Soñé durante varias noches que yo era mi padre, que mi padre era mi abuelo, que mi abuelo era mi
bisabuelo, que mi bisabuelo era mi tatarabuelo, que todos éramos el mismo. Nos encontrábamos en medio de un páramo yermo, solo se oía el sonido del viento y me asomaba a un
precipicio en cuyo fondo se alojaban las carcasas de mi familia, las camisas de
serpiente de las que se habían despojado mis antepasados para introducirse en
el cuerpo nuevo de sus hijos. Mi abuelo tiraba esa cáscara de piel arrugada al
fondo del abismo y se metía dentro del cuerpo de mi padre, mi padre hacía lo
mismo y se metía dentro de mí. Formábamos una cola interminable que acababa en
el borde del precipicio. Al abrirse el plano del sueño (siempre sueño con más
de una cámara), comprobé que no era solo la fila de nuestra familia la que
estaba allí, todo el páramo estaba lleno de columnas de hombres que esperaban
su turno para ser poseídos por sus antecesores y así asomarse al borde del precipicio.
Una vez que mi
padre entró en mí, un enano con cascabeles me estampó un sello de tinta en la
frente: la cédula necesaria para identificarme como miembro terminado. Ejercían de empleados del sueño, se movían por el páramo como
ratas nerviosas que presienten el fuego. Dos de ellos me arrastraron hasta una
habitación estrecha, oscura, en la que tuve que agacharme para entrar. Me
sentaron en una silla metálica y a modo de interrogatorio de serie policíaca
comenzaron no a sacarme información sino a darme instrucciones: me ordenaron que olvidara todo lo que mi padre había sido, que abandonara la idea que se
impone cuando uno madura (que la vida tiene poco sentido). Yo ya era mi padre, yo ya era el viejo que mi
padre era (me lo confirmaba el espejo) pero no debía mostrarlo. Había que dotar
de sentido a lo que me quedaba por vivir (así me lo ordenaban los enanos). Los putos enanos daban vueltas a mi
alrededor, se subían a la mesa, me abofeteaban con saña, sonaban los cascabeles
cada vez que me clavaban su mano abierta sobre la cara y me instaban una y otra
vez a que odiara todo lo que mi padre me había inoculado. Utilizaron medios
mecánicos de persuasión, al modo de La naranja mecánica (mis sueños son muy cinematográficos). Me obligaban a ver
proyecciones de la vida de mi padre, de mi vida, para que las odiara, para que
las olvidara, para que no formaran parte de toda esa absurda montaña de
herencias transmitidas a través de la suplantación física.
Desperté, me
había caído de la cama, sudaba mucho, abrí los ojos y comprobé que estaba en mi
habitación. Oí unos cascabeles que se perdían por la escalera, bajé tras ellos.
Me guio su sonido hasta el despacho y comencé a escribir “Bilis”.
Mi padre ya
estaba en mí, solo hay que leer el primer capítulo de la novela para comprobarlo. La primera
frase es, con poquísimas variaciones, la que diría mi padre poco antes de morir
un año después: “El día que murió mi padre me cagué en Dios hasta que se me
rajó el paladar”. Escribía yo, pero era realmente mi padre el que lo hacía recordando a su vez la muerte del suyo.
Continué en ese
trance durante meses, inventando los recuerdos de mi padre o quizá no. Es posible que las amenazas de los duendes no surtieran efecto y las historias se atuvieran a una realidad de la que ni siquiera yo era consciente. Que escribiera al dictado del que me suplantaba creyendo que escribía ficción cuando no eran sino recuerdos de alguien que no era yo.
Los malditos enanos me visitaban todas las tardes, me exigían coherencia en el relato y me apartaban de la desorganizada realidad. No los veía, oía sus cascabeles alrededor
de la mesa del despacho. Notaba cómo me estiraban las orejas, cómo me metían
los dedos en los ojos, cómo me apretaban las sienes con sus puños de muñecas de
feria. Y me confundían el relato, me sacaban de mi padre para que no fuera él,
para que se convirtiera en Marcelo Atienza, el protagonista final de mi novela.
