miércoles, 30 de diciembre de 2020

Hoy es un día de mierda (29 de diciembre de 2020)

Hoy, 29 de diciembre de 2020, es un día de mierda, como todos los 29 de diciembre desde hace 9 años. Ese mismo día, en 2011, no había pandemia, todos lucíamos el rostro sin miedo a la peste, la megafonía de la iglesia seguía vomitando insoportables villancicos, el sol calentaba livianamente la muerte de mi padre y yo rozaba su piel fría con las yemas de los dedos. Es 29 de diciembre, otra vez. La resaca del güisqui mal digerido espesa la mañana y la convierte en un bulto de angustias. Ni siquiera el vómito se atreve a salir para depurar el estómago, colapsado por el alcohol y la carne de cabra. Es 29 de diciembre, otra vez, en una habitación de hotel de un pueblo todavía más inhóspito que el mío. El viento varea las adelfas de un barranco próximo y extiende su veneno de rutina por las calles engalanadas de luces y compras. Como aquel día de 2011, aquel día en el que el sol no se atrevía a calentar el zaguán en la casa de mi padre, mientras esperábamos, desconcertados, a los empleados de la funeraria. Hay un plomo agrio en el recuerdo de esos días, un regusto que se queda en el paladar durante años y años. La ropa interior blanca de mi padre, la piel áspera de mi padre, el rostro acartonado de mi padre, el pasillo de llantos y el olor a morfina atrapada en el gotero. El tiempo va gangrenando la memoria y extiende los agujeros de la carcoma. Nadie es ajeno a esta falacia de la vida, nadie puede evitar las ausencias, los amplios espacios de la nada en los que se instalan los muertos. Hoy, 29 de diciembre, es un día de mierda. El espejo me devuelve la palidez de la resaca. La angustia me acompaña en el amanecer y no me suelta hasta bien entrado el mediodía. Los gusanos de la madera roen sin cesar la carne de la memoria. 

miércoles, 23 de diciembre de 2020

"Gustavo Adolfo Bécquer: la aristocracia del espíritu" por Rafael Narbona



Siempre he imaginado la poesía de Bécquer como la nota de un arpa circulando por las ruinas de una vieja abadía. El arpa simboliza el anhelo de descifrar la realidad mediante la belleza y la analogía, lejos de la retórica del clasicismo y la grandilocuencia romántica. En su concepción del verso, Bécquer está más cerca del simbolismo que del romanticismo, pero su visión de la historia y la moral se corresponde con la de un tradicionalista, lleno de nostalgia por el pasado y enemistado con las ideas ilustradas y los valores de la Revolución francesa. Influido por El genio del cristianismo de François-René de Chateaubriand, Bécquer concibió su obra como una exaltación de la fe y de los sentimientos frente al escepticismo religioso y la fría racionalidad de los philosophes. Si el arpa aboga por la analogía como la única llave posible para comprender los misterios del universo, las ruinas de la abadía recuerdan que la belleza es impotente sin el concurso de la fe. ¿Fue Bécquer un reaccionario? Desde la perspectiva del ideal de progreso de los ilustrados, solo cabe responder afirmativamente, pues nunca ocultó su apego por el Antiguo Régimen y su fervorosa identificación con el catolicismo. De hecho, lanzó anatemas contra el progreso científico y la filosofía moderna, repudiando el libre examen y la autonomía moral. En cambio, si nos limitamos a la perspectiva estética, Bécquer es un innovador, pues su ruptura con el neoclasicismo no se estancó en la exaltación del Romanticismo, sino que prefiguró el simbolismo, afirmando que la creación lírica no debe gestarse en mitad de grandes emociones, sino desde la serenidad del recuerdo, que permite vislumbrar el sistema de correspondencias que regula el Cosmos. Bécquer es plenamente moderno, pues su interpretación de lo real no es ingenua. El poeta no se limita a generar belleza. Su misión es hallar las claves que esconden las apariencias, buscando el sentido último de las cosas. Bécquer piensa que todo es Espíritu y suscribe la famosa frase de Novalis: “Estamos más estrechamente ligados a lo invisible que a lo visible”. La poesía no es un simple género literario, sino “la representación del alma”, por utilizar una expresión del autor de los Himnos a la noche. No es posible comprender las Rimas y las Leyendas de Bécquer sin reparar en que su obra es una síntesis de neoplatonismo, cristianismo y romanticismo, una combinación que anticipa las claves estéticas del simbolismo y la concepción de la poesía como autobiografía espiritual. 

Un poeta innovador

Carlos Bousoño afirma que desde Bécquer se escribe de otro modo. Su técnica literaria se basa en el paralelismo formal y el paralelismo conceptual. No emplea esos recursos de forma evidente, sino con la habilidad de un escenógrafo que oculta con habilidad la tramoya. Bécquer ha pasado a la posteridad como un clásico, pero lo cierto es que para sus contemporáneos solo fue un periodista que publicó un puñado de poemas. Salvo sus amigos, nadie le consideró un genio lírico, ni calibró el potencial renovador que contenía su poética, cuidadosamente elaborada desde la reflexión y el análisis. En el prólogo que escribió para La Soledad, un libro de poemas, su amigo Augusto Ferrán, Bécquer explicó su concepción de la poesía: “Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y del arte, que se engaña con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura. Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificios, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía… La una es fruto divino de la unión del arte y la fantasía. La otra es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento y de la pasión”. Evidentemente, Bécquer cultiva esa poesía “natural, breve, seca”, “desnuda de artificios” y con “una forma libre” que prescinde de la pompa sonora y la majestuosidad. Eso explica que Rubén Darío, los Machado, Juan Ramón Jiménez y la generación del 27 (especialmente, Luis Cernuda) reivindicaran una poesía que ha sido acusada injustamente de cursi y banal. Bécquer no es solo el poeta de las golondrinas, las campanillas azules y los conventos sombríos. También es el poeta que medita sobre la relación entre la imagen y el concepto, la intuición y la razón, la emoción y la creación. Escribe Juan Ramón Jiménez: “Las Rimas de Bécquer, como las de otros poetas muy personales y subjetivos, no son cursis en sí mismas. Las hacen cursis sus imitadores, sus falsos comprendedores”. Bécquer ayudó a Juan Ramón Jiménez a reinventarse, abandonando la sensualidad modernista. Gracias a su poesía limpia y desnuda, recobró “la seguridad instintiva de llegar algún día a mí mismo, y a lo nuevo que yo entreveía y necesitaba, por mi propio ser interior”. Para Bécquer, la palabra poética no es algo que se adquiere espontáneamente, sino el fruto del recuerdo tamizado por la reflexión. Su meta es prescindir del artificio para llegar a lo esencial. O, lo que es lo mismo, permitir al yo hablar, libre de lastres y distorsiones. Eso no significa que la poesía sea fruto de una teoría. La expresión lírica siempre es la estación final de un largo camino. Bécquer es un poeta místico y, como tal, sabe que las iluminaciones no aparecen hasta que se han cumplido todas las etapas de la ascesis. La mística no es un atajo, sino la culminación de un proceso.

