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viernes, 15 de abril de 2016
Crimen y castigo
martes, 12 de abril de 2016
"¿Cómo construimos la casa de Dios?" por Alfonso Vila Francés
A los primeros cristianos se podría decir que
los pilló el toro. Un día estaban en las catacumbas, masacrados por Diocleciano,
y al siguiente Constantino ganaba batallas con la cruz como emblema.
Tenían que improvisar algo rápido y se les
ocurrió coger algo que ya existía y que les venía bien: la basílica romana, que
era un edificio destinado a ejercer la justicia. Lo tenían todo hecho ya y no
se molestaron más que en cambiar unas esculturas por otras y unos mosaicos por
otros. Por un tiempo tuvieron de sobra. Cuando empezaron a abundar los santos y
los bautizos, recuperaron viejos edificios romanos para hacer mausoleos y
baptisterios, que eran edificios pequeños y de planta central, pero no demasiado
originales. El único que se atrevió a crear algo nuevo fue Justiniano, con
su Santa Sofía. Y no por la tipología de la planta, sino por su tamaño y por su
cúpula sobre pechinas.
Llegamos a la Edad Media y con ella llegamos
a los monasterios. Eso ya era otra cosa. La iglesia era parte de un gran
conjunto. Sobre el año 1000 aparece el primer gran arte cristiano europeo, el
románico. Antes hemos tenido algunos intentos, como el visigodo, el carolingio
y el prerrománico asturiano; y desde luego, tenemos el arte bizantino, que no
supone ninguna ruptura con el arte romano y continuará casi sin cambios hasta
1453, cuando finalmente caiga Constantinopla en poder del sultán Mehmed II.
Pero el románico ya es otra cosa, algo que recuerda muy poco a la antigüedad
clásica, ni en su escultura ni en su pintura ni tampoco en su arquitectura, que
parece tan alejado como si perteneciera a otra civilización sin contacto con el
mundo anterior. Naturalmente decimos «parece», porque los libros de Vitrubio no
se olvidan nunca aunque se olviden, es decir, que cualquiera que se plantee
construir algo en Europa, ya sea un puente, ya sea un castillo, ya sea un
palacio, ya sea una iglesia, no puede librarse de las técnicas ni de los
modelos romanos, como tampoco puede dejar de mirar de reojo al arte musulmán,
sobre todo en las zonas del sur de Europa y Tierra Santa, donde, no lo
olvidemos, llegan las cruzadas.
En cualquier caso tememos un nombre, el abad Hugo
de Semur. Él será el responsable de la reforma del monasterio que recibe el nombre
de Cluny III. La iglesia del monasterio será el modelo de todas las grandes
catedrales románicas, pero el románico no es solo un arte de catedrales y
grandes basílicas, como las catedrales de Ripoll y Santiago de Compostela
o la basílica de Santa María de Vezelay, es también un arte de pequeñas ermitas
e iglesias rurales, como las iglesias del pirineo catalán, o como San Baudelio
de Berlanga, e incluso es un arte de criptas, como la cripta de San Isidoro en
León. En cualquier construcción románica encontraremos mucho muro, mucha
piedra, muy poca luz, poca altura y sensación de solidez, de edificio muy
pesado y robusto. No lo hacen por gusto. Por un lado muchas iglesias son
edificios defensivos (la iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós, en Huesca,
con su estrecha y oculta escalera para escapar de las razias moras),
por otro lado está el asunto del peso de la cobertura. Las bóvedas de
cañón derivan su peso a los muros laterales. No hay contrafuertes, como en el
gótico. No se pueden poner ventanas porque si pones muchas ventanas el muro no
aguanta el peso de la bóveda y el edificio se hunde. Pero los muros tienen una
ventaja: se pueden pintar. Y en el románico tenemos esas magníficas pinturas al
fresco que no tenemos en el gótico.
Hemos dicho que la primera gran iglesia
románica es la de Cluny III. También en Francia, unos doscientos años después,
aparece el otro gran estilo de la Edad Media, el gótico. También surge en un
monasterio, con una nueva orden, el Cister, creada por Roberto de Molesmes y
difundida por Bernardo de Claraval. Al gótico le corresponde vivir el
renacimiento urbano de los siglos XIII y XIV, hasta la llegada de las pestes
que a partir de 1347 pararán en seco el desarrollo y el crecimiento de la
población europea. Por tanto las catedrales góticas ganarán en esplendor a las
románicas. Hay más dinero. Hay más ambición. Y el resultado son edificios más
altos. El arco apuntado sustituye al arco de medio punto. Tenemos una nueva
bóveda, la de crucería, y tenemos los arbotantes, que trasladan el peso a los
contrafuertes. Podemos llenar los muros de ventanas, grandes ventanas, incluso
podemos hacer que casi desaparezcan los muros, como en la Capilla Real de
París. Y por si los edificios no son ya bastante altos, les ponemos remates
puntiagudos (los chapiteles o pináculos o agujas caladas) y levantamos los
cimborrios románicos.
Pese a todo los arquitectos volverán a mirar
a los romanos, ya lo he dicho, pero no de un modo inconsciente sino con pleno
interés. Se ha dicho muchas veces que los libros de arquitectura de Vitruvio
fueron redescubiertos por un humanista florentino en 1414 en el monasterio de
Montecassino. Parece ser que es una leyenda, pero en cualquier caso es un hecho
fundamental que el nuevo tiempo, esa Europa que ha sobrevivido a la peste y que
ya no es la Europa de la Edad Media sino otra cosa que aún está por definir, se
lanza a desenterrar el pasado clásico en todas sus formas. No estaba olvidado,
desde luego, pero es ahora cuando aparece la Academia Platónica en Florencia,
cuando vuelven las grandes esculturas de bronce (como los condotieros de Donatelo y
de Verrochio), cuando se empiezan a traducir los viejos pergaminos
griegos, cuando se vuelven a leer los libros de política de Tito Livio, y
cuando un orfebre que nunca había construido nada se pone a estudiar las ruinas
de Roma y descubre cómo puñetas se puede terminar la catedral de Santa María de
las Flores, a la que le faltaba la cúpula. Hemos llegado a Brunelleschi y
con él hemos llegado a la gran catedral renacentista.
