sábado, 30 de mayo de 2015

"Un caso práctico del complemento preposicional: mis tetas" por Yolanda Gándara

El complemento directo preposicional es una peculiaridad del español que ha sido objeto de numerosos intentos de sistematización y cuyo origen se podría encontrar en la confusión con el dativo por una necesidad de nuestra lengua de distinguir lo animado de lo inanimado, emparentado en este aspecto con el leísmo. Se da de forma generalizada la formación del complemento directo de persona con la preposición a y sin ella, como en latín, el de cosa. Sin embargo, esta regla general presenta numerosas excepciones y vacilaciones, de modo que es posible encontrar contraejemplos en todas las pautas. La mayoría de las gramáticas y manuales recogen una serie de normas que vamos a tratar de resumir y considerar a continuación:

– Llevan siempre la preposición “a” los nombres propios de personas y animales:
¿Ha visto usted a Mistetas?
Al ser Mistetas nombre propio de perro lleva preposición, no así, como norma general, en el caso de que el complemento directo designe una cosa inanimada:
¿Ha visto usted mis tetas?
N.B. Como vemos, aunque se dé homofonía entre los sintagmas nominales «Mistetas», nombre propio, y «mis tetas», nombre común de cosa, no debería producirse un error de interpretación entre ambos conceptos en una hipotética conversación.

– Los nombres comunes de personas y animales, generalmente, llevan preposición cuando van precedidos del artículo u otros determinantes que los identifiquen.
¿Ha visto usted al perro? / ¿Ha visto usted a mi perro?
En el caso de nombres comunes de animales, dependiendo del grado de afectividad entre el hablante y el animal se puede o no usar la preposición. Por esta razón es más frecuente su uso con animales domésticos. De igual modo, existe un mayor grado de identificación usando el determinante posesivo que el artículo, lo que implica un uso más frecuente de la preposición ligado al primer caso.

– No la llevan cuando no son identificables, bien por ir sin determinante, bien por ir precedidos de un u otros indefinidos. Con un/una se dan numerosas alternancias dependiendo del grado de identificación:
¿Ha visto un perro?/ ¿Ha visto a un perro?
La primera pregunta se refiere a cualquier perro y la segunda a uno en particular, el que se llama Mistetas, pero en esta ocasión el emisor o emisora opta por omitir este dato para evitar malentendidos.

– Como ya habíamos visto, los nombres de cosa no llevan “a” como norma general, pero sí en el caso de que exista personificación.

¿Ha visto usted a mis tetas?
En este punto nos tenemos que plantear si el complemento directo «mis tetas» podría personificarse de tal modo que, al construirse con preposición, diera lugar al equívoco de marras. En rigor y como recurso estilístico, sin duda. ¿Sería cuestionable la gramaticalidad de la frase He visto a Dolly Parton y a sus tetas? No si lo que queremos expresar es la importancia individualizada de ambos complementos directos. Así pues, se podría dar el enunciado y por tanto existe una posibilidad de confundirse con el primero.
En realidad esa posibilidad es bastante remota, pero estamos hablando de un contexto muy permisivo en el que un perro se llama Mistetas.
Esta historia perruna nos ha servido de subterfugio para repasar algunas de la numerosas pautas de comportamiento de este caso —que sería absurdo relatar aquí existiendo ochenta y una páginas de la Nueva Gramática de la RAE dedicadas a ello— y espero que sirva también para invitar a divagar sobre algo mucho más sugerente que las normas: los mecanismos de construcción del lenguaje que manejamos en virtud de nuestra necesidad de expresar ideas, en este caso la singularidad. Cuanto más personificado es el complemento, mayor exigencia de la preposición hay, produciéndose una jerarquización de factores en lo alto de la cual estaría el nombre propio de persona, mientras que a mayor cosificación, menor presencia de a.
También intervienen otros factores como la naturaleza del verbo: si funciona normalmente con un complemento directo de persona, implica al de cosa y viceversa. Por ejemplo, «saludar» suele funcionar con persona y cuando se usa con nombre de cosa, por influencia del contenido semántico del verbo, es habitual que lleve preposición. Se intuye aquí la misma causa psicológica que ya señalábamos: la necesidad de diferenciar personas de cosas.
En definitiva, existe una amplia libertad de elección de poner o no preposición según la abstracción que realice el hablante y numerosas combinaciones entre los factores que la determinan. Un tema interesante para la gramática descriptiva e inabarcable para la prescriptiva. Se dan tantas variantes que es imposible normalizarlas todas. Pero me gustaría verlas.

Libros que alimentan: "El olvido que seremos" de Héctor Abad Faciolince


Como su mismo autor lo define, "El olvido que seremos" es un memorial de agravios", una disección de su admiración por un padre admirable, asesinado por las balas de la intransigencia. Desde los años 80, la sociedad colombiana se asesina sin pudor por política, religión o coca. Es un hecho que determina la vida de los personajes. Faciolince nos muestra un panorama descarnado de su país a través del activismo social y político de su padre, profundamente emotivo y, a la vez, distanciado lo suficiente de los hechos como para que no resulte un testimonio lacrimógeno y arruinado por lo visceral. El mismo autor tuvo que exiliarse para huir de la misma muerte que acabó con su padre. Pero, aunque importante, no es la violencia en Colombia, lo más decisivo del relato. Faciolince purga su memoria y rinde homenaje a su padre y a su hermana, acabada por un cáncer de piel cuando solo tenía 16 años. Exprime su dolor hasta dejarlo en palabra ajustada, en relato limpio que desangra la violencia de una sociedad enferma. Su padre es un modelo que, a la manera de Proust, sirve para analizar el propio yo y su circunstancia. Una historia desnuda, sin falsos ropajes, sin aspavientos, que arruga el alma.

miércoles, 27 de mayo de 2015

Más glorias olvidadas: Melendi.


Melendi no es un personaje desconocido, ni mucho menos, pero es posible que, en pocos años, este poeta inconmensurable sea olvidado por todos. Antes de que eso ocurra, traigo aquí un fragmento de una de sus canciones para alertar al mundo de la cultura y advertirle de que, escondido entre la música popular, se halla un genio de las letras que supera a cualquiera de estos poetastros que ganan premios y se esconden bajo su pedantería. Deleitémonos:

Qué difícil resulta el amor... compartiendo descansillo 
Qué difícil el amor, cuando su ropa interior, 
Seca con mis calzoncillos. 

Qué difícil el amor cuando no sabes 
Si ella sabe que tú existes 
Con la única esperanza 
De que un día mientras bajo la basura ella se fije. 

Qué difícil este amor, unido por la derrama 
Y que roza lo imposible cuando escucho el ruido horrible 
De los muelles de su cama. 

Qué difícil resulta el amor, que te convierte en espía 
Qué difícil es estar casi hasta desesperar 
Colgado de la vecina. 

Qué difícil resulta el amor, visto desde una ventana 
Qué difícil pedir sal, sin saber ni cocinar, 
Cinco veces por semana. 
Qué difícil, cuando llega el mes de agosto 
Y se va de vacaciones 
Detonándome una bomba de tristeza entre cabeza, 
Corazón y pantalones...

El fragmento no puede condensar más lirismo. Dentro de su aparente sencillez se encierran todos los misterios que angustian al hombre moderno: los picores genitales, los calzoncillos y las camas mal engrasadas. Pocos poetas desde Lope de Vega han conseguido plasmar con un estilo tan popular sentimientos tan profundos como los celos:"Y que roza lo imposible / cuando escucho el ruido horrible / 
de los muelles de su cama". También domina Melendi el paralelismo y la anáfora como nadie y nos convoca a una obsesión que se vuelve enfermiza: "Qué difícil.." Sí, qué difícil ser tan profundo con semejante sencillez. Un dominio tal de la metáfora no lo había sentido desde que leyera a Góngora: "Una bomba de tristeza entre cabeza / corazón y pantalones". ¿Qué nos quiere decir Melendi con ese verso en el que se reúnen las pasiones más terrenas con las espirituales?: "Corazones y pantalones". Lo que aparentemente son dos palabras vulgares se convierten en el léxico melendiano en dos estallidos de genialidad que deleitarían a cualquier espíritu con una mínima sensibilidad. Y el yo poético pide sal, baja la basura, tiende la ropa, escucha a los vecinos..., todo un alarde de sencillez que por antítesis conceptual nos traslada al último escalón de los poetas místicos: la unión espiritual con la divinidad a partir de una purga previa.Esto es poesía y lo demás es filfa. 
Cuando las modas hayan acabado con los sonsonetes no muy afortunados del elegido por las musas, quedará su poesía, pura y sin mácula, como la quería Juan Ramón.

sábado, 23 de mayo de 2015

Glorias olvidadas


La posteridad es ingrata. Y como ejemplo sirva este edicto del año 1937. Su autor, el alcalde de Sa Pobla, no ha quedado registrado que yo sepa en ninguno de los libros de historia de la literatura, ni se le menciona siquiera en ninguna antología poética. Solo la redacción de este bando podría incluirlo en lo más granado del Olimpo lírico español si alguien se hubiera fijado en él. Intentaré enderezar el tuerto.
Como se puede ver, el bando recoge una serie de prohibiciones bajo la amenaza de sanción contra todas aquellas parejas que hicieran uso de su amor en público:
-"Con la mano en el muslo, 1000 pesetas".
-"Con la mano en aquello, 1500 pesetas".
-"Con aquello en la mano, 2000 pesetas".
-"Con la boca en aquello, 2500 pesetas".
-"Con aquello en aquella, 3000 pesetas".
-"Con aquello fuera de aquella, 4000 pesetas".
-"Con aquello detrás de aquella, 5000 pesetas".
Al margen de que las sanciones sean o no adecuadas al delito cometido, hay que observar ya en esta primera parte del texto, el lirismo con que se definen cada una de las situaciones eróticas. La inspiración de los maestros árabes y de los relatos de las Mil y una noches subyacen bajo la habilidad poética del alcalde Vicente. Y si esto nos pareciera poca cosa, no tenemos más que leer la continuación. Un prodigio del dominio de la condensación y la metáfora como pocas veces se puede apreciar en la poesía española de todos los tiempos:

"¿QUÉ ES AQUELLO?"
"No es un murciélago, pero vive colgando".
"No es un acordeón, pero se estira y se encoge".
"No piensa, pero tiene cabeza".
"No pertenece a ningún club, pero lo llaman miembro".
"No produce música, pero lo llaman órgano".
"No es un caballero, pero se levanta ante las damas".
"¿QUÉ ES AQUELLA?"
"Tiene labios, pero sin dientes".
"Es un conejo que no corre, pero se corre".
"No es un abanico, pero se abre".
"No muerde, pero traga".
"No es vegetariano, pero come nabos".
"No es un aspirador, pero traga polvos".