Jorge Guillén afirma que la imaginación creadora de Bécquer no cesa de especular sobre lo fugaz y soñado, intentando averiguar cuáles son los límites del conocimiento. Su poesía no es emotiva, sino metafísica. Nace de una interpretación de la realidad heredada del neoplatonismo. Lo real solo es la máscara de lo espiritual, pero no lo apreciamos, pues no sabemos mirar, especialmente desde que la razón se erigió en criterio supremo de intelección. Lo cierto es –como apunta Novalis- que “el mundo espiritual está ya abierto para nosotros, ya es visible. Si cobrásemos de repente la elasticidad necesaria veríamos que estamos en medio de ese mundo”. La poesía de Bécquer gira alrededor de los sueños y lo evanescente. Su tradicionalismo es una forma de distanciarse de la realidad inmediata, siempre imperfecta, para refugiarse en el mito de una Edad Media cristiana, refinada y luminosa. Bécquer observa con horror las convulsiones revolucionarias de la época que le tocó vivir, donde una burguesía ascendente intentaba desplazar a Dios por un nuevo ídolo: el progreso. Frente a ese fenómeno, el poeta sevillano aboga por el regreso a la tradición y el ideal. Al igual que Novalis, identifica a Europa con la Cristiandad y, como los trovadores de la Baja Edad Media, exalta a la mujer. Dios es luz y lo femenino belleza. Bécquer nunca se desviará de ese credo poético y filosófico. 

Una vida desdichada

¿Cómo era Gustavo Adolfo Bécquer? Según el novelista y dramaturgo Julio Nombela, uno de sus mejores amigos, tenía un carácter melancólico y estoico: “Siempre fue serio. No rechazaba la broma, pero la esquivaba. Nunca le vi reír; sonreír, siempre, hasta cuando sufría. Tampoco le vi llorar; lloraba hacia dentro. Era paciente, sufrido, resignado, amante, bondadoso. Sabía compadecer, perdonar, admirar lo bueno y ocultar asimismo lo mísero y malo”. Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida nació en Sevilla el 17 de febrero de 1836. Su padre fue el pintor José Domínguez Insausti, que utilizaba un viejo apellido familiar para firmar sus cuadros como José Domínguez Bécquer. Gustavo Adolfo y su hermano Valeriano, que se dedicará a la pintura, también se apropiaron del apellido de origen flamenco. Los Becker o Bécquer eran una noble familia de comerciantes que se instaló en Sevilla en el siglo XVI y que prosperó hasta el extremo de poseer capilla y sepultura en la catedral. José Domínguez Bécquer se especializó en pintar escenas costumbristas de la vida andaluza. Su carrera fue corta, pues murió cuando Gustavo Adolfo solo tenía cuatro años. A los diez años, el futuro poeta ingresa en el Real Colegio de Humanidades de San Telmo, donde conoce a Narciso Campillo, que le enseña a nadar en el Guadalquivir y a manejar la espada. No tardan en compartir aficiones literarias, componiendo un drama disparatado, una novela satírica y miles de versos que acaban quemando, conscientes de su mediocridad. En el Real Colegio de San Telmo, Gustavo Adolfo fue alumno de Francisco Rodríguez Zapata, discípulo de Alberto Lista, que le puso en contacto con la poesía lírica del Siglo de Oro, Horacio y los poetas románticos. En 1847, los hermanos Bécquer pierden a su madre, Joaquina Bastida Vargas y una tía materna los adopta. Algo después, Gustavo Adolfo se marcha a vivir con su madrina, Manuela Monnheay Moreno, una mujer joven de origen francés con un próspero comercio y una selecta biblioteca. Allí lee a Chateubriand, madame de Staël, George Sand, Balzac, Musset, Victor Hugo, Lamartine y Espronceda. Sin una vocación definida, Bécquer estudia dibujo y pintura en el estudio de su tío paterno, que le auguró que jamás sería un buen pintor y no pasaría de mediocre literato. Apasionado por la ópera italiana, Bécquer aprende de memoria arias de Donizetti y Bellini. Publica algunos artículos en periódicos locales y en 1852 aparece su primera poesía amorosa en el periódico local La Aurora. En 1854 se establece en Madrid, llevando una vida bohemia. Escribe con pseudónimo comedias y libretos de zarzuela, y traduce del francés. Ocasionalmente, dibuja. Lee a Byron, que le deslumbra, y a Heine, al que lee en las traducciones de su amigo Eulogio Florentino Sanz. Concibe la idea de escribir una Historia de los templos de España y viaja a Toledo, que se convertirá para él en una especie de Atenas cristiana, un lugar al que peregrinar una y otra vez. En 1857 se manifiestan los primeros síntomas de la tuberculosis que acabará con su vida. Consigue un modesto empleo en la Dirección de Bienes Nacionales, pero es despedido cuando su jefe lo descubre escribiendo poemas. Vive en un pequeño cuarto situado en la planta baja de una mísera pensión. Apenas tiene dinero para comer y su estado de ánimo bordea la depresión. Su hermano Valeriano y su patrona le prestan ayuda emocional y material. Empieza a escribir el primer volumen de su proyectada Historia de los templos de España. Su idea es estudiar el arte español, fundiendo religión, arquitectura e historia: “La tradición religiosa es el eje de diamante sobre el que gira nuestro pasado. Estudiar el templo, manifestación visible de la primera, para hacer en un solo libro la síntesis del segundo: he aquí nuestro propósito”. Solo llegará a escribir el primer tomo de su proyecto, que se publicará con ilustraciones de Valeriano. En 1858 conoce a Julia Espín, cantante de ópera. Se enamora de ella y escribe para ella las primeras Rimas, pero no es correspondido. En esas fechas, descubre a Chopin, al que admirará con fervor el resto de su breve vida. Entre 1859 y 1860, ama a una misteriosa dama de Valladolid a la que se identificó durante mucho tiempo con Elisa Guillén, pero hoy se duda de su existencia. Escribe en el diario conservador La Época y en 1860 publica sus Cartas literarias a una mujer, explicando la poética que inspira sus Rimas. Se casa con Casta Esteban y Navarro, con la que tiene tres hijos. Es un matrimonio desdichado, pues ella le engaña con otro. Nunca llegará a saber si su tercer hijo es fruto de esa relación adúltera. Entre 1860 y 1865, escribe en El Contemporáneo, cobrando un pequeño sueldo por sus crónicas de sociedad y sus artículos sobre política y literatura. Un agravamiento de su tuberculosis le obliga a pasar una temporada con su hermano Valeriano en el Monasterio cisterciense de Veruela, levantado en las faldas del Moncayo, Zaragoza. Allí escribe sus Cartas desde mi celda y algunas de sus Leyendas, que ambientará en ese escenario con un gran encanto para la sensibilidad romántica. Tras mejorar, se marcha a Sevilla, donde su hermano pinta su famoso retrato, que hoy puede contemplarse en el Museo de Bellas Artes y que revela una notable influencia de Velázquez, pues concentra toda la expresividad en el rostro, fuertemente iluminado, y deja el fondo en penumbra, logrando una aguda penetración psicológica. El político conservador Luis González Bravo, amigo y mecenas de los Bécquer, le consigue un puesto de censor con un sueldo de veinticuatro mil reales, lo cual le permite volver a Madrid. El año 1868 es particularmente dramático. Descubre la infidelidad de su mujer y desaparece el manuscrito de las Rimas, que había confiado a González Bravo y que probablemente ardió con la casa del político, incendiada por una turba enloquecida. Pasa una temporada en Toledo como director de La Ilustración de Madrid. El 23 de septiembre de 1870 muere su hermano Valeriano, lo cual le sume en un profundo abatimiento. Un catarro invernal agrava su tuberculosis y fallece el 22 de diciembre, tres meses después que su querido hermano. Durante su agonía, pide a su amigo el poeta Augusto Ferrán que queme su correspondencia e intente publicar sus versos: “Tengo el presentimiento de que muerto seré más y mejor conocido que vivo”. Sus últimas palabras fueron: “Todo mortal”. Sus amigos organizan una suscripción pública para recaudar dinero y poder publicar su obra. El pintor Casado del Alisal juega un papel fundamental en esta iniciativa, sin la cual no habría visto la luz el trabajo literario del poeta. En 1871 aparece en dos volúmenes la primera edición de las Obras Completas de Bécquer. 

