Más de dos semanas en el hospital. Lo peor es la falta de esperanza, la sensación de que uno está aquí cuidando a la moribunda, temiendo que se acabe en cualquier momento. Ella ya no es ella. Nada tiene que ver este cuerpo famélico, derrengado, de hueso y piel de cartón, con aquella mujer de firme carácter y cuidado aspecto. Ella ya no es ella, es otra. Un pobre saco de huesos, que apenas come, solo líquidos y algún yogur; que apenas hace ruido, salvo los gemidos que anuncian que el efecto de la morfina ha bajado. Intento sentarla al borde de la cama, permanece ahí un momento, el justo para darle unos sorbos a una taza de leche y vuelve a su refugio, la cama. Se tumba en ella esperando que nadie la moleste, que nadie estorbe sus últimas horas en este mundo. Más de dos semanas y lo peor es saber que el ser humano es capaz de resistir hasta la extenuación, que pueden ser meses los que pasemos aquí, contemplando la degradación de su físico y de su mente. Porque la carga de morfina empieza a trabarle la lengua y empieza a desvariar, a no situar el momento del día, a desorientarse con facilidad. A veces pienso que sería mejor que perdiera del todo la consciencia, de qué le vale conocer la realidad del momento si no es para martirizarse aún más. ¿Para qué vivir así? Todo es triste, patético, humillante: ponerle la cuña para que orine; hacerle un enema para que no reviente; quitarle el pañal; lavarle el cuerpo con una esponja jabonosa; abrazarla con cuidado para subir su cuerpo frágil a lo más alto de la cama, porque se desliza intentando desaparecer entre las sábanas. El cáncer la está devorando. Las enfermeras la tratan con mucho mimo, como si fuera una niña desvalida, conocen su diagnóstico y se les nota la lástima y la misericordia en sus gestos. Saben que lo único que se puede hacer por ella es aliviarle el dolor, solo eso. En la habitación suena el pitido lánguido de los aparatos médicos, la respiración, el gemido de ella y un silencio sepulcral que solo rompen las enfermeras y auxiliares cuando entran con la prisa de muchos pacientes por atender. Ella no es ella, es una caricatura lastimosa de una mujer con la que he vivido más de 35 años.
Secciones
domingo, 31 de julio de 2022
Páncreas 4
sábado, 30 de julio de 2022
Páncreas 3
La angustia de las noches de dolor. Postrada en la cama, recibe el chute de morfina. Hace efecto de forma instantánea y la sume en un sueño profundo, silencioso. Yo, a su lado, desde el sofá, intento dormir, pero, a veces, me supera la angustia de saber que en poco más de tres horas volverá a gemir. El efecto de la morfina se diluirá y el cáncer morderá de nuevo con impiedad las entrañas de Eva. La vida se reduce entonces a periodos de cuatro horas en los que prima la ansiedad de saber que el calmante no es continuo. Los pocos momentos en que ella renace sin dolor los ocupa en dormir (el sufrimiento es agotador). Solo podemos hablar, intercambiar pareceres durante unos breves instantes a lo largo del día. Como si ella solo estuviera presente durante un momento en la habitación. El resto del tiempo lo paso con un ser indefenso, aterido por el padecimiento, con un gemido tenue, apagado, casi un arrullo de paloma, que suena tan terrible como el chirrido de un sarcófago. Apenas come, el dolor no le deja alimentarse. Se le palpan las costillas y la musculatura ha desaparecido en casi todos sus miembros. Cuando la lavan y le cambian la ropa de cama, es tan liviana que apenas ofrece resistencia a las auxiliares. Su fragilidad es tan estremecedora que da miedo abrazarla por si se quiebra. Es una pieza de vidrio que ya no está aquí, que ya no es nuestra.
