con su amigo a Eden Mills, en el estado de Vermont, un pintoresco pueblo fronterizo con Canadá.

Vacaciones en Vermont

Dicen los especialistas que la estancia en Vermont resultó clave para Lorca, pues el "paisaje prodigioso" le ayudo a soportar "una melancolía infinita" y resultó además muy fructífera en lo que a la creación poética se refiere. Escribió mucho y probablemente allí, en un estado de desesperación, nacieron los poemas "Cielo vivo", "Poema doble del Lago Edén" –con versos tan estremecedores como "Quiero llorar porque me da la gana / como lloran los niños del último banco, / porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, / pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado"–, "Vaca" y "Tierra y luna" de su futuro libro neoyorquino.

Y sin embargo, a pesar de la amabilidad de la familia Cummings, Lorca sentía que se ahogaba en aquella vida demasiado tranquila que no solo contrastaba con las seis bulliciosas semanas vividas en Nueva York sino que, al parecer, le despertaban unos recuerdos tristes que le quemaban, según le confesó a Ángel del Río en una carta de finales de agosto.


En los poemas escritos durante esas semanas, sin embargo, son escasas y difusas las alusiones a lo extremado del clima, pues lo cierto es que Lorca seguía profundamente impactado por el trato dispensado a la minoría negra. De ahí que los poemas agosteños de Poeta en Nueva York mencionados fuesen para el poeta y dramaturgo un verdadero grito de horror, de denuncia contra la injusticia y la discriminación, contra la deshumanización de la sociedad moderna y la alienación del ser humano.

El resto de las vacaciones lo pasó en Bushnellsville y en Newburgh, disfrutando la hospitalidad, primero, de Ángel del Río y, luego, de Federico de Onís. Probablemente de esos días datan "Vuelta de paseo", "Nocturno del hueco", "Paisaje con dos tumbas y un perro asirio", "Ruina" y "Muerte". En total, García Lorca pudo pasar unas cinco semanas fuera de la ciudad en las que no dejó de escribir su futuro libro, que, sin embargo, no pudo publicarse hasta 1940, cuatro años después de su muerte.

Sin embargo, su transformación poética y personal había sido tan completa esos meses, tan abrumadora, que cuando años más tarde (entre 1931 y 1935) pronunciaba en distintas ciudades su conferencia-recital "Un poeta en Nueva York", solía dirigirse al público precisando: "He dicho un poeta en Nueva York y he debido decir Nueva York en un poeta".

martes, 2 de agosto de 2022

Páncreas 6

En el hospital, junto a Eva, arrasada por el cáncer, paso tres tipos de noches: lúgubres, molestas y horrorosas. La última fue de las horrorosas. Ella, atiborrada de morfina, mira con ojos de ida, los cierra, los entreabre y giran desesperados detrás de los párpados. Apenas llega la noche, después de una tarde amodorrada y tranquila, se despierta el monstruo que la devora y comienza a martirizarla. Me llama cada cinco minutos, reclama mi mano, desvaría, dice disparates, me pide un beso, me grita, quiere agua con sal, quiere que le ponga la cuña una y otra vez, pregunta por cosas que tiene al alcance de la mano, se angustia por su desvarío. Llega un momento en que no puedo colocarle la cuña y le ponen un pañal. Parece que así se tranquilizará, pero no, sigue llamándome, desesperada. Cuando lo peor parece que ha pasado, sobre las cinco de la mañana, comienza a gemir. El dolor se ha despertado, a pesar de la morfina que la anega. Intentan aplacárselo, pero no pueden, me llama con más desesperación, le agarro la mano, le pongo paños húmedos en la frente y en los tobillos, sigue gimiendo, pequeña, casi llorando. Le pregunto, "¿qué quieres que haga?"; me responde, muy firme, con los ojos muy abiertos, "mátame". 