Después de este alarde de altísima poesía, quién no estará conmigo en que se ha relegado al anonimato a un gran poeta, a un místico sufí que habla del erotismo como lo hicieron san Juan de la Cruz o el mismo Ibn Hazm de Córdoba. ¿Dónde podríamos encontrar tanta sutileza, tan delicado tratamiento del amor, tantas suaves metáforas para nombrar lo femenino y lo masculino? Solo en lo más escogido de nuestra lírica, en nuestros más afamados poetas hay algo similar. Recuperemos del anonimato a este alcalde, a D. Vicente Soler, que, en plena guerra civil supo regenerar a la poesía en un humilde bando de ayuntamiento.

miércoles, 20 de mayo de 2015

"Indefensos ante la manipulación" por Rafael Argullol


‘El mundo de ayer’, de Stefan Zweig, es una lección magistral de cómo los totalitarismos del siglo pasado, al provocar la demolición del vínculo entre palabra y verdad, consiguieron de paso extirpar el espíritu a los hombres

RAFAEL ARGULLOL Su obra desapareció de las estanterías, como si los nazis hubieran conseguido exterminarla Europa era una cultura, no, como alardean los portavoces del presente, una marca
Hace años, estando en Río de Janeiro, me empeñé en visitar Petrópolis, una ciudad situada en la sierra de Órgãos, a 60 kilómetros de la capital carioca. Tenía curiosidad por ver la ciudad que albergó la corte estival de los emperadores de Brasil, dado que siempre resulta una sorpresa ser informado de que Brasil tuvo emperadores, aunque por escaso tiempo, en el siglo XIX. Petrópolis es agradable, con un clima seco que contrasta con el de Río. Su principal patrimonio es, precisamente, el Museo Imperial. Sin embargo, tiene otro pequeño museo cuyo contenido tiene una importancia simbólica mucho mayor que el que recuerda la pompa extravagante de los fugaces emperadores. Me refiero al dedicado a Stefan Zweig, en la casa donde el escritor austriaco y su mujer Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942.
En este pequeño museo advertí, por primera vez, que no había una fotografía, sino dos, sobre aquella muerte. En la que yo conocía hasta entonces, los cadáveres de Stefan y Lotte se mostraban, separados, sobre una cama, con una mesilla al lado con diversos objetos: un vaso, una botella de agua, una caja de cerillas, una lámpara. En la otra fotografía, desconocida para mí, el cadáver de Lotte aparecía inclinado sobre el de Stefan, juntas las manos de ambos. Me comunicaron amablemente que la variación de la escena era la consecuencia de que la policía, tras tomar una primera fotografía, habría separado pudorosamente los cadáveres, de modo que la siguiente fotografía fue la que se hizo pública para la prensa. Pensé que en la variación de las dos imágenes se alojaba todo un mundo, y que así lo hubiese considerado el propio Zweig.
Modestamente enmarcado colgaba en una pared de la casa el llamado testamento de Stefan Zweig, un breve texto que el novelista había escrito, al parecer, el día anterior al suicidio, dirigido al juez y a la policía. En realidad, era un documento tan singular que sólo podía estar dirigido al conjunto de los hombres. En la primera mitad del texto, tras advertir que dejaba la vida por propia voluntad y en plena posesión de sus facultades mentales, Zweig agradecía a los brasileños la extraordinaria hospitalidad que le habían ofrecido, al tener que huir él de Europa, acosado por el nazismo. Finalizaba: “Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma […]. Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra. Saludo a mis amigos. ¡Ojalá puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a ellos”.
En Petrópolis entendí el resurgimiento, en los últimos decenios, de Zweig como escritor. Al igual que sucede en otros casos, su recepción había experimentado un violento zigzag. Tremendamente popular en la Europa de entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la segunda contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus libros en las plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre. Con frecuencia veíamos Veinticuatro horas de la vida de una mujer y otras novelas de Zweig en las bibliotecas de nuestros abuelos, pero en la universidad ningún profesor recomendaba a un escritor que parecía definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el siglo que lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el inesperado retorno de Zweig a las librerías de los países europeos. Cuando un retorno de este tipo se produce no hay duda de que la época, con sus interrogantes, lo exige, aunque sea de manera oblicua.
Recientemente, he releído El mundo de ayer; Stefan Zweig subtituló Memorias de un europeo un libro escrito en circunstancias adversas: sin apuntes, sin archivos, sin amigos con los que compartir los recuerdos del pasado y, por encima de todo, en una situación de permanente hostigamiento traumático que, como se deduce del testamento previo al suicidio, no se amortigua ni siquiera en el amable exilio de Brasil. Es más, El mundo de ayer sirve para encontrar explicación al suicidio, aparentemente chocante, de alguien que no está enfermo, no es un fracasado y no es sentimentalmente infeliz. Sirve para encontrar explicación a lo que quizá podría ser definido como un suicidio civilizatorio, si es que tenemos —no tenemos— necesidad de definir actos como este.
Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había “destruido a sí misma”, ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían irreparablemente el futuro.
Y, al menos en parte, tenía razón. Nosotros, por fortuna y por el momento, vivimos muy lejos de aquel paisaje apocalíptico que se tragó el mundo de Zweig. Sin embargo, en muchos sentidos somos herederos de aquella extinción. Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en términos de palabra o de verdad. “Dar la palabra”, un ritual sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la eficacia, el impacto o la utilidad. El lenguaje, o la falta de lenguaje, lo dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían a la “unidad espiritual” de Europa. Europa era una cultura, no, como alardean los portavoces del presente, una marca.
Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena.

