Desde su ventana no veía el mar. Pero podía oírlo en su cabeza.
Las olas no habían dejado de batir. Le acompañaba aquel rugido y la sensación
de que la tinta resbalaba sucia sobre los papeles como un día lo había hecho su
cuerpo sobre la cubierta del Acushnet.
Arrastrado por la galerna. Golpeado por las palabras. Herman Melville se
ha vuelto loco, pero no lo sabe todavía. Se ha entregado a un libro que lo pide
todo. Un libro que le obsesiona hasta el desvarío. Navega a barlovento desde la
buhardilla de esa granja a la que ha bautizado con nombre de barco, Arrowhead. «Mi habitación parece un
camarote y por las noches, cuando me despierto y oigo cómo chilla el viento,
casi se me antoja que la casa tiene demasiada vela y que debiera subirme al
tejado y aparejar la chimenea». Aunque hace semanas que ya no duerme. Ni tiene
ojos para otra cosa que no sean sus propios párrafos. Su historia. Su Leviatán: Moby Dick.
Había llegado a Pittsfield buscando tranquilidad, pero encontró el
vértigo. El campo tenía algo de la vastedad asfixiante del océano. Le recordaba
al mar. Salió huyendo de Nueva York con la esperanza de que lejos de la ciudad
recuperaría su ritmo de trabajo. Esa fuerza titánica que le había llevado a
acabar Redburn y Chaqueta
blanca en solo cuatro meses.
«Escribo una novela sobre mi experiencia en la caza de ballenas».
Cuando lo dice todavía no ha llegado al momento inevitable en el que todo autor
miente a su editor. O, al menos, no en lo sustancial. Porque lo que Melville no
contaba es que nunca se alistó como arponero. Si alguna vez llegó a serlo, tuvo
que ser por fuerza a bordo del Charles
& Henry, en el que pasó menos de seis meses. Y aunque no era demasiado
para presentarse como cazador de monstruos marinos, sí que lo fue para su
inspiración. O para su desesperación.
Herman Melville, en su océano de ficción, en ese lugar que no
aparece en los mapas, está a punto de descubrir que lo que late ante sus ojos,
en las páginas emborronadas, es un libro distinto al que había planeado. No es
un relato de aventuras. Es una caza que le va a cambiar la vida. La que va a
terminar de arruinar su mente dividida entre la melancolía y la vehemencia.
Entre la tierra y el mar.
No deja que le interrumpan. No quiere comer. Tiene en la nariz el
olor del aceite de ballena. Siente el Atlántico arrogante bajo los pies. Le
lleva. Le eleva. Le hunde. Le arrastra. Herman Melville ha caído en una locura
monomaníaca. Está obsesionado por acabar este libro. En algún momento, en
aquella mesa frente al monte Greylock, el libro abrió sus fauces y se tragó su
razón.
Melville ha comenzado su historia sin sospechar dónde se embarca.
Como todas las travesías. Como las que acaban en tragedia. Como la que ha
encendido su imaginación. La vieja odisea que los balleneros cuentan de New
Bedford a Nantucket. La tragedia del Essex
hundido por una ballena. Un cachalote demoniaco había atacado al barco. Con la
determinación de un asesino. Lo había embestido y había esperado a que la
tripulación se agotara achicando el agua para volver y rematar el trabajo.
Aquel mastodonte sabía lo que hacía. Sabía que el golpe sería fatal. Y, sin
embargo, lo peor estaba todavía por llegar. Se atrevería a escribirlo en 1821 Owen
Chase, el segundo de a bordo del desgraciado Essex: evitaron las islas más cercanas porque estaban habitadas por
salvajes caníbales, pero en su viaje desesperado en las precarias balsas que
pudieron salvar terminaron comiéndose los unos a los otros. Porque la justicia
poética, la mayoría de las veces, funciona al revés.
«La lectura de esta historia asombrosa, aquí en el mar sin tierra,
tan cerca de la verdadera latitud del naufragio, ha tenido un efecto
sorprendente en mí». Herman Melville descubre el suceso a bordo del Acushnet. Acaban de cruzarse con otro
ballenero, el Lima, no lejos de las
islas Marquesas y, como es costumbre, las tripulaciones comparten unas
jornadas. Y charla. Y alcohol. Y miedos. Así conoce Melville al hijo de Owen
Chase, que le dejaría una copia del libro de su padre. Nunca nada le había
impresionado tanto. Tenía veintidós años. La historia se quedó con él.