Todos los testimonios sobre la personalidad de Bécquer reiteran su propensión a la seriedad y la melancolía. El escritor Eusebio Blasco señalaba que el cuarto bajo en el que vivía al poco de llegar a Madrid “parecía una cárcel… Su conversación como su persona, era triste. Todo lo veía bajo un prisma distinto de los demás mortales. En cuanto tenía un puñado de duros, se iba a Toledo o al monasterio de Veruela… no vivía a gusto sino en lugares aislados y melancólicos: había algo de trapense en aquel hombre”. Bécquer se declaraba “conservador, sin duda porque el lujo, la fastuosidad de que hacen alarde estos partidos, se acomodaba mejor con su temperamento de artista”. Julia Bécquer, hija de Valeriano, cuenta en sus Memorias que los hijos de su tío Gustavo Adolfo fueron tan desdichados como su padre: “El pequeño, Jorge, enfermizo, va a la guerra de Cuba; allí acaba de enfermar y muere desamparado. El mayor, que se llamó Gustavo como él, poseía cualidades excepcionales para el dibujo y la pintura, y aguardando ser pensionado para Roma muere en la miseria”. Tanto sufrimiento parece el terrible pago de buscar la “perfección imposible” (Vicente Aleixandre) en el arte. Lo cierto es que –como apunta Pérez Galdós- gracias a Bécquer “la espontaneidad vuelve a ser la fuente principal y más pura de la poesía, y el arte subjetivo sustituye al arte conceptuoso y retórico, sin que tal novedad pueda considerarse entre nosotros como imitadores de los alemanes”. Galdós nos dejó unas palabras sobre Bécquer que condensan su peripecia vital y su aciago destino, pues la gloria llegó de forma póstuma: “Muerto en edad prematura, lo mismo que su hermano el célebre dibujante, ha tenido el triste privilegio, propio de los hombres notables de nuestra edad, de recibir en el sepulcro las alabanzas y la recompensa que en vano pidió cuando paseaba por las calles de Madrid, sin que nadie cayera en la cuenta de que el talento es una aristocracia. No le faltaría al pobre escritor el presentimiento de esa ovación póstuma, y demasiado conocería, que una vez se quitara de en medio, los de aquí le perdonarían su superioridad”. 

Una obra inefable

La fama de Bécquer se fundamenta en las Rimas, que aparecieron póstumamente e inicialmente se titularon Libro de los gorriones. Dado que Bécquer reconstruyó la obra de memoria después de que se extraviara el manuscrito original durante la revolución de 1868, nunca conoceremos la cronología exacta de los poemas. Solo sabemos que el primero se publicó en 1859 y que en vida del poeta únicamente vieron la luz otros catorce. Aún se discute si la ordenación que ha llegado hasta nosotros fue establecida por Bécquer o por los amigos que se encargaron de la edición póstuma. Los temas principales de las Rimas son la búsqueda de la perfección artística, el enamoramiento, la pérdida, el desengaño, el fracaso, la soledad, la angustia, la muerte. Es un universo con semejanzas con el Canzionere de Petrarca y con la desolación del orbe lírico de Leopardi, siempre en busca –infructuosa- del amor y la belleza. Dámaso Alonso señala que Bécquer incorporó a la poesía española “lo sugerido y callado, la velada armonía, el tono menor”. Esos hallazgos constituyen “una profecía luminosa” del rumbo que adoptarán sus herederos literarios. Las Rimas deben leerse como la historia de un idilio que trasciende lo meramente anecdótico para expresar una meta existencial: “…por escuchar los latidos / de tu corazón inquieto / y reclinar tu dormida / cabeza sobre mi pecho, / ¡diera, alma mía, / cuanto poseo / la luz, el aire / y el pensamiento!”. Bécquer no trabajaba al calor de las emociones, sino distanciándose de ellas: “…por lo que a mí toca, puedo asegurarte que cuando siento no escribo. Guardo, eso sí, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; estas ligeras hijas de la sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes, que bullen con un zumbido extraño, y cruzan, otra vez a mis ojos como una visión luminosa y magnífica”. 

Las Rimas son un poema de amor total, donde el yo se expresa desde una subjetividad exacerbada, narrando sus peripecias existenciales. Solo en tres ocasiones utiliza Bécquer la tercera persona. El verso siempre nace de un yo que se dirige a un tú ausente. No se trata de un diálogo, sino de la exaltación de un absoluto inalcanzable que se encarna fugazmente en lo concreto, en lo femenino, y se aleja de inmediato. El poeta no habla a una mujer, sino a un ideal: “¿Qué es poesía?, dices mientras clavas / en mi pupila tu pupila azul; / ¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas? / Poesía… eres tú”. Bécquer cultiva la insinuación, la sugerencia, lo incompleto, pues siente que no encuentra las palabras adecuadas para expresar sus sentimientos y ensoñaciones. Ella, el tú, la amada, son los nombres de un ideal de carácter espiritual. “¿Y qué es la poesía –se pregunta Novalis- sino la representación del alma?”. Bécquer piensa que Gérad de Nerval no se equivocaba al afirmar que el sueño es “una segunda vida”. Dormir significa acceder a un mundo invisible que no podemos conocer ni comprender por medio de la razón. Bécquer cree que el mundo sensible, con sus imágenes, sonidos, luces y olores, solo es el velo o el reflejo del mundo espiritual, verdadero origen de la vida y destino último de la humanidad. El mundo del sentimiento, donde se gesta la poesía, es el puente entre esas dos realidades. El poeta nos guía hacia lo espiritual por dos caminos: uno sobrenatural, que desemboca en Dios; y otro terrestre, que nos lleva a la mujer. Para Bécquer, la poesía es amor y el amor es religión. Al igual que el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, las Rimas buscan el amor más puro y hermoso, el amor que es sinónimo de infinito. La luz es el hilo que nos orienta en la oscuridad del mundo sensible, acercándonos a las cimas intemporales del espíritu. Algo importante diferencia a san Juan de la Cruz de Bécquer. El carmelita descalzo cultiva la abstracción, desdeñando lo concreto. Santa Teresa de Jesús le recrimina que no se le entiende, que espiritualiza demasiado. En cambio, Bécquer se aferra a lo concreto, a la mujer, que es carne, luz, calor, frenesí. “Yo soy ardiente, yo soy morena, / yo soy el símbolo de la pasión, / de ansias de goces mi alma está llena. / ¿A mí me buscas? / -No es a ti: no”. Lo espiritual se manifiesta como luz, pero también como belleza femenina. La mujer es una escala hacia ese infinito que no podemos captar de forma abstracta, desencarnada. 