viernes, 29 de julio de 2022
Palacio de las Dueñas
Páncreas 2
El dolor es un carroñero voraz que no suelta a la presa una vez que ha olido la sangre enferma. Se ceba con ella, la retuerce, la hace gemir, sin ninguna piedad. El dolor se agarra a su vientre y a su espalda, a todo lo dañado, a sus debilidades. Ella no quiere despertar porque sabe que, en cuanto lo haga, se lanzará a por ella sin compasión, para hacerla gemir, para hacerla retorcerse en la cama. Ni siquiera la morfina es ya suficiente. Va comiéndole horas a su efecto hasta dejarla sin apenas respiro. Ella gime, leve, como un bebé moribundo, sin fuerzas, sin aliento, sin ganas de ver la luz. Hay que cerrar las cortinas, apagarlo todo e impedir el paso a la habitación, porque ella cree que así ahuyentará al dolor, lo ocultará en la oscuridad del sueño. A veces funciona, durante muy poco tiempo. El carroñero se burla con crueldad, se detiene un instante y vuelve con más fuerza para retorcerla en la cama, para recrearse en su sufrimiento. Ella solo vive ya para huir de él, del carroñero que tiene dentro, del animal que la devora poco a poco, con delectación y crueldad mayúsculas. Apenas le permite comer, porque, durante los pocos momentos en que la libera, ella prefiere esconderse tras el sueño, asustada, agotada, exhausta. Nadie lo ha vencido nunca en estas circunstancias: cuando la corrupción de los órganos se ha generalizado, cuando todo está devastado por la enfermedad, surge el animal más despiadado, más horrible, más sanguinario: el dolor, el asfixiante y apabullante dolor, acompañante inmisericorde del cáncer de páncreas.
jueves, 28 de julio de 2022
No ser
Ser plaza, ser piedra, árbol, sombra, paloma, azulejo árabe, ser recuerdo solamente. Ser parte insensible de la ciudad, ser arbusto, sillería, naranjo, pináculo, no sentir la congoja en cada rincón del barrio de Santa Cruz ni la llaga de la ausencia. Ser "aire inmortal, piedra inerte", ser ceniza como ella. Servir solo para el asueto y el solaz del turista. No escuchar a los guías, no pensar en que ella ya no está. No ser, no sentir, sombra fresca contra la canícula, sombra fresca contra la angustia.
Barrio de Santa Cruz
Una brisa dulce, una sombra acogedora. Los turistas en bandadas, llegan, vomitan y se van. Se van y retorna el silencio, el zureo de las palomas, el brazo amoroso que mece la plaza Elvira en el barrio de Santa Cruz. Vuelven, hacen dos, tres, cuatro fotos con el móvil, oyen la explicación sobre la casa de don Juan Tenorio y siguen al cabestro. Yo también lo he hecho, tampoco está tan mal, pero es más intensa la sensación que producen la pausa, el sosiego, el silencio, el banco de cerámica andalusí, el embelesamiento. Absorber la suavidad de Al-Ándalus, la galbana de la canícula, con el alma, sin piernas.
Páncreas 1
Abro los ojos, me despierto y mi única obsesión es que ella siga durmiendo todavía, con la esperanza de que el dolor no la desgarre. El sueño como refugio del padecimiento. Los parches de morfina sirven para evitar la realidad, para vadearla. Dormir junto a alguien que sufre, junto a alguien que está siendo devorada por un cáncer implacable, es como sentir la enfermedad a tu lado, latente, siempre dispuesta a morderle las entrañas; como yacer junto a un perro rabioso sin saber cuándo va a clavar la dentellada hiriente o mortal.