Morimos peor que los perros, sin duda alguna. Todos sabemos, los médicos y las enfermeras mejor que nadie, que su dolencia no tiene solución y, a pesar de eso, continúan haciendo análisis clínicos, le transfieren cinco bolsas de sangre, la alimentan a través del gotero. Le alargan la vida con un denuedo que no termino de comprender. Está postrada en la cama, su cuerpo se parece cada vez más al de los judíos de Auschwitz, los parches cubren su espalda, dolorida por las llagas. Su despertar solo tiene una perspectiva, el dolor o el desvarío. Vuelven las enfermeras a entrar en la habitación, le miden la temperatura, la tensión, le introducen unos nuevos cables por la nariz, la médica propone hacerle una gastroscopia... Todos parecen confabulados para torturar sus últimos días y alargar su agonía cuanto más tiempo mejor. Mientras tanto, es verano, el sol abrasa las aceras y los torsos de los bañistas, allá lejos, en la piscina de la azotea, se ven tras la ventana, una imagen tan distante como las de la televisión.

lunes, 1 de agosto de 2022

La ausencia

La ausencia pesa de una forma agria. Todo el que la ha sufrido lo sabe. Llegar a casa y encontrarte con el vacío, con la respuesta muda de los objetos, de los espacios, es una sensación muy desagradable, que provoca un dolor intenso, nuevo, más allá de lo físico. La ausencia se digiere poco a poco, eso me han dicho los que la han sufrido. Cuando está reciente, es lo que puedo decir desde la experiencia, una congoja automática te descarga el llanto y poco, muy poco puedes hacer por concentrar la atención en cualquier otra cosa. Ella está en todas partes, en todas. Machado convocaba a Leonor, "dame tu mano y paseemos",  porque tienes la extraña sensación de que está a tu lado, como siempre, esperando a que le digas algo, a que le comentes la rutina de la mañana. La gravedad de la ausencia es una compañera indigesta que no se separa por mucho que lo intentes. Llevo más de dos meses sin poder leer nada, sn poder ver una película, una serie, sin escribir, sin poder concentrar la atención en otro asunto que no sea su recuerdo. Porque ya la recordaba antes de morir, porque durante la enfermedad ya no era ella, ya la echaba en falta. La ausencia de un ser con el que lo has vivido todo es un flagelo que te va azotando en cada rincón, en cada paisaje, en cada sorbo de vino. La ausencia es una mano que te aprieta la garganta con saña en cuanto te despiertas.  

Páncreas 5

Desde la ventana del hospital se ve una azotea donde los muchachos y muchachas juegan al pádel y se bañan en una piscina. Me siento como esos presos que contemplan ansiosos el transcurrir del mundo a través de las rejas, el tránsito de los coches, de las bicicletas, de los patinetes, el trino de un ruiseñor, el paseo de los hombres libres. La habitación se ha convertido en un zulo angustioso, como si me hubiera raptado un grupo terrorista y estuviera esperando el momento de la ejecución o anhelando la puesta en libertad. Ella ya no espera casi nada. La degradación a la que la está sometiendo la enfermedad no le deja respirar y le ha absorbido prácticamente todos sus ánimos y esperanzas. La única libertad es ahora la muerte, y eso no se termina de digerir bien. Recuerdo los consejos de Montaigne para aprender a morir y me parecen baldíos en su situación, porque es tanta la crueldad del cáncer y tanto el daño infligido que no hay forma de racionalizar este sufrimiento, porque está postrada en una cama, porque la adormece la morfina, porque cada día aparece una nueva tara que agrava su situación, porque los parches de la espalda señalan las llagas de su inmovilidad y de su desgracia. No, en este estado no se pueden seguir los consejos de Montaigne, ni los de nadie.   