domingo, 17 de mayo de 2015

"El judío usurero que bebía sangre de los niños" por Javier Bilbao


Han llevado putas a Eleusis
Los cadáveres banquetean
A la señal de usura
(…)
La usura es el mal, neschek
He ahí el corazón del mal
El fuego sin tregua del infierno
El cáncer que todo lo corrompe,
Fafnir el gusano
Sífilis del Estado, de todos los reinos
Verruga del bien público
Hacedor de quistes
Corruptor de toda cosa.
Oscuridad contaminadora
Pérfida gemela de la envidia,
Serpiente de siete cabezas,
Hidra que penetra toda cosa
Que viola las puertas del templo
Que contamina el bosquecillo de Pafos
Neschek el mal rastrero
Baba, corruptora de toda cosa
Envenenadora del manantial
De todos los manantiales, neschek
La serpiente, mal que se opone al
crecimiento de la naturaleza
A la belleza
(…)
Y así continúa Ezra Pound en Los cantos durante varios versos más. En conclusión, que no era partidario. Ahora bien, ¿por qué esa animadversión tan desatada? ¿Qué podía ser tan horrible en una práctica como el préstamo con interés, que beneficia a ambas partes y que es el fundamento mismo del capitalismo? Remontarse al origen de ese rechazo supone también acudir a los comienzos de la larga y desdichada historia del antisemitismo. Durante la Edad Media esta actividad económica llegó a vincularse estrechamente con la diáspora judía, lo que dio lugar a una curiosa contaminación mutua: la usura era despreciable por ser propia de judíos y los judíos eran despreciables por dedicarse a la usura.
Desde la legendaria destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 por el ejército romano, los descendientes de las doce tribus de Israel se desperdigaron por Oriente Medio, Europa y el norte de África dispuestos a preservar su religión una generación tras otra. El problema es que en mucho lugares —especialmente en nuestro continente, donde nos centraremos— no se les permitió ser propietarios de tierras ni ingresar en gremios de artesanos, no podían ejercer ningún cargo que les dotase de autoridad sobre ningún cristiano, debían vivir en zonas específicas dentro de las ciudades (las juderías), tenían absolutamente prohibido convertir a nadie a su religión e incluso, según las Partidas de Alfonso X «atrevencia et osadía muy grande facen los judíos que yacen con cristianas, et por ende mandamos que todos los judíos contra quien fuere probado daqui adelante tal cosa hayan fecho, que mueran por ello». Hasta la propia condena a muerte por este u otros delitos podía ser aún más calamitosa, pues se establecía que fueran colgados no del cuello sino de los pies, para que la agonía fuese más duradera. Es decir, su presencia era tolerada pues a diferencia de los musulmanes eran considerados una especie de precristianos, el testimonio viviente del Antiguo Testamento y por tanto los orígenes de la verdadera fe. Pero al mismo tiempo eran vistos con suspicacia dado que si conocían la doctrina de Cristo pero no la acataban, entonces no se les podía achacar ignorancia sino mala fe. Los judíos eran así debido a su perfidia, eso es, no cabía otra explicación.
Dicen los primatólogos que la tribu de chimpancés que más intensamente odia otra es aquella de la que más recientemente se ha escindido. Naturalmente entre los humanos también ocurre y podríamos poner infinidad de ejemplos al respecto, pero, ateniéndonos al tema que nos ocupa, esta peculiar relación de tolerancia y hostilidad, de admisión y rechazo ante quienes eran parecidos pero no iguales, dejó a los judíos en una situación muy complicada: podían vivir en el continente europeo pero sin encontrar apenas formas de ganarse la vida. ¿Qué opción les quedaba entonces?
Aunque Cristo predicaba siempre la paz, el perdón y el amor incluso a los enemigos hubo una ocasión en la que perdió los papeles y se lio a hostias. Fue, como sabemos, cuando expulsó a los mercaderes que habían invadido con sus negocios el anteriormente mencionado Templo de Jerusalén. Este episodio sería muy comentado por el paso de los siglos y de él se extraerían muchas enseñanzas, como la que establecía el Decreto de Graciano: «quien prepara algo que ello mismo entero y sin cambio le proporcione lucro, he ahí al mercader expulsado por Dios del templo». El ánimo de lucro, el mercado, el comercio… todo ello pasaba entonces a ser sospechoso.
Conocido en internet como «Te meto un meco que te reviento, payaso», este cuadro es un Fresco de Giotto en la Capilla de los Scrovegni, siglo XIV. (DP)
Conocido en internet como «Te meto un meco que te reviento, payaso», este cuadro es un fresco de Giotto en la Capilla de los Scrovegni, siglo XIV. (DP)
Lejos de haber sido un hecho aislado, respondía a una íntima convicción que Jesús predicó repetidamente. La riqueza era intrínsecamente mala y la pobreza buena por sí misma. No solo no había que dar esperando recibir con intereses, incluso ni siquiera había que dar esperando de vuelta algo equivalente. No, nada de eso, lo ideal era dar sin posibilidad de recuperar lo otorgado. En Lucas 6, 34-35 dice claramente: «Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? (…) prestad, no esperando nada a cambio». E insiste en Lucas 14, 12-15:
Cuando des una comida no invites a amigos, hermanos o parientes, ni a ricos vecinos, para que no te inviten a su vez y te sea devuelta la atención. Al contrario, invita a los pobres, a los tullidos, a los cojos y a los ciegos. Serás afortunado porque no pueden pagártelo, y tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos.
Continuando con esa doctrina pobrista, en la parábola sobre los jornaleros y el viñedo que se narra en Mateo 20, 1-16 ni siquiera se consideraba que el que trabajase más horas mereciera un mejor salario. Una idea que según se mire puede fomentar la vagancia o la esclavitud, pero desde luego no la meritocracia. Bajo tales directrices no había manera de organizar una sociedad capitalista y sus seguidores más ortodoxos en los siglos posteriores así lo entendieron, renunciando al dinero, a toda forma de propiedad y organizando sus vidas en comunidades monásticasPues bien, aquí es donde los judíos encontraron —usando la terminología actual— su nicho de mercado, su ventana de oportunidad. Su gran aliado fue el Deuteronomio 23, 20:
Podrás cobrar interés a un extranjero, pero a tu hermano no le cobrarás interés, para que te bendiga Jehová tu Dios en toda obra de tus manos sobre la tierra a la cual entras para poseerla.
Dado que no dejaban de ser residentes en tierra extranjera, su religión les autorizaba por tanto a dar préstamos con intereses a los cristianos. Una práctica que no estaba incluida en la larga lista de prohibiciones que las sociedades de acogida les imponían y que además podían ejercer en monopolio, ante la imposibilidad de cualquier cristiano de hacer lo propio tal como estamos viendo. Curiosamente Mahoma por su parte prohibía igualmente la ribah, el interés del dinero, así que en tierras musulmanas también pudieron dedicarse al préstamo y a las actividades comerciales asociadas, haciendo así de intermediarios entre la cristiandad y el mundo islámico.
Y es que el hecho de estar dispersos en tantos lugares pero unidos por una fe común les permitía formar una red cosmopolita que resultaba extraordinariamente eficiente para los negocios. No solo les permitía protegerse del saqueo de sus riquezas por los gobernantes locales, sino que gracias a la revolucionaria creación de las letras de cambio hacían posibles las operaciones económicas que requerían las cada vez más complejas redes comerciales que comenzaban a recorrer Europa desde el siglo XII, como la Liga Hanseática en el norte y la de la costa mediterránea controlada por las ciudades-estado italianas. Estaban dando lugar nada menos que al nacimiento del capitalismo moderno. Así lo describía Montesquieu en su célebre El espíritu de las leyes:
Los judíos, proscritos sucesivamente de unos y otros países, lograron salvar casi siempre sus caudales; así encontraron donde establecerse y al fin tuvieron residencia fija: príncipes que de buena gana los hubieran expulsado, no querían privarse de su dinero. Inventaron la letra de cambio, y gracias a ella pudo el comercio eludir la violencia y mantenerse en todas partes. El más rico de los negociantes pudo tener sus bienes invisibles y enviarlos de una parte a otra sin dejar rastro en ninguna. 
Como señalaba en esa misma línea el antropólogo Julio Caro Baroja «la cuestión era hacer las operaciones conservando la propia identidad y obteniendo el beneficio previsto y no dejarse arrastrar por los acontecimientos que envuelven a otros grupos con los que convive, más comprometidos siempre». Así que esa desafección hacia la comunidad en que vivían era buena para su prosperidad en los negocios… pero no les ayudaba precisamente a ganarse el afecto de sus vecinos. No solo eran herejes y herederos de los asesinos de Cristo, ahora esto, ya no tenían salvación posible. Los concilios celebrados en Letrán en los años 1179 y 1215 incluyeron medidas dirigidas contra ellos como limitar el interés máximo anual que podían exigir por un préstamo a un tercio de la cantidad, así como portar una señal amarilla distintiva en sus ropas. Una medida esta última que varios siglos después sería retomada por el nazismo.
Caricatura medieval que muestra a judíos alimentándose de una cerda. (DP)
Caricatura medieval que muestra a judíos alimentándose de una cerda. (DP)
La literatura medieval fue en este aspecto un fiel reflejo de su tiempo. Dante no se olvidó de mencionarlos en su infierno y Chaucer en Los cuentos de Canterbury pone en boca de la Priora diversas frases antisemitas sobre el pueblo judío que «practica el sucio negocio de la usura, vicio aborrecido por Cristo y por los que practican su fe», gentes «en cuyo corazón habita un nido de avispas» que en su narración terminarán asesinando a un niño muy devoto. Mientras en uno de los cuentos de el Decamerón el comerciante Abraham renuncia a su idolatría y termina abrazando la fe verdadera. Es también digno de mención el Cantar de mio Cid, cuando el protagonista llega ya sin fondos a Burgos junto a su séquito y no encuentran mejor artimaña que llenar dos arcas de arena y, una vez cerradas, llevarlas a los judíos prestamistas Rachel y Vidas. Entonces les hacen creer que están llenas de tesoros, de forma que a cambio de tenerlas en prenda durante un año les concedan un dinero que luego, naturalmente, ya no les será devuelto. No deja de ser significativo que todo un héroe como el Cid Campeadorsea presentado como un tramposo que incumple su palabra y que eso no supusiera desdoro ni a los ojos del autor ni a los del público de la época. Al fin y al cabo las víctimas del ardid eran judíos, así que bien merecido se lo tenían.
No obstante todos estos ejemplos literarios más que contribuir a fijar el espíritu de la época se limitaban a reflejarlo, dado que no existía la imprenta y la gran mayoría de la sociedad medieval era analfabeta. En un tiempo en el que no existían televisión, radio ni redes sociales en las que expresar lo mucho que nos indigna cualquier cosa, el gran medio de comunicación, el sistema de adoctrinamiento y transmisor de valores por excelencia, resultaba ser el sermón. Tendían a ser más animados de lo que hoy en día podamos imaginar, pues en ellos estaban tolerados con finalidad aleccionadora tanto los chistes como las alusiones sexuales (incluso en algunas ocasiones acompañándolas de gestos obscenos y exhibición de genitales) y tenían como núcleo los llamados exemplum, que eran relatos breves dotados de alguna moraleja. Pues bien, una parte considerable de ellos pasaron a ser protagonizados por judíos y su finalidad era mostrar lo horrible que resultaba la usura. El historiador Jacques Le Goff recogió un buen número de ellos en su libro La bolsa y la vida: economía y religión en la Edad Media. Muchos giraban en torno a judíos en el lecho de muerte, que con toda clase de argucias inútilmente intentaban preservar sus riquezas, sobornar al diablo o salvar su alma, pero acababan ardiendo sin remedio en el fuego del infierno. La usura además permitía comprar y poner precio al tiempo (que solo pertenece al Señor) y hacía posible producir dinero constantemente, día y noche, también los domingos y días de festividad… ¡el colmo! Así que «a pecado sin tregua y sin fin, castigo sin tregua y sin fin». Los más impacientes no estaban dispuestos a esperar que fuera Dios quien lo hiciera y se adelantaron ellos con gusto.
Las Cruzadas trajeron consigo una mayor hostilidad hacia ese «enemigo interior» y se aprovechaba cualquier ocasión para su hostigamiento. En los carnavales de Roma por ejemplo desde el siglo XIV se celebraban los Juegos del Testaccio, que incluían carreras de asnos, búfalos, prostitutas y judíos. Estos últimos debían correr cubiertos únicamente con un taparrabos. En Turín existía la costumbre de que en la primera nevada del año se pudiera lanzar bolas de nieve contra los judíos mientras que en Aragón, algo más brutos, lo que les tiraban era piedras en Semana Santa. En Pisa durante las fiestas de Santa Catalina los estudiantes tenían la misión de encontrar al judío más gordo y ponerlo en una balanza, siendo su peso la cantidad en dulces que la comunidad hebrea debía pagarles. Es significativo que a veces los conversos eran quienes con más ahínco participaban en estos ataques contra sus antiguos correligionarios.
Había otro factor a tener en cuenta y es que la canonización aún no estaba centralizada en Roma, y dado que tener un santo traía consigo donaciones y peregrinos para la iglesia que lo proclamase todas quisieron tener su mártir… y qué mejor candidato que un inocente niño que fuera asesinado en un demente rito judío. Nacieron así los «Libelos de sangre». Uno de ellos fue descrito por la Priora en el anteriormente mencionado cuento de Chaucer, pero abundaron las acusaciones y las condenas a lo largo de todo el continente por estos supuestos crímenes. Muchos de ellos eran confesados por los acusados bajo tormento, e incluso uno llegó a admitir que pese a ser hombre menstruaba y por eso debía beber sangre de niño cristiano para restablecer sus fluidos. También se les acusó con frecuencia de ser profanadores de la hostia consagrada, aunque en el momento de robarla para sus diabólicos rituales esta acostumbraba a provocar algún milagro como volar, chillar como un niño e incluso provocar terremotos.
La atroz mortandad que provocaban las plagas de peste negra encontraba en los ataques a los barrios judíos una manera de conjurarlas de alguna forma, pues se creía que envenenaban los depósitos de agua para propagar la enfermedad. En el siglo XIV surgieron en Alemania bandas dedicadas a matar judíos, una especie de proto-Einsatzgruppen que eran conocidos como Judenschläger, y a lo largo de Europa se sucedieron con implacable periodicidad los pogromos. En Barcelona, por ejemplo, hubo uno en 1391 con varios cientos de muertos. Fueron, en conclusión, el chivo expiatorio por excelencia, alguien fácilmente identificable a quien poder acusar de todos los males de la sociedad dada su doble condición de herejes y usureros. Nada de lo que se dijera en su contra podía sonar despiadado para la gente de bien, y así continuó siendo durante los siglos venideros.
Caricatura medieval en la que los judíos son quemados en un caldero llamado Judea. (DP)
Caricatura medieval en la que los judíos son quemados en un caldero llamado Judea. (DP)

