sábado, 27 de agosto de 2016

Poema demagógico



¡Venid a mí, clítoris del mundo!
Venid, martillo en mano,
para clavar la tapa de mi ataúd.
Venid y asolad la tierra,
redimidla de penes y testículos.
¡Venid, clítoris del mundo!
Nombrad profeta a Lorena Bobbit.
Que ella resucite a Adela
(la de Bernarda) y juntas os guíen.
Escupid en los ojos de los imanes,
de los obispos, de los rabinos.
Lavadle las legañas a Pérez Reverte
y quemad las obras de todas las generaciones:
ni románticos, ni modernistas,
ni siquiera la vanguardia
(salvad alguno del 27),
ni garcilasistas, ni novísimos,
tampoco posmodernos.
Publicad libros en blanco
para llenarlos de senos y de vulvas.
¡Venid a mí, clítoris del mundo!
Ahogad en leche a los gobernantes,
(ellas también son hombres,
solo hay que ver a la Merkel)
Venid martillo en mano
para sepultar a los mandarines
y a los demagogos.

viernes, 26 de agosto de 2016

"Así en la sintaxis como en la cama" por Marta Fernández


Ese acto íntimo. El de desnudarse. El de la entrega. El acto de mostrar lo hermoso y lo feo. De sacar al seductor o al monstruo. O a los dos. Ese momento de dejarse llevar. Y de tener miedo. De dar. De adentrarse en lo profundo. De abrirse. Ese acto de derramarse poco a poco. Midiéndolo. Buscando su ritmo. Su momento. Su consagración. El placer. O el dolor de no alcanzarlo. Ese campo de batalla en el que luchar hasta quedarse vacío. Para llenar los ojos del que te mira. Ese subir y ese bajar como de montaña rusa. Ese lanzarse hacia la meta. Y saber que la meta no es la meta. Que lo importante es lo otro. Y el otro. Hacerlo. Y seguir. Y parar. Y volver. Esa vibración de hechizo cuando todo cuadra. Cuando las piezas encajan. Cuando al avanzar sientes que estás en el camino. Y volver tras tus pasos hacia el principio del hilo. Y dejarse caer hacía el final. Sin red. Sin pensar en el impacto. Con el corazón abierto. Descarnando el alma.
Ese acto que tanto se parece al otro. El acto de escribir. De entregarse a las palabras como el que se abandona en un cuerpo ajeno. De cabalgar para poseer. De dejarse ir para volver a uno mismo. Ese acontecimiento entre la generosidad y el exhibicionismo. Sacarlo todo o esconderlo. Escribir y follar. Follar y escribir. Como si fueran lo mismo. Porque lo son. Porque somos en la vida como somos en el sexo. Porque nuestra identidad palpita en nuestras letras. Porque la página en blanco y las sábanas por revolver hablan siempre de nosotros: de cómo somos cuando de verdad surgimos, telúricos y esenciales, de nuestro epicentro.
«Escribir un poema se parece a un orgasmo». Lo dijo Ángel González que comprendió que la tinta mancha tanto como el semen. Que hay que manosear las palabras como quien acaricia la carne. Que la iluminación de las supuestas musas es solo una versión de la epifanía de los cuerpos. González lo contaba sencillo y resignado, con unos versos que eran como una noche de sexo sin erecciones: secos y desabridos, entre la parodia y la vergüenza. «Les hago lo de siempre y, pese a todo, ved: no pasa nada». Pero sí pasaba. El poeta había comprendido que buscar el placer era como buscar la sílaba perfecta.
James Joyce intentaría demostrar que el camino se puede hacer en sentido inverso. Que las letras pueden acariciar hasta estallar sobre la piel. Allí estaba el escritor hermético desnudando sus frases para excitar a su «dulce putita Nora». Nunca Joyce fue tan explícito como cuando jugó a que su literatura se convirtiera en lubricante. «Te habrán impresionado las cosas sucias que te escribo». Aunque a Nora Barnacle no parecía asustarle nada.