Casi una década después, el relato del naufragio del infortunado Essex aleteaba todavía en su cabeza. Con
la fuerza de una ballena de esperma. Como el coletazo definitivo que ya no se
salva con un golpe de timón. Y, sin embargo, o quizá por la obsesión con la que
le golpea, Melville no consigue avanzar. Varado frente a la página en blanco,
necesita un viento que no encuentra. Y el viento llegará. En forma de tormenta.
Un huracán llamado Nathaniel Hawthorne.
Se conocieron el verano en el que Melville llegó a Pittsfield.
Eran los primeros días luminosos lejos de su nostalgia ya casi cotidiana. Le
gustaba el lugar y la compañía. Aquel pedazo de Massachusetts se había
convertido en un refugio de poetas y literatos. Y no dudó en sumarse a ellos
para compartir un día de campo, una excursión que había preparado un abogado de
la zona fascinado por aquella tribu ilustrada. Melville esperó el lunes 5 de
agosto de 1850 con ansiedad. Amaneció el día con una bruma impropia del verano.
Pero los caminantes no iban a renunciar a su pequeña conquista de Monument Mountain. ¿Qué podía pasar?
Pasó que la tormenta descargó con la furia de latitudes que Melville recordaba
muy bien. Y mientras los otros reían y gritaban, lo que quedaba en él del joven
marinero le llevó al borde de un precipicio para retar al viento. Como si
navegara en popa cerrada en medio del temporal. Y como si el gesto fuera una
provocación, la tempestad arreció. Herman Melville y Nathaniel Hawthorne
buscaron refugio en una hendidura entre las rocas de la montaña. Pasaron dos
horas allí. Y la historia de la literatura cambió. Porque aquel día de agosto,
Herman y Nathaniel se hicieron amigos. Descubrieron que compartían ideas,
sentimientos, dudas, aspiraciones. Hablaron de las letras y de la vida. Y lo
que no suele pasar, pasó. Se encontraron dos seres que solo podían
comprenderse. Herman empezó, por fin, a ser Herman. Y la ballena comenzó a ser Moby Dick.
A los pocos días, Melville había destripado su pobre manuscrito.
Decía que era una revisión, pero lo había reventado desde el mismo corazón del
texto. Como quien busca el aceite en la profundidad de la cabeza de un
cachalote. En algún lugar, entre aquellos párrafos que se le habían resistido
durante meses, entre los recuerdos difusos de las noches en cubierta, escondido
en las palabras que tan trabajosamente había encadenado, estaba el libro que
siempre quiso escribir. Lo iba a lograr pasara lo que pasara. «Como búho me
muevo en el ocaso, debido al ocaso de mis ojos». Se atrevía a confesárselo a su
fiel amigo Evert Duyckinck, editor de Literary World. Pero el ocaso de sus ojos era el de un visionario.
Algo en él había cambiado. En su mesa, en la buhardilla de una granja de
Massachusetts, tierra adentro, Herman Melville se había convertido en Ahab.
¿Es eso que avista más allá del horizonte de sus balleneros la
verdadera historia que desea contar? ¿Es esta la epifanía que esperaba? ¿El
viento que lo impulsaría? ¿Es este monstruo el que tendrá que vencer? Este es.
Misiva a misiva, Melville comparte con Hawthorne la inevitable
tortura en la que se estaba convirtiendo Moby Dick. Lo habían hablado los dos en una de esas largas noches
de confesiones. Herman quería arrancarse un libro del cerebro, que la idea se
hiciera palabra sin tener que atravesar su cuerpo, ni su recuerdo, ni su dolor.
Pero para eso había que atreverse a algo peor: a arrancar el pensamiento de la
mente. «Es comparable a la delicada y peligrosa empresa de separar la pintura
de su panel: hay que raspar todo el cerebro para que la operación pueda hacerse
con seguridad».