Le duele la espalda, el vientre, los riñones, le duele todo. Los ojos se le vidrian y no parece ella cuando habla. Un hilo de voz más agudo que el habitual, como de niña, sale de su boca, pide agua fresca, otra pastilla, "no, comida, no", un bálsamo que le apague el fuego que la abrasa. Quienes pelean contra un dolor así se ven obligados a olvidarse del mundo, se abstraen de la realidad que les rodea, no quieren leer, ni ver la tele, ni oír a nadie, solo se nutren de silencio y oscuridad. Molestan las persianas subidas, las voces de los visitantes, la vida. Es como si ya estuvieran enganchados en el otro lado, como si la realidad les fuera ajena. "Dejadme en paz, ¡mecagüendiós!", fue una de las últimas expresiones de mi padre antes de morir. La moribunda se encuentra ya en un estadio como de ensueño, más allá de lo utilitario, de lo sensual. Si te fijas bien, sus ojos, aunque abiertos, no observan la ropa de la cama, ni el armario, ni al familiar que acaba de entrar en la alcoba, no. Una mirada extraña, profunda, vidriosa, nos avisa de que esos ojos escrutan, hacia adentro, la nueva condición de su estado. Los moribundos no están con nosotros, se ausentan ante el abismo: "¡Qué solos se quedan los muertos!", decía Bécquer. Aún más solos quedan los moribundos.
lunes, 25 de julio de 2022
Despedida
Eva ha sido mi compañera durante más de treinta y cinco años, mi amiga, mi confidente, mi amante, mi colega de viajes, mi páncreas. Sí, mi páncreas, porque ella era la que con sus ácidos hacía digeribles mis actuaciones. Yo era alto porque ella me veía alto (y no sé a quién estoy citando). Era alto, muy alto y, ahora, soy bajo, muy bajo y tremendamente limitado. Tenía un carácter arrollador, una belleza atronadora, una rectitud apabullante, no como yo, blando y desordenado. Yo era el residuo de su páncreas, el flujo de su deseo, el resultado de su lubricante. Me estaba preparando para la prueba final, para su páncreas, porque era ese hijo de puta y no otro el que ha provocado su desgracia. Setenta y cuatro días malditos, setenta y cuatro días de desgracia, setenta y cuatro días en los que ella ha sufrido más de lo que debe sufrir un ser humano. Yo intenté sostenerla porque tenía su fuerza, sus registros. Su páncreas se agrietó, consintió que un monstruo letal lo asolara y acabara con ella. Su páncreas la traicionó cuando ella era mi páncreas, yo era alto porque ella me veía alto (y no sé a quién cito). Un páncreas que me protegió, que me irradió sus ácidos desde hace más de treinta y cinco años. Un páncreas mío, tan solidario como traicionero ha sido el suyo. Reviente la naturaleza y reviente el mundo. Nadie, ni el malvado más retorcido, podría haber inventado un final tan infeliz para ella. Reviente la naturaleza y reviente el mundo. Ahora soy muy bajito, mucho, muy bajito, porque ella no está, porque ella me pensaba alto y yo, al sentir su pensamiento, me veía alto (y no sé a quién cito). Muy bajito, tanto, que puedo susurrar en su tumba lo mucho que la necesito.
viernes, 22 de julio de 2022
Los rencores de Cervantes
jueves, 21 de julio de 2022
"Noticias que nos traen las novelas" por Juan Gabriel Vásquez
El fútbol y Shakespeare
miércoles, 20 de julio de 2022
"Todas las vidas de Pessoa" por Antonio Muñoz Molina
martes, 19 de julio de 2022
Enseñar para un mundo que no existe
El director del informe Pisa dice que el sistema educativo español prepara para un mundo que no existe. Y yo me pregunto, ¿alguna vez, algún sistema educativo ha preparado para un mundo que exista? Es más, ¿existe el mundo?, ¿cuál es ese mundo del que habla el director del informe Pisa?, ¿el suyo, el de los administradores y rectores de la alta sociedad intelectual?; ¿el mío, el de un humilde profesor de secundaria que vive y deseduca en una zona rural?; ¿el de las redes sociales y los medios de comunicación (hay algún mundo más irreal que ese)?; ¿el de la Cañada Real?; ¿el de Orcasitas?; ¿el del barrio de Salamanca?; ¿el de un pueblo de Cuenca?...