Si se va a Roma hay que ver el Panteón. Si se va a Estambul hay que ver
Santa Sofía. Si se va a Florencia no hay que ser vagos y hay que subir a la
cúpula de Santa María de las Flores. Sé que cuesta, está muy alta, hay
escalones y escalones y más escalones, y los escalones no se acaban nunca. Pero
solo desde dentro de la cúpula se puede entender la cúpula de Brunelleschi. Y
cuesta entenderla, pese a todo, porque en realidad son dos cúpulas, o mejor
dicho, es una cúpula que esconde en su interior un tambor octogonal, porque se
construyó sin andamios, porque se utilizó un sistema de construcción (los
ladrillos, y sobre todo, el modo de colocación de estos, intercalando hileras
de ladrillos trasversales) inventado por alguien que no dejó ni una nota
escrita sobre cómo se hizo, nada que pudiera servir a futuros arquitectos, y
porque antes de ponerse a construir su cúpula, Brunelleschi, desilusionado por
haber perdido el concurso para las segundas puertas del Baptisterio frente a Ghiberti,
se pasó un buen montón de años estudiando sobre el terreno las ruinas romanas.
Pero es que Brunelleschi, además, nos dejó un
nuevo modelo de iglesia cristiana, una iglesia que vuelve a la basílica romana
pero con una novedad radical: lo más importante de la iglesia es lo que no se
ve, lo que no se puede tocar, lo intangible, lo inmaterial: el tratamiento de
la luz. ¿Alguien ha visto una zona de sombra en la iglesia de San Lorenzo? No.
No hay sombras. Ni hay exceso de luz en otros puntos. Todo allí es uniforme,
todo está bañado por la misma atmósfera tenue y diáfana. ¿Y de dónde le viene
la luz? Pues no se sabe bien. No tenemos grandes rosetones góticos. La luz
parece venir de cualquier lado, pero toda es igual. Y toda es igual porque el
arquitecto se ha preocupado por distribuir el espacio de tal modo que ningún
lugar de la iglesia se diferencie de los otros, parezca más importante,
trasmita una sensación distinta del resto. En una iglesia románica o gótica
uno, nada más entrar, sabe que tiene que ir de la puerta hacia el altar, que
está al fondo. Cuando uno entra en San Lorenzo se pierde, todo es igual de
hermoso, de suntuoso, de armónico. Esté donde esté, mire donde mire, uno sabe
que está en un lugar especial, privilegiado.
Vignola devolverá la oscuridad a la
iglesia. Recordará un poco al románico pero en este caso su oscuridad es
voluntaria, y está reservada solo a las capillas laterales, mientras que la
nave central, la única nave central, está toda iluminada. Pero Vignola ha
conocido de primera mano el manierismo de Miguel Ángel, y los que le
encargan su iglesia, los jesuitas, saben que toca pelear con todas las armas
contra los reformadores.
Con Brunelleschi empieza lo que luego continúa
Miguel Ángel en su cúpula de San Pedro, lo que luego continúa Christopher Wren en la catedral de Londres,
ya en el Barroco, ya en el siglo XVII, lo que continúa Jules Hardouin
Mansart en su, también barroca, Iglesia de los Inválidos, lo que se desparrama,
en los siglos XVIII y XIX en todas y todas las cúpulas neoclásicas. Salirse de
la norma tiene su precio. Brunelleschi no quiso agremiarse, no quiso pertenecer
a un sistema donde el individuo contaba muy poco, y tuvo muchos problemas por
ello. Como también Mozart se negó a vivir de un único mecenas y por tanto
fue condenado a la pobreza. Lo normal es seguir a los maestros, que para eso
son maestros, copiar y no innovar, reproducir y no inventar.
Pero el arte avanza al ritmo del mundo. Llega
el siglo XX y el hierro, el acero, el hormigón y el vidrio son los elementos
básicos de la arquitectura. Y viene Auguste Perret y se atreve a
hacer una iglesia de hormigón armado y nada más, es decir, solo hormigón,
hormigón, hormigón y hormigón. ¿Se puede pensar en un material más feo, soso y
vulgar para una iglesia? Pues si visitan Notre-Dame du Raincy verán que fea no
es. Otra cosa es lo que pensaron los que la vieron en 1923. Pero a veces uno se
tropieza con un cura atrevido y entonces… bueno, entonces nos podemos tropezar
con la iglesia de la Riola, de Alvar Aalto, o nos podemos tropezar con el
santuario de Nuestra Señora de Aránzazu, que parece mentira que sea un edificio
de la España franquista, y encima la casa del Señor, pero sí, mira tú por
dónde, va y el edificio más moderno de la época es una iglesia, y no contentos
con el edificio en sí, se atreven a meter esculturas de Oteiza y de Chillida,
y para eso había que ser muy pero que muy atrevido… ¿Quién dice que la iglesia
es reaccionaria? Pues algunos de sus edificios no lo son, desde luego.
domingo, 10 de abril de 2016
Aviso al lector de "Te negarán la luz" y 31 primeras páginas
En este enlace podrás leer las 31 primeras páginas de "Te negarán la luz"
AVISO AL LECTOR DE ESTA HISTORIA
En las postrimerías del siglo XI, el papa Urbano II anima en
Clermont a que los caballeros cristianos se armen contra el infiel y participen
en la Cruzada para salvar el sepulcro de Cristo de la humillación. Por las
mismas fechas, el joven Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania, comienza a
dar lustre a la espada, a la verga y a la pluma.