lunes, 11 de mayo de 2015

Estampas VI



Televisión Iberia, años 60: retransmiten una corrida de toros; los vecinos vienen a verla porque es el único aparato de la calle. Además de los morlacos en blanco y negro, los Monster, Valentina y Locomotoro, el Superagente 86, la Casa de los Martínez, el Santo, el Virginiano, los Vengadores, Massiel serena... Todo sin color y con la inocencia de la infancia: la practicante aparece amenazante en casa y corro a esconderme debajo del lavabo.
Televisión Philips, adolescencia, Argentina, 78: televisión en color, los escaparates llenos de gente pasmada por ver el verde de la Bombonera, las calles todavía en blanco y negro con hombreras y pantalones de pernera ancha, Calpe, Un dos, tres, granos de adolescente y caracolas de recuerdo.
Mundial 82: mili, Irlanda del Norte, whisky y una cantina de cuartel arrasada por el calimocho. La Edad de Oro nos revoluciona, Retorno a Bridshead y Yo Claudio nos confunden.
Televisión Telefunken: La ebriedad de la juventud: movida de los 80, Soldado Swejk antes de los primeros cubalitros, Studs Lonigan, The Smiths, el Renault 8 cargado con tuberías de hormigón y manchado de vómito, un radiocasete al ritmo del acelerador.
Televisión Philips, negra, los 90: La Mancha, en Río de Janeiro los Papá Noel se asan de calor, una olimpiada vista desde Cancún, el crimen de Miguel Ángel Blanco padecido desde la distancia de La Habana, Twin Peaks, Doctor en Alaska, Seinfeld y Frasier, la vanguardia y el humor.
Dos Sony y una televisión curva, los 2000: la rehostia, el mundo a través de la pantalla, las series te impiden salir a la calle porque no hay nada tan interesante (mentiras de la edad). Los Simpson, Mad Men, Breaking Bad, Borgen, The Wire. El Intermedio y Jordi Évole y lo demás es filfa.Y siempre, desde la altura del tiempo, Jordi Hurtado observándonos desde el cielo de lo intemporal.

domingo, 10 de mayo de 2015

"El inevitable fracaso de los intelectuales metidos en política" por Javier Bilbao