¿Sabes lo que quiero decir, amada Nora? Deseo que me abofetees, incluso que me azotes. No como un juego, querida, lo deseo de verdad sobre mi carne desnuda. Deseo que seas férrea, férrea, amor, con tus orgullosos pechos rebosantes y tus muslos macizos. Desearía que me fustigaras, Nora, amor. Y amaría hacer algo que te disgustara, aunque fuera trivial, quizá uno de esas sucias costumbres mías que te hacen reír: y después escuchar que me llamas desde tu habitación y encontrarte sentada en un sillón con tus piernas bien abiertas, tu rostro ruborizado por la ira y una vara en la mano. Y me señalarías lo que he hecho y con un movimiento cargado de rabia me llevarías hacia ti para hundir mi cara en tu regazo. Entonces sentiría tus manos rasgándome los pantalones y colándose en mi ropa, sacándome la camisa, hasta forcejear entre tus brazos fuertes y ya sobre tus piernas ver que te inclinas sobre mí —como si fueras una nodriza furiosa ante el culo de un niño— y tus grandísimas tetas casi me tocan mientras siento tu azote, tu azote, tu azote vicioso en mi carne desnuda y trémula. Perdóname, mi amor, todo esto es estúpido. Empiezo a escribir la carta tranquilamente y la acabo terminando en mi estilo más loco.
Joyce era consciente de lo que le pasaba a su prosa cuando la pasión le arrastraba. Lo mismo que le sucedía cuando su cuerpo se rendía al de Nora. Nora amada. Noretta. Mi Nora. Nora mía. Mi niña querida. Sucia Nora. Nora inocente y descarada dejándose escribir. Y el hombre del parche, coprófilo y perverso glosando sus deleites clandestinos. Basta con leer sus escarceos amatorios para comprender que su sexo era como su prosa: un laberinto plagado de juegos, escandaloso y oscuro, entre el onanismo, la dominación y la fusta. Una corriente de fantasías donde no caben los puntos ni las comas, donde no hay prudencia que se traduzca en pausa. Un lugar, el del sexo, donde Joyce no busca que le entiendan. Sólo quiere ser él pese a todo. Pese a todos. Junto a Nora.
El verbo se hace carne y la carne orgasmo en esos autores que no pueden evitar crear como aman. Así es Jack Kerouac, fornicador insaciable que teclea sin descanso su novela en un rollo. Lujurioso y adicto, escribe sin arrepentimientos, sin pausas, en una continua acometida, de frase en frase y de cuerpo en cuerpo.
«Acaso sea esto la libertad y el dominio —que durante largos y penosos años de trabajo enceguecido me fueron negados. Demasiado conmovido ahora para explicar a qué me refiero. Tiene que ver con todo lo que está en mi naturaleza y, en consecuencia, con mi trabajo». Es noviembre de 1947. Kerouac acaba de volver de California y sigue buscando frenético su identidad, esta vez en las páginas de sus diarios. Ha llegado a la conclusión de que vivir es explorar. Y explorar es un verbo que lo lleva todo, desde los diccionarios hasta las terminaciones nerviosas de decenas de amantes. Kerouac vive en la yema de sus dedos: sobre el teclado, sobre el tacto de los otros.
Esta noche voy a escribir a lo grande y amar a lo grande y a estrangular esta locura. Estoy atrapando estos malditos cambios de propósito en carne viva, con las manos y arrojándolos a los vientos, así de fácil. Desafío todo lo que se atreva a mirarme a los ojos de esa manera, lo desafío en defensa de mi ser: acaso por el gusto de la variedad.
Por el gusto de la variedad va Jack Kerouac de cama en cama. Girando como esa peonza enloquecida que recorrió todos los bares del Village, todos los pecados. Con la rotación perpetua del rodillo de su Underwood. Decía que a veces no podía trabajar porque le llenaba una corriente narrativa demasiado espesa para fluir. Esa misma corriente de vida lasciva y densa que le hacía precipitarse en otros cuerpos, en otras copas, en la cadena de un cigarro que se apaga encendiendo el siguiente, en las puertas abiertas de los paraísos artificiales. «Con todas las almas que quedan por explorar a lo largo de la vida y ojalá pudieras vivir cien vidas ¡o tener la energía de cien vidas en ti! Desde siempre ésta ha sido una de mis ideas favoritas». Tener cien vidas y gastarlas. Derramando tinta o saliva o sudor o semen. Darlo todo y acabar pronto. Acabar también la vida antes de cumplir cincuenta años.
«Escribir, no puedes hacer nada mejor que entregarte, con una comprensión humilde y acaso a disgusto, y que el resultado sea una purga, un deleite, el alivio de comunicar hasta los secretos más personales de uno mismo». Jack Kerouac habla de crear. Pero podría hablar de sexo. De ese momento único en el que rompemos las fronteras que nos contienen para sucumbir ante el otro: ante la página o el amante, ante la posibilidad del placer o el placer de perpetuarse.