domingo, 31 de julio de 2022

Páncreas 4

Más de dos semanas en el hospital. Lo peor es la falta de esperanza, la sensación de que uno está aquí cuidando a la moribunda, temiendo que se acabe en cualquier momento. Ella ya no es ella. Nada tiene que ver este cuerpo famélico, derrengado, de hueso y piel de cartón, con aquella mujer de firme carácter y cuidado aspecto. Ella ya no es ella, es otra. Un pobre saco de huesos, que apenas come, solo líquidos y algún yogur; que apenas hace ruido, salvo los gemidos que anuncian que el efecto de la morfina ha bajado. Intento sentarla al borde de la cama, permanece ahí un momento, el justo para darle unos sorbos a una taza de leche y vuelve a su refugio, la cama. Se tumba en ella esperando que nadie la moleste, que nadie estorbe sus últimas horas en este mundo. Más de dos semanas y lo peor es saber que el ser humano es capaz de resistir hasta la extenuación, que pueden ser meses los que pasemos aquí, contemplando la degradación de su físico y de su mente. Porque la carga de morfina empieza a trabarle la lengua y empieza a desvariar, a no situar el momento del día, a desorientarse con facilidad. A veces pienso que sería mejor que perdiera del todo la consciencia, de qué le vale conocer la realidad del momento si no es para martirizarse aún más. ¿Para qué vivir así? Todo es triste, patético, humillante: ponerle la cuña para que orine; hacerle un enema para que no reviente; quitarle el pañal; lavarle el cuerpo con una esponja jabonosa; abrazarla con cuidado para subir su cuerpo frágil a lo más alto de la cama, porque se desliza intentando desaparecer entre las sábanas. El cáncer la está devorando. Las enfermeras la tratan con mucho mimo, como si fuera una niña desvalida, conocen su diagnóstico y se les nota la lástima y la misericordia en sus gestos. Saben que lo único que se puede hacer por ella es aliviarle el dolor, solo eso. En la habitación suena el pitido lánguido de los aparatos médicos, la respiración, el gemido de ella y un silencio sepulcral que solo rompen las enfermeras y auxiliares cuando entran con la prisa de muchos pacientes por atender. Ella no es ella, es una caricatura lastimosa de una mujer con la que he vivido más de 35 años. 

sábado, 30 de julio de 2022

Páncreas 3

La angustia de las noches de dolor. Postrada en la cama, recibe el chute de morfina. Hace efecto de forma instantánea y la sume en un sueño profundo, silencioso. Yo, a su lado, desde el sofá, intento dormir, pero, a veces, me supera la angustia de saber que en poco más de tres horas volverá a gemir. El efecto de la morfina se diluirá y el cáncer morderá de nuevo con impiedad las entrañas de Eva. La vida se reduce entonces a periodos de cuatro horas en los que prima la ansiedad de saber que el calmante no es continuo. Los pocos momentos en que ella renace sin dolor los ocupa en dormir (el sufrimiento es agotador). Solo podemos hablar, intercambiar pareceres durante unos breves instantes a lo largo del día. Como si ella solo estuviera presente durante un momento en la habitación. El resto del tiempo lo paso con un ser indefenso, aterido por el padecimiento, con un gemido tenue, apagado, casi un arrullo de paloma, que suena tan terrible como el chirrido de un sarcófago. Apenas come, el dolor no le deja alimentarse. Se le palpan las costillas y la musculatura ha desaparecido en casi todos sus miembros. Cuando la lavan y le cambian la ropa de cama, es tan liviana que apenas ofrece resistencia a las auxiliares. Su fragilidad es tan estremecedora que da miedo abrazarla por si se quiebra. Es una pieza de vidrio que ya no está aquí, que ya no es nuestra.  

viernes, 29 de julio de 2022

Palacio de las Dueñas

El Palacio de las Dueñas expone bien a las claras las dos Españas de las que Machado hablaba: la del poeta del pueblo, con su recuerdo infantil de hombre bueno y la de esa aristocracia vana que llevó a la desgracia al país, como él mismo profetizó. La familia más representativa de esa casta, los Alba, son los dueños del palacio. Como una gracia de los poderosos, permiten que el vulgo visite los jardines y algunas de las estancias. Los toros, los caballos, las vírgenes, la España de Frascuelo y de María, de la que Machado renegaba, está bien representada en cada una de sus habitaciones. Los retratos de esa gente ridícula y haragana, que tanto detestaba el poeta, pueblan las mesas y las paredes. Hay que salir a los patios para recordar a Machado, para aspirar sus versos, para oler los limoneros, para desprenderse de ese hedor a braguero y a sillas de montar. Hasta el tonto por excelencia de la última pandemia aparece en sus paredes. No, el interior del palacio de las Dueñas no representa al poeta. Solo sus fuentes, los pájaros, la naturaleza reviven su infancia. La melancolía del agua, las galerías, las buganvillas, la sombra fresca, contrasta con la barahúnda mostrenca, con el moho, con la rebaba hedionda del señorito inútil, al que tanto aborrecía el poeta.  