Mientras leía vuestra carta conseguía olvidar mi infeliz estado, y me parecía volver a aquellos manejos en los que en vano invertí tantas fatigas y tiempo. (Nicolás Maquiavelo, 29 de abril de 1513)
El esquema parece repetirse una y otra vez a lo largo de la historia: alguien movido por la ambición personal o por el deseo de ver hechas realidad las ideas sobre las que ha teorizado se mete en la arena política, gracias a su talento logra ascender en la jerarquía, aproximándose cada vez más a ese poder que tanto ansía y le deslumbra, hasta que cual Ícaro ascendiendo al Sol o polilla que se acerca demasiado a la bombilla termina siendo achicharrado sin piedad. Entonces, derrotado políticamente, renegado por sus antiguos aliados, expulsado de su cargo, partido, ciudad o país, encarcelado o hasta condenado a muerte, recapacita en sus últimos días sobre qué es lo que ha fallado, qué hubiera cambiado de tener una segunda oportunidad o incluso sobre qué sentido tiene todo: la política, el poder, los ideales, la libertad, la vida misma. Podría decirse que una parte considerable de la literatura, teoría política y filosofía occidental son los restos de una larga serie de naufragios personales. ¿Por qué? ¿Cuánto hay de causa o de consecuencia? ¿Fracasaron como políticos por pensar demasiado o fue ese fiasco el que los dejó meditabundos? Decía Eurípides que los sabios tienen dos lenguas, con una dicen la verdad y con la otra lo que conviene a cada momento, ¿acaso les sobraba una de las dos para medrar en la política? Quizá un breve repaso de alguno de los nombres más significativos nos ayude a entenderlo.
El fundador de esta larga dinastía de pensadores caídos en desgracia tras acercarse al poder fue, naturalmente,Platón. Pionero en este como en tantos otros campos, podría decirse que su experiencia política en Siracusa es una idea platónica al respecto de la que las posteriores son una pálida sombra, lo que seguramente le habría encantado. En el año 387 a.C. visitó por primera vez a esta ciudad situada en la isla de Sicilia, un viaje que repetiría más adelante en otras dos ocasiones. Su pretensión era hacer del tirano que gobernaba allí, Dionisio, un gobernante-filósofo a la manera en que teorizó en su obra La República. Pero el alumno le salió díscolo: no sabemos si porque no le entendió, o porque le entendió demasiado bien, terminaría desterrándolo y vendiéndolo como esclavo en una ciudad vecina. Posteriormente lo intentaría de nuevo con su hijo y sucesor en el poder, Dionisio II, y nuevamente terminaría decepcionado. Su sociedad utópica era perfecta en todos los aspectos salvo en el pequeño detalle de que resultaba irrealizable en la práctica, pero al menos su intento de hacerla realidad no le costó la vida.
Tres grandes pensadores romanos como Cicerón, Séneca y Boecio no tuvieron esa suerte. El primero fue un jurista, filósofo y, ante todo, excepcional orador, que dejó para la posteridad una serie de discursos en torno a la amistad, los dioses, la política… Empleó a fondo su elocuencia para defender la república y granjearse poderosos enemigos que le llevaron en cierto momento de su vida a decir «estoy profundamente arrepentido de vivir, nadie ha sido jamás víctima de una calamidad tan grande; para nadie ha sido más deseable la muerte». Terminó exiliado en su residencia de Tusculum dedicándose a la escritura pero la llegada al poder en el 43 a. C. de Marco Antonio —contra el que había dedicado inspirados discursos— supuso su final de una de las peores maneras imaginables: le cortaron la cabeza y las manos, que fueron exhibidas públicamente en Roma.
Y no decimos la peor porque ahí está el caso de Séneca. Otro destacado filósofo que alcanzó un gran poder en el Senado romano, por lo que estuvo a punto de ser condenado a muerte por el emperador Calígula y luego porClaudio, aunque este último conmutó la pena por el destierro a Córcega. Fue allí donde nuestro pensador escribiría algunas de las obras que le dieron la inmortalidad. Tras ocho años de exilio regresó a la política convirtiéndose en el tutor y consejero de Nerón (y gobernante de facto del imperio), pero viendo que al emperador su presencia cada vez le resultaba más molesta, Séneca terminó retirándose de la vida pública. Momento que de nuevo le serviría de inspiración literaria, hasta que de todas maneras Nerón terminó ordenando su muerte, cría cuervos… Como buen romano, Séneca prefirió entonces el suicidio cortándose las venas primero, bebiendo cicuta después sin lograr que hiciera efecto y tomando un baño caliente en el que finalmente le llegaría la muerte.
La muerte de Séneca, por Manuel Dominguez Sánchez
La muerte de Séneca, por Manuel Dominguez Sánchez.
El tercero en desgracia fue Boecio. Nacido en Roma en el año 480, su ascenso político fue fulgurante: llegó a ser senador a los veinticinco, cónsul a los treinta, y apenas una década después consejero del rey Teodorico el Grande, un cargo en el que tuvo un considerable poder político y que le permitió atribuir sendos cargos de cónsules para sus hijos. Pero ese mismo rey terminó enviándolo a prisión bajo la acusación de conspiración. Había llegado a lo más alto con presteza y ahora de forma aún más rápida lo había perdido todo ¿Cómo había sido tal cosa posible? En sus largos meses de soledad en la celda, mientras esperaba el momento de su ejecución, pensó en ello obsesivamente hasta darle forma en un libro que le sobreviviría, Consolación de la filosofía. Escrito de acuerdo a los cánones romanos de las consolaciones y a modo de libro de memorias, de especulación filosófica y teológica, narra en él su desgracia («yo que en mis mocedades componía hermosos versos, cuando todo a mi alrededor parecía sonreír, hoy me veo sumido en llanto, y ¡triste de mí!, solo puedo entonar estrofasde dolor») y llega a la conclusión de que hay que sobrellevar los vaivenes de la vida con estoicismo, pues la diosa Fortuna es caprichosa:
Hago girar con rapidez mi rueda, y entonces me deleita ver cómo sube lo que estaba abajo y se baja lo que estaba en alto. Súbete a ella, si quieres, pero a condición de que cuando la ley de mi juego lo prescriba, no consideres injusto el que te haga bajar.
Así le habla cuando se aparece ante sus ojos en prisión, creando una imagen que arraigaría con firmeza en la cultura europea durante los siglos posteriores, como ya vimos aquíSe diría a la luz de los ejemplos que estamos viendo que esta diosa generosa y cruel juega con todos nosotros, aunque parece tener especial predilección por aquellos que se lanzaron al ruedo político.
Otro autor que influiría considerablemente en el imaginario occidental fue Dante Alighieri. Nació en torno a 1265 y desde joven estuvo inmerso en las intrigas políticas que dividían a los florentinos primero entre güelfos (partidarios del Pontificado) y gibelinos (partidarios del Sacro Imperio Romano Germánico) y —una vez fueron derrotados los segundos— entre güelfos blancos y negros. Inicialmente la diosa Fortuna lo hizo ascender a un alto cargo como magistrado y embajador de la ciudad pero en el año 1302 se deleitó en hacerlo caer estrepitosamente: los equilibrios políticos que le habían beneficiado dieron un brusco giro y junto a otros seiscientos güelfos blancos fue condenado al exilio para el resto de su vida. Su caída en desgracia y su resentimiento hacia quienes le traicionaron fueron sin embargo muy inspiradoras para su faceta de escritor, pues apenas dos años después comenzó su gran obra, La divina comedia. En este monumental poema se retrata a sí mismo caído en el infierno, que irá recorriendo en sus nueve círculos acompañado por el poeta Virgilio. En cada nivel descubrirá un tormento distinto para las almas allí atrapadas, como espantosos ríos de sangre en los que se ahogan eternamente, torbellinos, lluvias de fuego, fosos de resina hirviente, cementerios con las almas enterradas hasta la cintura… y en cada lugar casualmente va encontrándose a los diferentes enemigos políticos que tuvo en Florencia. Esa parte, la del infierno, fue la primera que escribió de La divina comedia —se estima que entre 1304 y 1307 y fue la más brillante, la que le hizo entrar en el Olimpo de la literatura universal. Más adelante en las cánticas del purgatorio y del paraíso retrató a quienes les debía gratitud, como el señor de Verona, que lo acogió en su exilio. Pero ya no era lo mismo.
Estatua de Maquiavelo, por Lorenzo Bartolini. Foto Jebulon (CC)
Estatua de Maquiavelo, por Lorenzo Bartolini. Foto Jebulon (CC)
Dos siglos después nacería otro florentino con un destino similar en ciertos aspectos, como si no hubiera vidas originales para todos y a algunos les tocase una repetida. Estamos hablando de Nicolás Maquiavelo. Su gran oportunidad política llegó con la expulsión del poder de los Médici en 1494. Fue entonces cuando comenzó su carrera de funcionario que le haría ascender cuatro años después a canciller y secretario de la Segunda Cancillería. Ejerció de embajador para su ciudad-estado ante reyes, príncipes y papas, observándolos como un entomólogo a sus insectos. Analizaba meticulosamente su comportamiento, escrutando cuándo decían la verdad o iban de farol así como intentando prever su próxima jugada (y lo hizo a menudo con gran acierto). Pero en 1512 el papa Julio II impuso el regreso de los Médici al poder, haciendo acabar así la república florentina y con ella la carrera política de Maquiavelo, que fue sometido a torturas acusado de conspiración y posteriormente condenado al exilio. En su retiro en una pequeña propiedad rural además de leer a Dante comenzó a escribir inspirándose en su vida anterior, plasmando sobre el papel sus observaciones sobre el poder. Nacería así El príncipe.
Si Maquiavelo es una de las figuras que encarnan el Renacimiento, Baltasar Gracián lo es del Barroco. Los jesuitas han sido considerados tradicionalmente como gente astuta y vinculada al poder y Gracián es un buen ejemplo de ello. Formado en la orden de los jesuitas, tuvo siempre grandes ambiciones políticas que le llevaron primero a trabar amistad con Vincencio Juan de Lastanosa, un noble aragonés conocido por su mecenazgo cultural. Pero más adelante quiso probar suerte en la Corte de Madrid, una experiencia que terminó en un doloroso fracaso… y que de nuevo fue motivo de inspiración literaria. Posteriormente escribiría obras como El Criticón, El Político y Oráculo manual y arte de prudenciaEste último influyó notablemente en filósofos comoSchopenhauer y Nietzsche, aunque hoy día se haya convertido en un libro de autoayuda para ejecutivos al estilo de El arte de la guerra de Sun Tzu. Es una colección de aforismos con los que aconseja al lector cómo ser un buen cortesano arribista. Todos ellos giran en torno a ser taimado, mentiroso, traicionero y manipulador hasta tal extremo de refinamiento y perversidad que algunos críticos posteriores lo han considerado una sutil parodia y una crítica implacable a las intrigas cortesanas que tanto le escarmentaron y en general al ambiente imperante en cualquier centro de poder. Todo político que se precie hoy día parece seguir su máxima «ni por el hablar en la plaza se ha de sacar el sabio, pues no habla allí con su voz, sino con la de la necedad común, por más que la esté desmintiendo su interior». Y cualquier ciudadano en consecuencia merece estar advertido por este otro:
Es el oído la puerta segunda de la verdad y principal de la mentira. La verdad ordinariamente se ve, extravagantemente se oye; raras vezes llega en su elemento puro, y menos quando viene de lejos; siempre trae algo de mixta, de los afectos por donde passa; tiñe de sus colores la passión quanto toca, ya odiosa, ya favorable. Tira siempre a impressionar: gran cuenta con quien alaba, mayor con quien vitupera. Es menester toda la atención en este punto para descubrir la intención en el que tercia, conociendo de antemano de qué pie se movió.
Tras el Barroco llegó la Ilustración, y con ella un nutrido grupo de intelectuales que cuestionaron el poder vigente y se subieron al carro de la Revolución. En realidad el mismo concepto de «intelectual» podría decirse que tiene aquí su nacimiento, en lo que tiene de escritor que influye en la opinión pública en favor de alguna causa política. Podríamos mencionar varios nombres pero un ejemplo paradigmático lo tenemos en el caso deNicolás de Condorcet. También recibió formación de los jesuitas, lo que le permitió aprender sus argucias y combatirlos luego de manera infatigable. Su aguda inteligencia le hizo destacar en varios campos, siendo nombrado inspector general de la Moneda. Pero su protagonismo llegaría con la Revolución Francesa, con él como uno de sus principales ideólogos, ejecutores y, finalmente, víctima de ella. Participó en la Asamblea legislativa, y por su posicionamiento moderado se ganó la hostilidad de los jacobinos, que le obligaron a permanecer oculto tras la orden de arresto que dictaron en su contra. Durante ese periodo aprovechó para escribir Esbozo para un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, cuyo optimista título parecía una amarga ironía en relación con la precaria situación en la que vivía. Finalmente fue capturado por las autoridades y murió en su celda, aparentemente por suicidio, en el año 1794.
La muerte de Condorcet en prisión, de Alexandre-Évariste Fragonard.
La muerte de Condorcet en prisión, de Alexandre-Évariste Fragonard.
Si el siglo XVIII supuso la invención del intelectual, el XX los llevó a su máximo apogeo. Algunos se distinguieron por apoyar la democracia frente al fascismo, como en el caso español sin ir más lejos, con figuras comoUnamuno o Lorca, con un coste personal ya conocido: arresto domiciliario y asesinato. Otros se posicionaron según las modas o las conveniencias en un sentido u otro a lo largo de la guerra fría culturalpero la mayoría se manifestaron encendidamente partidarios de los totalitarismos de diverso signo. Los motivos de esta cerrada adhesión a regímenes que han llevado la tiranía y la muerte a millones de individuos por parte de personas cultas e inteligentes —que ingenuamente cabía suponer que apoyarían ideales ilustrados— han sido objeto de profundos análisis (El opio de los intelectuales, de Raymond Aron o Pasado imperfecto, de Tony Judt) y requerirían otro artículo. La lista sería interminable, pero una figura muy interesante y cuya trayectoria vital tuvo algo que ver con otras que hemos mencionado es la de Albert Speer, que tras ser el arquitecto de Hitler y su ministro de Armamentos, terminó cumpliendo condena en la cárcel de Spandau tras los juicios de Núremberg. Allí escribió sus memorias, un libro de lectura sencillamente imprescindible en el que volcó con mucho detalle y a veces también cierta autoindulgencia su paso por el epicentro mismo del Tercer Reich. Y ya que mencionamos el nazismo, para concluir este breve recorrido regresando a los orígenes no podemos dejar de citar la conocida anécdota sobre el filósofo Martin Heidegger, cuando ocupó de nuevo su cátedra universitaria tras haber apoyado al nazismo de forma entusiasta y un colega le preguntó burlonamente «¿de vuelta de Siracusa?».

