Con ocasión del centenario de Luis Cernuda estamos asistiendo a una
ininterrumpida sucesión de actos conmemorativos del hecho, y presumo que
hubiera originado en él una también ininterrumpida sucesión de frases
sarcásticas. Tal vez esto último hubiera sido su mayor satisfacción. Cernuda,
al que siempre acompañó la gran estimación de otros poetas y de los mejores
lectores, llega por tal celebración, y mucho más tardíamente de lo que ocurrió
con sus escasos iguales, al conocimiento general del lector común. Sin embargo
su influencia en las generaciones posteriores a la suya es la mayor y más
sostenida de las obtenidas por los demás poetas del 27, y sólo es comparable, a
lo largo del siglo XX, a las de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado.
La catástrofe de 1936 escindió España y a los españoles, y en el caso de
nuestro poeta fue ello determinante. Podemos hablar de un primer Cernuda, el
radicado en su país, y un segundo: el del exilio. Une a los dos una misma
esencial visión del mundo y una continuada instalación fatal, y a la vez
cultivada, en una soledad radical. Entre las paradojas que se pueden observar
en la persona de Cernuda, una de las más significativas es la mezcla de fortuna
y adversidad que le acompañó en sus años jóvenes. Siendo estudiante de Derecho
en su ciudad tuvo la suerte de que un profesor, tan inteligente como sensible,
Pedro Salinas, advirtiese en aquel tímido y retraído alumno su gran
sensibilidad y talento. Actuó generosamente, y fue un mentor solícito y
constante: a los veintitrés años ya tenía abiertas las puertas de las más
importantes revistas poéticas de aquel tiempo, entre ellas Revista de Occidente, y antes de salir de Sevilla había aparecido
en la malagueña Litoral su primer y
juvenil libro.
Cernuda siguió, a partir de aquí, un itinerario poético de formación y
enriquecimiento tan variado como el de sus compañeros, mas con unas
características tan personales como independientes. Atento, pues, a los
movimientos generales de la época, pero nunca gregario. El mayor infortunio de
esta poesía es que tan sólo se publicó otro libro exento antes de la
recopilación de su obra hecha en 1936, en la que se insertaron nada menos que
cuatro libros inéditos. Acometió la escritura de seis libros y lo hizo desde
cinco estéticas diferentes.
El primero, Perfil del aire, se
escribe en la tendencia de la poesía “pura”, con mayor cercanía expresiva a la
poesía de Guillén, aunque más afín al mundo melancólico de Juan Ramón. Debió
ser Salinas, gran amigo de aquél, quien le acercara a esta primera admiración,
entonces sin reservas. Ya en los años celebratorios del centenario de Góngora,
y aunque siempre la estimación por él fue grande, en esa común vuelta “clásica”
lo hace por otra vía diferente, y su particular homenaje lo dirige a Garcilaso,
con quien siente una mayor afinidad espiritual. Su título, égloga, elegía,
oda, nos dice que se trata de composiciones estróficas. Habría que esperar a
1936, en el centenario de aquél, para que los poetas más jóvenes entonces
(entre ellos Rosales) lo adoptasen como poeta tutelar. Cuando abandona Sevilla
la libertad sobrevenida se corresponde, en contacto con Francia, con la
adopción del superrealismo, del que le importan la libertad formal, su
magia y rebeldía. Se ayuda de él para lograr un desvelamiento interior que le
lleva, en Los placeres prohibidos, su segundo libro surrealista y de mayor
claridad lógica que Un río, un amor,
a exponer por vez primera en la poesía española su aceptada condición
homosexual. Acabada dolorosamente una breve e intensa historia amorosa escribe
el más autobiográfico de estos primeros libros, ahora acompañándose de la
sombra confidencial y expresiva de Bécquer, y que titula con un verso de éste, Donde habite el olvido. Si con Garcilaso
se habría originado toda la poesía clásica española, con Bécquer se habría dado
principio a la verdadera poesía moderna entre nosotros (así lo observó en
Unamuno, Antonio Machado y Juan Ramón, y también le agradaba que se pudiera ver
en él). Fue su segundo libro publicado. El mayor esplendor verbal, y a la sombra
de Hölderlin, lo encontramos en los largos poemas de Invocaciones; es el último libro de su época española y en él se
exalta un mundo pagano y hedonista. De este Cernuda proviene, en buena parte,
el grupo cordobés de Cántico que, al
fijarse sobre todo en este último Cernuda, llevó a cabo una poesía no meramente
estética y evasiva, como serían inculpados por algunos partidarios de la poesía
social, sino de acusada revulsión moral, dada la católica dominante de aquella
España.
La intuición y el gran acierto de Cernuda fue que, al reunir este tan
heterogéneo conjunto, le buscó un título propio y certeramente significativo. La realidad y el deseo no sólo le
daba unidad de libro único al conglomerado de todos ellos y así se relacionaban
unos con otros, sino que señalaba en él, con exactitud, la visión del mundo
subyacente en toda su poesía. Quedaba mostrada la fatalidad y coherencia de la
voz que desde ella nos hablaba. La esencia de su poesía la constituye el
conflicto que se establece entre los dos términos, ya que el deseo, en muy
contadas ocasiones, logra el “acorde” con la realidad, que se muestra esquiva.
