viernes, 23 de diciembre de 2016

"Melville o la maldición de Ahab" por Marta Fernández


Desde su ventana no veía el mar. Pero podía oírlo en su cabeza. Las olas no habían dejado de batir. Le acompañaba aquel rugido y la sensación de que la tinta resbalaba sucia sobre los papeles como un día lo había hecho su cuerpo sobre la cubierta del Acushnet. Arrastrado por la galerna. Golpeado por las palabras. Herman Melville se ha vuelto loco, pero no lo sabe todavía. Se ha entregado a un libro que lo pide todo. Un libro que le obsesiona hasta el desvarío. Navega a barlovento desde la buhardilla de esa granja a la que ha bautizado con nombre de barco, Arrowhead. «Mi habitación parece un camarote y por las noches, cuando me despierto y oigo cómo chilla el viento, casi se me antoja que la casa tiene demasiada vela y que debiera subirme al tejado y aparejar la chimenea». Aunque hace semanas que ya no duerme. Ni tiene ojos para otra cosa que no sean sus propios párrafos. Su historia. Su Leviatán: Moby Dick.
Había llegado a Pittsfield buscando tranquilidad, pero encontró el vértigo. El campo tenía algo de la vastedad asfixiante del océano. Le recordaba al mar. Salió huyendo de Nueva York con la esperanza de que lejos de la ciudad recuperaría su ritmo de trabajo. Esa fuerza titánica que le había llevado a acabar Redburn y Chaqueta blanca en solo cuatro meses.
«Escribo una novela sobre mi experiencia en la caza de ballenas». Cuando lo dice todavía no ha llegado al momento inevitable en el que todo autor miente a su editor. O, al menos, no en lo sustancial. Porque lo que Melville no contaba es que nunca se alistó como arponero. Si alguna vez llegó a serlo, tuvo que ser por fuerza a bordo del Charles & Henry, en el que pasó menos de seis meses. Y aunque no era demasiado para presentarse como cazador de monstruos marinos, sí que lo fue para su inspiración. O para su desesperación.
Herman Melville, en su océano de ficción, en ese lugar que no aparece en los mapas, está a punto de descubrir que lo que late ante sus ojos, en las páginas emborronadas, es un libro distinto al que había planeado. No es un relato de aventuras. Es una caza que le va a cambiar la vida. La que va a terminar de arruinar su mente dividida entre la melancolía y la vehemencia. Entre la tierra y el mar.
No deja que le interrumpan. No quiere comer. Tiene en la nariz el olor del aceite de ballena. Siente el Atlántico arrogante bajo los pies. Le lleva. Le eleva. Le hunde. Le arrastra. Herman Melville ha caído en una locura monomaníaca. Está obsesionado por acabar este libro. En algún momento, en aquella mesa frente al monte Greylock, el libro abrió sus fauces y se tragó su razón.
Melville ha comenzado su historia sin sospechar dónde se embarca. Como todas las travesías. Como las que acaban en tragedia. Como la que ha encendido su imaginación. La vieja odisea que los balleneros cuentan de New Bedford a Nantucket. La tragedia del Essex hundido por una ballena. Un cachalote demoniaco había atacado al barco. Con la determinación de un asesino. Lo había embestido y había esperado a que la tripulación se agotara achicando el agua para volver y rematar el trabajo. Aquel mastodonte sabía lo que hacía. Sabía que el golpe sería fatal. Y, sin embargo, lo peor estaba todavía por llegar. Se atrevería a escribirlo en 1821 Owen Chase, el segundo de a bordo del desgraciado Essex: evitaron las islas más cercanas porque estaban habitadas por salvajes caníbales, pero en su viaje desesperado en las precarias balsas que pudieron salvar terminaron comiéndose los unos a los otros. Porque la justicia poética, la mayoría de las veces, funciona al revés.
«La lectura de esta historia asombrosa, aquí en el mar sin tierra, tan cerca de la verdadera latitud del naufragio, ha tenido un efecto sorprendente en mí». Herman Melville descubre el suceso a bordo del Acushnet. Acaban de cruzarse con otro ballenero, el Lima, no lejos de las islas Marquesas y, como es costumbre, las tripulaciones comparten unas jornadas. Y charla. Y alcohol. Y miedos. Así conoce Melville al hijo de Owen Chase, que le dejaría una copia del libro de su padre. Nunca nada le había impresionado tanto. Tenía veintidós años. La historia se quedó con él.
Casi una década después, el relato del naufragio del infortunado Essex aleteaba todavía en su cabeza. Con la fuerza de una ballena de esperma. Como el coletazo definitivo que ya no se salva con un golpe de timón. Y, sin embargo, o quizá por la obsesión con la que le golpea, Melville no consigue avanzar. Varado frente a la página en blanco, necesita un viento que no encuentra. Y el viento llegará. En forma de tormenta. Un huracán llamado Nathaniel Hawthorne.
Se conocieron el verano en el que Melville llegó a Pittsfield. Eran los primeros días luminosos lejos de su nostalgia ya casi cotidiana. Le gustaba el lugar y la compañía. Aquel pedazo de Massachusetts se había convertido en un refugio de poetas y literatos. Y no dudó en sumarse a ellos para compartir un día de campo, una excursión que había preparado un abogado de la zona fascinado por aquella tribu ilustrada. Melville esperó el lunes 5 de agosto de 1850 con ansiedad. Amaneció el día con una bruma impropia del verano. Pero los caminantes no iban a renunciar a su pequeña conquista de Monument Mountain. ¿Qué podía pasar? Pasó que la tormenta descargó con la furia de latitudes que Melville recordaba muy bien. Y mientras los otros reían y gritaban, lo que quedaba en él del joven marinero le llevó al borde de un precipicio para retar al viento. Como si navegara en popa cerrada en medio del temporal. Y como si el gesto fuera una provocación, la tempestad arreció. Herman Melville y Nathaniel Hawthorne buscaron refugio en una hendidura entre las rocas de la montaña. Pasaron dos horas allí. Y la historia de la literatura cambió. Porque aquel día de agosto, Herman y Nathaniel se hicieron amigos. Descubrieron que compartían ideas, sentimientos, dudas, aspiraciones. Hablaron de las letras y de la vida. Y lo que no suele pasar, pasó. Se encontraron dos seres que solo podían comprenderse. Herman empezó, por fin, a ser Herman. Y la ballena comenzó a ser Moby Dick.