Aunque perpetuarse también puede ser contenerse y esparcirse en la tinta húmeda que deja el papel preñado de ideas. Así escribía Marcel Proust, en una cama que ya solo se conmovía con sus palabras. Dejaba en sus cuadernos lo que la realidad no le había concedido al deseo. Había amado a Jaques Bizet sin ser correspondido y había conocido la correspondencia de Reynaldo Hahn.
«Oh, Reynaldo, yo soy tu lamentable basset, que no puede seguirte como un perro verdadero y que habrá de llorar cuando te diga asdieu». Marcel le escribe poemas. Y cartas cómplices para las que inventan un idioma propio.
Pero cuentan que lo que le gusta a Marcel es mirar. Asomarse por el ojo de la cerradura de los burdeles para perderse en la visión de otros hombres. Aquellos ojos grandes en los que cabía el mundo eran los mismos que tomaban nota de cada uno de los detalles que llenarían su obra. Marcel Proust cronista exquisito de lo que dejó el tiempo perdido, de los placeres y los días en los lupanares. Siempre se disculpó por su falta de imaginación: escribía sobre sus recuerdos, de memoria. Como si la vida fuera algo que vivían los otros. Como ese sexo que ocultaba bajo las sábanas.
«Solo un homosexual podría haber escrito En Busca del tiempo perdido». Lo decía Tennessee Williams cuando le preguntaban por la importancia de las preferencias sexuales en los artistas. «No tiene valor ninguno, excepto en el caso de Proust». Quizá era la contención lo que palpitaba en su obra, igual que la dramaturgia de Williams rebosaba de sensualidad bien alimentada. «No soy un obseso sexual, pero la promiscuidad es mejor que nada». Y a continuación el viejo autor recordaba que escribir febril e incansable bajo el efecto de las anfetaminas se había parecido mucho a buscar el romanticismo en incontables erecciones. «Siempre estoy caliente. Mi potencia sexual acumulada sería suficiente para hacer saltar la flota del Atlántico». Cuarenta obras, innumerables los orgasmos, el hedonista compulsivo moriría asfixiado con el corcho de una botella. Pero podía haberse ido de una sobredosis. O de ir y volver a la piel de su amante, Frank Merlo, con quien rompió y se rehízo entre infidelidades y polvos. O morir atragantado de la virilidad que tanto buscó después de que muriera Franky, a los treinta y cinco años. Los huesos de Tennessee aguantarían hasta los setenta y dos. En alguna ocasión había pedido que le enterraran junto al mar, frente al lugar donde se ahogó Hart Crane, poeta, alcohólico y bendito sodomita que también buscaba la consumación en sus versos. Pero su hermano dispuso que fuera de otra forma. Ni con Crane, ni con Merlo. Le darían católica sepultura en el cementerio de Calvary en St. Louis. Su epitafio: «Las violetas en las montañas han roto las rocas». Y como las violetas, seguiría floreciendo su concupiscencia. Nadie la sepultaría bajo la tierra. Quedaría latiendo para siempre en sus obras. Como quedaría en la de Walt Whitman o en la de Bataille, en los sonetos de Lorca o en los poemas de Gil de Biedma o en los diarios de Anaïs Nin. O en la furia creadora de Picasso: imparable en el taller y sobre las mujeres reducidas a boceto en sus manos.
La carne y la obra y la misma actitud ante las dos cosas. Ir con todo. Y para todo. Sin pausa. Sin temor. Sin más blanco que el de las páginas o el de las sábanas. Mancharlas de tinta o de semen. De sudor. De saliva. De voluptuosidad derramada. Poner las palabras contra el papel y la piel contra la boca. Y decir. Y confesar. Medir el tiempo en jadeos. Revolcarse en la forma para llegar hasta el fondo. O alcanzar el fondo para poseer la forma. Reventar de lascivia. De la carne o de las neuronas. Y hacerlo sin corazas: por el supremo gusto de crear, por la explosión que nos justifica, que nos explica, que nos arrasa. Hasta comprender que nunca somos tanto nosotros mismos como cuando nos entregamos. Que son lo mismo el orgasmo y el manuscrito.
Escribir, del verbo follar. Follar, del verbo vivir. Así en la sintaxis como en la cama. 