Páncreas 2

El dolor es un carroñero voraz que no suelta a la presa una vez que ha olido la sangre enferma. Se ceba con ella, la retuerce, la hace gemir, sin ninguna piedad. El dolor se agarra a su vientre y a su espalda, a todo lo dañado, a sus debilidades. Ella no quiere despertar porque sabe que, en cuanto lo haga, se lanzará a por ella sin compasión, para hacerla gemir, para hacerla retorcerse en la cama. Ni siquiera la morfina es ya suficiente. Va comiéndole horas a su efecto hasta dejarla sin apenas respiro. Ella gime, leve, como un bebé moribundo, sin fuerzas, sin aliento, sin ganas de ver la luz. Hay que cerrar las cortinas, apagarlo todo e impedir el paso a la habitación, porque ella cree que así ahuyentará al dolor, lo ocultará en la oscuridad del sueño. A veces funciona, durante muy poco tiempo. El carroñero se burla con crueldad, se detiene un instante y vuelve con más fuerza para retorcerla en la cama, para recrearse en su sufrimiento. Ella solo vive ya para huir de él, del carroñero que tiene dentro, del animal que la devora poco a poco, con delectación y crueldad mayúsculas. Apenas le permite comer, porque, durante los pocos momentos en que la libera, ella prefiere esconderse tras el sueño, asustada, agotada, exhausta. Nadie lo ha vencido nunca en estas circunstancias: cuando la corrupción de los órganos se ha generalizado, cuando todo está devastado por la enfermedad, surge el animal más despiadado, más horrible, más sanguinario: el dolor, el asfixiante y apabullante dolor, acompañante inmisericorde del cáncer de páncreas. 

jueves, 28 de julio de 2022

No ser

Ser plaza, ser piedra, árbol, sombra, paloma, azulejo árabe, ser recuerdo solamente. Ser parte insensible de la ciudad, ser arbusto, sillería, naranjo, pináculo, no sentir la congoja en cada rincón del barrio de Santa Cruz ni la llaga de la ausencia. Ser "aire inmortal, piedra inerte", ser ceniza como ella. Servir solo para el asueto y el solaz del turista. No escuchar a los guías, no pensar en que ella ya no está. No ser, no sentir, sombra fresca contra la canícula, sombra fresca contra la angustia. 

Barrio de Santa Cruz

Una brisa dulce, una sombra acogedora. Los turistas en bandadas, llegan, vomitan y se van. Se van y retorna el silencio, el zureo de las palomas, el brazo amoroso que mece la plaza Elvira en el barrio de Santa Cruz. Vuelven, hacen dos, tres, cuatro fotos con el móvil, oyen la explicación sobre la casa de don Juan Tenorio y siguen al cabestro. Yo también lo he hecho, tampoco está tan mal, pero es más intensa la sensación que producen la pausa, el sosiego, el silencio, el banco de cerámica andalusí, el embelesamiento. Absorber la suavidad de Al-Ándalus, la galbana de la canícula, con el alma, sin piernas.  

Páncreas 1

Abro los ojos, me despierto y mi única obsesión es que ella siga durmiendo todavía, con la esperanza de que el dolor no la desgarre. El sueño como refugio del padecimiento. Los parches de morfina sirven para evitar la realidad, para vadearla. Dormir junto a alguien que sufre, junto a alguien que está siendo devorada por un cáncer implacable, es como sentir la enfermedad a tu lado, latente, siempre dispuesta a morderle las entrañas; como yacer junto a un perro rabioso sin saber cuándo va a clavar la dentellada hiriente o mortal. 

Le duele la espalda, el vientre, los riñones, le duele todo. Los ojos se le vidrian y no parece ella cuando habla. Un hilo de voz más agudo que el habitual, como de niña, sale de su boca, pide agua fresca, otra pastilla, "no, comida, no", un bálsamo que le apague el fuego que la abrasa. Quienes pelean contra un dolor así se ven obligados a olvidarse del mundo, se abstraen de la realidad que les rodea, no quieren leer, ni ver la tele, ni oír a nadie, solo se nutren de silencio y oscuridad. Molestan las persianas subidas, las voces de los visitantes, la vida. Es como si ya estuvieran enganchados en el otro lado, como si la realidad les fuera ajena. "Dejadme en paz, ¡mecagüendiós!", fue una de las últimas expresiones de mi padre antes de morir. La moribunda se encuentra ya en un estadio como de ensueño, más allá de lo utilitario, de lo sensual. Si te fijas bien, sus ojos, aunque abiertos, no observan la ropa de la cama, ni el armario, ni al familiar que acaba de entrar en la alcoba, no. Una mirada extraña, profunda, vidriosa, nos avisa de que esos ojos escrutan, hacia adentro, la nueva condición de su estado. Los moribundos no están con nosotros, se ausentan ante el abismo: "¡Qué solos se quedan los muertos!", decía Bécquer. Aún más solos quedan los moribundos.     