A los pocos días, Melville había destripado su pobre manuscrito. Decía que era una revisión, pero lo había reventado desde el mismo corazón del texto. Como quien busca el aceite en la profundidad de la cabeza de un cachalote. En algún lugar, entre aquellos párrafos que se le habían resistido durante meses, entre los recuerdos difusos de las noches en cubierta, escondido en las palabras que tan trabajosamente había encadenado, estaba el libro que siempre quiso escribir. Lo iba a lograr pasara lo que pasara. «Como búho me muevo en el ocaso, debido al ocaso de mis ojos». Se atrevía a confesárselo a su fiel amigo Evert Duyckinck, editor de Literary World. Pero el ocaso de sus ojos era el de un visionario. Algo en él había cambiado. En su mesa, en la buhardilla de una granja de Massachusetts, tierra adentro, Herman Melville se había convertido en Ahab.
¿Es eso que avista más allá del horizonte de sus balleneros la verdadera historia que desea contar? ¿Es esta la epifanía que esperaba? ¿El viento que lo impulsaría? ¿Es este monstruo el que tendrá que vencer? Este es.
Misiva a misiva, Melville comparte con Hawthorne la inevitable tortura en la que se estaba convirtiendo Moby Dick. Lo habían hablado los dos en una de esas largas noches de confesiones. Herman quería arrancarse un libro del cerebro, que la idea se hiciera palabra sin tener que atravesar su cuerpo, ni su recuerdo, ni su dolor. Pero para eso había que atreverse a algo peor: a arrancar el pensamiento de la mente. «Es comparable a la delicada y peligrosa empresa de separar la pintura de su panel: hay que raspar todo el cerebro para que la operación pueda hacerse con seguridad».
Melville sabía lo que le estaba pasando. Sabía que había libros de dos clases: los que exigen la tinta y «los que se beben la sangre». Y su ballena es un vampiro. Aquí está la paradoja: había evitado contar el episodio de canibalismo de los supervivientes del Essex y, por una extraña ley de la compensación, la novela le estaba devorando a él. Leviatán comiendo a su padre. El único destino posible cuando se firma un pacto con el diablo. La única salida: sucumbir, sumergirse, perder pie. Caer en la maldición de Ahab.
Por eso el Pequod es un manicomio. Un barco conducido por un iluminado, cargado de marineros que han dejado en tierra la razón. Sabe Melville, porque lo ha vivido, que solo con una dosis de locura se pueden afrontar esas travesías. Así eran los hombres que había conocido cuando, adolescente, huérfano y arruinado, él también se tuvo que hacer a la mar. Quizá entonces ya estaba allí el germen del delirio. El mal bicho que poseería su cabeza. La monomanía. La sombra de la ballena mitológica que nunca llegó a ver. Esa pieza inalcanzable que uno nunca se termina de cobrar. El final que nunca se alcanza porque para eso es el final. El éxito quizá. El dinero que no había vuelto a ganar desde sus primeras novelas. Aquellas que no pasarían a la historia pero que le habían dado el aplauso popular. Y que ahora parecían tan lejanas. «Aunque escribiera los Evangelios de este siglo moriría en la pobreza», se había lamentado en una carta a Hawthorne. Tenía razón.
Lo sabía bien Melville, que había trajinado la Biblia de los Salmos al Eclesiastés. Había paseado por el otro Paraíso, el de Milton. Se había admirado al ver al doctor Frankenstein fabricando a su criatura. Se había dejado seducir por la reina Mab. Había caído rendido ante los versos de Shakespeare. Había envidiado a Hawthorne. Y como un Alonso Quijano, poseído por las lecturas y las letras que le laceraban, había perdido la cordura.
«Los Harper consideran que Melville se ha vuelto un poco loco». Lo escribe un primo de Hawthorne. Ha acabado Moby Dick y su enajenación es una evidencia. Habría bastado con leer cuidadosamente el primer párrafo del libro para comprender que el estado de ánimo de su autor era, en el mejor de los casos, tan turbio como el de Ismael, «con un noviembre húmedo y lluvioso sobre su alma».
Si un sub-subbibliotecario hubiera recopilado los extractos de su declive en la prensa de aquellos días no habría quedado duda: «Herman Melville, loco». «Su fantasía está enferma». «Debe sospecharse que Melville ha salido de un manicomio». «Lo mejor sería que a corto plazo encerraran a este autor». Apenas recaudaría quinientos cincuenta y seis dólares con Moby Dick. Y la sorpresa espantada de la crítica, que se confirmaría en su siguiente novela, Pierre o las ambigüedades, terminó de sepultarlo. Melville no se iba a recuperar. Confinado en la galera de los malditos, comprendió que la ballena le había hundido.
«No lo compre», le escribió a su amada Sarah Morewood. «No lo lea cuando salga, porque este no es libro para usted. No es un pedazo de fina seda de Spitalfields, sino que tiene el horrible tacto de una tela tejida con los cables y las amarras de los barcos. Sopla a través de él un viento polar, y lo sobrevuelan aves de presa».
Las mismas aves de presa que cercaban su mente. Esas que impresionarían a su amigo Nathaniel Hawthorne cuando, años después, se reencontraban en Inglaterra. Más viejo, más triste. Derrotado. Vagando por el mundo. Sin dar con Moby Dick.
«Hay ciertos momentos únicos, ciertas ocasiones, en este extraño asunto al que llamamos vida, en los que un hombre toma todo el universo por una tremenda broma, y a pesar de que no llega a percibirlo con claridad, queda la sospecha de que la burla no es a expensas de nadie más que de él mismo».
Lo sospechó Melville en el capítulo cuarenta y nueve de su novela. Que en el centro mismo del océano de la locura, ante las fauces de la ballena que nunca habrá de existir, estaba él: demente y desesperado, Ahab sin barco y sin presa, incapaz de dar caza a su obsesión. Incapaz de escapar de su propio Leviatán. Devorado por la pálida ilusión de Moby Dick. 