La moda de la época tira del lado de lo tremendo. Como dice sir
Thomas de Quincey, del 888 al 1111 se cultivó el arte del asesinato como nunca,
así como la arquitectura eclesiástica y los vitrales. Los clérigos triunfan con
sus sermones, herederos del milenarismo. Manejan como tema estrella el fin del
mundo. Señales no faltan: pestes, señores despreciables, hambrunas que
degeneran en el canibalismo, cometas, invasiones de infieles, avaricia… En
cuanto falta la lluvia y la tierra deja de dar alimento, los campesinos,
desamparados, se entregan al primer tiñoso con alucinaciones marianas o
cristológicas. La Cruzada convocada en 1095 por Urbano II se convierte para los
desgraciados en una salida de emergencia que desemboca casi siempre en la
muerte. La mayor parte de la turba de mendigos perecerá en el trayecto, así
como los judíos y musulmanes que se cruzan en su camino.
No extrañará, por tanto, que los relatos de mayor éxito sean los
basados en el Apocalipsis: la tierra parece hundirse bajo la amenaza de los
infieles, de la anarquía, de la depravación feudal y del hambre.
Que Guillermo de Aquitania se descubra tan alejado de mesías
pandilleros, de predicadores, de santos vivientes y de otros iluminados no responde
a la corriente tenebrosa de la Baja Edad Media. La voz lúbrica de Guillermo
surge, disonante, entre el fragor de trompetas y gusanos: no apabulla al oyente
con las maldiciones que le esperan más allá de este mundo terreno, ni busca
espantar a los fieles para someterlos al dominio de la Iglesia.
Guillermo y sus camaradas trovadores se empeñan en elaborar un
filtro de amor contra el Apocalipsis, al margen de las modas de clérigos y
profetas. La vida del primer trovador es una lucha feroz contra la marea de la
sangre y el crucifijo. Se rebela contra el poder que él mismo ostenta, enloquece,
y busca en la mujer y en la poesía lo que intentan usurparle los obispos y la
espada.
En estas líneas, tan
mentirosas o tan verdaderas como La divina comedia de Dante, se narra un viaje
a los infiernos y al paraíso. En Te negarán la luz, Guillermo no está solo,
pero le falta un Virgilio y le sobran beatrices. Nuestro héroe no se adentra en
territorios fantásticos abonados por la teología, sino en Poitiers, en Tolosa,
en Constantinopla, en Jerusalén, en Zaragoza, en Córdoba, en Sevilla… Recorre
el mundo terreno en pos de la luz.
Si el buen tino os conduce en la lectura, hallaréis en esta
historia al hombre tan vestido como lo abriga y lo desnuda el mundo. A
Guillermo de Aquitania, el primero de los trovadores, rodeado de los monstruos
que abrazan al poderoso y embriagado por los placeres que destila la vida. Un
caballero del siglo XII sometido a su
circunstancia. Intentar desembarazarse de ella siempre conlleva una digestión
de piedras.
"La condición humana" por Juan Goytisolo
Durante mis años de profesor visitante en la New York University conocí a un estudiante del departamento de
Lenguas Románicas que preparaba una tesis sobre el libertinaje en la literatura
francesa del siglo XVIII. Ambos compartíamos una gran admiración por Choderlos
de Laclos y sus Amistades peligrosas
—la mejor novela francesa según André Gide— y en una de nuestras charlas salió
a relucir el nombre de Sade a quien el joven había leído con una mezcla de
fascinación y de horror. “¿No cree usted que su obra no debería dejarse al
alcance del público?”, me preguntó. Los lectores interesados darán siempre con
ella, le repuse, pues saca a la luz los impulsos que anidan en la animalidad
del ser humano y en virtud de ello posee una dimensión universal. Prueba de esto
es la generalización del adjetivo sádico que llena el vacío de algo que carecía
hasta entonces de una formulación precisa y clara como la de masoquista
responde a las pulsiones expuestas en La
Venus de las pieles, de Sacher Masoch.
Si evoco esta conversación lo hago a propósito de los esfuerzos
por imponer unas líneas rojas a la expresión literaria de los fantasmas de la
libido. Como escribí en mi ensayo sobre La
Celestina, el frenesí del amor carnal —el sexo en toda su crudeza— es el de
un mundo íntimo que se opone al mundo real como la desmesura a la medida, la
locura a la cordura, la ebriedad a la lucidez, es decir, al de estos fantasmas
que durante el sueño de la razón engendran monstruos. Conforme exponen Maurice
Blanchot y George Bataille al estudiar la obra sadiana, la animalidad del ser
humano —su exuberancia sexual— se convierte para el “divino marqués” en el
único elemento que preserva al individuo de aquellos simulacros llamados
prójimo, Dios, ideal: el yo sadiano no acepta ningún obstáculo que contraríe o
amengüe su fiebre. Obviamente, los delirios e impulsos destructivos descritos
en las páginas de Juliette o Les cents vingts jours de Sodome chocan
en el plano real con la justicia y las leyes, pero su expresión literaria abarca
al ser humano en toda su complejidad freudiana. La rebeldía del cuerpo frente a
la ideología dominante y sus construcciones racionales omnímodas es la que
reivindica la primacía de la impulsión erótica y esa ciega inexorable furia que
restituye al individuo la conciencia de existir por sí mismo.
La estrecha relación entre libido y escritura ha sido
minuciosamente analizada a partir de Freud y una amplia gama de psicólogos,
ensayistas y estudiosos de la literatura. La obra literaria —novela o poesía—
es una simbiosis de elementos racionales e irracionales en los que unos
predominan sobre otros en grados muy diversos según el propósito de su creador.
Un examen de un buen puñado de autores de diversas épocas nos muestra la
imposibilidad de juzgarlos sin tener en cuenta dicha mezcla. ¿Cómo imponer una
corrección política o ética a Rimbaud, Lautréamont o a los surrealistas? Empeño
inútil: sin su irracionalidad desafiante simplemente no existirían. Los
fantasmas del yo profundo, de un extravío sin límites, arramblan con los diques
de contención de la ética y la razón. El artista impone la soberanía de sus
fantasmas más allá de toda otra consideración y su libertad gozosa nos ilumina.