jueves, 25 de agosto de 2016

La educación a través de la tiranía


Fragmento de "La ciudad de Dios" de E. L. Doctorow:

"Os contaré, por contraste, el tipo de cosas que aprendí en la escuela. Tenía un profesor en el Luitpold Gymnasium. Cuando entraba en la clase, nos poníamos de pie, y cuando se sujetaba las solapas de su toga y asentía con la cabeza, nos sentábamos. Eso era bastante normal. Siempre consideré que la disciplina era su manera de imponer rigor intelectual y de que no decayera nuestra atención a la hora de recibir ideas. Y por ese motivo, en esa ridícula escuela no caminábamos sino que marchábamos y nos levantábamos y nos sentábamos al unísono y salmodiábamos las declinaciones en latín como si fueran juramentos tribales. En mi opinión era algo totalmente insultante, quizá incluso mortífero. Después de uno o dos trimestres, esos chicos perdían toda su chispa mental, les arrancaban la curiosidad a golpes, eliminaban su personalidad; en los recreos yo me sentaba con la espalda apoyada en el muro de la escuela y los observaba correr de un lado a otro o luchar o jugar al fútbol, pero fuera cual fuera el juego, lo que intentaban sin lugar a dudas era matarse los unos a los otros. En su temeridad, con las chaquetas de sus uniformes apiladas a un lado para que no sufrieran daño, asomaba la furia de su ser, que ardía lentamente, dispersa sin remedio entre sus camaradas. Yo veía todo eso y me mantenía apartado, hacía mis deberes, que me exigían muy poco, y no ponía a prueba las posibles ambigüedades de una posible amistad con ninguno de ellos, pues en mi opinión todo era destrucción, y todo por culpa de ese principio germánico -claramente erróneo- de la educación por medio de la tiranía. Yo me sentaba en clase y dejaba divagar mi mente. El hermano de mi madre, Casar, me había regalado un libro sobre la geometría euclídea. Me lo leí como si fuera una novela. Para mí fue un libro excitante, de interés periodístico. Y una mañana, sin darme cuenta, estaba sonriendo al recordar el maravilloso teorema de Pitágoras, y al momento el profesor estaba delante de mí y golpeaba mi pupitre con su puntero para reclamar mi atención. Cuando acabó la clase, en el momento en que salía en compañía de los demás, me llamó para que me quedara. Me miró desde lo alto de su tarima. Tenía la cara redonda, roja y lustrosa, y me recordaba una manzana acaramelada. Parecía que, si se le mordiese la cara, aquella superficie dura y glaseada fuera a grietarse hasta la pulpa. Eres una mala influencia en mi clase, Albert, dijo. Voy a hacer que te manden a otra. No lo entendí. Le pregunté qué había hecho de malo. Te estás sentado allí atrás sonriendo y soñando despierto, dijo. Si todos y cada uno de los alumnos no me prestasen atención, ¿cómo podría mantener mi amor propio? Con ese comentario aprendí en un instante el secreto de todo despotismo."

"El Reino" de Emmanuel Carrère (III)


Según el autor, la voz más fidedigna de Jesús está aquí:

"Alzando los ojos hacia los que le siguen, dice:
Bienaventurados los pobres porque vuestro es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los que tenéis hambre porque seréis saciados.
Bienaventurados los que lloráis porque seréis consolados.
Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen.
Al que te abofetee en la mejilla ofrécele también la otra.
Al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica dale también el manto.
A quien te pida da, y al que pida prestado, no le reclames el dinero.
Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué más queréis?
No juzguéis y no seréis juzgados. Porque con la medida con que midáis se os medirá. Medido con la medida con la que has medido a los demás.
¿Cómo es que miráis la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? Saca primero la viga de tu ojo.
No hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno.
¿Por qué me llamáis "Señor, Señor", y no hacéis lo que os digo?"

"El Reino" de Emmanuel Carrère (II)


Rumores sobre Pablo antes de ser santo:

"Lo que sí es cierto, en cambio, es que circulaban esta clase de rumores sobre Pablo en el entorno de Santiago. Que ni siquiera era judío. Que habiéndose enamorado en Jerusalén de la hija del sumo sacerdote, se hizo circuncidar por sus bellos ojos. Que esta operación, realizada por un aficionado, fue una carnicería y lo dejó impotente. Que como la hija del sumo sacerdote se burló cruelmente de él, se puso por despecho a escribir panfletos furiosos contra la circuncisión, el sabat y la Ley. Y que en el colmo de su bajeza, desfalcó dinero de la colecta para comprar el favor del gobernador Félix."

Retrato literario de María, madre de Jesús, ya anciana:

"Uno de sus hijos, porque tenía varios, había muerto hacía años de una muerte violenta y vergonzosa. No le gustaba hablar de eso o bien solo hablaba de eso. En un sentido tenía suerte: personas que habían conocido a su hijo, y otros que no lo habían conocido, veneraban su recuerdo, y por eso le mostraban a ella un gran respeto. Ella no comprendía gran cosa. Ni ella ni nadie habían llegado a imaginar todavía que había alumbrado a su hijo permaneciendo virgen. La mariología de Pablo se resume en pocas palabras: Jesús "nació de mujer", punto. En la época en que hablo no pasamos de aquí. Esta mujer conoció hombre en su juventud. Perdió la flor. Quizá gozó, esperémoslo por ella, y quizá se masturbó."

La primera vez que se representó una mujer desnuda en la escultura:

"Un buen día, del que no conocemos la fecha pero que fue aquel buen día y no otro, un escultor que era aquel escultor concreto y no otro, tuvo la audacia de retirar los ropajes y representar a una mujer en cueros. Ese escultor fue Praxíteles, y el modelo de su Afrodita una cortesana llamada Friné, que era su amante. Ignoro por qué motivo ella había comparecido ante la justicia y su abogado la había defendido pidiéndole que se remangara la parte superior de su túnica: ¿podía el tribunal condenar a una mujer que tenía unos pechos tan hermosos? El argumento, al parecer, convenció. Los habitantes de Cos, que habían encargado la estatua, la juzgaron escandalosa y la rechazaron. Los de Cnido la recuperaron: durante algunos siglos constituyó su fortuna."