domingo, 18 de diciembre de 2016

Epopeyas modernas: el hombre contra la bañera


El lugar de la batalla es de lo más inhóspito: un "hotel spa" inaugurado en 2015, dotado de todos los elementos modernos capaces de desmoronar la fortaleza del más intrépido guerrero. Al entrar en el baño de la habitación 207, se cierra la puerta estrepitosamente, gracias a un mecanismo fotoeléctrico. De allí no se puede salir sin derramar valor y sangre. Se entra desnudo, con la esperanza de que la batalla será limpia, sin juego sucio. El baño es un cubo gris, pulido, como un refugio nuclear. A través de las rendijas del techo llega la banda sonora: ritmos tenues del más variado electrolatino. El guerrero entra en la bañera. Los apliques de fontanería no parecen apliques, sino adornos de tanatorio. Tras un análisis visual, el héroe da con el mecanismo que hace salir el agua por el grifo. Intenta averiguar cuál es la espita para que se active el chorro de la ducha. Encuentra un pitorro (no conozco el término técnico) de aluminio, prueba a levantarlo, pero no puede. Prueba a girarlo. Se mueve, gira, gira más, salta el pitorro y sale un chorro fino y violento de agua que riega el techo del búnker. Suda el héroe para introducirlo de nuevo en su ubicación original. Cierra el grifo. Prueba de nuevo, grita, pide ayuda, pero nadie lo oye. El búnker es hermético. Nadie puede salir de allí si no es con la victoria entre los dientes. Por fin consigue subir el pitorro. El agua brota por los agujeros de la ducha y el héroe está  a punto de llorar de emoción. La ducha no es de alcachofa. Su forma es la de un tubo de relevos. Con las manos mojadas resulta muy difícil dominarlo y, de hecho, gira y gira. Se riegan las paredes del búnker con el agua a presión. Salta el testigo de las manos del guerrero y se retuerce en el fondo de la bañera como una culebra de plata. Cierra de nuevo el grifo. El agua está helada. Nada indica hacia dónde girar el grifo para que salga agua caliente. Ni color rojo ni azul. Un cilindro brillante que se hace difícil de manejar. Aterido, el guerrero se seca las manos, después de alcanzar con dificultad la toalla que está colgada a un brazo y medio de la bañera. Abre de nuevo el grifo, controla la serpiente de aluminio y consigue hacer salir el agua caliente. Cierra de nuevo el grifo, animado por la conquista. En una bandeja de nácar reposa el tubo de gel. Abre el tapón y comprueba que una lámina también plateada impide la salida del jabón. Intenta arrancarla, no encuentra la pestaña, se desespera, grita, pide ayuda, pero solo se oye el rumor electrolatino, "Caliente, nena, caliente...". De nuevo el frío atenaza sus manos. Al fin, con la esquina de una uña, abre una brecha y sale el gel del tubito. La emoción embarga al héroe, que tiembla, y no de miedo, en el fragor de la batalla. Un aroma extraño le cubre la piel. Con las manos enjabonadas todavía resulta más difícil accionar el grifo, subir el pitorro y sujetar el testigo de ducha. Un sudor de impotencia recorre la voluntad del guerrero. Tiembla de frío. Renuncia. Intenta coger la toalla, está demasiado lejos, cae, grita, pide ayuda, un dolor intenso en la cadera le impide levantarse. El agua sale de nuevo a presión por el pitorro mal cerrado, se estrella contra el techo y, por fin, cesa el electrolatino. Se ha dado paso a la música marcial, mucho más adecuada al momento de la derrota. Héctor ha caído. Lo celebra el diseñador de los "hoteles spa".        