En sus Cartas literarias a una mujer, Bécquer explica que “la poesía es el sentimiento” y “el amor es la causa del sentimiento”. El amor no es solo un afecto, un querer, sino “la suprema ley del universo”. “Las mujeres son la poesía del mundo” porque nos permiten sentir, experimentar esa ley cósmica. En último término, la poesía es religión, pues nos pone en contacto con lo sublime, con esa verdad que se transparenta en la luz, forma impalpable de lo divino. Las Rimas pueden leerse como encantadores poemas de amor, pero eso significa quedarse en la superficie. Han alcanzado una extraordinaria popularidad y eso tal vez ha ocultado su significado último, rebajando a Bécquer a poeta que habla de sus amores y desengaños, pero lo cierto es que contienen una metafísica de raigambre neoplatónica y cristiana. Las Rimas reflejan el esfuerzo de plasmar en formas la coincidencia del bien y la belleza como expresión superior de una verdad trascendente. En las Cartas literarias a una mujer, Bécquer nos explica que sus Leyendas obedecen al mismo propósito. El pasado y los sueños pertenecen a ese mundo espiritual que solo conocemos por medio de analogías y metáforas. Ni el pasado ni los sueños gozan del respaldo sensitivo de lo inmediato, pero condicionan nuestra existencia de forma decisiva. Si prescindimos del pasado, que es tradición, y de los sueños, que son espíritu, nos exponemos a quedarnos sin una brújula moral que guíe nuestros actos y sin esa esperanza, sin la cual la vida solo puede ser desesperación. Bécquer concibió sus Leyendas como apólogos que expresaban su ideología tradicionalista. María Rosa Lida señala “el tono fuertemente ortodoxo y edificante” de narraciones como Creed en Dios, donde todos sus personajes muestran falta de fe, vanidad, sensualidad, orgullo, codicia, egoísmo. El narrador no simpatiza con ellos y deja muy clara cuál es su alternativa: convertirse y arrepentirse o sufrir la ira de Dios. Frente a esos personajes indignos, la voz narrativa elogia la búsqueda de la trascendencia en el amor (Los ojos verdes) y el anhelo de perfección en el arte (El Miserere). Los héroes de Bécquer son poetas que inmolan sus vidas en la búsqueda del ideal. A veces, son seducidos por espejismos y escogen el camino equivocado, desembocando en la locura o la muerte, pero no condenan sus almas, pues han obrado movidos por el bien. En las Leyendas, los personajes principales suelen ser arquetipos y carecen de complejidad. En cambio, los secundarios –criados, guías, montoneros- son dibujados con mucho más detalle, revelando el talento de Bécquer para la caracterización psicológica. En el terreno de la prosa, el poeta no experimenta tanta impotencia como en el de la lírica, donde confiesa que sabe “un himno gigante y extraño”, pero “el rebelde, mezquino idioma” se resiste a expresarlo con fidelidad y exactitud. 

En sus cartas Desde mi celda, Bécquer subraya su apego a la tradición: “En el fondo de mi alma consagro como una especie de culto, una veneración profunda, por todo lo que pertenece al pasado”. Ese aprecio convive con la desolación que le produce contemplar cómo se transforman las ciudades españolas por culpa del progreso: “¿Dónde están las cancelas y las celosías morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los aleros salientes de maderas labradas, los balcones con su guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas de vidrio, los muros de los jardines por donde rebosa la verdura, las encrucijadas medrosas, los carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios de los templos?”. En su inacabada Historia de los templos de España, Bécquer explica que su fascinación por las iglesias, las sinagogas, las columnas y la piedra verdosa nace de la búsqueda de la tradición escondida en las formas: “Nosotros pensamos que la tradición es al edificio lo que el perfume a la flor, lo que el espíritu al cuerpo; una parte inmaterial que se desprende de él y que dando nombre y carácter a sus muros les presta encanto y poesía”. Los poetas, que “guardan como un tesoro la memoria viva de lo que han sentido”, sienten predilección por las ruinas. No es algo meramente estético, sino un gesto coherente con su vocación de revivir lo que fue devorado por el tiempo, garantizando su permanencia. En su artículo El castillo real de Olite, Bécquer escribe: “Para el soñador, para el poeta, suponen poco los estragos del tiempo; lo que está caído lo levanta; lo que no se ve, lo adivina; lo que ha muerto, lo saca del sepulcro y le manda que ande, como Cristo a Lázaro”. En un mundo en proceso de cambio, donde las revoluciones burguesas cuestionan la herencia del pasado, Bécquer reivindica “la idea cristiana, cuya expresión más genuina era la catedral, con sus líneas extrañas, sus sombras y sus misterios”. A los poetas les corresponde ser los guardianes de esa herencia, restituyendo el esplendor de esa Europa cristiana donde los hombres se sentían hijos de Dios y no hojas moribundas flotando en el río de la historia: “Solo un poder existe capaz de devolveros por un instante vuestro perdido esplendor y hermosura: el poder de la exaltada mente del poeta. Sí; yo puedo reanimaros”. 

Melancólico, nostálgico, soñador, Bécquer nos enseñó que la verdadera aristocracia es un privilegio del espíritu. Su obra abrió nuevos cauces a la poesía, sin dejar de exaltar el pasado. Tradición y modernidad convergieron en un latido que aún se escucha en nuestra poesía, como la nota de un arpa que se hubiera quedado suspendida entre las ruinas de una vieja abadía.

martes, 22 de diciembre de 2020

Méritos del "escritor" rural

 Méritos del escritor rural: 

1. Que sea del pueblo.

2. Que haya salido en medios de comunicación y sea medio famoso.

4. Que no molestes a los convecinos en tu obra. 

3. Que tenga muchos "likes" en sus redes sociales.

4. Que le hayan dado premios de relumbrón mediático.

5, Que sea un poco (o un mucho) cursi. 

Méritos que no se requieren:

1. Que su obra tenga calidad literaria contrastada.

2. Que sus premios no sean producto de la popularidad mediática.

3. Que sepa escribir.

4. Que haya leído a los clásicos. 

lunes, 21 de diciembre de 2020

De Reverte al circo romano

Dice Reverte en su último artículo que España ha entrado en barrena sociocultural desde la LOGSE hasta nuestros días. Como todo el mundo sabe, nuestro país era el faro que irradiaba luz a todos los países de Occidente antes de los noventa. Albacete y Teruel eran las ciudades deseadas por todos los popes de la cultura, por el intenso trajín artístico que se vivía en ellas. Reverte dice que ha sido el abandono de las lenguas clásicas lo que ha propiciado esta debacle educativa que vivimos desde hace tres décadas. 

Empleemos el mismo argumentario que nuestro académico y elucubremos cómo podría haber sido nuestra sociedad si las leyes de educación hubieran sido otras, si las horas obligatorias de latín y griego hubieran llenado los horarios escolares. En este mundo distópico, habrían desaparecido materias como Ciencias de la Tierra o Informática o Tecnología Industrial o Música para dotar de horas a las lenguas clásicas. Lógicamente, los alumnos, entusiasmados con la perspectiva de aprender griego y latín, habrían dejado de lado los ordenadores, los móviles, las litronas y hasta los videojuegos. En vez de botellones, los jóvenes celebrarían paseos peripatéicos por el ágora, vestirían túnicas y se deleitarían con el enfrentamiento dialéctico de los epicúreos contra los estoicos. En nuestro congreso de los diputados, no veríamos oradores discípulos de Jorge Javier Vázquez, sino de Cicerón y Séneca. En las calles se habría vivido un nuevo renacer cultural, artístico y literario que habría conllevado una sociedad de mejor gusto, más recia. No se daría cancha a programas como "Gran Hermano" o "La isla de las tentaciones", pongamos por caso y los hábitos lectores atraerían las envidias de nuestros países vecinos. 