Existe en el ámbito literario una neta distinción entre la
racionalidad del ensayo y la complejidad de la creación artística. Esta última
no se sujeta a unas normas de regla y compás. Si me ciño a mi propia
experiencia, he delimitado cuidadosamente sus campos sin mezclar capachos con
berzas. La lógica de la razón resulta irrelevante por ejemplo en el caso de mis
novelas Don Julián y Juan sin tierra. Algunas críticas
formuladas aún en tiempos recientes ilustran no obstante la frecuente confusión
de ambos planos. No es posible poner puertas al campo.
El lector me excusará aquí una breve digresión personal. Si la
homosexualidad fue tildada de aberración durante siglos y condenada por el
Santo Oficio a la hoguera hasta su aceptación tardía el pasado siglo en las
sociedades democráticas occidentales, con la normatividad impuesta por los llamados
“estudios de género” mi libido ha sido objeto de censuras por no ajustarse al
esquema del canon gay. El que mis colegas de hecho y techo no fueran
precisamente licenciados en Filosofía y Letras y pertenecieran a las que
nuestros burgueses denominaban clases bajas ha llevado a algunos a concluir que
mantuve con ellos una “relación neocolonial”. Ante tal manipulación no puedo
sino manifestar sin complejos la primacía de mis gustos. La libido no admite
enmienda mientras se mantenga en el plano de la imaginación y no engendre
abusos por un empleo de la fuerza contra el otro sexo o en el caso aún más
odioso de los abusos de la pedofilia que tanto abundan en las filas del clero.
En nuestro erial, la expresión de la complejidad connatural al origen de la creación
artística escasea pero halla una notable expresión en los escritos de Antonio
Saura para quien “la cruda y salvaje belleza que anida en el ser humano” no
cabe en la camisa de fuerza de lo normativo. Como dice a los guardianes de la
corrección, “el arte, el placer y el mal caminan íntimamente relacionados, y
difícilmente puede deslindarse cuál es la parte de Eros, cual es la porción de
Tánatos en la cúpula de la intensidad”.
El Sade aprisionado en las mazmorras de la Bastilla a instancias
de su poderosa suegra por la inaceptable violencia física ejercida en la
persona de unas prostitutas encarna una libido que llevada a la realidad merece
su inapelable condena. Ello era punible ya bajo l’Ancien Régime y lo es con mayor razón en la actualidad merced al
lento progreso de nuestras costumbres y leyes que castigan la violencia sexual
en la mayoría de Estados de nuestro mundo globalizado. Pero la exposición
abierta de los impulsos animales de la libido en el terreno literario o virtual
no incumple ley alguna en los países —los menos— no sometidos a una censura
ideológica o religiosa, y las obras de Sade captan y dan un nombre a la furia
animal subyacente en nuestra incorregible especie a la vez inhumana y humana.
Si sus novelas —con el sufrimiento detallado que impone a las
víctimas— no sobresalen por su calidad artística, por el hecho de calar en las
honduras de nuestro yo y hacer brotar de ellas como un géiser todo lo oculto
bajo las apariencias de la convivencia y sociabilidad, se sitúan en un espacio
nuevo e imposible de soslayar. El lado oscuro del hombre permaneció en estado
latente en el universo de ruido y de furia en el que vivimos y aguardaba la
pluma audaz que le pusiese su santo y señas. Gracias a Sade y Masoch es cosa
hecha.
Robo el título a André Malraux: condición humana.
domingo, 3 de abril de 2016
Fragmento de "Te negarán la luz"
Parlamento de un singular personaje de la novela sobre el gobierno y la poesía.
-La poesía es una llave que lo abre todo. Debéis cuidar las palabras como si fueran flores de muchachas vírgenes. Hay que dominar el movimiento de la pluma hasta que consigamos penetrar con dulzura en el entendimiento de nuestros súbditos, sin violencia, con las caricias y con la decisión precisas. Labraremos documentos para la diplomacia, para evitar la sangre en guerras innecesarias. La elocuencia y la retórica pueden salvar muchas vidas. Seremos decorosos con nuestra correspondencia. Es importante que sepan de nosotros en otros reinos, que nos respeten por nuestra forma de expresarnos. El dibujo que de nuestro gobierno plasmemos en las misivas será el que vean los que no nos conocen. Nos esmeraremos en cincelar las aristas de nuestra embajadas. Que nuestras cartas sean reconocidas en cuanto se lean las primeras palabras. Y qué no haremos con los mensajes de amor: recurriremos a los versos de Ibn Hazm para deslumbrar a la amada, para rendirla a nuestros deseos. La poesía es una llave que lo abre todo. Os pagaré cada trazo bien surcado en el papel como si estuvierais trenzando oro en una túnica de seda porque yo mismo quiero ser poesía, porque quiero vivir entre palabras doradas, entre versos que hagan llorar y entre hombres que se quiebren el alma en cada rasgo de la pluma.
sábado, 2 de abril de 2016
"Quiero ser monja" por Elvira Lindo
Y aún hay quien siente, cómicamente en mi opinión, que la religión
católica está en España amenazada. Y quien afirma, ingenuamente en mi opinión,
que vivimos en un estado laico. No se lo parecería así a cualquier extranjero
que, sin haber sido avisado, se dejara caer por nuestro país en los días
semanasanteros. En algunas ciudades, ¿todas?, se encontraría con que no puede
avanzar de un lado a otro con normalidad porque las calles han sido tomadas por
las procesiones. Entendería, observando la abrumadora presencia de tronos,
costaleros y gentío arropando a las imágenes, que el pueblo está en su mayoría
satisfecho y feliz con dicha invasión; supondría, como es lógico, que vivimos
en un estado ultracatólico, dado que las manifestaciones de este credo en
particular invaden la vía pública sin que nadie parezca mostrar su desacuerdo.
Dicho visitante podría abundar en el asunto y se enteraría de que, aunque
tímidamente, algunos políticos van atreviéndose a no encabezar procesiones,
pero pocos son los que a la hora de la verdad cuestionan las subvenciones a las
cofradías; si alguien pregunta a estos representantes del pueblo por qué
conceder tan importantes sumas a un acto que debiera estar costeado por los
fieles, se justificarían diciendo que dicha expresión colectiva trasciende lo
religioso para convertirse en cultura popular.