"La impotencia y la inocencia" por Enric González


Habrá tal vez quien recuerde Heimat. Lo suyo sería no recordar esa película-serie, uno de los productos más celebrados de la industria audiovisual alemana, porque versaba sobre la memoria de un país y su director, Edgar Reitz, sostenía que lo más importante de la memoria son los olvidos. La serie, estrenada en 1984 y emitida por Televisión Española en 1988 y 1989, contaba la historia de un pueblecito del Rhin entre 1919 y 1982. En esa historia de la Heimat (un término alemán que abarca desde «patria» a «terruño») filtrada por la memoria, el auge del nazismo aparecía como una época vibrante y próspera y se reflejaba en la construcción de una autopista cerca de Schabbach, el imaginario e idílico pueblecito. De esos tiempos felices (1938) se pasaba a tiempos dolorosos (1943) en los que miles de jóvenes alemanes eran víctimas de la crueldad comunista en el frente ruso.
La tesis explícita, reiterada por Edgar Reitz, consistía más o menos en que los alemanes tenían buenos recuerdos (pasajes en color), malos recuerdos (pasajes en sepia) y unas cuantas cosas que se negaban a recordar. Cosas como Auschwitz. La tesis implícita podría resumirse con la palabra «impotencia». Las cosas pasaron sin que los alemanes pudieran resistirse. Los alemanes siguieron trabajando y se dejaron llevar. Los alemanes, en resumen, fueron inocentes,  y no tienen otra opción que borrar de su memoria colectiva unos horrores que les son ajenos.
Los episodios de Heimat saltaron por encima de 1942, el año en que murió Stefan Zweig, muy lejos de la heimat pangermánica. Ahora cuesta hacerse una idea de la celebridad de Zweig, que en los años veinte y treinta del siglo XX era uno de los escritores más populares de Europa. Si en una casa había un libro, era de Zweig. Y, sin embargo, Zweig se suicidó junto a su esposa en Petrópolis (Brasil) abrumado por la impotencia. Las fotos de los dos cadáveres abrazados, él con el nudo de la corbata escrupulosamente ceñido, siguen siendo conmovedoras.
El escritor dejó una carta en la que citaba la reciente caída de Singapur en manos japonesas como señal de que el mundo estaba condenado a la tiranía y él, una de las cabezas más cultas de su época, no podía ya hacer nada. Su última obra, más o menos autobiográfica, llevaba precisamente el título El mundo de ayer. Una reciente biografía (Las tres vidas de Stefan Zweig, de Oliver Matuschek) sugiere que Zweig temía que afloraran episodios de su pasado que le avergonzaban (nada terrible: actividades masoquistas y algún flirteo homosexual) y que, tras una vida sexualmente muy activa, soportaba mal su impotencia física.
Lo esencial, sin embargo, tuvo que ser la sensación de fracaso histórico. Nacido en plena edad de oro de Viena (1881), millonario y con raíces judías, intelectual y cosmopolita, enemigo de los nacionalismos y de las pasiones irracionales de las masas, convivió con el nazismo (fue libretista de Richard Strauss) hasta que en 1936 sus obras fueron prohibidas en Alemania. Entonces comenzó su exilio. Pero cualquiera que lea sus Momentos estelares de la humanidad entenderá que Zweig llevaba muchos años obsesionado con la pasividad, y la impotencia, del hombre decente. En el capítulo dedicado a las jornadas posteriores al asesinato de Julio César(44 a. C.), quizá los días más cruciales en la historia occidental, condena a Cicerón: justo, sabio, inteligente y dispuesto a morir para salvar la República, pero en último extremo incapaz de asumir su responsabilidad cívica y enfrentarse a los tiranos. En el capítulo dedicado a Waterloo, la impotencia se encarna en un hombre leal, eficaz y sin duda valiente, el mariscal Emmanuel de Grouchy: enviado por Napoleón a perseguir a los prusianos, se escuda en las órdenes recibidas para no acudir al campo de batalla, donde la presencia de sus tropas habría sido decisiva.
Para abundar en las obsesiones de Zweig resulta también recomendable su Castellio contra Calvino, conciencia contra violencia. Como es de esperar, vence el fanático Calvino.

Nuestros tiempos no son demasiado estelares, pero el material humano es el de siempre. Muchos se sienten impotentes ante lo que ocurre. Sobre la gran mayoría se podrá hacer, en algún momento del futuro, una serie como Heimat: no sabemos, no podemos, y ocurra lo que ocurra nos sentiremos inocentes.

sábado, 17 de diciembre de 2016

"Todos los cuentos del mejor cuentista" por José Andrés Rojo


El 22 de marzo de 1897 Chéjov cenó en el restaurante L’Érmitage de Moscú con su viejo gran amigo, el editor de Tiempo Nuevo. “Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca”, cuenta Raymond Carver en Tres rosas amarillas, el cuento donde reconstruye la última época del escritor ruso.
Lo ingresaron, estaba francamente mal, así que ya no podría seguir desentendiéndose de la tuberculosis que lo estaba matando poco a poco. Su producción literaria empezó a dilatarse. A finales de 1899 publicó, tras casi un año de silencio, La dama del perrito, seguramente uno de los mejores relatos de la literatura universal. Paul Viejo, el responsable de la edición de los cuatro volúmenes de los Cuentos completos que acaba de terminar de publicar Páginas de Espuma, contó hace poco en la presentación de la última entrega que no entendió las sutilezas de aquella pieza la primera vez que la leyó. Tampoco lo tuvo fácil la segunda, pero el veneno le corría ya por las venas. Y así, hasta hoy. Aprendió ruso, terminó comprendiendo la hondura de cuanto ocurría en ese puñado de páginas que escribió con tanta maestría aquel médico que había nacido en 1860 en Taganrog y que murió el 2 de julio de 1904 en el balneario de Badenweiler. Y lleva ahora unos años entregado por completo a Chéjov.
El cuarto volumen recoge los cuentos que escribió entre 1894 y 1903, donde están algunos de los que elaboró con mayor parsimonia. El primero reunió los que Chéjov publicó entre 1880 y 1885, acaso los más juguetones y humorísticos; los del segundo, de 1885 a 1886, muestran ya a un autor dueño de sus recursos; el tercero, de 1887 a 1893, recoge piezas que lo confirman como un referente indiscutible de la distancia corta. Son más de 600 relatos, cada volumen tiene más de mil páginas. A Paul Viejo le gusta insistir en que también se trata de una antología de los traductores del escritor ruso al español: hay versiones de autores diversos y épocas muy diferentes. Y prólogos, ilustraciones, fotografías y un aparato de notas para situar el contexto e historia de cada relato. Un trabajo imponente.