Y en este clima de euforia literaria me pregunto, ¿leería alguien a Pérez Reverte? Si la mayoría estuviera contagiada por la lírica de Ovidio, Catulo, Horacio y Virgilio; si en el teatro se aplaudiera a los seguidores de Sófocles y Eurípides; si se hubiera desarrollado el gusto narrativo por Homero y Hesiodo; ¿alguien tendría el mal gusto de leer una novelita de Reverte? Por supuesto que no. Entonces, en esa arcadia cultural y literaria, ¿a qué se dedicaría nuestro académico? Por fuerza, sería gladiador, seguro. El circo romano también se habría recuperado. A ver si va a tener razón.     

viernes, 18 de diciembre de 2020

Navidad sin colas

No concibo una Navidad sin colas. Voy a morir de angustia, estoy seguro. No voy a soportar todas las vacaciones sin tirarme en una fila interminable tres o cuatro horas para ver un belén o para comprar un número de lotería o para que me firme un ejemplar de su última novela Belén Esteban o Eva García Sáenz de Urturi, (si no fuera por el apellido las confundiría una y otra vez). ¿En qué voy a ocupar las treinta o cuarenta horas que dedicaba a estos quehaceres, en qué? Mis vacaciones ya no tienen sentido. Nos han robado la Navidad. Muérete, Pedro Sánchez.   

Gente sin barbilla

Cuando entré en la primera clase, los vi así, sin barbilla. Todos éramos gente sin barbilla, sin gesto, sin sonrisa, sin muecas de desaires, sin babas, sin caries, sin barba de dos días, sin comisuras de labios, sin la mitad de nuestra alma. El misterio ronda cada uno de nuestros encuentros, un misterio provocado por la ausencia de barbillas. En el aula, con alumnos a los que vemos todos los días parcialmente es todavía más intrigante. Porque cuando descubrimos el rostro completo de esa gente, ya no parece esa gente. A todos los imaginábamos con un mentón más prominente, a todas se les ha afilado la barbilla. Nuestra imaginación nos domina y cuando no vemos algo, es ella la que se adueña de nuestra percepción y nos dibuja perfiles que luego, al contrastarlos con la realidad, son falsos o, como poco, inexactos. 

La constatación de que la imaginación burla a nuestros sentidos se presta a todo tipo de elucubraciones. Por ejemplo, cuando hace mucho tiempo que no vemos a un "allegado" o cuando muere alguien próximo tendemos a fijar un daguerrotipo que se va difuminando poco a poco, conforme pasa el tiempo, hasta convertirse en un esfumado que en absoluto corresponde a la realidad, como en esas pesadillas donde tu madre tiene el cuerpo de un hombre o tú mismo el de un elfo. Así ocurre también con los libros que hemos leído hace tiempo o con las películas o con las obras de teatro o con cualquier tipo de recuerdo. Nuestra imaginación es capaz de inventar las impresiones más perversas, desde una ventana que no existe, hasta la habilidad de un amigo que en realidad era la torpeza en persona. La imaginación está ahí, al acecho, siempre pendiente del fallo de nuestros sentidos para colocar su propio engendro. Cuando ves al chico de la primera fila quitarse la mascarilla en el patio, aparece, no él, sino la versión sensorial de sí mismo. A veces, la imagen que habíamos construido de su barbilla era mucho más atractiva y tendemos incluso a no creer a nuestros ojos. 

La imaginación, a menudo, nos salva de la grosera realidad.    

domingo, 13 de diciembre de 2020

"Mank" y "Aquitania", el arte y la filfa



Veo Mank y leo Aquitania

Disfruto, me divierto con los diálogos de Mank, la película de David Fincher; con Herman Mankiewicz resucitado, y de qué manera, por Gary Oldman; con el sustrato de Ciudadano Kane, siempre presente y abrumador. 

Me avergüenzo de que libros como Aquitania (esto no es literatura) ganen premios de relumbrón. Conozco al personaje histórico, conozco muchos de los acontecimientos que se narran en la novela y aun así todo me parece falso, sin pizca de originalidad ni interés. Las voces narrativas suenan tan huecas como las de una voz en off de telefilme de sobremesa. Es escritura de sobaquillo: se mastica con dificultad, pasa por el estómago sin pena ni gloria y no deja ninguna vitamina necesaria. 

Vuelvo al blanco y negro de Mank. Me encojo en el sofá ante el magistral montaje, ante la vitalidad y progresión de una historia redonda, compleja, bien urdida. Me relamo con la chispa inteligente de los discursos de Herman. Un personaje al que reconoces a los diez minutos de metraje y que te arrastra, sin remisión, a su mundo privado de alcohol y creatividad. 

Me hundo en la cama, abochornado por una literatura de wikipedia; irritado al ver deambular a los personajes a través de sucesos presuntamente históricos, deslavazados y triturados por una redacción sin pulso. Todo está muerto aquí. Nada es verosímil, ni siquiera lo que se supone que es cierto según las crónicas. La escritora ha conseguido idiotizar al personaje histórico en una caricatura simple y desmedrada que recuerda a los retratos de personajes que hacen los chicos de ESO cuando les pido el resumen de una novela. Pobre Leonor y pobre Guillermo. 

Mank es un clásico en los primeros veinte minutos de cinta y crece y crece hasta el final. Aquitania es un bodrio en sus primera veinte páginas y no levanta el vuelo ni una sola vez, todo lo contrario, se hunde cada vez más en una escritura de sobaquillo que huele a pastiche y a culebrón turco en cada uno de sus rincones. Mank es la obra maestra de un buen artesano. Aquitania es la historieta de cartón piedra que puede usted encontrar, mejorada, en las novelas de Corín Tellado o en los tebeos del Capitán Trueno. Mank es arte, Aquitania es una redacción de principio de curso con amplia documentación.