Si una extranjera turistea en Pascua se preguntará cuál es la
razón por la que la Iglesia Católica mantiene ese discurso victimista; por qué,
dirá, si según parece el número de procesiones es creciente, si nunca ha habido
tantas; en cuanto al fervor no hay más que verlo: en los mismos días en que 32
personas saltaban por los aires en Bruselas y los refugiados acampaban sobre la
tierra mojada a las puertas de Grecia, había fieles que lloraban sin consuelo
porque había llovido y no podían sacar a la calle su trono tras un año entero
de preparación. Cierto es que los seres humanos somos así, católicos o no, que
se puede estar hundiendo el mundo y nosotros andamos echando pestes porque caen
cuatro gotas y se nos estropea la romería, pero si lo señalo aquí es porque los
editores de las noticias de la televisión pública han colocado al mismo nivel
las lágrimas de quien ve truncada una ilusión (palabra tan en boga) y las de
quien sale huyendo de una masacre.
A los turistas que, atraídos por esta arrebatada manera nuestra de
expresar la fe, desembarquen en España en fechas santas abandonarán nuestro
país con el convencimiento de que la religiosidad es unánime, puesto que si en
las calles la gente recibe con emoción no contenida el paso de una Virgen o de
un Cristo, en la tele son retransmitidos puntualmente estos acontecimientos
para que disfruten de ellos aquellos que, por enfermedad o causas de fuerza
mayor, no hayan podido asistir. Pero no en una tele ni dos, nuestro turista
extranjero comprobará que casi todos los canales dedican la programación, de
una manera u otra, a ensalzar la religión católica, que el canal que no sigue
los pasos en directo, da cuenta de ellos en las noticias, y entre paso y paso,
una película bíblica o de milagrería. Lástima que Marcelino, pan y vino, en realidad una bella película de fantasmas,
haya quedado atrapada en la programación fervorosa. El turista insomne puede
quedarse hipnotizado mirando la pantalla hasta las cuatro de la mañana, y
escuchar en una tertulia que da cuenta de la madrugá, a una Paloma Gómez Borrero, la vieja Papaloma, siempre
entusiasta y partícipe del sentir popular, exclamar algo así como que “tendrían
que estar aquí los terroristas para ver esto”. Por la mente del espectador
puede pasar un pensamiento negro: “Mejor no dar ideas”.
Considero que ha sido animados por el éxito creciente de crítica y
público de nuestra fe por lo que unos productores televisivos han decidido
aprovechar el tirón y rodar el docureality Quiero
ser monja. Bien es cierto que la afición a las procesiones no se traduce
luego en votos reales de pobreza, obediencia y castidad, pero quién sabe,
tampoco era imaginable que las procesiones vivieran sus mejores capítulos en
democracia. De momento, para la mayoría, sigue siendo compatible la fe con la
cerveza, las tapas y los menús de Pascua, en los que una, gracias a Dios, se
puede poner morada (ojo al color) a garbanzos con espinacas y bacalao. Porque
la batalla de la laicidad ya parece perdida. La fe mueve montañas.
Cómo explicarle a esos extranjeros que nos visitan que, a pesar de
todo lo que ve, hay muchos que no elevamos nuestro corazón al olor del incienso
y que, aun respetando el sentir de otros, desearíamos que a las criaturas que
practicamos el secularismo o cualquier fe que no sea la católica no se nos
ahogue con un fervor del que no participamos. En Úbeda, célebre por su
abrumadora Semana Santa, había estos días un grafiti singular: “Stop.
Islamización de Europa”. De verdad, parecía un chiste o, como se dice ahora, un
titular de El Mundo Today.
viernes, 1 de abril de 2016
"Te negarán la luz" a la venta por Internet
En este enlace de la editorial Carena se puede comprar mi tercera novela, Te negarán la luz: http://www.edicionescarena.com/ecomm/libro/te-negaran-la-luz-jose-urbano-hortelano.aspx
lunes, 28 de marzo de 2016
"Tras el continente sumergido de ´La Celestina`" por Rocío García
“Oh, sorpresa de mí, cuando entro en La Celestina en profundidad y me encuentro con todo un continente
sumergido”. Las palabras de José Luis Gómez (Huelva, 1940) cambian de ritmo y
de tono. Suenan más bien a versos o patrones rítmicos, los mismos que ha aplicado
a la prosa de la obra de Fernando de Rojas (1476-1541) en la versión que dirige
e interpreta en su primera colaboración con la Compañía Nacional de Teatro Clásico y que se estrena en el Teatro de la Comedia el 6 de abril.
Antes, hoy 27 de marzo, se celebra el Día
Mundial del Teatro. El académico y director del Teatro de La Abadía, testarudo incansable, ha rastreado la época,
ha analizado los personajes y el lenguaje, ha buceado en las profundidades
ocultas del manuscrito inicial de Rojas —un judío converso en aquellos años de
plomo y miedo dominado por el absolutismo confesional— y ha emergido con un
clásico en el que ve una analogía perfecta con nuestro tiempo. Una obra que se
inscribe más allá de una historia de amor desastrado, la de Calisto y Melibea,
y que entra de lleno en el hondo drama del hombre en lucha con su destino. “Es
la obra más inteligentemente corrosiva y negra de la literatura española de
todos los tiempos”, dice.
“Templa la voz”, “atento al
ritmo”, “el tono sostenido”, “fluir pero no desdibujar”. Se van aclarando las
sugerencias de Gómez a lo largo de una fatigosa y fructífera mañana de ensayos.
Se ha puesto la falda larga de vuelo y la blusa anaranjada, y ha cogido un
bolso grande y un pañuelo para recogerse en el personaje de Celestina,
cabellera rala, arrugas profundas, un ojo malo. Va del escenario — “Toda la
calle vengo / tras vosotros por alcanzaros, / y jamás he podido / con mis
luengas faldas”— a la mesa de trabajo, susurrando y dudando. “He encontrado
todo aquello que Rojas, sagacísimo encubridor, judío converso, escondió pero
que la filología y estudios posteriores han sacado a la luz. Celestina es una obra que surge en un
contexto en el que se implanta el absolutismo confesional en España, que
provoca la salida de 250.000 españoles, judíos, lo mejor y más culto de la
sociedad, valientes que se ven obligados a exiliarse, como siempre en nuestro
país”, explica.