Los vómitos de sangre, la época final: de un lado a otro, buscando climas propicios para aliviar el mal. Chéjov estuvo varias veces durante esa temporada en lugares diferentes de Europa: en Italia, en Francia. Se interesó por el caso Dreyfus. En septiembre de 1898 acudió a uno de los ensayos del Teatro de Arte de Moscú, que habían fundado Dánchenko y Stanislavski, y se enamoró de una actriz de 28 años, Olga Knipper. Son años en los que vende su casa de Mélijovo, cerca de Moscú, y se compra otra en Yalta, Crimea. Firmó un contrato leonino con el editor Adolf Marx para publicar sus obras completas, recaudó fondos para construir un sanatorio de tuberculosos, lo eligieron miembro de la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia. Visitó a Tolstói, viajó con Gorki por el Cáucaso. El 25 de mayo de 1900 se casó por fin con Olga Knipper, aunque no llegaran a vivir mucho tiempo juntos. En 1903 escribió La novia, su último relato, y a finales de año se pasaba por los ensayos de El jardín de los cerezos, su última pieza teatral.
Se estrenó el 17 de enero de 1904. Stanislavski, que dirigió la obra, cuenta en Mi vida en el arte que consiguieron que Chéjov fuera al estreno. “Cuando, después del tercer acto, se hallaba en el escenario, delgado y mortalmente pálido, sin poder reprimir la tos mientras lo saludaban con pergaminos y obsequios, se nos estremecía el corazón de dolor”. Unas semanas después, le contó el argumento de su próxima obra. Stanislavski lo resume así: “Dos amigos, ambos jóvenes, aman a la misma mujer. El amor común y los celos crean relaciones sumamente complicadas, que culminan con la partida de ambos hacia el Polo Norte. Los decorados del último acto muestran un enorme navío aprisionado entre los hielos. Al final de la pieza, ambos amigos ven a un fantasma blanco que se desliza por la superficie de la nieve. Evidentemente, la sombra, o el alma de la mujer amada que había fallecido allá lejos en el rincón de la patria”.
Cuando Chéjov agonizaba al empezar julio en el hotel Sommer de Badenweiler, tenía delirios en los que aparecía un marinero. Estaba con Olga Knipper. “Ella le colocó una bolsa de hielo sobre el pecho”, cuenta Natalia Ginzburg en su librito sobre el autor de El tío Vania. Cuando Chéjov recuperó la lucidez le preguntó: “¿Para qué poner hielo sobre un corazón vacío?”.

“El doctor Schwörer llegó a las dos de la mañana. ‘Ich sterbe’ —le dijo Chéjov—. Me muero”, continúa Ginzburg. El médico le puso una inyección de alcanfor y, al rato, encargó que les subieran una botella de champán. “Chéjov aceptó la copa que le ofrecieron y dijo: ‘Hace tiempo que no bebía champán’. Vació la copa y se acostó de lado. Poco después dejó de respirar. Era el 2 de julio de 1904”.

martes, 13 de diciembre de 2016

"Ronaldo y el ardor", un cuento erótico extraído de "Te negarán la luz"