Sí, somos modernos, capitalistas, estamos globalizados, interconectados, abrumados incluso por la tecnología, pero ¿de veras la esencia del ser humano cambia tanto como para que en la educación haya que revertir a cada momento los principios fundamentales que nos convierten en seres sociales? No soy muy diferente a los personajes que veo deambular en los cuentos de Chéjov, por ejemplo, ni poseo pulsiones distintas a ellos, tampoco mis alumnos. ¿No será que lo que quiere y han querido siempre los que administran los sistemas educativos no es prepararnos para la vida, sino prepararnos para el mercado, convertirnos en meros consumidores y peones adocenados del sistema? Lo tengo decidido, vamos no me queda otra, al curso que viene seguiré educando a mis alumnos para un mundo que no existe, pero que desearía que existiera.
lunes, 18 de julio de 2022
Estampas bucólicas
domingo, 17 de julio de 2022
"La nada es todo". Antonio y Cleopatra en Almagro
Palabras, palabras y más palabras. Tres horas de palabras. El bardo es un torbellino de palabras, sus diálogos, sus monólogos son tan intensos, tan abrumadores que nada, ni siquiera los murciélagos pueden entretener al espectador de su inmersión en la naturaleza de la ficción. Antonio y Cleopatra son dos amantes legendarios, maduros, casi patéticos. Shakespeare convierte a los héroes en personajes de hondura mortal. Antonio ha olvidado sus obligaciones bélicas, arrullado por el abrazo de una reina histérica, caprichosa, acuciada por el paso del tiempo. No, a los héroes no los puede dañar de esa manera la edad. Shakespeare, a través de palabras y más palabras, convierte al mito en polvo, en nada. Porque "la nada es todo", así sentencia Cleopatra, así sentencia Antonio. Se ríen de sí mismos, de su amor, de su madurez. Embrollados en el río de los hechos históricos, el general romano se ve acuciado por Octavio, por Lépido, por Pompeyo y, sin embargo, es Cleopatra la que vence. La egipcia es el refugio del héroe acabado, del héroe patético que se nos muestra, en su final, cobarde, incapaz, con la misma grandeza del Ulises que rechaza la mortalidad. Lluis Homar es Antonio. Crece y crece a lo largo de la obra hasta el punto de que se echan de menos sus palabras y su presencia cuando se entrega a la muerte. Cleopatra es una Ana Belén madura, tan frágil como enorme en su papel de emperatriz enamorada. Ella, que ha conquistado a Julio César, a los hombres más poderosos de su época, se ve abocada a la nada, porque "la nada es todo". No, ella tampoco es Calipso, a pesar de su belleza, de sus riquezas, de su poder. Ella no es Calipso, pero muere con más agallas que Antonio. En un escenario marmóreo, de lujo palaciego, impresionante por su sencillez y por realzar la grandeza de la historia en palabras, palabras y más palabras.
La versión de Molina Foix es densa, intensa, lírica, épica. Hay que estar atento, muy atento para que la espesura de Shakespeare te envuelva, te angustie, te manipule. Hay un momento en la vida del espectador en el que la entrega es absoluta, en el que la silla, el cielo, Almagro, no existen; solo Alejandría, Egipto, Roma, la pasión entumecida de Antonio y Cleopatra. No dejes que la crueldad de Shakespeare se apodere de ti, "la nada es todo" y el áspid de Cleopatra te inyectará su veneno como a ella, para creer que la realidad es mucho menos vigorosa que la ficción.
Gracias a José Carlos Plaza, a la Compañía Nacional de Teatro Clásico, a sus actores, a sus escenógrafos, a sus técnicos, por transformar la apacible realidad de una noche manchega del XXI en un episodio legendario del Imperio romano, solo con palabras, palabras. Nunca des por muerto a Shakespeare.