Cuando abro un libro o me siento a ver una película espero que me rapten, que me trasladen en el espacio, en el tiempo, en el ánimo. Con Mank he viajado al Hollywood de los años 30 y 40, con Aquitania ni siquiera he sentido que nadie me agarrara la mano   

viernes, 11 de diciembre de 2020

"Cuentos de niños" por Antonio Muñoz Molina




El cuento que más miedo me ha hecho pasar en mi vida era tan austero en sus elementos narrativos que casi no era un cuento, sino más bien una letanía, una de esas cantinelas infantiles en las que se preserva la unidad arcaica que debió de haber entre las historias y la música, igual que la hubo entre la poesía y el canto. Era un relato o más bien un diálogo a tres voces, una madre, una hija, una presencia innominada y amenazadora que se iba acercando. Decía la niña: “Ay mama mía mía mía, ¿quién será?”, y la madre contestaba: “Cállate hija mía mía mía, que ya se irá”. Pero entonces aparecía la tercera voz, y el narrador o la narradora volvía más grave la suya: “Que ya estoy entrando por la puerta…”. El cuento consistía, musicalmente, en la repetición de las dos primeras voces y en la variación gradualmente aterradora de la tercera, que cada vez anunciaba una mayor cercanía hacia la madre y la hija amenazadas. La niña preguntaba una y otra vez quién sería aquella presencia, y la madre repetía palabra por palabra la misma respuesta cada vez menos tranquilizadora, porque después de cada “cállate hija mía mía mía, que ya se irá”, aquella criatura hecha de oscuridad y amenaza indicaba el lugar cada vez más próximo en el que ya se encontraba. Un refinamiento improvisado del narrador era adaptar los pasos de esa aproximación a la topografía de la vivienda donde la historia se contara: el portal, la escalera, el rellano, por fin la misma puerta que el niño estaba viendo, abierta sin defensa contra el enemigo, o bien cerrada y sin embargo fácilmente vulnerable, o entornada, dejando paso a una penumbra doméstica que las palabras llenaban de misterio y hasta de terror. El cuento no sucedía en un castillo, en un país fabuloso, sino allí mismo, en nuestra propia casa, en los espacios más familiares, el portal, la escalera por la que subíamos y bajábamos a diario, los pasillos que llevaban a los dormitorios, en los que más de una vez, si tardábamos en llegar al conmutador de la luz, ya empezábamos a sentir la sospecha del miedo.

Es ahora, al cabo de tantos años, cuando caigo en la cuenta de la eficacia de aquella despojada economía narrativa. No había introducción, no había nombres, no se describía nada. Eran las tres voces sucediéndose, manejadas por el mismo narrador, con una parte de reiteración y otra de novedad, y con un margen para la improvisación dentro de la forma invariable que también es muy propio de las artes orales. El “Ay mama mía mía mía” y el equivalente “Cállate hija mía mía mía” marcaban un ritmo obsesivo y monótono, como un impulso de fatalidad hacia lo inevitable. El narrador, niño o adulto, podía multiplicar según su albedrío los pasos intermedios, retardando o acelerando el ataque final, que no se llegaba a saber en qué consistía, igual que no se sabía nada sobre esa presencia, esa criatura invasora, más temible aún por ese motivo. La palabra ya es en sí misma un medio de máxima sobriedad: que tenga tanta fuerza de sugestión sin el adorno de los detalles, ni de las imágenes, ni de más efectos especiales que sus propios dones de sonido y sentido es uno de tantos prodigios usuales en los que casi nunca se repara.

En aquellos tiempos muy anteriores a la psicopedagogía, los adultos disfrutaban sin remordimiento asustando a los niños con cuentos espeluznantes. Éramos niños antiguos que ni siquiera habíamos visto la televisión, y que, aunque íbamos mucho al cine, habíamos nacido mucho antes de que llegaran las películas de vísceras y asesinos con motosierras. En los cuentos que nos contaban los mayores había lobos feroces, gigantes caníbales y brujas que engordaban a los niños en jaulas antes de cocinarlos y comérselos. Pero también había niños valientes e ingeniosos que acababan prevaleciendo sobre los enemigos más temibles, y casi siempre esos héroes inesperados eran el hijo pequeño, la hija abandonada, el personaje astuto y mañoso que en todas las mitologías vence al gigantón ensoberbecido por su fuerza bruta. Pulgarcito pertenece al linaje de Ulises y al del Lazarillo. El bravucón y el temerario acaban recibiendo su merecido a manos de ese esmirriado al que despreciaron. El arrogante Juan Sin Miedo aprende que sentir temor no es una bajeza, sino una estrategia de supervivencia, y también puede ser una actitud de razonable humildad. A los niños nos daban mucho miedo aquellas historias que nos contaban los adultos, y como teníamos más agudeza de la que ellos pensaban, nos irritaba que se divirtieran a nuestra costa. Pero éramos nosotros mismos quienes las pedíamos, y quienes exigíamos que se repitieran exactamente cada vez: saber de antemano el desenlace no anulaba el misterio, sino que lo enriquecía, tal vez con la intuición de lo inevitable, con la incorregible esperanza humana de que por una vez pueda ser evitado.

Los niños empiezan a disfrutar de verdad de los cuentos hacia la misma edad en la que empiezan a recordar sueños y a despertarse por las noches con pesadillas terroríficas. En los cuentos orales y en las nanas está la evidencia de que la narración y la música son hechos culturales arraigados en un instinto humano que es universal. Las personas que fabricaron flautas con fémures de buitre hace 50.000 años sin la menor duda contarían también historias y dormirían con cantos a los niños. Lo que empezó en las culturas humanas más antiguas empieza también en cada vida infantil. Lo que llamamos literatura coincide demasiado exactamente con los registros escritos y, por tanto, no se remonta mucho más allá de unos 3.000 años, desde que la epopeya de Gilgamesh se copió en tablillas de barro. Pero antes de la invención de la escritura, y después de ella y al margen, existieron y en parte siguen existiendo todavía universos formidables de historias, igual que han existido músicas de las que no sabemos nada porque no hubo sistemas de notación que las recogieran y desaparecieron antes de que se inventara la grabación del sonido.

A algunos de nosotros el entusiasmo por la literatura se nos tiñe de desaliento cuando la vemos convertida en un espectáculo más bien sórdido de pedantería, de mezquindad, de arrogancia de presuntos expertos, de impostura consentida, de tráfico de influencias. Un antídoto de esa tristeza es recordar su origen como proveedora de historias asombrosas, de lecciones tan profundas que ya se transmitían hace muchos milenios y siguen vivas ahora en los cuentos que les contamos a los niños.

jueves, 10 de diciembre de 2020

Historias de la televisión II

Desde bien pequeño (dos o tres años), mi madre me ponía delante de la televisión para que no molestara. Fui un prototipo de los niños actuales a los que les dan una tableta en cuanto pueden sujetarla. No sé si me traumatizó más "Bonanza" o "La Familia Monster" y recuerdo todas esas series en blanco y negro mejor que "Mad Men", que la he visto dos veces. "El Virginiano", "Embrujada", "Súper Agente 86", "Manix"... Todas las mierdas de la televisión americana me las tragaba yo sin filtro, sin medida y con el estómago vacío. En mi fuero interno soy un protovotante de Trump: me crie entre cómicos ridículos, vaqueros, pistolas y olor a bosta de caballo.

lunes, 7 de diciembre de 2020

Sinceridad en las redes

Las redes sociales son muy peligrosas, se hacen con nuestros datos y los emplean con fines perversos. Lo acabo de leer en varios artículos de prensa. Yo esto ya lo intuía y, por eso, desde que empecé a utilizar Facebook, Guásap y otras redes sociales, miento tanto como puedo. No, hermosos, no. No me gusta leer. No me acuerdo del último libro que abrí, ni siquiera sé cómo se hace. Por supuesto, no soy profesor de literatura, ni he escrito nunca otra cosa que no sea la nota para ir a la compra. Tampoco tengo 104 años, como se dice en Facebook, ni siquiera soy hombre. 