sábado, 9 de mayo de 2015

Estampas V


Le gustaba fumar cigarrillos sin filtro, a caladas nerviosas, como si los masticara. Le gustaba fumar y pasear compulsivamente, arriba y abajo, como los gorriones que recogían migas en la puerta del café decimonónico. Le gustaba fumar y dirigir la banda en la procesión, detrás de los músicos; a veces dirigía solo, sin ellos, cuando el calor apretaba. Tenía la habilidad de las lenguas, hablaba todos los idiomas del mundo, concentrados en muy pocas sílabas que le servían para comunicarse con cualquiera: "Ipló, ichipló; ipló, ichipló". Le gustaba fumar, echar humo por cualquier orificios, sin pausa, para calmar unos nervios que, a veces lo encalabrinaban y lo volvían violento. Solo a veces, cuando le tocábamos mucho los cojones, se revolvía amenazante, se sacaba la pija e intentaba mearnos mientras corría detrás de nosotros. Los viejos nos lo recriminaban, pero no teníamos otra cosa que hacer, nos gustaba sacarlo de quicio y salir corriendo. Le gustaba fumar y, a veces, se convertía en profeta. Nos anunció el cambio climático muchas décadas antes de que se oyera nombrarlo: "El mar llegará hasta Requena; en Denia quitarán las playas y, como en Requena no hay arena, pondrán cojines para tomar el sol a gusto. Dame un cigarrito". Vestía camisa blanca con lamparones y chaqueta de lana en invierno, con remiendos de antes de la guerra. Los pantalones se los sujetaba muy arriba, con un cinturón que le ahogaba la respiración y le subía el tiro para mostrar la roña de los tobillos. Cuando entraba en el bar decimonónico, el dueño solía echarlo al poco porque intimidaba a las muchachas y molestaba a los que jugaban al "hijoputa". A veces, cuando contaba la historia del sargento Fuli, se le hinchaban las venas del cuello, le lagrimeaba el ojo, se le salían los mocos, parecía recuperar la cordura, pero enseguida salía detrás de nosotros con la pija fuera.

jueves, 7 de mayo de 2015

Estampas IV


Hacía calor en verano, casi tanto como ahora. Sus ocho años los protegía un braguero de goma rosa. Era molesto, pero hasta en bañador se sentía seguro con él. Notaba las tripas recogidas en las ingles y, por lo menos, sabía que no se le saldrían delante de todo el mundo si no se rompían las cintas que recorrían las nalgas. Ya le había ocurrido más de una vez: el roce de la goma con la piel provocaba que el tirante se desgastara, se rajara y saliera por la pernera del bañador, asomando como un pingajo rosa de difícil catalogación. La suerte es que tenía ocho años y la vergüenza todavía no le impedía pensar en el ridículo de llevar colgando una tira de silicona en la parte alta del muslo.
Su cuerpo de anemia soportaba una cabeza desmesurada, las costillas pugnaban por reventarle la piel y era inverosímil que unas canillas tan delgadas soportaran el peso sin tronzarse. Al subir las escaleras que llevaban al sol, contempló al bañista con bigote y bañador de cuerpo entero pintado en la pared que señalaba el vestuario masculino. 
No se atrevió a tirarse en la piscina grande sin salvavidas, todavía no sabía nadar y sintió pánico al comprobar la profundidad del agua. Hasta entonces, solo se había bañado en el abrevadero de las ovejas que pastoreaba su abuelo. Vio a su padre y a sus amigos lanzándose desde la palanca. Encogían las piernas en el aire y nadaban con la cabeza fuera, ladeada, alargando el brazo derecho una y otra vez con la inseguridad de la gente de secano. La piscina no parecía, como le habían asegurado, una diversión, sino un padecimiento. Resoplaban los hombres con furia hasta alcanzar la escalerilla que les llevara de nuevo a la seguridad de las baldosas ardientes. Salían aliviados, se peinaban con el rastrillo de los dedos, y los bañadores de lana, deformados por el agua, dejaban una holgura indecente en las perneras.
Su padre lo instó a tirarse a la piscina, le caló el flotador y le dijo que los hombres se tiraban de cabeza. No quería hacerlo, pero no podía defraudarlo. Se armó de todo el valor que pudo y se lanzó. Cuando se vio bajo el agua con las piernas atrapadas en la trampa del flotador, sufrió una angustia atroz. Notó que una de las cintas del braguero se le había salido de los botones, intentó respirar, a bocanadas, pero solo entraba agua por su boca. Braceó sin sentido, con pánico, se intentó zafar, pero el peso de la cabeza y las piernas en el flotador no le permitían volver a la superficie.Cuando el amigo de su padre lo sacó de allí, respiró con ansia, desconcertado. Recuperó el resuello, vio el rostro impasible de su padre, esperó un reproche, una reprimenda por no haber mostrado suficiente valor o pericia o qué sabía él. No le dijo nada, se dio la vuelta, le mostró su espalda imponente de hombre curtido y lo dejó solo con el braguero colgando y un moco líquido que notaba entre los labios.Ya no hacía calor, el frío le caló el pellejo y los huesos.            

miércoles, 6 de mayo de 2015

"Guía práctica para orientarse en el infierno" por Javier Bilbao



Con el debido respeto, estimado lector, el —esperemos lejano— día en que muera muy probablemente irá de cabeza al infierno. Usted conoce mejor que nadie su propia vida y sabe por tanto los motivos. Así que no le vendrá mal cierta información básica sobre las características del lugar que le acogerá por toda la eternidad.
Al fin y al cabo, según un cálculo hecho público hace unos años por la Iglesia Bautista Sureña el 46,1% de los seres humanos iremos al infierno (qué curiosa la apariencia de rigor y verosimilitud que adquiere cualquier cosa cuando se expresa en porcentajes). Una creencia común a la gran mayoría de religiones es la de que poseemos una o varias almas dentro del cuerpo, que al morir va a un Más Allá en el que —también según un buen número de doctrinas— será recompensada en un cielo o castigada en un infierno en función de su comportamiento en este mundo.
Así que lo primero es ver qué hacemos con el cuerpo que dejamos atrás. Sobre las circunstancias y diferencias culturales que rodean a un enterramiento no me extenderé mucho porque para ello está la excelente serie A dos metros bajo tierra. Se trata de una práctica ya llevaba a cabo por los neandertales y que de acuerdo a la tradición cristiana debe hacerse con el muerto tumbado, dado que la posición vertical facilita la entrada en el infierno. Pero en las últimas décadas está ganando terreno en los países occidentales la incineración, tras la cual se guardan las cenizas en una urna, se esparcen en el mar, en la montaña o, como cierto empleado del Museo Británico, se pide a un amigo que se lancen a los ojos del antiguo jefe del finado. Ahora bien, ¿qué ocurre entonces con la ancestral costumbre de vestir al difunto con sus mejores ropas y hacerlo acompañar en su ataúd de riquezas y objetos útiles para el otro mundo, si todo va directo al fuego?
Aparentemente nada, continúa intacta. Según el testimonio del trabajador de un crematorio recogido en Bailando sobre la tumba por Nigel Barley “he visto a viudas introducir subrepticiamente un paquete de las galletas favoritas del difunto; o cuando no es eso, son las gafas de repuesto o la dentadura. No se imagina usted la cantidad de tubos de fijador dental que pasan por aquí cada semana. La gente mayor siempre se acuerda de eso”. Mal hecho, aunque esté inspirado por la mejor intención. Ya vaya uno al cielo o al infierno, un fijador dental no le resultará especialmente útil. Lo que el muerto sí necesitará —y explicaremos a continuación por qué— serán unas monedas, repelente antiinsectos, buen calzado, una cantimplora, una linterna, una cuerda y un pollo de goma con polea (bueno, esto último no es realmente imprescindible, pero nunca se sabe). Si bien todo lo anterior será de utilidad ante un infierno como el descrito por Dante… ¿Qué ocurre si al final la religión cristiana no es la única, buena y verdadera?, ¿y si quienes acaban dando en el clavo son los zoroastristas, los vikingos o los budistas? Mejor ser prudentes, así que hagamos un breve repaso de lo que puede esperarnos.