Parece que en Cernuda sólo se produce brevemente con el amor, en el Arte o en
la Naturaleza, y buscará aquél con disposición escéptica y fervorosa o se cobijará,
aunque con exigencia, en estos con una mayor confianza. Lo comprobaremos con
más evidencia aún en la poesía escrita en el exilio, y que ya seguirá siempre
bajo la misma denominación general.
La experiencia bélica, y sus ingratas circunstancias, lo zarandearon de tal
modo que le vemos arribar como un náufrago a su nuevo destino. Sin patria,
lengua, familia, amigos, vencido, con desengaño político, sin profesión
elegida, tiene que buscar, para poder sobrevivir, el eje de su propia y más
desnuda conciencia. Instalado en el nuevo país se encontrará de inmediato con
otra guerra, por fortuna no civil, aunque sólo mundial. Esta sucesión
catastrófica hace que, desde su soledad y desnudez afectiva, quede expuesto a
la más inclemente intemperie, y es entonces cuando estará en condiciones de
calibrar la entera dimensión del hombre contemporáneo. Sabe que debe expresar
la experiencia de la vida en su complejidad, y para ello había obtenido,
gracias en gran parte al profundo estudio de la poesía inglesa, la expresión
poética adecuada y personal. Ya no hay que seguir ascendiendo, pues se ha
encontrado con una planicie definida. El hombre y el poeta han madurado
conjuntamente. Pudo hacer enteramente suya la frase de Machado: “la poesía es
el diálogo de un hombre con su tiempo”, mas también sabemos que para Cernuda lo
más esencial fue siempre que el poeta respondiera al espíritu de su época. Lo
cumplió con entera dedicación y acierto.
La presencia de la ética, desvelada y construida, en el curso de su poesía es
el aspecto quizá más visible y abundante de su obra, hasta el punto de que en
este terreno es con probabilidad el más rico, y el más vivo por su
significación perdurable, de los poetas españoles de su siglo. Lo más relevante
es que la obliga a que sea siempre una conquista personal. Es, por lo tanto,
una ética que por individual es independiente, y que no por ello se opone al
valor colectivo que pueda también encerrar.
En ocasiones nos puede sorprender por lo inesperado que formula, pero nunca se
pondrá en duda su autenticidad, la verdad del hombre que la expresa. Piénsese,
desde sus posiciones políticas, en aquel acercamiento suyo religioso,
precisamente en el trance de la guerra civil, o su repetida exaltación de
Felipe II. No son sino toques comprobatorios de su particular verdad, la
celebración del espíritu cuando brota con fe. En Cernuda nunca hay componendas.
Y no hay compartimentos exclusivos, pues al mismo tiempo nos encontramos con el
poeta lírico, metafísico, cotidiano, esteta, crítico, meditativo. La poesía
quiere abarcar la mayor parte de la experiencia existencial del hombre. También
nos enseña que el lenguaje hablado, en poesía, puede ser tan variado y natural
como lo son los hombres que lo emplean. El suyo era el que correspondía a un
hombre culto, reflexivo, reticente y apasionado a un tiempo, ligeramente
atildado en ocasiones, tan desdeñoso de la pedantería como de la vulgaridad. El
poder creador en el lenguaje se exige según el mundo que se nos quiere mostrar.
Cernuda es un poeta tan hondo como complejo y todo ello se nos entrega, sin
mengua de su abundancia y diversidad, con la más trabada coherencia. El
resultado es esa sensación de haber llegado a la entera verdad de un hombre. Un
poeta ejemplar que tardó demasiado en llegar a España.
Llegábamos a su poesía como el azar nos permitía, pero lo hicimos sin reservas.
Recuerdo aquella hermosa y fría tarde de octubre en Cambridge cuya memoria,
aunque demasiado disminuida, ya sólo yo guardo. Claudio Rodríguez, con una
velada emoción que me sorprendió, nos iba mostrando los lugares que aún
guardaban el paso alejado de Cernuda. J. A. Valente y yo, más decididamente
cernudianos, le acompañábamos en aquel paseo de encuentros. Visitamos el árbol
que cantara, y junto al cual le era tan grato “dejar morir el tiempo
divinamente inútil”, ya sin sombra bajo la sombra extinguida del anochecer.
Después nos acercamos al despacho del profesor Edward Wilson, buen amigo del
poeta sevillano y su traductor en Londres, tan buen lector como persona, y allí
seguimos hablando sobre él viendo libros suyos. Es posible que mi más bella
tarde cernudiana. Unos pocos días después, y sin despedirse de nadie,
imprevisto como en él era costumbre, se marchó para siempre. Debe haber
encontrado ya la playa desde donde mirar eternamente un mar. Deseo que alterne
esa mirada con la de un bello y juvenil acompañante, y que el sol no se ciegue
nunca. El tiempo en la eternidad.