Don Pedro de Portugal tenía un escudero enamoradizo, joven y falto de toda discreción. Una mañana, el muchacho paseaba por la villa de Oporto cuando vio, asomada a la ventana, a una mujer que exhibía una blancura tintada en el infierno. Era verano. La joven enseñaba los brazos y el cuello desnudos, liberados de las joyas con que las damas se los suelen adornar en las iglesias. La despreocupación de estar en casa la convertía en una apetitosa virgen de marfil. Sin que ella lo advirtiera, el escudero se recreaba en la acción de sus dedos, que acanalaban el rojo de su cabello como la lujuria del arado penetra en la tierra. Desde la calle, el breve valle de sus pechos se atisbaba inalcanzable y provocaba el sudor copioso de Ronaldo -así se llamaba el muchacho.
Poco tenía que hacer ese día Ronaldo. Decidió esperar a la dama para verla a ras de suelo y para asegurarse de que no era la distancia la que removía su deseo. Las campanas de la iglesia tocaban a misa. Por fin, se abrió la puerta que el escudero guardaba desde hacía más de tres horas. Una vieja muy agrietada por los años acompañaba a la joven. Aunque la muchacha no era muy alta, a él le pareció que seguía asomada al alféizar de la ventana. El escudero tragó saliva una y otra vez para contener el agua que le llenaba la boca. No era la primera vez que sentía esa tensión violenta en las calzas, pero nunca la había notado con tanta insolencia.
Ronaldo era fibroso y lacio como palo de regaliz. La calavera le huía de la carne. Solo su piel curtida impedía que mostrara el color del hueso. Los ojos le bailaban en las cuencas y el pelo le caía desmayado por falta de arraigo. Al caminar, las rodillas le cloqueaban como castañuelas de marfil y solo su gran miembro carnoso avisaba de que ese hombre estaba vivo. No tenía otra pieza de la que enorgullecerse en todo el cuerpo. La sustancia de lo que comía la absorbían sus partes bajas y nada dejaban para el resto del cuerpo. Por eso, cuando el único órgano vivo de su fisonomía despertaba, le prestaba toda la atención del mundo e intentaba alimentarlo con las mejores hembras de la corte.
Salió tras la vieja, embebido por la joven pelirroja y arrastrado por la intemperancia de su verga. Llegó hasta la iglesia y antes de entrar probó a ocultar con la capa la insoportable erección que tiraba del resto de su esqueleto. Vio a la dama en las tinieblas del templo con tanta claridad como en la ventana de su casa. Cuando una hembra se adueñaba de su centro, ninguna otra cosa ocupaba su imaginación. Así pasó el día, trempado y paseando de la iglesia a la casa del corregidor. Porque Ronaldo, en el fragor de la pasión, y pese a conocer la corte de Oporto al dedillo, no se apercibió de que la ventana pertenecía al alcalde de la ciudad. La joven que se había apoderado de su deseo era la corregidora, doña Ana de Medeiros.
Anduvo despierto al día siguiente para seguir en la brecha Ronaldo. Vistió sus mejores galas, se apretó las cintas de cuero para retener la holgura de los tejidos y salió a por la presa. Averiguó por fin quién era su amada y quién era su dueño, y no por ello cejó en el intento de rondarla. Es más, el hecho de que fuera tan alta dama y casada, azuzó con más violencia el apetito de su miembro. La perseguía no solo por la calle y por el templo, también la esperaba en las salas de la corte y pudo mostrarle su arte como trovador y tañedor de vihuela. Compuso coplas para ella. Su cuerpo de espectro se amojamó todavía más, cuando todos pensaban que en esos huesos solo quedaba piel estampada.
Ana comenzó a prestarle atención. Lo veía por todas partes. Su dueña le descubrió la identidad del hombre que la seguía y le refirió las maravillas que algunas damas contaban acerca del arma que lo adornaba. A la corregidora le parecía un hombre enfermizo, tan delgado como niño tísico y tan breve que no creyó los cuentos que la vieja le acercaba al oído. Sentía pena por él, nunca deseo, y solo al oírlo cantar se le animaba el espíritu hacia la persona del escudero. Era tan poca cosa que ni siquiera los versos bien templados de Ronaldo la animaban a la lujuria, solo a la compasión.
Una noche, el conde de Portugal invitó a todos sus cortesanos a un banquete para celebrar la última villa ganada a los moros. Ana resplandecía junto a su esposo. El escudero fue el primero en entonar unas coplas de loa que interpretó en lo alto de un estrado. La muchacha vio desde abajo cómo surgía un bulto enorme por debajo de la cintura de Ronaldo y no prestó atención desde ese momento ni a la voz ni a las ojeras ni a la delgadez del escudero. Su dueña, que estaba a su lado, le dio con el codo para reafirmar lo que tanto había negado doña Ana de Medeiros. En cuanto terminó la canción, el escudero se escabulló de la sala y la muchacha salió en su busca, entregada por completo a la curiosidad del bulto.
Encontró a Ronaldo sollozando en la oscuridad de un corredor angosto, apoyado en la frialdad de la piedra y con la vihuela colgando de la mano. Lo calmó como a un niño enfermo, bebió sus lágrimas de desconsuelo y atrapó el arma del escudero con el placer de confirmar con la mano lo que la vista ya le avisaba. En cuanto Ronaldo notó la palma fría de su amada agarrándole el miembro, se transformó en un animal distinto. Sorbió sus humores y arremetió allí mismo contra Ana, quien agradeció la mutación en hombre entero del niño enfermo que hasta entonces había visto.
La afición de la dama creció y creció de tal forma que si temerario fue el primer encuentro aún más lo fueron los siguientes, hasta que el adulterio de su escudero con la esposa del alcalde llegó a oídos del mismo conde de Portugal.
Don Pedro era conocido por su fe convencida y por la entrega absoluta a las encomiendas de su confesor. De naturaleza enfermiza, siempre le rondaba la muerte alrededor y esto lo hizo temeroso y muy sumiso a los consejos e indicaciones de los clérigos. No consentía que ninguno de sus súbditos se comportase de manera pecaminosa y menos que faltara a los mandamientos de la ley de Dios. Estaba seguro de que si en su corte permitía el pecado, él mismo padecería los suplicios del infierno sin ninguna duda. Su endeble salud lo convertía en un hombre temeroso que veía en la muerte y en la condenación eterna postas demasiado próximas.
Cuando uno de sus criados le comunicó la noticia del adulterio de la corregidora con su propio escudero, montó en cólera y lloró con desconsuelo. Don Pedro estaba seguro de que sería llevado a las lagunas de fuego del infierno esa misma noche, en cuanto lo remataran los dolores de pleura que lo habían martirizado durante todo el invierno. Para evitar su condena, debía castigar con saña y sin piedad a quien lo iba a enviar al mayor de los suplicios. Solo le quedaba el intento de salvarse por medio de un castigo ejemplar, digno de un servidor de Cristo.
Para ajustar la pena contra el escudero, el conde necesitaba una prueba concluyente del adulterio. Preparó un banquete en su propio castillo y procuró que el alcalde estuviera ocupado en los asuntos de gobierno con el fin de despejar el campo a los dos amantes. No lo desaprovecharon. El consumido Ronaldo, en cuanto tuvo ocasión, desapareció de la sala y tras él salió de inmediato la dama. Ni siquiera esperaron a los postres. Don Pedro los vio desaparecer y los maldijo una y otra vez por manchar su santa casa con el pecado de la lujuria. El conde sufría su condición de mortal como si él mismo estuviera mancillando la justicia de Cristo, como si su propio miembro se hubiera levantado en armas contra natura. Sentía el estigma y la maldición que caería sobre él en cuanto desapareciera de este mundo. Llamó a dos de sus guardias y salió con ellos a por los pecadores.
A Ronaldo no le había dado tiempo a despojarse por completo de sus calzas. Ana trasteaba en ellas con desesperación en el intento de liberar cuanto antes el miembro descomunal del tísico, que tanto bien le daba. Así los sorprendió don Pedro: la corregidora de rodillas, tirando de la prenda y Ronaldo pataleando y mostrando las costillas a la luz de las hachas. La ira del conde se cebó con el escudero y no con la dama. Los pecados de sus súbditos eran también los suyos. Rolando era su lacayo más amado: la mano en la que ponía el pie para subir al caballo, el que le guardaba las armas y los misales, el hombro exiguo en el que se apoyaba cuando lo vencían las enfermedades. Casi era el cuerpo noble del conde el que estaba pecando contra varios mandamientos de la ley de Dios y no había otra solución que el castigo ejemplar. En su desesperación de condenado a los infiernos, decidió que la única manera de purgar la culpa de su escudero era ofrecer a Dios la prenda causante del adulterio. Arrastró a Ronaldo del pelo a través de los corredores. El cuerpo menguado del escudero no ofrecía apenas resistencia a los brazos del conde. El muchacho se aferraba a sus calzas por pudor. No quería acudir a su ejecución medio desnudo y con la prenda a media rodilla. El conde lo arrojó en el suelo de una celda y ordenó al guardia que le diera la daga con que desmembraban a los corzos de la dehesa.
Don Pedro terminó lo que había dejado a mitad Ana de Medeiros: descubrió del todo la verga del escudero, ya apaciguada por el pánico, y la segó junto a los cojones con tajo limpio de matarife. Ronaldo aullaba y se retorcía en el suelo con el azogue de un poseído. “¡Taponadle la herida!”, ordenó el conde a sus lacayos, quienes obedecieron con presteza. Fue lo único que dijo don Pedro. Lanzó la daga, la verga y los testículos contra el suelo y se limpió la mano ensangrentada en la áspera piedra del calabozo. Luego corrió hasta la capilla para orar ante el Señor y ofrecerle el sacrificio.