Diferentes infiernos, a cada cual peor

Los antiguos egipcios por su parte lo que preferían introducir en la tumba de los difuntos (en las de aquellos de elevado estatus, al menos) era su propia guía práctica para orientarse en el más allá, a la que llamaban El libro de los muertos. Un compendio de consejos para desenvolverse durante el viaje por el inframundo, que consistía básicamente en acudir al salón del trono de Osiris, donde uno debía declararse inocente ante él y ante los 42 magistrados que le ayudaban en la tarea de juzgar a las almas. Entonces Anubis extraía el corazón del acusado y lo ponía en una balanza en cuyo otro platillo se ponía una pluma de la diosa Maat. Si el corazón pesaba más es que algo malo guardaba y el siguiente paso era convertirse en el almuerzo de la Devoradora de Muertos. Al parecer había algún conjuro para sortear esa prueba, si alguien está especialmente preocupado al respecto puede leer aquí un fragmento del citado libro, no sé si se entenderá bien la letra.
Como veremos, es recurrente en multitud de mitologías y narraciones la idea de uno o varios jueces decidiendo tras la muerte si esa alma debe ir al cielo o al infierno. En el décimo libro de La República, Platón narra la historia de Er, un guerrero cuya alma salió de su cuerpo tras morir en el campo de batalla para llegar a un pradera con dos aberturas en el suelo y otras dos en el cielo, en medio varios jueces decidiendo por cuál debía entrar cada alma según sus pecados. Tras mil años de viaje las almas salían por la otra abertura y se saludaban con otras en una fiesta que tenían montada en la pradera durante siete días seguidos, donde “unas contaban sus aventuras gimiendo y llorando al recordar los males de toda índole que habían sufrido y visto sufrir en su viaje subterráneo, viaje de mil años de duración, y, a su vez, las que venían del cielo hacían el relato de placeres deliciosos y espectáculos de una belleza infinita”. Por alguna misteriosa razón Er no bebió agua del Leteo —el río del olvido— a diferencia de otras almas y pudo volver a su cuerpo, justo cuando estaba ya en la pira a punto de ser incinerado.

Demonios haciendo una paella con los condenados
Demonios haciendo una paella con los condenados
Hay un término griego para definir esta clase de narraciones, Katabasis, en las que el protagonista desciende a los infiernos para luego volver al mundo de los vivos y contarnos lo que vio. Son tan frecuentes –no solo en la cultura griega, sino en otras muy distantes– que parece más fácil darse una vuelta por el infierno que adentrarse en una barriada gitana especializada en el narcotráfico. Así tenemos la catábasis de Perséfone, raptada por Hades; la de Orfeo en busca de Eurídice, que modernamente cantó Rilke; la de Heracles en uno de sus doce trabajos; la de Ulises en La Odisea; la de Eneas en La Eneida; Endiku en la epopeya de Gilgamesh; Mahoma tuvo también su viaje al Más Allá y hasta el mismo Jesucristo tiene una catábasis apócrifa, el Evangelio de Nicodemo, según la cual bajó con tal ímpetu que provocó un terremoto en el séptimo infierno. Incluso historias contemporáneas como la magnífica Apocalipsis Now podrían en cierta forma inscribirse en este género.
Hasta en China hay un ejemplo de ello: La narración de Lo Mou-teng, de finales del siglo XVI. Trata sobre un oficial chino que en una expedición a La Meca llega a la costa de un insólito lugar formado por seres mitad animales y mitad humanos, entre los que se encuentra a su difunta esposa, ahora casada con el Señor de los Muertos. Este lo invitará a recorrer el infierno, franqueado por un río de sangre cuyo puente solo puede ser atravesado por quienes han sido buenos. Los malos deberán atravesarlo a nado mientras luchan contra serpientes de bronce y perros de hierro. Tras él se encuentran diez tipos de fantasmas (clasificados como avaros, derrochadores, suicidas, mendigos o de dientes irregulares, entre otros). Una vez se llega al Palacio del Resplandor Espiritual, ve en su interior diez habitaciones con cada uno de los infiernos, divididos entre purgatorios para gente honorable e infiernos horrísonos para aquellos que hubieran pecado contra alguna de las ocho virtudes confucionistas. En la parte trasera había además otros 18 infiernos. Por lo que parece, uno en el infierno lo pasará mal pero no por falta de espacio.
Si bien todos los infiernos descritos en todas épocas y lugares son… eh… un infierno, hay uno tan rematadamente disparatado que merece una mención especial. Se trata del descrito en El libro de Arda Viraf, perteneciente al zoroastrismo. No se conoce la fecha exacta en que fue escrito, pero se estima que es de la época del imperio sasánida, entre el siglo III y el VII d.C. En él, se narra cómo Arda Viraf es elegido para viajar al inframundo y comprobar así si las enseñanzas del zoroastrismo son correctas. Tras el debido trance inducido por drogas, vuelve con los suyos y describe toda clase de tormentos:
“También vi el alma de una mujer quien estaba suspendida, colgada de sus pechos, en el infierno; y criaturas nocivas rondaban alrededor de todo su cuerpo. Y pregunté así: ‘¿Qué pecado fue cometido por este cuerpo, cuya alma sufre tal castigo?’ Srosh el pío, y Adar el ángel, dijeron así: ‘Esta es el alma de aquella condenada mujer quien, en el mundo, dejó a su propio marido, se entregó a otro hombre y cometió adulterio.”
No estoy seguro de si esta escena resultará espantosa para todo el mundo, tal vez más de uno encontrase ahí su particular paraíso… Otros tormentos consisten en comer excrementos, tener estacas de madera clavadas en los ojos, pasar la lengua por un horno caliente o que sapos, escorpiones, moscas y gusanos entren por boca, nariz y orificios inferiores. El consuelo de este pestilente infierno es que al menos no es eterno, como otros, ya que cesa con la renovación del mundo.

Semen de demonios salpica las bocas de mujeres atadas boca abajo en el infierno zoroástrico
Según lo descrito por Arda a los sodomitas les espera el empalamiento. A las mujeres infieles beber copas rebosantes de excrementos. A otro que tuvo relaciones sexuales con una mujer que estaba menstruando, se le vertía constantemente en la boca tales líquidos, además de haber tenido que cocinar y comerse a su propio hijo. Caminar descalzo supone como castigo que te arranquen los brazos y las piernas (esto lo veo bien, mira). A una mujer que con su locuacidad atormentaba a su marido le cortaron la garganta para que le saliera la lengua por el cuello. Aquellas que se negaron a complacer sexualmente a sus maridos eran colgadas boca abajo y se salpicaban sus bocas y narices con semen de demonios. Asimismo robar, mentir, matar, ensuciar el agua con inmundicias, no obedecer al gobierno, maquillarse y ahorrar mucho dinero también eran gravísimos pecados que se pagan con toda clase de imaginativos tormentos. Como sospecho que más de un lector que tendrá curiosidad por conocerlos, aquí va un pdf con el libro.

Otro infierno, algo menos obsceno, es el descrito en Las mil y una noches:

“Alá fundó un infierno de siete pisos, cada uno encima de otro y cada uno a una distancia de mil años del otro. El primero se llama Yahannam, y está destinado al castigo de los musulmanes que han muerto sin arrepentirse de sus pecados; el segundo se llama Laza, y está destinado al castigo de los infieles; el tercero se llama Yahim, y está destinado a Gog y a Magog; el cuarto se llama Saír, y está destinado a las huestes de Iblis; el quinto se llama Sakar, y está preparado para quienes descuidan las oraciones; el sexto se llama Hatamah, y está destinado a los judíos y a los cristianos; el séptimo se llama Hauiyah, y ha sido preparado para los hipócritas. El más tolerable de todos es el primero; contiene mil montañas de fuego, en cada montaña setenta mil ciudades de fuego, en cada castillo, setenta mil casas de fuego, en cada casa, setenta mil lechos de fuego, y en cada lecho, setenta mil formas de tortura. En cuanto a los otros infiernos, nadie conoce sus tormentos, salvo Alá el Misericordioso.”
Esta última frase no es del todo cierta ya que el propio Corán hace una breve descripción de los tormentos que esperan a los pecadores:

(14,19-20. Sura Ibrahim: Vers. de Abraham)
Los que no creen en nuestros signos
les quemaremos con el fuego.
Cada vez que su piel sea ceniza,
le daremos otra para que no deje
de sentir el suplicio.


(78,21-26. Sura An Nabaa: Vers. de la noticia)
Detrás de cada uno de ellos está el Infierno,
donde tendrán como bebida agua mezclada con pus
que beberán a tragos;
pero se les atragantarán en la garganta


(2, 75. Sura Al bacará: Vers. de la vaca)
Y estarán quemados por un fuego ardiente.
Y beberán en un manantial de llamas.
Y no tendrán otro alimento, excepto espinas,
que ni les nutrirá ni apagará su hambre.