"El Reino" de Emmanuel Carrère (I)


El libro del autor francés investiga alrededor del origen del cristianismo. Un intento literario de reconstrucción histórica de un agnóstico que alguna vez creyó. Analiza los evangelios y las obras de los cronistas de la época. Sobre todo se centra en el evangelio de san Lucas y en las palabras de san Pablo.
Fragmento de Nietzsche en El Reino de Emmanuel Carrère:

"Cuando en una mañana de domingo oímos repicar las viejas campanas, nos preguntamos: ¿es posible? Esto se hace por un judío crucificado hace dos mil años, que decía que era Hijo de Dios, sin que se haya podido comprobar semejante afirmación. Un dios que engendra hijos con una mujer mortal; un sabio que recomienda que no se trabaje, que no se administre justicia, sino que nos preocupemos por los signos del inminente fin del mundo; una justicia que toma al inocente como víctima propiciatoria; un maestro que invita a sus discípulos a beber su sangre; oraciones e intervenciones milagrosas; pecados cometidos contra un dios y expiados por ese mismo dios; el miedo al más allá cuyo portón es la muerte; la figura de la cruz como símbolo de una época que ya no conoce su significado infamante... ¡Qué escalofrío nos produce todo esto, como si saliera de la tumba de un remoto pasado! ¿Quién iba a pensar que se seguiría creyendo en algo así?"

miércoles, 24 de agosto de 2016

"Juan de Mairena, maestro apócrifo" por Rafael Narbona


Juan de Mairena nos aconseja huir del dogmatismo. La adhesión a un credo es un yugo que oscurece el juicio. “Tomar partido –señala Mairena, con la sabiduría de los sofistas- es no sólo renunciar a las razones de vuestros adversarios, sino también a las vuestras; abolir el diálogo, renunciar, en suma, a la razón humana”. Se ha dicho que Antonio Machado quizás habría actuado como su hermano Manuel, si la rebelión militar lo hubiera sorprendido en la zona donde triunfó el pronunciamiento, pero no parece probable. Los valores laicos y republicanos impregnan toda su obra, revelando que Antonio Machado siempre tomó partido por el proyecto de una España democrática y popular. Lejos de cualquier forma de fanatismo, su adhesión a la Segunda República obedece a un imperativo de la razón. El diálogo, la tolerancia y la duda sólo son posibles en el marco de la libertad, nunca en una plaza dominada por tribunos, terratenientes y curas aficionados a sentarse en la mesa del rico, ignorando la parábola bíblica del pobre Lázaro y el avariento Epulón. Manuel Machado se mostró servil con Franco, el dictador que aniquiló brutalmente a sus adversarios, invocando una idea de España opuesta a la voluntad de clarificación del racionalismo ilustrado. El jacobino Antonio Machado prefirió ejercer la resistencia hasta que los bárbaros lanzaron su última ofensiva sobre Madrid. El valiente rompeolas no pudo soportar la rabia de la España negra y tridentina, que acabó con la Edad de Plata de nuestra cultura.
Juan de Mairena describió el infierno como “la espeluznante mansión del tiempo, en cuyo círculo más hondo está Satanás dando cuerda a un reloj gigantesco”. El reloj de arena que acompaña a la guadaña nunca deja de girar. El ser humano contempla con angustia ese movimiento, pues sabe que la clepsidra que escancia la arena lo aproxima a la muerte. La eternidad es un misterio, tal vez una simple ensoñación de una mente hostigada por el imparable devenir. Sólo el instante parece real y quizás la única forma de permanencia que podamos imaginar. El instante no es una vivencia, sino un don de la palabra. La poesía no es un simple tributo a la belleza. La poesía es la forma más alta de trascendencia. Admirador de Henri Bergson, Antonio Machado asimiló gran parte de sus enseñanzas. Al igual que el filósofo francés, pensaba que el tiempo es duración, una vivencia que retiene el pasado y anticipa el futuro. Si el instante se reduce a un punto en el espacio, el tiempo se fractura en una sucesión de compartimentos estancos. Es la visión de la mecánica, que interpreta el universo como materia inerte y divisible. Por el contrario, Bergson describe el cosmos como el hilo de un ovillo, que se ondula y comunica en todos sus momentos. El tiempo es algo vivo, que fluye en todos los sentidos. Los instantes se penetran mutuamente, manteniendo una comunicación permanente entre lo vivido y el porvenir. No hay dos instantes idénticos. El tiempo es irreversible porque cada momento es diferente y nunca deja de transformarse. El pasado que se reescribe incesantemente. La memoria es la fuerza creativa que imprime al tiempo una estructura abierta y narrativa. El ser se dice. No es algo fijo y permanente. La palabra es la flecha que vivifica el tiempo. Mairena apunta que la palabra poética sólo manifiesta su poder transformador en la voz de “los niños de las escuelas populares”, cuya dicción siempre es más precisa y auténtica que la declamación huera de los recitadores. Sólo la inocencia puede captar el latido de la palabra, recreando el mundo y recogiendo la cosecha de los días pretéritos.
La poesía no es una cifra que mide los versos o un espejo situado en la orilla del tiempo, sino un acto creador que ensancha lo real: “Todo amor es fantasía/ […] No prueba nada / contra el amor que la amada / no haya existido jamás…”. La comprensión de la poesía no depende de la intuición, sino del pensamiento. “No es lo mismo pensar –advierte Mairena- que haber leído”. Pensar no es urdir filigranas, sino actualizar la sabiduría popular, que nunca ha tolerado un formalismo vacuo y preciosista: “Huid del preciosismo literario, que es el mayor enemigo de la originalidad. Pensad que escribís en una lengua madura, repleta de folklore, de saber popular, y que ése fue el barro santo de donde sacó Cervantes la creación literaria más original de todos los tiempos”. El saber popular reconoce a los maestros como Abel Martín, cuya modestia se parece a la de Platón, dispuesto a atribuir sus reflexiones a Sócrates, su mentor. El saber popular entiende que el folklore es “cultura viva y creadora de un pueblo”. El folklore es el alma de las naciones. El pueblo griego no habría existido sin Homero, que sintetizó los relatos recitados por poetas ambulantes o aedos en las distintas polis. El genio de Atenas llamea en los hexámetros de la Ilíada, alumbrando retrospectivamente una unidad cultural que sólo se hizo realidad en el terreno de la poesía, pues la rivalidad entre las diferentes ciudades impidió la unidad política.