lunes, 25 de julio de 2022

Despedida

Eva ha sido mi compañera durante más de treinta y cinco años, mi amiga, mi confidente, mi amante, mi colega de viajes, mi páncreas. Sí, mi páncreas, porque ella era la que con sus ácidos hacía digeribles mis actuaciones. Yo era alto porque ella me veía alto (y no sé a quién estoy citando). Era alto, muy alto y, ahora, soy bajo, muy bajo y tremendamente limitado. Tenía un carácter arrollador, una belleza atronadora, una rectitud apabullante, no como yo, blando y desordenado. Yo era el residuo de su páncreas, el flujo de su deseo, el resultado de su lubricante. Me estaba preparando para la prueba final, para su páncreas, porque era ese hijo de puta y no otro el que ha provocado su desgracia. Setenta y cuatro días malditos, setenta y cuatro días de desgracia, setenta y cuatro días en los que ella ha sufrido más de lo que debe sufrir un ser humano. Yo intenté sostenerla porque tenía su fuerza, sus registros. Su páncreas se agrietó, consintió que un monstruo letal lo asolara y acabara con ella. Su páncreas la traicionó cuando ella era mi páncreas, yo era alto porque ella me veía alto (y no sé a quién cito). Un páncreas que me protegió, que me irradió sus ácidos desde hace más de treinta y cinco años. Un páncreas mío, tan solidario como traicionero ha sido el suyo. Reviente la naturaleza y reviente el mundo. Nadie, ni el malvado más retorcido, podría haber inventado un final tan infeliz para ella. Reviente la naturaleza y reviente el mundo. Ahora soy muy bajito, mucho, muy bajito, porque ella no está, porque ella me pensaba alto y yo, al sentir su pensamiento, me veía alto (y no sé a quién cito). Muy bajito, tanto, que puedo susurrar en su tumba lo mucho que la necesito.  

viernes, 22 de julio de 2022

Los rencores de Cervantes

Cervantes escapa por la ventana, con mucho sigilo, amparado por la oscuridad y el cierzo de marzo. La campana de la iglesia le encoge las tripas, detiene su huida por un instante. Se ha roto el silencio de la calle y la confianza de Miguel. Se caga en todos los santos y también en el sacristán que, de madrugada, ha tirado de la cuerda para avisar a todo el pueblo que son las cinco de la mañana. Cervantes resbala en la sillería de la fachada y escucha un tintineo de espadas que termina por acongojarlo. Cae en el empedrado y sobre él, antes de incorporarse, se abalanza un hombre embozado que lo insulta e intenta acuchillarlo con rabia. Cervantes esquiva los mandobles, se estira, no se nota herido por la caída e intenta escapar con los gregüescos enrollados en el brazo. Una mano recia lo agarra del pescuezo, lo devuelve a la piedra y le revienta las narices y los belfos. Después, el agresor, lo bautiza con agua envenenada: "hideputa", "así te hubieras podrido en la cárcel de Sevilla", "robacarnes", "fiduciario". El agresor huye, temeroso de que los cuadrilleros de la Santa Hermandad lo detengan y lo enmaromen. Cervantes se sorbe la sangre de la nariz y traga el jarabe, entre dulce y amargo. La jornada había sido buena hasta que saltó por la ventana. Nunca, en todas las noches de su vida se le había dado tan bien en casa ajena. La señora era dulce, olía a ámbar y a pan pintado. Nunca, en todas las noches de su vida, se había topado con el palo y la espada casi en cueros, medio desnudo. Había salido con premura de la casa, al aviso de la señora que retozaba a su lado. Los ruidos del portal eran indicio de que su marido había vuelto de improviso. A Miguel se le removió el rencor. Cuando se llegó hasta el morral de la mula, desembauló el manuscrito de su Quijote y borró el nombre del pueblo del que partía su protagonista en busca de aventuras. No, no iba a hacer famoso a ese lugar de La Mancha en donde tantos golpes había recibido, por muy sabrosas que fueran sus mujeres, por muy silenciosas que fueran sus calles.        