En este ambiente oscuro, que semeja a una cárcel común y abierta
para todos, Rojas escribe una primera versión de la obra en la que el encuentro
amoroso entre Calisto y Melibea es solo uno. Sobre este manuscrito inicial y no
los posteriores que publicó —“sus amigos y lectores querían más aventuras y
amores”— ha trabajado Gómez. Un texto que utiliza el artilugio de la tragicomedia
y la reprensión moral a los amantes para “gualdraparse como los caballos” y
evitar las heridas de las cornadas ante la inevitable arremetida de la Inquisición.
Fue tras el proyecto de Cómicos
de la Lengua, desarrollado por la Real
Academia Española, cuando el director y actor descubrió las dificultades
verbales que ofrecía esa joya de la literatura española. “Llevo años clamando
que el nivel de alocución generalizado en el teatro español está por debajo de
las exigencias de la propia literatura dramática. El uso de la lengua en el
teatro se limita muchas veces a pronunciar bien, a un hecho fonético, y es
verdad que se pronuncia correctamente, pero la alocución escénica es otra cosa.
Tiene que ver con la capacidad de, en el fluir de la palabra hecha habla,
elucidar sentido siempre, más allá del sonido, y hacer posible que en las
imágenes de las que están poblados muchos textos y, más en Celestina, emerjan
con facilidad para el público”. Gómez se entusiasma con el espíritu de la
palabra hablada, en esa constante labor investigadora que ha presidido su
trabajo al frente de La Abadía, más
allá de programar y hacer espectáculos. “En la Academia insisto mucho en que la palabra escrita carece de algo que
tiene la palabra hablada y es que es naturalmente emotiva. ¿Por qué? Porque
tiene soplo. ¿Y qué es soplo? Neuma. ¿Y que es neuma? Espíritu”.
Habla de la calle
No deja de sorprenderle La
Celestina. Tras meses de estudio, descubre nuevas maravillas de un texto
que combina grandeza literaria y habla de la calle, saber clásico y refranes
populares y que Rojas advirtió de que era para “ser oído”. Gómez empezó a darse
cuenta de que los periodos de frase, a pesar de estar escrita la obra en prosa,
son octosílabos, endecasílabos, alejandrinos a veces. ¿Qué más puede pedir
alguien enamorado del habla? Alguien a quien se le han ido apareciendo, a
través de un túnel misterioso, las gitanas, las viejas de su tierra, las
pescaderas, los acentos, los gestos, las manos... No se ha visto en la
necesidad de copiar nada, todo le ha salido como un torrente de impresiones; de
sopetón, le llegó todo lo que rodea a esta bruja alcahueta, brillante y
mentirosa.
“Más que una mujer, Celestina es un ser andrógino, una
extraordinaria figura poética, un conglomerado de sugerencias”, subraya quien
interpreta por segunda vez en el teatro a un personaje femenino (la primera fue
en Alemania, en sus años tempranos, con Madama Pace en Seis personajes en busca de autor, de Pirandello), y también por
segunda dirige y protagoniza un montaje (el anterior fue La vida es sueño, de Calderón, en la que hacía de Segismundo). “He
procurado no hacer eso porque me dedico más a la dirección que a mí como actor,
y esto puede amenazar a mi Celestina.
No está el horno para esos bollos porque sé que me van a medir con vara muy
estricta”, añade. Gómez se identifica con esta seductora en la férrea voluntad
de no arrugarse, de aguantar, de esforzarse sin desmayo. La advertencia de su
padre — “nunca te arrugues”— la puso muchos años antes en palabras Celestina:
“Jamás el esfuerzo desoye la fortuna”.
"Europa" por Julio Llamazares
¿Quién dijo que Europa es propiedad de los europeos? ¿Acaso no
somos los europeos descendientes de gentes llegadas de Asia y de África (de
Egipto, de Persia, de Turquía, de las estepas rusas de los Urales…), incluso de
América y de Oceanía, en épocas más recientes? ¿Alguien puede creer que un
continente tiene dueños como los latifundios? Y, sobre todo, ¿quién dice que,
de tenerlos, somos los que lo habitamos y no los que llegan de fuera como en su
día llegaron a Europa muchos de nuestros antepasados, o a América los europeos,
a raíz de su descubrimiento?
Que a estas alturas de la civilización se pretenda parcelar el
mundo como si fuera una finca rústica demuestra hasta qué punto la humanidad ha
avanzado poco en su camino hacia la racionalidad. Y aún menos hacia el
universalismo, que solo se ha conseguido en el terreno económico y no en todo
el planeta, merced al colonialismo, antes, y, ahora, a la globalización. Pero
la globalización solo sirve, por lo que se ve, para comprar y vender
mercancías, da igual que sean alimenticias o armas. Y, además, funciona solo en
una dirección: desde los países ricos hacia los pobres, sin tener efecto de
retorno. El único efecto de retorno es la inmigración, y nos negamos a
recibirla porque nos crea problemas. ¿Qué creíamos, que les íbamos a exportar
las guerras sin que sus consecuencias nos salpicaran a corto o a medio plazo?
El etno europeísmo como doctrina parecía que había desaparecido de
Europa, pero se ve que era solo un barniz, una capa de pintura que no ha
tardado en resquebrajarse en cuanto las tensiones de fuera y de dentro han
empezado a aflorar. La tan cacareada solidaridad internacional de los europeos
valía solo para cuando se ejercía en el exterior, y en pequeña medida, no
fastidiemos, y la interna, mientras los problemas gordos no se produjeron. Y el
de los refugiados que hoy rodean nuestras fronteras pidiendo paso y asilo es el
más gordo de nuestra historia desde la II Guerra Mundial. Que la solución esté
tardando tanto en llegar y que su consecución esté poniendo en cuestión la
propia esencia de Europa es algo que demuestra la gravedad del problema, por
más que algunos políticos, como Mariano Rajoy, hagan como que no se enteran.