La conciencia republicana de Machado se refleja en un patriotismo autocrítico: “Yo siempre os aconsejaré que procuréis ser mejores de lo que sois: de ningún modo que dejéis de ser españoles. Porque nadie más amante que yo ni más convencido de las virtudes de nuestra raza. Entre ellas debemos contar la de ser muy severos para juzgarnos a nosotros mismos”. Un buen español lidia con nuestras imperfecciones, sin ocultarlas o minimizarlas: “La posición es honrada, sincera y profundamente humana. Yo os invito a perseverar en ella hasta la muerte”. Antonio Machado continúa la estela de Cervantes, mostrando que el amor a España sólo puede concebirse desde el inconformismo. No podría ser de otro modo en un maestro del optimismo trágico. Utópico, Mairena pide lo imposible: “Que nuestro propósito sea más o menos irrealizable, en nada amengua la dignidad de nuestro propósito”. Alonso Quijano fracasa una y otra vez, pero su idealismo es la única brújula que puede orientarnos. Los españoles son aficionados a denigrarse, sin dedicar demasiado tiempo a conocerse: “Una pérdida total de simpatía hacia lo nuestro va construyendo poco a poco en nuestras almas un espíritu crítico que necesariamente ha de funcionar en falso y que algún día tendremos que arrumbar en el desván de los trastos inútiles”. La grandeza de España no está en sus hazañas de ultramar, sino en las clases populares: “En España lo mejor es el pueblo –escribe Antonio Machado en las últimas semanas de la guerra-. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invaden la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre”. Juan de Mairena no es un señorito, sino un maestro que dialoga y cuestiona sus enseñanzas. Su sentido crítico no implica menosprecio o escasa autoestima. Su palabra es tiempo que discurre como un río caudaloso, sembrando plenitudes y claridades. Su poesía es duración, memoria que preserva y revive lo anterior, sin dejar de apuntar a un futuro que se hace con barro, ilusión y alguna brizna de desengaño. Aún es pronto para despedirse de él.

martes, 23 de agosto de 2016

"La casa" poema en prosa de Luis Cernuda


Desde siempre tuviste el deseo de la casa, tu casa, envolviéndote para el ocio y la tarea en una atmósfera amiga. Mas primero no supiste (porque eso lo aprenderías luego, a fuerza de vivir entre extraños) que tras de tu deseo, mezclado con él, estaba otro: el de un refugio con la amistad de las cosas. Afuera aguardaría lo demás, pero adentro estarías tú y lo tuyo.
Un día, cuando ya habías comenzado a rodar por el mundo, soñando tu casa, pero sin ella, un acontecer inesperado te deparó al fin la ocasión de tenerla. Y la fuiste levantando en torno de ti, sencilla, clara, propicia: la mesa, el diván, los libros, la lámpara –atmósfera que llenaban con su olor algunas flores de la temporada.
Pero era demasiado ligera, y tu vida demasiado azarosa, para durar mucho. Un día, otro día, desapareció tan inesperada como vino. Y seguiste rodando por tantas tierras, alguna que ni hubieras querido conocer. Cuántos proyectos de casa has tenido después, casi realizados en otra ocasión para de nuevo perderlos más tarde.
Sólo cuatro paredes, espacio reducido como la cabina de un barco, pero tuyo y con lo tuyo, aun a sabiendas de que su abrigo pudiera resultar transitorio; ligera, silenciosa, sola, sin la presencia y el ruido ofensivos de esos extraños con los que tantas veces ha sido tu castigo compartir la vivienda y la vida; alta, con sus ventanas abiertas al cielo y a las nubes, sobre las copas de unos árboles.