Y por qué me sincero ahora, pues porque tengo a la policía a la puerta de casa y voy a ir a la cárcel sin remisión. He robado varios bancos, he secuestrado mascotas y me gusta la necrofilia (con muy poco éxito, tengo que decir). Ya no me importa nada revelar mi verdadera identidad, además, estaba harta de fingirme una persona distinta a la que muestran mis redes sociales (seguro que a vosotros también os pasa). En cuanto podáis, sinceraos, sienta muy bien. Es una liberación tremenda.   

sábado, 5 de diciembre de 2020

"La envidia y el síndrome de Solomon" por Borja Villaseca

En 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue a un instituto para realizar una prueba de visión. Al menos eso es lo que les dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en un experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple. En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban compinchados con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala creyendo que el resto de chavales participaban en la misma prueba de visión que él.
Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros.
Cabe señalar que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que les pre­­guntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos cobayas respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos dieran otra contestación, también errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden.
A día de hoy, este estudio sigue fascinando a las nuevas generaciones de investigadores de la conducta humana. La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de lo que creemos. Para muchos, la presión de la sociedad sigue siendo un obstáculo insalvable. El propio Asch se sorprendió al ver lo mucho que se equivocaba al afirmar que los seres humanos somos libres para decidir nuestro propio camino en la vida.

El síndrome de Solomon pone de manifiesto el lado oscuro de nuestra condición humana. Por una parte, revela nuestra falta de autoestima y de confianza en nosotros mismos, creyendo que nuestro valor como personas depende de lo mucho o lo poco que la gente nos valore. Y por otra, constata una verdad incómoda: que seguimos formando parte de una sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el éxito ajenos. Aunque nadie hable de ello, en un plano más profundo está mal visto que nos vayan bien las cosas. Y más ahora, en plena crisis económica, con la precaria situación que padecen millones de ciudadanos. Más allá de este famoso experimento, en la jerga del desarrollo personal se dice que padecemos el síndrome de Solomon cuando tomamos decisiones o adoptamos comportamientos para evitar sobresalir, destacar o brillar en un grupo social determinado. Y también cuando nos boicoteamos para no salir del camino trillado por el que transita la mayoría. De forma inconsciente, muchos tememos llamar la atención en exceso –e incluso triunfar– por miedo a que nuestras virtudes y nuestros logros ofendan a los demás. Esta es la razón por la que en general sentimos un pánico atroz a hablar en público. No en vano, por unos instantes nos convertimos en el centro de atención. Y al exponernos abiertamente, quedamos a merced de lo que la gente pueda pensar de nosotros, dejándonos en una posición de vulnerabilidad.

Detrás de este tipo de conductas se esconde un virus tan escurridizo como letal, que no solo nos enferma, sino que paraliza el progreso de la sociedad: la envidia. La Real Academia Española define esta emoción como “deseo de algo que no se posee”, lo que provoca “tristeza o desdicha al observar el bien ajeno”. La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y concluimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a poner el foco en nuestras carencias, las cuales se acentúan en la medida en que pensamos en ellas. Así es como se crea el complejo de inferioridad; de pronto sentimos que somos menos porque otros tienen más.
El primer paso para superar el complejo de Solomon consiste en comprender la futilidad de perturbarnos por lo que opine la gente de nosotros. Si lo pensamos detenidamente, tememos destacar por miedo a lo que ciertas personas –movidas por la desazón que les genera su complejo de inferioridad– puedan decir de nosotros para compensar sus carencias y sentirse mejor consigo mismas. Bajo el embrujo de la envidia somos incapaces de alegrarnos de las alegrías ajenas. De forma casi inevitable, estas actúan como un espejo donde solemos ver reflejadas nuestras propias frustraciones. Sin embargo, reconocer nuestro complejo de inferioridad es tan doloroso, que necesitamos canalizar nuestra insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido eso que envidiamos. Solo hace falta un poco de imaginación para encontrar motivos para criticar a alguien.
¿Y qué hay de la envidia? ¿Cómo se trasciende? Muy simple: dejando de demonizar el éxito ajeno para comenzar a admirar y aprender de las cualidades y las fortalezas que han permitido a otros alcanzar sus sueños. Si bien lo que codiciamos nos destruye, lo que admiramos nos construye. Esencialmente porque aquello que admiramos en los demás empezamos a cultivarlo en nuestro interior. Por ello, la envidia es un maestro que nos revela los dones y talentos innatos que todavía tenemos por desarrollar. En vez de luchar contra lo externo, utilicémosla para construirnos por dentro. Y en el momento en que superemos colectivamente el complejo de Solomon, posibilitaremos que cada uno aporte –de forma individual– lo mejor de sí mismo a la sociedad.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

La relectura, tumba del falso literato

La relectura es un índice infalible para determinar si una obra literaria lo es o no. Acabo de releer La Regenta de Clarín y un poco antes otra novela cuyo titulo me reservo por no hacer sangre. La segunda relectura estuvo impuesta por las exigencias profesionales. Era una de las elegidas como obligatoria (mal asunto) para un curso de ESO. Al releer la novela que no voy a nombrar, se terminó de derrumbar el mínimo interés que había encontrado en ella: saber qué ocurrirá en la página siguiente. Algunas narraciones (y en la actualidad son mayoría) viven únicamente de la expectativa de la trama, del efectismo de la peripecia. Cuando esto sucede, por lógica, la relectura es baldía, no te ofrece nada nuevo; es más, desnuda las miserias del supuesto escritor y lo hunde en la puerilidad. No, detrás de esas novelas no hay más que una tramoya sustentada en cartón piedra y que cae estrepitosamente en cuanto la mueves un poco. 

De La Regenta conozco la superficie argumental con detalle porque la explico en clase y porque la intriga es un arma imprescindible para alentar a la lectura. Sin embargo, releerla no solo no ha resultado infructuoso, sino que me he vuelto a empapar con deleite de ese mundo oscuro y húmedo de Vetusta (no de Oviedo). Porque Vetusta no es Oviedo, es una invención literaria (por mucho que se apoye en lo real), un mundo de ficción en el que el lector, conducido por la mano implacable de Clarín, descubre al hombre de finales del XIX y al del XXI (por eso es un clásico). La buena literatura, la literatura, te ofrece personajes abiertos en canal con los que sufres, te desesperas, gozas, hueles tus propias entrañas y las de tus semejantes. La literatura escarba en las vísceras, encuentra la belleza en los rincones y te sumerge en espacios por descubrir, sin transitar, decorados con el pincel único del creador. El final de La Regenta es estremecedor. La angustia de Ana Ozores, la ira furibunda de Fermín y el beso de sapo de Celedonio, los vive el lector como una más de las criaturas que pueblan la novela. La viscosidad se palpa, la falta de aire es real, la catedral se te cae encima a ti, no a Ana. Aunque uno conozca el final y el desarrollo de los acontecimientos, es tal la maestría del creador literario que, en la enésima relectura, vuelve a agarrarte de la entrepierna y vuelve a estamparte contra la pared. 