Aunque, en el caso de este, puede que no se entere en verdad, convencido tal
vez de que lo que decía la Enciclopedia escolar que ambos estudiamos por los
años sesenta del pasado siglo estaba en lo cierto: “España es un país elegido
por Dios. Por eso está en el centro del mundo. Y por eso todos los extranjeros
quieren venir a vivir a España, porque no hace ni frío ni calor”.
domingo, 20 de marzo de 2016
Después de la galerna
Amainaron los vientos,
cesó la lluvia,
el cielo se abrió
y un sol radiante
iluminó el mar.
Arriamos las velas,
hechas jirones.
Apartamos el mástil
tronchado.
El esfuerzo salvó la nave
y nuestros cuerpos.
Solo algunos se escondieron
en las bodegas.
Solo algunos.
Y salieron a recibir al sol,
como todos los demás.
Amainaron los vientos
y el cielo se abrió
y nos colmó de luz.
Nos despojamos del salitre,
nos desprendimos de camisas
rasgadas por la lucha.
Restañamos las heridas
con labios y paciencia.
Ya no chillaban los oídos
como cigarras en verano,
ya no temblaban los músculos
como si fueran a reventar,
ya no nublaba la vista
la furia de la galerna.
Todo quedó en calma,
plácido y denso
como después del orgasmo.
Todo quedó en reposo.
El mar era miel
y el aire, susurros.
¡Qué felicidad el sosiego
después de la galerna,
qué languidez amplia
de caricia suave,
qué delicia!
¿Y si la nave no hubiera
surcado la mar?
¿Y si todos nos hubiéramos
escondido en las bodegas?
¿Y si no hubiéramos partido?
No reposaríamos desnudos,
abrasados por la violencia de la lluvia.
Seríamos otros: más débiles, más secos,
menos doloridos y menos satisfechos.
¡Qué mundo más tranquilo
sin galernas,
qué tranquilo y qué muerto!
sábado, 19 de marzo de 2016
"Eso es así" por Manuel Jabois
Todos los años, por estas fechas, la Iglesia entra dentro del
Estado, interrumpe su funcionamiento y reclama del Gobierno varios indultos. Lo
hace en conmemoración de la muerte de Jesucristo. Y a través de unas
organizaciones, las cofradías, que se dirigen a las prisiones para pedirles que
les pasen una lista. “Católicos. No vamos a pedir un musulmán, eso que lo pidan
los musulmanes”, como dijo un secretario del Cristo de la Columna. Y todos los
años el portavoz del Gobierno anuncia los indultos y los justifica apelando a
una tradición de muchos siglos, que es lo que se suele decir cuando algo no se
sostiene con la razón: “Es que esto es así”.
Acaba de contarlo Fernando Savater en Tudela: iban él y una monja
solos en autobús a Teruel y Los 40
principales estaban puestos al máximo. Savater le preguntó a la monja si a
ella le molestaba tanto como a él y ella le dijo que estaba rezando,
directamente. Por tanto, el filósofo se acercó al conductor y le dijo: “¿Podría
bajar un poco la música?”. El chófer respondió: “Es que esto es así”.
¿Funcionaba el autobús con música en lugar de gasolina? ¿Era una tradición de
muchos siglos entrar en Teruel con Los 40
a todo volumen? En España si te contestan “esto es así” ya puedes ser el primer
intelectual del país: te vuelves a tu sitio y callas.
Por tanto, el Consejo de Ministros anunció ayer nuevamente la
reunión de dos largas tradiciones, una de componente supersticioso, la
religión, y otra basada en un delirio, para poner a andar el Gobierno. El
delirio procede del siglo XVIII, cuando una epidemia de la peste en Málaga
obligó a suspender las procesiones de Semana Santa. Con la ciudad herida y
sublevada, un grupo de presos se amotinó y consiguió salir a la calle con una
imagen de Cristo para hacer su particular procesión. La pasearon por la ciudad,
regresaron a la prisión y, en cosa de días, la peste se acabó milagrosamente.
El rey Carlos III le concedió un privilegio a una cofradía: cada año sacaría a
un preso de la cárcel y saldría en procesión con ellos.
Esto, sin embargo, no lo suelen contar los portavoces del
Gobierno. Apelan a “la tradición”, pero no explican en qué consiste. No les
debe parecer serio o muy razonado. Igual miran de reojo a la prensa extranjera
y piensan: “Me corto un pie antes de soltar esto por la boca”. Así que liberan
a los presos que les indican las cofradías con un “esto es así” que nos
recuerda la dichosa y ejemplar separación de Iglesia y Estado. Ayer,
precisamente. Este Gobierno en funciones no rinde cuentas al Congreso porque ya
sólo responde ante Dios.
sábado, 12 de marzo de 2016
"La devolución del enigma" por Rafael Argullol
En el libro Conversaciones
con Picasso, el gran fotógrafo Brassaï relata una anécdota, ocurrida en el
diciembre de 1946, que resulta interesante recordar ahora que los medios de
comunicación, a raíz de recientes subastas con precios exorbitantes, han insistido,
una vez más, en identificar el valor del arte con lo que vale una obra de arte
en el mercado. Es una historia, bien conocida por muchos, que se desarrolla en
el París recién liberado. Picasso recibe al importante marchante neoyorkino
Samuel Kootz, el cual tiene la pretensión de organizar una exposición
picassiana en su ciudad, en presencia de Sabartés y de Brassaï, quien está
fotografiando esculturas del artista malagueño. Kootz, ávido por ver y comprar
obras de este, recorre el gran estudio de la calle Grands Augustins para examinar la última producción. Ha llegado a
París con enormes expectativas: “I want
to see Picasso! Now! Now! I am in a hurry!”.