Pero es un sueño al que ya por imposible renuncias, aunque sea realidad de todos a la que no puedes aspirar. Tu existir es demasiado pobre y cambiante –te dices, escribiendo estas líneas de pie, porque ni una mesa tienes; tus libros (los que has salvado) por cualquier rincón, igual que tus papeles. Después de todo, el tiempo que te queda es poco, y quién sabe si no vale más vivir así, desnudo de toda posesión, dispuesto siempre para la partida.

lunes, 22 de agosto de 2016

"La muerte de un signo ortográfico" por Carlos Mayoral


Como Aureliano frente al pelotón de fusilamiento, siempre habré de recordar el día en que mi profesora de Lengua, una anciana de nombre antediluviano y estricta preceptiva ortográfica, me llevó a conocer el signo de apertura de interrogación (Teodosia, no te olvidaré). ¿Qué hemos hecho con esa elegante manera de abrirle nuestra duda al texto? No culparé a nadie, a menudo hay en estos soportes que ahora utilizamos ciertas restricciones que amenazan con exterminar esta noble raza tipográfica. Ciento cuarenta caracteres por aquí, deja espacio para un vídeo por allá. Mientras, mi querida profesora burgalesa, que nos azotaba con historias sobre cómo el Cid había jurado en Santa Gadea gracias al primer castellano, se revuelve allí donde esté viendo cómo el símbolo de apertura de interrogación ya no le importa a nadie.
Probablemente algún lector esté preguntándose quién es este tipo que cuestiona mi pulcra utilización de las comas y mi generosa conducta con los puntos. Si pertenecéis a este grupo, el texto también va con vosotros. ¿No os dais cuenta de que ahí afuera se está acabando, por ejemplo, con ese modo de expresar a la vez una pregunta y una exclamación mezclando, como en esta interminable frase, ambos signos!
Estamos exterminando los signos ortográficos. Y hay algo todavía peor: somos reincidentes. No es la primera vez que nuestra inercia destructiva acaba con estos tesoros. En el desierto de imagen, vídeo, GIFstreaming y quién sabe cuántas demoníacas plataformas más, este pequeño oasis gráfico amenaza con secarse. Pronto contaremos con un emoticono para cada emoción. Incluso contaremos con un emoticono para bailar sobre la tumba en la que enterramos las comillas, otro para ciscarnos en los corchetes. Nosotros, los de entonces, no sé si seremos los mismos, pero sí sé que recordaremos a nuestras profesoras de nombre antediluviano explicando la diferencia entre el punto final y el punto y seguido.
Apocalíptico, dirán algunos. Líneas atrás comentaba que no es la primera vez que ocurre. Que varios signos ortográficos cayeron para dar paso a estos que ahora desfallecen. A continuación enumeraremos unos cuantos que sucumbieron a la moda tipológica del momento. Como el Aureliano de principios del texto, estamos condenados a perder todas las guerras.

Los siete puntos
La primera ortografía, allá por 1741, recoge el uso de esta especie de puntos suspensivos con la intención de omitir una expresión o término. Antes de la aparición de esta norma, solían utilizarse tantos puntos como longitud se considerase que ocupaba el conjunto omitido. Finalmente, la Academia fijó en siete el número de puntos que habrían de utilizarse para este tipo de marcas. Varios siglos después, nuestra natural inclinación por la pereza nos ha privado de esta maravilla ortográfica.
Ejemplo: «No me seas ……….» (cosecha propia).

Apóstrofos garcilasistas
Este signo, aunque todavía figura en la RAE, corre tanto peligro de extinción que ni siquiera el influjo del omnipresente inglés podrá salvarlo. En castellano fue utilizado con frecuencia en los siglos XVI y XVII. De aquella hermosa manera de omitir apenas nos quedan algunos topónimos de lenguas cooficiales y algún que otro valiente de cuyas licencias narrativas es mejor no acordarse. Su uso se extendió con fuerza a través de la poesía renacentista (Garcilaso, Boscán, etc.).
Ejemplo: «Tierras d’Alcañiz negras las va parando» (Cantar de Mio Cid).