Ronaldo no murió. Le pararon a tiempo la hemorragia y aunque estuvo varios días a punto de abandonar este mundo, sobrevivió a la penitencia. Ninguno de los físicos daba nada por él, pero su endeble complexión encerraba una fortaleza mayor de la que todos esperaban. En cuanto empezó a mejorar, fue memorable su forma de hincharse. En pocos días, se convirtió en otro muy distinto. Se abombaban su vientre y sus muslos con tal rapidez que sus guardias hablaban del suceso como de un milagro. La falta de su sexo había cambiado la naturaleza de Ronaldo. Engordó como gato castrón y pasaba los días tumbado en un jergón y orinando a través de una cañizuela para no empaparse los muslos. El conde de Portugal, avisado de la metamorfosis de su escudero, decidió sacarlo de la celda y desterrarlo del condado. La supervivencia y la rolliza apariencia de Ronaldo animó al pusilánime don Pedro, quien se creyó salvado de toda maldición, redimido. La recuperación milagrosa del pecador y su transformación en cerdo capón eran señales inequívocas de la gracia divina.

"Alegato a favor de la explayación" por David Araújo


La primera intención era titular este artículo «Alegato a favor de la dilatación de los textos literarios, la sentencia larga y el discurso elaborado. Compatibilidad de la longitud del escrito con la amenidad del mismo», pero resultaría demasiado extenso, ahora que la brevedad se ha convertido en sinónimo de virtud y que parecemos estar seguros de que la concisión nos abrirá de par en par las puertas del cielo. Bendita concisión, siempre que sea fruto de la conveniencia o la necesidad y, sobre todo, de la libertad de elección. Lógico es huir del charlatán y necesaria la censura de la perorata tediosa. Pero tan criticable puede resultar el extender por extender el discurso como el reducirlo porque sí. Me irrita este entusiasmo por la síntesis, esta entrega incondicional a la reducción, este frenesí por lo corto. En definitiva, este dámelo ya.
Y me encrespa especialmente que esta cláusula de la brevedad se imponga en el lenguaje literario. Conocidos son los ejemplos con los que Machado criticó el retoricismo y la palabrería hueca del barroco. Claro que resulta ridícula, en casi todos los contextos imaginables, la construcción «los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa» para referirse a lo que pasa en la calle; u ofrecer a alguien una pera con un «Darete el dulce fruto sazonado del peral en la rama ponderosa». Pero postularse a favor de simplificar semejantes cachivaches gramaticales no puede servirnos de coartada para buscar la proclamación del Estado Universal del Laconismo en cualquier forma de comunicación.
Cuando escribimos disponemos de unos segundos adicionales, respecto a cuando hablamos, para elaborar el discurso. ¿Por qué molesta tanto que el emisor aproveche esta ventaja para permitirse mimar su modo de expresarse? ¿A qué viene ese empeño por menoscabar el esfuerzo dedicado a embellecer las palabras para convertirlas en algo más que meros códigos de comunicación? ¿Por qué no puede sacar partido el lector a ese plus temporal para recrearse en la comprensión, aunque sean más complejas las frases que ojea que las que percibe acústicamente? Esta incondicional exigencia de brevedad y sencillez al escritor podría llevarnos a inferir que el que lee pretende dedicarle poco tiempo a tan noble actividad haciendo el mínimo esfuerzo de comprensión; y yo quisiera pensar que la lectura es la mayoría de las veces un placer y no un trámite o una pose autoimpuesta.
Demos gracias a que Cervantes vivió hace cinco siglos, porque hoy se le hubiera presionado para que empezara el Quijote con algo parecido a «Ocurrió en la Mancha. No tengo un buen recuerdo de aquel lugar. Allí vivía un hidalgo». Y es que necesitamos abarcar con la mirada fragmentos cuya longitud nos permita columbrar signos de puntuación (preferiblemente los redonditos) en lo escrito. Son nuestro balón de oxígeno. Inconscientemente miramos de reojo para cerciorarnos de que un punto y seguido alentador está cerca. Amigos de la frase corta, treinta y tres palabras tardó Miguel de Cervantes en escribir el primer punto y seguido en su novela de novelas. El núcleo del sujeto de su primera frase —«hidalgo»— no aparece hasta después de la mitad de la oración, cuando la mayoría de los lectores actuales ya se han desorientado por no disponer de una palabra que le sirva como báculo y brújula para peregrinar por ese laberinto literario, un verdadero entuerto a desfacer. «Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida, mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas». ¿Quién osaría recriminar a Kerouac la utilización de casi un centenar de términos sin que haya un solo punto entre ellos? Y, próceres utilitaristas, hostiles a la anáfora y a otros recursos literarios con fines estéticos, decidme: ¿tan inoportuna os resulta la continua repetición de palabras como «loca» o «gente» en este texto? ¡Ah, la repetición, esa villana del estilismo, que tiene en la redundancia su máxima expresión de la mediocridad literaria! Especialmente desde que hemos aprendido la palabra «pleonasmo» nos dedicamos a señalar de manera acusadora toda agrupación de vocablos con indicios de reiteración. Yo nunca me enamoraría de una redundancia, pero la compadezco por la condición injusta de paria a la que la hemos abocado.
Por supuesto que lo conciso puede ser bello. Pero algo es bello por ser bello, no por el simple hecho de ser conciso, y algunas veces lo hermoso armonizará con lo breve y otras con lo extenso. Aludíamos a la archiconocida primera frase de el Quijote, pero hay también comienzos escuetos dignos de ser gozados, como el que nos regala Rafael Sabatini en Scaramouche: «Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese fue todo su patrimonio». ¿Qué más se puede añadir a esto o al sublime principio de Lolita, un monumento a la sucesión de frases cortas bien hilvanadas? Qué efecto tan maravilloso producen los sucintos versos de Salinas «Tus besos son ofrecerme los labios para que los bese yo», pero también qué placenteramente larga resulta la definición de «tu boca» de Cortázar en su Rayuela. Qué inspirador es El Principito y con qué amargura puede uno darse cuenta de que ha llegado a la última de las más de mil páginas de Fortunata y Jacinta, el otro gran «Quijote» de nuestra literatura, porque querría que le quedasen todavía otras mil para seguir entre los Arnaiz-Santa Cruz.