Recorre el espacio a grandes zancadas. Observa mucho, compra menos
de lo esperado, se decepciona más de lo previsible. Él, que habla de Robert
Motherwell, William Baziotes, Carl Holty o Adolph Gottlieb como de su “cuadra”,
encuentra demasiado figurativo el estilo de Picasso. A este le repite que sus
obras son formidables; sin embargo, se vuelve hacia Brassaï y le dice: “I don’t like them very much, they are not
abstract enough!”. Jean Cocteau, siempre cáustico, resume bien esta visión:
“¡Los pobres chiquillos de Nueva York! Reciben una azotaina si se atreven a
dibujar algo reconocible. Los educan para lo abstracto desde la cuna”. Samuel
Kootz tiene claro que esta será la tendencia del futuro. La pintura será
abstracta, o no será.
Parece que Picasso quedó verdaderamente afectado por lo sucedido,
pero, en efecto, fue Kootz quien tuvo razón, si exceptuamos el tangencial
reinado de los Andy Warhol, y si tener razón significa tener “éxito”, sobre
todo comercial, aunque también académico. No obstante, ¿cómo podemos juzgar el
relato de Brassaï desde la perspectiva actual, setenta años después? Podemos
darle la razón a Kootz mientras, simultáneamente, podemos comprender la radical
sinrazón que su postura —e impostura— anunciaba.
Vaya por delante que defiendo sin reservas el gran abstraccionismo
del siglo XX, el que se enraiza en Kasimir Malevich, Vassily Kandinsky o Mark
Rothko. Lo considero una revolución espiritual que se engarza con las grandes
revoluciones espirituales de la historia del arte, equiparable incluso al gran
viraje lingüístico del Renacimiento. Lo mismo me ocurre, en música, con las
propuestas de un Arnold Schönberg y un Alban Berg, o, en literatura, con James
Joyce y Samuel Beckett, o, en arquitectura, con Adolf Loos y el esfuerzo de la
Bauhaus.
En todos estos caminos dispares late un esencialismo catártico que
limpia el arte de sus excesivas retóricas, sean estas historicistas, sean
alegóricas u ornamentales. La desfiguración del arte fue, y es, necesaria
contra el excesivo peso de una figuración abigarrada y, a menudo, huera. Sin
embargo, la frontera peligrosa de la desfiguración permanente del arte ha sido
la deshumanización de este, horizonte que Ortega y Gasset ya advirtió en parte
pero al que, por razones cronológicas evidentes, no pudo asistir.
No obstante, setenta años después del encuentro entre Picasso y el
marchante Kootz, nosotros sí podemos tener una idea del peligro de traspasar
aquella frontera de la desfiguración permanente del arte. La hegemonía de los
manierismos vanguardistas en la segunda mitad del siglo XX ha tenido
consecuencias bien patentes en el momento de confundir lo que es el arte con lo
que vale en la feria de las vanidades y de las codicias. Pero me parece que
esto es menos importante que el desconcierto provocado a la hora de calibrar la
relación entre lo que consideramos la condición humana y lo que llamamos arte.
Si entre estos dos términos no hay relación alguna, entonces, ¡bienvenida la
confusión que sustituye la esencia por el valor, y que identifica el valor con
la transacción! No obstante, si, por el contrario, se comparte la creencia de
que el arte es una forma de mediación —con múltiples máscaras, eso sí— entre el
ser humano y sus enigmas, el ángulo de enfoque tiene que ser, a la fuerza,
otro.
Como los —por llamarlos de alguna manera— esencialismos musicales,
literarios o arquitectónicos, los abstraccionismos pictóricos fueron, en su
origen, un extraordinario viaje al corazón del enigma del hombre y una
exploración de todas sus metamorfosis. Baste un ejemplo que, a mí, me sirve
para todos los lenguajes artísticos. Cuando Kasimir Malevich pinta el Círculo
negro sobre blanco lleva, probablemente sin saberlo, a la práctica lo que
reclamaba Leonardo da Vinci en el Tratado de pintura: la intuición pintada de
un punto que contiene todas las formas de la existencia. Y en el punto, en
efecto, están todas las posibilidades de la existencia. Incluso podríamos
decir: todas las existencias. El Big Bang que genera los universos. Esta era la
revolución espiritual del abstraccionismo. La búsqueda de la figuración total.
Como Leonardo y Malevich, desde el punto, querían llegar a la plenitud de los
mundos.
Estas son, asimismo, la raíz y la dinámica vanguardistas en las
que se desarrolla el proceso de la abstracción. El arte no está guiado por un
formalismo vacío o por un esteticismo ajeno a las conmociones de la conciencia
sino por la necesidad de indagar en los fondos del sentir humano. Así,
manifiestamente, lo expresa uno de los más exigentes textos que jamás se hayan
escrito sobre la cuestión, Lo espiritual en el arte, de Vassily Kandinsky, una
meditación y también un ensayo en los que el artista ruso se interroga sobre la
gran paradoja del arte en general, hacer expresable lo inexpresable, y de la
pintura en particular, volver visible lo invisible.
No obstante, el manierismo retórico anunciado, voluntaria o
involuntariamente por Kootz, condujo al arte en la dirección contraria. Las
obras de este arte eran idóneas para especular en las aulas o para ser colgadas
en el dédalo interminable de los museos de arte contemporáneo pero poco aptas,
por inanes, para mantener viva la tensión entre el hombre y su enigma. Por eso,
tras los maestros —Mark Rothko, Willem de Kooning, Jackson Pollock—, el siglo
XX finalizó con la más nutrida pléyade de epígonos que pueda concebirse. Frente
a ellos es necesario, por tanto, en el XXI, volver a contaminar al arte del
enigma humano. O, si se quiere, más sencillamente, reintroducir al hombre en el
arte.
Evidentemente sería igualmente una impostura proclamar que la
pintura del futuro será figurativa, o no será. El arte no tiene que ser ni
figurativo ni abstracto, sino reconocible. O mejor: el hombre tiene que
reconocerse en él, aunque sea a través de ese punto de fuga misterioso en el
que se contienen todas las existencias.
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