jueves, 21 de julio de 2022

"Noticias que nos traen las novelas" por Juan Gabriel Vásquez




En uno de sus muchos ensayos extraordinarios, ¿Cómo deberíamos leer un libro?, Virginia Woolf dice, palabras más o menos, que leer una novela es un arte difícil y complejo: el lector ha de ser capaz de una percepción muy fina, pero además de grandes audacias de la imaginación, si quiere hacer uso de todo lo que el novelista le puede dar. Me gusta todo en estas líneas: me gusta la defensa de la dificultad, que no es popular en nuestros tiempos, y me gusta la audacia aplicada a la imaginación (ya que no todas las imaginaciones son iguales); pero sobre todo me gusta el concepto de “hacer uso” de lo que ofrece el novelista, pues contradice el lugar común, que cada día me resulta más irritante, de que la ficción no sirve para nada: de que su importancia, si es que le reconocemos una, es la importancia de las cosas inútiles.

Pues bien, hace unos meses, en un festival de Lancaster, tuve la oportunidad de defender la convicción contraria, y creo haber recordado el ensayo de Woolf para poder hacerlo. Dije que los lectores, o cierto tipo de lectores, usamos la literatura; que la usamos como se usa una herramienta, y que la pregunta más bien debería ser: ¿para qué la usamos? Una respuesta posible es que la usamos como fuente de información o de conocimiento, para saber cosas que no podrían saberse de otra forma o para obtener lo que Javier Marías llama reconocimiento: la literatura como forma de “saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía”. He olvidado dónde encontré por primera vez estos versos de William Carlos Williams, pero sé que no soy el primero en traerlos a colación para defender la misma idea. La traducción es mía:

“Mi corazón se levanta

pensando en traerte noticias

de algo

que te concierne

y concierne a muchos hombres. Mira

lo que pasa por lo nuevo.

No lo encontrarás allí

sino en

poemas despreciados.

Es difícil

obtener noticias de los poemas

pero cada día los hombres mueren infelices

por falta

de lo que allí se encuentra”.

Los poemas como portadores de noticias: lo mismo puede decirse de las novelas, y acaso con algo de filología. Salvo algunas excepciones, como el español y el inglés, la mayor parte de Europa se refiere a las obras largas de ficción en prosa con una palabra derivada de romanice, que en latín medieval (esto me informan mis diccionarios) describe la lengua natural o común por oposición a la lengua escrita de los eruditos y las élites. Esta pequeña intuición etimológica me complace, debo confesarlo, porque refleja el impulso democrático que para mí es inseparable de la novela moderna: este género nacido con Rabelais o con el Lazarillo o con el Quijote, pero en todo caso con la idea de contar las vidas de gentes que nunca habían sido importantes. Pero nuestra hermosa palabra novela, que en italiano o en francés antiguo traía a cuestas el significado de “noticias”, me parece profundamente satisfactoria. Con su sugerencia de mensajeros que nos llegan desde países ignotos, con esa fascinación implícita por la realidad cotidiana —la que uno vería en los periódicos—, la novela promete hablarnos de lo que nos “concierne y concierne a muchos hombres”: en otras palabras, promete traernos noticias.

Ahora bien: la naturaleza de estas noticias siempre ha sido difícil de definir. Desde luego, no se trata de la información que buscamos en el periodismo o en la historia, por muy preciada que sea; no se trata de una información cuantificable ni que pueda confirmarse empíricamente, y muchos de los malentendidos acerca de las novelas surgen cuando se espera de ellas esa información. Por supuesto, cualquier lector atento cerrará El jugador de Dostoievski sabiendo más que antes sobre casinos, y probablemente aprenderá con La defensa de Nabokov muchas cosas que no sabía sobre el ajedrez. Pero si eso es todo lo que el lector obtiene —o todo lo que buscaba—, decir que ha perdido el tiempo es quizás un eufemismo cariñoso.

La novela que llamamos histórica ha sido a menudo víctima de este tipo de malentendidos. De nuevo: todos los lectores de La guerra del fin del mundo recogerán datos interesantes sobre la revolución de Canudos en el Brasil decimonónico, y no puedo sino alegrarme de que lo hagan, del mismo modo que todos los lectores de Wolf Hall aprenderán mucho sobre la corte de Enrique VIII. Pero tanto Vargas Llosa como Hilary Mantel, sospecho yo, quieren mucho más que ser tan precisos como la historia: quieren, sobre todo, contarnos algo que la historia no nos cuenta. La mejor historia es insustituible como fuente de cierto tipo de informaciones. ¿Qué sentido tendría utilizar la ficción para dar a los lectores más de lo mismo? La única razón de ser de la novela, dice Hermann Broch, es decir lo que sólo la novela puede decir. Las noticias que nos dan las novelas de A. S. Byatt o de Sebald o de Javier Marías —sobre el pasado, sobre el presente, aun sobre el futuro: pensemos en Tu rostro mañana— no se encuentran en ningún otro lugar del mundo.