El infierno japonés por su parte se llama Jigoku, y su soberano Emma O, que juzga las almas de los hombres —mientras que de las mujeres se encarga su hermana— y los envía en función de la gravedad de sus faltas a alguno de los dieciséis infiernos, ocho de fuego y otros ocho de hielo. Dicho sintoísmo establece además que habrá un gran espejo en el que cada uno podrá ver reflejados sus pecados, un poco a la manera de El retrato de Dorian Grey. Mientras que el Naraka o infierno de los hinduistas está gobernado por Yama y tiene tres puertas —la Lujuria, la Cólera y la Avaricia— y siete habitaciones en las que distribuir a los pecadores según cómo tengan su karma para ser castigados de muy diversas maneras: “unos son arrastrados sobre hachas cortantes; otros están condenados a pasar por el ojo de una aguja; éstos sufren que un buitre les roa los ojos, aquellos que los cuervos picoteen su cuerpo”.
El infierno de la mitología nórdica tiene una particular belleza poética, al menos según la descripción que hacen de él Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en su Libro del cielo y el infierno:
“El Niflheim o infierno fue abierto muchos inviernos antes de formar la tierra. En medio de su recinto hay una fuente, de donde salen con ímpetu los ríos siguientes: la Congoja, la Perdición, el Abismo, la Tempestad y el Bramido. A orillas de estos ríos, se eleva un inmenso edificio cuya puerta se abre por el lado de la medianoche y está formado de cadáveres de serpientes, cuyas cabezas vueltas hacia el interior, vomitan veneno, del cual se forma un río en que son sumergidos los condenados. En aquella mansión hay nueve recintos diferentes: en el primero habita la Muerte, que tiene por ministerios al Hombre, la Miseria y el Dolor; poco más lejos se descubre el lóbrego Nastrond o ribera de los cadáveres, y más lejana una floresta de hierro en la que están encadenados los gigantes; tres mares cubiertos de nieblas circundan esta floresta y en ella se hallan las débiles sombras de los guerreros pusilánimes. Sobre los asesinos y perjuros vuela un negro dragón, que los devora y los vomita sin descanso y expiran y renacen a cada momento entre sus anchos ijares; otros condenados son despedazados por el perro Managarmor que vuelve a derecha e izquierda su deforme y asquerosa cabeza; y alrededor de Nifleim giran de continuo el lobo Fenris, la serpiente Mingard y el dios Loke, que vigila por la continuidad de las penas impuestas a los malos y a los cobardes.”

El infierno de Dante
De todas las descripciones de lo que nos espera según cómo nos portemos la más minuciosa e imaginativa es sin duda la de La divina comedia, una obra cumbre de la literatura universal. Dante va topografiando palmo a palmo el infierno con la precisión de Google Maps guiándose siempre por las dos grandes referencias de su tiempo: la cultura grecorromana y el cristianismo.
La narración comienza con el protagonista, Dante, perdido en el bosque tras haber tenido que huir de una pantera, un león y una loba. Allí se le aparece el poeta Virgilio, alma ilustre que vive para la eternidad en el limbo, que ha recibido el encargo de la amada de Dante —Beatriz, que vive allá en lo alto haciéndole compañía a Dios— de que lo guíe a través de todos los niveles del infierno, el purgatorio y el cielo para que ambos puedan reunirse de nuevo.
Una vez traspasadas las puertas del infierno, en el vestíbulo, Dante y Virgilio se cruzan con las almas en pena que no han sido admitidas ni en el cielo ni en el infierno. De natural envidioso del destino de otras, vagan desnudas siendo aguijoneadas eternamente por mosquitos y avispas, cuya sangre mezclada con sus lágrimas era recogida a sus pies por asquerosos gusanos. Mejor no ir con sandalias por ahí. Pronto llegan al río Aqueronte, donde un barquero de nombre Caronte lleva a las almas al otro lado a cambio de una moneda. Puesto que Dante no está muerto el barquero se niega a ayudarle a cruzar el río. Ahí es cuando un pollo de goma con polea podría haber sido de gran utilidad, pero el narrador prefiere desmayar a su protagonista y hacerlo despertar en el otro lado, sin dar mayores explicaciones.
Virgilio le muestra entonces el primer círculo del infierno (ya que al igual que todo el universo en su conjunto, el infierno se organizaba por círculos superpuestos) que es el Limbo. Allí viven los niños que no han sido bautizados y hay que estar atento porque se ven también muchas celebridades: los hombres ilustres de otros tiempos previos al cristianismo. No se está nada a disgusto en este lugar, aunque la pena de todos ellos es vivir con un deseo sin esperanza.
Siguiendo el camino se llega al segundo círculo, donde se halla a Minos, juez del infierno que rechinando los dientes juzga a cada alma y según las vueltas que de a su cola las envía a uno u otro círculo del infierno, dependiendo de la gravedad de sus pecados. Tras él se llega a un lugar que está a oscuras y donde vagamente puede el ojo ver torbellinos que arrastran eternamente en vuelo a los pecadores carnales. Entre ellos encuentra a personajes destacados de la Florencia de la época (de la que Dante fue desterrado por rivalidades políticas), circunstancia que se repetirá en cada uno de los lugares que van visitando. El autor de La divina comedia parece encontrar cierto placer en imaginarse a sus enemigos sufriendo tormentos eternos.
Tras él, en el tercer círculo, bajo una fría lluvia que no cesa jamás sufren sus penas los glotones, que viven atemorizados por Cancerbero, una bestia de tres fauces y muy mal carácter que no tiene nada que envidiarle a Plutón, feo como él solo y encargado del cuarto círculo, donde avaros y manirrotos reciben su castigo por no haber sabido gastar razonablemente en vida teniendo que luchar entre ellos tirándose fardos.
En el quinto círculo se llega a la Laguna Estigia, de aguas estancadas y malolientes, como todas las que pueden encontrarse en el infierno, por otra parte. Bajo la superficie pueden verse a los iracundos peleándose unos con otros, mientras los melancólicos a su lado hacen gárgaras. Tras cruzar la laguna se llega a la ciudad de Dite o de Lucifer, también conocida como “La ciudad del dolor”. Ante la negativa de los demonios a abrirles las puertas a Dante y Virgilio, este debe solicitar apoyo aéreo, que un rato más tarde se aparece en forma de ángel y les allana el camino. Como al profundizar en el infierno cada paso es peor que el anterior, lo siguiente en aparecer son las Furias y Medusa, una Gorgona cuyos cabellos son serpientes cuya mirada te deja de piedra.

El bosque de los suicidas, también habitado por arpías
Pero el viaje debe continuar y en el sexto círculo llegamos a un cementerio, donde se encuentran a los herejes enterrados de cintura para arriba. A partir de aquí ya nos encontramos a lo peor de lo peor: almas por las que Dante deja de sentir compasión, tales son las maldades que cometieron en vida. Al comienzo del séptimo se halla el minotauro, al que Virgilio encabrona soltándole una burla, por lo que ambos deben huir corriendo de su envite hasta que llegan a un río lleno de sangre, donde se ahogan aquellos que fueron violentos contra el prójimo. En torno a él corren centauros armados con arcos, vigilando que ningún alma se acerque a la orilla.
Cerca de allí ven un bosque, en el que los árboles son en realidad almas de suicidas y tras él, un desierto en el que llovían copos de fuego sobre las almas de aquellos que insultaron y desafiaron a Dios. Encaja mal las críticas, por lo que se ve. La pareja protagonista continuó su camino hasta que Virgilio tuvo que emplear una cuerda que llevaba Dante encima para poder bajar por una zona muy escarpada, hasta llegar a un monstruo volador llamado Gerión, que los ayudará a llevarlos en vuelo al octavo círculo.
Dividido en diez fosos vigilados por demonios con látigos, allí penan los fraudulentos de toda clase: aduladores sumergidos en estiércol; acusados de simonía enterrados cabeza abajo con los pies ardiendo; adivinos con la cabeza del revés, caminando de espaldas en castigo a su pretensión en vida de ver el futuro; falsificadores llenos de pústulas malolientes; corruptos que traficaron con cargos públicos sumergidos en una resina hirviente, que en cuanto asoman cabeza a la superficie algún demonio les pincha con un arpón; hipócritas que cargan con capas de apariencia dorada pero que en su interior son de pesado plomo… en fin, de todo se encuentran por ahí, hasta a un navarro, al que tienen particular interés en atormentar unos demonios que usan sus anos como trompetas.
Y por último, en el centro mismo de la Tierra, el noveno y último círculo. Tres gigantes, que representan a la estupidez, la rabia y la vanidad son los guardianes del lugar y uno de ellos les ayudará a llegar al lago helado, llamado Cocito. En este lago se encuentran atrapados aquellos que han cometido el peor de los males, que es la traición. A medida que van caminando, Dante descubre de dónde proviene el frío viento que congela el lago: de las alas del mismísimo Lucifer, el emperador del doloroso reino. Tres cabezas tiene este gigante —negra, blanca y amarilla, como las razas humanas que habitaban la Tierra— y con cada una de esas bocas mastica a los tres mayores traidores de la historia: Casio, Bruto y Judas.
Escalofriante. Creo que todo esto que hemos descrito puede definirse sin temor a exagerar como auténticamente dantesco. Todos los infiernos son a cada cual más horrible, así que no se ocurre mejor opción que postergar la muerte todo lo posible y cruzar los dedos para que el verdadero Averno al que acaben yendo nuestras almas descarriadas sea el del pastafarismo, en el que hay volcanes de cerveza hasta donde alcanza la vista, aunque a diferencia del Paraíso, esté caliente y sin gas.