Más allá de los debates sobre el número de páginas de los libros o de la exaltación de la frase corta en la literatura, esta tendencia tiene una mayor repercusión en la «otra literatura»: los artículos periodísticos, los blogs, los correos electrónicos o las respuestas de los exámenes. No tengo nada que objetar a los límites establecidos, y justificados, en función del tiempo o del ahorro económico, por ejemplo cuando hablamos del gasto de papel. Pero no se me negará que subyace la idea de que el lector prejuzga un texto por su extensión antes de empezar a leerlo y, aunque disponga de todo el tiempo del mundo y el coste monetario derivado de la impresión le sea indiferente, su predisposición será mejor cuanto menos espacio ocupe.
La exagerada buena reputación de lo breve en lo escrito es el reflejo de esta ansia universal por palparlo todo aunque sea a costa de no pararse a acariciar nada. Ocurre cuando viajamos, como bien expuso Gila en una de sus más famosas disertaciones sobre esos tours frenéticos por diferentes lugares del mundo. Hoy el objetivo es hacerse el selfi —una especie de ritual equiparable al de poner la bandera— en todos los lugares posibles. Es la filosofía del picoteo de las experiencias. Recuerdo una conversación con un amigo en la que contabilizábamos los países que habíamos visitado e intentábamos poner un requisito restrictivo: ¿se tenía en cuenta una simple escala en un aeropuerto; atravesar un país por carretera cuando vas rumbo a otro; valía con hacer noche aunque apenas vieras el lugar a la luz del día…? Él decía que solo se podían contar los sitios en los que hubieras hecho de vientre. Lo consideré un argumento ridículo, pero ahora me apropio de su razonamiento para darle un sentido metafórico: los lugares hay que digerirlos. Las cosas no se han de hacer siempre para conseguir cuanto antes el resultado previsto. ¿Por qué las pipas peladas no han llegado a desplazar a las que vienen con cáscara? Este es el mejor ejemplo de que recrearnos en los procesos, aunque se retrase el resultado, puede también proporcionar satisfacción.
Y aunque, como hemos apuntado, la concisión tiene más razón de ser en la comunicación oral que en la escrita, digo yo que tampoco hay por qué fomentar esa especie de apremio para que el que está hablando termine de hacerlo cuanto antes. Cada vez lo paso peor cuando veo en la televisión o escucho en la radio una entrevista. Me pone nervioso la actitud de urgencia que el entrevistador muestra hacia el entrevistado, que ha de tener la sensación tan pronto como abre la boca de que está molestando. Ya puede ser una señora con un cáncer terminal la que esté comentando su angustiosa situación, que habrá un periodista interrumpiéndola y azuzándola para que acabe las frases cuanto antes. Pareciera que el riesgo de tedio resultara un asunto más delicado que el desahogo de una persona enferma y que hubiera que ser especialmente cuidadoso con lo que se va a decir para que el que escucha (verbo optimistamente empleado) no se aburra.
Si buscamos la forma precisa, exacta y concreta de expresarnos acabaremos todos diciendo lo mismo. Y cuando hablamos no solo enviamos un mensaje con lo que decimos; el cómo lo decimos es otro mensaje, que muchas veces habla de nosotros mismos, de nuestro estado de ánimo, de nuestra forma de ver la vida y de nuestra actitud hacia los demás. En resumen, hablando nos definimos y nos realizamos, y podemos hacer ostentación de la capacidad que mejor nos singulariza como seres humanos, como homo loquens que somos. ¿Sabéis quiénes practican una perfecta concisión en su forma de comunicarse? Las abejas. Unos cuantos bailes para guiar a sus congéneres hacia la fuente de alimento es todo lo que necesitan, en materia de transmisión de información, para sobrevivir: la danza en círculo y la danza de la cola es todo lo que tienen que «contarse». Otros que también se muestran poco amigos de los ripios y van al grano son los cercopitecos, primates que emiten unas precisas señales de alarma especializadas en función del grado de peligro por el que se ven amenazados. Y como los cercopitecos no pueden estar equivocados en este ejercicio de la concisión, en este hermetismo de la sencillez, yo os pido que, en caso de incendio, evitéis oraciones como «hay flamígero elemento que pone en riesgo la existencia de los presentes, por ello se hace menester huir» y os concentréis en ser precisos para alertar. Poned toda la atención en que la única palabra que tenéis que gritar, «¡fuego!», sea entendida, sin adornos. Pero si os pregunto «¿qué tal te va la vida?» sabed que, al menos en lo que a mí respecta, sois muy libres para responder tanto con un «bien», «mal», «sin novedad» o para, si el ánimo ese día os incita a ello y yo no tengo nada urgente que hacer, contarme todos y cada uno de ingredientes con los que habéis cocinado el pato laqueado.
Hablemos sin tantas restricciones y relajemos los corsés a los que nos somete el imperio de la brevedad, cuando este deriva de la dictadura de la prisa y no de la del buen gusto; no excluyamos deliberadamente nada, ni aceptemos deliberadamente nada, como decía Neruda en su defensa de una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos. En definitiva, no coartemos la libertad de expresión, expresión (valga la repudiada redundancia) que utilizamos de manera poco precisa.

(1) Y tanto que necesita un alegato la explayación. Para empezar, la RAE —que sí contempla «concisión», «brevedad» o «concreción»— no reconoce este sustantivo, aunque sí el verbo explayar.