Carlos Fuentes se preguntaba qué es la imaginación sino la transformación de la experiencia en conocimiento. Y así es: la ficción es conocimiento y siempre lo ha sido; y, aunque es cierto que se trata de un conocimiento ambiguo, impreciso e irónico, los lectores de novelas sabemos que nuestra comprensión del mundo sería incompleta sin él, o fragmentaria, o incluso gravemente defectuosa. Esto es lo que ofrece la ficción: para esto la usamos. Puede que me equivoque, pero me parece que esta idea cobró un nuevo significado para muchos en los meses de la pandemia (que ahora tratamos como si se hubiera ido, como si ya no estuviera). Para mí, desde luego, así ocurrió.

Me contagié del virus a finales de febrero de 2020, tan pronto que las pruebas de mi país no pudieron diagnosticarlo correctamente; durante unos meses, tras superar una neumonía y recuperarme sin consecuencias graves, estuve convencido de haber tenido un virus diferente, aunque cada nuevo síntoma confirmado por los medios de comunicación resultó estar presente en mi caso. La incertidumbre que sentí entonces cedió el paso con el tiempo a nuestra incertidumbre general, a la dificultad colectiva para saber cómo debía tratarse todo aquello. Hoy me parece, cuando miro por mis ventanas digitales (a través de las cuales prácticamente ningún lugar del mundo escapa a nuestra mirada), que la pandemia ha anulado o mermado nuestra capacidad de imaginar a los demás —su ansiedad, su dolor, su miedo— y ha agotado nuestras estrategias para afrontar nuestro propio miedo, nuestro propio dolor, nuestra propia ansiedad.

En esos meses difíciles, me consta que cientos o quizá miles de lectores echaron mano de La peste de Albert Camus, o del Diario del año de la peste, el libro tramposo y maravilloso de Daniel Defoe. Hay algo fascinante en este comportamiento, que contiene un impulso casi religioso (los creyentes buscando respuestas en un libro) y al mismo tiempo profundamente práctico y materialista: las novelas como intérpretes de nuestras enfermedades, si se me permite tomar prestado el hermoso título de Jhumpa Lahiri; o, por decirlo de otro modo, la ficción como vademécum. Estas palabras, sabrán los lectores, significan “ven conmigo”. Eso es lo que pido a mis ficciones predilectas: que vengan conmigo, que me acompañen, que me ayuden a interpretar lo que nos pasa y, al hacerlo, que me traigan noticias del mundo.

El fútbol y Shakespeare

Me gusta el fútbol. Lo he mamado casi desde la cuna. He jugado a este deporte desde que tengo uso de razón y ha sido uno de mis entretenimientos favoritos hasta que el físico me lo ha permitido. Ahora disfruto de él solo como espectador, sobre todo, de eurocopas y mundiales. A la liga le he ido perdiendo afición con el paso del tiempo. En estos días de fútbol televisado, me pongo ante la pantalla y me trago los partidos que hagan falta. Eso sí, después de verlos, olvido casi al instante el resultado y me queda una sensación desagradable, como de vacío, de haber perdido el tiempo soberanamente. En ocasiones, se hace necesario atravesar la vida sin ninguna ambición, sin ningún objetivo, de verla pasar como una vaca ante la vía del tren. Sentarte en el sofá y dejarte llevar por la abulia que te proporcionan veintidós muchachos pateando un balón. Cuando leo, cuando escribo, cuando converso con amigos, cuando veo una buena obra de teatro o una buena película, la sensación es la opuesta. No sé por qué. Es posible que la desazón provocada por el fútbol sea el producto de un prejuicio. Lo que se escribe, se lee, se habla o se ve con emoción es tan efímero como un partido de fútbol, tan ridículo como esos bigardos disputando quién coloca más balones detrás de una raya. No hay más grandeza en el Macbeth de Shakespeare que en un Francia-Italia, ¿o sí?