Melville sabía lo que le estaba pasando. Sabía que había libros de
dos clases: los que exigen la tinta y «los que se beben la sangre». Y su
ballena es un vampiro. Aquí está la paradoja: había evitado contar el episodio
de canibalismo de los supervivientes del Essex y, por una extraña ley de la
compensación, la novela le estaba devorando a él. Leviatán comiendo a su padre.
El único destino posible cuando se firma un pacto con el diablo. La única
salida: sucumbir, sumergirse, perder pie. Caer en la maldición de Ahab.
Por eso el Pequod es un
manicomio. Un barco conducido por un iluminado, cargado de marineros que han
dejado en tierra la razón. Sabe Melville, porque lo ha vivido, que solo con una
dosis de locura se pueden afrontar esas travesías. Así eran los hombres que
había conocido cuando, adolescente, huérfano y arruinado, él también se tuvo
que hacer a la mar. Quizá entonces ya estaba allí el germen del delirio. El mal
bicho que poseería su cabeza. La monomanía. La sombra de la ballena mitológica
que nunca llegó a ver. Esa pieza inalcanzable que uno nunca se termina de
cobrar. El final que nunca se alcanza porque para eso es el final. El éxito
quizá. El dinero que no había vuelto a ganar desde sus primeras novelas. Aquellas
que no pasarían a la historia pero que le habían dado el aplauso popular. Y que
ahora parecían tan lejanas. «Aunque escribiera los Evangelios de este siglo
moriría en la pobreza», se había lamentado en una carta a Hawthorne. Tenía
razón.
Lo sabía bien Melville, que había trajinado la Biblia de los Salmos al Eclesiastés.
Había paseado por el otro Paraíso, el
de Milton. Se había admirado al ver al doctor Frankenstein fabricando a su
criatura. Se había dejado seducir por la reina Mab. Había caído rendido ante
los versos de Shakespeare. Había envidiado a Hawthorne. Y como un Alonso
Quijano, poseído por las lecturas y las letras que le laceraban, había perdido
la cordura.
«Los Harper consideran que Melville se ha vuelto un poco loco». Lo
escribe un primo de Hawthorne. Ha acabado Moby Dick y su enajenación es una evidencia. Habría bastado
con leer cuidadosamente el primer párrafo del libro para comprender que el
estado de ánimo de su autor era, en el mejor de los casos, tan turbio como el
de Ismael, «con un noviembre húmedo y lluvioso sobre su alma».
Si un sub-subbibliotecario hubiera recopilado los extractos de su
declive en la prensa de aquellos días no habría quedado duda: «Herman Melville,
loco». «Su fantasía está enferma». «Debe sospecharse que Melville ha salido de
un manicomio». «Lo mejor sería que a corto plazo encerraran a este autor».
Apenas recaudaría quinientos cincuenta y seis dólares con Moby Dick. Y la sorpresa espantada de la
crítica, que se confirmaría en su siguiente novela, Pierre o las ambigüedades, terminó de sepultarlo. Melville no se
iba a recuperar. Confinado en la galera de los malditos, comprendió que la
ballena le había hundido.
«No lo compre», le escribió a su amada Sarah Morewood. «No lo
lea cuando salga, porque este no es libro para usted. No es un pedazo de fina
seda de Spitalfields, sino que tiene el horrible tacto de una tela tejida con
los cables y las amarras de los barcos. Sopla a través de él un viento polar, y
lo sobrevuelan aves de presa».
Las mismas aves de presa que cercaban su mente. Esas que
impresionarían a su amigo Nathaniel Hawthorne cuando, años después, se
reencontraban en Inglaterra. Más viejo, más triste. Derrotado. Vagando por el
mundo. Sin dar con Moby Dick.
«Hay ciertos momentos únicos, ciertas ocasiones, en este extraño
asunto al que llamamos vida, en los que un hombre toma todo el universo por una
tremenda broma, y a pesar de que no llega a percibirlo con claridad, queda la
sospecha de que la burla no es a expensas de nadie más que de él mismo».
Lo sospechó Melville en el capítulo cuarenta y nueve de su novela.
Que en el centro mismo del océano de la locura, ante las fauces de la ballena
que nunca habrá de existir, estaba él: demente y desesperado, Ahab sin barco y
sin presa, incapaz de dar caza a su obsesión. Incapaz de escapar de su propio
Leviatán. Devorado por la pálida ilusión de Moby
Dick.