Qué decir de la otra novela: aire, vacuidad, filfa. Todo se diluye en la segunda lectura y, aún menos, descubres la falsedad de personajes que no lo son, la evanescencia de los escenarios y el aguachirle del lenguaje. Solo la cualidad de que a uno se le entienda no es suficiente para llamarse escritor. Porque el único valor que le he encontrado a la novela innombrable es que se entiende, solo eso. Lamentablemente no es la única que adolece de todo lo que adorna a la literatura, hay muchas narraciones que no son literatura, son otra cosa, no sé cómo llamarlas; pero literatura, no. Lamentablemente, los profesores nos vemos impelidos a buscar obras fáciles, que se entiendan, sin añadir, "y que sean literatura". Craso error. Les estamos invitando a un sucedáneo y los vamos a privar del misterio, de la angustia, de la sorpresa, del beso de sapo de Celedonio. No, no se trata de leer cualquier cosa que se entienda, se trata de que al leer sientan una patada en las tripas que les revuelva la digestión y les haga detenerse a pensar en la descomposición que los buenos libros provocan en nuestro organismo.      

viernes, 27 de noviembre de 2020

"Alegría de Francisco Brines" por Antonio Muñoz Molina



Hay generosidad en la alegría y paz en la tristeza, y puede no haber amargura en el desengaño ni rencor en la pérdida, porque la gratitud por lo vivido limpie al espíritu de resentimiento. La alegría relumbra en los poemas de Francisco Brines igual que la oscuridad se abre algunas veces en ellos con un miedo de abismo o una sordidez de callejón. La alegría del amor colmado irradia de la habitación secreta en la que sucedió y se extiende generosamente sobre el mundo, más allá de las veladuras de una ventana que da al paisaje de una ciudad o al de un litoral en el que la feracidad se mantiene constante a través de todas las estaciones, como se mantiene invariable el azul intenso del mar en el horizonte. Cuando Francisco Brines era joven, en sus poemas se traslucían herencias variadas de lecturas que le ayudaban a dar forma a su expresión a la vez franca y cautelosa y a su manera de retratar al ser humano en el mundo y en el tiempo. Aprendió el fervor sostenido de Luis Cernuda pero no lo rozó su propensión a la amargura, quizás por una innata diferencia de carácter. Leyendo a Cernuda y a Cavafis, Brines ideó también suntuosas evocaciones históricas, pero quizás su influencia más profunda de entonces fue la de Vicente Aleixandre: el aliento como de versículos en los poemas, la contemplación maravillada de las cosas, la conciencia imborrable de un paraíso terrenal que estuvo en la infancia y en un espacio geográfico preciso y que a pesar del tiempo, de la madurez, del desgaste de la experiencia, nunca ha llegado a perderse. La “ciudad del paraíso” de Aleixandre es para Brines la comarca de huertos y naranjos junto al mar en la que nació, pero aquel edén nunca quedó clausurado, y la expulsión que todos sufrimos más o menos al salir de la niñez en su caso queda atemperada por una perduración que llega hasta la edad madura, hasta la vejez, ahora mismo. El paraíso es un lugar exacto, localizable en los mapas, habitable y siempre habitado, tan disponible cuando se lo recuerda de lejos como cuando se regresa.

Es posible que quien lleva consigo su propio paraíso esté capacitado para encontrar otros a lo largo de sus viajes. Entre otras cosas que lo distinguen, Brines posee un sentido muy poderoso de los espacios, de los lugares: una capacidad de encontrarse plenamente allí donde está, sea en un cuarto con una ventana entornada o delante del mar, o en Madrid a esa hora al final de la tarde en la que se abre inauguralmente la noche, o en su casa en el campo, en un barco en el Nilo, en una ciudad de Italia, en una isla canaria en la que está siendo espléndidamente agasajado por el amor y la amistad. Sus poemas a veces suceden en una intemporalidad estática, que es la de la contemplación estremecida o la del cumplimiento del deseo, o la de una añoranza apesadumbrada pero sin amargura: y otras veces tienen un firme pulso narrativo, la enunciación de una historia, de un tránsito, de una búsqueda, de una caminata. La historia queda en suspenso, como una fotografía de claridades y penumbras en las que se sabe lo que está sucediendo pero no del todo. En Brines el relato del amor físico tiene una franqueza arrebatada que a mí me recuerda la de los sonetos tardíos de Lorca. El pleno abandono no borra la lucidez del sufrimiento probable: en la pura gloria del presente está latiendo la semilla del tiempo que se lo acabará llevando todo. No hay acto que no sea el “ensayo de una despedida”. En la poesía española, en toda nuestra literatura desde hace muchos años, suele haber una incapacidad para expresar abiertamente los sentimientos pasionales que se disfraza de contención, de distancia sentenciosa o irónica. Entre nosotros el sarcasmo tiene mucho más prestigio que el fervor, y a casi todo el mundo lo paraliza el miedo a ser acusado de sentimentalismo. Tal vez por eso, por falta de costumbre, hay tentativas de franqueza que desembocan en la simple grosería, igual que a veces se pasa del extremo del engolamiento al de la ramplonería sin detenerse en el término medio de la naturalidad.


Desde sus primeros poemas hasta los últimos, la escritura de Brines ha poseído una limpidez que parece volver más blanco todavía el papel en el que está impresa, y que se sostiene a través de cada uno de los registros en los que se manifiesta: cuando es sobrio y severo, cuando es jubiloso, cuando es desolado, cuando adquiere el tono de ironía de una sátira latina, cuando es descarado y al mismo tiempo pudoroso. Recorrer las casi 600 páginas de su poesía completa es comprobar la persistencia de una voz que se ha mantenido igual de limpia y segura desde el principio y asombrarse tanto de la variedad de las aventuras poéticas y vitales que ha atestiguado como de la altura invariable de cada uno de sus logros. En poemas de versos largos que se extienden por varias páginas, en epigramas, en canciones breves como madrigales o bocetos de dibujos, la sensación de máxima exigencia es tan indudable como la de un fluir sin obs­tácu­los. La actitud más constante no es la del orgullo por lo logrado, ni la queja por lo perdido, sino la del agradecimiento y el asombro. Uno sabe que las mejores cosas que le ocurren en la vida, o las que se le ocurren cuando escribe, le sobrevienen más bien, sin haberlas buscado, quizás sin haberlas merecido, regalos y no premios, hallazgos que es preciso reconocer en el momento en el que llegan, y cultivarlos, y cuidarlos. En estos tiempos de tanta desolación, que le hayan dado el Premio Cervantes a Francisco Brines es un acto de justicia, pero sobre todo es una alegría. En las fotos del periódico, el día del premio, Brines, ahora anciano, sonríe levantando una copa, asomado a un balcón, con un gesto alegre y un poco triste, porque a su edad ya le quedan lejos esas vanidades. Pero al día siguiente, en la biblioteca pública de mi barrio, el volumen de la poesía completa de Brines estaba bien visible nada más entrar, como un ofrecimiento inesperado y valioso que no quise resistir, como uno de esos dones que él ha sabido celebrar mejor que nadie
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"Aquitania", historias casi consecutivas



 

Una curiosidad literaria. El último premio Planeta se titula Aquitania y, según he leído, la protagonista es la archiconocida Leonor de Aquitania, reina y trovadora de amplia biografía. No tengo afición ni mucho menos por los premios Planeta, pero este lo voy a leer por el incentivo de que yo escribí una novela sobre el abuelo de Leonor, Guillermo de Poitiers. Mi novela se titula Te negarán la luz y estuve en un tris (qué bonita palabra) de llamarla Aquitania. No sé si me arrepentiré, porque viví con pasión durante un año en los siglos XI y XII y no quisiera quemar esa sensación de viaje en el tiempo que me supuso meterme en la piel de ese duque atrabiliario y extravagante. Ojalá y la nieta no me decepcione, ya os contaré. Os invito (con plena conciencia de oportunismo) a compararlas.