El orden narrativo fue dejando poco a poco
la vida de mi padre de lado. O era él mismo poseído por su padre quien se había adueñado del relato. Todo se confundía en un juego de perspectivas que interponía un espejo a otro. Los puñeteros enanos se exasperaban, se ofendían, me dañaban. Veían cómo Marcelo Atienza (la imagen de mi padre) se apropiaba del relato y volcaba la memoria de mi abuelo hasta provocar su desgarro: lo rememora, lo idealiza, lo vuelve personaje legendario, lo convierte en
alguien que tampoco era él.
"Veo a mi padre hablando de la admiración de los parisienses ante el
esplendor de Naná en el hipódromo del Bois de Boulogne, mientras sorbo absenta
de un medio cráneo desportillado. Se desliza el discurso de su admiración con
una parsimonia densa, mastica las palabras, se atusa el pelo y, en el cuento de
la carrera final (…), unas gotas de brillantina perlan sus sienes morenas.
Ladea la cabeza para mirarme, pero no parece verme. Mi transparencia me pone
nervioso. Intento agarrarlo de la manga, quiero tirar de las solapas de su
chaqueta, pero no consigo alcanzarlo (…) El aceite sigue chorreando, cada vez
con mayor caudal, por el rostro de mi padre. Detiene el discurso para enjugarse
la brillantina con un pañuelo blanquísimo. Nos encontramos solos, él y yo. No
se oye ningún ruido, ni siquiera hay nadie tras la barra. Su voz reverbera en
la botillería empolvada y vuelve a mis oídos envuelta en un timbre cristalino
que no recordaba. Tengo la sensación de haberme trasladado a los días en que yo
no lo conocí, a aquellos momentos sobre los que tantas leyendas había forjado.
Leo sus labios con el placer de verle narrar el triunfo de Naná (…). Tantas
veces había pasado sobre ese pasaje que casi lo recito a coro con la voz
empastada de Melquiades. Transfigurado por la copiosidad del ungüento que le rezuma
de la cabeza, sigo su letanía narrativa hasta que el uniforme de lona de un
guardiacivil se interpone entre nosotros. No puedo ver su rostro, las cinchas
acharoladas que le ciñen la guerrera chirrían hasta dañarme los oídos. Lo
prende por los sobacos y lo saca a rastras de aquella sala luminosa que poco a
poco se va apagando como una lámpara de gas agotada".
La narración
se convierte en una lucha a muerte entre el recuerdo del pasado y los putos
enanos que no paran de incordiar y agitar sus cascabeles encima del teclado
del ordenador. Es un duelo parricida de hijos en rememoración imposible de la vida de sus padres, es la historia sempiterna del miedo al olvido. El almacén de ultramarinos, escenario de la memoria, se desmorona sin remedio en los rincones del recuerdo, herido por los bocados voraces de las ratas.
Todo se disloca en detrimento de la memoria. No hay manera de recuperar el pasado , como no hay forma de reconstruir las paredes de tierra asoladas por los roedores. La ficción y la realidad se revuelcan en la misma
cama, se aman, se odian, se escupen, se lamen, se hacen de todo.
No tenía
especial interés en contar una historia de posguerra, es más, me repelía esa
época para enmarcar una historia. Pero seguía el mandato del sueño: una especie de encargo
sentimental que no podía eludir. La realidad se me escurría entre los dedos, se
me deshacía, me la machacaban esos putos enanos saltarines que no me permitían
hablar con fidelidad del pasado. La ficción iba ganando terreno, se adueñaba del relato. Quedaban como testimonios de la memoria los
escenarios, las descripciones del almacén, del baile, de las calles, de las
fiestas, del sórdido ambiente de la época, de los personajes amputados por el
silencio de posguerra, pero la narración seguía el dictado de los cascabeles de
los enanos. No había manera de que los recuerdos
engarzaran una historia coherente. Los puñeteros enanos me obligaron a echar
mano de la ficción, del sueño, del imaginario descabellado para construir la
historia.
Desde
luego, el intento de “Bilis” no ha sido reconstruir una anécdota del pasado, ni
por supuesto reclamar ninguna deuda que yo tuviera con él (quizás sí mi padre y
los que vivieron la maldición del silencio). El mismo relato me llevó sobre su
propia tesis: el pasado no se puede recobrar en el recuerdo, se nos deshace
como esas paredes de arena de la trastienda. Es nuestra imaginación la que
inventa el pasado y lo convierte a su antojo en lo que ella quiere.