Licor suäve
Todo el que haya leído el célebre soneto de Lope se habrá extrañado al ver cómo el autor le coloca una diéresis sobre la letra «a». Este signo se utilizaba como recurso métrico para separar los diptongos en dos sílabas. Como tantas otras preceptivas poéticas en este siglo XXI, la diéresis métrica huyó el rostro al claro desengaño. La diéresis resiste de manera numantina sobre la letra «u». Quién sabe, si todo sigue así, cuánto tardará en desfallecer.
Ejemplo: «Convertido en vïola, / llora su desventura» (Garcilaso de la Vega).

Alçad los braços
Otro de los símbolos extinguidos o en vías de extinción es la cedilla. Desapareció de nuestra ortografía en el siglo XVIII. Hasta entonces se utilizaba para darle a la «c» el mismo uso ante «a», «o» y «u» que ante «e», «i». Lo curioso en este caso es, además, su origen, mucho más hermoso que su desaparición. La cedilla nació como un adorno visigótico, una floritura caligráfica llamada «copete». No solo en este siglo se cuida la imagen.
Ejemplo: «Porque ves allí, amigo Sancho Pança, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes» (El Quijote, primera parte).

Virgulilla abreviadora
La célebre virgulilla, que aún hoy sirve como sombrero para la españolísima letra «ñ», tuvo en los albores del castellano un uso heredado del latín que poco a poco hemos ido perdiendo: abreviaba una palabra cuando esta no entraba en el renglón. De esta manera, era muy común ver cómo palabras repetitivas e intuitivamente reconocibles se difuminaban. Parece q esta moda d abreviar n es nueva.
Ejemplo: «que» sustituido por «q [con virgulilla]».

Antilambda o diplé
La antilambda o diplé (>) es el símbolo que hoy utilizamos para, por ejemplo, reflejar en matemáticas una comparación en la que uno de los dos términos es mayor que el otro: 9 > 8. En este caso, el origen del símbolo define perfectamente la naturaleza de la Edad Media en la península. Se utilizaba, en el momento en el que la línea que separaba el latín y la lengua romance castellana se iba perfilando y acentuando cada vez más, para introducir citas literales de la Biblia. Como curiosidad: es el origen de las actuales comillas latinas o españolas.

Asterismo ilustrado
El asterismo es un carácter tipográfico representado mediante tres asteriscos que forman un triángulo equilátero (). Además del hermoso origen etimológico del término (conjunto de estrellas) también es curioso el uso que al símbolo se le da, pues era utilizado para marcar el final de un capítulo dentro de una obra. Hoy podrá encontrárselo el lector en forma de pléyade alargada, en lugar del clásico triángulo medieval.

Párrafos calderonianos
El calderón (¶) es un símbolo que fue utilizado durante muchos siglos para establecer el comienzo de un párrafo. Normalmente se trazaba en un color diferente al resto del texto, por lo que a menudo se dejaba el espacio en blanco para, con otra tinta, insertarlo. Este es el comienzo de lo que hoy, pereza mediante, es el sangrado habitual antes de cada nuevo párrafo.

Arroba, el origen
Este símbolo, bandera de una generación a un ciberespacio enganchada, sello de todas las direcciones que hoy utilizamos, origen de canciones que habrán de pasar a la historia, fue ya utilizado en la Edad Media para expresar una medida de peso. El historiador Jorge Romance encontró en un documento de 1448 el famoso signo (@) para dar cuenta de un registro de trigo en la aduana entre Castilla y Aragón. Es el testimonio más antiguo que conocemos del célebre símbolo.
Ejemplo: «Una @ de vino, que es 1/13 de un barril, vale 70 u 80 ducados» (Carta de Francesco Lapiun, 1536).

La falsa cruz
El óbelo (†) es un signo prácticamente en desuso, del que la tipografía tira en muy contadas ocasiones como, por ejemplo, para especificar una fecha de defunción. Sin embargo, también en esa franja en la que el latín comenzaba a oscurecer en favor de sus resplandecientes dialectos se utilizaba para hacer referencia a falsedades o dudas.
Ejemplo: «El símbolo arroba aparece por primera vez en Aragón †».


Desaparecieron o están a punto de hacerlo estos y otros signos, como desaparecerán los que nos enseñó Teo. Quedarán reflejados en nuestra lengua como las cicatrices de una cultura que empezó a ser tal, precisamente, cuando pudo dar testimonio escrito de lo ocurrido. Detrás vendrán otros. Quién sabe cómo influirá en nuestro acervo la retahíla de caras sonrientes, interrogaciones irónicas o hashtags locos que fluye por nuestro día a día cada vez más asimilada. Otros nos recordarán como nosotros recordamos a los que en cierta ocasión nos mostraron la apertura de la interrogación. Y las cicatrices, como dijo Machado, seguirán iluminando.